por  Fernando Gómez-Bezares 1
  Publicado en el Boletín de Estudios  Económicos, nº 144, Diciembre, 1.991, págs. 435-463
 
  Parece evidente que en  los últimos tiempos estamos asistiendo a un creciente interés por los  planteamientos éticos aplicados a los negocios, como “descubriendo” que la  ética probablemente tiene algo que decir respecto a la actuación económica de  los diferentes agentes. Lo primero que hay que recordar a este respecto es que  ese presunto “descubrimiento” es sólo un “redescubrimiento”, pues la economía  ha estado ligada a la ética desde sus orígenes. Tal como afirma González (1991,  pág. 17) “La economía fue engendrada por investigadores de estricta naturaleza  ética... Su camino hacia la independencia es relativamente reciente”. Tenemos  antecedentes en Grecia, y después en la Escolástica; mereciendo especial  atención la “Escuela de Salamanca”. No podemos olvidar que Adam Smith 2,  antes de escribir “La riqueza de las naciones” -1776-, escribió “La teoría de  los sentimientos morales” -1759-, donde formuló un sistema ético (con  importantes semejanzas con el de Spinoza) coherente con su modelo económico. Y  podríamos citar otros autores, como John Stuart Mill, que estudiaron los  problemas económicos a la luz de la ética (véase Schwartz y Martín, 1991,  resumen de un estudio más amplio en preparación). La relación entre ética y  economía a lo largo de la historia del pensamiento, es indudablemente un apoyo  importante para afrontar el estudio ético de la actuación de los agentes  económicos, y de forma más concreta de las empresas.
  Para que este trabajo tenga  las máximas posibilidades de éxito lo ideal sería partir de unos conocimientos  profundos de ética (con el suficiente apoyo en otras partes de la filosofía),  de economía general y de economía de empresa. Además, dado que son los aspectos  financieros los que, a la luz del título de este artículo, ahora nos interesan,  parece imprescindible un conocimiento, tanto institucional como teórico, de las  finanzas empresariales. El que aquí escribe no dispone de todos estos  conocimientos, habiendo trabajado en los campos citados en último lugar, pero  estando bastante alejado de los primeros. Por eso, lo que a continuación se  expone, debe verse como la reflexión del economista financiero, del estudioso  de la gestión, que apela a la ética para resolver alguno de sus problemas. Si  en un principio fueron los filósofos los que con sus conocimientos trataron de  iluminar la economía, puede disculparse el atrevimiento del economista que  trata de ayudarse de la filosofía moral.
  Para el profano que se  adentra en la ética, lo primero que resulta sorprendente es la diversidad de  planteamientos, tanto a lo largo de la historia como, incluso, conviviendo en  una misma época. Para nuestros objetivos podría resultar válida la  fundamentación de la ética en el “amor propio” de Spinoza 3 o la “Teoría de los sentimientos morales” de Smith 4,  y lo que luego argumentaré será coherente con lo mantenido por estos autores.  Pero la situación de la “Etica” en nuestros días, hace desconfiar de la  posibilidad de alcanzar un modelo de comportamiento moral que sea generalmente  aceptado.
  Como dice Victoria Camps  (1990, pág. 17) la “virtud” -areté-  es, etimológicamente, “aquello que una cosa debe tener para funcionar bien y  para cumplir satisfactoriamente el fin a que está destinada”. Cada cosa es  “excelente” (virtuosa) en la medida que desempeña perfectamente su función. La  moral, la ética, sería el conjunto de virtudes que deben poseer los seres  humanos, la reflexión sobre ellas; virtudes que deben tener para ser  verdaderamente humanos. El problema es que si las virtudes son las cualidades  que constituyen la excelencia de la persona, habrá que tener un acuerdo sobre  lo que es una persona excelente. Alasdair MacIntyre (1987) expone así su  conocida tesis de que ya no es posible hablar de virtudes, pues falta el  consenso antes comentado. Tal consenso se dio en la Grecia Clásica, donde  Aristóteles detalla las virtudes que configuraban al perfecto ciudadano, o en  la Edad Media, bajo el modelo dado por la Ley Divina; pero es difícil que esto  tenga hoy una aceptación general. Ha habido intentos por recomponer la ética,  pero se encuentran con el problema de que se carece de un modelo, generalmente  asumido, de humanidad ideal.
  Actualmente parece que ha  triunfado el individualismo liberal, donde cada uno tiene su propio concepto de  bien, y no acepta intromisiones en su conciencia individual. Según este  planteamiento el individuo es el juez de sus actuaciones, él sabrá si hace bien  o mal, y la sociedad sólo puede intervenir cuando tal actuación tiene efectos  sobre terceros. Así la ética individual sólo sería competencia de cada persona,  sin posibilidades de generalización. Lo que sí se valoran son los efectos sobre  terceros, existiendo una ética que aplaude las actuaciones que favorecen a los  demás y reprueba aquellas que les perjudican. Pero todo esto es muy difuso,  pues cualquiera puede poner en cuestión qué es bueno y qué es malo para los  demás, al carecer de un concepto general del bien del ser humano.
  Esta crisis lleva, según  MacIntyre, al emotivismo: la moral es  expresión de sentimientos y actitudes, no de una racionalidad, simplemente  preferimos unas formas de actuación y pretendemos que los demás vean las cosas  como nosotros (Camps, 1990, pág. 20; véase también Sádaba, 1989). El emotivismo  ha sido criticado, pero es una consecuencia de un proceso empobrecedor de la  ética que ha durado varios siglos.
  El problema es si existe o  no un fundamento para la ética, algo que nos permita juzgar una conducta como  buena o mala, algo que nos permita aconsejar, algo que nos permita formar  nuestra conciencia y la de nuestros semejantes. Esto parece posible si  aceptamos un apoyo trascendente, podemos llegar así a la moral cristiana,  inspiradora de muchos de los valores de nuestra sociedad occidental. El  problema aparece si tratamos de prescindir de ese apoyo. En tal caso, tal como  les sucede a muchos pensadores actuales, la ética es una búsqueda, pero una  búsqueda necesaria5 .
  Aunque nos obligue a  salirnos un poco de nuestro tema, creo que puede ser ilustrativo pensar cómo se  plantea este problema el Derecho. Si prescindimos de la ética ¿cuál es el  fundamento del derecho? ¿por qué es obligatoria determinada ley? (véase  Laporta, 1989). Kelsen (1881-1973) piensa que la validez de una norma jurídica  positiva es independiente de su correspondencia con el orden moral; además cree  que los enunciados morales son subjetivos. Las normas jurídicas son válidas  porque otra norma superior les ha conferido validez (pirámide de Kelsen),  llegando hasta la constitución.
  En democracia aceptamos que  las leyes se aprueban por “la mayoría”, entre ellas la constitución. Sin  embargo hay cosas en las que creemos que la idea mayoritaria no tiene por qué  prevalecer; es el caso de la vida privada, en la que hoy se acepta que cada uno  tiene derecho a hacer lo que desee. Esto demuestra que la opinión de la mayoría  no siempre es vinculante y que hay “derechos” anteriores a la ley de las  mayorías, pero ¿de donde vienen? El beneficio de la mayoría puede ser una guía  para la ética, pero no es suficiente pues hay derechos de los individuos que no  pueden ser pisoteados por las mayorías.
  Es evidente la necesidad de  un orden jurídico, pero no es fácil fundamentarlo sin apelar a la ética. Una  posibilidad es buscar un apoyo en lo trascendente, lo que nos lleva al  iusnaturalismo que supone, como la Antígona de Sófocles, que hay leyes que los  dioses han puesto en el corazón de los hombres. En mi opinión el derecho debe  buscar un fundamento moral; o lo toma del iusnaturalismo, apelando a la  trascendencia 6,  o ha de continuar en esa labor de búsqueda que caracteriza a buena parte de la  ética contemporánea.
  Los problemas que se  plantea el fundamento ético del derecho no son muy diferentes de los que se  plantea la ética en general, no está suficientemente definido el modelo de  humanidad ideal; aceptamos la necesidad de una organización jurídica, aceptamos  que la democracia es el mejor sistema, aceptamos unos derechos fundamentales, y  todo esto nos ayuda, pero hemos de seguir buscando. 
  Y si hablamos de economía,  nuevamente los problemas son similares. La economía trata de la “asignación de  recursos escasos para fines excluyentes”. En consecuencia se ocupará de qué bienes hay que producir, cómo producirlos y para quién son esos bienes. La idea que  tengamos de ser humano y de humanidad va a influir poderosamente en cuál es la  respuesta correcta a estas preguntas. Vuelvo a lo de antes, sin ética no  podemos responder a las preguntas fundamentales.
  Personalmente creo que  existe un ideal de ser humano y que en base a él podemos encontrar las virtudes  y la ética. Pero buscaré primero algo más sencillo, más fácil de aceptar por  todos, y que puede ser suficiente para valorar éticamente los comportamientos económicos.
  La gran mayoría aceptamos  hoy que existen unos derechos fundamentales y suscribimos en líneas generales  el modelo de organización social dado por las constituciones y principales  leyes de los países democráticos. Desde un punto de vista económico estos  ordenamientos jurídicos propugnan una libertad  económica que lleve al bienestar  individual y colectivo de esa sociedad, dentro de una razonable igualdad, o si se quiere, de una desigualdad aceptable.  Esto se consigue mediante un sistema de mercado, con mayor o menor intervención  estatal.
  El problema fundamental  en la economía es la asignación de los recursos, y esa asignación se consigue  con el mercado. El mecanismo es sobradamente conocido; resumiendo el  razonamiento diremos que los agentes tratarán de utilizar los recursos más  abundantes, porque son más baratos, y prescindirán en lo posible de los más  escasos7 ,  al ser más caros, lo que llevará a una asignación racional. A su vez tratarán  de producir aquello que la sociedad desea, para lo que habrá demanda, y se  prescindirá de ofertar aquellos bienes no demandados (bien por no ser deseables  o por ser demasiado caros). Cada agente buscará su propio beneficio, lo que  redundará en el beneficio de la sociedad (es la mano invisible de Smith).
  La actuación de los agentes  en este marco parece éticamente correcta desde las premisas antes enunciadas,  pues los individuos buscan su propio beneficio, para su propio bienestar, y  simultáneamente se está consiguiendo una función social, la asignación correcta  de los recursos, con el consiguiente beneficio colectivo.
  Lamentablemente la realidad  no es tan sencilla como lo hasta aquí expuesto, y existen imperfecciones,  defectos de mercado, etc. que hacen necesaria la actuación de una autoridad económica,  la intervención del Estado. En primer lugar hay muchas cosas que el mercado no  ofrece y que sí son interesantes para la sociedad; es el caso de muchos  servicios básicos, de las obras públicas, etc. Tenemos así que el Estado ha de  mantener el orden y la seguridad, administrar la justicia, garantizar las  comunicaciones... Por otro lado hay bienes que consumimos y que no pasan por el  mercado, como es el caso de muchos bienes ecológicos. El que contamina, está  “consumiendo aire puro”, sin contar en principio con los perjudicados. En estos  casos puede arbitrarse un sistema para que los que contaminan “paguen” a los  contaminados, normalmente a través del Estado.
  Vemos, pues, que el mercado  no lo cubre todo, y que el Estado debe actuar para atender determinadas  necesidades de los ciudadanos, así como para regular el consumo de recursos que  no pasan por el mercado. Pero además existen imperfecciones en el mercado como  son la existencia de monopolios u oligopolios, problemas producidos por la  falta de información de los consumidores, rigideces en los intercambios, etc.  que hacen necesaria la intervención del Estado regulando la competencia, y en  general regulando la marcha de todo el sistema económico.
  Finalmente tenemos el  problema de la distribución de la renta. Y aquí residen aspectos muy positivos  y muy negativos del sistema de mercado. Por un lado los individuos se ven  incentivados a trabajar más y mejor, para alcanzar una mayor retribución, lo  que además beneficia a la sociedad; por otro, se llega a un sistema de  distribución de la riqueza, algo más que discutible. Es cierto que entre dos  individuos igualmente dotados, el que más trabaje, probablemente ganará más, y  esto es aceptable desde el punto de vista de la justicia. Pero también juega el  azar, y el que menos trabaja, puede tener “suerte”, y ganar más que el más  productivo. ¿Qué mérito hay en que una finca se revalorice porque se ha  convertido en urbanizable? Pero tenemos un problema aún más grave, y que tiene  mucho que ver con el azar: las diferentes dotaciones de partida. Unos nacen  ricos y otros pobres, unos con cualidades y otros sin ellas, y eso es así, sin  mérito ni demérito por parte del receptor. Es más, un individuo con unas  cualidades, puede considerarse afortunado o desafortunado, según la sociedad en  la que le haya tocado vivir. Un hombre muy alto quizá viviera acomplejado el  siglo pasado, y hoy ser un afamado jugador de baloncesto. Hemos de luchar por  la igualdad de oportunidades, pero no basta con eso. El Estado no puede  conseguir que los menos capacitados intelectualmente se equiparen a los más  capacitados, por lo que ha de cuidar que las condiciones de vida de unos y  otros no se diferencien demasiado; una posibilidad es asegurar unos mínimos  (alimentación, sanidad, educación...) para todos. El problema es que tampoco se  puede llegar a un excesivo igualitarismo que sería “desincentivador” para los  que trabajan duro8 ,  por lo que nos hemos de mover en una “desigualdad soportable”.
  La conclusión de todo esto  es que los agentes, al moverse dentro del mercado en busca de su propio  interés, no sólo encuentran su beneficio, sino que también benefician a la  sociedad, lo que es éticamente bastante aceptable, pero esto sólo es cierto si  el sistema de competencia funciona bien y si el Estado cumple las funciones que  tiene asignadas en la economía. Veamos algunos ejemplos:
  -          Supongamos que se produce un aumento de la natalidad, y  crece la demanda de juguetes infantiles. Si esto produce un exceso de demanda,  subirán los precios y aumentarán los beneficios de los actuales fabricantes.  Esto será una señal para los potenciales inversores, algunos de los cuales  decidirán invertir para fabricar juguetes; al principio obtendrán una buena  rentabilidad a sus inversiones, pero luego, la entrada de nuevos fabricantes,  continuará aumentando la oferta, llevando el beneficio a lo que se puede  calificar como retribución normal de la inversión. Los inversores han actuado  buscando su beneficio, pero simultáneamente han cubierto una necesidad social,  evitando además un encarecimiento de los juguetes y un excesivo enriquecimiento  de los actuales fabricantes. El mecanismo de mercado ha funcionado.
  -          Pensemos ahora que la población deseara consumir menos  bebidas alcohólicas; esto llevaría a una disminución de la demanda, y muchos  productores tratarían de dedicarse a otra cosa; vemos que nuevamente el  mecanismo de mercado funciona. Y así sucede normalmente, pero hay ocasiones en  las que no es así y el Estado debe intervenir, como veremos a continuación.
  -          Nadie estará interesado, por su propio beneficio, en  mantener a la policía o a la administración de justicia o en construir  carreteras (si no se puede cobrar peaje); sin embargo esto es necesario para la  sociedad, y es bueno que el Estado cubra esos gastos.
  -          Un propietario de unos apartamentos en la costa, puede  pensar perfectamente que ganará más dinero si ofrece un servicio menos esmerado  a un desconocido turista extranjero; es probable que ese turista no vuelva a  esos apartamentos, pero ya vendrá otro. Si todos actúan así, al final, nadie  querrá ir a esa zona de la costa, pero el hecho de que uno no actúe así tampoco  arregla nada. Vemos que aquí el incentivo económico particular va en contra del  interés general de la sociedad, e incluso del interés a largo plazo de los empresarios  del sector. O ellos se autorregulan, mediante una asociación para mantener la  calidad, o el Estado debe intervenir para proteger tanto al consumidor, como a  los empresarios que quieren dar un buen servicio9 .
  -          Supongamos una sociedad donde la riqueza está concentrada  en muy pocas manos, habiendo unos pocos ricos y muchos pobres, siendo muy  reducida la clase media. Si los “ricos” quieren coches lujosos, debido a su  poder de compra, pueden conseguir que los fabricantes de automóviles dediquen  gran parte de sus recursos a fabricar coches de lujo y muy pocos a la  fabricación de utilitarios, para los que hay poca demanda. Vemos que en este  caso la desigualdad en la distribución de la renta lleva a una asignación  “discutible” de los recursos, si hacemos caso sólo a la dinámica del mercado.
  Podríamos ver otros muchos  ejemplos, pero la idea general creo que ha quedado suficientemente expuesta: el  mercado tiende a estimular a los agentes hacia una asignación eficiente de los  recursos, pero tiene problemas que hacen necesaria la intervención estatal, de  la que yo destacaría tres facetas:
  -          Asunción de aquellas actividades rentables para la sociedad  en general, pero no interesantes para los individuos o para las empresas  privadas. Me refiero aquí a la administración de la justicia, mantenimiento del  orden y la seguridad, obras públicas, etc. Realmente en este punto se podría  incluir todo lo demás, pero prefiero limitarlo al ofrecimiento de bienes y servicios por parte del Estado,  explicitando aparte los dos siguientes.
  -          Regulación del  mercado, para favorecer una competencia limpia y sin abusos, evitando  posiciones de dominio. Deberá así limitar en lo posible los monopolios y  controlarlos cuando existan, proteger a los consumidores y a los trabajadores,  etc. También ha de crear la normativa e instrumentos para que el propio mercado  pueda funcionar. Dentro de este punto yo incluiría la creación de normas que  “conduzcan a los agentes económicos hacia el bien común”. Me refiero, por  ejemplo, a que si la contaminación es perjudicial, habrá que conseguir que los  que contaminan no ganen más dinero que los que no lo hacen, sino al revés (para  así incentivar al que actúa correctamente); esto se puede conseguir con  impuestos especiales, con multas, etc. De la misma manera, si la sociedad  quiere integrar a los minusválidos, demos incentivos a los empresarios que los  contraten. También puede incentivarse en un determinado momento la creación de  empleo, el desarrollo de una región, etc. etc.
  -          Redistribución de la  renta, para conseguir que las diferencias no sean excesivas; bien con un  sistema fiscal que sea más exigente con los más ricos, bien asegurando mínimos  (alimentación, vivienda, educación, sanidad...) a todos, bien primando a los  más humildes (con créditos más baratos, con becas, con viviendas sociales, con  preferencias en la elección de centro escolar...), bien con cualquier otro  sistema, o, como es lo normal, con una combinación de todos.
Estas tres facetas pueden  estar muy relacionadas, así el Estado puede desear que se construya un polígono  de viviendas sociales, para ello proporciona suelo urbanizable (primera  faceta), e incentiva a los que construyan las viviendas con desgravaciones  fiscales (segunda), para conseguir viviendas baratas (tercera).
  Pero tengamos en cuenta que  el Estado debe ser prudente en su  actuación en los tres temas comentados, pues la tendencia ha sido a  sobrepasarse en su intervención. Así, los bienes y servicios que ofrece, salen  del sistema asignativo del mercado, al menos en una gran parte, lo que puede  resultar menos eficiente10 .  Por otro lado muchas regulaciones pueden entorpecer el funcionamiento del  mercado, e incluso llevar a los agentes a buscarles la trampa (hecha la ley,  hecha la trampa, dice el dicho español), lo que va en contra de los objetivos  del legislador, y por supuesto de la eficiencia (los recursos dedicados a  burlar la ley son realmente improductivos para la sociedad). Relacionado con  esto tenemos el hecho de que algunas regulaciones llevan a una ineficiencia en  términos estrictamente monetarios, así la contratación de minusválidos cuando  hay en paro personas más capacitadas puede ser menos eficiente, aunque  justificable para dar más oportunidades a estas personas. Finalmente, una  distribución de la renta demasiado igualitaria puede ser desincentivadora para  los que más trabajan, si ven que los que no lo hacen tienen casi las mismas  posibilidades, con lo que el sistema de asignación, basado en el incentivo del  beneficio, entraría en crisis.
  La conclusión de todo esto  es que un sistema “bienintencionado” de excesiva intervención del Estado puede  ser muy perjudicial. Personalmente opino que lo ideal es un Estado pequeño y  eficiente, que cumpla con sus importantes funciones restando el mínimo  protagonismo posible al mercado. Pero aquí sí que creo que, dado que no tenemos  una verdad absoluta, deberán ser los parlamentos los que decidan el nivel de  intervención, teniendo muy en cuenta las implicaciones que esto tiene. Definirá  pues el parlamento el marco legal, y dentro de él los agentes económicos,  individuos y empresas, buscarán su propio beneficio, con la confianza de que  así consiguen también el interés general.
  Partamos de un empresa que  trabaja en un mercado, donde el Estado cumple las condiciones antedichas; el objetivo financiero se define como la maximización del valor de la empresa en el  mercado (Gómez-Bezares, 1990b, cap. 1). Si suponemos que las acciones de la  empresa cotizan en una bolsa de valores, tal valor será fácilmente  identificable, si no es así, habrá mayores dificultades de cálculo, pero ningún  problema conceptual adicional. Si aceptamos ese objetivo, las actuaciones de la  empresa deberán encaminarse a la maximización de ese valor. La pregunta es  obvia, a la vista de lo dicho en las páginas anteriores: ¿es ético ese  objetivo? Vamos a reflexionar sobre ello.
  Lo primero que nos debemos  preguntar es cómo se forma el precio de las acciones que da lugar al valor de  mercado de la empresa, tratemos de razonarlo: En equilibrio, el que invierte en  acciones debe obtener una rentabilidad, que dependerá del tipo de interés sin  riesgo, y del riesgo asumido en la inversión11 ;  y tal rentabilidad se obtendrá al final mediante los dividendos12 .  Gráficamente esto da lugar a la figura 3.1.
      
  
                                                                     Figura  3.1
  El accionista invierte una  cantidad P, a la que espera obtener rentabilidad en base a una corriente (que  suponemos indefinida) de dividendos esperados. El precio de equilibrio P será  aquél al que los dividendos D dan la rentabilidad deseada k. Suponiendo que el  accionista tiene unas determinadas expectativas de dividendos y que desea una  rentabilidad k, en base al tipo de interés de mercado y al riesgo asumido, el  precio máximo a pagar vendrá dado por la siguiente fórmula:
  P = D1/(1+k) + D2/(1+k)2 + D3/(1+k)3 + D4/(1+k)4 +.....+ Dn/(1+k)n +.....
  Si suponemos concordancia  en las expectativas de los que actúan en el mercado, así como acuerdo en el  tipo de descuento a aplicar, llegaremos a un precio de equilibrio que será P  (Williams, 1938, definió que el valor de una acción debe ser igual al valor  presente de su corriente futura de dividendos).
  Hemos visto con  anterioridad que, en un marco legal dado por el Estado, si es correcto, las  empresas buscando su propio beneficio obtendrán el interés general; lo que pasa  es que hemos cambiado un poco el objetivo y en vez de tratar de maximizar el  beneficio, lo que ahora hacemos es maximizar el valor de la empresa; analicemos  las razones de ese cambio. Si tomamos la empresa a lo largo de toda su vida,  desde que se constituye hasta que se liquida, parece claro que la cifra de  beneficios coincidirá exactamente con los excedentes de caja netos, y estos  últimos con los dividendos -donde está incluido el valor de liquidación-13 ,  luego hablar de beneficios o de dividendos es lo mismo. Pero la cifra de  dividendos no coincide con la de beneficios año a año, veamos sus causas: En  primer lugar la contabilidad (de la que se obtiene la cifra de beneficio)  considera los ingresos y los gastos según el criterio del “devengo”, y así una  venta es considerada como ingreso cuando se realiza, aunque tarde en cobrarse.  Evidentemente esto es correcto desde el punto de vista contable, el beneficio  se ha producido en la venta, pero financieramente tiene importancia lo que se  tarde en cobrar; al pasar de beneficios a dividendos, lo que hacemos es  considerar el momento en el que el beneficio se reparte, y no aquél en que se  produce. Otro tema importante son las valoraciones. La contabilidad valora los  inmovilizados según unas reglas bastante precisas (normalmente precio de  adquisición menos amortizaciones) y esto tiene influencia en el beneficio (que  se ve afectado por la cuantía de las amortizaciones); desde un punto de vista  financiero, lo importante es cuánto se invirtió en el inmovilizado y cuánto te  dan por ello al final de su vida útil. Nuevamente, la suma de amortizaciones  más (o menos) la pérdida final (o el beneficio), coincidirá con la pérdida  producida como diferencia entre el precio de compra y el de venta; lo que es  distinto entre el planteamiento financiero y el del beneficio contable, es que  este último introduce una periodificación (reparte la pérdida a lo largo de los  años) que es una estimación siempre discutible. Lo que caracteriza a la visión  financiera es la objetividad de las entradas y salidas de caja, que desde el  punto de vista del accionista se traducen en dividendos.
  Veamos algunos ejemplos  para acabar de comprender lo hasta aquí dicho. Si una empresa obtiene buenos  beneficios, pero le cuesta cobrar, de manera que no tiene liquidez para repartir  dividendos, está haciendo una gestión peor de sus recursos que otra que,  ceteris paribus, sí cobra y puede repartir dividendos. Otro caso todavía más  claro es el de una empresa que, por las razones que sean, decide no amortizar  sus inmovilizados y aumenta así sus beneficios; es claro que eso no denota una  gestión mejor que la de la empresa que, en idénticas circunstancias, amortiza.  Alguien puede pensar que el que una empresa liquide parte de sus activos,  aumentando así su tesorería, y eso le permita un mayor reparto de dividendos,  no es síntoma de una buena gestión; pero esto no es exacto, pues si la empresa  tras esa liquidación logra un volumen de generación de fondos similar al que  obtenía anteriormente, eso sí es síntoma de buena gestión, y si no, ya se verá  perjudicada en su reparto futuro de dividendos. Otra crítica que se hace  frecuentemente es que la empresa que reinvierte, no reparte muchos dividendos,  y sin embargo puede ser eficiente; la respuesta a esta crítica es clara: si la  empresa reinvierte es porque tiene expectativas de obtener rentabilidad a su  inversión y eso se transformará en dividendos futuros; luego renunciamos a unos  dividendos hoy, por unos mayores dividendos en el futuro, y eso no debe afectar  negativamente, sino todo lo contrario, al valor de la empresa (véase,  Gómez-Bezares, 1990b, cap. 5).
  En conclusión, lo que  aporta el criterio del dividendo sobre el del beneficio es que considera el  momento del cobro, y eso es un avance. Por otro lado queda totalmente claro que  se valora la empresa según sus resultados a largo plazo (mediante una corriente  indefinida de dividendos).
  Aceptado el dividendo como  criterio, es evidente que lo importante, igual que sucedía con el beneficio, no  es su cuantía total, sino su cuantía por acción, o si se quiere por euro  invertido. Y, además, el cuándo se cobra ese dividendo. A lo que se cobra más  tarde habrá que aplicarle un tipo de descuento14 .  Finalmente habrá que aplicar una prima por riesgo, a más riesgo, mayor tipo de  descuento.
  Puede que al lector se le  esté planteando una duda, consistente en lo siguiente: es normal que el  accionista exija una rentabilidad por esperar, y sólo esté dispuesto a cambiar  el dividendo presente por un dividendo futuro si éste es mayor (es lo que se  consigue aplicando el tipo de descuento); también parece lógico que el  accionista exija una rentabilidad mayor ante un mayor riesgo; pero ¿coinciden  estos criterios con los de la sociedad en general? La respuesta es que  claramente sí. Entre dos empresas idénticas, la que tarde más en repartir los  dividendos, está haciendo una asignación peor. Y si una empresa entra en un  mercado de mayor riesgo, debe obtener una mayor rentabilidad. Veamos esto  último más despacio: supongamos una isla, aislada del resto del mundo, donde  sus habitantes tuvieran que decidir entre plantar uno de los dos tipos de trigo  existentes A y B; el A rinde mucho cuando hay buen clima y muy poco cuando éste  es adverso (es por lo tanto arriesgado), el B rinde una cantidad intermedia,  con muy pocas variaciones según el clima (es seguro). Dada la ley de las  utilidades marginales decrecientes, los habitantes de la isla valorarán más las  primeras unidades de trigo que las últimas, por lo que sólo si A da como  promedio bastante más que B se plantearán su cultivo. Vemos que es consistente  con el interés general el que los accionistas pidan más rendimiento a las  decisiones más arriesgadas.
  Tenemos, en consecuencia,  que lo que mide la eficiencia de una empresa, y su eficiencia para la economía  en general, es la corriente de dividendos  descontada según el tipo de interés 15 y el riesgo. Y éste es el valor, en equilibrio, de la empresa en el mercado.  Luego el que denominamos “objetivo financiero de la empresa” no es sino una  adaptación del objetivo beneficio a una realidad en la que hay que considerar,  aparte de la cuantía de la inversión, los efectos a largo plazo de las  decisiones, el momento en el que el beneficio se va a materializar en efectivo  y el riesgo de la decisión. Cuanto más aumente el valor de la empresa en el mercado  (si éste funciona correctamente) más valor se habrá creado, tanto para los  accionistas como para la sociedad.
  Aunque existe acuerdo sobre  que la maximización del valor de la empresa es un objetivo, técnicamente mejor,  que la maximización del beneficio; por razones históricas, e incluso por  economía de palabras, se sigue hablando (y en este mismo trabajo aparecerá  alguna vez) de maximización del beneficio o de objetivo beneficio. Esto no debe  confundir al lector, pensando que se vuelve al viejo concepto de objetivo  beneficio, sino que debe entender que se está denominando así al objetivo  financiero.
  El objetivo financiero se  considera como un objetivo “normativo” (Van Horne, 1989, pág. 8) que permite  guiar los negocios hacia la eficiente asignación de recursos en la economía.  Recordemos que los mercados de capitales pretenden asignar eficientemente los  fondos en la economía, de los ahorradores a los inversores; si los fondos van a  las inversiones más interesantes, el criterio de asignación será racional.
  IV. OBJETIVO FINANCIERO Y  OBJETIVOS SOCIALES
  El planteamiento que  hemos hecho del objetivo financiero puede considerarse correcto en términos  generales, pero tiene limitaciones. En primer lugar se le puede achacar que  sólo está pensando en los intereses de los accionistas, olvidando que hay otros  colectivos implicados en la marcha de la empresa; es el caso de los  trabajadores, clientes, proveedores, etc., ante los que la empresa tiene una  responsabilidad. Algunos autores son partidarios de definir, junto al objetivo  financiero, otros objetivos de los diferentes partícipes sociales (p.ej.  Freije, 1989, págs. 65 y ss.); aceptando como válida esta postura, yo sería  partidario de dar como limitaciones “que hay que cumplir” los objetivos de los  diferentes partícipes, tratando, dentro de ese marco, de conseguir el objetivo  financiero. En la práctica ambos planteamientos resultan bastante similares,  pero el aquí propuesto puede ser más operativo.
  Muy relacionado con lo  anterior está el problema de los objetivos  sociales. La sociedad en su conjunto se va a ver afectada por la actividad  de la empresa, y debemos preguntarnos si la empresa debe o no ser responsable  ante la sociedad16 .  Es este un problema difícil, que vamos a ver despacio; la primera pregunta es  si la empresa debe formular objetivos complementarios además del objetivo  financiero. Por un lado, tal como afirma Van Horne (1989, pág. 8), “cualquier  otro objetivo dará lugar probablemente a una asignación subóptima de los  fondos”; esto no quiere decir que la empresa no sea responsable (ante  consumidores, trabajadores o público en general), sino que, ante la dificultad  de formular un objetivo consistente, “la sociedad, actuando a través del  congreso y de otros órganos representativos, establece el equilibrio entre los  objetivos sociales y la eficiencia económica”. Según esta visión, la empresa,  maximizando su valor trabaja por la eficiencia económica; y serán las leyes las  que, corrigiendo aquello en lo que el mercado no es suficiente, le hagan  cumplir con los objetivos sociales. En la misma línea de razonamiento Weston y  Brigham (1984) opinan que no hay motivo para que los empresarios asignen los  fondos según su propia idea del bienestar social. Una empresa puede pensar que  lo importante es beneficiar a los productores de su país, y reducir las  importaciones, aunque esto vaya contra la eficiencia, otra puede pensar que lo  importante es beneficiar al tercer mundo y aumentar por ello las importaciones;  ¿no es más lógico que estas decisiones sean tomadas por las autoridades del  Estado y que las empresas se dediquen a asignar eficientemente los recursos en  el marco legal que se les ofrece? En términos todavía más radicales se expresa  Friedman (1970 y 1971).
  De todo esto creo que  podemos sacar una conclusión importante que, quizá por obvia, a veces  olvidamos: la empresa que maximiza su valor cumple una función social de primer  orden como es la asignación eficiente de los recursos; puede discutirse el  grado de cumplimiento de otras funciones sociales de la empresa, pero no  pensemos que al maximizar el valor la empresa sólo está sirviendo a los  accionistas, en una economía de mercado también está sirviendo a la sociedad.  Pero Freije (1989, págs. 96 y ss.) no se conforma con eso y, consciente de que,  a pesar de todo, se critica a la empresa por su comportamiento ante la  sociedad, entiende que debe ser un elemento de progreso social y adelantarse a  los acontecimientos; para ello debe plantear sus objetivos sociales, midiendo  su aportación a la sociedad mediante un instrumento que puede ser el balance  social. 
  La empresa debe cumplir las  leyes, en eso entiendo que todos coincidimos, el problema es si debe plantearse  objetivos sociales que vayan más allá. Aquí creo yo que hay que hacer una  distinción importante: me refiero a la diferencia entre aquellos objetivos  sociales cuyo cumplimiento va a repercutir a plazo más o menos largo en  beneficio de la empresa y los que no tienen esa característica. Entre los  primeros estará el pagar bien a los empleados y tenerlos contentos en su trabajo  (lo que los hará más fieles a la empresa y más productivos), atender bien a los  clientes o mantener buenas relaciones con el vecindario; incluso puede estar  entre éstos el conseguir una buena imagen ante la sociedad mediante actuaciones  de mecenazgo. Dado que hemos definido el objetivo financiero de la empresa como  maximizar su valor en el mercado, resultado de descontar los dividendos “a largo plazo”, no parece que haya duda  de que estos objetivos sociales son coherentes con el objetivo financiero, y hasta  aquí no hay problemas. La dificultad aparece cuando enfrentamos el objetivo  financiero a los objetivos sociales; veamos un caso extremo: una empresa  dedicada a organizar espectáculos de ópera decide, por su deseo de favorecer a  la sociedad, dar una representación gratis al año, y no quiere que a esta  representación acudan sus clientes habituales, ni siquiera los potenciales  futuros, para dar un valor puramente social a su gesto; probablemente se  formarán grandes colas para conseguir entradas, y supongamos que los jubilados,  por tener más tiempo libre, son los que acaparan la mayor parte de las  localidades; esto no quiere decir que los jubilados sean los que más van a  disfrutar con la ópera, supondremos, por hacerlo más claro, que lo único que  busca la mayoría es un sitio “calentito” donde pasar la tarde; evidentemente se  está haciendo un ¡derroche de recursos!, que nada tiene que ver con una  asignación eficiente. Veamos un segundo caso, menos caricaturizado: una empresa  decide contratar minusválidos para realizar determinadas tareas, aun consciente  de que van a realizarlas con un coste mayor17 ,  ¿es positivo hacer eso cuando existen personas en paro que podrían realizar la  tarea con mayor eficiencia? Habrá algunos que opinarán que sí, pues la pérdida  de eficiencia se compensa con el beneficio social que produce la integración de  esas personas; otros opinarán lo contrario pues ¡sería absurdo que los  minusválidos no tuvieran que soportar el paro como los demás! Parece más lógico  en este caso que el Estado ofrezca a las empresas que deseen contratar  minusválidos algún incentivo (rebaja en las cotizaciones a la seguridad social,  ahorro de impuestos) que les motive a contratarlos “por su propio interés”,  siendo el Estado el responsable de la cuantía de los incentivos y de sus  efectos. Y un tercer caso: una empresa decide utilizar carbón, aunque sea caro,  para posibilitar la subsistencia de una determinada zona minera; aparte de que  esto puede llevar a la ruina de la propia empresa, tampoco es evidente que sea  bueno potenciar unas explotaciones mineras caras, y probablemente ineficientes,  por no afrontar la necesidad de una reconversión.
  Lo que aquí quiero poner de  manifiesto es que, cuando los objetivos sociales se oponen a la consecución del  objetivo financiero, no es tan claro que su consecución sea siempre beneficiosa  para la sociedad. Y que se pueden cometer grandes errores.
  Podríamos concluir,  apresuradamente, que “no debe haber objetivos sociales”, limitándose la empresa  a cumplir con las leyes, pero, nuevamente, las cosas no son tan sencillas. En  primer lugar hay Estados poco desarrollados que pueden tener una legislación  demasiado permisiva (supongamos que se permitiera la esclavitud), que lleven a  la empresa a plantearse restricciones más allá de las puras normas legales.  Pero incluso en los países más desarrollados hay lagunas legales, temas no  previstos que hacen que las empresas deban plantearse en muchas ocasiones un código ético, luego volveremos sobre  ello.
  Un problema muy frecuente  en la empresa actual, más si se trata de una gran empresa, es la división entre  la gestión y la propiedad. Aceptado el objetivo financiero y que su consecución  es buena para la sociedad, aunque sea con sus limitaciones, la duda es si los  directivos, los gestores, van a intentar cumplirlo. El problema se puede  plantear de la siguiente manera: cuando los propietarios son los que toman las  decisiones, éstas van hacia la maximización del valor de la empresa; pero ¿qué  garantía tenemos de que los gestores van a tener un gran interés en maximizar  ese valor? Los altos gestores, a los que Galbraith (1972) denomina  “tecnoestructura”, pueden tener sus propios objetivos, el problema es que éstos  no tienen por qué coincidir con el interés general. Así un gestor puede desear  que su compañía sea mayor para cobrar un mayor sueldo, proponiendo para ello la  absorción de otras empresas, sin que esa “concentración” tenga que ser positiva  para la sociedad18 .  La dicotomía entre los objetivos de los propietarios y de los gestores da lugar  al denominado problema de agencia. 
  Los gestores son “agentes”  de los propietarios de la empresa, los accionistas, y deberían tratar de  maximizar el valor de la empresa, pero ¿cómo se garantiza que actuarán en esa  línea?, el problema es complejo. Si los gestores fueran retribuidos sólo con  acciones de la compañía, estaría garantizado que tratarían de maximizar su  valor. En los demás casos los accionistas deberán controlar a sus agentes si  quieren garantizar una actuación en línea con sus intereses. Es evidente que  cuanto menores sean los incentivos mayor deberá ser el control; el extremo se  da cuando los agentes no tienen ninguna incentivación para actuar según los  intereses de los accionistas y el control debe ser máximo. Fama (1980) razona  que si los mercados funcionan correctamente, los accionistas deberán reducir  sus costes de control para hacer competitiva a su empresa y los gestores se  sentirán motivados por el hecho de que el mercado de trabajo valorará su  esfuerzo en cumplir los objetivos de los accionistas, así en las grandes  compañías el control no lo ejercen los accionistas; son los mercados de  capitales eficientes los que proporcionan información sobre la evolución del  valor de las acciones de la empresa y, por lo tanto, de la valía de sus  gestores; un mercado de trabajo competitivo hará el resto, valorando al gestor  por el trabajo que realiza. Otros, como Jensen y Meckling (1976), entienden que  el principal (los accionistas) sólo se asegurará de que el agente (los gestores)  servirá a sus intereses si éste es incentivado y controlado. Incentivos como  acciones, opciones, participaciones en beneficios... que estén relacionados con  el resultado que obtienen los accionistas. Controles como auditorías,  limitaciones en su autonomía, revisión de sus retribuciones y gastos... El  control tendrá un coste, pero estos autores consideran que es necesario al  separar propiedad y gestión. La visión de Fama hemos de calificarla de  optimista, esperando demasiado de unos mercados que en este caso tienen muchas  deficiencias: falta de transparencia, demasiada lentitud en muchos casos  (cuesta tiempo a veces saber que una decisión fue errónea), etc. El  planteamiento de Jensen y Meckling creo que es más realista (puede ampliarse  esto en Gómez-Bezares, 1991, tema II).
  Esto nos plantea un nuevo  problema desde el punto de vista de la ética: suponiendo que la maximización  del valor de la empresa coincide con los intereses de la sociedad (hacemos  ahora abstracción de sus limitaciones), los propietarios actuarían bien  buscando su propio interés, pero a los gestores les ponemos una tarea más  difícil, consistente en no buscar su propio interés sino el de sus accionistas.  Un buen sistema de incentivación y/o de control, puede hacer que ambos  coincidan, pero esto es difícil de conseguir al 100%, al igual que era difícil  conseguirlo entre intereses de los propietarios y de la sociedad, por mucho que  el Estado estableciera sus regulaciones, por lo que, nuevamente necesitaremos  un código ético para los gestores, que les impida hacer aquello que es  beneficioso para ellos pero no lo es para la empresa.
  La “mano invisible” de  Smith y su evolución dentro de las técnicas de gestión para dar lugar al  “objetivo financiero”, son aportaciones importantes que nos indican que muchas  actuaciones empresariales resultan más beneficiosas para el bien común que lo  que a primera vista podría parecer para un juez apresurado, pero hay  limitaciones que nos hacen desconfiar de su validez general. La postura de Friedman  (1970) cuando mantiene que “hay una y sólo una responsabilidad de la empresa:  usar sus recursos y posibilidades en actividades encaminadas a incrementar sus  beneficios, tanto como lo permitan las reglas del juego, es decir, asumiendo  una competitividad libre y abierta, sin engaño ni fraude” es, como dice Melé  (1991), reduccionista. Muchas actividades pueden ser legales y, sin embargo, ir  contra el bien común. De manera especial me preocupa el problema de la  distribución de la renta, pues si bien es cierto que el Estado ha hecho mucho  mediante políticas redistributivas, quedan todavía importantes bolsas de  marginación, a donde parece que la acción del Estado no llega, o no es  suficiente19 .  Mientras eso sea así ¿qué garantías tenemos de que la asignación de recursos  guiada por el mercado es mínimamente presentable? Perfectamente se pueden estar  dedicando gran cantidad de recursos a producir bienes de lujo, cuando son más  necesarios para proporcionar bienes de primera necesidad, pero para los que no  hay capacidad de compra. Finalmente, si el Estado no regula adecuadamente, no  proporciona los bienes y servicios que debe proporcionar o no redistribuye  adecuadamente la renta, no podemos por ello “lavarnos las manos”, y decir que  esa no es nuestra responsabilidad.
  Lo que muchos economistas  han pretendido desde Smith (1776) y su famosa “mano invisible” hasta Friedman  (1980), es demostrar que, con una determinada intervención del Estado, puede  conseguirse que el individuo que busca su propio beneficio logre “sin quererlo”  el bien común. Si esto fuera así, las empresas que tratan de “maximizar su  valor” estarían actuando en función del bien de la sociedad. Evidentemente ésta  es una buena solución (si funciona), pues en un mundo tan complejo como el  actual es demasiado pedir a cada persona o a cada empresa que se plantee en  cada actuación si está beneficiando o no a la sociedad. El problema es que nos  asaltan fundadas dudas sobre la exactitud de este planteamiento.
  Metodológicamente, en  economía, se usa con frecuencia el “positivismo lógico”, que podemos resumir  diciendo que: construido el modelo en base a unos axiomas, lo importante es  contrastar las conclusiones del modelo. La aplicación a nuestro caso llevaría a  preguntarnos si el modelo de economía liberal (con una cierta intervención  estatal) da lugar a un crecimiento equilibrado que se traduzca en una mejora  del bienestar de la sociedad. Si analizamos la evolución de nuestro país (o de  cualquier otro de similar nivel de desarrollo) parece claro que hoy hay más riqueza  y mayor bienestar económico que hace cincuenta o cien años, también hay mayor  igualdad de oportunidades, y es evidente que los pobres viven mejor, aunque  haya importantes desigualdades. Luego el sistema ha funcionado relativamente  bien, mientras que otros sistemas alternativos han dado peores resultados (caso  de la Europa del Este). Y esto se ha conseguido con individuos y empresas que  han tratado de maximizar su valor dentro de las reglas del juego existentes  (mercado libre, con una determinada intervención del Estado). Pero junto a esto  también ha habido individuos y grupos de individuos, que se han guiado por  objetivos puramente altruistas 20,  y muchos empresarios que han sacrificado parte de su rentabilidad por hacer el  bien.
  La conclusión que yo saco  de todo esto es que las empresas deben seguir trabajando por maximizar su  valor, por crear riqueza, dentro de las reglas del juego; pero que no deben  olvidar que ese enriquecimiento se justifica como un incentivo para las  actividades encaminadas al bien común. No es ético enriquecerse a costa del  bien común, y esto puede darse en nuestra sociedad. Esto nos devuelve al código ético antes comentado. Sería  deber del Estado crear el marco de actuación de las empresas, para que su  actividad (en busca de su objetivo) se encaminara al bien común. Pero como esto  no va a funcionar nunca perfectamente, los individuos deben plantearse su  responsabilidad personal, como ciudadanos exigiendo al Estado que cumpla bien  su papel, dentro de las empresas denunciando las actuaciones que van contra el  bienestar de la sociedad, y a nivel particular pensando qué se puede hacer para  mejorar lo que se ve que está mal (promoviendo asociaciones, actuando  caritativamente, etc.).
  Aun aceptando que la  intervención del Estado en la economía consiga todos sus objetivos, todavía nos  queda un problema que yo creo que es crucial desde un punto de vista ético.  Podemos llegar a aceptar, con las debidas reservas, que las empresas que buscan  maximizar su valor consiguen una adecuada asignación de los recursos en un país  particular, pero ¿qué pasa a nivel planetario? Juan Pablo II en su encíclica  “Centesimus Annus” se plantea -punto 34- que el libre mercado es un  “instrumento eficaz”, pero que esto no vale siempre. Ya León XIII en la Rerum  Novarum (ampliamente comentada en la Centesimus Annus) apelaba al Estado para  poner remedio a la condición de los pobres21 ,  y Juan Pablo II -punto 58- pide unos órganos internacionales que orienten la  economía hacia el bien común. Profundicemos en esta idea.
  Parece clara la necesidad  de un Estado que intervenga en la economía de mercado para orientarla hacia el  bien común, lo que sucede es que, en un mundo cada vez más interconectado, no  podemos quedarnos satisfechos pensando que la economía de un país va orientada  hacia el bien de ese país (y sabemos que incluso esto es criticable). Es  necesario que la economía vaya orientada hacia el bien de toda la humanidad.  Los problemas ecológicos, la regulación de la competencia o la distribución de  la renta hay que plantearlos a nivel mundial. De la misma manera que el Estado  a lo largo del siglo XX se ha configurado como un contrapeso importante del  mercado en los países más desarrollados, y el balance de su actuación creo que  ha sido positivo, ¿no deberíamos plantearnos, en las puertas del siglo XXI, la  necesidad de un organismo similar a nivel mundial? 
  Adam Smith (1776) proponía  tres deberes del soberano: proteger a la sociedad de la violencia, la  administración de la justicia y realizar obras y servicios públicos de interés  para toda la sociedad pero irrentables para la iniciativa privada. A estos  puntos añadíamos antes la regulación del mercado y la redistribución de la  renta. Si llevamos esto a nivel mundial tendremos algunas obligaciones de ese  organismo internacional: salvaguardar la paz, resolver los litigios entre  países y promover actuaciones cuyo beneficio es supranacional, tal es el caso  de la ecología. Y también regular la competencia, evitando los abusos de los  más poderosos, y trabajar por una distribución de la renta a nivel  internacional que no sea tan vergonzosa como la actual.
  Hasta que esto no sea una  realidad, los individuos que buscan su propio beneficio no podrán estar  tranquilos pensando que así consiguen el bien de la humanidad. Una empresa  europea puede estar consumiendo demasiados recursos en proporcionar bienes  superfluos cuando en el tercer mundo se mueren de hambre; por otro lado ¿qué  sucedería si todos los países contaminaran como hacemos los desarrollados?
  Aplicando, como hacíamos  antes, el positivismo lógico, los resultados no son optimistas. Es difícil  hacer comparaciones, pero la situación del tercer mundo no es mejor que lo que  lo era hace unos años, sino quizá todo lo contrario. A esto hay que buscarle  una solución, que puede ser ese organismo mundial de intervención en la  economía internacional. Entre tanto, las empresas que tratan de maximizar su  valor pueden estar asignando correctamente los recursos al nivel de sus  respectivos países, pero se pueden cometer errores importantes de asignación a  nivel planetario.
  El final de este punto es  algo desalentador, pues no vemos claro que las empresas que maximizan su valor  en el mundo desarrollado favorezcan al conjunto de la humanidad. Pero si no  trataran de ser eficientes, la situación sería probablemente peor. En  consecuencia acabo diciendo algo similar a lo planteado al final del punto  anterior: las empresas deben crear riqueza (lo que parece que beneficiará, al  menos, a su entorno más próximo), pero considerando en su código ético los  efectos sobre los países menos desarrollados ¡Ojalá! la organización de la  economía internacional vaya caminando hacia una situación más justa, pero entre  tanto, como ciudadanos del mundo, tenemos que trabajar, en la medida de  nuestras posibilidades, por mejorar la situación de los pobres del planeta:  denunciando la situación ante la sociedad, los poderes públicos y los  organismos internacionales; criticando y haciendo autocrítica cuando nos  enriquecemos a costa del tercer mundo; y a nivel muy personal, tratando de  transferir parte de nuestra renta y de nuestros conocimientos a los menos  favorecidos.
  He tratado de demostrar en  las páginas precedentes que las empresas que tratan de maximizar su valor  logran un importante objetivo social, prescindiendo ahora de las limitaciones  ya expuestas (como el problema del tercer mundo) y de otras no explicitadas. Lo  importante, como hemos dicho, es que el enriquecimiento sea un incentivo para  hacer algo útil para la sociedad. Un caso interesante en este sentido es el de  los modernos mercados financieros (véase Gómez-Bezares, 1990a). Podemos  preguntarnos cuál es el beneficio social que proporcionan los mercados de  acciones, opciones, futuros... En estos mercados, los agentes que en ellos  intervienen, obtienen importantes beneficios (y también cuantiosas pérdidas),  que para muchos no son sino el fruto de una especulación improductiva.  Ciertamente así sucede en ocasiones, pero no debemos generalizar. Lo que  tenemos que preguntarnos es si el beneficio obtenido por el agente es un  incentivo que redunda en el bien común o no. Cuando un inversor predice mejor  el futuro que los demás, cuando “acierta” en cuáles serán las empresas que  obtendrán buenos resultados, obtiene un beneficio. Y esto es bueno, pues  incentiva a los agentes a estudiar toda la información a su alcance, lo que  redunda en una mejor “valoración” de los activos bursátiles, y en una mejor  asignación de los recursos.
  Desde el punto de vista del  riesgo, también estos mercados tienen características a estudiar. El riesgo lo  definimos como dispersión, así es más arriesgado un negocio que ofrece ganar  100 ó 0, que uno que da un beneficio seguro de 50. Podemos decir que el riesgo  es negativo tanto para el inversor como para la sociedad 22.  Así un individuo normal preferirá 50 millones seguros que jugarse a cara o cruz  0 ó 100 (cuanto más grandes son las cantidades, más claro se ve esto). Por eso  los individuos prefieren diversificar sus inversiones, siguiendo el mensaje del  popular dicho: “no es bueno poner todos los huevos en la misma cesta”. La  sociedad se beneficia de que los individuos actúen así, pues de esa manera  también el conjunto de los individuos tiene diversificado su riesgo.
  Siguiendo con el riesgo,  las opciones y los futuros, entre otros instrumentos, son útiles para trasladar  el riesgo. Y esto también es interesante, pues se trasladará a aquellos agentes  que mejor lo pueden diversificar, y por ello son más inmunes a ese problema.  Ahora bien, los mercados de opciones y futuros (también, en parte los de  acciones) son muy especulativos: se gana y se pierde por pura especulación,  ¿tiene esto algún interés social? La respuesta es que cuando la especulación  sirve para difundir una información, o el resultado de un estudio, es útil,  pues colabora al proceso de valoración. Pero cuando es el resultado del dominio  del mercado por parte de un grupo, no tiene utilidad social de ningún tipo. Así  cuando un grupo importante hace subir o bajar una acción en función de sus  intereses, está logrando un enriquecimiento a costa de los demás, que en  realidad es un robo, aunque pueda ser legal. Nuevamente vemos que los mercados  deben ser competitivos, sin situaciones de monopolio u oligopolio, para que el  sistema funcione.
  Otro problema importante es  el uso de informaciones privilegiadas. En este caso el que posee la información  (por tener un contacto en la Administración o en el consejo de administración  de una empresa) puede enriquecerse hasta que la información es pública.  Evidentemente este enriquecimiento tampoco tiene ningún interés social y, por  ello, debe regularse el uso de este tipo de información.
  Yo creo que podemos  concluir que será ético el enriquecimiento que produce simultáneamente un  beneficio para la sociedad y no lo será en caso contrario. Será deber del  Estado crear el marco adecuado para que, en lo posible, sólo sean incentivadas  (premiadas con el beneficio) las actividades que lleven al bien común, y deber  nuestro como ciudadanos influir en lo posible para que el Estado actúe de esa  manera. Pero aun así, siempre quedarán lagunas en el marco definido por la  legislación, más en un mundo tan cambiante y dinámico como el financiero, y  será la responsabilidad ética de cada uno la que nos marque en ocasiones que  aquello que nos enriquece, no beneficia a la sociedad, o peor aún, le  perjudica, y no lo debemos hacer.
  Podríamos así graduar las  conductas éticas en nuestros mercados en general, y de forma particular en los  mercados financieros:
  1.-       Sería correcto el que se enriquece por su  habilidad en la predicción de las variaciones bursátiles o por el desarrollo de  nuevos instrumentos para diversificar el riesgo, pues está aportando algo  positivo a la sociedad.
  2.-       ¿Y qué sucede cuando uno se enriquece  utilizando una información privilegiada? Es el caso del que sabe que la  Administración va a poner en circulación un bono con alto tipo de interés, lo  que hará bajar el precio del resto de los bonos, y puede vender sus bonos antes  de que esto ocurra con el consiguiente beneficio. Aquí se obtiene un  enriquecimiento sin que tal actuación tenga ningún interés social. Quizá habría  que distinguir aquí entre si la información ha llegado por azar a sus manos o  la ha obtenido ilícitamente. En mi opinión, en ambos casos la actuación es  reprobable, pues está “robando” al que le compra los bonos, aunque,  evidentemente, es peor en el segundo caso. Totalmente distinto (y semejante al  punto primero) sería el caso del que “cree” que los bonos van a bajar y vende,  pues primero corre un riesgo, y, además, como otros muchos pensarán como él (si  su razonamiento es lógico), entre todos colaborarán a poner a los bonos en su  justo valor. Observe el lector que en este caso nos encontramos ante una  situación de “incentivación” a los agentes para que trabajen en la correcta  valoración de los activos.
  El  ejemplo que he comentado de utilización de una información privilegiada es  similar al que Santo Tomás toma de Cicerón (González, 1991, pág. 24): un  comerciante lleva trigo a un país donde escasea; la pregunta es si el mercader  debe comunicar que hay nuevos cargamentos en camino o si puede vender al precio  corriente sin dar la información. Para el santo no es moralmente obligatorio  dar esa información, aunque considera más virtuoso al que la da. Personalmente  tengo que discrepar, en base a lo anteriormente expuesto, y opino que el  mercader debe dar la información y después vender al precio que le quieran  comprar, que será más alto que el del resto de los mercaderes por haber llegado  antes (ese ha sido su mérito), pero no tan alto como si fuera el único. Con  todo el caso puede plantear dificultades y a mi solución se le pueden poner  pegas.
  En  cualquier caso, lo que parece evidente, es que la utilización de la información  debe estar convenientemente regulada para que se reduzcan en lo posible las  informaciones privilegiadas, cuya utilización sólo beneficia al que la posee.  Entonces se nos puede plantear ¿cuál es la forma ética de conseguirse y  difundirse las informaciones?; veamos algunos casos, sobre el supuesto de que  una empresa ha conseguido un invento importante y esto va a hacer subir sus  acciones, pero todavía no es público. Puede suceder que alguien consiga la  información por un proceso de investigación (sin partir de ninguna situación de  privilegio), el que éste obtenga un beneficio comprando acciones de esa  sociedad no parece incorrecto, pues estas ganancias son el pago de su trabajo;  si el beneficio es grande, eso le compensará de otras investigaciones menos  exitosas, y si todavía parece desmesurado, eso incentivará en el futuro a otros  a dedicarse a tales investigaciones, lo que redundará en que las noticias se  conozcan antes; por otro lado la actuación de este y otros sujetos comprando  acciones de la sociedad irá haciendo que suban los precios, trasladando la  información al precio. También puede suceder que la noticia la dé la prensa,  beneficiando al periódico más hábil para conseguirla. En estos casos se está  premiando al que posee primero la noticia, incentivando a los que consiguen  conocerla antes, lo que es positivo pues es bueno que estas informaciones  lleguen lo antes posible al mercado.
  3.-       Un caso similar al planteado  anteriormente es el del inversor importante que deja caer un valor, o provoca  su caída utilizando la fuerza de su volumen, para adquirirlo después a precio  más barato. Este agente lo que hace es utilizar las imperfecciones del mercado  (falta de trasparencia, situación oligopolística, etc.) para enriquecerse, sin  aportar nada positivo a la sociedad, y “robando legalmente” a los que por las  circunstancias que fueren se ven obligados a vender a la baja. Yo aquí no veo  más que un traspaso de riqueza basado en la fuerza.
  4.-       El caso más reprobable es cuando el  enriquecimiento va acompañado de un perjuicio para la sociedad en su conjunto.  Sería el caso del que se enriquece vendiendo droga (acto ilegal) o vendiendo  productos cancerígenos no prohibidos (acto legal por existir una laguna en ese  punto). En el campo financiero sería el que da informaciones falsas para hundir  a la competencia, lo que da lugar a una subida de sus acciones, pero a una  reducción de la competitividad en el sector, con el consiguiente perjuicio para  los consumidores.
En resumen: las actuaciones que llevan al bien común deben estar incentivadas (premiadas con beneficios), y buscar el beneficio es correcto en esos casos. Pero como el sistema está lejos de ser perfecto, hay actuaciones incentivadas que no aportan nada a la comunidad, en tales casos el beneficio es sólo una trasferencia de unos a otros, difícilmente justificable. Peor es el que obtiene beneficio perjudicando a la colectividad; en tal caso la actuación es éticamente reprobable.
  Hasta aquí hemos  trabajado bajo el supuesto de que existía un “suficiente consenso” sobre que el  sistema económico debe basarse en la libertad y proporcionarnos un bienestar  individual y colectivo, dentro de una razonable igualdad. De ahí hemos tratado  de deducir normas éticas, y quizá para algunos esto sea suficiente, al menos  como punto de partida de la reflexión. Pero todo lo dicho también puede ser  criticable desde el origen y alguien puede decir que él “no participa de ese  consenso” y que lo que hace con “sus bienes” entra dentro de la esfera de la  moralidad individual, no aceptando que nadie critique lo que hace con lo que ha  ganado “legalmente”, incluso oponiéndose a la existencia de una política fiscal  redistributiva. De igual manera, otro, con menos fortuna, puede decir que “no  acepta un reparto tan injusto de la riqueza” y proponer o practicar la revolución.  Es difícil razonar cuando la única base es un pretendido consenso.
  En el otro lado, algunos de  los que participan de unos valores morales superiores, desprecian el mecanismo  del mercado, donde los agentes se mueven por su propio beneficio. Para éstos no  tiene nada de “moral” buscar su propio beneficio, sino más bien lo contrario;  el que se logre o no el bien común es un objetivo no pretendido.
  Personalmente no participo  de esta postura, aunque como cristiano creo que sí existen esos valores morales  superiores. Pienso, quizá equivocadamente, que la existencia de un incentivo que guíe las actuaciones hacia  el bien común es necesario, y ese incentivo es el beneficio. Por otro lado creo  que buscar el propio interés es éticamente correcto, siempre que se armonice  con la búsqueda del interés colectivo23 .  Existen personas que actúan desinteresadamente por el bien común y eso les  proporciona la felicidad; ese es el modelo de “santo” que todos tenemos; pero  desafortunadamente no todos hemos logrado ese nivel de “bondad”, y necesitamos  “incentivos” para guiarnos al bien común. Eso no es obstáculo para que, en base  a esos “valores superiores” de los que probablemente todos participamos de  alguna manera, tengamos actuaciones altruistas, que ya hemos visto que son muy  convenientes.
  Si vamos un poco más lejos,  yo pienso que el fin del ser humano es ser bueno, es amar24 ,  y eso se consigue haciendo el bien25 .  El fin no es hacer el bien, con eso no basta26 ,  pero haciendo el bien podemos hacernos mejores. El que exista un incentivo para  hacer el bien, no creo que se deba rechazar. La vida del hombre está llena de  incentivos naturales para hacer lo que debe hacer27 ;  incluso la religión nos habla de Cielo e Infierno, para animarnos a hacer el  bien, no creo que el incentivo del beneficio28  sea algo radicalmente distinto. Lo importante es que ese acicate no sea el fin,  sino sólo un “incentivo” para hacer el bien y ser mejores.
  Si logramos un grado  suficiente de bondad, podremos prescindir de los incentivos, y haremos el bien  porque hemos conseguido ser buenos. Así concibo yo la santidad. Pero entre  tanto...
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  LAPORTA, F.J.  (1989): “Etica y derecho en el pensamiento contemporáneo”, en CAMPS V. ed.: Historia de la ética, Crítica,  Barcelona, págs. 221-295.
  MACINTYRE, A.  (1987): Tras la virtud, Crítica,  Barcelona.
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  REALE, G. y D.  ANTISERI (1988): Historia del pensamiento  filosófico y científico, Herder, Barcelona, 3 vols.
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  SCHWARTZ, P. y V.  MARTIN (1991): “La ética del amor propio en Spinoza, en Mandeville y en Adam  Smith”, Información comercial española,  Marzo, págs. 31-43.
  SMITH, A. (1776): The wealth of nations, (traducción castellana en Aguilar, Madrid,  1961, 2ª ed.).
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1 Quiero agradecer a Isidoro Pinedo, Susana Rodríguez y Javier Santibáñez, las sugerencias que me han hecho en diferentes momentos. Los errores son responsabilidad exclusiva del autor.
2 Considerado normalmente como el fundador de la ciencia económica; véase p.ej. Beltrán (1976, pág. 92).
3 Para Spinoza obrar conforme a virtud es siempre conservar nuestro ser según el principio del propio interés (véase Schwartz y Martín, 1991, pág. 33), lo que no excluye, sino más bien todo lo contrario, la colaboración con los demás.
4 Smith piensa que las normas éticas no son contrarias a nuestras inclinaciones, pues éstas, en un orden armónico, cooperan al progreso general (véase Schwartz y Martín, 1991, pág. 43).
5 Aunque para otros el problema no parece tener solución tal como están las cosas, y sólo sería posible hablar de ética recurriendo al apoyo trascendente (Unamuno, 1967; véase también el comentario de Bonete, 1989, pág. 390) o creando comunidades más pequeñas que tengan un fin común para la vida (MacIntyre, 1987).
6 Hay otros caminos para llegar al derecho natural, pero no entraremos en ellos, aparte de que han sufrido importantes críticas.
7 Entendemos abundantes y escasos en términos relativos. Será más abundante aquello que es más fácil de conseguir y/o menos demandado por la sociedad.
8 Si todos tuviéramos garantizados unos mínimos suficientemente altos, o todavía mejor, una dotación de bienes y servicios acorde con nuestras necesidades ¿qué incentivo tendríamos para trabajar, para esforzarnos en la correcta asignación de los recursos?
9 Vemos en este ejemplo que una alternativa a la intervención del Estado es, en muchas ocasiones, la asociación de los ciudadanos para conseguir ese fin que no lograban individualmente. En el mismo sentido, los sindicatos han contribuido históricamente a lograr una mejor distribución de la renta, o las asociaciones de consumidores han protegido a éstos. En principio me inclino por dar primacía a la iniciativa privada y dejar al Estado un papel subsidiario, el problema es que las asociaciones a las que hemos hecho referencia pueden actuar como elementos de presión excesivamente fuertes.
10 Así, el Estado, cuando ofrece educación o sanidad de forma gratuita, puede encontrarse con que la demanda es prácticamente ilimitada, pues el consumidor no es consciente “en su bolsillo” de los recursos necesarios para satisfacer sus deseos. Esto puede llevar a que los recursos utilizados en estas tareas sean enormes (como de hecho sucede cada vez más). En muchos casos, los consumidores, no harían ese gasto de su bolsillo, aunque tuvieran posibilidades, lo que nos hace sospechar una ineficiencia en el sistema.
11 Suponemos individuos enemigos del riesgo, y por lo tanto que piden una prima por asumir ese riesgo (puede ampliarse esto en Gómez-Bezares, 1990a, 1990b, cap. 6, y 1991).
12 Puede alegarse que es posible obtener rentabilidades mediante plusvalías, vendiendo la acción por un precio superior al que se compró, pero si esto es así, será porque el comprador espera obtener rentabilidad a ese precio superior; luego si suponemos concordancia en las expectativas, es, a efectos de nuestro análisis, como si se la hubiera quedado el primer accionista.
13 En general entenderemos como dividendos todos los repartos de dinero a los accionistas, incluyendo en consecuencia también cualquier disminución de capital que dé lugar a pagos en efectivo a los accionistas. Las ampliaciones de capital se entenderían aquí como dividendos negativos.
14 Puede ampliarse esto en mi libro de decisiones financieras (Gómez-Bezares, 1990b, cap. 1 y, sobre todo, en el apéndice 1-A).
15 Podemos preguntarnos por qué debe afectar el tipo de interés vigente en un determinado momento. Pensemos, para responder, que el tipo de interés nos dice el precio al que la sociedad está dispuesta a cambiar consumo presente por consumo futuro. Sólo será interesante invertir si la rentabilidad supera esa tasa.
16 El lector se dará cuenta de que dentro de esta responsabilidad ante la sociedad se puede enmarcar también la responsabilidad ante el resto de los partícipes sociales, con lo que lo dicho anteriormente se puede entender como un caso particular de lo que veremos a continuación.
17 Porque su minusvalía les afecta de alguna manera en la realización de esas tareas, y no va a tener ahorros por su contratación. En caso contrario, el objetivo social no se contrapondría con el financiero.
18 Puede consultarse mi libro de dirección financiera en sus temas II y IX (Gómez-Bezares, 1991), donde se recoge, ampliado, lo que sigue.
19 La verdad es que dentro del mercado han aparecido fuerzas como los sindicatos, las asociaciones de pensionistas o de consumidores, etc., que tratan de proteger los intereses de esos grupos, a primera vista más vulnerables, y que además está el Estado para tratar de cubrir las deficiencias del sistema, pero da la impresión que hay colectivos que importan poco a todos; colectivos marginales que no votan, que no hacen presión, que parece que no existen, pero que están ahí. Son millones de personas que no mejoran su nivel de vida cuando sí lo hace el de los demás. Nos recuerdan que el “mundo feliz” donde todos vivimos bien no existe. Seguramente el Estado nunca podrá evitar esa marginación, aunque su deber es, al menos, intentar paliarla. Parece que la caridad, individual u organizada, será siempre necesaria.
20 Pensemos en Cáritas, Cruz Roja, etc. y en tantas agrupaciones de individuos (como muchas comunidades religiosas) o individuos en solitario que han procurado mejorar la situación de los más desfavorecidos.
21 Esta petición de actuación del Estado ha dado resultados relativamente aceptables en la mayoría de los países más desarrollados, pero queda mucho por hacer en el tercer mundo.
22 El análisis del riesgo aquí expuesto es ciertamente elemental, para una visión más completa se puede acudir, entre otros, a dos trabajos citados en la bibliografía (Gómez-Bezares, 1990a y 1991).
23 Spinoza afirma que el propio interés es el fundamento de la virtud, postura semejante a la de Adam Smith en la Teoría de los sentimientos morales (véase Schwartz y Martín, 1991, pág. 33).
24 En 1780 Inmanuel Kant afirmaba que “el destino final del género humano es la perfección moral”.
25 Interesante es la visión unamuniana del “progreso moral”: ir haciendo obras buenas que nos vayan haciendo mejores (Unamuno, 1967, págs. 819-820; véase también el comentario de Bonete, 1989, pág. 407).
26 Poco valor tiene hacer el bien si no se ama (cfr. San Pablo, himno a la caridad, 1 Co 13).
27 Placer (un incentivo) producen actividades como la alimentación o la sexualidad.
28 Este incentivo anima a los hombres a trabajar con mayor eficiencia.