EL DEBATE EN TORNO AL CANTO TRADUCIDO. ANÁLISIS DE CRITERIOS INTERPRETATIVOS Y SU APLICACIÓN PRÁCTICA EL DEBATE EN TORNO AL CANTO TRADUCIDO. ANÁLISIS DE CRITERIOS INTERPRETATIVOS Y SU APLICACIÓN PRÁCTICA Rocío de Frutos Domínguez

Volver al índice

PERSPECTIVAS ESTÉTICAS, SOCIOLÓGICAS Y JURÍDICAS

Arte y verdad. Interpretación y autenticidad

Tras el análisis de las distintas tradiciones en lo referente a la relación texto-música en la ópera, idiomas empleados y procedimientos de traducción, hemos tenido oportunidad de comprobar cómo la evolución en los distintos países y épocas ha sido diversa dependiendo de múltiples factores implicados, no sólo técnico-artísticos o estéticos, sino históricos, políticos, ideológicos, socio-culturales, económicos… presentes durante la llegada de la ópera y su desarrollo, que condicionaron el asentamiento de la tradición del lenguaje de representación de la ópera y las preferencias de público y críticos. El peso de estos factores históricos, económicos y socio-culturales es determinante en la construcción del gusto estético.
El caso de España, donde conviven pacíficamente la preferencia por la versión original (sobretitulada) para la ópera con la de la versión en lengua vernácula para otros géneros como el del importado musical anglo-americano y otras artes como el teatro, el cine o la televisión, es paradigmático. La diferente influencia y evolución de los factores materiales en estos ámbitos ha tenido como consecuencia la implantación de una norma estética diferente en cada caso. El mismo espectador asume con naturalidad su elección de una película doblada en la televisión de su casa y una ópera en versión original con sobretítulos en el teatro de ópera de su ciudad.
Existen múltiples argumentos para respaldar cualquier opción interpretativa. Del análisis de las opiniones vertidas desde ámbitos diversos (intérpretes, críticos, analistas, público…) en lo referente a los fines y argumentos de aceptabilidad de cada uno de los dos principales modelos de traducción de ópera para su interpretación podemos concluir que no existe un paradigma de autenticidad en la interpretación que justifique la aceptación o rechazo de cualquiera de estos procedimientos en la ópera. Se exponen argumentos de todo tipo (y razonables en la mayor parte de los casos) que podrían justificar cualquiera de las opciones. Pero en último caso se trata de opciones interpretativas que quedan sometidas al criterio estético y subjetivo del intérprete. Tal como establece Gadamer (1960: 90), “lo bello en la naturaleza o en el arte posee un mismo y único principio a priori, y éste se encuentra enteramente en la subjetividad”.
Sin embargo, en el ámbito de la música histórica 1 con frecuencia se emplean argumentos dogmáticos basados en una supuesta corrección histórica, técnica o estética, para condenar la elección de determinadas opciones interpretativas, como si existiese una única solución válida. Parece asumirse la existencia de una autenticidad, un canon objetivo de corrección, una verdad estética de tipo científico. Sin embargo, tal como manifiesta Adorno (1970: 176) “lo verdadero en arte es algo no existente. […] El contenido de verdad del arte se presenta como plural, no como concepto superior del arte”. Si asumimos que no hay un único criterio de verdad en el arte, y tampoco una única interpretación válida o auténtica posible, debemos cultivar la tolerancia como posición ética ante las distintas opciones interpretativas.
Para defender esta vía argumental vamos a analizar a algunos autores que han tratado ampliamente esta cuestión, con Bourdieu y Carey como referentes principales.

Identidad y exclusión en el arte
La defensa del carácter selecto y exclusivo del arte, no apto para todos, no es nuevo y está detrás de muchos de los planteamientos que defienden la existencia de una verdad artística. Se trataría de un conocimiento al alcance de unos cuantos espíritus sensibles y refinados que están por encima del gusto convencional 2. Tal como sostiene Carey (2007: 12), “para algunos entusiastas del arte es esta misma exclusividad lo que lo hace tan atractivo”. La verdad artística adquiere así condiciones de verdad revelada, de dogma religioso y los artistas y los entendidos en arte son gentes tocadas por un don celestial.
En este sentido, Bourdieu (2010: 23-25) sobre la capacidad artística como cualidad innata y exclusiva:

“La creencia en la transmisión hereditaria del don artístico está todavía muy extendida. Esta creencia carismática (de carisma, gracia, don) es uno de los grandes obstáculos para una ciencia del arte y de la literatura: llevando las cosas al extremo puede decirse que uno nace artista, que el arte no puede enseñarse y que hay una contradicción inherente a la idea de la enseñanza del arte. Es el mito de “la mirada”, concedida a algunos más que a otros por nacimiento y que hace que, por ejemplo, el arte contemporáneo sea inmediatamente accesible a los niños. Esta representación carismática es un producto histórico creado progresivamente a medida que se constituía lo que llamo el campo artístico y se inventaba el culto del artista. Este mito es uno de los principales obstáculos para una ciencia de la obra de arte. […] el artista es aquel de quien los artistas dicen que es un artista. O bien: el artista es aquel cuya existencia en cuanto artista está en juego en ese juego que llamo campo artístico”.

Y en referencia a la atribución de carácter religioso a las manifestaciones artísticas:

“[S]i la ciencia del arte o, simplemente, la reflexión sobre el arte es tan difícil, es porque el arte es un objeto de creencia. […] en cierto modo, la religión del arte ha tomado el lugar de la religión en las sociedades occidentales contemporáneas. […] Al igual que en un gran seminario, quienes ingresan en la escuela donde van a formarse los sacerdotes del arte ya son creyentes que, habiéndose separado de los profanos por su creencia especial, van a reforzarla con la adquisición de una competencia especial que legitimará su trato con las obras de arte. Siendo lo sagrado aquello que está separado, la competencia adquirida en un gran seminario de arte es aquello que se necesita para atravesar sin sacrilegio la frontera entre lo sagrado y lo profano. […] Hay artistas que hacen obras con desechos y la diferencia sólo es evidente para quienes poseen los principios de percepción convenientes. Evidentemente, cuando se trata de obras en un museo, es fácil reconocerlas. ¿Por qué? El museo es como una iglesia: es un lugar sagrado, la frontera entre lo sagrado y lo profano está marcada” (Bourdieu, 2010: 27).

En el caso que nos ocupa, también el espacio es determinante. Las representaciones que se realizan en un teatro de ópera se ven beneficiadas de ese espíritu reverencial impuesto por el entorno, al igual que los conciertos que se ofrecen en iglesias. Es el ámbito de lo culto, lo refinado, y se rige por sus propias normas estéticas. La representación de una ópera en un estadio deportivo o al aire libre (con sonorización), por ejemplo, se verá probablemente sometida a otras normas, otras expectativas, su naturaleza y cualidad artísticas serán percibidas como diferentes y, en muchos casos, inferiores.
 “Una queja muy difundida en el siglo XX era que la educación universal había producido una masa de gente semiculta —«insensible a los valores de la auténtica cultura», como dijo el crítico de arte vanguardista norteamericano Clement Greenberg—,5 cuya vulgar pasión por las formas degradadas del arte contaminaba la atmósfera estética” (Carey, 2007: 12). Los detractores de la traducción cantable parecen en ocasiones responder a esta visión de la ópera cantada en vernáculo como una forma impura que contamina la interpretación en su idioma original, la única auténtica, pura. La popularización que podría traer consigo la ópera en vernáculo inquieta a quienes desean mantener el privilegio de sentirse incluidos en un grupo selecto.
Sin embargo, ¿qué supone que una persona sea insensible a los valores de la auténtica cultura o que tenga vulgar pasión por las formas degradadas de arte, que carece de ‘gusto estético’? En la visión de Bourdieu, sólo significaría que este individuo carece de los instrumentos de conocimiento (competencia) y reconocimiento (creencia o propensión a admirar lo socialmente establecido como admirable). El amor al arte es una construcción social, de ahí que atribuya un papel crucial a la educación en su desarrollo y fomento entre la población.
Es la tensión constante entre los intentos de aplicar al arte y la cultura los principios de democratización, apertura, accesibilidad… y la resistencia al abandono del privilegio que supone su carácter exclusivo, como marca de prestigio y distinción sociales. Esta tensión ha vivido vaivenes constantes en el mundo de la ópera. Los puristas más conservadores son reacios a la introducción de cualquier tipo de modificación que facilite el acceso al gran público. Sin embargo, la propia supervivencia del género requiere un constante relevo generacional en el público que se ve dificultado por las posiciones inmovilistas opuestas a toda iniciativa por hacer la ópera más atractiva para nuevos segmentos de la población. Quienes tienen la responsabilidad de rentabilizar la actividad de los teatros de ópera son conscientes de esta necesidad.
Los teatros, especialmente acuciados por la disminución de ayudas públicas para el sostenimiento de la ópera en tiempos de crisis económica, necesitan captar público y ponen en marcha nuevos intentos por romper la barrera de exclusividad que impone el espacio físico del teatro de ópera. Por un lado, se van implementando mecanismos para facilitar el acceso a colectivos con dificultades especiales, también se programan espectáculos de tipo didáctico, familiar o escolar adaptados para resultar accesibles a este público novel y se ofrecen charlas divulgativas, actividades y material de apoyo que faciliten la comprensión de las producciones ordinarias de ópera al público menos familiarizado… Incluso comienza a abrirse el sacrosanto ámbito de las casas de ópera a otros géneros tradicionalmente considerados menores o más ‘populares’, como el musical. Así, por ejemplo, en el Teatro de la Maestranza de Sevilla se ha programado por primera vez en su historia (en junio y julio de 2012) un musical, Sonrisas y Lágrimas, adaptación en español de la obra de Rodgers y Hammerstein. Entre las justificaciones ofrecidas primaban claramente las de captación de nuevo público para la ópera (El Teatro de la Maestranza abre sus puertas al musical de la mano del clásico 'Sonrisas y lágrimas' [r.e.], 2012):

“En su intervención, Halffter ha destacado que es un "gran honor" que el teatro hispalense "se abra por primera vez en su historia a nuevos géneros"; en concreto, al musical, que ha definido como un "género complementario" a la ópera.
De esta manera, lejos de percibirlo como una competencia, el director artístico del Maestranza ha defendido la complementariedad de ambos géneros, hasta el punto de que ha señalado que el público que asiste a un musical tiene "más posibilidades luego de acudir a una ópera". "Ojalá hubiera muchos musicales porque así habría también mucha más ópera y más público", ha afirmado en este sentido.

[…] [Jaime Azpilicueta, director de la producción] ha asegurado que para él es un "honor", y "va a recordar siempre", que vaya a ser el encargado de dirigir el primer musical que se representa en un teatro "tan prestigioso" como el Maestranza.
En este sentido, ha señalado que no es la primera vez que un teatro de ópera acoge un musical --así, ha recordado que, por ejemplo, La Scala de Milán ya puso sobre sus tablas un montaje de 'West Side Story'--, algo que "no es extraño" porque es un género que "nace de la opereta vienesa".
Además, Azpilicueta ha elevado 'Sonrisas y lágrimas'3 a la categoría de "grandes clásicos" del musical, aquellos que cuentan historias que "no tienen tiempo pero a la vez son reconocibles", y, en línea con lo expresado por Halffter, ha defendido el musical como "un género de categoría superior", que, "al igual que ocurre con los clásicos, cuenta con obras buenas y malas".

Arte y verdad
Tras las diferentes posiciones se encuentran diferentes concepciones de lo que sea el arte, el objeto artístico y sus cualidades, el gusto artístico, el talento creativo...
Hoy vivimos aún bajo el influjo de concepciones del arte decimonónicas que se mantienen sorprendentemente vivas en el ideario colectivo. Tal como explica Carey (2007: 22), “la palabra «estética» era desconocida hasta 1750, cuando Alexander Baumgarten la acuñó, y fue Kant, en la Crítica del juicio, quien formuló por primera vez los que serían los postulados estéticos básicos de Occidente durante los siguientes doscientos años”:

“Es fácil identificar los planteamientos de Kant y sus seguidores en las ideas sobre el arte que circulan hoy día. Que el arte es en cierto modo sagrado, que es «más profundo» o «más elevado» que la ciencia y revela «verdades» que están más allá del alcance de esta, que refina nuestra sensibilidad y nos hace mejores personas, que es producido por genios de los que no debemos esperar que respeten los mismos códigos morales que el resto de los mortales” (Bourdieu 2007: 28).

Nos parece que esta consideración de lo artístico se pierde en la noche de los tiempos, pero es relativamente reciente. Hasta finales del siglo XVIII, es decir, en la casi totalidad de la historia de la humanidad, el concepto de obra de arte en el sentido actual era inexistente.

“La mayoría de las sociedades preindustriales ni siquiera tenían una palabra para designar el arte como concepto independiente, y el término «obra de arte» tal como lo usamos hoy hubiera desconcertado a todas las culturas anteriores, incluidas las civilizaciones griega y romana y la Europa occidental de la Edad Media. Estas culturas no encontrarían en sus experiencias nada comparable a los valores y expectativas especiales que hemos atribuido al arte y que lo convierten en sustituto de la religión, ni al surgimiento de la aristocracia espiritual de los genios, ni tampoco al campo propicio para la manifestación y el desarrollo de un logro refinado y discriminatorio llamado gusto. Por el contrario, parece que en la mayoría de las sociedades que nos han precedido el arte no era algo producido por una casta especial equivalente a nuestros «artistas», sino que estaba disperso por toda la comunidad” (Carey, 2007: 21).

En el siglo XIX comenzó la preocupación por establecer cuáles eran los elementos que dotaban de este carácter de obra de arte a un objeto, con importantes debates sobre lo que debía o no ser considerado dentro de esta categoría. Se trataba de lograr una definición estable y universal que fuera válida para poder diferenciar las obras de arte de otros objetos cualesquiera. La búsqueda de un concepto perdurable y absoluto de belleza, verdad o autenticidad artísticas ha sido una constante en la historia del arte, pero los sucesivos intentos han sido infructuosos. Es preciso rendirse a la evidencia de que los objetos artísticos, sus cualidades (belleza, autenticidad, calidad, verdad artísticas…), la condición de artista… son conceptos históricos, culturales. En palabras de Bourdieu, “son puramente históricas, es decir, puramente arbitrarias, existen pero habrían podido no existir, son contingentes, sus fundamentos son históricos […] no hay esencia de lo bello más allá de ese mundo literario en el cual se produce la creencia colectiva en la belleza, pura ficción que necesita no ser desmitificada” (Bourdieu,  2010: 39). 
Cada criterio empleado para intentar establecer una definición objetiva y estable de arte fue rebatido, sin que fuese posible alcanzar acuerdo alguno definitivo, por lo que en el siglo XX se abandonó la idea del arte como concepto universal y objetivo. El misterioso reino kantiano de la verdad, donde existía el canon de belleza artística como idea universal y absoluta, no se sostenía tras un mínimo conocimiento de la enorme diversidad de cánones de belleza presentes en las diferentes culturas y épocas.
Había que rendirse a la evidencia: no existe ningún criterio válido objetivo, universal, que nos permita diferenciar una obra de arte de cualquier otra cosa y que nos permita establecer una escala de “belleza”, “calidad”, “corrección” o “bondad” de los objetos artísticos4 . Arthur C. Danto es de los primeros en asumir esta subjetividad del concepto de arte y belleza. La cualidad artística se atribuye por quien le atribuye al objeto esa naturaleza. Sin embargo, no se atreve a ir hasta sus últimas consecuencias y considerar que cualquier persona puede ‘convertir’ en obra de arte un objeto, sino que mantiene esa atribución como privilegio exclusivo del artista creador de la misma o de otros artistas o expertos capacitados para interpretar su voluntad. De este modo, vuelve a trasladar el problema del concepto de obra de arte al concepto de artista o intérprete autorizado del mismo. La obra de arte es cualquier objeto considerado como tal por el artista que lo crea o el mundo artístico que lo valora. Pero quién es ‘verdadero’ artista y cuál es su voluntad son conceptos de nuevo inaprensibles. La inmensa mayoría de objetos que hoy consideramos obras de arte tienen creadores cuya voluntad resulta insondable para nosotros, incluso su propia identidad, en ocasiones colectiva, es desconocida en muchos casos. Pero incluso en el supuesto de que por algún misterioso mecanismo telepático pudiéramos contactar con esta voluntad creadora, comprobaríamos que muchos de esos objetos no fueron creados con el sentido de obra de arte contemporáneo, sino con una concepción a veces mucho más utilitaria o finalista (religiosa, de cortejo, ritual, lúdica…), no como un fin en sí mismo. Y si recurrimos a la interpretación del mundo artístico, nos encontraremos con similares interrogantes, ¿cómo se adquiere el derecho a integrar ese ‘mundo artístico’, qué cualifica para ello? Es inevitable descartar la intencionalidad como procedimiento evaluador de la naturaleza artística 5.
Tal como resume Carey (2007: 43):

“Cualquier cosa puede ser una obra de arte. Lo que la convierte en obra de arte es que alguien piense que lo es. Para Danto, ese alguien debe ser miembro del mundillo artístico. Pero ya nadie, excepto el mundillo artístico, lo cree así. El mundo del arte ha perdido credibilidad. El electorado se ha expandido; de hecho, se ha vuelto universal. […] Una obra de arte es cualquier cosa que alguien considere como tal, aunque solo sea para ese alguien. Además, los motivos que nos llevan a considerar que algo es una obra de arte son tan diversos como diversos son los seres humanos. […]
De esto se desprende que el antiguo uso de ‘obra de arte’ como calificativo elogioso y que implica pertenencia a una categoría exclusiva se ha vuelto obsoleto. La idea de que con solo decir que algo es una obra de arte estamos confiriéndole una suerte de sanción divina es hoy tan respetable intelectualmente como creer en los duendes”.

Sin embargo, como decimos, aquel mito de la verdad artística y del talento como elementos rodeados de cierta magia, aquella veneración iniciada por las corrientes kantianas (Hegel, Schopenhauer…) por el talento artístico como dotación un tanto misteriosa y caprichosa que poseen ciertos individuos sigue plenamente vigente. Los llamados talent shows son un género televisivo en auge, donde el público y un jurado de
artistas consagrados buscan reconocer el auténtico talento oculto entre cientos de candidatos. Se mezclan el componente subjetivo y democrático (la votación de las masas) con el del reconocimiento del arte por otros “genios”, que identifican a los miembros de su grupo de “dotados” con ese misterioso “factor x”. Y estos criterios están vigentes tanto para los artistas creadores como para los intérpretes, pues al fin y al cabo la interpretación es también un tipo de creación artística.
La necesidad de una base talentosa se considera imprescindible para la dedicación artística y mucho menos esencial para el resto de actividades humanas. Cualquiera exige a un intérprete que demuestre tener talento a priori, anterior e independiente a su formación, pero no se espera en igual medida de un futuro dermatólogo, electricista o sexador de pollos. En estos casos, se entiende que la formación puede compensar un talento discreto. Pero el artista, el verdadero artista, el auténtico artista ha de ser talentoso, sea esto lo que sea, pues quién establece el grado de talento vuelve a ser un elemento subjetivo, porque el talento no son sólo determinadas aptitudes técnicas mensurables por medios objetivos (capacidad auditiva, rango vocal, agilidad motora, manejo de las reglas armónicas…), sino ese algo más que diferencia a un intérprete correcto de un auténtico genio. En muchas ocasiones se dice de tal o cual intérprete que tiene grandes capacidades pero su interpretación resulta fría, robótica… se le achaca la falta de ese elemento misterioso, esa capacidad de conmoción, esa chispa de genialidad (de nuevo habría que ver en opinión de quién existe o no esa capacidad de emocionar). De hecho, en el mundo artístico no es infrecuente escuchar a artistas que prefieren no recibir demasiada formación, mantenerse libres de excesivas influencias para no perder o contaminar su auténtica esencia, su talento bruto, su capacidad de comunicarse con el público. Esta posición sería, como mínimo, poco defendible en otro tipo de profesiones como la de médico, ingeniero o maestro, donde el conocimiento, la formación, suelen considerarse siempre un plus. Pero de nuevo habría que ver en opinión de quién existe o no esa capacidad de emocionar.
La insistencia en encontrar esos valores seudo religiosos en lo artístico no sería necesariamente perjudicial de no ser por las peligrosas consecuencias de exclusión que conlleva en muchas ocasiones. Es legítimo tener una creencia personal en la verdad del arte, una suerte de fe religiosa en la existencia de unos criterios de belleza inmutables o auténticos. Lo que resulta menos defendible es equiparar esta verdad artística, subjetiva por su propia naturaleza, con las verdades científicas, pues los medios que permiten verificar una y otras no son comparables en ningún caso 6. Y aún es más intolerable utilizar estos criterios artísticos subjetivos para excluir a quienes no coinciden en su apreciación de los mismos, negándoles capacidad o sensibilidad artística. “La religión del arte hace peor a la gente porque estimula el desprecio por quienes no muestran sensibilidad artística” (Carey 2007: 175).
En esta línea se manifiesta Bourdieu:

“Lo que se llama ‘la mirada’ es pura mitología justificadora, una de las maneras que tienen quienes pueden hacer diferencias en materia de arte de sentirse justificados por naturaleza. Y de hecho el culto del arte, como la religión en otros tiempos, ofrece a los privilegiados, como dice Weber, ‘una teodicea de su privilegio’. […L]a mirada es un producto social habitado por principios de visión y división socialmente constituidos (que varían según el sexo, la edad, la época, etc.) y del que se puede dar cuenta sociológicamente” (Bourdieu, 2010: 35).

Desde las perspectivas segregadoras se construyen las categorías de arte ‘verdadero’, ‘culto’, ‘académico’, frente al arte ‘de masas’, ‘popular’… atribuyéndose siempre un valor intrínsicamente superior al primero. El arte elevado otorga una experiencia estética e incluso ética más valiosa y tiene una influencia mucho más enriquecedora para quien accede a él según estas visiones. Escuchar una ópera cantada traducida al idioma del público por una compañía de cantantes de segunda en un centro cívico de una localidad de provincias ha de proporcionar necesariamente una experiencia estética inferior a la de escuchar la misma ópera cantada en su idioma original en un gran teatro de ópera por los grandes divos del momento. Y por supuesto, esta última experiencia artística es infinitamente superior a la de un concierto de Bisbal en un estadio de fútbol. Muchísimas personas manifestarían sin problema experimentar un placer mucho mayor acudiendo al concierto de Bisbal pero a la vez reconocerían avergonzados que se trata de un espectáculo artísticamente menos elevado que la ópera. Asumirían la culpa y la carga de no ‘entender’ el verdadero arte de las élites.
Sin embargo, de nuevo no tenemos posibilidad alguna de conocer la experiencia estética de otras personas salvo de manera indirecta e incompleta y además, aunque tuviéramos algún modo de meternos en la piel del otro y experimentar en carne propia sus sensaciones ante el hecho artístico, sería imposible establecer una escala racional de valoración de esa experiencia. A falta de valores absolutos, “Por mucho que nos desagraden, no podemos decir que las preferencias estéticas de otras personas estén ‘equivocadas’ o sean ‘incorrectas’. Mejor dicho, no podemos decirlo racionalmente” (Carey 2007: 257). Y tampoco es posible demostrar relación directa entre el consumo de arte ‘elevado’ y una mayor bondad moral. En el mejor de los casos, el ‘refinamiento’ artístico podría favorecer determinadas cualidades, capacidad crítica o de análisis, o incluso autoestima por la mayor consideración social que suelen recibir las personas artísticamente distinguidas, pero en ningún caso garantizan una calidad humana superior. 
Afortunadamente, el cuestionamiento postmoderno de toda autoridad y verdad acrítica establecidas y la sensibilidad por facilitar el derecho de todos a acceder y disfrutar del arte ha dejado al descubierto las debilidades de los planteamientos excluyentes. Sin embargo, resulta curiosa esa resistencia de muchos a asumir el arte como concepto histórico, cultural. Parece causar desasosiego asumir que la belleza no sea un concepto absoluto, objetivo, natural; que los artistas no sean unos seres mágicamente dotados para alcanzar estos valores mediante su creación.
Bourdieu manifiesta que la concepción de la obra de arte como “producto de un trabajo colectivo e histórico, no debería desesperar o decepcionar a quienes están desesperadamente ligados a la creencia en la unicidad del ‘creador’ y el acto de creación, vieja mitología de la cual debemos hacer el duelo, como de tantas otras que la ciencia ha desechado” (Bourdieu, 2010: 40-41)7 .
En similar sentido, ahonda en este concepto colectivo de la atribución de naturaleza artística a las obras:

“Dado que la obra de arte sólo existe como objeto simbólico dotado de valor si es conocida y reconocida, es decir, instituida socialmente como obra de arte y recibida por espectadores aptos para reconocerla y conocerla como tal, la sociología del arte y de la literatura tiene como objeto no sólo la producción material de la obra, sino también la producción del valor de la obra, o, lo que es lo mismo, de la creencia en el valor de la obra; por consiguiente, debe considerar como contribuyentes a la producción no sólo a los productores directos de la obra en su materialidad (artista, escritor, etc.), sino también a los productores del sentido y del valor de la obra —
críticos, editores, directores de galerías, miembros de las instancias de consagración, academias, salones, jurados, etc.— y a todo el conjunto de los agentes que concurren a la producción de consumidores aptos para conocer y reconocer la obra de arte como tal, es decir, como valor, empezando por los profesores (y también las familias, etc.)” (Bourdieu 1989-1990: 12).

Ante esta inquietud que parece generar la inexistencia de unos parámetros objetivos a los que aferrarnos en nuestra valoración de la experiencia artística, Carey (2007: 14) defiende que el carácter subjetivo de la preferencia estética no le resta valor.

“Es evidente que el valor no es intrínseco a los objetos [obras de arte], sino que les es atribuido por quienquiera que les otorgue valor. No obstante, aunque esto convierte la preferencia estética en una cuestión de opinión subjetiva, sostengo que no disminuye su importancia. Por el contrario, las opciones estéticas se asemejan a las opciones éticas en la importancia decisiva que tienen para nuestras vidas. Y dado que no pueden justificarse mediante ningún parámetro fijo o trascendente, debemos justificarlas, si es necesario, por medio de una explicación racional” (Carey 2007: 14).

Precisamente, es el carácter subjetivo de la preferencia estética lo que permite que el arte sea rico, variado, abierto:

“la objeción más seria a las afirmaciones de que el arte es ‘verdadero’ es que son restrictivas y limitadoras. Aunque pretender otorgarle grandeza, de hecho lo empequeñecen. El afán de verdad de la ciencia es reductivo porque cada respuesta verdadera desplaza a innumerables respuestas falsas. La ciencia progresa a expensas de sus errores pasados, que dejan de tener interés científico y pasan a formar parte de su historia. El arte no funciona de esta manera. En el arte no hay respuestas falsas porque tampoco hay respuestas verdaderas, y el pasado importa porque el presente no lo desplaza” (Carey 2007: 261-262).

O, en palabras de Bourdieu8 :

“Al liberarnos del fetichismo de la cultura, la sociología de la cultura –como el dominio verdadero de la cultura que anima a los inventores de cultura- nos libera del culto obligado y frecuentemente fariseo de los valores consagrados, al mismo tiempo que extiende considerablemente el universo del placer estético” (Bourdieu, 2010: 250-251).
  
Interpretación y verdad: la interpretación auténtica
Si no existe el arte auténtico, tampoco puede existir la interpretación verdadera. Si la consideración de que una creación musical (una ópera, por ejemplo) sea o no una obra de arte de mayor o menor valor o calidad es una cuestión que responde al gusto subjetivo de quien analice la cuestión, aún más evidente resulta que es indefendible la existencia de una única forma correcta o legítima en términos objetivos de interpretar esa creación. Cualquier parámetro establecido en este sentido desde las instancias académicas o los círculos artísticos responde a una construcción estética subjetiva, en el sentido expuesto por Bourdieu:

“Dado que toda acción pedagógica se define como un acto de imposición de un arbitrario cultural que se disimula como tal y que disimula lo arbitrario de lo que inculca, el sistema de enseñanza cumple, inevitablemente, una función de legitimación cultural al convertir en cultura legítima, por ese único efecto de disimulación, el arbitrario cultural que una formación social plantea por su existencia misma, y, más precisamente, reproduciendo, a través de la delimitación de lo que merece ser transmitido y adquirido y de lo que no lo merece, la distinción entre las obras legítimas y las ilegítimas y, al mismo tiempo, entre la manera legítima y la ilegítima de abordar las obras legítimas” (Bourdieu, 2010: 104).

La consideración de que la manera legítima de abordar la ópera es su interpretación en versión original con sobretítulos y no su interpretación cantada en el idioma del público responde al canon establecido en nuestro arbitrario cultural, pero no es una verdad de derecho natural.
Quizá la conciencia de esto ha influido en una cierta moderación terminológica de las corrientes de interpretación historicistas. La denominación de interpretación “auténtica” parece haber cedido terreno ante la de interpretación “históricamente informada”.
En cualquier caso e independientemente de la calificación que se adopte, no hay autenticidad posible en términos absolutos en la interpretación de la ópera. Suponiendo que fuera posible conocer y reproducir con fidelidad todos los elementos en juego (tipos de instrumentos, entorno, técnicas vocal e instrumental, condiciones acústicas…), algo imposible por definición, el propio hecho de trasladar ese conjunto de variables a un contexto temporal diferente les confiere un sentido distinto irremediablemente. Resulta imposible porque tampoco existe normalmente una única representación de la obra en su época. En cuanto hay dos representaciones, hay dos interpretaciones que difieren en múltiples aspectos.
Por otro lado, los factores analizables son infinitos. Desde los más evidentes como las técnicas de construcción de los instrumentos, sus limitaciones técnicas o los tipos de temperamento utilizados en su afinación, las técnicas de interpretación vigentes, las características individuales de los intérpretes, sus voces, sus cuerpos, su edad, su experiencia… como algunos tan sutiles como las condiciones de temperatura y humedad del espacio, la acústica, la consideración social del espectáculo, el vestuario, las características del público, la significación estética, simbólica o religiosa de las obras, etc. Si lográramos construir una máquina del tiempo que nos permitiera infiltrarnos en una representación de alguna ópera del XVII, por ejemplo, nuestro bagaje cultural como ciudadanos del siglo XXI (lo que hemos escuchado, nuestras concepciones ideológicas, estéticas, culturales…) influirían en nuestra percepción del resultado.
Ya de partida existen en la ópera (igual que en el teatro) una serie de elementos convencionales cuyo conocimiento por parte del público da por supuesto el compositor, de modo que no considera necesario explicitarlos. Es el caso de las cadencias, marcadas simplemente con un calderón en la línea melódica del cantante, en las que se espera que el cantante haga un despliegue de sus cualidades vocales y gusto estético en la ornamentación, por ejemplo. Determinados ornamentos son también propios del estilo interpretativo de cada época, siendo escritos en unos casos y dándose por hecho en otros, dependiendo de autores y períodos históricos. Las denominadas “arias de baúl” que los castrati introducían en las óperas a petición de sus admiradores, pertenecientes a otras óperas o compuestas expresamente para su lucimiento eran esperadas por el público, asumidas por los compositores, y resultarían chocantes para un espectador actual. Estos son ejemplos de estética musical evidentes, pero hay otras múltiples convenciones en cuanto a los modelos de personajes, la asociación de tipos de voces y caracteres, elementos dramáticos convencionales y su significado, etc. que son variables con el tiempo, son conocidos por el público de cada época, pero no tienen por qué resultar familiares para espectadores posteriores.
En ese caso, la misma obra artística, incluso la misma interpretación (si esto fuera posible), sería percibida de forma diferente, se le atribuiría un significado distinto. Pero estas diferencias no sólo se manifiestan entre un público actual y uno de la época considerados como un colectivo global e indiferenciado, sino que habría importantes diferencias entre cada uno de los individuos que lo forman. "[Geldenhuys] sugiere que hay diversos agentes implicados en el proceso de otorgar significado al texto musical. El libretista, el compositor, el intérprete y el público son responsables de la construcción de diferentes significados, y estos significados construidos pueden o no coincidir entre sí" (Geldenhuys en Matamala y Orero, 2008: 434).
Ante este universo de posibilidades legítimas, la labor del intérprete precisamente consiste en elegir una opción interpretativa concreta de entre todas las posibles que pone a su disposición la creación original. Así, en referencia a la labor del director de escena y del traductor-adaptador, Kaindl ([r.e], 1998) manifiesta:

"Las posibilidades de representación escénica van desde la reconstrucción exacta de textos, reducciones, transformaciones hasta nuevas creaciones, por lo que la obra sirve de materia prima para contar una nueva historia. El primer contacto con la obra suministra un abanico de posibilidades interpretativas que se eligen y realizan a través de perspectivas concretas de escenificación. Teniendo en cuenta que cada representación plasma en cierta manera una interpretación posible de la obra, cada traducción es también una interpretación. Si se tiene por objetivo con una escenificación alcanzar un resultado homogéneo, debería existir una relación estrecha entre el diseño escénico y la traducción".

José Carlos Carmona propone en su obra Criterios de interpretación musical. El debate sobre la reconstrucción histórica un método de valoración sistemático y muy útil para ayudar en la toma de decisiones interpretativas que se plantean al intérprete, disponible también para el resto de interesados (público, críticos, otros intérpretes, etc.). Volveremos sobre ello más adelante, para aplicar su propuesta de análisis de criterios de interpretación a la traducción de obras cantadas.
Si no existe verdad en el arte, ¿cómo podemos entonces manejarnos en este mundo de incertidumbre, con qué criterio tomamos nuestra decisiones, qué es lo bueno? Esta es la angustia que parecen intentar calmar los postulados dogmáticos. Sin embargo, que no existan criterios objetivos y universales no quiere decir que no exista ninguno o que no debamos intentar encontrar los que resulten válidos para cada uno de nosotros. No existe la verdad en el arte, pero sí puede existir nuestra verdad, legítima y válida como cualquier otra, nuestro gusto estético, que puede responder a los criterios que decidamos establecer o que inconscientemente hayamos adoptado.
Resulta indemostrable que el arte correcto sea el que recibe el refrendo de su aceptación por la historia y permanece en el patrimonio cultural durante generaciones, sin embargo algunos consideran útil emplear una especie de cálculo de probabilidades o de ‘verdad’ estadística para construir su gusto estético entre la oferta infinita de opciones válidas. Así, el doctor Jonson (en Carey 2007: 260): “Lo que la humanidad posee desde hace tiempo ha sido estudiado y comparado a menudo; y si la humanidad persiste en valorar lo que posee es porque las frecuentes comparaciones han confirmado la opinión favorable”. En realidad se trata de un clásico argumento cuantitativo, democrático si se quiere. Si muchos seres humanos a lo largo de la historia han disfrutado de determinada manifestación artística, parece razonable pensar que hay bastantes opciones de que pueda proporcionarnos placer estético. Lo mismo podría decirse en cada época del arte de masas; si a muchas personas les gusta un concierto de Bisbal, cabría pensar que existen posibilidades de que pueda gustarnos. Sin embargo, el refrendo del número no tiene tan buena prensa cuando no ha pasado el filtro histórico, porque mantiene aparejadas las connotaciones de arte inferior, vulgar. En cualquier caso, este criterio democrático, estadístico o cuantitativo es uno más y no resuelve la cuestión del mayor o menor valor de unas u otras manifestaciones artísticas.
Nuestras herramientas intelectuales pueden ayudarnos en la construcción de un criterio estético propio. Así, podemos analizar una obra de Bach y otra de Bisbal y utilizar argumentos técnicos, de forma compositiva, complejidad armónica, riqueza contrapuntística, etc. para defender por ejemplo nuestra consideración superior de Bach, asumiendo siempre que nuestra preferencia por una posible mayor complejidad o riqueza técnica o estilística siguen respondiendo a una atribución subjetiva de valor.
En cualquier caso, la construcción del gusto individual se apoya inevitablemente en los parámetros estéticos del grupo social. Incluso cuando se construye como reacción al canon establecido, la influencia de lo social es inevitable. Tal como expone Stanley Lieberson en su libro A Matter of Taste, “dos factores influyen principalmente sobre el gusto: los mecanismos de cambio internos y las fuerzas sociales externas” (Lieberson en Carey 2007: 258).  Alude además a la importancia de fenómenos sociales como la imitación de clase, proceso por el cual las clases bajas imitan las modas de las clases altas, ejerciendo así una constante presión sobre estas últimas para innovar.  A continuación analizaremos el componente social en la construcción del gusto estético, con Bourdieu como máximo exponente de la cuestión.
Pero para cerrar el apartado filosófico sin la sensación para algunos frustrante y postmoderna de no haber podido sacar en claro grandes verdades tranquilizadoras, nos permitimos citar a Francisco José Martínez Martínez (1988: 36-39), que refiriéndose al método en el pensar metafísico nos ofrece una visión más esperanzadora:

“[…] la actual postmodernidad parece renegar de todo método defendiendo en todas las actividades humanas, tanto teóricas como prácticas, la consigna de que ‘todo vale’, todo está bien, de que se han borrado las jerarquías y las valoraciones son gratuítas. Sin embargo, el pensamiento y mucho más el pensamiento metafísico no puede renegar de un método, de un camino […] en esta disciplina no disponemos de un camino real, de un método seguro, como en otra ciencias […] La Metafísica tiene su lugar, su locus, en ámbitos no roturados previamente por el pensamiento, bien porque se sitúan más allá de las problemáticas científicas, o bien porque se sitúan sobre el límite, en los intersticios de las diferentes problemáticas, en esa tierra de nadie que separa las distintas disciplinas. Este carácter intermedio o exterior respecto a los ámbitos teóricos tratados por las demás ciencias lo comparte la Metafísica con el arte, que tampoco tiene un método claro ni fijo. […]
Todas estas características se pueden resumir diciendo que es un método estructural que define un orden y busca la explicación de este sistema ordenado mediante la construcción de una estructura, que se supone que corresponde a la estructura real ‘empírica e inteligible’, que organiza los hechos a nivel subyacente. […] Como vemos este método estructural no es aleatorio, es riguroso aunque sea inexacto. A la estructura sólo se llega mediante un método de aproximaciones sucesivas, por medio de círculos concéntricos […]. Pero es un método también lúdico y lúcido que experimenta cautamente, porque parte de la suposición de que no todo está perdido y de que es posible que alguna vez se vea el final del túnel y quiere haber contribuido en la medida de sus fuerzas a la apertura de dicha débil esperanza”.

1 No obstante, la búsqueda de la autenticidad en la interpretación no es exclusiva del ámbito clásico musical. También en el rock o pop y con respecto al idioma han existido debates entre las corrientes “puristas” y las que reivindicaban el empleo del idioma del público. McMichael ha estudiado esta cuestión en el ámbito de los grupos rock soviéticos (McMichael, 2008: 221-222), tal como vimos.

2 “Los amantes del arte suelen decir de sí mismos que poseen una «sensibilidad más refinada» que los demás. Pero eso es algo difícil de medir. Aunque existen tests para evaluar la inteligencia, no contamos con ningún sistema objetivo para computar el refinamiento” (Carey 2007: 12)

3 Resulta muy revelador que en el artículo dedicado a esta noticia no aparezca siquiera mencionado el nombre de los autores del musical en cuestión, Richard Rodgers (1902–1979), compositor, y Oscar Hammerstein II (1895–1960), libretista.

4 Carey critica que el escaso apoyo público que se brinda al arte se base con frecuencia en este criterio de alta calidad, en “ideales de excelencia”. “Establecer que el dinero destinado a las artes deber ser reservado para ‘instituciones de calidad’ como la Royal Opera House en vez de ser distribuido entre la comunidad relega automáticamente al público al rol de venerador pasivo del arte. Este tipo de decisión sería insostenible en otros terrenos. Por ejemplo, proponer que en el futuro el dinero destinado a educación se gaste solo en los más dotados despertaría oposición inmediata [educación].
La Idea de que el arte es algo que se produce en ‘instituciones de calidad’ parece esencialmente competitiva: pone los ‘logros’ artísticos al mismo nivel que los triunfos deportivos o los descubrimientos científicos” (Carey 2007: 263)

5 Los teóricos literarios descartaron la intencionalidad como procedimiento de evaluación a mediados del siglo XX, y el hecho de que Danto todavía se aferre a él sugiere un deseo frenético de encontrar alguna certeza (Carey 2007: 35).

6 Incluso aunque cuestionemos la validez absoluta del método científico o de la razón como herramienta intelectual, tal como pone de manifiesto Bourdieu, la refutabilidad o no de sus conclusiones los hacen completamente diferentes de la creencia, la fe: “El problema se plantea también para las ciencias. Si la razón proviene de la historia, ¿puede haber una verdad transhistórica? No hay una antinomia entre historicidad y verdad. No. La verdad es posible cuando se cumplen las condiciones sociales de producción de un discurso controlado y refutable” (Bourdieu, 2010: 249).

7 “El artista que pone su nombre en un ready made (como el modisto que pone su firma en un perfume o un bidet –es un ejemplo real-), ‘creando’ así un producto cuyo precio de mercado no coincide con el costo de producción, tiene de alguna manera un mandato de todo un grupo para realizar un acto mágico que quedaría desprovisto de sentido y de eficacia sin toda la tradición de la que resulta su gesto, sin el universo de los celebrantes y los creyentes que le dan sentido y valor porque también son producto de esa tradición. […] el ready made  no está ya hecho cuando se presenta delante del espectador […] y compete al espectador terminar el trabajo que el artista ha comenzado y que no sería nada más que un objeto ordinario del mundo ordinario […] ¿cómo olvidar que [‘los que miran’] son productos históricos de la educación familiar y escolar, y de los museos donde se adquiere la disposición estética” (Bourdieu 1999 [en 2010: 40-41]).

8 Curiosamente, el propio Bourdieu, como Danto, parece no estar completamente libre de ese ‘fetichismo de la cultura’ a juzgar por algunas de sus manifestaciones al responder a la cuestión de si existe algo intrínseco que hace superior al ‘gran arte’: “¿No hay algo de universal en la cultura? Sí, la ascesis. […]
Si se puede decir que el arte de vanguardia en pintura es superior a los cromos de los mercados de los suburbios, es porque uno es un producto sin historia (o el producto de una historia negativa, de la divulgación del gran arte de la época precedente), mientras que el otro es accesible sólo si se domina toda la historia del arte anterior, es decir, toda la serie de los rechazos, de las superaciones que son necesarias para llegar al presente (por ejemplo a la poesía como antipoesía). Hay una condición acumulativa en poesía, como en ciencia, pero de otro tipo.
Por lo tanto, se puede decir que el arte culto es más universal, Sin embargo, las condiciones de acceso a ese arte universal no están distribuidas universalmente” (Bourdieu, 2010: 249-250).