SUJETOS SUBALTERNOS, POLÍTICA Y MEMORIA

SUJETOS SUBALTERNOS, POLÍTICA Y MEMORIA

Mariano Salomone (CV)

 

Capítulo I: Para leer el conflicto social. Problemas conceptuales y herramientas teóricas

Pensar la experiencia política de los sectores subalternos desde las ciencias sociales: dilemas y lecturas

Comienzo por lo que podría ser lo más evidente: esta tesis tiene como finalidad pensar la experiencia política de los sectores subalternos. Sin embargo, lo que pretendo señalar es que lejos de ser un terreno de indagación teórica exento de ambigüedades, en los últimos años (contados ya en décadas), se ha producido una profunda polémica dentro de las ciencias sociales en torno a los modos de teorizar el campo de la experiencia social, las dinámicas de los conflictos sociales, la configuración de los sujetos colectivos y las determinaciones propias de la politicidad de los sujetos subalternos. En efecto, parte de las dificultades encontradas en la definición del problema a investigar es explicitar la familiaridad con la que actualmente se asumen diversas posiciones teórico-políticas en torno a dicha polémica, la manera como a menudo se han dado por sentados algunos supuestos y categorías, se han desestimado otras demasiado rápido y se termina dejando en la sombra cuestiones nodales para la comprensión (interpretación) de la conflictividad social y la experiencia política de los sectores subalternos. En estos primeros capítulos la propuesta es definir los problemas conceptuales que fueron delimitando el punto de vista (perspectiva teórica) a partir del cual he construido el problema, organizado el trabajo de campo, e interrogado la experiencia política de los sectores subalternos en el proceso que tuvo y tiene lugar alrededor de la Estación del Ferrocarril Gral. San Martín (FCGSM).
Al preguntar hoy, en términos de continuidades y rupturas, por las condiciones contemporáneas de lo político, las formas de hacer política en las sociedades actuales, parto de una serie de consideraciones teóricas que pertenecen a un lugar común dentro del amplio campo de las ciencias sociales. Muchos de los análisis referidos a la experiencia política de los sectores subalternos han insistido en el hecho de que, en los últimos 30 años, la tendencia a la mundialización del capitalismo como proyecto histórico-social realmente global, ha provocado una profunda reestructuración de las relaciones entre economía y política (Hardt y Negri, 2002; Boron, 2002; Houtart, 2006). En los últimos años se ha producido un nuevo salto histórico en el que, por medio de las nuevas tecnologías y la presión sistémica ejercida sobre el mundo del trabajo por la creciente financiarización del capital, las relaciones sociales propias del capitalismo han logrado ampliar la base material de su reproducción y someter la totalidad de las relaciones sociales y las actividades de la vida social a los imperativos de la ley del valor (subsunción real y formal del trabajo por el capital) (Hardt y Negri, 2002). Ahora bien, esta ampliación de la explotación a todas las dimensiones de la vida social, ha conformado también la base material para una ampliación de los sujetos históricos convocados a transformar la realidad social y a la emergencia de una multiplicidad de conflictos a partir de los cuales diferentes colectivos se constituyen como sujetos políticos que han sido llamados “nuevos movimientos sociales” (Houtart, 2006).
Algunos autores han señalado que el conjunto de estas transformaciones –la reorganización de la producción que posibilitaron las nuevas tecnologías de informática y telecomunicaciones y la biotecnología- habrían modificado las formas conocidas de la política, desembocando en una pérdida de aquellas certezas que servían de guía a su ejercicio y comprensión: la fábrica como escenario de la lucha de clases, el conflicto político-social entre capital/trabajo como antagonismo principal, el proletariado como sujeto político privilegiado, el partido/sindicato como las herramientas más eficaces para su organización, el Estado como el centro de las reivindicaciones y el lugar de la disputa política, la Revolución emancipadora como utopía última de transformación social, etc. Contrariamente, en la actualidad, el conjunto de estos conceptos con perspectiva de totalidad, que orientaban a gran parte de la teoría social, se revelarían insuficientes para captar la fragmentación bajo la cual aparece la realidad político-social: aquella ampliación de conflictos de la que hablaba, la consiguiente multiplicidad de sujetos colectivos que se configuran alrededor de ella, la diversidad de formas organizativas que estos sujetos suponen, la fugacidad de la acción colectiva que emprenden, etc. (Naishtat y Schuster, 2005).
En definitiva, encontramos un hecho paradójico: el triunfo de la mundialización capitalista habría vuelto caducas las categorías y conceptos que valieron para explicar-comprender y transformar la historia del propio capitalismo. Admirable, aunque sospechoso, salto dialéctico de la cantidad a la calidad. Aquí, la sospecha se abre en tanto única posibilidad de sostener la pregunta por el efecto de verdad que produce dentro de la teoría social dominante la caída en desuso de categorías tales como lucha de clases, totalidad, hegemonía, revolución social, determinación, imperialismo, ideología, explotación, etc. Y que, simultáneamente, refiere a las problemáticas (Althusser) alternativas que hoy organizan y dan unidad al conjunto categorial propuesto por otras respuestas: gobernabilidad, supervivencia (Merklen, 2005), acción colectiva, identidad (Melucci; Scribano; Giarraca; Naishtat y Schuster), repertorios de acción (Auyero), desafiliación, exclusión (Castel; Fitoussi y Rosanvallon), oportunidades políticas, nuevos movimientos sociales, territorialidad, pobreza (Jelin; Merklen), movilización de recursos, etc. Mabel Grimberg (2009) y Guido Galaffassi (2006) han llamado la atención sobre el cambio en las formas de conceptualizar los procesos sociales y las limitaciones que les son inherentes.
Raymond Williams (2003) relata su experiencia en relación al paso del tiempo y los cambios en el lenguaje, diciendo que lo que sucede es que sujetos ubicados en distintos momentos históricos “no hablan el mismo idioma”. Proceso que resulta fundamental en el desarrollo de cualquier lengua viva, en la que hay significados que se proponen, se buscan, se someten a prueba, se confirman, se afirman, se califican y se modifican. Más aún, se trata de una dinámica que se vuelve extremadamente acentuada y acelerada en períodos de cambios político-sociales, tal como el que hemos vivido durante las últimas décadas. Pero entonces, aparece la cuestión de las “palabras clave” como elemento importante de los problemas a los que ellas refieren, es decir, se vuelve imprescindible interrogar el tipo de “vocabulario” que compartimos con otros/as, a menudo de manera imperfecta, cuando deseamos discutir muchos de los procesos fundamentales de nuestra vida en común.
En los últimos 30 años el país ha transitado procesos sociales, económicos, jurídico-políticos y culturales complejos, conflictivos y traumáticos: de la dictadura a la restauración democrática, pasando por los años de la experiencia neoliberal, los levantamientos del 2001 y el surgimiento de una serie de experiencias políticas para las cuales ha sido preciso producir conceptualizaciones en algún punto novedosas. Esta situación nos recuerda los límites a los que se enfrenta la teoría en la elucidación del mundo, como pensaba Castoriadis (2007), ese “trabajo por el cual los hombres intentan pensar lo que hacen y saber lo que piensan”. Un proyecto que resulta siempre incierto, pues la historia como poiesis es permanente creación y génesis histórico-social, materia en movimiento, autoalteración en y por el tiempo. Se trata, entonces, también de pensar los límites que la teoría impone a dicha elucidación, cada vez que funciona para resguardarnos de la angustia que supone esa incertidumbre en el saber que provoca la irrupción de lo nuevo. Aquello que pone en evidencia que la teoría no puede ser una técnica (saber completo) y que su campo de “acción” –la historia- tampoco es un objeto (inerte, acabado, ya dado). Por lo mismo, realizar un “balance” provisorio respecto de esta serie de transformaciones relativas al uso de algunas categorías teóricas, supera el aspecto puramente teórico-conceptual: más bien su análisis requiere incluir en el recuento el conjunto de los problemas planteados por la praxis histórico-social. Sin embargo, ello no impide advertir que los cambios en las perspectivas intelectuales ponen en juego desplazamientos ideológicos -tanto teóricos como institucionales y académicos- cuyos efectos (vocabulario heredado), lejos de referir a aspectos neutrales de la lengua, llevan las marcas de condiciones históricas y sociales específicas que es preciso dilucidar como parte de un quehacer teórico-crítico.
En su prefacio al trabajo de Merklen (2005), Silvia Sigal señala que los “intelectuales y sociólogos de izquierda” abordaron el retorno de la democracia con convicciones muy distintas a las de las décadas del 60 y 70: se dejaba de clasificar a la democracia en formal y real, pues los “regímenes militares”, al imponer dictaduras, indujeron un viraje radical en la reflexión latinoamericana: los problemas de la “transición democrática” se revelaban como un estímulo para pensar la cuestión de la democracia. “Nuestro pasado inmediato hacía de la construcción institucional para una democracia estable respetuosa de los derechos del hombre un problema público central” (Sigal, 2005: 7). Las ciencias sociales se ponían entonces en sintonía con los interrogantes planteados en la esfera pública, esto es, por las cuestiones instaladas por las organizaciones de derechos humanos y el discurso de Alfonsín. Mientras tanto, la generación de quienes fueron formados en universidades postdictadura con doctorados extranjeros (entre los que se encuentra el propio Merklen) se enfrentó a urgencias muy distintas: los efectos del neoliberalismo. En este caso, “el empobrecimiento, el desempleo y la precariedad, la indigencia, se ofrecían como objetos de estudios a los nuevos sociólogos”. En lugar de la pregunta por la institucionalidad y el problema del poder, aparecía la “nueva cuestión social”. La respuesta de la academia fue el concepto de “exclusión” (o “desafiliación” en términos de Robert Castel), como consecuencia de la “dinámica excluyente” que empobreció y precarizó a la clase asalariada, despojándola de las redes de protección que su condición suponía hasta entonces. Sigal señala: diagnosticada la crisis latinoamericana como des-articulación, des-composición, des-agregación, se configuraba como correlato un nuevo programa, la cohesión social. La autora termina diciendo que si bien el “conflicto” se encontraba ausente en la propuesta de Castel (pues “toda teorización deja de lado dimensiones en la penumbra”) el problema con esa perspectiva era otro: se concebía a marginales o desafiliados en términos negativos, como pérdida de los atributos propios de la condición asalariada, es decir, por la carencia o lo que se dejaba de poseer y no por sus rasgos positivos. El resultado era la reducción de las acciones colectivas a estrategias de supervivencia sin lograr visualizar la politicidad propia de los sectores populares1 .
En cuanto a Denis Merklen, comienza su libro con un ensayo crítico, retomando estos avatares de la teoría social contemporánea, analizada desde una mirada situada en la Argentina. Lo primero que nos advierte es que las jornadas de diciembre de 2001 tomaron por sorpresa a los intelectuales. Pero, ¿cuáles pueden haber sido los motivos de tamaña sorpresa? Retomando las observaciones de Silvia Sigal, señala que desde los ’80 las ciencias sociales se concentraron en la cuestión de la “transición democrática” y luego en su posible “consolidación” (construidos como “objetos teóricos”). En efecto, la pregunta que se plantearon es ¿cómo instaurar una democracia durable? Y la respuesta fue ensayada desde los marcos estrechos del liberalismo político, esto es, poniendo el énfasis en el engranaje de los mecanismos institucionales del sistema político como reacción al histórico “corporativismo” que, supuestamente, habría caracterizado y desestabilizado la vida política nacional. Ahora bien, ello produjo una invisibilidad de las transformaciones sociales y económicas (¿acaso no corporativas?) que se estaban impulsando desde “arriba” y que minaban las condiciones mínimas de cualquier democracia, el neoliberalismo (mundialización capitalista). El resultado, en palabras de Merklen, fue que “la ‘cuestión política’ se desacopló de la ‘cuestión social’” (Merklen, 2005: 23). Para este autor, el problema refiere, por un lado, a una dimensión política y por el otro, a una epistemológica. La primera, se relaciona con los sentidos contradictorios de la evolución política reciente: al tiempo que la democracia política argentina consolidaba sus mecanismos formales y el funcionamiento de su espacio público, la democracia social se degradaba a toda velocidad, hasta el punto de poner en crisis a la democracia entera 2. La segunda, se vincula al hecho de que las condiciones de dicha reflexión, llevaron a la filosofía política en Argentina a privarse de los medios teóricos necesarios para pensar una parte importante de la vida política y la realidad histórico-social: la politicidad de las clases populares3 .
Las ciencias sociales argentinas describieron el proceso de desestructuración social, el paso de la figura de “trabajador” a la de “pobre”, sin embargo, lo hicieron ancladas en una pura negatividad, en la que las diferentes formas de movilización de las clases populares fueron presentadas como si ellas oscilaran entre la defensa de las conquistas del pasado y la incomprensión de lo que les pasaba, y la pura anomia (Merklen, 2005: 34-35). Esto implicó que el nuevo “repertorio”, que a partir de los años ochenta comenzó a servir de base a la movilización social, no correspondiera en nada a la visión estilizada de la política que la filosofía política estaba construyendo, quedando invisibilizados los estallidos, saqueos, asentamientos, etc. “Hemos podido observar la formación de una politicidad que no corresponde en nada con la esperanza de ver emerger una ciudadanía limpia, pero que representa claramente una tentativa de existir políticamente” (Merklen, 2005: 42).
            Por último, respecto del devenir en las últimas décadas de la sociología crítica, cabe citar el balance que del período hace Maristella Svampa a propósito de su propio trabajo intelectual:
La nuestra ha sido una generación atravesada por el escepticismo, por el lenguaje de la sospecha y, claro está, por la falta de horizonte político, en una época marcada a fuego por la crisis del ideario de las izquierdas y el pasaje a un paradigma neoliberal. Pero también hemos sido una generación que vivió como pocas la profesionalización de las ciencias sociales y la progresiva autonomización de los campos o subsistemas sociales. Esta doble situación condicionó tanto nuestras lecturas políticas como nuestras perspectivas epistemológicas, en la medida en que fue moldeando un tipo de visión y naturalizó un esquema de percepción, un habitus académico, que en muchos casos terminaba por unidimensionalizar la realidad al soslayar un análisis que contemplara la dimensión de recomposición social que aparece reflejada en los conflictos y en las luchas colectivas. En este sentido, creo yo, muchos de nosotros obturamos la posibilidad de pensar la doble dinámica y vitalidad de lo social, esto es, la compleja dialéctica que es necesario establecer entre fases y procesos de descomposición y de recomposición social (Svampa, 2008: 23).

Ahora bien, durante las últimas décadas, las experiencias latinoamericanas como la lucha zapatista, la continuidad y consolidación del Movimiento Sin Tierra en Brasil, los diferentes ciclos de protestas iniciados en torno al año 2000 a lo largo del continente (Ecuador, Bolivia, Argentina) y el triunfo electoral de coaliciones políticas que, al menos discursivamente, subrayaron la necesidad de superación de las políticas neoliberales en algunos de estos países, han permitido poner en cuestión y debatir el conjunto de estas conceptualizaciones, al hacer evidente la falacia fundamental de la política neoliberal. En el campo de la teoría social crítica, la revitalización del ciclo de luchas contra la mundialización capitalista en su fase neoliberal ha tenido, como uno de sus efectos, la problematización de los paradigmas sociológicos que fueron hegemónicos durante los ’80 y los ’90, para explicar y teorizar las luchas sociales y las formas de acción colectiva. La nueva configuración de colectivos sociales, su irrupción en el campo de la política, a la vez que constituyeron nuevos terrenos de conflicto, dinamizaron el análisis sociológico y los debates teóricos estableciendo nuevos campos problemáticos.
Tal como afirman René Mouriaux y Sophie Béroud (2000) a propósito del debate sobre el concepto de “movimiento social” que originaron las protestas en Francia en 1995, sucede que no hay definición que no implique, de manera implícita o explícita, una teoría social general, esto es, un abordaje particular del conflicto y de las luchas sociales. En América Latina, el pensamiento político y social, ha sido fructífero en la producción de un conocimiento concreto en torno a la naturaleza de las crisis y los conflictos societales: el hecho de haber sido un continente sometido al orden colonial, ha hecho del “cambio social” y la pregunta por el tipo de sociedad que se quiere construir, una de las preocupaciones centrales del pensamiento crítico (Roitman, 2000). Sin embargo, también su historia, como pensamiento social y político de emancipación, ha estado marcada por las tensiones propias que signaron a la herencia ilustrada, en la cual las nociones de orden y progreso han tendido a ser las ideas directrices de un pensamiento social que ha precipitado a menudo en concepciones organicistas y positivistas. Cuando estas ideas lograron dominar el campo de las ciencias sociales, en su naturalización de la sociedad liberal, produjeron un ocultamiento del carácter inherentemente conflictivo de la misma (Lander, 2000). Es así que, tras las violentas dictaduras militares impuestas en la región, las concepciones organicistas fueron reavivadas para fundamentar el nuevo orden social, la “globalización”, como un proceso histórico-social homogéneo e inevitable: “una sociedad integrada, sin luchas de clases y solidaria se impone como proyecto político de refundación del orden social” (Roitman, 2000: 169). En las ciencias sociales, la hegemonía neoliberal tendió a expresarse a través del llamado “pensamiento único” (Ramonet, 1995) y las variadas formulaciones que logró la noción de “fin de la historia”, lo cual significó el desplazamiento de la problemática del conflicto y del cambio social del lugar central que habían ocupado en las décadas anteriores.
No obstante, hacia finales de la década del 90, la realidad social latinoamericana permitirá abrir el horizonte de interrogación para el conjunto de las ciencias sociales en torno a la idea de que “otro mundo es posible”. En América Latina un nuevo ciclo de protestas sociales se inscribe en el campo de fuerzas dejado tras las transformaciones neoliberales (Seoane, Taddei y Algranti, 2006). Marcada por una creciente conflictividad social y por el crecimiento de la protesta colectiva, la emergencia de movimientos y organizaciones sociales que luchan por transformar sus condiciones de existencia, ha hecho posible repensar los vínculos entre lo social y lo político. El conjunto de estos movimientos de raíz popular, en confrontación con el modelo neoliberal implantado en la región, cumplió un rol fundamental en el cuestionamiento y la transformación de la realidad social latinoamericana, a la vez que, la consecuente revitalización de los estudios y debates latinoamericanos sobre estas experiencias, obligaron a otorgar una creciente centralidad a las temáticas del conflicto y las movilizaciones colectivas, que en el pasado reciente habían sido marginadas y casi expulsadas de los análisis sociológicos (Seoane, Taddei y Algranati, 2009).
En América Latina se hace nuevamente visible la conflictividad social a través de un nuevo ciclo de protesta social que, inscribiéndose en el campo de fuerzas dejado tras las transformaciones neoliberales, emerge en su contra (Seoane, Taddei y Algranti, 2006)4 . No obstante, los/a autores/a, afirman:
No se trata solamente entonces del inicio de un nuevo ciclo de protestas sociales, sino también de que el mismo aparece encarnado en sujetos colectivos que, en relación a sus características organizativas, sus inscripciones identitarias, sus repertorios de protesta y sus conceptualizaciones de la acción colectiva, la política y el Estado, presentan características particulares y diferentes de aquellos que habían ocupado la escena pública en el pasado (Seoane, Taddei y Algranti, 2006: 2).

Este aumento de la conflictividad social en torno a la mundialización neoliberal del capitalismo, no solo dinamizó el análisis social en términos de un retorno de/a la problemática del conflicto; sino que además significó un desafío para las ciencias sociales, al tener que producir herramientas teórico-conceptuales capaces de interpretar un escenario social que tendía a expresarse a través de formas organizativas y de protesta inhabituales. La configuración de los movimientos sociales que emergieron y protagonizaron este ciclo de protestas implicaba una novedad en relación con aquellos que ocuparon el terreno de la contestación político-social en las décadas anteriores5 . El campo general en el que se registra dicha problemática se vincula a la emergencia de formas de hacer política que la teoría sociológica reciente ha conceptualizado como “nuevos movimientos sociales”. Sin embargo, es preciso problematizar cómo interpretar esa novedad.
Según explican José Seoane, Emilio Taddei y Clara Algranati, en las últimas décadas se ha extendido, en medios académicos, políticos y militantes, la utilización del término “movimiento social” para referenciar a aquellas experiencias protagonizadas por sujetos colectivos diferentes del denominado movimiento obrero o sindical. En gran medida, este uso extendido, que apunta a diferenciar la nueva configuración de sujetos colectivos respecto de la lucha protagonizada por el “viejo” movimiento obrero, expresa la fuerte influencia que ha tenido la escuela de los “nuevos movimientos sociales” en el campo de las ciencias sociales 6. Como se recordará, dicha corriente surge a partir de unas coordenadas espacio-temporales determinadas: a finales de los 60, frente a la dinámica de conflictividad social que por entonces caracterizaba a Europa (aunque habrá de consolidarse recién durante los 70 y 80), una de las particularidades fue el creciente interés por señalar el surgimiento de “nuevos movimientos sociales”, cuya dinámica de movilización estaba protagonizada por sujetos colectivos que se diferenciaban de las tradicionales organizaciones sindicales del movimiento obrero: movimiento feminista, ecologista, estudiantiles, consumidores, ciudadanos, pacifistas. Dichas reflexiones y debates intentaron dar cuenta de la aparición de “nuevos” sujetos de la protesta en momentos en que el sistema mundial entraba en una profunda fase de transformaciones económicas y sociales que significaron la derrota, el reflujo y el debilitamiento de numerosos procesos de resistencia social que jalonaron el escenario internacional de posguerra (luchas de liberación nacional, batallas de los movimientos sindicales fordistas, etc.). En consecuencia, tendieron a interpretar el carácter novedoso de estos movimientos como índice del advenimiento de una sociedad “post-industrial” (o “post-material”, de la “información”, del “conocimiento”, etc.) caracterizada por la caducidad del antagonismo de clase: los “nuevos movimientos sociales” ya no lucharían por bienes materiales, sino por recursos simbólicos y culturales, por el significado y la orientación de la acción social (Vakaloulis, 2000; Seoane, Taddei y Algranati, 2009).
La corriente de los nuevos movimientos sociales significó efectivos aportes al análisis del proceso de constitución subjetiva de los colectivos sociales (de la identidad colectiva, por ejemplo), contribuyendo a renovar la teoría social sobre la base de una crítica de las visiones reduccionistas del economicismo que supo dominar ciertas interpretaciones dentro de la tradición marxista. Sin embargo, en concordancia con la opinión de varios/as autores/as, considero preciso realizar algunas puntualizaciones críticas a dicha escuela, ante lo que parece ser su recaída en el extremo opuesto, igualmente reduccionista de la densidad histórica de los conflictos sociales. Frente al “objetivismo” de las “determinaciones estructurales”, plantean un “subjetivismo” desprovisto de dimensión histórica, que termina diluyendo el movimiento social en la inmediatez de sus manifestaciones prácticas y confinando la protesta a sus superficies fenomenológicas (volveré más adelante sobre este punto). En ese marco conceptual, aunque no se trate de un efecto buscado, la identificación de la “novedad” queda estrechamente ligada a la evacuación de la naturaleza conflictiva de las relaciones sociales capitalistas (Mouriaux y Béroud, 2000; Vakaloulis, 2000; Galafassi, 2006; Seoane, Taddei y Algranati, 2009).
Así, la crítica al análisis de clase y el énfasis en el entramado de la nominación simbólica de los diferentes sistemas societales conducía a concebir ahora la naturaleza del conflicto como no contradictorio y cuya resolución no supondría necesariamente una transformación profunda de la sociedad existente que parecía adoptar cierto aire de eternidad (…) En esta dirección, la reflexión propuesta por la ENMS conllevará la difusión de dos paradigmas. El de la novedad, a partir del cual se establece la oposición entre los antiguos movimientos de base clasista y los nuevos, suponiendo una valoración positiva de estos últimos no ya en función del carácter emancipatorio de sus proyectos, sino por su correspondencia con el orden social vigente. Y el paradigma de la diferencia que implica una desvalorización y cuestionamiento a la idea de igualdad –asignada como propia de la modernidad- por la contemplación de la diversidad en el terreno cultural abriendo el camino al camuflaje del proceso de creciente desigualación económica y social que caracterizaba a la nueva fase neoliberal. (Seoane, Taddei y Algranati, 2009: 9).

Es preciso entonces problematizar esas dos tendencias interpretativas que dejaron los diferentes autores y corrientes que pueden ser referidos como ENMS. En primer lugar, cuestionar el dualismo que opuso de forma esquemática y simple los “nuevos” a los “viejos” colectivos sociales; donde, además, una vez aceptado el anacronismo del conflicto capital/trabajo, se valora positivamente el primero de los término de la dualidad, no por su carácter emancipatorio sino por su correspondencia con el orden social vigente descripto como post-industrial, posmoderno, o de la información. Es decir, por una suerte de final de toda referencia al capitalismo. Por el contrario, se trata de comprender que la “novedad” que presenta la configuración actual de la protesta social en Latinoamérica, aparece como un proceso de experiencias que lejos está de circunscribirse a un sujeto, o movimiento social en particular, dado que incluso cruza la experiencia actual del sindicalismo y las formas de organización de la clase obrera7 . Es decir, lo “nuevo” y lo “viejo” coexisten en el seno de cada movimiento resignificando el ejercicio concreto de la lucha social. Esto exige pensar la novedad de la configuración de los movimientos sociales en términos de continuidades y rupturas, es decir, en la trama compleja de su inscripción histórica, que no puede dejar afuera el análisis de las experiencias y modalidades históricas de organización, ni descuidar los procesos de la vida cotidiana y los sentidos que sus protagonistas otorgan a sus prácticas, a los procesos históricos y a sus experiencias de vida, que deben situarse a su vez en los marcos más amplios de las relaciones de hegemonía (Grimberg, 2005).
En segundo lugar, como decía, en este marco interpretativo la discusión entre lo nuevo y lo viejo aparece desplazando el anterior eje de debate, centrado en el problema entre lo conservador/emancipador (Galafassi, 2006). La identificación de los procesos de ruptura/continuidad en la experiencia social y política de las clases subalternas, permite desandar la “trampa” teórica donde la identificación de la “novedad”, servía de ocultamiento/anulación de las relaciones sociales de dominación/explotación inherentes al sistema capitalista. Es necesario reponer como problemática del pensamiento crítico la cuestión de las relaciones de dominación/emancipación, el problema de las relaciones de poder y dominación en el capitalismo contemporáneo (relaciones de explotación y opresión) y las posibilidades (condiciones) históricas de cambio: “el énfasis en la organización, los recursos, la ruptura del orden y la identidad deja de lado el conflicto por el poder y el cambio social” (Galafassi, 2006: 54).
Entonces, un segundo elemento que queremos señalar es el hecho de que la innovación de las prácticas sociales contemporáneas pensadas en término de rupturas y continuidades debiera ser entendida a la luz de las transformaciones estructurales que la imposición del neoliberalismo –como fase capitalista contemporánea- significó. O para decirlo de una manera más directa la “novedad” no puede ser pensada sin referir a las condiciones de la “nueva” fase capitalista actual. Este es, para nosotros, el punto de ruptura central, el acontecimiento que ofrece el primer paso hacia la comprensión de las diferencias entre la dinámica del conflicto social en las décadas del ´70 y ´80 y la actualidad (Seoane, Taddei y Algranati, 2005: clase 2).

Sin estas consideraciones, los posibles aportes que podrían significar, para el análisis de las luchas sociales, la mirada sobre los procesos de constitución subjetiva de los colectivos sociales (la disputa en el terreno de las representaciones, los procesos de construcción identitaria y el entramado de la nominación simbólica, por citar algunos) encontrarían serias limitaciones. Se trataría simplemente de invertir las visiones reduccionistas del economicismo dominante en algunas versiones del marxismo “realmente existente” al intentar conceptualizar experiencias histórico-concretas. Y esto porque, al no poder advertir que si bien la nueva configuración de los colectivos sociales latinoamericanos presenta un componente identitario fuerte (como pueden ser las experiencias de los movimientos indígenas y campesinos entre otros), en su inscripción histórica, la lucha por el reconocimiento cultural es lucha política en sentido amplio; esto es, aparece constituyendo un cuestionamiento general a la dominación colonial encarnada por el proceso civilizatorio capitalista (Ceceña, 2002; Seoane, Taddei y Algranati, 2006). En efecto, una de las críticas más frecuentes realizada al concepto de “movimiento social” es la dificultad para comprender la dimensión política de las prácticas colectivas y emancipatorias, reproduciendo la separación liberal entre lo social y lo político (Seoane, Taddei y Algranati, 2009, Grimberg, 2009).
La producción de conocimiento en torno a los llamados “nuevos movimientos sociales” ha contribuido a iluminar la dimensión simbólica y los procesos de construcción identitaria en la configuración de los colectivos sociales, permitiendo así una comprensión de las determinaciones subjetivas que intervienen en la experiencia política de los sectores subalternos. Sin embargo, toda vez que se ha tendido a autonomizar la esfera de lo simbólico, se ha contribuido a oscurecer las relaciones entre economía y política en el capitalismo tardío; en el momento preciso en el que, por decirlo a la manera de Frederic Jameson, si el llamado giro cultural ha sido posible es porque se ha producido una transformación en el modo de producción y reproducción de la vida que, de la mano del capital financiero, introduce un efecto profundamente distorsivo con respecto a las relaciones de explotación/dominación/opresión propias del capitalismo contemporáneo. Aunque volveré sobre ello más adelante, no parece conveniente, siguiendo a Jameson, concentrarse en los procesos culturales y subjetivos como si fueran autónomos, pues han devenido profundamente económicos:
(…) la producción y el consumo culturales de masas –a la par con la globalización y la nueva tecnología- son tan profundamente económicos como las otras áreas productivas del capitalismo tardío y están igualmente integrados en el sistema generalizado de mercancías de éste (Jameson, 1998: 190).

Pensar hoy la experiencia política de los sectores subalternos exige recuperar ángulos de lectura desde los cuales organizar una mirada de la sociedad que resista quedar atrapada en horizontes cerrados, parcializados y deshistorizados. En esa dirección, atender a la naturaleza y la práctica de los sujetos sociales, constituye el único criterio para revisar la actual teoría social, respondiendo a la necesidad de reponer, conceptualmente, la historicidad del momento actual, esto es, la capacidad para señalar su condición social como producto histórico y, además, las tensiones y contradicciones que, desde su interior, permiten imaginar una apertura de la historia.
De ahí que para dar cuenta de cualquier problema social, económico, político o cultural no se pueda prescindir del ángulo de lectura conformado por el par sujeto/conflictividad; ya que alude a las dinámicas constituyentes de la realidad social (Zemelman, 2000: 109).

Sin embargo, en este esfuerzo de historización, el estado general de la cuestión elaborado hasta el momento, permite advertir dos tendencias que han producido una visión igualmente reduccionista en la forma de pensar el conflicto social (Vakaloulis, 2000). Por un lado, cierto “objetivismo”, que ha tendido a sobrevalorizar las “determinaciones estructurales” como principio universal, cuyo automatismo prescinde de la acción de los sujetos y por ello, puede proceder desatendiendo el conjunto de los aspectos “situacionales” de la práctica política; por el otro, un “subjetivismo” que, inversamente proporcional al primero, sobrevaloriza las dimensiones fácticas de la acción colectiva, confinando el hecho de protesta a la descripción de su superficialidad fenomenológica, carente por ello de toda densidad histórica. Como hipótesis de trabajo considero que, en tanto es en el conflicto donde se constituyen y recrean permanentemente los sujetos colectivos, la misma noción de conflicto puede considerase un operador epistémico que permita abordar y desenvolver la tensión entre sujeto/estructura en el análisis socio-histórico (Seoane, Taddei y Algranati, 2009).
Esta breve referencia al recorrido de la teoría crítica durante las últimas décadas en nuestro país, pone de relieve la profunda imbricación que existe entre la praxis histórico-social y la producción de conocimiento, el hecho de que la forma de teorizar se encuentra social, política e históricamente situada y, de manera más específica, se asienta y sostiene sobre condiciones históricas asimétricas: la profunda derrota de los sectores populares y la reconfiguración de la realidad social y del mundo académico que la ha acompañado. Durante los 80, la salida de la dictadura, al tiempo que dejaba libre el paso a la restauración democrática bajo el dominio de la “globalización” (totalización del mercado), imponía en el ámbito académico esa “transición” como problema central de la reflexión teórica, haciendo de la ciencia política (en sentido amplio) una técnica al servicio del funcionamiento de los mecanismo institucionales y de los “ajustes” del sistema político para la “gobernabilidad” (pacificación social). En efecto, dejaba en la penumbra, tal como advertían los/as autores/as citados/as, las profundas transformaciones sociales que estaban operando como reestructuración capitalista en la organización de la producción y reproducción de la vida social. Entrados en los noventa, los efectos del neoliberalismo en auge, impusieron a su turno la “exclusión” y los procesos de “descomposición social” como “objetos” de investigación; un programa de conocimiento caracterizado por fuertes dificultades para rearticular en el análisis las dimensiones de lo social y lo político. Por su parte, los estudios vinculados a los “nuevos movimientos sociales”, compartieron límites similares. Dispuestos a atender a lo que estaba sucediendo “desde abajo” -la novedad que presentaba-, tendieron a “revalorizar” en el análisis social el carácter microsociológico y etnográfico, privilegiando la experiencia y la subjetividad de los sujetos (Svampa, 2008: 22); pero perdieron de vista el carácter sistémico en el que se inscriben estos procesos, las relaciones entre lo social y lo político -la forma como se articulan la economía, la cultura y la política en el capitalismo actual-, encontrando serias dificultades para salir de una mirada miserabilista de lo popular.
Este panorama ha tenido por objeto elaborar un balance que permita explicar la desarticulación entre lo social y lo político propia de los enfoques mencionados más arriba, su tendencia a sostener por un lado, un exacerbado formalismo institucional que conduce a una visión abstracta de la ciudadanía y de la política; y por el otro, un énfasis en los aspectos subjetivos de la experiencia colectiva que terminan deshistorizando las condiciones reales y desiguales en las que los individuos y grupos sociales se apoyan para constituirse como sujetos políticos. Para ello, pienso que es preciso retomar cierta perspectiva de la teoría crítica, vinculada a la tradición del marxismo, que haga posible reconceptualizar las relaciones entre economía y política en el capitalismo tardío como condiciones reales y desiguales que fijan “límites y presiones” a la experiencia política de los sectores subalternos.
Ahora bien, se trata igualmente de preguntarnos cómo hacer para que, rechazado el antiguo dominio del economicismo, como simplificación determinista de la política y de la cultura (teoría del reflejo), no caigamos en su par complementario y simétrico, el culturalismo, concepción igualmente reduccionista y en ocasiones deshistorizante de los procesos sociales. Lo crucial será poder pensar las condiciones estructurales también como condiciones de posibilidad: si bien en circunstancias no elegidas (heredadas, reales y desiguales) son los hombres y mujeres quienes hacen su propia historia (Marx, El 18 Brumario…). En efecto, como segundo eje conceptual, en la segunda parte de este trabajo, propongo buscar una posible articulación teórica entre algunas categorías tales como experiencia, memoria y clases subalternas.
En síntesis, se trata de indagar las definiciones de estas palabras clave desde la perspectiva aludida más arriba por Raymond Williams: no como una tradición que hay que aprender, ni como un consenso que hay que aceptar, ni como lenguaje que tiene autoridad natural; sino como un vocabulario en constante formación y reforma; un vocabulario para usar, para encontrar nuestro camino en él mientras seguimos haciendo nuestro lenguaje y nuestra historia.

1 Cabe agregar que, para Silvia Sigal, el trabajo de Denis Merklen logra distanciarse de este problema modificando “radicalmente el status de su objeto” al plantear la idea de territorialidad como “politicidad específica” (positiva) en las nuevas acciones colectivas de los sectores populares.

2 Como veremos en el capítulo siguiente, esa contradicción resulta ser solo aparente, pues desde otra perspectiva teórica, es posible entenderla como efecto de las condiciones históricas específicas en las que se produce y reproduce la vida social dentro del capitalismo, único sistema que puede hacer coexistir una creciente desigualdad social a la par de un sistema de gobierno “democrático”, solo entonces vuelto un sistema “formal” (Wood, 2000). Las transformaciones impuestas por las políticas neoliberales en las últimas décadas, no hicieron sino llevar a un extremo esa convivencia: una terrible polarización social en términos de desigualdades de clase, junto a un ensanchamiento en la formalización de los “derechos humanos”, a través de declaraciones internacionales de todo tipo.

3 Por politicidad, Merklen designa la condición política de las personas, concepto que engloba el conjunto de sus prácticas, su socialización y su cultura política. En efecto, aquí la politicidad es constitutiva de la identidad de los individuos, en rechazo de la política como dimensión autónoma de la vida social.

4 El acontecimiento emblemático que marca el comienzo de este ciclo es el levantamiento zapatista en Chiapas en 1994; al que podríamos agregar, como periodización local, el primer corte de ruta realizado por piqueteros en Cutral-có, en 1996. El incremento de la protesta en Latinoamérica se produce de manera simultánea al crecimiento del conflicto en otras regiones del planeta, que paulatinamente irán convergiendo en un proceso de “resistencias mundiales”, como es el caso del llamado movimiento “antiglobalización” o, como prefieren los autores, “altermundialista” (Seoane y Taddei, 2001).

5 Se puede decir que hasta fines de los 80 el conflicto asalariado keynesiano-fordista (particularmente el conflicto industrial) constituyó uno de los ejes destacados de la conflictividad social en la región (Seoane, Taddei y Algranti, 2006). Según estos/a autores/a, ese modelo de acumulación constituye una forma histórica particular de la relación capital/trabajo que signó durante cuatro décadas las relaciones laborales del desarrollo económico conocido en la región como “sustitución de importaciones”.

6 Incluso, el uso del término “movimiento social”, ha sido incorporado como forma de autodesignación por las propias organizaciones populares.

7 Seoane, Taddei y Algranati (2006) advierten que la importancia alcanzada por los movimientos llamados “territoriales” está lejos de significar la desaparición del conflicto de los trabajadores urbanos (el seguimiento de los conflictos sociales en Latinoamérica entre los años 2000 y 2006, concluye que aproximadamente un tercio de los hechos de protesta registrados corresponden a acciones protagonizadas por colectivos u organizaciones de trabajadores ocupados). Con significativo protagonismo de los trabajadores del sector público (tres cuartos del total de las protestas), la lucha contra las políticas de reforma y privatización de servicios, aparecen como un momento de agregación social de la protesta que se pone de manifiesto a través de la emergencia de espacios de convergencia político-social de carácter amplio. Estas experiencias de convergencia incluso han tenido incidencia en la práctica del mundo sindical, innovando en la formulación de sus estrategias y creando nuevas corrientes que intentan ampliar los límites reivindicativos y las alianzas sociales propias del período fordista.