SUJETOS SUBALTERNOS, POLÍTICA Y MEMORIA

SUJETOS SUBALTERNOS, POLÍTICA Y MEMORIA

Mariano Salomone (CV)

El capitalismo como proceso de privatización de la política

Hay una serie de preguntas que sirven de guía a la revisión conceptual en torno al nudo problemático planteado, a saber: los modos como se han entendido y se entienden las relaciones entre economía y política en formaciones sociales capitalistas. Tales preguntas son: ¿Qué tipo de determinaciones específicas impone, sobre el modo de pensar y sobre la organización de la sociedad misma, la producción de mercancías como forma del lazo social? ¿Cómo pensar la relación entre la economía-política y la división, en lo social, entre lo público y lo privado? ¿Qué transformaciones históricas supone la mundialización del capitalismo, operada en las últimas décadas bajo el dominio y la hegemonía del capital financiero?
Será preciso comenzar por una problematización de los conceptos, me refiero a las nociones de “economía” y “política” y los modos como han sido interpretadas sus relaciones a partir de la emergencia histórica del capitalismo. Rastrear la manera como se fueron diferenciando en esferas autónomas de la vida social y cómo se produjeron las interpretaciones dominantes, permitirá comprender cuál es el problema que conlleva su separación. Robert Kurz advierte al respecto:
La autoconciencia de la modernidad desarrollada en Occidente deshistorizó y ontologizó sistemáticamente desde la Ilustración las formas propias de la socialización y sus conceptos. Esto vale para todas las corrientes de la historia de la modernización, incluyendo la izquierda y el marxismo. La falsa ontologización se refiere en último término a los conceptos básicos de "economía" y "política". En vez de reconocer ese par de conceptos como específico de la modernidad basada en la producción de mercancías, los impone a todas las sociedades premodernas (y futuras) como supuesto ciego y lo adjudica a la existencia humana como tal. […] Así, no sólo se pierde básicamente la comprensión de las sociedades premodernas, sino también la comprensión de la propia sociedad moderna (Kurz, 1994: s/n).

Lo crucial es comprender que esta separación entre “economía” y “política” es un mecanismo conceptual que expresa una realidad histórica específica del capitalismo, una verdadera diferenciación de la economía, que ha hecho posible tales concepciones: la “economía” como el producto de la privatización de decisiones que debieron haber continuado siendo consideradas como de orden público y político, pues afectan al bien común de la sociedad. Éste ha sido el argumento principal de Meiksins Wood en el libro anteriormente mencionado, en el cual ha intentado explicar cómo y en qué sentido el capitalismo abre una brecha entre lo económico y lo político; esto es, cómo fue que a partir de su emergencia histórica, asuntos políticos (como la organización y el control de la producción y la apropiación o la asignación de la fuerza social del trabajo y los recursos) han sido desplazados a una esfera diferente de la política.
La autora expone, en dicho trabajo, lo que Marx había considerado el punto de partida de la “producción capitalista”: el proceso histórico por el cual se produce la escisión entre el productor y los medios de producción, una dinámica resultante de la lucha de clases y de la intervención coercitiva del Estado en nombre de la clase expropiadora. Y en este sentido, advierte, la estructura misma del argumento indica que, para Marx, el secreto último de la producción capitalista es político (Wood, 2000: 27). Justamente, su diferencia con la economía política clásica se ubica en el hecho de no provocar discontinuidades entre los ámbitos político y económico, sino en tratarlos como un conjunto de relaciones sociales.
Según la autora, algo diferente habría ocurrido con los marxistas que sucedieron a Marx, entre quienes paulatinamente se fue haciendo hegemónica una visión que tendía a pensar la “economía” (“base estructural”) y la “política” (“superestructura”) como esferas cualitativamente diferentes, más o menos cerradas y regionalmente separadas entre sí: problema suscitado por la teoría del “reflejo” que, en sus distintas versiones (“factores”, “instancias”, etc.), refuerzan la idea de una separación espacial entre esferas que hacen pensar las relaciones sociales y políticas como externas al mecanismo económico. El problema, es que ello equivale a vaciar de contenido social y político las relaciones económicas, o lo que es lo mismo, produce una naturalización de las relaciones de producción.
Es la misma destotalización que atraviesa a la economía política burguesa cuando universaliza, al analizar la producción en abstracto, las relaciones de producción capitalistas. Y como toda destotalización de las condiciones histórico-sociales, el efecto teórico no puede recaer sino en una deshistorización de las determinaciones sociales específicas, por lo cual, ahora, éstas aparecen como condiciones naturales, regidas por leyes eternas e independientes de la historia social y política heredada. En este esquema de pensamiento, cuando mucho, el poder político podría “intervenir” en la economía, pero la economía como tal, queda vaciada de su contenido social y se despolitiza 1.
Sin embargo, hay algo de verdadero en el pensamiento “economicista” como efecto ideológico de las condiciones de existencia en el capitalismo. El hecho que este sistema esté marcado por una diferenciación única de la esfera “económica”. Esto significa que en él, a diferencia de otros modos de producción como el feudalismo, la producción y la distribución adoptan una forma completamente “económica”, que ha dejado de estar inmersa (depender) del conjunto de relaciones extraeconómicas.
Sobre todo, significa que la apropiación de la fuerza de trabajo excedente tiene lugar en la esfera “económica” con medios “económicos”. En otras palabras, la apropiación del excedente se logra en formas determinadas por la separación completa del productor de las condiciones de la fuerza del trabajo y por la propiedad privada absoluta sobre los medios de producción en manos del apropiador. La presión directa “extraeconómica” o la coerción abierta son, en principio, innecesarias para obligar al trabajador expropiado a ceder trabajo excedente. […] El trabajador es “libre”; no está en relación de dependencia o servidumbre; la transferencia de trabajo excedente y su apropiación por parte del otro no están condicionadas por una relación extraeconómica (Wood, 2000: 36).

Esto no quiere decir que la dimensión política sea ajena a las relaciones de producción, sino que se hace necesario reconocer los rasgos particulares que adquiere la política dentro del capitalismo, el hecho de que el “momento” de coerción está separado del “momento” de la apropiación. Como dijimos, el poder coercitivo que respalda la explotación capitalista no está manejado directamente por el apropiador, y no se basa en la subordinación política o jurídica del productor a su amo. La consecuencia de esta “división del trabajo” entre coerción y apropiación es la separación correlativa (funcional) en lo social entre lo público y lo privado. El espacio institucional de lo público, como esfera separada y especializada es el Estado; mientras que el espacio institucional de lo privado es el mercado. De esta manera, en el capitalismo, existe una escisión entre la apropiación privada y las obligaciones públicas, lo cual tiene un doble significado: por una aparte, los poderes del apropiador no implican la obligación de llevar a cabo funciones sociales y públicas, por el otro, significa el desarrollo de una nueva esfera de poder dedicada por completo a propósitos privados. En palabras de Meiksins Wood:
[…] la diferenciación de lo económico y lo político en el capitalismo es, para ser más precisos, una diferenciación de las funciones políticas mismas y su asignación separada a la esfera privada económica y a la esfera pública del Estado. Esta asignación separa las funciones políticas que tienen que ver más inmediatamente con la extracción y la apropiación de excedentes de aquellas con un propósito comunitario más general (Wood, 2000: 39).

La importancia que Meiksins Wood asigna a la lectura de las relaciones entre economía y política, y su crítica de la lógica capitalista, que hace de la economía una esfera autonomizada regulada por el mercado y dedicada a la acumulación privada, permite avizorar las formas como históricamente se ha configurado el Estado como espacio de administración de lo público y no sólo como instrumento de las clases dominantes para su beneficio propio. Si la coacción extraeconómica es mucho menos visible en el capitalismo, y si este se liga a la indiferenciación cultural y a la igualación abstracta de los sujetos ante el mercado, lo cierto es que es necesario mantenerse atentos a la ambivalencia con la que el mismo procede, a su carácter inherentemente contradictorio2 .
El capitalismo es profundamente indiferente a las identidades de los sujetos que explota, sin embargo, ellas pesan de manera decisiva en la experiencia de la explotación y de la reproducción de la fuerza del trabajo. La mercantilización de algunas identidades “disidentes” es una de sus pruebas, constituyendo nichos en el mercado para valorizaciones específicas (punks, gay, naturistas, étnicos, hardcore, yupies, etc.). Sin embargo, al mismo tiempo que desde esas posiciones fragmentarias (identidades) no es posible trabar una lucha con el capitalismo, éste obtiene beneficios secundarios de esas mismas identidades en el proceso de explotación. La autora acierta al decir que la mayor parte de las perspectivas que ponen el acento en la identidad de los sujetos, pierden de vista el horizonte de totalidad y la centralidad de la explotación capitalista; pero descuida cómo eso opera colectivizando al tiempo que pone en marcha un proceso de fuerte individualización. La advertencia de Wood es justa y se explica en función del debate sobre la lucha política a llevar a cabo, esto es, como contraposición a las políticas de la identidad en los países del norte. Resulta útil para pensar la relación entre economía y política, pero tiene ciertas dificultades para pensar las relaciones entre cuerpo, economía y política, o entre economía y cultura. Todo pensamiento está sujeto a un campo limitado de (in)visibilidad, en el que siempre escapan dimensiones de análisis y se dejan en la oscuridad ciertas relaciones. En todo caso, actualmente, el mundo que aparece más opaco no es el de las identidades -en el campo del debate conceptual y en el de la construcción de las identidades políticas-, sino que lo que se ha opacado verdaderamente es cómo se articulan todos esos fragmentos con la lógica del capitalismo: una de las dificultades más fuertes de las ciencias sociales en los últimos años ha sido poder comprender la articulación entre economía y política. Comprender esto último e iluminar esas relaciones es el valor del pensamiento de Wood, el punto en el cual su aporte es central.
En definitiva, la organización capitalista de la producción puede verse como el resultado de un largo proceso en el que ciertos poderes políticos se transforman gradualmente en poderes económicos y fueron transferidos a una esfera independiente, esto es, un proceso de privatización que implica la asunción paulatina, por parte de apropiadores privados, de funciones originalmente conferidas a una autoridad pública o comunitaria.
            Lo central en la propuesta de Meiksins Wood es advertir el equívoco que supone describir al capitalismo por su singular separación entre lo económico y lo político. Por el contrario, su apuesta apunta a señalar que el capitalismo representa la privatización última del poder político, lo cual lo hace ser el único modo de producción con capacidad de mantener la propiedad privada y el poder de extracción de excedentes sin que el apropiador ejerza el poder político directo en el sentido convencional. La condición para esto es la conformación de una nueva forma de poder público centralizado. Para la autora, el Estado despojó a la clase apropiadora del poder político directo y les dejó el poder de explotación privado libre de funciones públicas sociales. La autonomización de lo político emancipa a las clases dominantes de las obligaciones sociales que otrora, en el feudalismo por ejemplo, habían tenido. De esta manera, puede decirse que lo específico del capitalismo es el hecho de haber introducido al poder político en el proceso mismo de la producción, el control del capital sobre el proceso de trabajo; y más aún, convertir su mando en el requisito para la ejecución del proceso laboral, como condición de la producción misma3 .
            En síntesis, dos son los puntos críticos que ayudan a comprender las peculiaridades de lo “político” en la sociedad capitalista y a situar la economía, a su vez, en la arena política. Primero, la integración entre la organización de la producción y de la apropiación; segundo, la generalidad de esa integración, la producción en su conjunto se somete al control del apropiador. El apropiador renuncia al poder político directo perdiendo muchas de las formas tradicionales de control sobre la vida de los/las productores/as, pero al mismo tiempo, la vida humana es atraída con mayor firmeza a la órbita del proceso de producción, por la que la disciplina capitalista termina ejerciendo un mayor control sobre la organización del tiempo, dentro y fuera del proceso de producción. Así tenemos que, según Meiksins Wood, la coerción política directa queda excluida del proceso de extracción de excedentes y la extracción de excedentes deja de ser un asunto inmediatamente “político”.
            Ahora bien, esta configuración particular entre lo económico y lo político propia del capitalismo deja su marca a su vez en el lugar y el objetivo de la lucha de clases. Si la historia es el devenir de la lucha de clases (Marx), también podemos decir que la lucha de clases tiene una historia. Al respecto, Meiksins Wood, señala que la lucha, durante largos períodos, estuvo centrada en torno de la extracción y la apropiación de excedentes y no sobre la producción. Sin embargo, el capitalismo reubica la lucha de clases en el punto de la producción, dado que solo en él coinciden de manera tan completa la organización de la producción y de la apropiación; a la vez que presenta dicha lucha, como una disputa aparentemente no política (Wood, 2000: 54). Es decir, no es el capital sino el Estado el que se hace cargo del conflicto de clases cuando, intermitentemente, la disputa adopta una forma más violenta; como sucedió en nuestro país en 1976.
Esa ubicación de la disputa en el punto de producción, tiende a hacer que la lucha de clases en el capitalismo sea local y particularista. De esta manera, la organización misma de la producción capitalista se resiste a la unidad de la clase obrera. Se produce aquí una paradoja: la naturaleza de la producción capitalista (necesidad de cooperación y cada vez mayor interdependencia) hacen que sea necesaria y posible una mayor conciencia de clase; pero esa tendencia entra en tensión con la fuerza centrífuga de la producción capitalista y su privatización de los asuntos políticos.
En definitiva, la diferenciación y separación en esferas independientes que opera el capitalismo entre economía y política -la transferencia de los asuntos “políticos” a la “economía”-, deja como lección estratégica la necesidad de mantener una mirada que logre dialectizar los polos de esa tensión: no es que la lucha de clases deba concentrarse en la economía o el punto de la producción, ni que al atender al poder de la clase se entienda que éste se encuentra disperso en la sociedad (por lo que el Estado dejaría de tener un papel específico); sino que la división de la fuerza de trabajo entre clase y estado hace que éste último, que representa el momento del dominio coercitivo de la clase capitalista (monopolio de la fuerza social) es en última instancia el punto decisivo de concentración para todo el poder en la sociedad (Wood, 2000: 57).
Dicha mirada dialéctica (histórica) logra visualizar que las luchas en torno de la producción son incompletas en la medida que no se hagan extensivas a la sede del poder, donde descansa la propiedad capitalista. Al mismo tiempo que, las batallas puramente “políticas” por el poder de gobernar, quedarán inconclusas hasta que impliquen no solo las instituciones del estado, sino también los poderes políticos que se han privatizado y transferido a la esfera económica. Esto es lo que hace, para la autora, que socialismo y democracia sean sinónimos (Wood, 2000: 58). La escisión entre economía y política produce, en el terreno de la lucha de clases, la separación por “reivindicaciones” económicas de la lucha específicamente política. Fragmentada en pequeños conflictos, dispersos según las identidades de los sujetos, la lucha de clases tiende a la segmentación.

1 Sin dudas, la crítica a esta naturalización de las relaciones sociales capitalistas se vincula con el punto de vista del materialismo histórico, para el que el mundo material, tal como existe, no es algo dado naturalmente sino un producto histórico, esto es, aquello que los hombres y mujeres encuentran cuando llegan a la vida como resultado de la actividad de toda una serie de generaciones precedentes, tal como lo expresaran Marx y Engels en La Ideología Alemana. En tal sentido, reconocer la lucha de clases como explicación de la historia, implica también la posibilidad de superar falsas dicotomías como la que puede suscitar la metáfora de la “base y la superestructura”; comprendiendo que no existe modo de producción en contraposición a factores sociales, políticos e ideológicos, que éstos no pueden verse como esferas compartimentadas o separadas; es decir, que el modo de producción no es una mera tecnología (un estado gradual de su desarrollo) sino una organización social de la actividad productiva; y que un modo de explotación es principalmente una relación de poder.

2 Algo ambivalente es aquello que contiene en sí mismo rasgos contradictorios, esto es, un si y un no a la vez.

Al respecto, la autora señala que el problema no es si el control capitalista es más “despótico” que el autoritarismo personal del capataz de esclavos, sino el hecho de que el control ejercido por el capital no depende del grado de “despotismo”: el control se impone no por la autoridad personal sino por las exigencias impersonales de la producción de las máquinas y la integración técnica del proceso de trabajo (Wood, 2000: 51).