SUJETOS SUBALTERNOS, POLÍTICA Y MEMORIA

SUJETOS SUBALTERNOS, POLÍTICA Y MEMORIA

Mariano Salomone (CV)

De las condiciones actuales para una filosofía de la praxis

¿Todo lo sólido se desvanece en el aire? En el Manifiesto Marx y Engels se refieren al carácter revolucionario de las transformaciones causadas por la modernidad y por el capitalismo en los más diversos sectores de la vida social; transformaciones que afectaban modos de vida ancestrales, tradiciones que habían permanecido indiscutidas, prácticas sociales tenidas por naturales (Santos, 2006). En definitiva, como efecto de ese radicalismo que había puesto en juego el avance de las relaciones sociales capitalistas, las sociedades del siglo XIX parecían perder toda solidez. Hoy, en las condiciones del tardocapitalismo, muchos autores han descrito cómo aquel proceso se vive de manera aún más acelerada. El posmodernismo como lógica cultural del “nuevo” capitalismo, consumista y transnacional, expresa en muchos aspectos la lógica más profunda del “viejo” sistema social. Frederic Jameson, llama la atención sobre ello en un aspecto particular:
(…) la desaparición del sentido de la historia, el modo en que todo nuestro sistema social contemporáneo empezó a perder poco a poco su capacidad de retener su propio pasado y a vivir en un presente perpetuo y un cambio permanente que anula tradiciones como las que, de una manera o de otra, toda la información social anterior tuvo que preservar (Jameson, 1998: 37).

Sin embargo, la similitud entre las dos épocas históricas que describen los autores, por un lado Marx con Engels y por el otro Jameson, se detiene en un punto crucial, la expectativa a futuro. Boaventura de Sousa Santos advierte sobre la “ambigüedad” que contiene el Manifiesto en relación a “lo moderno”: una posición que oscila entre la exaltación y la crítica, entre la celebración y la condena. Es que Marx y Engels entendían que, al mismo tiempo que la antigua solidez precapitalista se desvanecía en el aire, comenzaba a instalarse otra solidez, la del movimiento obrero, cuya resistencia sería capaz de sustituir el capitalismo por otro sistema social. Según de Sousa Santos, todo el proyecto político, científico y filosófico de Marx consiste en concebir y promover ese paso (Santos, 2006: 22). Hoy, por el contrario, arrebatado el futuro a la inevitabilidad del “progreso”, la misma historia parece desvanecerse y no quedar en manos del sujeto ni siquiera como proyecto, sea este todo lo incierto que se quiera (Castoriadis, 1992). La pregunta es, ¿de qué manera repercute esta temporalidad en la teoría social y en el ejercicio de la crítica?
El borramiento de las coordenadas históricas, en especial del pasado y del futuro y las dificultades para articular (proyectar) nuestro presente hacia ambos extremos de la historia, hacen de la recuperación del pasado, de su reconstrucción “a contrapelo”, una tarea político-cultural como condición de posibilidad para el ejercicio de la crítica. En el campo intelectual, hacia finales de los 90 y principios de este siglo, ha sido posible abrir en alguna medida esos horizontes de sentido. Como decía anteriormente, el surgimiento de experiencias políticas contrahegemónicas al neoliberalismo contribuyó, de manera simultánea y vinculada, a poner en crisis el llamado “pensamiento único”, abriendo nuevamente la posibilidad de pensar que “otro mundo es posible”. Efectivamente, la irrupción de la protesta (a niveles “locales” y también “globales”) parece haber quebrado en algún punto la significación molar atribuida a la democracia liberal como significante amo, es decir, como horizonte irrebasable para pensar e interpretar la política y lo político (Zizek, 2004). Sin embargo, tal vez ello no ha sido suficiente para revertir la profundidad de aquella “desafiliación” entre pasado y presente de la que hablaba arriba, el horizonte histórico-ideológico (“clima de época”) desde el cual se piensan las prácticas políticas del presente y se releen las del pasado, junto también a las tradiciones que les dieron sustento y sentido.
A propósito de esa temporalidad político-cultural y en relación a la que sería la nuestra, parece interesante, para indicar y reconocer sus posibles marcas, aquella inversión histórica que señala Nicolás Casullo (2007) en uno de sus últimos libros, Las cuestiones, sobre la “revolución como pasado”. Según el autor, hoy encontramos la revolución como pretérito y no como futuro, lo cual constituye un dato crucial en el proceso de caducidad de los imaginarios político-culturales que presidieron la modernidad. Ello exige al pensamiento crítico, como su condición, pensar lo que ha dejado la extirpación de una legendaria configuración de la historia: interrogar el inmenso espacio deshabitado que se abrió en la inteligibilidad de las cosas, que significa preguntarse, ¿donde antes había eso (la revolución) qué pasó a haber?
Ahora bien, como advierte Eduardo Grüner (2006) (retomando a Sartre), puesto que no hay lecturas inocentes, comencemos por reconocer de qué lectura es “culpable” Nicolás Casullo, a qué se refiere cuando habla de revolución, y de ella, ahora, como pasado. Precisamente, es eso lo que intenta transmitir nuestro autor, preocupado por no dislocar de sus propias lógicas al pasado invadiendo su universo ideológico desde secuelas históricas que incorporan hoy mundos de apreciación que ni la revolución ni sus épocas concibieron.
Afirma entonces que hablar de revolución era abrirse paso hacia un presente desde el futuro como paraje imaginario que contenía la respuesta: la idea de revolución marcó el territorio de la política. Para su análisis, según Casullo, resulta decisivo el legado del propio Marx convirtiendo a la revolución en “ciencia irrefutable de una historia objetivada”:
(…) proyecto obrero industrial capitalista totalizante que había alcanzado la sustancialidad de hecho irreversible manifestada desde las entrañas más legítimas de las propias filosofías de la historia, de los saberes científicos y de la cultura como ciencia secularizada. […] aquello que convirtió a tal revolución en ley histórico-económico-social. […] esa fue la revolución por excelencia derivada de la lucha de clases, la sostenida por las tesis marxistas (Casullo, 2007: 25).

Según esta (su) lectura, en Marx la revolución alcanzaría carácter de absoluto: sin la idea de revolución la historia no sería pensable, sería vacío, catástrofe. “La revolución es el Sentido”. Producto del matrimonio entre religión y política, la revolución sostenía la idea de un tiempo histórico como regido por un mandato metafísico trascendente a cumplir, un acontecimiento de salvación. La historia en tanto relación con un fin no puesto en duda, un sentido por venir que, en verdad, se suponía ya estaba obrando desde siempre (Casullo, 2006: 116).
Pensar nuestra temporalidad, para Casullo, implicaría dar cuenta de este hueco gigantesco de la revolución como pasado en la política y en la concepción de la historia. Una exigencia histórico-teórica que no debería confundirse con cierta astucia política que la propone como camino para reponer, de contrabando, la idea de revolución. Para Casullo, esa reacción sería parte de la insoportabilidad que produce el “hueco de mundo en el mundo”. La dificultad para elaborar el fin de una experiencia de masas que se percibe como un kaput súbito donde la historia no entra en metamorfosis sino que directamente se cae y desaparece, de un día para el otro (Casullo, 19-20).
Una experiencia semejante describe Elías Palti en Verdades y saberes del marxismo, al preguntarse cuáles han sido las reacciones de una tradición teórico-política ante su crisis. Para el caso de este autor se trataría de una “crisis conceptual” que abre la pregunta por lo que viene después del sentido, por el sentido luego del fin del Sentido. Lo que le interesa es
(…) observar cómo reaccionan ciertos sujetos cuando descubren que todas sus creencias fundamentales les resultan ya insostenibles, pero tampoco hallan otras disponibles con las cuales reconstituir el sentido práctico de vida alternativo. En fin, qué ocurre cuando todo Sentido se disuelve y los hechos y fenómenos históricos aparecen difusos, los contornos con que se nos presentaban con anterioridad claramente se diluyen, y la realidad circundante se nos vuelve extraña, oscura (Palti, 2005: 19).

Llama la atención el hecho de que describa la crisis de manera similar a como la había descrito Casullo, aquel dislocamiento de la revolución hacia el pasado: una “experiencia abismal”, un quiebre de inteligibilidad en la que todas las anteriores certidumbres han colapsado 1.
En particular, lo que interesa problematizar en las observaciones hechas por estos autores, es lo que vengo señalando acerca del problema de la transmisión del pensamiento teórico-político en el clima de época actual, que nos enfrenta al dilema (una vez disuelto Todo sentido) de cómo encontrar sentidos nuevos si no es a partir de los que precedieron. A este problema se ha referido, a propósito de la transmisión del psicoanálisis, Silvia Bleichmar:
Cada generación debe partir de algunas ideas que la generación anterior ofrece, sobre las cuales no solo sostiene sus certezas sino sus interrogantes, ideas que le sirven de base para ser sometidas a prueba y mediante su descontrucción propiciar ideas nuevas. Cuando esto se altera, cuando se niega a las generaciones que suceden un marco de experiencia de partida sobre la cual la reflexión inaugure variantes, se las deja no sólo despojadas de historia sino de soporte desde el cual comenzar a desprenderse de los tiempos anteriores (Bleichmar, 2007: 19).

Tengo la sospecha, además, de que las actuales condiciones históricas y subjetivas proporcionan un horizonte limitado al momento de proponer una reflexión en torno al hueco que dejara la revolución, ahora como pasado. La desaparición del Sentido no pareciera, tal como deseaba nuestro autor, estar abriendo paso a “la indefectible humanización del sentido” -el derrumbe congénito de las trascendencias, divinas o profanas, que exige una tarea intelectual crítica de pensar la política, la democracia y la sociedad- (Casullo, 2007: 119), sino que mas bien ha dejado el desánimo generalizado, cristalizando en lo que podríamos llamar la “deshumanización” del sinsentido; y que por el contrario, paradójicamente, ha dejado intactos los sentidos hegemónicos, ahora sí vueltos sentidos compactos, molares y fijos: las relaciones capitalistas como único horizonte histórico social, el mercado como único principio de organización del vínculo social2 .
            Al respecto, me limito a puntualizar dos cuestiones. En primer lugar, algo que ha sido señalado por Eduardo Grüner a propósito de algunos equívocos cometidos por los “estudios culturales” y las filosofías “post” y que, comparto con el autor, se vinculan a esta imposibilidad, en la actualidad, de promover un pensamiento histórico. Si la Razón occidental y sus ideas de Sujeto y Totalidad han sido nociones características de la modernidad, estas corrientes teóricas han tendido a identificar in toto el pensamiento moderno con una Razón y un Sujeto monolítico y omnipotentes en su voluntad totalizadora e instrumental de conocimiento y dominación (Grüner, 2002: 113). De esta manera, y paradójicamente, han contribuido a reproducir una imagen monolítica y falsamente totalizadora de la modernidad: a la imagen homogénea del progreso indetenible de la Razón (expresada en la tradición del marxismo supuesta y fundamentalmente en la idea de revolución: su compromiso con la idea de progreso, productivismo, teleología, etc), le corresponde la imagen invertida (pero igualmente homogénea) de la crítica del antimodernismo “post”. Ambas imágenes compartidas se oponen e ignoran la imagen dialéctica que transmiten Marx y Freud de una modernidad desgarrada en su interior, como autocrítica que se hace desde adentro mismo de la propia modernidad. Semejante equívoco, producto de una mirada no dialéctica, impide una relectura crítica de los conflictos internos al proyecto de la modernidad y construye una imagen del proyecto moderno como si en su totalidad estuviera comprometido con un programa de dominación y opresión.
            En segundo lugar, continuando la idea del “antimodernismo post” como reacción análoga y simétrica a la pretensión de omnipotencia de la Razón moderna, Blas de Santos, desde otro lugar, ha advertido sobre el hecho de que los excesos achacados, a libro cerrado, a la Ilustración pueden ser coartada para evitar un juicio que probaría cuántas de las causas que abrazó siguen aún pendientes. En efecto, el autor señala como marca de la voluntad de omnipotencia, tanto a la modernidad ambiciosa –con sus pretensiones de alcanzar un conocimiento total, un Sentido pleno-, como a su contracara, la reacción especular de algunas corrientes contemporáneas que plantean la imposibilidad de toda incidencia de la subjetividad en la gestión de sus sentidos: la sutura del sin/sentido (De Santos, 2006: 153-175). Tan omnipotente es pretender saber todo como saber de antemano, sin intentarlo y siguiendo su impulso hasta padecer su imposibilidad, que ese saber no colmará el todo.
Son incontables las polémicas que podrían abrirse a partir de la provocativa afirmación de Nicolás Casullo acerca de “la revolución como pasado”. Aquí únicamente me ha interesado detenerme en algunos comentarios que guardan especial relevancia en relación a lo que he propuesto, la posibilidad de repensar una tradición teórico-política como herramienta para interrogar la experiencia política de los sectores subalternos y en particular, las dificultades que plantea la configuración histórico-cultural del presente para dicha empresa.
Jaques Rancière indicaba que el llamado “fin de la política” ha sido descrito frecuentemente como el fin de cierto tiempo, de un tiempo marcado en sí mismo por cierto uso del tiempo, el uso de la promesa (Rancière, 2007: 25). Ahora, cómo sería posible pensar la experiencia política de los sectores subalternos instalados en este nuevo tiempo de consumación de la política como “fin de la historia” y “fin de las utopías” (la utopía pensada en la perspectiva de Franz Hinkelammert (2002), esto es, como un punto de referencia para el juicio, una reflexión del sentido, donde todo posible existe en referencia a una plenitud imposible). Es decir, cómo repercute esta nueva temporalidad histórico-social (eliminación de la revolución como posibilidad de un cambio social radical) en un pensamiento que pretende ser crítico, puesto que no pude reducir simplemente la realidad a lo que es, sino que debe ser capaz de dar cuenta del campo de posibilidades históricas que expresa (pasadas, presentes y futuras), único antídoto contra la naturalización de las relaciones sociales existentes. Cómo hacer para que la teoría social, nuevamente con ánimo de crítica histórica, no repita su marca de origen, aquello que Edgardo Lander ha mencionado como su certificado de nacimiento: un conjunto de saberes que se constituyeron como instrumentos de naturalización y legitimación del orden social capitalista-liberal (Lander, 2000)
Retomando el texto de Bleichmar, necesitamos desterrar del campo de la teorización lo que ella llamó (parafraseando a Marcuse) el “malestar sobrante”, ese malestar en el clima cultural que no remite sólo a las renuncias pulsionales que posibilitan nuestra convivencia con otros seres humanos (malestar estructural), sino que lleva las marcas de la resignación de aspectos sustanciales del ser como efecto de circunstancias histórico-sociales (y por lo tanto, transformables en y por la praxis de hombres y mujeres en la historia), tal como es la falta de un proyecto (ilusión) que posibilite avizorar modos de disminución del malestar reinante. Ese malestar sobrante inhibe, al punto de anular, nuestra capacidad como seres pensantes.
Desde estos autores/a, es posible afirmar que en la actualidad el pensamiento desde/sobre lo político requiere, al decir de Grüner, un nuevo “fundacionalismo”: un pensamiento de lo funda-mental, de lo que permite recomenzar al pensamiento. Ahora bien, dicha apertura nunca se comienza en el vacío, aunque sí necesariamente en una ausencia de plenitud; un estado básico de perplejidad que tampoco es la plena incertidumbre a la que quiere condenarnos el pensamiento dominante, pero que obliga a una fuerte recomposición, un nuevo intento de totalización de los jirones de certidumbre que todavía mantenemos (Grüner, 2002: 284). Esa “carencia” de los sentidos heredados puede ser desafío y proyecto para nuevas culturas (“pensamientos”, diremos aquí) o excusa y mala fe para el goce de la recibida (De Santos, 2006: 56).

1 Aunque hay que indicar que ambos autores tienen estrategias discursivas muy diferentes para hablar de lo “mismo”: mientras Nicolás Casullo prioriza rastrear el significado que fue adquiriendo la idea de revolución dentro de la tradición del marxismo como su expresión última y, según él, más acabada (Marx, Engels, Lenin); Elías Palti apuesta a replantear la problemática a partir de los aportes más recientes del marxismo postestructuralista (Badiou, Zizek, Laclau, Derrida, etc). Sin embargo, ambos inscriben el problema del marxismo en un horizonte cultural más amplio, esto es, la crisis de la política en el último fin de siglo.

2 El oscurecimiento del sentido y el borramiento de la idea de revolución en los debates teóricos y políticos, al menos tal como los plantean estos autores, se ubican aproximadamente a 30 años del golpe militar de 1976, cuyas repercusiones políticas, económicas y sociales son por todos/as bien sabidas. Cabría preguntar, ¿qué horizonte proporcionan las actuales condiciones de existencia para imaginar políticamente un tiempo de revolución?