SUJETOS SUBALTERNOS, POLÍTICA Y MEMORIA

SUJETOS SUBALTERNOS, POLÍTICA Y MEMORIA

Mariano Salomone (CV)

La imagen de la Estación como tiempo-ahora

Lo anterior pone en el centro la relación entre memoria y práctica política, entre el pasado y el presente. Respecto de esto último, y asumiendo el “punto de vista” de los oprimidos, fue sin duda Walter Benjamin quien logró advertir la complicidad que existe entre pasado y presente: rememoración y redención (acción redentora) fueron los dos términos (teológicos) que utilizó para referirse a la relación entre política y memoria. Como nos advierte Benjamin, existe un “acuerdo tácito” entre las generaciones pasadas y la nuestra, no obstante, se trata de una “débil fuerza” que amenaza con desaparecer en cada instante del presente que no la sepa retener, que no sepa escuchar aquel “secreto” venido del pasado: efectivamente, el pasado trae consigo un secreto, pero, es al presente al que cabe reconocerlo. Ahora, ¿cuál es el secreto que trae consigo el pasado? ¿por qué su reconocimiento, tiempo-ahora, corresponde a una crítica identitaria? Hay que advertir, en primer lugar, que no se trata de llegar a descubrir la verdad fáctica de algún suceso del pasado (“el hecho tal como fue en lo concreto”), sino de retener aquella imagen del pasado “tal como relampaguea hoy en un instante de peligro” (Benjamin, 1982). En efecto, la inquietud por conocer la historia, no responde a una necesidad teórica sino a una urgencia vital (recordemos lo que moviliza a los sujetos a involucrarse en el conflicto por los terrenos de la Estación): el conocimiento del pasado es el acto por el cual se le presenta súbitamente al sujeto, un recuerdo que lo salva. Hablar del recuerdo como un acto (decía hace un momento, como una acción redentora), es pensar la apropiación del pasado, el proceso de rememoración, en relación a unos sujetos históricos y una práctica política.
Articular históricamente el pasado no significa conocerlo “como verdaderamente ha sido”. Significa adueñarse de un recuerdo tal como éste relampaguea en un instante de peligro. Para el materialismo histórico se trata de fijar la imagen del pasado tal como ésta se presenta de improviso al sujeto histórico en el momento del peligro (Benjamin, 1982: 108).

Michael Löwy, a propósito del concepto de historia en las tesis de Benjamin, afirma que, en la reconstrucción del pasado, el trabajo de la memoria consiste en recuperar las energías explosivas ocultas en algún momento de la historia: algo que se puede percibir a través de los testimonios, es esa “energía” que los sujetos encontraban entre las paredes de la Estación. Esas energías son las del jetzeit (tiempo actual); y son explosivas porque pueden hacer saltar la chispa que haga volar en pedazos la continuidad histórica (Löwy, 2001: 148-149). “Despiertan” a partir de las prácticas políticas que llevan a cabo los sujetos históricos, cuando irrumpen en el espacio público, sacando a la luz la imagen en ruinas de la Estación: una imagen del pasado que se hace presente, en forma fugaz, en el momento de peligro. El centelleo de esa imagen, contribuye realizar un cuestionamiento del proceso de privatización de los FFCC, a visualizar el abandono y deterioro como sus consecuencias, y actualiza la crítica respecto de los proyectos actuales que promueven continuar el negocio: el emprendimiento inmobiliario de Puerto Madero como “modernización” del espacio. Ahora bien, esa potencialidad crítica de la visualización de la Estación (tiempo-ahora), no se encuentra ni en el pasado ni en el presente, sino en la constelación crítica (“mónada”, al decir de Benjamin) que se constituye entre ambos a partir de la práctica política de los sujetos, que arroja un nuevo conocimiento sobre el mundo (tanto de la experiencia pasada como del presente) como producto del proceso de su transformación, de su praxis.
En la reconstrucción del pasado se ponen en juego dos concepciones radicalmente distintas de la historia 1. En sus tesis de 1940, Benjamin, llevó adelante una intensa crítica a las concepciones positivistas de la historia, inclusive dirigidas a aquellas que sobrevivían dentro del marxismo: el historicismo vulgar, el evolucionismo propio de la lectura socialdemócrata, etc. Contra el historicismo que se conforma con establecer un lazo causal entre diversos momentos de la historia, ‘desgranando la sucesión de acontecimientos como un rosario’, Benjamin, capta un lazo privilegiado entre pasado y presente que no es el de la causalidad ni el del progreso, sino el de un pacto secreto: un concepto del presente como tiempo actual en el que han penetrado astillas del tiempo mesiánico2 . Tal como observa Slavoj Zizek, entre estas dos concepciones hay una asimetría fundamental que Benjamin designa por medio de dos diferentes modos de temporalidad: el tiempo “homogéneo y vacío” de la continuidad histórica (propio de la historia oficial) y el tiempo “lleno” de la discontinuidad (el del materialismo histórico). Al intentar conocer los hechos del pasado ‘tal como en realidad fueron’,
(…) la tradicional mirada historiográfica es, a priori, formalmente, la mirada de ‘los que han vencido’: ve la historia como una continuidad de ‘progresión’ cerrada que lleva al reino de aquellos que gobiernan hoy en día. Descarta, deja fuera lo que fracasó en la historia, lo que se ha de negar para que la continuidad de ‘lo que sucedió en realidad’ pudiera establecerse (Zizek, 2003: 184).

Ahora, ¿por qué esa solidaridad secreta entre pasado y presente, desde el punto de vista de los subalternos y las subalternas, constituye una tradición que se basa en la discontinuidad (“cepillado a contrapelo” de la historia), una intervención del pasado que interrumpe el continuo “vacío y homogéneo” del presente? Tomo en este punto, el trabajo de Gisela Catanzaro (2003) sobre el problema del tiempo y la causalidad en el marxismo; en particular, la lectura que hace del pensamiento de Benjamin en relación a la cuestión del pasado como lo pendiente y su relación con el problema de la visibilidad.
El verdadero rostro de la historia se aleja al galope. Sólo retenemos el pasado como una imagen que, en el instante mismo en que se deja reconocer, arroja una luz que jamás volverá a verse. […] Irrecuperable, en efecto, es cualquier imagen del pasado que amenace desaparecer con cada instante presente que, en ella, no se haya dado por aludido (Benjamin, Tesis V).

En primer lugar, la metáfora de la luz no es casual. La temporalidad vacía y homogénea que le interesa cuestionar a Benjamin, realiza un tratamiento del pasado como antesala del presente, es decir, se trata de un presente que solo destaca los rasgos del pasado (acontecimientos, fechas, monumentos) que corresponden a dicho presente, a su identidad. Es por eso un presente que se reconoce en el pasado desde una “plenitud identitaria”, en donde la “visibilidad” es el modo de su reconocimiento. En tal sentido, explica Catanzaro, la identidad del presente debe desconocer no sólo todo aquello que no ha dejado rastros, dado que no pudo realizarse en su presente, sino que, fundamentalmente, debe negar la violencia que impidió dicha realización y que constituye el invisible de este presente como plenitud identitaria.
Volver a entrar a la Estación de ferrocarril, ver el estado de abandono en el que se encuentra, esa imagen arruinada de sus paredes y ventanas, de sus habitaciones sin techo, permite reconocer la violencia invisible que constituye la identidad de una Mendoza “limpia y bella”: el cierre de los ferrocarriles, el incendio de la Estación, el desalojo del asentamiento Costa Esperanza. La crítica de la temporalidad es posible a partir de otra experiencia de lo sido que aparece en el instante en el que el presente es atravesado por la visibilización fugaz de dicha violencia: “empezó a caer toda esa realidad y nos cayó la realidad de que no teníamos trenes, de que había sido incendiada por egoísmos” (Entrevista a Eduardo, 2007); “nos empezamos a conmocionar con todo eso que sucedía” (Entrevista a Ciro, 2008). La astillas del tiempo pasado perforan la identidad del presente, la fisuran, rasgan su plenitud: “la verdadera imagen del pasado es, más bien, una irrupción en la conciencia de algo singularmente discontinuo en relación a la plenitud, la intención y la voluntad de dicha conciencia” (Catanzaro, 2003: 33).
Pero, en segundo lugar, tenemos el pasado como aquello que permanece pendiente. La autora advierte que, si la identidad del presente no es esencial y plena -no está determinada linealmente por el pasado-, tampoco se asienta sobre la nada, o sea, nunca hay discontinuidad absoluta entre pasado y presente 3.
Benjamin empieza por una “deuda” preexistente y por un reclamo. Empieza por lo pendiente, por la brecha interna que escinde desde adentro toda identidad subjetiva y toda cultura (…) un pasado, precisamente, pendiente cuya irrupción fugaz –si es reconocida- puede constituirse en la chance revolucionaria de ese presente (Catanzaro, 2003: 33).

Lo que interesa destacar de este punto es que lo que está en juego es la constitución de la subjetividad política, en la forma determinada de su relación con el tiempo histórico, y no la ubicación de sujetos preexistentes en un mundo de superficie autosignificante (homogénea y vacía), desde el cual este presente se desprende como el único posible de ese pasado. Lo que nos dice Benjamin es que ese tiempo espacializado es solo una forma de producir tiempo en la historia, una en la cual se reconstruye el pasado a partir del recuento de los acontecimientos que han tenido lugar positivamente en la historia. En efecto, lo que define a esa temporalidad es, fundamentalmente, la negación de la interrupción, de la violencia que dejó truncas otras alternativas, del pasado como pasado, es decir, irrecuperable. Así, con respecto a la relación entre pasado y presente, Benjamin, no busca discutir la existencia de una eficacia de lo pretérito sobre el presente, al contrario, encontramos en su perspectiva una presencialidad del presente por el pasado. Más bien, aquello que le interesa cuestionar, es que esa efectividad sea continua, única y la de la tendencia visible. Sus tesis sobre el concepto de historia, no buscan discutir el grado de eficacia de lo pretérito sobre el presente (en qué medida hay una determinación de uno sobre el otro), sino postular otro tipo de definición de y en relación con “el pasado”, que caracteriza como lo pendiente (Catanzaro, 2003: 36). Según la autora, que el pasado permanece como lo pendiente es lo decisivo en la concepción benjaminiana, ya que condensa dos características centrales de la experiencia de lo sido en que se constituye la tradición de los/las subalternos/as: la irrecuperabilidad de ese pasado como pérdida específica (representación del discontinumm) y su carácter trunco (marca de la violencia). Para pensar el pasado como pendiente, señala Catanzaro, es preciso que el pasado sea pasado, es decir, discontinuo en relación al presente, e irrecuperable. Si bien, esto último, puede parecer contradictorio en relación a la perspectiva redencionista propia de Benjamin, sólo es posible redimir al pasado partiendo de la experiencia de una pérdida irreparable, al mismo tiempo que se denuncia la violencia que la abortó (Catanzaro, 2003: 37).
En Benjamin, la política obtiene el primado sobre la historia. En lugar de considerar el pasado como algo ya cerrado, el punto fijo de lo sido hacia el cual el presente dirige sus esfuerzos para conocerlo, hay una inversión dialéctica por la cual, es el pasado, el centelleo de su imagen fugaz, el que nos sale al paso y arroja un haz de luz que contribuye al conocimiento del presente: “hay un saber-aún-no conciente de lo sido, cuya promoción tiene la estructura del despertar” (Catanzaro, 2003: 37). La experiencia del recuerdo, de la rememoración benjaminina, se asemeja a la del despertar: “cuando uno saca el tema empiezan a aparecer todos esos recuerdos (…) que estaban dormidos, pero estaban”; “empezó a caer toda esa realidad y nos cayó la realidad de que no teníamos trenes…”. La apropiación del pasado, su reconocimiento, no refiere entonces a la posibilidad de un relato histórico pleno en el que todos los acontecimientos del pasado encontrarían su lugar, sino más bien, a la posibilidad de reconocer la no plenitud identitaria del presente.

La pregunta de fondo en este capítulo ha indagado en los procesos de rememoración en la dinámica del conflicto. En tal sentido, es preciso advertir el lugar ambivalente que ocuparon los recuerdos en el proceso de constitución de los sujetos, pues si la imagen pasada de la estación remitía a una memoria nacional que hacía posible ciertos procesos de identificación grupal, de la misma manera, aparecían entre ellos temporalidades diferenciales, determinadas por las vivencias particulares que cada colectivo había tenido de la Estación (según su condición etaria, de género, de clase). Es decir, la historia de la Estación está inscripta en una memoria nacional y, al mismo tiempo, forma parte de memorias políticas específicas. En todo caso, a partir del relato de los/as entrevistados/as es posible reconocer que la Estación, en tanto lugar de la memoria, es un espacio que “emocionaba” a las personas involucradas en el conflicto, emociones y sentimientos que “empapaban” la dinámica de las reuniones y el debate en torno a los terrenos de la Estación.
Efectivamente, la Estación como lugar de la memoria puede constituirse en un punto de entrada para analizar las luchas entre memorias que otorgan diferentes sentidos sociales al pasado reciente. Los colectivos que se involucran en la lucha por la recuperación de la Estación como espacio público, lo hacen convocados por las significaciones históricas que esa Estación tiene como lugar de la memoria. En tal sentido, como territorialización de la política, es un lugar ambiguo, en disputa.
En primer lugar, las paredes de la Estación transmiten una memoria vinculada a los relatos acerca de la fundación de la Argentina moderna, donde los FFCC han ocupado un lugar de suma importancia. Las significaciones atribuidas al FC en la historia sobre lo nacional enfatizan sus funciones sociales en cuanto a la integración y el desarrollo del territorio nacional (crecimiento económico –“industrialización” del país- y social –transporte de persona y productos, distribución del agua-), al punto de que la historia de los pueblos y las ciudades coincide con la historia del FC: “los pueblos han ido teniendo vida y han ido creciendo, se han ido formando a la vera de lo que es el ferrocarril”; “Mendoza le debe mucho al ferrocarril, o sea, se creó alrededor, creció y se desarrolló a la vera del ferrocarril”. Así, los FFCC son entendidos como uno de los recursos más importantes para la modernización y progreso. Particularmente es notable la manera como dicho relato ha sido transmitido por los medios masivos de comunicación.
Ahora bien, la imagen actual de la Estación contrasta con esa memoria, devuelve una Estación en ruinas, abandonada y saqueada, incendiada. De ahí que volver a ver la Estación “conmocionara”, despertara recuerdos, emociones y sentimientos de nostalgia. Ahora bien, es también allí donde se juega la disputa. Porque mientras que para algunos (principalmente ONABE y Puerto Madero) se trata de ligar ese abandono y deterioro actual de la Estación a la necesidad de nuevos proyectos de modernización del espacio –emprendimientos inmobiliarios como el de Puerto Madero, por ejemplo; para otros, se trata de reconocer en esas ruinas una cifra para el presente: “¿qué pasó con la Estación? que significa ¿qué pasó con nuestro país?”. Volver a ver la Estación en ruinas, una visibilidad iluminada por una práctica política determinada, convierte esa imagen en clave de lectura de la realidad histórico-social. Citaba al comienzo las palabras de Don Leal… “nosotros nos vamos, la macana es que quedaron los muros”, nos decía. Esos muros, deteriorados y arruinados, serán la débil fuerza que desde el pasado, como haciendo valer una pretensión, alientan la organización de los sujetos.
He retomado la conceptualización que hiciera Walter Benjamin sobre el vínculo entre memoria y política porque entiendo que resulta fructífera para pensar la experiencia de los sujetos y los procesos colectivos que se pusieron en marcha en torno del conflicto por los terrenos de la Estación. Me refiero a esa manera que tuvo Benjamin de pensar los procesos de rememoración de los sujetos en relación a su práctica política, las complicidades entre pasado y presente, una perspectiva que gira en torno a esa noción particular del tiempo-ahora como condensación de determinaciones y temporalidades en un único punto, cuestión que permite pensar la densidad temporal de la experiencia y los procesos histórico-sociales y comprender así la estructuración actual del presente como un mundo no contemporáneo, es decir, una totalidad social compleja y sobredeterminada (Catanzaro, 2003: 70).
Hablar del pasado como tiempo-ahora, no refiere simplemente a la transmisión de una moraleja o un ejemplo para el presente, sino que éste, el presente, reconoce en aquel lo que excede a toda herencia visible, reconoce el carácter problemático y violento desde el cual el pasado puede aparecer, no ya como un legado consumado, sino como una “constelación saturada de tensiones” en la que el presente se siente aludido, porque reconoce también en él, sus propias tensiones. Esa es la energía explosiva implicada en la noción de tiempo-ahora, que no remite a una exclusividad contenida en el pasado, sino al efecto que produce un tipo particular de aproximación a la totalidad histórico-social del presente.
Volver a ver la Estación, prestar atención y reconocer esa violencia inscripta en sus paredes, en el presente, establece cierta complicidad (comunidad) entre pasado y presente. Ese es el “índice secreto que trae consigo el pasado”. Ese potencial utópico aparece en las entrevistas de diferentes maneras, con distintos grados de proyección, pero generalmente vivenciado al visitar la Estación, al entrar y volver a verla: ahí uno/a encuentra “mucha energía”, “te vuela la cabeza”, “la gente flasheaba”. Entre la “confusión y la nostalgia” comienza a ser posible interrogar esas imágenes: “¿qué es lo que significa? ¿y qué es lo que puede llegar a significar a futuro?”. Reconocer los destinos truncados de la Estación y el FC permite preguntarse por los posibles destinos en el futuro y, por sobre todo, cuestionar la fatalidad con la que se presentó su último Destino: aquel que heredamos entre todos los posibles, su definitivo “cierre”, su “incendio”, su privatización.
No obstante, la Estación como “lugar de la memoria” es un terreno en disputa, donde condensan recuerdos contradictorios, donde confluye el ONABE, Puerto Madero, los ferroviarios, Casa Amérika. Incluso refiere a las tensiones que se abren entre quienes luchan por la recuperación de la Estación como espacio público: contradicciones y complicidades generacionales, algunas durezas entre memorias personales y colectivas. Imprime una ambigüedad a la lucha por la recuperación, en el sentido de que, a la vez que cuestiona los efectos del neoliberalismo y la tendencia a la privatización, está tensionada por una idea de recuperación en el sentido de retomar el camino perdido de la modernización y el progreso.
Decía, en el apartado anterior, que la conflictividad abierta en torno a los terrenos de la Estación, la espacialización de la lucha de clases, es el resultado de un proceso en el que interviene, de manera compleja, la historia política y cultural de los sujetos, su memoria y tradiciones, etc.. Se trata de una conflictividad que se inscribe históricamente, se halla en relación a un pasado y se abre, de la misma manera, a ciertas expectativas a futuro. Benjamin permite pensar justamente bajo esa modalidad densa la(s) temporalidad(es) del conflicto, la manera como el pasado astilla la identidad del presente y, problematizando su configuración, contribuye a una apertura a futuro.

1 Gisela Catanzaro, siguiendo la interpretación que hace Pablo Oyarzún de la primera de las tesis de Benjamin (1982: 101), explica que la alegoría del tablero de ajedrez no es una guerra entre distintas representaciones de la historia sino, mas bien, una imagen de la historia como campo de batalla; y sólo en esa medida, interesa su campo como disputa entre distintas representaciones (Catanzaro, 2003: 31).

2 Estas astillas del tiempo “son los episodios de rebelión, los breves instantes que salvan un momento del pasado y producen a la vez una interrupción efímera en la continuidad histórica, una ruptura en el corazón del presente” (Löwy, 2001: 161).

3 Esta sería la diferencia que advierte la autora con el existencialismo de Sartre, con su propia crítica a la temporalidad presupuesta en los conceptos de Historia Universal y de Naturaleza Humana: él formula una discontinuidad absoluta como base de la teorización de una existencia arrojada al mundo y abandonada a su permanente hacer(se); como bloqueo de toda garantía de continuidad histórica. Con eso, Sartre, no niega la posibilidad de inscribirse en una tradición, pero ese compromiso es una reasunción libre del pasado por el presente (Catanzaro, 2003: 34).