SUJETOS SUBALTERNOS, POLÍTICA Y MEMORIA

SUJETOS SUBALTERNOS, POLÍTICA Y MEMORIA

Mariano Salomone (CV)

¿Nuevos sujetos políticos?: interpretaciones sobre el fin de la lucha de clases

La dificultad para comprender las formas como se juega el conflicto social bajo las actuales condiciones ha conducido a una serie de atolladeros: ¿Cómo pensar una repolitización de lo social sin reproducir una fetichización de la “sociedad civil” como sujeto político, tal como se hiciera anteriormente con el Estado? ¿Cómo rechazar la separación entre economía y política sin proponer su indistinción, es decir, evitando creer que la penetración del mercado en la totalidad de la vida social convierte a las luchas económicas en inmediatamente políticas (Negri y Hardt, 2002)? ¿Cómo pensar las identidades sociales sin desarticular su proceso de constitución de las condiciones materiales de existencia que impone la lógica capitalista, –esa permanente separación de los hombres y mujeres de sus medios de producción y reproducción?; o de manera inversa, ¿cómo el proceso de la lucha de clases, “sobredetermina” los espacios de constitución de las identidades?
Lo cierto es que la mayor parte de las corrientes actuales tienden a poner el énfasis en las identidades político-culturales desatendiendo las articulaciones entre economía, política y cultura que la categoría de lucha de clases convoca. No obstante, es preciso señalar que, muy recientemente, se ha podido comenzar a percibir un cambio en esta tendencia hasta hace poco hegemónica; signo de esto último, es el creciente número de ensayos, artículos y dossier aparecidos en revistas especializadas, mesas de debates y simposios en congresos nacionales e internacionales, todos dedicados a rediscutir la categoría de clase, sus encuentros y desencuentros con la teoría de los “nuevos movimientos sociales”; materiales que, a lo largo de esta tesis, voy a retomar1 .
            El proceso de mundialización del mercado ha tendido a ponerse de manifiesto en el pensamiento académico a través de dos perspectivas que, aunque aparentemente opuestas, resultan simétricas en los efectos ideológicos que producen: la ilusión de eternidad del capitalismo como sistema de organización social. Por una parte, se suele interpretar el triunfo del capitalismo a nivel mundial (simultáneo a la paulatina derrota y desaparición de los socialismos realmente existentes) como el “final de la historia”, de las “ideologías” y de la política como disputa por sistemas alternativos de organización social. Ahora bien, si entendemos al capitalismo como el proceso histórico por el cual se produjo una privatización de los asuntos políticos (públicos), dejando al mercado la tarea de organizar (decidir-controlar) dichos problemas, resulta “lógico” que cuando éste tiende a hacerse cargo de la totalidad de la vida social dicho proceso se viva, en apariencia, como el final de la política.
Igualmente, y en sentido inverso, el interés que ha suscitado en las últimas décadas la “micropolítica” puede también historizarse como producto de la expansión multinacional del capitalismo. Tal como advierte Francois Houtart (2006), en la actualidad estamos ante un nuevo salto histórico (proceso de mundialización del capital) a partir del cual el sujeto social convocado a la emancipación se amplifica y adquiere también una dimensión realmente global. Sin embargo, en uno de los sentidos otorgados a este proceso –quizás el dominante- la idea de una multiplicación de los “puntos de conflicto” resultaría, paradójicamente, compatible con consideraciones pesimistas acerca de la omnipotencia del Sistema (Grüner, 2008: 37): si el Sistema, a partir de la expansión-dispersión de su poder hasta el último rincón del campo social, se encuentra en todas partes, no aparece ya en ningún lugar en particular y se invisibiliza ante los ojos de quienes intentan, ahora vanamente, resistirse y transformarlo. Solo queda entonces la política nómade: la “estrategia” política de la deserción, el nomadismo y el éxodo, es decir, la evacuación de los lugares de poder, mas no su transformación (Hardt y Negri, 2002).
Estas miradas sobre lo social tienen un profundo substrato material, como decía, aquel proceso de mundialización capitalista y de expansión del mercado hacia la vida social; ellas son las condiciones histórico-sociales que marcan las maneras actuales de pensar el conflicto social: las circunstancias que lo determinan, los paradigmas de la dominación, los lugares y sujetos de la resistencia, las formas organizativas. En tal sentido, Eduardo Grüner apunta que hoy podría decirse que la economía es algo más que la “determinación en última instancia”: todas las dimensiones de lo humano están sometidas a la lógica globalizada del fetichismo de la mercancía (Grüner, 2002: 238-239). Una característica del capitalismo tardío mundializado es la dominación, históricamente inédita, de fuerzas productivas “ideológico-simbólicas” (la informática, las telecomunicaciones, la industria cultural, etc.) y, por lo tanto, productoras de (inter)subjetividad.
Una sistematización de esa perspectiva teórica, y de sus nudos problemáticos, fue puesta de manifiesto por Hardt y Negri (2002) en su polémico libro Imperio por el año 2000. El llamado Imperio correspondería a un nuevo paradigma de dominio sustentado en las transformaciones materiales que hicieron posibles las nuevas tecnologías: el cambio de la sociedad disciplinaria en sociedad de control y el ejercicio del poder como biopolítica. Estos dos conceptos describen una situación en la cual ya no existe un lugar central (economía o cultura) en el que surja el conflicto o la contradicción principal que determine el sujeto fundamental de la emancipación. La tendencia actual del capital a permear la totalidad de las relaciones sociales dislocaría el problema de la explotación hacia fuera de la fábrica. En efecto, la noción de “fabrica social” que ha propuesto Negri hace ya varios años, intentaba poner de manifiesto estas circunstancias en las que el capital ya no extrae su plusvalía exclusivamente del trabajo industrial, sino que aprovecha (explota) todo el trabajo social en general, haciendo de toda actividad de la vida social un ámbito posible de conflicto y resistencia. Con la emergente hegemonía del llamado “trabajo inmaterial” (evidenciada en el desplazamiento de la producción de bienes a la de servicios) los productos no son ya objetos materiales sino las relaciones sociales mismas (afectos, valores, sentidos, etc). Si bien el propio Marx pensaba que la producción material es siempre también una reproducción de las relaciones sociales en la que ésta tiene lugar (Marx, 2004); en el capitalismo tardío (el Imperio para nuestros autores) la reproducción de las relaciones sociales sería el objetivo inmediato de la producción. Para Hardt y Negri, lo característico de la producción inmaterial es que se borran las distinciones entre economía y política en el sentido de que para los productores (trabajo inmaterial) las relaciones sociales (la política) son la materia de su trabajo.
Este tipo de teorizaciones ha contribuido a centrar la mirada en la “subjetividad” y la “cultura” como ámbitos privilegiados de conflicto. Desde otra tradición teórica, pero apuntando en la misma dirección, Alberto Melucci señala la importancia que adquiere la “identidad colectiva” como categoría analítica de los movimientos sociales contemporáneos. La propuesta de Melucci, relativa al estudio y el análisis de los movimientos sociales, parte de una observación, el cambio cualitativo que manifiestan las sociedades contemporáneas respecto de la antigua sociedad industrial. La hipótesis principal, es que los conflictos sociales se salen del tradicional sistema económico-industrial hacia las áreas culturales, afectando el tiempo y el espacio de la vida cotidiana (la identidad), la motivación y los patrones culturales de la acción individual. En consecuencia, los movimientos tienen una creciente función simbólica, es decir, no luchan por bienes materiales o para aumentar su participación en el sistema, sino que luchan por proyectos simbólicos y culturales, por un significado y una orientación diferente de la acción social. Y por lo tanto, es posible identificar un nuevo terreno de conflictos: las áreas del sistema más directamente involucradas en la producción de recursos de información y comunicación. Es decir,
Los conflictos no se expresan principalmente, mediante una acción dirigida a obtener resultados en el sistema político, sino que representan un desafío a los lenguajes y códigos culturales que permiten organizar la información (Melucci, 1999: 107).

El análisis del autor apunta a señalar el desplazamiento del terreno en el que tienden a surgir los conflictos al pasar de la sociedad industrial a la contemporánea. Mientras que en la primera, coincidían la lucha por los derechos ciudadanos y la lucha económica del movimiento obrero contra el sistema capitalista; en la sociedad contemporánea se separan: los movimientos tienden a surgir en áreas donde se negocia y configura una identidad colectiva. De esta manera, aunque no excluya la lucha por reivindicaciones económicas, las razones del movimiento ponen en un primer plano la búsqueda de identidad: “el movimiento proporciona a individuos y grupos un punto de referencia para reconstruir identidades divididas entre distintas afiliaciones, distintas funciones y tiempos de la experiencia social” (Melucci, 1999: 118).
¿Qué elementos conflictivos puede presentar la acción de grupos particulares que se orientan a la expresión de una subcultura, más que a la acción instrumental en el sistema político? Para responder a ese interrogante es necesario advertir que, la acción de estos movimientos, aunque parte de una condición social específica (mujeres, jóvenes, ambientalistas, etc.) se dirige al conjunto de la sociedad, y lo hace no a pesar de su particularidad, sino en nombre de ella. Se trata de la producción de la diferencia como antagonismo: el sistema en su funcionamiento opera a través de dos mecanismos, la “identificación”, es decir, la integración de las partes a los códigos dominantes; y la “separación”, la exclusión de toda diferencia. Es en relación a este último mecanismo que la diferencia adquiere un carácter antagónico, revelando lo que el sistema oculta, apelando a señalar los puntos ciegos sobre los que se constituye el sistema. Indica sus límites de compatibilidad, es decir, las fallas en la estructuración social que generan los conflictos; y que manifiestan, en relación a los mecanismos de resolución de conflictos, la incapacidad del sistema político formal para dar respuesta; y en consecuencia, la demanda de un trabajo de redefinición sistémica. “Cuestionan la definición de los códigos, la lectura de la realidad. […] alumbran lo que todo sistema oculta de sí mismo, el grado de silencio, violencia e irracionalidad siempre velado en los códigos dominantes” (Melucci, 1999: 103).
El planteo que formula Melucci abandona explícitamente el concepto de clases que, el mismo autor, señala como inseparablemente vinculada a la sociedad industrial. Mientras que la acción colectiva de los movimientos sociales contemporáneos, al plantear su lucha en términos del reconocimiento de la diferencia, se acerca a lo que se ha llamado una “política de la identidad”.
La nueva relevancia que adquiere el concepto de identidad suele aparecer ligada a un nuevo pluralismo que aspira a reconocer todo tipo de diferencias pero sin permitir que se vuelvan relaciones de dominación y opresión. Sin embargo, Meiksins Wood sugiere que es preciso abrir un interrogante en torno a este nuevo pluralismo, ya que reproduce de alguna manera las antiguas mistificaciones del liberalismo, aunque esta vez, aparezca como preocupación central incluso dentro del pensamiento de izquierda: ¿qué se pierde al ver el mundo a través del prisma de este concepto que lo abarca todo? ¿es posible imaginar diferencias de clase sin explotación y dominación? (Wood, 2000: 300). La autora advierte que la “diferencia” que constituye a la clase como “identidad” es, por definición, una relación de desigualdad y poder. Entonces, ¿en qué sentido sería democrático celebrar las diferencias de clase?
            Es en esa dirección, que el nuevo pluralismo repite los errores del viejo liberalismo político: aquel concepto liberal, de igualdad legal y política formal, era capaz de dar cabida a las desigualdades de clase y por tal motivo no constituía un recurso apropiado para la crítica del capitalismo. Es un rasgo específico del capitalismo la posibilidad de hacer coexistir un tipo de igualdad universal, la igualdad formal ante la ley, con las desigualdades de clases. Y es también una debilidad de estas nuevas concepciones pluralistas de igualdad el reconocer las diversas opresiones desatendiendo el concepto de clase social. Aunque lo hagan de un modo diferente: reconociendo la complejidad de la experiencia social y cuestionando la universalidad del liberalismo tradicional, ciego a las diferencias de identidad y condición social. No obstante, esa complejidad que adquiere la mirada (a pesar de sus posibles ventajas) deja intacta la adaptación liberal al capitalismo:
[…] pues en el centro mismo del nuevo pluralismo está su falta de confrontación (y a menudo su negación explícita) de la totalidad general del capitalismo como sistema social, que está constituido por la explotación de clases, pero moldea las “identidades” y las relaciones sociales (Wood, 2000: 302).

El problema radica en que se disuelven las relaciones sociales del capitalismo en una pluralidad carente de estructura, quedando una pura coexistencia fragmentada y aleatoria de identidades culturales y diferencias sociales. Entonces, lo que ambos pluralismos tienen en común, es que producen como efecto la negación de la profunda imbricación entre economía y política en el capitalismo.
He querido mostrar la importancia de la categoría de lucha de clases para entender cuál es la lógica de acumulación del capitalismo tardío (no es que ha desaparecido el conflicto que determina ese tipo de antagonismo, el proceso de separación de los hombres y mujeres de las condiciones de producción y reproducción de su vida –acumulación por desposesión-, sino que en la actualidad adquiere otra forma a partir de la multiplicación de sus campos de dominio; y es por eso que no se puede perder de vista el carácter político del conflicto).
Ahora bien, esto no supone ningún tipo de reduccionismo teórico de las singularidades históricas. Primero, porque no asume que la “multiplicidad” político-cultural, configurada en torno a la coexistencia de posiciones identitarias particulares y relativamente autónomas, esté determinada directamente por una identidad “clasista” derivada de la posición que los sujetos ocupan en la estructura económica y en las relaciones de producción. En segundo lugar, porque se trata, precisamente, de cuestionar esa noción de “clase” pensada como ubicación estructural, “estratificación”, esto es, derivando sus atributos (identidad) de la pertenencia a una posición ya dada, fija y preexistente a la constitución misma de los sujetos; es decir, a partir del mundo fetichizado de las relaciones capitalistas (Wood, 2000; Holloway, 2004).
Por el contrario, adhiero a una tradición que piensa las formaciones de clases como un proceso histórico-social que no está acabado, sino que refiere a un mundo de relaciones sociales contradictorias y conflictivas que, en tal sentido, aún están haciéndose como resultado de la misma experiencia de lucha. En efecto, las formaciones de clase nunca están reunidas directamente en el proceso de producción, sino que ella depende de la conciencia de una experiencia común, de la identificación de intereses comunes y de la propensión a actuar al respecto (Wood, 2000: 108). No solo resulta equívoco pensar la clase como “clasificación”, ya que estaríamos tomando la totalidad histórica de lo existente como un mundo ya acabado, esto es, negando el carácter inherentemente conflictivo de la acumulación de capital (los problemas de la reificación a los que ya he hecho mención); sino que, fundamentalmente, debemos advertir cómo, en el proceso histórico abierto por la lucha de clases, en el conflicto en torno a la continua separación de los seres humanos de sus condiciones de vida, interviene su experiencia, su historia política y cultural. Es decir, el problema teórico no es desconocer el desafío conceptual que supone la aparición de “nuevos movimientos sociales”, sino creer que éstos surgen en el vacío dejado por la desaparición de las clases sociales y de los movimientos políticos organizados en torno de ellas (Grüner, 2008: 37).

1 Solo por citar algunos, menciono el libro compilado por John Holloway (2004) titulado “Clase=lucha”; el artículo, retomado en páginas anteriores, de José Seoane, Emilio Taddei y Clara Algranati sobre el “concepto de movimiento social” (2009); la reciente aparición del primer número de la Revista Conflicto Social (junio de 2009) cuyo primer dossier está dedicado al debate “movimiento sociales y lucha de clases” (accesible en http://www.iigg.fsoc.uba.ar/conflictosocial/revista/01/sumario1.htm); el Primer Congreso Nacional “Protesta social, acción colectiva y movimientos sociales” (marzo de 2009), en el cual se organizó el Panel “Movimientos sociales y lucha de clases”.