Un tema central de las ciencias sociales durante toda la Modernidad ha sido el análisis del conflicto (8) (11). Esto se explica porque desde el siglo XVIII la idea del conflicto era central para una sociedad que estaba cambiando sus principios de legitimidad, y en la cual emergía la idea del orden social como producto de la voluntad e inteligencia del hombre, expresadas en el “pacto social”, y la idea del orden político, como consecuencia de la interacción de los intereses egoístas de los individuos.
En esa sociedad inmersa en un profundo proceso de cambio, la posibilidad de la reconstrucción del orden político y social, gira alrededor de la posibilidad de compatibilizar una serie de dicotomías, fuentes de diversos conflictos:
En la conceptualización moderna del conflicto (9) han influido ideas tales como Progreso, Democracia, Libertad:
En esta visión moderna, el conflicto forma parte de la “fisiología” de las sociedades humanas; la tensión en las relaciones es esencial, inherente a la complejidad de las sociedades, y es, por lo tanto, un tema insoslayable.
La gran pregunta es, pues, qué es lo que hace que, sobre la inevitable tensión de los intereses individuales y grupales haya “algo” que mantiene la interacción social y procura generar situaciones de orden político y social sustentable, aunque sea en condiciones imperfectas y con frecuencia injustas.
En relación con el conflicto, en la Teoría Política hay dos grandes tradiciones (9):
Sintetizando lo dicho, para el funcionalismo, toda sociedad se basa en el consenso, y el conflicto se plantea cuando ese consenso es roto o cuestionado, hasta que se resuelve en un nuevo consenso.
Para el conflictivismo, toda sociedad se basa en la coacción y el conflicto es inherente a su dinámica por la resistencia de los sectores dominados ante los privilegios de los dominados.
Actualmente, la tradición funcionalista esta presente en las ideas sobre democracia del neoliberalismo; y la tradición conflictivista esta presente en los actuales planteos del neomarxismo.
En las actuales concepciones de la democracia liberal encontramos dos grandes vertientes: la democracia protectiva y la democracia de desarrollo.
La democracia protectiva parte de reconocer la existencia del conflicto social, y afirma que el contrato social debe proteger a los individuos de si mismos y del Estado, mediante la división de poderes y la institucionalización de reglas para la gestión de los conflictos, en las que el compromiso democrático evita la anulación de la interacción social y posibilita la superación de ocasionales bloqueos de la misma.
La democracia de desarrollo es vista como un mecanismo de maximización de las potencialidades individuales y de máximo respeto y vigencia de los derechos individuales. Reconoce la necesidad de un Estado promotor, mediante políticas económicas keynesianas, en un Estado de bienestar que promueva la realización personal de los individuos.
Como puede verse, en ambas concepciones está presente la idea del conflicto, que se considera está generado fundamentalmente por la escasez de bienes, recursos, posiciones, etc.
En la tradición de la democracia protectiva se ubican hoy las teorías elitistas de la democracia, que la ven como un mecanismo de adjudicación del poder político, que garantiza las reglas del juego para la circulación de las élites y evita las crisis de gobernabilidad.
De la tradición de la democracia de desarrollo deriva, por un lado, la democracia radical, que busca un Estado mínimo desde una visión social de un individualismo exacerbado; y por otro lado deriva el neocorporativismo, que reconoce pragmáticamente la existencia de grupos de intereses sociales que deben ser integrados, por ejemplo mediante acuerdos entre el Estado, los empresarios y los sindicatos para la adopción de políticas económicas.
En la tradición marxista originaria, el equilibrio es imposible pues lo esencial en la sociedad es el conflicto: la evolución social es función del conflicto, específicamente de la lucha de clases, hasta la hipotética construcción de una “sociedad sin clases” en un futuro indefinido, que la experiencia histórica no ha mostrado como posible hasta ahora.
El neomarxismo reconoce esa situación y por ello en el dialogan ambas tradiciones – la liberal y la marxista – y plantea una idea del conflicto muy similar a la de las teorías neocorporativas de la democracia liberal, buscando formas de gestionar los conflictos, de administrarlos e integrarlos, ya que no de resolverlos totalmente,
Las concepciones sobre democracia participativa, por ejemplo, buscan la superación de los conflictos mediante mecanismos participativos para el debate y la toma de decisiones sobre políticas públicas, y la promoción de una movilización social integral.
Otros puntos en común se encuentran en las relaciones entre la política y la economía:
Ambas tradiciones convergen, finalmente, en el reconocimiento del conflicto como factor fundamental de la dinámica de las sociedades contemporáneas.