REAL COMO LA ECONOMÍA MISMA

REAL COMO LA ECONOMÍA MISMA

Armando Roselló

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CAPÍTULO 9

LA FÁBRICA



Abuelo

Se llamaba Jack, su nombre no podía ser otro. Había disfrutado de la vida todo lo que un hombre de su condición podía saborear. Primogénito de una familia de siete, de los cuales todos menos el tercero habían llegado a la madurez.

Su abuelo y su padre, también se habían llamado Jack. Su hijo y su nieto, de igual forma habían seguido la tradición.

Jack, el abuelo, había tenido unas pocas tierras repartidas entre varias parcelas separadas. Así les ocurría al resto de pequeños propietarios de aquella aldea situada en Suffolk, al Este de Inglaterra. Desde el principio las cosas empezaron a irle bien (lo mismo podíamos decir de sus vecinos). Una afortunada racha de buenas cosechas, que por demás fueron bien vendidas hicieron que la familia de Jack viviera si no con lujos, sí con holgura.

No muy lejos de allí, al norte, en Norfolk, un atípico Lord llevaba ya algún tiempo experimentando en sus posesiones nuevas técnicas, como la rotación de cultivos, el drenaje y abono de los campos y el empleo de útiles de labranza mejorados. Las novedades no tardaron en ser copiadas y el abuelo Jack no escapó a esta boga.

La verdad es que empezaban a ser buenos tiempos. Escocia e Inglaterra se habían unido a principios de siglo, la armada británica dominaba los mares desplazando la preeminencia holandesa, allanando, así, el camino para su marina mercante. Tampoco eran infrecuentes las noticias del apresamiento de algún galeón español que contribuía estupendamente al tesoro británico, y por supuesto a los propios corsarios ingleses, quienes recibidos «con todos los honores» por las autoridades, percibirían su parte del botín.

El abuelo Jack no tenía todas esas cosas en la cabeza, pero experimentaba su influencia benefactora.

—¡Vamos viejo Jack! —le decía un parroquiano pesimista en la taberna donde habitualmente se reunían—, la cosa no tiene sentido. Cada vez cosechamos más y más. ¿Cuándo empezarán los precios a irse por los suelos?

Jack quedó un momento en silencio. La pregunta le produjo una cierta desazón, pero sólo momentáneamente.

—No te preocupes viejo amigo —respondió—. Las cosas están yendo demasiado bien como para ir pensando en malos augurios. Mi mujer está esperando nuestro quinto hijo, y al igual que me pasa a mí, en todos lados están naciendo niños y niños.

»No es como en tiempos de nuestros padres —continuó—, ni como nos los contaban. La gente ahora es más optimista, está más contenta. Nacen más niños. Se come más.

»¡Deja de ser agorero! Abre los ojos y mira lo que está pasando a tu alrededor.


En efecto estamos metidos en la Gran Bretaña de la Revolución Industrial. Bueno un poquito antes, y como ven estamos hablando de Agricultura. ¡Lógico! Hemos vuelto a dar un salto grande en el tiempo como advertíamos al final del capítulo anterior, y nos encontramos en una situación tal que la población inglesa empieza a crecer: nacen más niños, que como estaban mejor alimentados morían menos. Por cierto, y haciéndonos de nuevo la perpetua pregunta, ¿qué fue antes el huevo o la gallina?: ¿había más gente porque las cosas —la Economía—, iban bien?, o ¿las cosas iban bien porque había más gente? Un pensador económico británico, Malthus, escribió a finales del XVIII un ensayo sobre el crecimiento de la población y los alimentos. Venía a decir que existe una tendencia a que el número de personas aumente más deprisa que la producción de alimentos necesarios para alimentarlas. Independientemente de que estemos o no de acuerdo con él, si lo cito es porque nos da una pista de lo que estaba pasando por aquel entonces en cuanto a la demografía.

Pero bien, sigamos. Esta historia les habrá sonado familiar, con otros personajes y en otras épocas, pero es la misma que la aparecida en otros capítulos. Fíjense que como ya comentábamos en ellos, ya no sólo se trataba que las cosas les fueran bien, sino que había perspectivas de que continuaría la racha. Y es que en Economía las expectativas juegan un papel primordial.

Quedémonos por ahora, simplemente, con la idea de la interrelación entre población y desarrollo agrícola.

Padre

Jack padre, fue atípicamente el quinto vástago. El porqué había recibido el nombre de Jack nos lo explica el hecho de que su hermano mayor había muerto de unas fiebres traicioneras siendo un bebé. El abuelo Jack, quiso que su nombre permaneciera en uno de sus hijos, así que una vez pasado un tiempo prudencial, volvieron a poner el nombre de Jack a un hermoso bebé, venido al mundo once años después del primero.

No tenía derecho a heredar las tierras. Por cierto, Jack oía rumores de que en otras partes de Inglaterra se estaban aprobando unas leyes de cercamiento de terrenos que tenían muy preocupados y enfadados a muchos del pueblo.

Jack no entendía lo de las «vallas». Tampoco le preocupaba. Lo suyo no iba a ser el campo, ni por derecho, ni porque le gustara.

Un buen día, oyó conversar a un hombre en una taberna. Se jactaba, a viva voz, ante un grupo de parroquianos de lo mucho que ganaba haciendo que unas mujeres, allá en su pueblo, hilaran y tejieran telas.

Jack no quiso dejar escapar la oportunidad. Dotado de un agudo instinto, supo relacionar el hecho de que cada vez había más gente, lo había oído a más de un agorero muy influenciado por las ideas al uso, y también era consciente de que la gente vestía mejor. Bastaba ver y oír a los viejos y compararlo con lo que decían y hacían los más jóvenes. No compartía el pesimismo de algunos pocos hacia el futuro. Más bien pensaba que era una oportunidad.

Así que sin dudarlo se puso en camino hacia el pueblo que había mencionado aquel hombre. «¡Bendito fuera!». Allí, con ojos y oídos muy abiertos fue descubriendo secretillos y más lugares donde se estaba haciendo lo mismo. No dudó, pues, peregrinar de sitio en sitio, haciendo pequeños trabajos para poder pagarse la estancia y a la vez aprender más cosas de aquel negocio.

Una cosa se le resistía, averiguar quién compraba las telas y dónde. Fue cuestión de tiempo y suerte.

¡Eureka!, volvió a ver a su hombre. Apareció dispuesto, según anunció sin necesidad de megafonía alguna, a hacer noche en la posada donde Jack se alojaba. En ella, solía pasar la velada escuchando por si se mencionaba algo que pudiera interesarle.

No bien Jack hubo escuchado aquello, tomó una rápida decisión, se levantó y se dirigió a la barra.

—Prepáreme la cuenta —dijo Jack al posadero—, pues mañana temprano debo partir a mi pueblo.

Desde luego, no tenía tal intención, sino que levantándose antes que nadie se las ingenió para seguir a su «reclamo» y averiguar quiénes eran sus contactos.

Una vez descubierto uno de ellos en una ciudad no muy lejana, el resto fue fácil. Ya sabía qué, quién y dónde. Sólo precisaba establecer contacto. Esperó discretamente a unos metros de la puerta del almacén por donde había entrado el sujeto y dejó pasar el tiempo hasta que lo vio salir. Seguidamente se coló en el local y preguntó por el propietario. El intermediario de las telas lo recibió bien al enterarse de su propósito y le comentó que cualquier partida de buena calidad, insistió, le sería bien aceptada.

—Precios a convenir según calidad, ¡por supuesto!

No obstante, los precios aproximados que le propuso, no acabaron de cuadrarle con lo que había oído comentar. Dejó una señal de alerta en su mente para la próxima vez que hablara con él. Novato como era, no sabía si es que la gente cuando hablaba de lo que le pagaban por sus telas exageraba, o si el intermediario quería timarle.

«Posiblemente ambas cosas —pensó.»

Volvió a su pueblo y convenció a su madre, algunas tías y conocidas para que le hicieran algunas piezas. Con las telas a cuestas, muy oportunamente, se enteró por el camino que había otro intermediario en otra ciudad.

Sin dudarlo se puso también en contacto con él, y se decidió por el primero, puesto que le mereció menos desconfianza. Aún así se fue algo mosqueado por lo que cobró porque las telas que le vendió eran francamente de primera.

—Sí, ¡hijo! —le dijeron, —pero el color no es el que más gusta en estos momentos.

Ya en su pueblo, pagó la parte acordada a las mujeres, que se lo comieron a besos y abrazos y volvió a pedirles que hicieran más, aunque con otras tonalidades.


Es un hecho cierto que durante un tiempo, en algunas zonas, una parte del campesinado se dedicó de una manera artesanal a hilar o tejer lana, algodón o lino.

En un principio, como un complemento a los ingresos del campo. Pero después, se invirtieron los términos. En algunos pueblos, la mayoría de la gente se dedicaba a las telas.

Sigue siendo curioso que la llamada Revolución Industrial, uno de cuyos sectores principales fue el textil, arrancara de un modo artesanal.

Por cierto, recuerdo que en la España de los años 60-70, se pusieron de moda las «tricotosas», pensadas para que desde el hogar se hicieran prendas.


El negocio de Jack padre, no pudo pasar a Jack hijo a pesar de su primogenitura. No es que se peleara con su padre, simplemente fue que los tiempos estaban cambiando. Y el negocio familiar había estado yendo de mal en peor.

Todo empezó cuando a alguien se le ocurrió inventar una máquina manual que tejía más rápido. Jack padre no se dio por aludido y decidió que su negocio iba a seguir igual que desde siempre.

Pero claro, toda solución crea sus propios problemas. Como hemos dicho, al tejerse más rápido, hizo falta más hilo, con la consecuencia que hubo escasez del mismo. A Jack padre esto le sentó fatal, pues los precios del hilo subían y él no se decidía a compensarlos con la mayor productividad que significaría emplear las máquinas tejedoras.

Había, pues, que dar una solución al problema que produjo la primera solución. Así, se inventaron las mulas automáticas que permitieron hilar muchísimo más rápido. Con lo que los problemas aparecieron del lado de los tejidos, incapaces de absorber tanto hilo.

Aquello supuso un alivio momentáneo para Jack padre. Los precios del hilo bajaron, y con ello sus costes, pero por contra ya no se vendía tan rentablemente como antes ya que los precios no eran como al principio.

Pero los inventos no podían quedarse quietos. Hubo que dar una solución al problema suscitado por la segunda solución que daba respuesta al primer problema. Así pues, se hacía necesaria una tejedora automática y, por supuesto, se inventó.

El padre de Jack no supo ver que el futuro se decantaba por la mecanización. Otros sí. Invirtiendo en costosas instalaciones e equipamientos. Atrajeron hacia sí trabajadores contratados, capaces de producir a precios más ventajosos.


Si mal no recuerdo, cuando estudiaba la Revolución Industrial, daba la sensación que los inventos en la industria textil produjeron el desarrollo inglés de aquella época. Pero a mí me da la impresión que era al revés. El progreso británico generó una mayor necesidad de prendas lo que incentivó y promovió mejorar la fabricación de las mismas. Con posterioridad, efectivamente, esas mejoras revertieron en el propio desarrollo, pero no fueron su causa.

Para verlo de una manera más sencilla podemos dar un ejemplo por el método de la reducción al absurdo.

Imaginemos una barbaridad. Sea el caso de que a los ingleses in illo tempore les diera por ponerse a fabricar menhires, y no contentos con ello, se empeñaran en mejorar constantemente su proceso de elaboración. Pues bien, coincidirán conmigo que ni esa producción ni esa mejora en la productividad, habrían significado algo en el desarrollo del que estamos comentando.

A lo largo de este capítulo lo desarrollaré algo mejor. (Supongo que si han podido soportarme a lo largo de todas las páginas que llevan leídas ya se habrán acostumbrado a mi forma anárquica de escribir.)

Hijo

Viendo Jack hijo, pues, lo que se avecindaba, decidió independizarse. No en vano desde niño ayudaba a su padre y fue dándose cuenta del poco futuro que tenían a menos que compraran las carísimas máquinas infernales y contrataran gente. Su padre siempre había echado pestes ante tal posibilidad, con lo que ni se le ocurrió mencionarlo.

Se despidió, pues, de los suyos siendo aún adolescente, recogió sus pertenencias y algo de dinero y se dirigió a la ciudad, donde se embarcó como grumete en un barco mercante. (No vamos a contar cómo lo engancharon, perdón enrolaron, pero la verdad es que el primer día de su llegada a la población lograron engatusarlo con las maravillosas aventuras y amores que disfruta el marinero.)

Amores sí hubo, pero en las lúgubres tabernas de los puertos donde fondeaban. Aventuras, menos, como no sea la monótona y pesada tarea a bordo y el pasarlas moradas en cada temporal.

—¡No te preocupes, hijo! —le vociferaron los marineros más curtidos durante su primer temporal—. El barco está asegurado por Lloyd's.

Estuvo «lenteja» para pillar la guasa. La verdad fue que cuando se lo dijeron, se tranquilizó estúpidamente. Luego fue dándole vueltas a cómo era posible asegurar que un barco no se hundiera. Hasta que oyendo esto de aquí y de allá acabó comprendiendo lo fácilmente que le habían tomado el pelo.

La verdad es que aprendió bien la lección. En adelante mantuvo los sentidos en alerta, se fue enterando de cosas, a la par que llegaba a la convicción de que aquella vida no le iba en absoluto. Decidió que al término de su enganche se escaparía tierra adentro, no sea que lo volvieran «convencer» como a otros muchos de la tripulación.


De las cosas que Jack se enteraba estaba el hecho de que los ingleses estaban traficando en casi todo el mundo gracias a su habilidad comercial, naval y militar. (El orden posiblemente fuera al revés).

«Así que —descubrió—, estamos vendiendo ropa en todos lados.»

Lo que Jack no llegó nunca a enterarse era que la Lloyd’s había tejido también una red de espías, o mejor informantes, que hacían llegar a la central de Londres toda clase de reseñas. Gracias ellas, la aseguradora podía establecer mejor que nadie los riesgos de cada ruta, y en consecuencia, ofrecer las mejores primas.

Jack tampoco supo descubrir la relación entre las ropas, los mercados donde las servían, la marina de guerra que velaba por ellos y la Lloyd’s que hacía que los riesgos no los sufriera el capital, sino solamente los marineros. (Perdón por este ápice demagogo, pero tengo una duda, ¿estaban también asegurados los marineros para que en caso de naufragio sus familiares recibieran alguna compensación?)


Abandonada que fue su vida de marinero, encontró trabajo en la construcción de un canal. Más bien fue al contrario, ya que el trabajo lo buscó a él. De nuevo fue reclutado, pues por entonces se estaban abriendo canales por todas partes.

—No deja de tener su gracia —pensó—, voy a andar siempre metido en el negocio de la navegación.

Aquel trabajo no contribuyó mucho a desarrollar su intelecto, más bien sus músculos. Si bien al principio sintió una cierta curiosidad de saber porqué se construía, al poco, el tedio y el cansancio acabaron con sus ganas de investigar.

Sólo esperaba la llegada del día de la paga, y pasar luego el mejor rato posible. Y de verdad que disfrutaba a lo grande. Su juventud, fuerza y el dinero del sueldo lo hacían irresistible. El lunes siguiente, ya casi sin ningún penique, volvía a la rutina diaria.

Pasó el tiempo, y el canal se acabó, y con él, el trabajo. No obstante no le habría dado siquiera tiempo de inscribirse en la oficina del paro (perdón, de empleo).

Volvieron a contratarlo de nuevo para un trabajo intelectual. Había que construir una carretera por cuenta del Gobierno.

—¡Bueno! ¡Lo que haga falta!

El trabajo era igual que el otro al aire libre, aunque no había que cavar tan hondo. Ni que decir tiene que su rutina de vida no cambió. Bueno, no cambió hasta el día en que se pasó. Todos sabemos lo perjudicial para la salud que puede ser liarse con la mujer de un compañero, y en medio de una borrachera proclamarlo a lo cuatro vientos.

Así que decidió dejar Inglaterra y emigrar a Gales.

«Buena gente estos galeses, a pesar de su modo infernal de hablar el inglés —se decía.»

El trabajo volvió a encontrarlo a él rápidamente. Le metieron en una mina de carbón.

A los dos días ya había decidido que esperaría hasta la primera paga, y se largaría enseguida de allí. Aunque no fue eso lo que le ocurrió. Con más de treinta «tacos», se quedó de piedra por primera vez en su vida al ver a una muchacha, menuda, pálida, de ojos verdes y pelo castaño, que cuando le sonrió hizo que un ataque de parálisis se adueñara de su cuerpo, afectándole especialmente en el habla.

Apuesto que conocen el resto de la historia. En efecto, se quedó, la cortejó, se casaron, él sentó la cabeza y ella se quedó embarazada.

Sin embargo no hubo suerte con ese embarazo ni con los siguientes. Por fin, uno pareció que llegaría a buen término. Pero la madre no logró sobrevivir al parto.

Jack cuidó del niño unos años, hasta que siendo lo suficientemente mayor, pudo dejarlo con la familia de su mujer. Con cerca de cuarenta años, liberado de la carga familiar, estaba decidido a volver a su vida de trotamundos y abandonar por fin el infernal trabajo de las minas.


Jack, en sus múltiples faenas como peón, siguió sin ser consciente de la importancia que su trabajo significaba de cara al desarrollo de su país. Es habitual. Estando como estamos inmersos en el día a día, no solemos echar la vista atrás para comparar cómo estábamos antes y ahora. Si tiene la fortuna de vivir en un país del Primer Mundo, dé una mirada retrospectiva a cómo era el nivel de vida de hace unos 25 años, y al de ahora. Quizá viendo un telefilm de los años 70-80, se asombre de lo mucho que ha evolucionado el nivel de vida.

Al igual que la Roma de las infraestructuras, los canales y carreteras inglesas significaron un gran paso adelante para la movilidad de personas y ejércitos, pero especialmente de mercancías. Fíjense qué casualidad, tanto romanos como ingleses construyeron sus carreteras con fines militares y como elemento de unión rápida entre las diversas partes de su territorio.

El resultado fue que el transporte se hizo más rápido y se abarató. Telas, hilo, carbón, hierro y resto de productos se movían por las redes de comunicación acercando materias primas y materiales a las fábricas, y productos finales a los compradores.

Eso es obvio. Pero a veces es preciso resaltar lo obvio: con el sistema de comunicaciones de la Inglaterra de la primera mitad del siglo XVIII, habría sido prácticamente imposible un desarrollo tan acelerado.


Jack, volvió a vagar de un empleo a otro. No era difícil encontrarlos. Un día le ofrecieron la oportunidad de trabajar en una pequeña fábrica de hierro.

No sabemos muy bien por qué Jack aceptó, pero el hecho es que lo hizo. Más extraño aún fue que le gustara aquello.

El patrón era una buena persona que pagaba según la costumbre, trataba bien a su gente e incluso se preocupaba por ella. Jack sintió una fuerte simpatía por aquel hombre. Pensaba que el trato que les dispensaba no se debía única y exclusivamente a que no era fácil encontrar mano de obra, sino que lo hacía por ser de un natural bondadoso.

«¡Pero bueno, Jack! —se decía—, tú que siempre has presumido de tu independencia y libertad, ¿te encierras entre estas cuatro paredes?»

No pasó mucho tiempo sin que el patrón se fijara en él. Hablaron y el patrón escuchó admirado las múltiples aventuras de Jack. Decididamente le gustaba aquel hombre.

Poco después, le ofreció desempeñar pequeñas tareas de responsabilidad mandando grupitos de peones. Jack no le defraudó, pues sabiendo mucho de lo que pasaba por la mente de sus compañeros, supo dirigirlos bien. Mientras la fábrica iba prosperando.


Les prometo que no estoy escribiendo esta historia bajo el influjo de ningún alucinógeno. Es cierto que esto pasaba del modo que lo estoy contando (más o menos). En la segunda mitad del siglo XVIII, Inglaterra seguía siendo un país predominantemente agrícola. Los trabajadores de las otras ramas eran ocasionales y no permanecían mucho en una misma ocupación. Los patronos solían tratar bien a su gente, e incluso se preocupaban por ellos. La situación laboral de la época, todavía no se había convertido en lo que sería más adelante. Pero, no corramos tanto.


Cuando mejor le iban las cosas a Jack, el patrón sufrió de repente un ataque que le imposibilitó seguir dirigiendo la fábrica, pues quedó con medio cuerpo paralizado y un habla apenas entendible.

Su hijo, más seco que un palo y con aire de superioridad muy británica, se hizo cargo del negocio, con grave disgusto de Jack y de todos los demás operarios.

Y las cosas empezaron a cambiar para mal. El nuevo patrón había estudiado en la ciudad y seguido con un interés creciente los debates suscitados a raíz del nuevo pensamiento económico. Ni decir tiene que abrazó con entusiasmo la naciente teoría liberal:

«Por el bien de Inglaterra —se decía absolutamente convencido—, nosotros los elegidos, hemos de tener la facultad de conducir nuestros negocios con entera libertad. De esa manera el país prosperará. ¡Hay que dejar que la «mano invisible» que dirige la Economía actúe!»

Imbuido en esa mentalidad patriótica, con la superioridad que su fortuna y educación le proporcionaba, y más que nada, con la seguridad de tener razón, se dispuso a dirigir la fábrica.

Desmontó las obsoletas técnicas de fabricación de su padre, construyendo un alto horno en el que se empleaba coque, instaló máquinas de vapor que aceleraron la corriente de aire necesaria y, por descontado, empezó a apretar a los trabajadores «reajustando » los salarios a su nivel «natural» y aumentando la jornada de trabajo.

Estaba claro que los trabajadores, esa chusma, eran simples manos y músculos, perfectamente sacrificables en aras de la mayor riqueza del país.

Sin embargo, el nuevo amo, mantuvo un trato deferente con Jack, pues, no se sabe por qué razón, le tenía una cierta simpatía. El sentimiento no era recíproco pues Jack pensaba que aquel joven era un auténtico c...

No obstante, no quería renunciar al trato de favor y la posibilidad de seguir manteniendo su buena vida, aunque desde que llegó el nuevo patrono se hubiera venido reduciendo el tiempo que podía disfrutar de su libertad fuera de la fábrica.

No fue de extrañar que Jack fuera cambiando de un líder nato, respetado y apreciado por su gente, a un capataz, mera caja de resonancia de la voz de su amo.

Los trabajadores comenzaron a mirarlo mal, y él en justa contraposición los trató con mano dura, acercándose de esa manera al modo de pensar del Jefe.

—¡Pandilla de vagos! —Les apostrofaba.

Quedaban lejos los días en los que él era uno más de ellos. Además acabó por perderles el respeto, al ver la facilidad con que «tragaban» lo que les hacían pasar.

Fueron transcurriendo los años, y mientras la situación de los obreros se deterioraba en todas partes, su particular nivel de vida no se resentía, a no ser por los achaques de la edad que día a día se empeñaban en mermar su capacidad de dedicarse a los excesos habituales.

Habíamos empezado la historia de Jack diciendo: «Había disfrutado de la vida todo lo que un hombre de su condición podía saborear», y así lo recordaba él. Echaba la vista atrás con agrado, y no se preocupaba del futuro. ¡Ya reventaría cuando le tocara!

De su hijo poco sabía. Algunas escasas cartas que raramente contestaba. Supo que había entrado a trabajar en la mina algo después de cumplir los once años.

»Ya es todo un hombre —se dijo cuando se enteró. Ahora mientras se cambiaba las ropas del trabajo, volvió a recordar a su hijo, pero sólo por breves instantes. Su mente, ajena totalmente al drama de la explotación que sufrirían su hijo, su nieto y las siguientes generaciones de trabajadores, se relamió ante la pinta de sidra con la que iba a dar comienzo su noche de asueto.


La industria del hierro fue otro de los grandes motores del desarrollo inglés. Impulsados por la necesidad de competir con el hierro escandinavo, los ingleses consiguieron mejorar el proceso haciéndolo sensiblemente más barato, con lo que lograron otro efecto de bola de nieve. Por su precio, no sólo lo exportaban con más facilidad, sino que también se fue empleando como substituto de otros materiales como la madera y en la construcción. Esa mayor producción redundaba en unos mejores precios y consecuentemente en una mayor demanda.

Hay otro aspecto a destacar, pues jugaría un papel fundamental en los acontecimientos futuros. Me refiero a un elemento superestructural: a la nueva línea de pensamiento económico liberal.

Ya hemos visto en el capítulo de Roma cómo la ideología de una sociedad, condiciona su vida económica. Pues bien, este efecto se acentuó con el liberalismo. Sus seguidores estaban firmemente convencidos de sus teorías y que seguirlas era lo mejor para la nación.

No será una sorpresa si menciono que el liberalismo pretendía que existiera una total libertad de actuación y decisión para los agentes económicos: «Laissez faire, laissez passer» (Dejad hacer, dejad pasar): si se deja que cada individuo busque maximizar su ganancia, sin que se le pongan impedimentos, se logrará el máximo beneficio para el conjunto de la sociedad. De ese modo, la Economía guiada como por una «mano invisible» funcionará óptimamente.

Lo que sí puede sorprender, es si digo que tal postura era progresista en aquel entonces, especialmente si la vemos como una reacción ante las rigideces económicas, gremiales, privilegios y corrupción de las eras medieval y absolutista. Pero también es cierto que la libertad que buscaban favorecía especialmente a los de su clase social.

La jugada les salió bien y durante bastante tiempo. Así pues, no era de extrañar que paulatinamente estuvieran más convencidos de tener razón y fueran incapaces no sólo de ver dónde estaba el fallo, sino siquiera de pensar que pudiera haberlo.

Si, de pronto, notaron una racha extraordinariamente favorable, fue muy fácil caer en la creencia de que era consecuencia del modo como se estaban haciendo las cosas. Por tanto cuando se elaboró una teoría que explicara los porqués y los cómos, se tendió inevitablemente a ejemplarizar aquel modo liberal de actuación.

Pero es que en la Economía inglesa de aquel período se daban unas circunstancias muy especiales: aquélla era una Economía que estaba muy ligada a su naciente Imperio y que gozaba de la supremacía tecnológica, militar y comercial. Con las espaldas bien cubiertas, sus redes bien extendidas y con todo el género vendido —y más si lo hubiera—, el rápido desarrollo de que disfrutaban estaba más que asegurado. Digamos, en suma, que jugaban con ventaja.

Hagamos un alto y reflexionemos. Veamos si soy capaz de hacerles ver donde está el dichoso fallo. La Economía no es la Ciencia para hacer buenos negocios mediante el sabio aprovechamiento de las oportunidades. Al contrario, es debería ser la Ciencia para que los seres humanos logren satisfacer sus necesidades mediante... (no me hagan repetir la definición)

Así pues, el pensamiento de la época se basaba en una situación muy particular, que de ningún modo es extensible a otros períodos y sociedades.

Pero claro, si se cree que lo que hay que buscar es la riqueza de la nación —«su» nación—, y que tal riqueza es precisamente la que disfruta su clase dirigente, indudablemente esta filosofía económica les iba como anillo al dedo. Incluso más, pues era precisamente la justificación teórica que les daría la coartada para el cambio de la clase aristocrática por la capitalista. (De hecho, y con toda la razón del mundo, acusaban a los nobles de su no contribución al crecimiento de la riqueza. Sus gastos suntuarios eran vistos, con aquella mentalidad puritana y capitalista, como un despilfarro intolerable.)

Si me lo permiten, casi me atrevería a decirles que dentro de lo contradictorio que puede ser el género humano, aquellos duros y puritanos empresarios, estaban seguros de que hacían el bien. Más que su lucro personal, iban en pos de una meta más elevada: el crecimiento de sus empresas que sería la contribución que aportarían a sus conciudadanos y, posteriormente, les legarían. Su objetivo no era el de una vida regalada, sino el de la prosperidad de su nación.

Fíjense que, por tanto, las claves de su pensamiento estaban en el modelo de sociedad que pretendían (bastante alejado del que propongo en este libro).

Con este modelo en la cabeza, opinaban que se debía pagar a los trabajadores los salarios que marcara la ley de la oferta y la demanda, pues era lo «natural». Les importaba más bien nada, que con la abundancia de mano de obra, los jornales bajaran al nivel de mera subsistencia.

Para establecer las cosas en su justa medida hay que decir que esta insensibilidad no fue algo que inventara el pensamiento liberal. Por desgracia, desde siempre el trabajo «duro» lo habían realizado gente de la llamada baja condición: esclavos, siervos de la gleba, parias... Es pues, una constante del género humano actuar con esa crueldad.

(No se escandalicen, pues nosotros mismos nos comportamos con esa misma insensibilidad, ya que sin preocuparnos demasiado o haciéndonos los locos, estamos adquiriendo productos fabricados en el Tercer Mundo por niños o por trabajadores pagados con salarios de hambre. No digan que no lo saben.)

Pero pagar salarios de hambre es un mal negocio.

—Pues , según lo que se ha explicado, parece que es exactamente lo contrario—me enmendarán.

—En efecto, lo parece. Y así sería si lo que buscamos es una colectividad en la que sólo unos cuantos privilegiados posean la mayor parte de los recursos económicos. Y éste era precisamente el fallo que no vieron en aquel tiempo.

Una sociedad es más avanzada cuanto más necesidades de sus ciudadanos es capaz de satisfacer. Dense cuenta de la importancia de esta afirmación, puesto que, por si no habían caído en ello, las necesidades del ser humano son infinitas.

Modelos de sociedad en la que la mayoría de sus individuos se encuentran al nivel de subsistencia, además de engendrar en su seno un potencial explosivo, producen poco excedente, y además con sus habituales reglas de reparto desequilibrado, se favorece poco el crecimiento del mismo.

Para comprender esta última afirmación, volvamos a utilizar el viejo truco de plantear una situación extrema. Si no se pagara al trabajador más que el mínimo imprescindible para no morir, el mercado interior existente sería exiguo. Conocemos que hay países donde un obrero puede llegar a cobrar perfectamente la centésima parte del sueldo de uno de un país desarrollado. Imagínese a Ud. en su lugar. ¿Qué necesidades podría Ud. satisfacerse con esa cantidad? No sé si les habrá ocurrido, pero a mí me entra una desazón amarga, cuando veo documentales sobre otros países en los que se nos muestra su nivel de vida, sus mercados o sus posesiones. Esa población, que tan siquiera es capaz de satisfacer sus necesidades básicas, ¿cómo va a poder satisfacer las de los demás? Sin recursos, ¿qué bienes y servicios van a demandar al mercado? Y sin mercado, ¿quién se va a poner a producirlos?

Volviendo a la época de la Inglaterra de estas historias. A los capitalistas ingleses no les preocupaba tal situación pues, como ya hemos comentado, habían conquistado los mercados de ultramar.

Quizá una pregunta nos lo esclarezca definitivamente: ¿No creen ustedes que el desarrollo inglés habría sido mejor y más rápido si los trabajadores ingleses hubieran tenido algo más de «dinerito» en el bolsillo?

Es posible que si hubieran tratado a sus trabajadores como personas, tal y como empezaron a hacer al principio (recuerden las historias absolutamente inventadas que les he contado), no sólo habrían vivido todos mejor, sino que habrían llegado más lejos.

Siempre he creído que si se trata a un trabajador como a una cosa, éste contribuirá a la «causa» empresarial con el mismo entusiasmo con el que cooperan un pico o una pala.

En los inicios de la Revolución Industrial, los trabajadores ingleses, salvo la oposición a la introducción de maquinaria que suponía, según creían, pérdida de puestos de trabajo, no se revelaron más que ocasionalmente contra este abuso. Tengamos en cuenta que al principio iban de trabajo en trabajo sin grandes problemas. Pero luego las cosas cambiaron. Con la gradual abundancia de mano de obra, su preocupación y su miedo eran quedarse sin trabajo, que no ponerse a pedir aumentos de sueldo.

Tuvo que llegar la mitad del siglo XIX para que se abrieran paso planteamientos alternativos. Afortunadamente.

La aparición de la lucha sindical (y me niego a entrar en otros planteamientos de tipo político), iba a suponer para los obreros, además de unas condiciones de trabajo más humanas, entrar en posesión de una mayor parte del excedente. Ese excedente, por poco que fuera al principio, se fue poniendo, en su forma dineraria, a disposición del mercado, demandando la satisfacción de unas pocas más necesidades o mejorando las ya satisfechas. Consecuentemente, el mercado fue creciendo, y por tanto, se hacía preciso que más trabajadores produjeran ese aumento de la demanda. Esos nuevos obreros, fueron obteniendo asimismo su pequeño excedente, que iba a parar a disposición del mercado... ¿Me siguen?

Iba a concluir diciendo que al actuar de esa forma, el sindicalismo lo que conseguía era mejorar el sistema capitalista. Pero es falso por ser incompleto. Lo que se mejora, y además exponencialmente, es la propia sociedad. Porque además de lo explicado en el párrafo de arriba, se producía el fenómeno de que el trabajador reclamara gradualmente una mayor proporción del pastel. Costumbre ésta, que sigue hoy.

Hagamos una pequeña acotación relacionada con este tema del reparto. Según hemos dicho, las sociedades más avanzadas son las que sus ciudadanos gozan de una mayor poder adquisitivo. Entonces, en nuestro tiempo, cuando Gobierno y Patronal se empeñan en moderar el crecimiento salarial, ¿están haciendo un flaco servicio al país?

La respuesta, y siempre en mi opinión, dependerá de otras circunstancias.

En primer lugar hay que tener en cuenta la inflación. Si los salarios crecen por debajo de ésta, se pierde poder adquisitivo y el mercado interior se resiente, como ya hemos comentado.

En segundo, hay que contemplar el hecho de que los incrementos salariales pueden quedar convertidos en agua de borrajas al no verse respaldados por un crecimiento real de la Economía. Aparecerá más dinero en circulación, produciéndose, de ese modo, un efecto de ilusión monetaria. Ciertamente los trabajadores cobrarán más, pero no serán más ricos.

Y en tercer lugar, hay que pensar en términos de generación del excedente. Es evidente que si éste crece, los aumentos de salarios son más que benéficos para el conjunto de la sociedad.

Teniendo claro que lo importante es que la tarta sea cada vez mayor y que cada uno de los agentes económicos debe obtener pedazos más grandes, entonces, ¿cuánto deben crecer los salarios? Ahí está la gracia del asunto. La solución no es matemática, pero no es muy descabellado afirmar que el crecimiento de los salarios debe ser parejo al de la tarta más que al de la inflación, como es costumbre en nuestros días.

Quizá, si estos mismos agentes económicos conocieran y tuvieran en mente a la hora de la negociación las implicaciones que mencionábamos líneas arriba, el acuerdo sería más sencillo y provechoso para el conjunto de la sociedad.


Han pasado casi nueve años desde que escribí las tres primeras líneas de este capítulo. Ha tenido que pasar ese tiempo para que mi conciencia lograra hacerme seguir.

Se puede decir que he tenido una excusa inteligente con la que he logrado justificarme durante tantos años: no tenía claro qué era eso de la Revolución Industrial.

No lo entendí en mis tiempos de estudiante y seguía sin entenderlo cuando le daba vueltas a la cabeza para ver cómo tenía que acabar este libro.

No dejen que les engañe. Si había algo que tenía permanentemente claro era lo que quería, y sigo queriendo, decir con mi libro. Pero la Revolución Industrial ha conseguido frenarme.

La cosa empezó en la Facultad cuando nos explicaron la Revolución Industrial inglesa, poniéndola a caldo, por supuesto, e incidiendo machaconamente en sus aspectos negativos. Ahora, eso sí, todo el mundo daba por sentado que haberla, húbola.

La verdad es que me quedé un tanto despagado y desorientado. Confieso que me limité a estudiar esa parte según mandan los cánones del estudiante que se enfrenta algo que no entiende: se «empolla» y ya está.

Pues bien, me pasé esos años, pero a ratos y además muy espaciados, leyendo mis manuales de la Facultad y argumentando conmigo mismo planteamientos a favor y en contra. De todos modos el balance era abrumadoramente en contra.

—¿A favor y en contra de qué?—, me preguntarán.

—Pues no tanto de si existió, como si de en realidad fue una auténtica Revolución.

—¿Sabe que tiene una especial habilidad para ser obscuro cuando quiere decir algo?—, me espetarán

—La verdad es que sí. En realidad es algo bastante menos complicado.

»Fíjense que hay un capítulo denominado la primera gran Revolución. Es evidente que la Revolución Industrial iba ser una parte más dentro del libro y que iba a ser titulada como la segunda gran Revolución. De hecho, al final del capítulo anterior dejo entreverlo.

»¡Lógico! ¿No?

Ahora lo tengo más claro. Esa segunda revolución está todavía por venir. Será, o más bien, deberá ser la revolución del conocimiento, y en el próximo y último capítulo espero dejarla expuesta. Pero no nos adelantemos.

Pues bien, ¿por qué no considero que el desarrollo industrial de la Inglaterra de aquella época fuera una revolución económica?

La respuesta les parecerá obscura, pero es importante que logre explicarme: Hubo, en efecto un desarrollo económico, que se sustentó en muchos pilares y no en uno sólo. Fue como una pequeña bola de nieve que rodaba pendiente abajo y que a medida que bajaba, iba engordando más y más. Y no sólo de nieve sino de todo lo que iba encontrando a su paso. Fue un desarrollo agrícola, demográfico, social, comercial, financiero, cultural, militar, de los transportes, de los seguros y por supuesto, también industrial.

En una palabra estaban implicados todos factores que constituyen lo que es la Economía: generación, reparto e intercambio del excedente.

Tengan en cuenta que una sociedad que crezca a un ritmo cercano al 3% anual, cada 25 años doblará su nivel de riqueza. La Inglaterra de la segunda mitad del siglo XVIII estuvo creciendo a un ritmo del 3’5% primero y al 7% después. Y ese aumento de riqueza afectó a todos los sectores, aunque no de una manera igualitaria.

Pensar que un único elemento, como el industrial, es el que va a provocar por sí el desarrollo es un error. Un error que se ha cometido muchas veces al intentar exportar al Tercer Mundo las soluciones industrializadoras del Primer Mundo. Es lo que he intentado demostrar, de la manera más ácida posible, con el ejemplo de los menhires. Recuerden que cuando hablábamos de la primera gran Revolución, ya se habían producido con anterioridad mejoras técnicas, desde el hacha de sílex hasta la rueda.

No obstante, el desarrollo industrial de la última parte del siglo XX en el Extremo Oriente puede parecer que se empeñe en contradecir lo que acabo de decir.

Pero piensen un momento. ¿Sólo ha habido industrialización? ¿No han cambiado más cosas? ¿No podemos decir cosas parecidas a lo que comentábamos de Inglaterra?

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Para finalizar, si me acusan Uds., que he sido muy simplista con la explicación de la Revolución Industrial inglesa y que se me quedan muchas cosas en el tintero, les diré que tienen razón, pero está hecho con toda intención.

No habría sido difícil llenar páginas y páginas hablando de dicha Revolución, pues existe una profusa documentación.

No iban por ahí mis propósitos, ya que mi preocupación era la de aclararme yo mismo en primer lugar, y luego intentar explicar si la llamada Revolución Industrial era un modelo eficaz para el desarrollo de una sociedad. ¿Es válida la receta de hagamos fábricas y paguemos sueldos bajos? ¿Con esa fórmula magistral garantizamos el progreso del país?

Pues, parece ser que no. (La Unión Soviética apostó por esta vía, en cambio Suiza no.)

No sé si se habrán dado cuenta que mi intención es desmitificar la Revolución Industrial. De hecho vuelvo a dar una vuelta más de tornillo a los razonamientos con los que les he venido machacando a lo largo del libro: nunca se trata de factores únicos, por importantes o espectaculares que parezcan.

Por eso me he empeñado en incidir en los otros aspectos relevantes que se produjeron simultáneamente a la industrialización. Fue, al principio, un desarrollo compuesto de múltiples elementos, favorecido, también hay que decirlo, por la posición de dominio que gozaba Inglaterra.

Y como los dioses deslumbran a los que quieren perder, los ofuscaron con las maravillas que los hombres habían creado, impidiéndoles, así ver, que había defectos importantes.

En resumidas cuentas, y para que puedan acusarme con toda razón de simplificar las cosas, hubo una vez un país al que los asuntos empezaron a irle de perlas. Tan bien les iban, que se pusieron a pensar y llegaron a la conclusión que la libertad para el capital era lo mejor para la nación. Y así se lo dijeron a todo el mundo. Pero empezaron a tener problemas, aparecían crisis periódicamente, y los trabajadores se empeñaron en no comprender que debían trabajar, engendrar y cobrar lo justo, para que la «mano invisible» favoreciera a toda al sociedad. (Entiéndase justo como mínimo, no como equitativo).

Por cierto, modernas investigaciones han demostrado que la «mano invisible» que dirige la Economía tiene Parkinson.