REAL COMO LA ECONOMÍA MISMA

REAL COMO LA ECONOMÍA MISMA

Armando Roselló

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CAPÍTULO 8 
MEDIOEVO



Frontera del Duero

—¡Coged todo lo que podáis y largaos! —iban avisando varios jinetes en su huida—. Almanzor está a menos de una jornada.

—¡Ea Elvira, Date prisa! —gritaba un asustado Lope por lo que se decía sobre las tropas del caudillo árabe— ¿No sabes lo que le hacen los moros a las mujeres?

En realidad, su mujer no tenía nada que temer en ese sentido. No muy vieja en años, el estado en ruinas de su cuerpo la protegía, mejor que nada, del ancestral deporte de los soldados para con las vencidas.

Aunque su alimentación había mejorado un tanto desde que se habían establecido como repobladores en la ribera sur del Duero, las carencias nutricionales de su juventud, la dureza de la vida que llevaban y el apego a conservar durante el mayor tiempo posible la roña que sin dificultad acumulaba, la habían ajado y avejentado prematuramente.

—Pero, pero... —sollozaba la buena de Elvira—, después de lo que hemos tenido que sufrir, ahora que las cosas empezaban a irnos bien, nos tenemos que largar porque el moro...

No pudo concluir. Se detuvo un instante, y lanzando un suspiro continuó con los apresurados preparativos para la marcha.

No ha muchos años, la familia de Lope, de tres miembros en aquel entonces, se había apuntado voluntaria a repoblar aquellas tierras recién conquistadas a los sarracenos.


Antes de seguir, sé que es políticamente incorrecto usar la palabra «moro», queda mejor decir «mogrebí». Pero la primera es la que coloquialmente empleamos. El problema no está en la palabra sino en el tono con el que la usamos. Personalmente tengo un gran respeto por los musulmanes, ¿lo han notado en el capítulo anterior?

Volviendo a la historia. La política de los reyes astur-leoneses durante aquellos últimos ciento y pico años, había sido la de favorecer mediante privilegios, la colonización de los territorios arrebatados a los árabes, una vez que habían establecido un sistema de defensa para dichas tierras. El principio en el que se basaban, era muy simple. Se llamaba depresura. Según éste, las tierras que no eran de nadie, pertenecían al Rey, que las asignaba en ventajosas condiciones a los colonos. Muchos de éstos, pese a los riesgos que suponía tener que vivir en la frontera, preferían desplazarse y así huir de una tierra muy dura y de unos amos, no menos duros.

A Lope le importaba muy poco que el otro gran beneficiario fuera la propia Monarquía. En efecto, el Reino astur-leonés era pobre de solemnidad y además, su población era realmente escasa. Encerrados y acorralados, al principio, en unas montañas poco fértiles, su economía se basaba fundamentalmente en la ganadería.

Hacia la mitad del siglo VIII, el primer Rey astur, Alfonso I, se había dedicado a realizar incursiones sobre las tierras del valle del Duero que se encontraban pobladas por los bereberes. Su propósito era defensivo: empujar a los musulmanes lo más lejos posible de su frontera. Sólo tomó algunas plazas, las más fáciles de defender, dado que no tenía ni recursos ni hombres para hacer otra cosa. Gracias a esta política y a los follones internos de sus enemigos en aquella época, el Duero, quedó despoblado.

Tuvieron que pasar unos cien años, para que reyes como Ordoño II y Alfonso III, empezaran a repoblarlo. Con ello se conseguían dos cosas: aumentar la riqueza del Reino, al ampliar y diversificar su base económica y, asimismo, extender las tierras sobre las que el monarca tenía una influencia directa.

La tarea no resultó fácil. Es imposible que cuatro gatos rellenen rápidamente un territorio amplio. Máxime, cuando problemas como sequía, plagas de langostas y enfermedades, incluyendo la peste, hacían mella sobre un país «subdesarrollado» con una población mal alimentada.

Los árabes también padecieron los mismos problemas, pero por contra, dado el grado de desarrollo de su sociedad, los soportaron mucho mejor. Pudieron importar alimentos del resto del mundo y en caso de plaga, los más ricos, emigrar a lugares no contaminados. Los cristianos, para su desgracia, vieron cómo se les moría gran parte de la gente, tanto en las zonas recién repobladas como en las más antiguas.

En capítulos anteriores ya hemos hablado de la idea de que las catástrofes se soportan «mejor» en las sociedades ricas que en las pobres. La Historia de este periodo, nos lo corrobora. Pero, y más importante, este hecho consolida la correspondencia entre Economía y supervivencia que dábamos en la definición. Es algo así como si dijéramos, cuanta más riqueza, más posibilidades existen de supervivencia. Creo que esta idea está bastante arraigada en nuestro subconsciente, lo cual, entre otros componentes de orden psicológico o material, pueden explicar ese afán por la búsqueda de la riqueza que ha caracterizado al género humano durante los últimos siete u ocho mil años.

Ahora que conocemos parte del marco histórico en el que se desenvolvía la familia Lope, sigamos con nuestra historia allá en las postrimerías del primer milenio.


—¡Acaba de recoger y vámonos! —le apremió Lope—. Ni que tuviéramos tantas cosas que llevarnos.

Mucho, mucho, que llevarse, no tenían. Una escasa vajilla de cuencos, escudillas y tazones de madera o de barro cocido, algunas ropas de abrigo de lana o de lino, unos pocos taburetes, los pequeños útiles y aperos de labranza, los animales (un par de lechones, una cabra y un buey), y todas las provisiones.

—¡El buey ya está atado al carro y he escondido los aperos más grandes! ¡Venga mujer, vente ya!

La res constituía la más preciosa de sus posesiones. Le había costado un dineral, pese a que era un buey viejo y de segunda mano. Los cuatro sueldos que había tenido que pagar por él, lo habían casi asfixiado en aquel último año. Y es que el dinero apenas se veía, por lo que comprar y vender cosas, era algo complicado.

Sus apuros financieros no impedían al bueno de Lope soñar con la compra de un caballo, modelo deportivo, o un mulo, 4x4, todo terreno. El que costaran entre treinta y cincuenta sueldos, le traía sin cuidado. Cuando uno sueña, puede permitirse el lujo de pensar en lo mejor.

—¿Qué pasará ahora? —se preguntaba Elvira subida en la frontal del carro, mientras echaban un último vistazo a sus tierras.

—No te preocupes, el moro acabará por irse —respondió para tranquilizarla su marido—. Ya verás cómo no tendremos que estar mucho tiempo fuera.

—Yo no quiero volver a nuestro pueblo —dijo lloriqueando la mujer.

Arriba, en su población natal, la vida los había tratado bastante mal. Habían sido siervos. En una economía, cuya agricultura proporcionaba manzanas, peras, castañas, higos y nueces, y en la que el trigo era escaso, los miembros menos favorecidos del pueblo las pasaban moradas para poder seguir adelante.

Elvira había tenido ya cinco hijos, que había ido viendo morir de pura debilidad. Malnutrida la madre, malnutridos los hijos, a la mínima que pillaban se les iban, sus defensas eran muy débiles para hacer frente a las enfermedades.

La desvinculación del Rey para los repobladores de las, entonces, recién conquistadas tierras, fue para la familia de Lope como una puerta abierta a la esperanza. El niño con el que bajaron, el único que había sobrevivido en el pueblo, iba haciéndose cada vez más robusto. Además, ahora tenía un hermanito, realmente rollizo. Me gustaría poder decir eso de «rollizo y sonrosado», pero es imposible hacerlo sin faltar gravemente a la verdad. Su madre tenía grabada dos ideas fijas en la mente: que los niños (y los adultos) debían comer todo lo que pudieran, y que el agua era seriamente dañina para la salud de los críos (y de la de los mayores).


Una pequeña acotación. Nací dos años después de que finalizaran en España los dieciséis años de racionamiento consecuencia de la Guerra Civil de 1936. Digo esto, porque recuerdo que una de las mayores obsesiones de mi madre durante mi infancia, y la de mis hermanos, fue que comiéramos y mucho. Para ella, el mejor índice de salud, era que estuviéramos «gorditos».

Cuarenta años después, aquella idea constituye una auténtica herejía alimentaria, de la que ella misma abjura. Mis padres siguen, de hecho, una dieta nutricional establecida por un médico. Pues bien, cada día que pasa, estoy más agradecido a mi madre por su obsesión para con la comida. Estoy firmemente convencido que los niños gordos viven más...

No es por llevar la contraria. Generaciones y generaciones de madres, se han desvivido por alimentar todo lo que pudieran a sus hijos, porque veían cómo morían los que no comían, y sobrevivían, la mayoría de los que lo hacían. Esto es real. En un mundo en el que la constante es el hambre, lo primero es comer todo lo que se pueda. En esta situación, hablar de dieta equilibrada suena a chiste.

Por supuesto, estoy a favor de una nutrición adecuada. Me encuentro en la edad típica de vigilar el colesterol y quemar grasas haciendo el ridículo, vistiéndome de corto para dar patadas a un balón o raquetazos a una bola.

Lo único que pretendo decir es que lo más importante es lo primero, alimentarse. Luego vendrá hablar de la «calidad» de esa alimentación. Para decirlo con números. Si comemos mucho y mal, podemos llegar a los 40-50 años. Si nos cuidamos (no sólo nutricionalmente), a casi los 80. Pero si apenas comemos, tendremos grandes posibilidades de no pasar de la infancia. Si usted fuera una madre africana de un país arrasado por la sequía y la guerra, y que no supiera si mañana podrían seguir comiendo, ¿se preocuparía por si la comida que les va a dar tiene exceso de grasas? Es por eso que digo que estoy tremendamente agradecido a mi madre por su obsesión de alimentarme.


El hecho de que Elvira y Lope supieran que al vivir en la frontera, en cualquier momento podía pasar lo que les estaba sucediendo ahora, no consolaba en absoluto a la buena mujer. Odiaba su pueblo natal, aunque en realidad, lo que odiaba era lo que éste le suponía: una vida dura y gris, trabajando para un amo rodeado de bellos y lujosos artículos que mandaba traer de muy lejos, mientras que ella apenas podía comprar en un mercado, sólo abastecido de productos de los campos de la contornada. Era pura utopía pensar en cosas como vestidos, chucherías o, cualquier otro producto elaborado por esos maestros artesanos, de los que oía hablar, pero cuyas obras jamás había visto.

Se decía que, en su día, el amo había comprado un maravilloso artefacto llamado reloj que servía para medir el tiempo, aunque las malas lenguas afirmaban que el dichoso aparato fallaba bastante.

«¡No sé dónde vamos a ir a parar con todas estas brujerías del demonio!» —había pensado Elvira. (El hombre llevaba casi mil años intentando medir el tiempo mediante aparatos. Hacia el año 850, un sacerdote inventó un reloj de pesas que sólo tenía un pequeño defecto: la pesa, a medida que iba deslizándose hacia abajo, cobraba velocidad debido, evidentemente, a la fuerza de la gravedad. Dada la tendencia de este reloj a correr cada vez más aprisa, había que corregir periódicamente la hora. Este pequeño inconveniente fue subsanado unos cuatrocientos y pico años después dando paso a los relojes de tictac, en los que una pieza, llamada escape, frenaba regularmente el avance.)

Elvira, con una sacudida de cabeza, desechó aquellos pensamientos que tan poco venían al cuento.

—¡Vámonos Lope! ¡Que sea lo que Dios quiera! —dijo, signo mitad de resignación y mitad de esperanza.

Para la familia de Lope, aquéllos iban a ser cuatro de los peores meses de su vida. Como millones de seres humanos, que huyendo de la batalla se arrastran por los caminos empujando sus pertenencias, avanzaban hacia las tierras altas con el corazón encogido por el miedo y la incertidumbre. Lo peor, lo que les pesaba como una losa, era que no sabían cómo encontrarían sus tierras y su casa a la vuelta. Si volvían.


No voy a detenerme en narrar las peripecias de tan angustioso viaje. Pienso que con el de Palb, Buop y resto de neardenthales es suficiente. Sin embargo, hay un libro, absolutamente bueno, que describe, hacia el principio del mismo, una situación algo semejante. Una familia medieval inglesa debe peregrinar en pleno invierno británico, durmiendo a la intemperie y con escasas provisiones, en busca de algún trabajo con el que subsistir. Tom Builder, el padre de esta familia, es un maestro albañil que debido a una serie de acontecimientos carece de los fondos suficientes para pasar el invierno, que como todos, apenas hay actividad en el ramo de la Construcción. Su meta es poder llegar a la primavera, en la que la renaciente actividad, alejará sus problemas económicos (de «supervivencia» bajo esas circunstancias).

Este libro es una novela corta, de unas mil páginas, que disfruté una a una, y lamenté que se acabarán. Por encima de aventuras, problemas situaciones límite, «buenos» y «malos», que constituyen la salsa de todo best-seller que se precie, el libro nos introduce en el medioevo inglés, haciéndonoslo vivir con los propios personajes de la novela. Especialmente, me estoy refiriendo a la primera parte del libro, en la que domina el mencionado aspecto de la «supervivencia», a la que, precisamente, como estoy intentado demostrar desde el principio, la Economía se encuentra íntimamente ligada.

Antes de rasgarnos las vestiduras al leer el título del libro y el nombre del autor, pensemos que puede haber gente mucho más próxima a la propia realidad del hombre y su vida, que nosotros, encerrados en nuestros palacios de cristal y bibliotecas, dedicándonos al estudio científico de un ente abstracto llamado Economía.

Creo, por contra, que la Economía es lo menos parecido a algo abstracto: es algo muy real e íntimamente asociado con el hombre.

Así que novelistas como Ken Follet, que son capaces de entrar a describir la naturaleza del hombre, lo que pasa por su mente y sus «buenas» o «malas» acciones e intenciones, pueden ser capaces de recrear en una novela como «Los pilares de la tierra», aspectos de la Economía que difícilmente vamos a encontrar en nuestros científicos, y por qué no decirlo, plomizos libros.


Bien, bajando de nuevo de las ramas por las que habitualmente me meto, cuatro meses habían pasado, y la familia de Lope, más famélica que nunca, contemplaba horrorizada lo que la aceifa (expedición guerrera contra las zonas cristianas) de Almanzor había supuesto para sus tierras y su casa.

—¡Dios mío! —exclamó Elvira estallando en sollozos a la vista de aquella desolación.

Los críos se unieron, por simpatía, al llanto de su madre. Lope tampoco fue capaz de detener las lágrimas que hacía tiempo pugnaban por salírsele de los ojos.

No iban a acabar ahí sus problemas. Aún sin tiempo para reponerse de la conmoción, vieron venir un grupo de cinco jinetes.

A llegar junto a ellos, el guerrero que indudablemente ostentaba el mando, se les dirigió de no muy buenos modos.

—¿Quiénes sois? ¿Qué hacéis aquí en las tierras del conde?

—¿Cómo...? —exclamaron perplejos los Lope—. Debéis estar en un error, caballero. Éstas son nuestras tierras.

Aquellas palabras, las mismas que desde hacía días oía el guerrero, no le inmutaron. Miró en silencio durante un tiempo a los campesinos, y cuando respondió, no hubo emoción en su voz.

—Ya no. Recoged lo vuestro y seguidnos.

—Pero, pero... —la mirada del soldado cortó en seco su intento de protesta. Más abatidos que nunca, se pusieron en camino detrás de los cinco jinetes.

A la caída de la tarde llegaron a una especie de campamento. Una vez allí, los acompañantes les hicieron señas para que se detuvieran y aguardaran.

Desorientados y sin saber qué hacer ni qué decir, esperaron largo rato hasta que un hombre de porte orgulloso se les acercó. Se levantaron.

—Soy Pedro de Santyago, secretario del señor conde D. Alfonso. Me dicen que estabais en las tierras de mi señor y que afirmabais que eran vuestras.

—Así es, señor. Son nuestras porque el Rey nos las dio —dijo Elvira, asintiendo enérgicamente con la cabeza a la vez que le salían aquellas impulsivas palabras.

El secretario fulminó con la mirada a Lope. Un secretario condal no dialogaba con campesinos, y mucho menos atendía sus exigencias. Lo que ya se salía de castaño obscuro, era que una vulgar mujer osara dirigirle la palabra. Así que, una vez que vio en los ojos de Lope el efecto de temor deseado, le dijo con rudeza:

—Cuando se está ante un hombre de alcurnia hay que respetarlo, y hablar sólo si pregunta. Enseña a los tuyos a comportarse con mesura —hizo una nueva pausa en la que el temor se acrecentó en el rostro de Lope e hizo que le cambiara la cara a Elvira. Ya seguro de su sumisión, continuó.

»Estas tierras ya no son vuestras. Las abandonasteis. El Rey se las ha dado para su defensa a nuestro conde.

El corazón de Lope (y el de Elvira), latió más aprisa que nunca. Un nudo se le formó en el pecho produciéndole una presión casi insoportable. De sus músculos se apoderó una especie de hormigueo que hizo que sus piernas le fallaran. Medio tambaleándose, tuvo que apoyar una de sus manos en un asidero del carro para evitar caerse.

Elvira, de una pieza, ya no se atrevía al lanzar las miles de preguntas que se agolpaban en su cabeza.

—No obstante —continuó Pedro de Santyago, completamente seguro del resultado de la entrevista—, la generosidad del conde ha querido otorgar a los anteriores campesinos, el poder trabajar para él la tierra, según los usos y fueros del reino.

Aceptaron. ¿Qué otra cosa podían hacer?


Aquí termina lo que vamos a contar sobre Elvira y Lope. Salieron de la miseria de su vida en las montañas y acabaron como «siervos» de un conde. Fue un hecho que a medida que la frontera con los musulmanes iba bajando hacia el Sur, los «señores» se fueron apoderando de las concesiones que el Rey había otorgado a los colonos.

Por supuesto, no fue ésta la única manera de conseguir arrebatar territorios a sus anteriores propietarios, los campesinos. Poco nos importa el método que utilizasen; pero el resultado fue que, también en la España cristiana, se fue imponiendo el modelo feudal de Economía, que en Europa, llevaba casi dos siglos de «moda».

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Vuelve a ser buen momento para recapitular.

Si recordamos las páginas finales del capítulo dedicado a la crisis, comentábamos el hecho de que los bárbaros en realidad no acabaron con el modelo económico romano. De hecho, éste no desapareció en Bizancio. En otros lugares, especialmente costeros, logró renacer posteriormente gracias al restablecimiento del comercio marítimo. Mencionábamos el caso de Venecia. Sin embargo, el más importante foco lo constituyó la Francia merovingia, y especialmente su ciudad portuaria, Marsella.

El Mediterráneo, de nuevo, volvía a ser la autopista que unía el Mundo de aquel entonces. Incluso, hacia el final de esta época, Carlomagno consiguió reinstaurar el Imperio Romano, siendo coronado en la ciudad de Roma como Emperador por el Papa León III. Era el día de Navidad del año 800 (nuestra historia de Elvira y Lope es casi unos doscientos años posterior).

El Imperio Carolingio se empezó a desmoronar apenas nacido. Después de la muerte del segundo Emperador, Ludovico Pío, sus tres hijos se repartieron el Imperio de mutuo acuerdo, para luego pelearse entre ellos (de mutuo desacuerdo). Pero lo que nos interesa es que con la desaparición real, más que formal, de dicho Imperio, el modelo económico de la Antigüedad se vino abajo definitivamente, siendo substituido por el feudalismo como «nuevo » sistema político-económico-social.

No conviene caer en el error de pensar que la pelea de gallos de estos tres, fue la que provocó el nacimiento de la sociedad feudal en Europa; quizá fuera únicamente la gota que colmara el vaso. Tendremos que remontarnos unos años atrás para descubrir que entre las causas reales de la caída del Imperio carolingio, ¡qué curioso!, se encuentran las económicas. Carlomagno fue un guerrero y un mecenas de las Artes y las Ciencias, pero económicamente fue un desastre. No tenía dinero ni para pagar a sus funcionarios, que poco a poco se lo fueron montando para quedarse con los impuestos, que en buena ley, pertenecían al Estado.

Además, Carlomagno se encontró con un problema heredado, y es que los árabes habían cerrado el Mediterráneo, con lo que la renaciente actividad comercial del Sur de Francia, había caído en barrena. Por tal motivo, la única fuente de riqueza que restaba era la agricultura.

La situación fue deteriorándose progresivamente durante los siguientes años, con lo que el panorama distó de ser halagüeño. Desaparecido el poder del Estado, la vida en Europa se hizo muy difícil e insegura. Amplios territorios casi despoblados en los que las incursiones de rapiña de bandoleros y normandos, hacían que fueran asolados continua y fácilmente. Mísera e incierta existencia.

Por segunda vez en la Historia, el caos se había adueñado de aquella región. Así que, paulatinamente, los débiles fueron pidiendo protección a los fuertes a cambio de su sumisión y vasallaje. La sociedad feudal había nacido y se extendería de los siglos IX al XIII (palmo arriba, palmo abajo). Modelo de sociedad que, repitiendo lo dicho el capítulo quinto, no fue homogéneo para todos los países y regiones europeas.

De nuevo, la Historia sólo nos sirve de marco de referencia. El feudalismo es, en el fondo, una repetición 500 años más tarde, de lo ocurrido con la caída del Imperio Romano y la aparición de los potentes: destrucción del poder central, imperio de la fuerza bruta, señores con toda clase de privilegios y riquezas, campesinos fijados a la tierra como siervos, pérdida de influencia de las ciudades, desaparición del comercio (excepto el local), escasa circulación monetaria... En suma, un duplicado exacto de lo ocurrido a partir del siglo III, esto es, una economía doméstica sin mercados. ¡Todo un contraste con la rica sociedad musulmana del Sur!

Pero es que el feudalismo es también la historia de un fracaso de una parte de la Humanidad que, muy bien, podría no haberse producido. Constituyó un fenómeno anormal, como Henri Pirenne afirma en su obra «Las ciudades de la Edad Media». Para demostrarlo hace una comparación entre dos sociedades que existieron en la misma época y que diferían bastante entre sí.

Varegos

Los bizantinos le habían quemado los bigotes, y no metafóricamente. Su labio superior había sido lamido por una llamarada, de la que una sustancia pegajosa, se le adhirió justo debajo de la nariz y allí siguió ardiendo, incluso después de que se arrojara al agua preso de un agudo e intenso dolor. Había tenido suerte, fue uno de los mejor librados de su barcaza.

«Maldito fuego griego —pensaba Oleg cuando veía las cicatrices de su labio y nariz. Su bigote ya no existiría nunca más. En su lugar sólo había una desagradable piel lampiña, arrugada y multicolor. »

Ocurrió muchos años atrás, cuando Oleg, era todavía un joven y valiente guerrero que se había embarcado en la flotilla de Kiev, en el año 941. No recordaba muy bien las causas de aquella guerra. Pero sí, la facilidad con la que los bizantinos les derrotaron una vez más.

Los varegos, pueblo original al que pertenecía Oleg procedían de Escandinavia. Habían bajado navegando por los ríos Dvina, Nieman y Vístula, sometiendo a los pueblos eslavos, formando colonias (más bien plazas fortificadas llamadas gorods) para finalmente fundirse con los indígenas. Fueron éstos últimos quienes les llamaron russ, que significa remeros (otros piensan que proviene de la palabra griega rhos). Luego, siguieron bajando por el Volga y el Dniéper, dónde se establecieron en Kiev.

Fue inevitable que se toparan con los bizantinos. E inevitable fue que desearan, una vez deslumbrados por su esplendor, apoderarse de sus posesiones. La Historia se repetía por milésima vez. Un pueblo «bárbaro» (en el sentido de incivilizado), acostumbrado a guerrear y a conquistar, quiso hacerse por la fuerza con lo de otro. Pero esa vez, allá en mitad de los años 800, le salió mal. Como mal les salió también casi cien años después, en la expedición en la que participó Oleg. El Imperio bizantino era un hueso duro de roer. Su capital, de un millón de habitantes, era la más fuerte, culta y próspera de la cristiandad.

El resultado fue que los rusos acabaron siendo dominados por los bizantinos, aunque no de la forma habitual, sino cultural, artística, social, administrativa, económica y religiosamente. Las palabras que mejor lo definirían serían las de plenamente influenciados.

Visto que no podían hacerse con ellos, los rusos acabaron comerciando, que es otra manera de acceder a la riqueza de los otros, sólo que mucho más civilizada. Y no pararon ahí, sino que establecieron contactos comerciales con los mismos árabes.

Así pues, restañadas las heridas de la última guerra (unos cuantos muertos no deben impedir que el negocio se detenga), los rusos siguieron comerciando con pieles, miel (un producto de un gran éxito) y esclavos (desgraciadamente, también).

Ahora Oleg, entraba frecuentemente para realizar sus negocios en Constantinopla, en la que existía, digamos, todo un barrio ruso. Y rusos había por doquier, incluido en el propio ejército.

Bizancio le apasionaba y mareaba. Gente por todas partes, atareada en ir de aquí para allá, haciendo un millar de cosas diferentes que apenas entendía. Artesanos, comerciantes, estudiantes, profesionales,... viviendo y trabajando de una manera frenética. Una ciudad, en suma, superproductiva en la que Oleg tenía su pequeño nicho.

Si existe una manera apropiada de definir lo que pensaban los bizantinos de Oleg, al igual que de todos los suyos, bastaría decir que los tachaban de nuevos ricos. Mucha «pasta», pero bastante primitivos, de rudas maneras, y sin sentido de la buena compostura. Además, existía la cuestión de las creencias religiosas. Aunque recién convertidos o en camino de convertirse al cristianismo, su paganismo no había desaparecido del todo. Finalmente, había entre ellos otro abismo, se encontraban saliendo del analfabetismo (de hecho, tomaron una adaptación del alfabeto griego, ya que ellos no disponían de ninguno; fue obra de San Cirilo, evangelizador de los eslavos; de ahí la denominación de alfabeto cirílico). Pero eso sí, eran ricos. Muy ricos. Eran los amos de buena parte de la Rusia y Ucrania actuales. Y lo divertido del caso era que no estaban interesados en lo más mínimo, en eso de «poseer» la tierra.

Oleg no «dirigía» sus tierras. Tan siquiera era consciente de que fueran suyas. Simplemente quería sus productos. Y con ellos se hacía rico. Era un guerrero que ocupaba un territorio; de él obtenía sus frutos y los comercializaba. Esto hacía que Oleg se abriera al mundo, en vez de permanecer encerrado en sus tierras como sus «iguales» los señores feudales occidentales. Su vida era el intercambio, y la suya era una sociedad comercial que no, una agrícola.

Kiev, Bizancio y Bagdag eran su segundo hogar. El primero, el gorod en el que nació, era como los muchos otros que existían por el país. Su nombre poco importa. Apenas vivía en él.

De todas estas ciudades, Bizancio, la ciudad que lo derrotó por las armas, ahora le abría los brazos. Porque le interesaba, por descontado. Pero a Oleg le daba igual que lo miraran con aires de superioridad. Su educación y modales, no eran lo suficientemente refinados como para entender las sutilezas de la Jet-Set bizantina. Le bastaba ser él mismo, como él quería ser y que le dejaran hacer negocios con ellos. Y eso sí, sabía hacerlos.


De Oleg nada más diremos. Su breve aparición en este libro es culpa del mencionado Henri Pirenne. A gente como esta, deberían prohibirle escribir libros tan buenos como «Las ciudades de la Edad Media». Cuando habla de que el feudalismo fue un fenómeno anormal lo hace mediante contraste: un Occidente aislado, autárquico y agrícola, debido a la desaparición del tráfico comercial (gracias a los árabes y a las otras circunstancias que mencionábamos antes), frente a una naciente Rusia, abierta, ciudadana y comercial.

Es tan cierto, que algún tiempo después, cuando Rusia no pudo seguir comerciando con árabes y bizantinos debido a la invasión de otro pueblo bárbaro, la sociedad rusa caminó hacia el feudalismo.

Los patzinak o pechenegos, un pueblo mongol nómada, se establecieron en el Norte del mar Negro, cortando las vías comerciales rusas hacia Constantinopla y Bagdag.

La producción rusa, al no poder seguir vendiéndose en el exterior, decayó y al igual que en Occidente, tan sólo tendió a cubrir las necesidades indispensables del feudo.

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Una sociedad es más rica cuantas más necesidades de sus miembros es capaz de satisfacer. El feudalismo, es pues a la luz de este planteamiento, un fracaso. Algo que ocurrió no porque se deseara, sino como consecuencia de factores externos e internos.

Cuando exponíamos nuestra teoría sobre la crisis, apuntábamos cómo precisamente eran los factores internos los principales causantes de la misma. Lo ocurrido con el feudalismo tanto en Occidente como en Rusia, parece que nos lleve a pensar lo contrario (invasiones árabes, normandas,...). Y en cierto modo es verdad. Pero sólo parcialmente, ya que no podemos decir que ni la Europa carolingia ni Rusia, fueran un modelo de Estado fuerte y cohesionado interiormente que proporcionara a sus miembros las bases adecuadas para el desarrollo normal de la actividad económica. Las circunstancias externas aceleraron su «evolución» hacia una sociedad localista y encerrada en sí misma. En Bizancio y en el Islam, la situación era diferente: en una misma época y en un mismo lugar (el Mediterráneo), ¿cómo es posible que a unos les vaya tan bien y a otros tan mal?

Pues bien, dando la vuelta a la línea argumental, curiosamente cuando Rusia se encontraba de camino hacia el feudalismo, en el otro lado de Europa empezaron a ocurrir acontecimientos magníficos. Las próximas siete historias cortas, pretenden que nos hagamos una idea de ellos.

Siete historias

Asomado a las almenas de la muralla, el obispo Adalbert contemplaba desde hacía rato, cómo el enemigo se retiraba llevándose a los heridos. Se sentía aliviado. Su «ciudad», su sede episcopal, se había salvado de aquellos malditos normandos.

«¡Que Dios me perdone —se dijo— por pensar esto.»

—Manda llamar a fray Damien —ordenó a un soldado.

Fray Damien, su secretario, no tardó apenas en presentarse ante el obispo. La sede, situada cerca de la costa Norte de Francia, tampoco era tan grande.

—¿Mandasteis llamar, Vuestra Ilustrísima? —preguntó a la vez que se inclinaba para besarle el anillo. La veneración que profesaba por aquel hombre se había convertido, gracias a la victoria de hoy, en una agradecida admiración. No en balde, los normandos eran el Terror con mayúsculas.

—Hemos tenido suerte esta vez, mi buen Damien —empezó diciendo el obispo—. Dime cómo se encuentra nuestra gente.

—Yo no hablaría de suerte, Vuestra Ilustrísima —contestó—. Las señales de alerta que ordenasteis, funcionaron muy bien. Los campesinos de la diócesis pudieron refugiarse a tiempo dentro de la sede; y las murallas, que no hace ni dos años, hicisteis reparar y fortalecer, han resistido admirablemente.

—Irás al infierno por adulador —cortó con una media sonrisa—. No se trata de que me hables de lo maravilloso que soy. Eso atenta contra la virtud de la humildad. Y a fe mía que se me hacía difícil evitar que el pecado de orgullo me invadiera a medida que te escuchaba. Te he llamado para otra cosa, para que me informes cómo está la situación de los nuestros y cuál es el estado de la sede en general.

—Por lo que he visto, la gente está muy contenta y rayana a la euforia. Aunque, lamentablemente, hemos tenido varios muertos, casi todos campesinos. Iban desprotegidos y no saben luchar como los soldados. De éstos, creo que no ha muerto ninguno.

»La lucha ha sido muy desigual. Los nuestros estaban prevenidos; arriba en la muralla y detrás de las almenas, desde donde pudieron arrojar todo tipo de proyectiles a los normandos. Algunos de éstos lograron situar varias escaleras en la muralla por donde empezaron a trepar. Pero los nuestros consiguieron rechazarlos, echando abajo alguna de ellas y matando a los pocos que entraron. Precisamente en esas refriegas es donde más heridos y muertos hemos tenido. Por pocos que fueran los que escalaron la muralla, nos hicieron daño, pues esos malditos peleaban como demonios.

—Modera tu ardoroso lenguaje —interrumpió aquella crónica guerrera—. Encárgate de que reciban sepultura, tanto los unos como los otros. Preocúpate de los heridos y mira qué podemos hacer por ellos. Y una última cosa, prepárame cuanto antes un informe de todos los daños que ha sufrido la muralla y la propia sede. Hay que ponerse a repararlos ya.

Bajando de la muralla, el obispo se encontró con el capitán de sus soldados. Lo felicitó por el valor y la eficacia que habían demostrado sus hombres. Bendijo a aquel bruto mocetón, que emocionado se arrodillaba, y después de interesarse por el estado de los heridos, en realidad, ya atendidos por los monjes que entendían de curas, se dirigió a visitar su sede.

En los rostros de su gente, campesinos refugiados, artesanos, estudiantes, servidores, soldados, clero..., se denotaba el cariño que le profesaban. Vio alegría, vio alivio, vio admiración y vio el afecto, y por qué no decirlo, el amor que le tenían. Algunos, también, lo demostraban en voz alta dándole vivas. Su orgullo y humildad luchaban entre sí. Y era evidente quién de los dos iba ganando. Pidió, otra vez, perdón al Señor por ello y siguió caminando.

Se detenía a menudo para preguntar cómo estaban. Lo mismo, cuando alguna cosa fuera de lo normal llamaba su atención. Por tal motivo se detuvo al pie de la escalinata de entrada a la catedral, donde varios heridos eran atendidos por sus familiares y por monjes. Allí vio a un muchacho alto y fornido tendido en el suelo con la mitad de la cara abierta por un hacha vikinga. Apenas respiraba. Una mujer mayor, su madre sin duda, sollozaba espasmódicamente. El monje que lo atendía, al observar que el obispo miraba al herido, hizo una señal con la cabeza, un imperceptible movimiento horizontal de izquierda a derecha. Entonces el obispo lloró. Subió los escalones y entró en la catedral para orar a solas.

Mientras los labios pronunciaban sus oraciones, su mente daba gracias a Dios por lo de hoy y también por lo bien que les iban las cosas. Buenas cosechas, favorecidas por las abundantes lluvias. Su gente, y principalmente los campesinos ya no pasaban penurias. El mercado de productos del campo estaba cada semana más animado, lo que, además, proporcionaba buenos ingresos a la sede. Era consciente que en comparación con lo que ocurría en otros lados, los suyos gozaban de una vida y de unos privilegios muy elevados. ¡Qué así continuara!

Su sede no era una ciudad propiamente dicha, apenas si existían entonces. Toda ella giraba en torno a una organización que estaba encaminada a los servicios de la diócesis. Aunque en caso de necesidad, como hemos visto, estas sedes actuaban como fortalezas.

Por lo general todas ellas, y la de Adalbert en particular, gozaban de una administración benigna y beneficiosa para sus miembros, desde el campesinado a los hombres libres que la habitaban, tanto en la propia sede como en la diócesis. Adalbert no podía saber que con el tiempo, sedes como aquellas llegarían a convertirse en auténticas ciudades. Y para ello, ya no faltaba mucho tiempo.

Renaud des Champeaux era conde. Macizo y fortachón, las cicatrices de su rostro denotaban las muchas lides que había tenido que afrontar en su no muy dilatada existencia. Y la verdad es que estaba más que harto. Harto de saqueadores —fueran piratas normandos, otros señores vecinos o bandoleros—, harto de refriegas, harto de desórdenes en su condado, harto de injusticias y harto de no tener nunca un duro. Así que había tomado una decisión: iba a sentar la cabeza y poner un poco de orden en su vida y en sus tierras.

Su ímpetu juvenil, que le exigió una vida plena de aventuras, había ido cambiando hacia una personalidad más reflexiva y responsable. Antes despreciaba a sus siervos de la gleba. Le disgustaba su villanía, consideraba como una vileza sus exigencias de una mayor seguridad y unas mejores condiciones de vida. Había ahorcado sin miramientos a los cabecillas que osaron plantarle cara. Y no una única vez.

Pero ahora, algo había cambiado en su interior. No es que se hubiera reblandecido. Volvería a aplicar las mismas medidas si fuera necesario. Era algo en su interior. Había tomado conciencia de su responsabilidad. Aquellas tierras, aquellos hombres, estaban íntimamente ligadas a él. De él dependían y si él les fallaba... Y sin embargo, tampoco era eso lo que le producía la desazón.

«Déjate de pensar tonterías y ponte a hacer lo que tienes que hacer —se dijo cortando el rumbo de unos pensamientos cuya solución se le escapaba.»

(Podríamos aclarárselo diciéndole que su fuerte personalidad de líder había evolucionado de una juvenil «conquistemos el mundo» a otra más madura de «construyamos nuestro mundo».)

Su vida había cambiado desde entonces. Ya no fastidiaba a sus vecinos ni se peleaba con ellos por los eternos problemas de lindes, competencias y derechos. Antes bien, los visitaba o los invitaba a visitarle, negociaba y acababa consiguiendo un pacto satisfactorio para ambas partes.

Recorría más a menudo sus tierras, veía sus problemas y tomaba decisiones sobre el terreno. Mandaba construir una pequeña presa aquí, un molino de agua allá. Dio orden de que se aplicara el sistema de barbecho que había observado, y del que se había informado, en el viaje que tuvo que hacer para renovar, ante el nuevo Rey, su vasallaje a la Corona. Era una cuestión protocolaria más que nada, ya que los lazos de vasallaje entre el Rey y los señores feudales eran bastante débiles.

Incluso se empeñó en aprender a leer y a escribir, lo que causó una honda impresión (y preocupación) entre sus guerreros más allegados. Renaud, que notó inmediatamente su recelo, montó una justa «deportiva», en la que aporreó sin miramientos a sus hombres. Éstos, baldados y magullados, se fueron felices a dormir después de comprobar que su señor seguía igual de bruto que siempre.

Como el sistema de barbecho empezó a funcionarle francamente bien, su interés por toda nueva técnica agrícola se avivó. Viajó durante un tiempo y copió, en plan japonés, todo lo que le pareció interesante.

«Por todos lados se están haciendo cosas nuevas — reflexionaba—. No pienso quedarme atrás.»

Se trajo herreros y artesanos que dedicó a confeccionar herraduras y arados con ruedas, colleras rígidas para el tiro de los animales. Todo ello sin pagar ni un duro en royalties.

Sin embargo su mayor preocupación era la defensa de sus tierras y el orden interno.

Mandó construir, a tal efecto, nuevos burgos que eran castillos defensivos situados estratégicamente. (Para hacernos una idea más exacta de lo que eran y el papel que representaban habría que decir que eran lo mismo que los «fuertes» de las películas del Oeste, una empalizada de madera o adobe en cuyo interior se encontraba un destacamento militar. Quizá la única diferencia con los burgos fueran sus muros de piedra y su castillo.)

Aquellos burgos, no eran ciudades como no lo fueron los «fuertes », sino un puesto defensivo militar y en el que, en caso de alarma, la población civil podía refugiarse (lo mismo que en las películas). Renaud no podía saber que con el tiempo, burgos como aquellos llegarían a convertirse en auténticas ciudades. Y para ello, ya no faltaba mucho tiempo.

Las dos naves se habían embestido cual dos carneros en celo. Incluso el «crashhh» que se oyó cuando entraron en contacto sonó parecido. Garfios que volaban, lanzazos, flechazos, hombres saltando al abordaje, cuchilladas, dentelladas, sangre, cuerpos arrojados por la borda, patadas, puñetazos, hachazos, estocadas...

Finalmente unos se rindieron y fueron hechos prisioneros, se podía obtener un buen rescate por ellos. Los otros, contentos por la victoria, por seguir con vida y por el botín, se dedicaron a saquear la nave veneciana.

El capitán del barco genovés les dejaba hacer. Luego ya harían partes. Umberto, pues ése era su nombre, no era pirata, sino capitán de un navío mercante. Tampoco la nave veneciana era pirata, sino también mercante.

El que ambas fueran armadas hasta los dientes no debe confundirnos. Pertenecían a dos honradas y pacíficas empresas mercantiles que aplicaban modernas técnicas comerciales para hacerse con una posición de predominio en el mercado.

Umberto había empezado como simple marinero, cosa rara entre los de su condición. Poco menos que escapando de la tutela de sus padres, se había alistado voluntario en la expedición que iba a llevar provisiones y material a los cruzados que estaban a punto de asaltar Jerusalén.

Pese a su juventud, sus padres no pudieron evitar que se enrolara. Tampoco estaría bien visto. Así que, encomendaron el cuidado de su hijo a su amigo Maese Rinaldo, uno de los comerciantes que también se habían apuntado (con el fin de vigilar de cerca su negocio, todo sea dicho).

Después de una travesía normal arribaron a Jaffa (actualmente Tel-Aviv o Yafo —según quien la pronuncie—), donde Umberto, emocionado ante la vista de los caballeros y sus estandartes blasonados por la cruz, quiso unirse a la huestes de Godofredo de Bouillon.

Maese Rinaldo, que se lo olía, tuvo unos razonamientos con Umberto. Las suaves, mesuradas y sensatas palabras de Maese Rinaldo, difícilmente convencerían a ningún muchacho de abandonar sus sueños de aventura y gloria. Pero sus ojos, sí.

Umberto apenas habló como no fuera para asentir repetidamente: «Sí, sire. Sí, sire...». Su mirada no pudo despegarse de la de Maese Rinaldo, ni su mente apartarse de sus cadenciosas palabras.

Umberto siguió de marinero y no pudo entrar triunfante en la liberación de la Ciudad Santa. Y sin embargo Maese Rinaldo no le dijo nada que no le hubieran dicho sus padres. Fue cuestión de esa fuerte autoridad que emana de los hombres acostumbrados a mandar, y que el propio Umberto adquirió para, luego, ir mejorándola y acrecentándola con el paso de los años.

Por cierto, nunca supo si tomó la decisión acertada: la gloria del triunfo en la lucha por unos ideales o la riqueza del triunfo en los negocios. Honrado consigo mismo como era, jamás se atrevió a darse una respuesta a esta pregunta.

Lo bien cierto es que a raíz de la expedición genovesa a Jaffa y de la posterior veneciana, de ciento veinte naves, con destino a Haifa, el Mediterráneo volvió a abrirse para la Europa Meridional. Los musulmanes dejaron de dominarlo para siempre.

Y también es cierto que a partir de esa primera cruzada, Venecia, Génova y Pisa rivalizarían entre sí, incluso por las armas, para conseguir la mayor porción del comercio marítimo.

Pasarían los años y los reinos latinos de Oriente, incluido el de Jerusalén, fueron cayendo y volviendo a manos sarracenas. Los efectos políticos de las cruzadas acabaron por desvanecerse. En cambio la reapertura del Mediterráneo tuvo una beneficiosa y perdurable consecuencia para los cristianos. (No, desde luego que no, para los musulmanes.)

¡Libre! Era un campesino libre. Guillaume no lo habría dicho así, pues no entendía muy bien lo que quería decir. Lo que sí que sabía era que iba a poder trabajar unas tierras que le había encomendado su nuevo señor (o ¿ya no había que llamarle de ese modo?) y que podría largarse de allí cuando quisiera. O sea, vamos... si las cosas no le salían bien. Pero, ¿por qué iban a salir mal?

De todos modos, aunque no acabara de encajar en sus esquemas mentales, la idea le gustaba. Su padre tendría que vivir siempre en el mismo sitio. Era un siervo de la gleba. Si quisiera marcharse tendría que atreverse a pedir permiso al señor marqués. ¡Bueno!, mejor ni pensarlo. Aunque bien mirado, ¿para que iba a querer su padre abandonar las tierras que cultivaba?

Desde pequeño, Guillaume recordaba que la vida les había tratado bien. Algún que otro año apurado a causa de la mala cosecha, pero en general, siempre fue buena y abundante. Por lo demás, su padre, Médard, en vista de que vendía sin dificultad sus excedentes (lo que le sobraba después de entregar al señor marqués lo pactado y apartar lo necesario para la próxima siembra y para su sustento), había hablado con el amo con el fin de pedirle permiso para roturar unas tierras que, llenas de rastrojos, estaban situadas al pie de la colina que delimitaba su parcela. El marqués dio el visto bueno encantado (le tocaba su cuota de lo que allí se produjera).

Guillaume rememoró el mucho tiempo que costó a su familia preparar aquellas tierras para el cultivo. Pero aún así fue hermoso. Es una sensación difícil de explicar para quien no sea campesino lo que significa moldear nuevas tierras para cultivarlas.

Siete hermanos seguían vivos. Tan solo dos murieron, un bebé que unas fiebres se llevaron y una pequeña que se ahogó. Eran muchas bocas que alimentar y sin embargo sus padres lo lograron.

No obstante, Médard, que había estado haciendo cálculos, los reunió un día y les habló. Cierto que fue de una forma poco coherente. Médard no era un hombre de fácil palabra ni de largos discursos, pero sí de firmes determinaciones. Así que no las reproduciremos, contentémonos con saber que les comunicó que el mayoral y el segundo se quedarían, pues habría tierra para ellos y para sus futuras familias. Las tres chicas, también, pues ya había apalabrado su matrimonio. Pero los dos pequeños tendrían que buscarse la vida por ellos mismos.

Guillaume, que se encontraba dentro de esta última categoría, tuvo que recoger sus bártulos y las pocas monedas que su padre le dio, y, junto con su hermano pequeño, abandonar el techo familiar. No hubo problema por parte del señor marqués. Una vez asegurado que continuarían los dos mayores, el que se le fueran los otros dos no pareció preocuparle, puesto que la natalidad era abundante, la gente sana y si hiciera falta, siempre podría recurrir a los muchos que aparecían constantemente preguntando por algún trabajo que hacer. La verdad es que había brazos por doquier. Y aunque tuviera que roturar nuevas tierras, la mano de obra no sería ningún problema. Se volvió por tanto más liberal con el tema de la servidumbre y no le hacía ascos a contratar a algún que otro campesino libre.

Quizá Guillaume hubiera podido quedarse, pero ni se le ocurrió. Partió con su hermano y al cabo de seis meses de recorrer mundo, y hacer pequeños trabajillos, encontraron un sitio que les gustó. Fue en una pequeña ciudad. Él se enamoró de la tierra y de una muchacha (quizá el orden sea el inverso), llamada Turenne. Su hermano lo hizo de la milicia. Deslumbrado por los soldados y por las palabras llenas de promesas de aventuras del reclutador, se alistó como hombre de armas.

Ahora era un campesino libre. Su futuro sería feliz. Ocuparía un terreno que el señor del lugar le asignaría. Pediría prestado algo de dinero, (que empezaba a circular con cierta alegría). Cultivaría. Se construiría una casa en la ciudad, donde después de la boda con Turenne, se instalaría a vivir con ella. Vendería bien sus cosechas y empezaría a tener dinero y a manejarlo. Tendría muchos hijos. Y finalmente, un día decidiría comprar la tierra que trabajaba.

Y no sería una excepción. Muchos otros como él harían lo mismo. Liberada de la servidumbre y del hambre gracias a la bonanza, la sociedad feudal empezaba a cambiar.

Marie (la) Posadera era todavía una mujer atractiva. Figura garbosa, de proporciones abundantes, pero en su justa medida, piernas largas, caderas amplias y redondeadas, cintura casi plana y busto que llenaba su blusa blanca, rebasándola por arriba en cuanto se movía o se agachaba (para delicia de sus parroquianos). Rubia, lo que disimulaba las canas que sus cuarenta y pocos años le producían, de piel rojiza y ojos azules. Conjunto que delataba sus orígenes nórdicos. Además era «fina». Una mujer de armas tomar.

Se había quedado viuda antes de los treinta. Su marido, Guy, murió a causa del vino. Pero no se equivoquen. Fue al descargar tres enormes toneles que le vendieron. Al aflojar las cuerdas que los sujetaban al carro, uno de los dos de abajo se deslizó hacia donde estaba Guy, quien, en vez de saltar de lado tan rápido como pudiese, apoyó sus manos en el tonel que se le venía encima, con vana la esperanza de evitar tan sensible pérdida. El tonel ni se inmutó, y siguió deslizándose poquito a poquito hasta que cayó al suelo, justo encima de las piernas del posadero. Pero no le mató. Lo hizo el tercer tonel, el de arriba, que siguiendo el mismo derrotero que su predecesor, aplastó su cabeza en un rebote, para seguir incontenible calle abajo.

Marie tuvo, a partir de entonces, que hacer tres cosas, acabar de criar a sus hijos, hacerse cargo de la posada y cuidarse de sus clientes, lo que conseguía gracias a su buen tamaño, agilidad en el verbo y rapidez de manos. Dos frases mordaces de ella cortaban cualquier intento de aproximación de los incautos que no la conocían, a quienes su recién descubierta viudez, les daba pie a pensar quién sabe qué cosas. Si el intento de aproximación incluía expediciones manuales, entonces la respuesta pasaba de las palabras a los hechos. Hubo una vez un bruto, de los que iban de aldea en aldea vendiendo lo que pudieran, que había intentado alcanzar sus pechos justo en el momento en que Marie se agachaba para servirle un estofado. Acabó con el caldero como sombrero y con la cara escaldada. En otra ocasión, un apuesto y gallardo petimetre, perdió varios dientes a consecuencia del golpe que la posadera le propinó con la pierna de cordero que el irresistible galán había pedido de cena.

Pero estos gajes del oficio no perjudicaban la marcha de su negocio. Antes al contrario le daban una buena imagen, no desprovista de un cierto morbo.

Marie tenía su posada en Bourg-Neuf que estaba situado a un tiro de piedra del castillo (o burgo como se llamaba entonces). Con él compartía el río que las bañaba. Desde tiempos inmemoriales (ya los romanos estuvieron en aquel mismo sitio) había sido una zona de tránsito. Por allí pasaban ejércitos invasores o defensores, bandidos y en tiempos de paz, mercancías que se hacían acompañar de sus propietarios. No era de extrañar que en un sitio tan frecuentado y de tan fácil acceso como aquella comarca, se buscara un emplazamiento defensivo, fuera contra invasores o bandidos. Pero también se necesitaba para los viajantes un lugar seguro de descanso, donde permanecer reponiendo fuerzas por algún breve tiempo.

Y claro, el castillo era pequeño y estaba ocupado (y no parece que sus moradores estuvieran dispuestos a hacer sitio a los mercaderes). Así que, éstos construyeron, en el mismo lado del río y un poco más abajo del burgo, una empalizada. En ella podían reposar, y dejar su género, en una especie almacén provisional. Marie no conoció aquella valla, pero sí había oído contar a su madre cómo ésta fue cambiada por una auténtica muralla de piedra. Y es que el negocio marchaba. Mucha gente pasaba por allí, de Norte a Sur y de Este a Oeste. Así que algunos, como los padres de Marie, se quedaron en Bourg-Neuf y empezaron a atender a los transeúntes: comida, posada, collas de carga y descarga, herrerías, talleres de confección y reparación de ruedas y carros, ropas, etc. El almacenaje, asimismo, tomó nuevas orientaciones. Ya no sólo era de paso, sino que algunos locales sirvieron como punto de aprovisionamiento para la propia comarca.

A pesar de la proximidad del castillo, Bourg-Neuf se había visto amenazada en varias ocasiones por hordas de bandidos, para los que la empalizada era una mera cuestión de trámite. Así que hubo que construir la muralla y con ella, Bourg-Neuf pudo considerarse una verdadera ciudad. Así lo reclamó y así se le concedió (escudo de armas incluido). Y es que los tiempos, todavía eran peligrosos.

Los clientes de Marie procedían de todos lados. Conocía lombardos, flamencos, francos, germanos, normandos (en son de paz)... Todos ellos con una característica en común: viajaban en grupos fuertemente armados (las hermandades compañías latinas, o bien las hansas germánicas). A Marie le contaban cómo se asociaban tanto en la compra del género como en su defensa durante el viaje, para finalmente repartirse sus ganancias.

Las confidencias de cuánto llegaban a ganar, escandalizaba a la buena mujer. Ella que era honrada y pedía por su comida y posada precios justos, como así exigía la Iglesia, pensaba que aquellos facinerosos irían todos al infierno. En una ocasión soltó toda una serie de improperios cuando se enteró por un comerciante flamenco, cuánto costaban en origen aquellos paños que días atrás, compró encaprichada a un compatriota del confidente.

Y lo cierto era que, a pesar de los peligros del viaje, las posibilidades de ganancia eran enormes. Cuanto más lejos del lugar donde se producía el artículo, se pudiera vender, más precio se podía obtener. A Marie, que estaba acostumbrada al dinero del más variopinto origen, veneciano, carolingio, flamenco, árabe o bizantino (estas dos últimas eran las monedas-patrón del mundo medieval) le habían llegado a pagar con monedas rarísimas como las rusas. ¡La de vueltas que estaban dando hombres, género y dinero! ¡Qué contraste con lo que ocurría en vida de sus padres y abuelos! Unos aventureros (incluso algunos de ellos, como bien conocía Marie, habían dado comienzo a su capital como desarraigados, proscritos y bandoleros) estaban cambiando poco a poco, pero día a día, el mundo que conocía Marie: su Bourg-Neuf, su ciudad. Pero también el Mundo con mayúsculas: sus ciudades, sus campos, su concepción de los negocios y de cómo vivir la vida...

Pero ¿qué no podía esperarse de unos tiempos como éstos? ¿Acaso no estaba viendo Marie, cómo sentados en la misma mesa dos hombres, uno veneciano y otro flamenco, estaban charlando animadamente? ¿Qué no estarían trajinando y discurriendo estos dos? ¿Y aquellos otros cuatro del rincón, compartiendo sus experiencias y consejos?... Marie no podía saber que con el tiempo, Bourg-Neuf acabaría por engullir al viejo burgo, al castillo. Y para ello ya no faltaba mucho tiempo.

La comitiva de ciudadanos fue en procesión, nunca mejor dicho, a la Catedral. Deseaban exponer a su pastor espiritual la necesidad de construir una iglesia, pues con sólo un local de culto, pequeño y alejado, los servicios no daban abasto para cubrir las necesidades de toda la población.

En su presencia, insistieron en lo de «toda» la población. Ellos no por vivir en la parte nueva, tenían menos derecho que los que moraban en la vieja. Además, tenían dinero. Más que los otros.

El obispo se sorprendió de la excitación y vehemencia con que hablaron, cuando en realidad, lo que venían a pedir, le parecía magnífico. Así que los tranquilizó, y les dijo que se pondría en ello.

En efecto, no mucho tiempo después, se aprobaron los planos y dieron comienzo las obras. El dinero, aparte del que suministró el obispo, fue aportado más que generosamente por la ciudadanía, gracias a su fervor (y según se decía, al deseo de los comerciantes de hacerse perdonar sus continuas transgresiones a la doctrina de la Iglesia sobre la obligación de pedir un «precio justo»).

Así que fueron apareciendo canteros, albañiles, carpinteros, herreros... Más gente significó más necesidades a cubrir: tenían que comer, vivir en algún sitio (alquilado o hacerse la casa), alguna ropa necesitarían... Hubo, pues, más actividad económica, lo que benefició a la villa en su conjunto.

Acabada la iglesia, algunos de los que allí aparecieron, allí se quedaron (siempre había otras obras que hacer en la ciudad). Otros se marcharon (siempre había otros lugares donde construir catedrales e iglesias).

Y poco a poco, en la Europa cristiana occidental, fueron alzándose esas maravillas arquitectónicas; románicas primero, y góticas acto seguido, que todavía hoy, nos dejan con la boca abierta (a mí, por lo menos).

Bien, no voy a extenderme más en esta mini-historia. Es muchísimo mejor que lean el citado libro de Ken Follet: «Los pilares de la tierra», en el que se expone de una manera clara y amena lo que va sucediendo, paso a paso, en una población que comienza a edificar su catedral; y cómo contribuye dicha construcción a aumentar la riqueza de una comunidad. Estoy más que convencido que, sumergidos en la vida y aventuras de sus personajes, podremos entender mucho mejor alguno de los aspectos de la «Economía Real», la que, día a día, se desenvuelve ante nuestros ojos. (Por cierto, ése era el título original de este libro, pero familiares y amigos a los que se lo comenté, coincidieron unánimemente en que era un plomo de título, así que lo cambié por otro más marketiniano.)

Finalmente, puede que esta cortísima historia les suene a algo ya leído. Efectivamente, hemos tocado el tema en el capítulo «Ciudad, escritura y mercancías...». Si insisto, es porque quiero resaltar una idea: unos hombres se ponen a «construir» (o a hacer, o ...) una cosa y de repente, un algo que parece más bien un gasto, relanza la actividad económica de una colectividad en conjunto.

Luca (el) Joven llevaba tres meses en la Universidad de Bolonia y se sentía obnubilado (un poco antes no se le habría ocurrido usar una expresión tan cursi, pero cuando uno se encontraba en un ambiente selecto de por sí, debía emplear un vocabulario más al uso). Bueno, decíamos que Luca después de su primer trimestre en Bolonia, seguía alelado.

La riqueza intelectual, la profundidad de los pensamientos, la cantidad de conocimientos, la abundancia de libros, la elocuencia de los profesores, el nivel de las conversaciones..., deslumbraban a un Luca que, si bien era amante del estudio y de los libros, jamás llegó a pensar que una universidad fuera así.

Precisamente, fue ese amor el culpable de que ahora estuviera en Bolonia. Siendo un mozuelo, los que más peso tenían dentro de su villa decidieron que sería conveniente establecer un centro donde enseñar a sus hijos a leer, a escribir y llevar cuentas. Pensaban imitar las escuelas básicas que empezaban a ser habituales en muchas ciudades. (Aquellas primeros centros laicos no proporcionaban ningún Master en Economía, ¡pero qué papel desempeñaron!)

Entre los que más movieron el cotarro para conseguir su establecimiento, estaba el propio padre de Luca, también llamado Luca y por eso apodado el Viejo, quien consideraba que tales enseñanzas básicas serían una poderosa arma en manos de su hijo cuando tuviera que hacerse cargo de los negocios de la familia. (No estaba dispuesto a que volviera a ocurrirle a su hijo Luca lo mismo que a él: perder más de una buena oportunidad, salir timado o meterse en algún mal lío, por no saber entender los cuatro garabatos que «el otro» le presentaba para que «firmara».)

El propio padre de Luca, en compañía un par de representantes de los demás gremios de la comunidad, fue quien se encargó de la contratación del maestro, un milanés de aspecto distante y seco.

Este hecho, junto al carácter laico de la escuela próxima a inaugurar, trajo consigo una cierta tirantez con el deán, que se arregló con una solución de compromiso: el maestro enseñaría las letras y los números, pero los padres estarían encantados (¡de verdad!) que la Iglesia proporcionara en la escuela, una formación religiosa a sus hijos.

Al cabo de un tiempo de iniciadas las clases, Luca Joven tomó cariño al maestro, pues si bien con los demás niños aplicaba la tradicional política dura de enseñanza, («la letra con sangre entra »), con él se portaba siempre de un modo afable e incluso lisonjero. El maestro, después de las primeras semanas, había visto que tenía madera. En toda su vida nunca había conocido a un muchacho que aprendiera tanto y tan rápido. Pronto se convirtió en el primero de la clase.

Un día se presentó en casa de Luca Viejo.

—Vuestro hijo —le dijo después de los saludos y plácemes de rigor— tiene muy buena cabeza para las letras y los números. Todo lo que tenía que enseñarle, ya lo ha aprendido.

Ni que decir de la alegría y del orgullo que estas palabras le causaron. Nada mejor para un padre que le hablen bien de su hijo. Pero, «¿qué debía hacer? —se preguntó—. ¡Ya está! Hablaré con el deán.»

Ni corto ni perezoso, se dirigió aquel mismo día a la iglesia. El deán, escuchó con interés al padre de Luca.

—Estoy de acuerdo con el maestro —respondió—. También yo me he dado cuenta. Había pensado hablar con los monjes para que le dejaran leer alguno de los libros que poseen. Creo que será una buena idea para el chico, y ya que venís a hablarme de las posibilidades de vuestro hijo me ahorráis tener que ir a pediros permiso.

Así lo acordaron. El deán pensaba que sería muy aconsejable «fichar» para la iglesia una buena cabeza. Al padre no le disgustaba, en modo alguno, esta posibilidad. El único discrepante fue el propio muchacho, que aunque piadoso, no le iba el sacerdocio.

No importó. El deán, empero, dialogó con los monjes para que le permitieran tener acceso a libros que fueran adecuados para Luca Joven. Éstos aceptaron de buena gana. Simplemente pusieron un requisito, que trabajara como copista en la pequeña biblioteca; no había muchos que supieran escribir. La condición era justa, y las partes estuvieron de acuerdo.

Pasaron unos pocos años. Luca Joven fue prosperando intelectualmente a pasos agigantados para deleite de cuantos tenían la oportunidad de discutir con él sobre artes y filosofía. Llegó, pues, un momento en el que hubo que decidir qué haría a continuación.

Padre, deán y obispo, su último mentor, llegaron a la conclusión de que lo mejor sería enviarle a estudiar a la universidad de Bolonia. Y aquí lo tenemos ahora, en una universidad que contaba con facultades de Medicina, Filosofía (supeditada a la Teología), Derecho y Artes. (Según se decía, había sido fundada por los míticos romanos poco antes de la caída de su Imperio.)

Luca Joven escogió Artes, que era un paso previo para Derecho y Medicina, aunque se apuntó también a Filosofía para matar el gusanillo de su afición. Pronto comprobó con desagrado, que era demasiado; y más para un novato. Por mucha cabeza que se tuviera, nadie era capaz de adquirir todo el conocimiento humano. Aquella sobrecarga instantánea que se le vino encima al llegar, fue otra de las causas de su estado de desconcierto inicial.

Por descontado, fue adquiriendo experiencia y acabó no sólo superándolo, sino que se adaptó a las mil maravillas a aquel ambiente, logrando, en primer lugar, un hermoso diploma de bachiller en Artes y, luego, de licenciado en Derecho. No hizo el «Master » (magisterio) ni el doctorado. Llegó un día en que se dio cuenta que se había pasado toda su vida entre libros y que ya estaba bien. Tenía que hacer muchas otras cosas en su vida.

Ese fue el paso de Luca Joven por una universidad, que casi cien años después llegaría a contar con ¡doce mil alumnos! (Y eso que estamos hablando de un mundo en el que dominaba el analfabetismo; de una cultura en la que imperaba la espada; en la que el desarrollo matemático se veía seriamente obstaculizado por una absurdo sistema numérico, aunque ya un loco se había empeñado en que todo el mundo usara la numeración «arábiga»; y que, como quien dice, por no haber, no se había inventado ni la pólvora. Miento, los chinos ya hacían sus pinitos desde principios del siglo X. Causa una cierta desazón comprobar la rapidez con que se extendió el uso de la misma, en comparación con lo que tardó en adoptarse la numeración «árabe». De hecho, hoy en día, todos los países conocen el uso de la pólvora, pero sigue sin existir un alfabeto universal).

Retomemos el hilo y no nos pongamos pesimistas. En aquella brumosa era, había renacido la práctica del estudio. Muy poquitos años faltaban para que surgieran las figuras de Alberto Magno y Tomás de Aquino. Merecerá la pena que hablemos, al menos, del primero.

San Alberto Magno, elevado a los altares en este siglo, fue una figura clave para el desarrollo de la institución académica. Dominaba el latín, griego y árabe, sabía de astronomía, teología, filosofía, física, mecánica y química (había estudiado libros prohibidos de árabes y judíos). Se le llamaba, y no sin razón, doctor universalis, que podríamos traducirlo por el que más sabe de todo. Su apodo, Magno, significa grande: Alejandro Magno, Carlomagno y Alberto Magno. Está bien variar por una vez, y dar el apodo de Grande a un sabio en vez de a un conquistador.

Fue un aristotélico, (a la sazón prohibido por entonces y recuperado gracias a él y a su discípulo, Tomás de Aquino), que sentó las bases del estudio científico. Propugnó el empleo de la razón y de la experimentación para explicar las causas naturales: ¡ya estaba bien de tanto misterio, oscurantismo y mito! Representó, pues, una auténtica innovación revolucionaria en el modo que debía seguir cualquier aproximación a una realidad a estudiar.

No es de extrañar, pues, que levantara más de una polvareda y más de una agria controversia al enfrentarse a los sistemas «tradicionales » de conocimiento.

A partir de ambas figuras, Europa va a comenzar a dar paso a la razón como medio de explicar las causas naturales. Después de varios siglos en los que la sociedad occidental nada había aportado al fondo de conocimientos de la Humanidad, incluso había perdido muchos, iba a comenzar a recuperarlos y a ampliarlos; y así, hasta ahora.


Siete historias imaginarias que, como es habitual, han intentado proporcionarnos una visión de lo que ocurría durante el periodo en el que el feudalismo se encontraba en su punto culminante. Precisamente, cuando peor era la situación, empiezan a aparecer toda una serie de indicios que nos muestran cómo la recuperación había dado comienzo.

Si comparamos estas historias con las del capítulo dedicado a la crisis, vemos cómo son exactamente las contrarias:

  • Del despoblamiento de las ciudades, pasamos a la creación de nuevos embriones (burgos, sedes eclesiásticas y recintos comerciales), y al repoblamiento de las antiguas.

  • De la inseguridad general, a una organización feudal, que eso sí, proporcionó la protección necesaria para poder empezar de cero.

  • De una mentalidad de rapiña y conquista por parte de los poderosos, a un asentamiento tendente a la organización interna y una mayor justicia para con los siervos.

  • De la desaparición del comercio, excepto el agrícola de ámbito local, a su vasta difusión: Flandes, Venecia, Génova, Pisa, Francia, Bizancio, Rusia... (Mediterráneo incluido).

  • De un mundo encerrado en sí mismo, a uno de comunicación e intercambio de ideas y técnicas.

  • De un dinero exiguo y de un sistema de trueque, a una creciente acuñación y a una economía monetaria.

  • De una única fuente de riqueza, la tierra, a una mayor diversificación de la misma con el florecimiento de la artesanía, los servicios y la industria. Gracias al comercio se abandonó la autarquía, en la que cada comunidad se producía lo mínimo necesario; se empezó a intercambiar lo producido en diferentes y, muchas veces, alejadas zonas.

  • De una población escasa y de unas tierras de cultivo que jamás se ampliaban, a un crecimiento inusitado de la natalidad y, como consecuencia, un aumento de la demanda de alimentos, lo que implicó una expansión de los cultivos y una mejora de los sistemas tradicionales de laboreo.

  • De una división social de señores, clérigos y siervos, a la aparición unos pocos, al principio, hombres libres: agricultores establecidos en las nuevas ciudades y burgueses, comerciantes o artesanos.

  • De una época en la que erigir cualquier construcción era raro y de un aspecto más bien burdo, a una en que hubo urgencia por edificar de todo, y en especial esas portentosas catedrales románicas y góticas.

  • �� Del abandono y olvido de la aplicación de las ciencias, conocimientos y técnicas, a su recuperación, creación e implantación.

  • Finalmente, y más importante, de una sociedad que no sabía leer ni escribir, salvo el clero, a otra en que se empiezan a dar clases elementales y acaban por nacer las primeras universidades «modernas».

Ignoro si ustedes comparten conmigo mi manía por la cuestión de saber leer y escribir. Quizá, al ser tan «normal» entre nosotros, nos lleve a quitarle toda su importancia. Me gustaría ser capaz de transmitirles cómo lo entiendo. Saber leer es poseer una llave. La llave del cofre del Tesoro más grande jamás reunido: la totalidad de los conocimientos acumulados de la Humanidad. Poseer dicha llave nos permite tener acceso a todos ellos. Saber escribir, no menos importante, nos pone en disposición de acrecentar esa bolsa de sabiduría.

Tesoro

Guillaume se moría. Su vida, larga y provechosa, tocaba a su fin. Pero aún le quedaba una cosa por hacer. Mandó reunir en torno a su lecho a su mujer Turenne y a sus numerosos hijos.

—Escuchadme —dijo con una débil voz—. En nuestras tierras hay escondido un tesoro. Dentro de poco, cuando me haya ido, será vuestro. Encontradlo.

Ni que decir tiene que después del funeral, sus hijos se pusieron como locos a buscarlo. Ni un palmo de tierra quedó sin remover.

—No os preocupéis. Ya aparecerá —les decía siempre Turenne cuando, desmoralizados por una búsqueda infructuosa, le hacían la misma pregunta: «¿Dónde está?»

La cosecha siguiente fue la más grande que las tierras de la familia de Guillaume produjera nunca. Una mañana, Turenne, haciéndose seguir de los suyos, salió de la casa y con paso vacilante se dirigió hacia los campos.

—Ahí tenéis vuestro tesoro —les dijo señalando la cosecha con la mano—. A eso se refería vuestro padre. Ni a oro, ni a joyas. El verdadero tesoro, estaba escondido dentro de la tierra. Con trabajarlo como lo habéis hecho, aunque esperabais obtener otra cosa diferente, tendréis asegurado vuestro futuro.


La moraleja de esta conocida fábula es evidente: unos hombres, azuzados por el señuelo de un tesoro, se ponen a trabajar duramente, y aunque no lo hallan, obtienen el verdadero premio, el fruto de su trabajo.

Es imposible evitar establecer un paralelismo entre el Tesoro de la Sabiduría y esta fábula. El Tesoro existe, está escrito. Para encontrarlo sólo se precisan dos cosas: saber leer y la voluntad de ponerse frente a un libro.

Después de este nuevo paréntesis, que hace referencia a mi obsesión por uno de los factores clave del Desarrollo y del que se habla con la boca pequeña en los libros de Economía, continuemos.

Estábamos diciendo que, de unos tiempos amargos y difíciles, pasábamos a unos prósperos, en los que incluso la meteorología pareció estar de lado de la Humanidad. (Por descontado, hubo también desastres, tales como malas rachas con las cosechas, pestes y guerras. Pero ya nunca volverían a provocar un estado de cosas tan crítico como el que dio paso al nacimiento del feudalismo.)

Y claro, la pregunta que nos surge de inmediato es ¿por qué?, ¿por qué de repente, la situación empieza a mejorar? Cuando peor estábamos y más negro se nos hacía el panorama, aparecen los primeros síntomas de un cambio esperanzador.

Hasta ahora hemos dado una descripción de lo que ocurría, de algunos hechos, de sus causas, de sus efectos y de sus consecuencias inmediatas. Pero no de sus causas primarias, no del motivo fundamental que provocó tal recuperación.

Hay una cuestión clave que, si somos capaces de interpretarla correctamente, puede darnos una pista. Se trata del hecho de que, de súbito, comienza a verse gente por todos lados. Ese acontecimiento me ha dado mucho que pensar, obligándome a releer mis libros de consulta en busca de una explicación. Pretendía comprobar si coincidían con la única razón que, según mi punto de vista, lo podía aclarar. Desgraciadamente, en ellos se proporciona una visión muy descriptiva y de causas inmediatas, pero no de lo que se barruntaba dentro de aquellas mentes que constituían la sociedad feudal del siglo XI y siguientes.

Antes de dar la respuesta, creo que tendremos que volver a repasar lo que es la Economía, que recordemos, es una forma particular de afrontar la supervivencia.

Cuando se piensa que ésta se encuentra en juego, se recurre a sus niveles más básicos, eliminando lo «superfluo» y aplicando la política del «sálvese quien pueda». Dejamos de comprar, dejamos de recibir servicios, guardamos el dinero, abandonamos nuestro hogar, arrinconamos la enseñanza..., en fin todo lo que ya hemos visto hasta la saciedad. Cada cual se encierra en su guarida o huye, e intenta afrontar los malos momentos, procurando, cuanto menos, seguir vivo (y junto a él, los suyos).

Pero cuando se opina que, aunque estemos mal, el futuro va a ser algo mejor, se sube un escalón (un nivel), en lo que consideramos debe ser nuestra vida (que en nuestro libro, denominamos supervivencia). De esa manera, salimos de nuestra madriguera, dejamos de huir como locos, y nos ponemos a construir nuestro futuro, haciendo más y más cosas.

La explicación que se da a la abundante natalidad del siglo XI, es la mejora de las cosechas producidas por el buen tiempo. Pero ésta es una justificación banal puesto que, ¿qué es lo que provocó que hubiera más cosechas? ¿Los hados? Volvemos a liarnos con causas y efectos, condiciones necesarias y suficientes.

Hubo más cosechas gracias a que la Humanidad creyó que el futuro sería mejor a poco que se pusiera a trabajar para alcanzar unas mejores condiciones de vida. Para ello fueron precisas unas condiciones mínimas, que hemos visto, que proporcionaran ese rayo de esperanza.

Pero es que no sólo hubo más cosechas, hubo una mayor actividad económica en general, debida a la misma causa. El resultado fue una sociedad que produjo más, que intercambió más y que satisfizo recíprocamente más necesidades.

El aumento de población, de cosechas y de actividad económica, no aconteció de un día para otro, aunque desde la perspectiva de casi mil años después, así nos lo parezca. Empezó como un pequeño grano de arena, que apenas se distinguía. Al año siguiente, se hizo más grande, pero sólo un poquito más. Esto animó a la gente. Por consiguiente, se estuvo más optimista, y como el grano, cada año, siguió creciendo un tanto, llegó un momento en el que se vivió una auténtica euforia.

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Esta es mi particular visión del Desarrollo Económico: hombres y mujeres que, día a día, labran trabajando duramente, un futuro siempre incierto, pero que por lo menos presenta expectativas de mejora; hombres que llegado un momento, son capaces de producir para los demás y de ese modo satisfacer más necesidades del conjunto; y hombres que, finalmente, son más cultos y preparados, lo que les permite mejorar continuamente sus procesos económicos, y no menos importante, llevar un mejor modo de vida. Pero eso sí, paso a paso, poco a poco. Por eso es tan difícil de detectar esa causa primaria, porque no es única ni es espectacular, sino que es la suma casi infinita de muchos pequeños aciertos. Es lo mismo que decíamos de la crisis, pero todo al contrario. Nada de grandes ideas, nada de grandes soluciones.

Hemos visto demasiados fracasos durante este siglo, cuando se han intentado planes de desarrollo a lo «grande» o desde «arriba », como para no darnos cuenta que el Desarrollo es una cuestión de hombres y mujeres, de sus expectativas, de sus ganas, de su voluntad y de su preparación que, poco a poco, y con grandes y pequeños aciertos, también fracasos, ponen la siguiente piedra en el edificio que está levantando la Humanidad. Lo acaecido a partir del año mil, parece que así lo demuestra. (Crisis, por contra, consiste en el lento deterioro de dicho edificio por abulia, desgana, desconocimiento, rapiña, descontrol, corrupción... Cuando llega el mazo, parece que la edificación, que tanto costó levantar, se cae de repente. Pues no, ninguna obra sólida cae al primer golpe, a menos que ya esté corroída.)

Olvidémonos, pues, de una planificación estructurada de sectores productivos, o de la implantación de mega polos de desarrollo, o de una potenciación estratégica..., como la solución a la salida del subdesarrollo en el Tercer Mundo.

Si de verdad estamos comprometidos con la idea de la desaparición de la eterna plaga del hambre y de que la Humanidad en conjunto adquiera un nivel de subsistencia digno, pensemos en qué nos hemos equivocado hasta ahora, y reflexionemos cuál es la única salida que queda.

Nuestro error, con toda la buena intención que se quiera, ha sido pensar que el Primer Mundo puede ayudar al Tercero. No, eso no ha ocurrido, ni ocurrirá. La Historia no funciona así. Si los países subdesarrollados quieren prosperar, deben pensar en qué pueden ayudarse a ellos mismos y a nosotros. No estoy jugando otra vez con las palabras, ni estoy haciendo gala de ninguna clase de cinismo. Lo digo muy convencido. La clave de la salida del pozo en el que se encuentran, se halla en ellos mismos. En su gente.

Y, en ese punto, sí que hay algo en lo que podemos ayudarles. Nosotros disponemos de los conocimientos necesarios. Es el arma más poderosa del Mundo y, lo curioso del caso es que no nos hemos negado nunca a compartirlos. Simplemente no pueden acceder a ellos, porque los símbolos, que la revelan son incomprensibles para la mayoría de ellos. Bastaría dar unos pocos pasos. El primero sería enseñarles a leer. El segundo, a estudiar lo básico. El tercero, seguir enseñándoles...

Salvo excepciones provocadas por situaciones atípicas, no existen comunidades prosperas en el que el conjunto de su población sea ignorante de solemnidad, ni lo contrario, una comunidad pobre con gente superpreparada. En el fondo no es más que una escalera en la que cada sociedad ocupa un peldaño, arriba, en medio o abajo, según el grado de preparación de su población.

Pues bien, a medida que los países pobres se encuentren más formados, empezarán a pensar, y a dar sus propias soluciones a sus propios problemas (sus soluciones, no las nuestras). Llegará inevitablemente un momento en el futuro en el que serán capaces de satisfacer algunas de nuestras propias necesidades mejor que nosotros mismos, con lo cual, las podremos intercambiar por aquéllas en las que nosotros seamos más eficaces. De ese modo, todos seremos más ricos.

¿Y seremos felices y comeremos perdices? Sé que suena a final de cuento de hadas y efectivamente, saber leer y escribir, repito, no es más que el primer paso. Un paso que acelerará su proceso de Desarrollo.

Por lo que respecta a que los terceros países nos ayuden a nosotros como vía de ayudarse a ellos mismos, diría a los escépticos que esto ya ha ocurrido o está ocurriendo, o al menos en una parte.

Hubo una vez un país feudal llamado Japón, hoy en día nuevo rico gracias a que ha sido capaz de producir para Occidente (y desde luego, para él mismo) toda clase de artefactos de una manera tan eficaz que sus clientes occidentales han podido ver cubiertas una serie insospechada de necesidades que sin ellos habría sido terriblemente más costoso poder cubrir. Pasos muy parecidos están dando países vecinos suyos. (O mucho más cerca, qué me dicen de lo que representó el turismo para el caso español.)

Si esos países no hubieran desarrollado tan eficazmente sectores como la electrónica o la automoción, ¿creen ustedes que los occidentales podríamos llegar a tener tan cubiertas ese tipo de necesidades? Estoy más que seguro que no. Hoy, una radio de mediana calidad, puede llegar a costar el equivalente a dos o tres días de trabajo. ¿Cuánto costaría si nos lo produjéramos nosotros? ¿Y un televisor, y un ordenador personal, y...?

Pues bien, ¿recuerdan lo que hicieron los japoneses? Vinieron a aprender de nosotros.

Ahora ambas partes estamos mejor. Y podría ser incluso más bonito, si Japón no se empeñara en negarse a aceptar lo que nosotros podemos ofrecerle. Pero ya llegará el día.

De nuevo veo caras de incredulidad. ¿Acaso Japón, y el resto de países orientales, no están haciendo que Occidente sea más pobre ya que están quitándonos puestos de trabajo?

Desgraciadamente, pensar así está de moda hoy en día. Creemos que la riqueza la generan los puestos de trabajo. Cerremos pues, nuestras fronteras. Hagámonos nosotros mismos todo lo que necesitemos. Es más, si una máquina, resta puestos de trabajo, destruyámosla. No estudiemos, porque esto hace que la gente adquiera la funesta manía de pensar y con ello seremos más productivos y tendremos menos trabajo.

Una vez leí un anuncio en el que se veía una retroescavadora haciendo un agujero para la cimentación de un edificio. Uno de los espectadores decía:

«Cuando veo esas máquinas no puedo dejar de pensar en a cuántos hombres, con picos y palas, ha quitado el trabajo.»

Un segundo espectador respondía:

«Ni yo, en cuántos hombres podrían trabajar con las manos, si no hubiera picos ni palas.»

No ¿verdad? Por ahí no van los tiros. Con una Edad Media tenemos bastante. Occidente para dar respuesta a la mayor productividad oriental de unos sectores específicos, debe pensar en lo que puede llegar a generar más rentablemente que ellos, para intercambiarlo. Intercambiar la satisfacción de más necesidades, no de menos.

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Quedaría un punto a tener en cuenta. Asistí, de estudiante, a un conferencia de un científico español que trabajaba en la mejora de técnicas agrícolas. Habló entusiasmado de sus progresos, y de cómo con la aplicación de lo que ya se sabía, podía darse solución al Hambre del Mundo. Concluyó con una frase que se me quedó grabada a sangre y fuego:

«... porque la solución al Hambre se encuentra en la Ciencia, no en los políticos, que ya han demostrado su incapacidad para lograrlo. »

Aquel conferenciante se equivocaba. Mas de treinta años después, las cosas siguen igual y la Ciencia no ha dado de comer a los hambrientos. Pero ojo, no porque no sepa, no porque todavía seamos incapaces de hacerlo (en Europa sobran alimentos por un tubo). No, si no lo hemos arreglado aún es por dos motivos:

  • No existe la voluntad real de darle solución (ahí doy la razón al conferenciante cuando hablaba de la Política. En Economía, a cualquier nivel, los intereses propios son lo primero, aunque con ello, acabemos perjudicados).

  • Teniendo los medios y los conocimientos, somos incapaces de ver la solución que tenemos ante nuestras narices: «No le des un pescado a un hambriento, enséñale a pescar». Es lo que dice un proverbio archiconocido (y no aplicado), al que yo añadiría: «Y enséñale a hacerse la caña de pescar, y cómo encontrar los mejores sitios de pesca, y a leer los libros que tratan de la manera mejorar las técnicas de pesca, y dile que si saca buenos peces se los cambiarás por buenos filetes de carne...»

Es, por consiguiente, una cuestión de querer hacerlo. Los pobres pasan hambre, no porque no quede otro remedio, no porque, como así han sido siempre las cosas, así deben seguir. No porque carezcamos de capacidad. En absoluto. Existe una solución fácil y que no implica ningún gran sacrificio por nuestra parte, aunque sea todo lo lenta que se quiera.


Resumamos, como es de ley, el presente capítulo. Empezábamos con la descripción de una particular forma de camino hacia el feudalismo, la española, quizá bastante atípica con lo ocurrido en el resto de Europa.

El sistema económico feudal se caracterizó por estar bajo mínimos, en plan supervivencia, que contrastaba fuertemente con la opulencia y actividad de otros pueblos de la misma época. En especial con lo que ocurría en el mundo árabe.

Lo expuesto sobre este particular régimen, no aporta conceptos nuevos a los que ya hemos ido introduciendo en nuestro libro. Simplemente reafirma algunas conclusiones a las que llegábamos en capítulos anteriores. De ellas, la que se nos hace más evidente, es el hecho de que una sociedad en la que el origen de la riqueza es único, o casi único, es más pobre que otra en la que las riquezas fluyen desde múltiples fuentes. Eso, dicho así, es otra perogrullada, pero nos sirve de base argumental para reafirmar el principio de que cuantas menos necesidades seamos capaces de satisfacer, menos posibilidades de supervivencia habrá, y para menos gente.

En este sentido, la sociedad medieval constituye la historia de un fracaso de la Humanidad, que no tuvo porqué ocurrir necesariamente. Y, si hacemos tal afirmación es porque en otras sociedades del momento la organización era totalmente diferente, árabes, rusos, bizantinos...

Pero tampoco tuvo porqué ocurrir, puesto que no era una situación deseada. La prueba es que cuando mejoraron las condiciones dentro de la propia sociedad feudal, surgieron los agentes que la desmantelarían, para ir hacia un modo de vida más libre y próspero.

Los agentes surgidos, fueron dos: Hombre y Mujer. Ambos causa y ambos efecto de la actividad económica. De ellos nace y ellos reciben sus frutos. De ellos depende la cantidad y calidad de lo que nazca y reciban.

El resultado fue un paulatino salir del subdesarrollo, siguiendo un modelo clásico que ya nos conocemos muy bien: ampliación de la producción agrícola, crecimiento de las ciudades, intercambio comercial, etc., etc., etc. y mayor grado de conocimientos.

Pues bien, ya conocido el camino del desarrollo, los pasos que hay que dar, y los efectos y consecuencias que provocará cada uno de ellos, sólo nos queda contestar una pregunta ¿por qué?, ¿por qué un pueblo evoluciona y sale del subdesarrollo?

Vemos cómo la respuesta no es única, sino como diría un castizo, es un «mogollón» de acontecimientos encaminados a conseguir la supervivencia; no mediante un «sálvese quien pueda» o un «yo me lo guiso, yo me lo como», sino mediante un intercambio recíproco de la satisfacción de necesidades. Con este planteamiento, hemos vuelto a las conclusiones que obteníamos en el capítulo segundo. La Historia nos demuestra que siempre que sucede igual, ocurre lo mismo.

Con lo que corroboramos como el Desarrollo es lento, acumulativo, al que cada sociedad impone su ritmo. O mejor, según la moral, la capacidad y la voluntad de los miembros de esa sociedad, dicho ritmo será más o menos vivo.

Sin haber pretendido dar un tratado sobre el Desarrollo de los pueblos, he intentado mostrar, al menos, cuál es la vía que creo más adecuada para empezar a caminar, evitando volver caer en los mismos errores.

¿Y con ello habremos solucionado el problema del Hambre y del Subdesarrollo?

Mañana no, por descontado. Pasado tampoco. Al tercer día, puede que la cosa empiece a ser algo mejor... Recordemos que ya hay pueblos que están viviendo su tercer, cuarto, quinto día...

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Se acabaría el mundo medieval, aparecería el Renacimiento y a la vez que éste, vería la luz una nueva forma de entender la Economía: el Mercantilismo. Pero tranquilos, no pienso dedicarle el próximo capítulo. Ya hemos hablado demasiado del Comercio. Aunque muchos tratados sobre la Historia Económica suelen arrancar de ese momento histórico, su estudio no aportaría mucho más a lo que pretendo desarrollar en este libro. No digo que los siglos XV a XVIII no fueran una época interesante desde el punto de vista económico. Lo fueron (en medio de ellos tuvo lugar el pequeño suceso de América y la importación a Europa de metales preciosos donde produjo todo un desmadre en precios). Y además, en ese periodo, asimismo, empezaría a desarrollarse un incipiente Pensamiento Económico, embrión de nuestra Ciencia actual.

Pues bien, como el Mercantilismo no fue sino un modo particular de entender el Comercio, tendente a asegurar sus mercados al precio que fuera, y como existe una abundante literatura de aquella época, opino que hemos de dar un salto, e irnos precisamente al tiempo en el que se considera que el Mercantilismo fenece (¿?). Una segunda revolución se huele en el ambiente.