CONFLICTOS DE PODER SOBRE EL ESPACIO.    Manual de ordenación territorial a diferentes escalas (II)

CONFLICTOS DE PODER SOBRE EL ESPACIO. Manual de ordenación territorial a diferentes escalas (II)

M. Teresa Ayllón Trujillo (Ed.) (CV)
Universidad Autónoma de San Luis Potosí

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LA ORDENACIÓN DEL TERRITORIO EN ESPAÑA. BALANCE CRÍTICO ANTE LA CRISIS ACTUAL

Alfredo Pérez Morales
Salvador Gil Guirado

Introducción

En España la planificación territorial tiene una tradición corta y limitada como disciplina consciente de su propia importancia. No es hasta el año 1973 cuando se crea el primer órgano administrativo dedicado al análisis o diseño de políticas para la ordenación del territorio, el Ministerio de Planificación del Desarrollo, encargado a su vez de gestionar los “planes de desarrollo” que caracterizan los últimos años del periodo franquista. Sin embargo su vida fue breve y desaparece en 1975.
Hasta entonces, las acciones de incidencia sobre el territorio se venían aplicando a través de textos legales sectoriales, leyes del suelo, de aguas, etc., y de las actuaciones de diversos órganos de la Administración. Pero el primer intento serio de llevar a cabo una gestión territorial a nivel nacional data de la Ley de 12 de mayo de 1956 sobre régimen del suelo y ordenación urbana («BOE» núm. 135, de 14 de mayo de 1956, páginas 3106 a 3134, 29 págs.). Ante el reconocimiento de que las políticas sectoriales decimonónicas y de la primera mitad del siglo pasado (Leyes de Ensanche y Extensión, de 22 de julio de 1892; de Saneamiento y Mejora Interior, de 18 de marzo de 1895; de Solares, de 15 de mayo de 1945; y Ley de Régimen Local, de 24 de junio de 1955, fundamentalmente) no permitían hacer frente a la realidad del momento y a los retos a los que el país debía hacer frente. En este sentido, su objetivo principal era realizar un Plan Nacional Urbanístico para delimitar el espacio urbanizable y el suelo rústico, y en segundo lugar en cuanto a la importancia dada, determinar la ubicación de las principales infraestructuras e industrias. Parece así, como se verá a continuación un antecedente directo y claro, de los actuales Planes Generales de Ordenación de carácter municipal, más que un instrumento efectivo para la ordenación territorial de forma integral. En cualquier caso, este instrumento nunca llegó a aplicarse.
En su conjunto, el “modelo” de ordenación aplicado en esos primeros años de la década de 1960-1970, puede definirse como una política de equipamientos localizados, en busca de un rápido desarrollo económico, más que como una actuación referida al territorio en su conjunto. Sin duda fue un reto importante, ya que supuso al mismo tiempo dotarse de normas reguladoras e infraestructura administrativa y esbozar actuaciones eficaces y precisas, que se convirtieran rápidamente en estímulos para un crecimiento económico paulatino e intenso en líneas generales.
Posteriormente, la evolución de los acontecimientos políticos y el contexto socioeconómico, hacen necesario hacer frente en España a la implantación de un Estado democrático, con peculiaridades inéditas en la historia reciente del país, que se concretan en la Constitución de 1978. El mencionado texto impulsó un proceso de descentralización política que culminó su etapa en 1983 con la aprobación en bloque de los Estatutos de Autonomía. En virtud de los mismos, se daba base jurídica a las nuevas figuras administrativas y territoriales que supusieron las Comunidades Autónomas y se articulaba la relación competencial entre ellas y el Estado, como la base para el engranaje político administrativo de la Nación.
De esta manera, en materia de ordenación del territorio y desarrollo regional, la tradición legislativa española parece indicar que surge ligada al urbanismo con la finalidad de establecer un marco de referencia que contenga las grandes decisiones sobre la utilización y uso del suelo. Puesto que a su vez, debía de armonizar y garantizar la coherencia del planeamiento municipal, para de esta manera, tratar de evitar resultados absurdos derivados de la mera yuxtaposición de los instrumentos de ordenación diseñados a ese nivel institucional inferior. En este sentido, las Comunidades Autónomas, en las que se estructura el marco territorial básico del Estado Español, cuentan con competencias exclusivas, aunque concurrentes con competencias municipales, en materia urbanística, ordenación del territorio y vivienda a la sazón de lo establecido en el artículo 148.1.3º de la Constitución Española. Pero la indefinición o incumplimiento del principio de subsidiariedad en este sentido, ha dado lugar a choques con la potestad municipal para diseñar los planes urbanísticos, concebidos estos como el conjunto de instrumentos normativos encaminados a ordenar el uso del suelo y determinar las condiciones para su transformación o, en su caso, conservación.
En cualquier caso, las Comunidades Autónomas españolas sustituyeron competencialmente al Estado, ejerciendo plenamente las facultades asignadas a éste por el texto refundido de la “Ley sobre régimen del suelo y ordenación urbana” (RD 1346/76), y su normativa de desarrollo en tanto y cuando éstas no fueran modificadas por las leyes autonómicas elaboradas en virtud de dicha competencia. El proceso, sin embargo, no era sencillo para los bisoños órganos legislativos autonómicos, ni tampoco había de resultar fácil el llevar a la práctica el mandato constitucional de distribución de competencias. Ante todo debido a que, por diversas causas y durante varios años la discusión sobre el territorio se va a concretar en el discurso urbano casi exclusivamente. Y esto a pesar, de que existían las bases legales teóricas para que no fuera así, puesto que el concepto de ordenación del territorio estaba claramente perfilado desde el RD 1346/76 que establece una jerarquía de figuras de planeamiento desarrollada en tres niveles, el primero de los cuales lo ocupa el Plan Nacional de Ordenación. Tanto ese plan, como los Planes Directores Territoriales que conforma el segundo nivel de planeamiento, estaban concebidos para ser la base de la ordenación del territorio a nivel del Estado o sobre espacios supramunicipales.
El aludido Real Decreto define el Plan Nacional de Ordenación como el instrumento “que determinará las grandes directrices de ordenación del territorio” (Art.7), incluyendo medidas de protección para conservar el suelo, demás recursos naturales y la defensa, mejora, desarrollo o renovación del medio ambiente natural o de patrimonio histórico-artístico (Art. 8.2.c). Estas prescripciones también afectan a los PDTC (Plan Director Territorial de Coordinación).
Todavía años después y ante la necesidad de adaptar la realidad nacional al marco europeo, la legislación del Estado va más allá, volviendo a definir la figura del Plan Nacional de Ordenación (RD 1/1992) como el instrumento “que permitía la adopción coordinada de las decisiones estratégicas referentes a la compatibilidad del espacio económico con la calidad de vida y el bienestar social, así como la integración del espacio nacional en el europeo” (Art.66).
El concepto de territorio subyacente en esta legislación se apoyaba en una visión integrada de los elementos y relaciones que lo componen y determinan su evolución. La ordenación de este espacio no puede hacerse, por tanto, más que desde un punto de vista global y nunca aislando alguno de los elementos componentes del complejo, so pena de no conseguir la “compatibilidad” buscada.
Sin embargo, una figura de planeamiento a nivel de Estado con las características del Plan Nacional de Ordenación, tenía los días contados debido a su dudosa constitucionalidad. Quizás, por ello, la Administración central se apresuró a elaborar instrumentos como el Plan Director de Infraestructuras y el Plan Hidrológico Nacional, que reunidos son, de hecho, las bases de una ordenación del territorio español. En definitiva, aparentemente se busca una fórmula para no perder competencias utilizando caminos alternativos, pues como se verá con el tiempo, la nueva división competencial se asume lentamente y plantea no pocos conflictos que acaban en la vía judicial.
Es interesante observar que del artículo 148.3 de la Constitución Española se deriva directamente la consecuencia de que el Estado, en su producción legislativa, carece de competencias para determinar qué instrumentos de ordenación, tanto territoriales como urbanísticos, son más adecuados en el ámbito de cada Comunidad Autónoma. Ni siquiera posee competencia para redactar el mencionado Plan Nacional de Ordenación, ya que el mismo participa en las características esenciales de los Planes de Ordenación del Territorio, en cuanto asigna usos del suelo a través de directrices territoriales, invadiendo claramente las políticas territoriales propias de cada Comunidad Autónoma, las cuales quedarían netamente condicionadas por la aplicación del citado Plan Nacional.
Por esta razón, la elaboración y aplicación de la Ley Estatal sobre el Régimen del Suelo y Ordenación Urbana de 1990 y su Texto Refundido de 1992, lejos de acabar con el creciente desasosiego que la práctica urbanística y territorial generaba en el Estado Español, provocó, indirectamente, una hoy trascendental y definitiva consagración del urbanismo como materia de regulación autonómica. Tras la entrada en vigor de la citada normativa, distintas comunidades autónomas presentaron recursos a la misma ante el Tribunal Constitucional, alegando la propia inconstitucionalidad del poder de decisión del Estado a la hora de elaborar normas con el contenido urbanístico, como los presentados por los citados textos. Estos recursos fueron estimados según la Sentencia 61/1997, de 20 de marzo, del citado Tribunal, declarando la inconstitucionalidad y consiguiente nulidad de la totalidad de los preceptos que creaban conflictos competenciales entre el Estado y la Comunidades Autónomas.
Este fallo del Tribunal Constitucional, supuso la nulidad de gran parte del contenido del Texto Refundido de 1992. Tal vez hubiese sido menos drástico que el Tribunal, aún postulando que el Estado carecía de competencias exclusivas para legislar en las materias objeto de litigio (urbanismo y ordenación del territorio fundamentalmente), hubiera mantenido la vigencia, con carácter meramente supletorio, de la legislación Estatal contenida en el Texto Refundido de 1992. Nótese que, desde la entrada en vigor de la Constitución Española en 1978 y la posterior aprobación de los Estatutos de Autonomía de cada Comunidad y hasta 1992, se tuvo tiempo para que los legisladores autonómicos ejercieran la exclusividad competencial en la materia, que la Carta Magna les atribuía directamente. Así, resultaría razonable entender que los que no lo hicieron era porque estaban conformes con los postulados recogidos en los distintos textos legales en la materia, tal como indican diferentes analistas de estas cuestiones (Fernández Cano, Morillas Sánchez y López Pellices, 2001).
En este sentido, para muchos autores, la sentencia supone una brutal agresión del Constitucional a la esencia del histórico derecho urbanístico español, que no es otra cosa que la regulación de los aspectos más sustanciales de la propiedad inmobiliaria, el derecho o no de urbanizar, la potestad de expropiar la valoración de las propiedades para la realización de las obras públicas, materias éstas sobre las que el Estado tiene competencia exclusiva conforme al artículo 149 de la Constitución Española. Con motivo del mencionado fallo del Tribunal Constitucional, el legislador estatal se vio en la obligación de establecer con claridad cuáles eran sus límites competenciales en materia de urbanismo y ordenación del territorio mediante la promulgación de un texto legal que sistematizará su función. Así, y en virtud de ello, se dicta la Ley 6/1998, de 13 de abril, sobre Régimen de Suelo y Valoraciones (LS98), en cuya exposición de motivos el propio legislador estatal, ya identifica claramente el alcance de la misma al delimitar sus propias competencias en la materia. Por el contrario, los agentes autonómicos y municipales se dividieron definitivamente el pastel territorial a través de sus competencias respaldadas por la mencionada sentencia. La posterior Ley de Suelo 8/2007, de 28 de mayo, a pesar del ya evidente deterioro del modelo y de los demás problemas asociados, fue simplemente una solución de continuidad a este respecto.
Abarcando por primera vez de forma conjunta los títulos competenciales de urbanismo y ordenación del territorio, las comunidades autónomas españolas han ido organizándose de forma diferente durante dos periodos bien diferenciados antes y después de la crisis económica que estalló en 2008. El primer periodo, 1997-2007, ha sido definido por Romero (2010) como el ciclo inversor más intenso de nuestra historia. Muy por encima de la media de la Unión Europea y similar a los niveles de inversión de los países asiáticos. Durante ese tiempo, debido a una serie de razones entre las que destaca un marco político administrativo que favoreció un consumo abusivo y desordenado de suelo hasta límites que no admite parangón con ningún otro país de la Unión Europea. Fue un proceso febril que, por lo general, ha partido de la escala local sin reparar en sus efectos. Este formidable despilfarro de recursos en el que se instalaron los diversos niveles administrativos españoles con el beneplácito de la sociedad española durante más de una década ha supuesto, una pérdida irreparable de patrimonio territorial y la banalización y degradación de referentes paisajísticos y culturales únicos e irrepetibles. Junto a ello, y de forma general, se ha producido una saturación y artificialización de muchos espacios y una pérdida de calidad territorial que hipoteca seriamente el futuro de muchos territorios. El crecimiento económico reciente en España se ha producido así, a costa de colmatar el territorio de terreno artificial, produciéndose una alta correlación entre el aumento del PIB y al aumento de la superficie construida (Prieto, Campillos Llanos, & Díaz Pulido, 2011: 277). Hasta el punto de que, finalmente, acaba por convertirse en un factor que reduce las expectativas de competitividad inicialmente fundamentadas en la calidad del territorio y el paisaje. Casi la totalidad de Comunidades Autónomas españolas ofrecen conocidos ejemplos de nuestro particular catálogo de malas prácticas planificadoras, debido, en gran medida, a la extremada permisividad de los planes de ordenación de ámbito local. Los mismos gobiernos regionales que habían reclamado con denuedo sus competencias en 1997, no ejercieron sus obligaciones de coordinación y de elaboración y ejecución de Planes Territoriales de ámbito supramunicipal, lo que a la postre fue determinante para el desastre socioeconómico en el que nos vemos inmersos.
En el segundo periodo, las consecuencias territoriales del proceso, antes enunciadas, ya permiten deducir que acarrearán muchos más inconvenientes que ventajas a medio y largo plazo. Así se reconoce desde hace tiempo por informes de orientación diferente que abordan el proceso de urbanización en España y sus consecuencias (Greenpeace, 2007; 2008; Exceltur, 2005; 2007) y por numerosos expertos profesionales cuando han analizado la deriva del urbanismo municipal en España (VVAA, 2006; Asociación de Geógrafos Españoles, 2007; Mata, 2007; Romero, 2010; Naredo y Montiel, 2011). Transcurridos algo más de cuatro años desde el estallido de la crisis, la sociedad española tiene la información necesaria como para conocer los motivos y considerar las consecuencias presentes y futuras de un periodo caracterizado por la desmesura, los excesos y el desgobierno territorial. Es el momento de realizar un balance crítico y una serie de propuestas para la mejora y eficacia del modelo territorial.

 ESTADO DE LA CUESTIÓN EN ESPAÑA

En la actualidad, en la mayor parte del territorio español la OT no ha llegado a alcanzar la profundidad político-administrativa necesaria para establecer un modelo territorial consolidado que integre las distintas planificaciones regionales. En buena medida los problemas nacen porque ni siquiera existe un consenso científico-técnico acerca de los contenidos que deban ser considerados como parte de esta materia. El motivo de esta indefinición tiene que ver tanto con la doble naturaleza que mayoritariamente se ha venido atribuyendo a la OT, como con los imprecisos límites de una materia competencial que comparte protagonismo con otras ya consolidadas en el acervo jurídico (Menéndez, 1992: 247.; Parejo, 1996: 153).
La formalización jurídica inacabada de la OT ha supuesto que la función propia de esta materia haya venido siendo “usurpada” a través de los planes urbanísticos. Efectivamente, la importancia adquirida por el urbanismo en los últimos 50 años le ha dispensado el papel de política predominante en la ordenación y gestión del territorio, lo que ha supuesto una inversión de la política determinante (OT frente a urbanismo) (Agudo, 2007: 121). Aquí el origen urbanístico de la OT ha tenido bastante incidencia, sobre todo por lo que se refiere al continuismo en la identificación entre política territorial y ordenación urbanística (Parejo, 1996: 177). Utilizando un símil cabría decir que la priorización de las soluciones urbanísticas locales no es más que la constatación de cómo la “hija” (la OT), hecha adulta, no puede emanciparse y superar a su “madre” (el urbanismo), porque todavía cuesta reconocer que la primera tenga un conocimiento y percepción del mundo más amplio, capaz y desarrollado. Un dato significativo es que buena parte de las Leyes aprobadas en la materia (Castilla-La Mancha, La Rioja, Extremadura, Cantabria, Navarra, Murcia, o Asturias) integran el sistema de planeamiento territorial en Leyes urbanísticas, otorgándole un protagonismo secundario. En definitiva, se puede decir que la potencia del urbanismo ha impedido que la OT, en cuanto a función y competencia pública, asuma el papel decisivo que le corresponde. O lo que es peor, los principios y rasgos más exacerbados del urbanismo más depredados han terminado por prevalecer y propagar su influencia sobre la totalidad de aquellas medidas destinadas a la ordenación. El contagio ha sido tan extremo que la mayoría de instrumentos de ordenación del litoral español han dado un protagonismo exagerado a las promociones inmobiliarias masivas con fines turístico residenciales, (Agudo, J.; 2010: 47), por encima de cualquier otra consideración de tipo territorial, como por ejemplo la conservación patrimonial y ambiental. Originando un deterioro de estos valores, de difícil reversión, que por otro lado supone amenazar uno de los principales activos en los que el país puede considerarse globalmente competitivo.
A estas consideraciones se han de añadir otras que tienen que ver con el complejo modelo de organización territorial español, caracterizado por una fuerte descentralización en Comunidades Autónomas y Municipios. Competencias como el urbanismo y la OT son exclusivas de las Comunidades Autónomas, lo que ha dado lugar a decenas de Leyes y reglamentos, cientos de planes generales y de desarrollo, todos, hay que insistir en ello, con una presencia determinante de la iniciativa municipal. Por otra parte, se trata de iniciativas municipales que, no es preciso decirlo, tampoco encuentran límites materiales impuestos por planes territoriales regionales o subregionales, sencillamente porque en la mayoría del territorio español no existen, y cuando existen, en bastantes ocasiones su eficacia es limitada o su contenido demasiado genérico y, por ello, dependiente de su concreción por otros planes territoriales que nunca se llegan a aprobar, cuando no por los propios planes urbanísticos. En este sentido, es fácilmente comprensible que todos estos factores hayan sido utilizados por algunos Ayuntamientos para esquivar el cumplimiento de las decisiones territoriales, “legitimadas”, claro está, bajo el “escudo” de la autonomía municipal (Hildrebran, 2006: 98-109). En este orden de cosas, nos enfrentamos a una ordenación segmentada del territorio donde el urbanismo marca la pauta a seguir y la ordenación del territorio experimenta un proceso de atomización al verse obligada a circunscribir sus límites de aplicación sobre el término municipal. Se produce así, una planificación espacial en la que ayuntamientos vecinos pueden o no tener intereses comunes y dar lugar a incongruencias que no benefician a nadie y, que en todo caso, termina obstaculizando la plasmación de un modelo territorial racional y coherente (Agudo, 2010: 48).
Esta reflexión permite entender que en España se hable tanto de urbanismo y se preste poca atención a la ordenación sostenible del territorio como base material en la que tanto las políticas urbanísticas, como las sectoriales y ambientales deberían engarzarse. La primera impresión que resulta de este dato primordial es que en España se ha tomado “la parte por el todo”, es decir, se ha considerado la ordenación urbanística como la base para una política del suelo, desconsiderando ámbitos de planificación territorial a nivel supramunicipal; esto ha llevado a dejar de lado al “todo” en sí mismo considerado esto es, a la función pública de la OT. Esta conclusión evidencia cómo en España aún no se ha asumido que una política territorial sostenible sólo puede ser aquella que asuma una perspectiva integral que aporte soluciones armónicas, sistémicas y, por ello, sostenibles; perspectiva que sólo puede alcanzarse desde la visión del planificador regional o subregional, pero no desde los parámetros estrictamente locales del urbanismo, sin perjuicio del protagonismo que los planes urbanísticos deban asumir en la complementación de los planes territoriales (ibíd.).
Sin lugar a dudas, las deficiencias señaladas han condicionado el organigrama o sistema de instrumentos que ha venido a motivar la crisis en la que nos encontramos. En estos momentos, todo el mundo se cuestiona sobre el papel que vagamente desempeñaron dichos instrumentos de ordenación para alcanzar los objetivos que defiende, los números delatan el fracaso de su aplicación. En la actualidad, existe un déficit de planes territoriales en España, ya que un 48% de la población y un 59% del territorio nacional carece de los mismos (Figura 1), lo que evidencia que la buena predisposición del legislador se ha topado con la desidia administrativa y quizás la falta de interés político. Siendo esto así, se podrán comprender los motivos por los que la consolidación de la OT en España sigue siendo relativa, pues por mucho que se aprueben primorosas leyes, si éstas no van acompañadas en la práctica de la aprobación de los planes que han sido previstos en las mismas, difícilmente podrán alcanzarse los objetivos deseados. Mientras tanto, el urbanismo sigue siendo especialmente proclive y sigue usurpando o imposibilitando decisiones que deberían haber sido objeto de consideración en ámbitos de decisión superior (ibíd., 52). Entre las principales causas de este desfase Agudo señala los siguientes:
1º) El largo tiempo transcurrido desde la aprobación de las Leyes en la materia, hasta la aprobación de los primeros instrumentos. El caso más llamativo es el de Madrid, hasta 13 años para aprobar el primer instrumento de ordenación;
2º) La complejidad característica de los propios planes territoriales; al tratarse de documentos que deben abarcar un número inmenso de particularidades interconectadas, el resultado del trabajo que es el plan, plasma en su memoria determinaciones que entrelazan ámbitos de trabajo y competencias de distintos organismos participantes, lo que a veces dificulta la definición de un sistema territorial futuro viable;
3º) También se apuntan consideraciones de tipo político; sin lugar a dudas, y aunque sea duro reconocerlo, son éstas las que realmente suelen ser determinantes para frenar en el seno de las Administraciones autonómicas la tramitación de planes. Son prácticas comúnmente conocidas y ya casi aceptadas por lo cotidiano de su frecuencia aquellas como las de prolongar la tramitación de los planes, provocando que el paso del tiempo se encargue de superar a las propuestas redactas lo que motiva que la caducidad del modelo propuesto se cumpla antes de su aprobación. Tampoco es una excepción, la paralización a “última hora” de muchos planes, ocasionada, bien por un cambio de Gobierno regional, bien por el temor de perder el voto municipal. Sin embargo, de todos los problemas de carácter político, destaca el ya comentado de forma indirecta, de la resistencia de las Administraciones municipales a la planificación territorial. Es bastante frecuente que los Ayuntamientos, viendo teóricamente amenazada su autonomía, asumen una actitud negativa frente al planeamiento territorial, considerando que las directrices de los planes coartan sus deseos de implementar proyectos opuestos a las determinaciones de aquellos instrumentos de planeamiento. Esa reticencia no sólo se produce en el marco de la tramitación de los planes territoriales, sino también una vez aprobado el plan. De poco vale entonces aprobar un plan a nivel supramunicipal, si luego los municipios se muestran reacios a su cumplimiento o, sencillamente eluden su aplicación y se remiten al planeamiento urbanístico como única norma para su desarrollo.
Todas estas circunstancias hasta ahora comentadas configuran el principal conjunto de problemas que han entorpecido la aplicación efectiva de la ordenación del territorio desde el inicio de la aprobación de los primeros planes. Es evidente que esta serie de obstáculos ha generado un grave perjuicio a la hora de establecer las bases de un modelo territorial racional. Las medidas de organización y planificación emanadas de estos documentos coartados por las deficiencias señaladas, han impedido alcanzar un orden que en la medida de lo posible pudiese disciplinar la dinámica territorial depredadora que se ha experimentado en España durante las últimas dos décadas. Finalmente, asistimos a una tormenta perfecta donde todas las circunstancias de carácter negativo se han conjurado para llegar al escenario tremebundo en el que abundan incoherencias y despropósitos territoriales que compiten por el premio de la inmoralidad y la falta de responsabilidad.

 DESIGUALDADES ECONÓMICAS, DEMOGRÁFICAS Y SOCIALES

A pesar de que el Estado de las autonomías español se base en la igualdad territorial y la solidaridad, existen desequilibrios socioeconómicos y demográficos entre las Comunidades Autónomas y en el interior de cada una de ellas, con un gradiente de aumento de riqueza de componente S-SO/N-NE (con excepciones, como el caso de Madrid). En líneas generales la política de inversión pública en los últimos años no ha seguido una política conducente a reducir estas desigualdades, sino más bien todo lo contrario. Criterios políticos se intuyen, como los principios rectores para fijar este tipo de inversión, fundamentalmente para evitar tensiones territoriales entre el gobierno central y las comunidades con mayor peso histórico (Cataluña, País Vasco y Navarra especialmente) que de manera general han mantenido unos niveles de inversión per cápita superior a la media nacional, mientras que por otro lado comunidades como Andalucía, Extremadura, Murcia, Canarias y Galicia, se ven rezagadas en este apartado, a pesar de partir de niveles de desarrollo sensiblemente inferiores a la media nacional, siendo susceptible de aumentar más estas diferencias (Tabla 1). Difícil escenario de convergencia regional se vaticina en España, si no se modifica de forma sustancial esta política territorial.
Inversión que por otro lado ha sufrido el ineludible efecto de la crisis, pasando de los más de 1.000 € per cápita de media nacional en 2006 a algo más de 270 en 2010, retrocediendo a niveles nunca vistos en los últimos años (Figura 2).
Las causas de estos desequilibrios son, por un lado, aquellas de carácter intrínseco como las diferentes condiciones naturales y la desigual distribución de los recursos; y de otro, aquellas que vienen determinadas por la organización espacial histórica y presente, esta última, estrechamente relacionada con el papel de la ordenación del territorio desde el inicio de su aplicación.
Las desigualdades económicas se observan, entre otras cuestiones, en la capacidad productiva y en las diferencias en la distribución del PIB per cápita. En lo que se refiere a este último parámetro, para el año 2012 (INE) el primer lugar correspondió al País Vasco, con 30.829 euros por habitante, seguido de Comunidad de Madrid (con 29.385), y Comunidad Foral de Navarra (con 29.071 euros por habitante). En el lado opuesto, se situaron Extremadura (con 15.394 euros por habitante), Andalucía (con 16.960 euros) y la ciudad autónoma de Melilla (con 16.981 euros por habitante). La media nacional en 2012 se situó en 22.772 euros. Siete comunidades autónomas superaron el registro nacional (Figura 3).
En 2012, en términos relativos, el PIB por habitante del País Vasco fue un 35,4% superior a la media nacional, el de Comunidad de Madrid un 29,0% mayor y el de Comunidad Foral de Navarra un 27,7% más elevado. Por su parte, el PIB por habitante de la ciudad autónoma de Melilla se situó un 25,4% por debajo del dato nacional, el de Andalucía un 25,5% y el de Extremadura un 32,4% (Figura 4).
La jerarquía espacial resultante de estos factores está constituida por tres tipos de territorios:

  1. Los ejes de dinamismo son las regiones más favorecidas por los nuevos factores de desarrollo: Madrid, la "Y" constituida por el País Vasco, el Valle del Ebro y el litoral mediterráneo norte, y los archipiélagos balear y canario. En estas áreas, en el terreno económico, el crecimiento del PIB se ha desacelerado en algunas regiones que partían de valores más altos, como Cataluña y Baleares. Sin embargo, en la nueva etapa posindustrial, más significativas que la cifras del PIB son las del porcentaje que representan en él los sectores punta, la innovación y la I+D, que continúan beneficiando a Madrid, Navarra, el País Vasco y Cataluña. Además, en la mayoría de las comunidades incluidas en este grupo, el PIB por persona se sitúa por encima de la medida debido a la mayor productividad inducida por los factores anteriores.
  2. Los ejes en declive son espacios muy especializados en sectores industriales maduros o en crisis. Entre ellos se encuentran algunas comunidades del norte, como Asturias y Cantabria, que en cierta forma aún sienten las repercusiones de la crisis industrial de los países occidentales de los pasados años ochenta y noventa. En estas áreas, el PIB crece por debajo de la media y el PIB per cápita es inferior al promedio.
  3. Los espacios menos dinámicos son los que cuentan con un mayor peso económico del sector primario, escaso desarrollo de las industrias avanzadas y predominio de los servicios poco especializados. En este grupo se encuentran las comunidades del interior peninsular –Extremadura y ambas Castillas-, Galicia, Murcia y el interior de Andalucía. En estas áreas, en el terreno económico, algunas comunidades como Murcia y Andalucía han incrementado su PIB por encima de la media en los últimos años, gracias al desarrollo de la agricultura tecnificada y el turismo; aún así, su PIB per cápita continúa estando por debajo del promedio nacional, no obstante, el crecimiento demográfico en ellas también ha estado por encima de la media nacional.

En cuanto a los desequilibrios demográficos, España presenta notables disparidades, que se explican, fundamentalmente, por razones históricas y económicas. Como se puede advertir en el mapa adjunto (Figura 5), la distribución de la población se caracteriza por un acusado contraste regional y subregional. La población se divide principalmente en dos áreas que establecen relaciones de emisión y recepción de recursos poblaciones, que ahondan precisamente en esa descompensación que se viene señalando. Tal y como se advierte en el mapa, las áreas de alta densidad se localizan en Madrid, en el litoral peninsular, las zonas insulares (Baleares y Canarias) y las dos ciudades autónomas de Ceuta y Melilla. En ellas, factores como la primacía de los servicios, la difusión espacial de la industria, la agricultura tecnificada, el desarrollo endógeno y el turismo, refuerzan su consolidación demográfica y determinan una estructura demográfica comparativamente joven, con un comportamiento más pronatalista, por haber sido foco de atracción migratoria, con anterioridad a la crisis actual. Del otro lado, las áreas de baja densidad se sitúan en el interior peninsular. Todas han experimentado ya de forma tradicional una pérdida de peso demográfico que se acentúa con el proceso de éxodo rural vivido en España desde la década de los pasados sesenta y, posteriormente, con especial influencia sobre las provincias del noroeste con tradición industrial. El resultado es un conjunto de provincias con una estructura demográfica fuertemente envejecida y escasamente pobladas por haber sufrido expulsiones poblacionales de forma tradicional y no haber participado de la llegada de inmigrantes extranjeros durante la fase económica expansiva reciente (Figura 5 y 6).
Finalmente, en cuanto los desequilibrios sociales, estos se evidencian en las diferencias regionales en variables como la renta bruta disponible por hogar, el nivel de bienestar, el acceso a servicios e infraestructuras, la existencia de servicios sanitarios, educativos, culturales, asistenciales y de ocio y la calidad medioambiental. Uno de los índices que mejor sintetiza todas estas cuestiones es el Índice de Desarrollo Humano (IDH). Durante el periodo 1980-2010, el IDH en España ha pasado de 0,680 a 0,885, lo que supone un incremento de más del 23%. El crecimiento se ha producido de manera continuada durante todo el periodo, con tasas de variación interanual oscilando entre el 0,42% y el 0,84%. Con valores del 0,79% anual para la década de 1980-1990, de 0,84% para 1990-2000 y del 0,42% para la de 2000 a 2010.
Las comunidades autónomas han experimentado en su conjunto un crecimiento similar, si bien con matices diferenciados (Figura 7). Se puede afirmar que, en general, se ha producido un proceso de convergencia, con solo pequeños cambios en la distribución del IDH a lo largo del periodo (Figura 8) (Herrero, Villar y Soler, 2013). Pero como era de esperar, el mismo gradiente espacial acaecido con la variable PIB per cápita, sucede también con este índice.
De esta manera, la convergencia entre los valores del IDH para las comunidades autónomas se ha revertido en el último decenio, en el que algunas comunidades mejor situadas han aumentado su ventaja comparativa (País Vasco y Comunidad Foral de Navarra), mientras que algunas peor situadas han perdido parte de lo alcanzado. En este sentido, el caso de Baleares en el último decenio es significativo. Por su parte, Canarias no ha mejorado en su acercamiento a la media nacional en estos años; muy al contrario, su desventaja ha aumentado a lo largo del periodo.
A modo de resumen, parece claro que existen dos Españas bien diferenciadas. La del norte donde las cifras del PIB per cápita se sitúan por encima de la media, ya sea por su condición de comunidades con economías de aglomeración y alta producción, como es el caso de Madrid, Cataluña, Navarra y País Vasco; o aquellas que tienen escasa población, pero la rentabilidad per cápita y los servicios son abundantes, ya que todos los recursos son repartidos entre pocos. Y del lado menos dinámico y más en declive estaría la España del sur, cuya condición viene explicada por diversas particularidades. De forma resumida son regiones con escaso desarrollo de actividades industriales y con un elevado peso relativo del sector agrario y predominio de los servicios poco especializados. En todas ellas, debido a su reducida productividad y escaso valor añadido de su producción, motiva que el PIB per cápita esté por debajo de la media, lo que combinado con el alto crecimiento vegetativo, explica su bajo nivel de bienestar al tener que repartir el volumen de servicios públicos y privados entre un mayor número de habitantes.
En estas circunstancias de evidente desigualdad demográfica, económica y social, uno puede llegar a cuestionarse el reducido papel que ha jugado la Ordenación del Territorio si recordamos que entre sus principales objetivos está el de alcanzar un desarrollo equilibrado del ámbito sobre el que se aplique.

EL CRECIMIENTO DEL PARQUE INMOBILIARIO EN ESPAÑA Y LA ACENTUACIÓN DE SUS DESIGUALDADES

Si se atiende al desarrollo inmobiliario, el periodo comprendido desde finales de la última década del siglo XX y principios de la primera del XXI, ha supuesto una fase de urbanización sin precedentes en la historia de España. Esta proliferación de nuevas construcciones, tanto para viviendas como para actividades comerciales e industriales (polígonos de actividad) o turismo (resorts) venía incentivada por la coincidencia de diversos factores, tanto de orden económico-financiero, como normativo y urbanístico (previsiblemente subsidiarios del primero), que impulsaron su aceleración. Entre los primeros destaca una coyuntura excepcional que se traduce en un "boom" económico general (1996-2007), unas tasas financieras inhabitualmente bajas, que disparan el volumen de la deuda hipotecaria, la implantación del euro (1 de enero de 2002) que genera la necesidad de blanqueo de capitales ocultos y la ausencia de alternativas inversoras que comparativamente generasen una rentabilidad tan elevada en tan corto espacio de tiempo. Durante esta “década maravillosa” la rentabilidad, nominal, de las inversiones inmobiliarias no conocerá parangón; la revalorización continua, que se sitúa en un promedio del 15 por ciento anual, doblará los precios inmobiliarios aproximadamente cada lustro (Gaja I Díaz, 2008).
A todo este proceso contribuyeron las facilidades urbanísticas y jurídicas, puestas a su servicio. Ejemplo paradigmático la LS98, proponía privatizar el mercado del suelo y hacerlo atractivo a los empresarios. La finalidad de la misma era bastante simple: si con dicha liberalización del suelo se atraía la inversión, la consecuencia sería que el precio de la vivienda acabaría descendiendo por el aumento de la oferta. Sin embargo, ocurrió todo lo contrario, el valor de los inmuebles se encareció al dispararse la demanda y el valor del terreno edificable, además, el negocio inmobiliario atrajo a más inversores de perfil especulativo al darse la circunstancia que por aquel entonces no había insumo cuyo valor monetario creciese tan rápido. Mientras, el balance contable de los municipios dependía cada vez más de los ingresos originados en la recalificación de terrenos y construcción de viviendas.
Como consecuencia, el notable incremento de las hectáreas urbanizadas, es evidente. Pero se ha hecho sin apenas consideración y respeto por el paisaje, los ecosistemas, y los costes externos, afectando muy negativamente al medio natural.
La burbuja iniciada a mediados de los pasados años noventa toca techo en el año 2006, cuando se visaron más 900.000 proyectos de construcción de viviendas. Pero la actual crisis económica, ha supuesto un parón sin precedentes de la actividad constructiva, que ha arrastrado al resto de los sectores económicos. Se ha producido un descenso excepcional tanto en el número de edificios visados, como en el número de viviendas iniciadas y la superficie a construir (Figura 9). El punto de inflexión se produjo en el año 2007, con el estallido de la burbuja de las hipotecas "subprime" en EE.UU.
Este escenario obliga a replantear en profundidad el modelo productivo, puesto que la macrocefalia producida por la burbuja inmobiliaria, ha generado una masa de parados que sin una reorientación formativa, acompañada de políticas públicas y privadas de generación de nuevos nichos de empleo, difícilmente volverán a poder ocuparse en este mismo sector en el medio o largo plazo. Máxime cuando el sistema neoliberal, pone en entredicho la utilidad del trabajador frente al uso masivo de tecnología, lo que repercute en que la expresión más palpable de las crisis económicas en los países periféricos, sea el aumento desmedido e imparable de la masa de trabajadores desempleados. Buena prueba de ello, es la evolución reciente de la población desocupada en España que en apenas ocho años, se ha multiplicado por 3,5 (Figura 10).
La proliferación de nuevas construcciones ha tenido una lógica plasmación territorial en el aumento desmedido de la superficie construida, tanto para vivienda como para actividades comerciales e industriales (polígonos de actividad) o turismo (resort). Por lo que es necesaria una política de ordenación del territorio capaz de regular y racionalizar este auténtico boom inmobiliario, que ha hecho crecer muy rápidamente a la mayor parte de los municipios españoles (Figura 11), y lo que es peor el triste ascenso del desempleo, ha acentuado de forma acusada las desigualdades sociales que de forma creciente se vienen experimentando en el territorio español (Figura 12).

EL PROCESO FEBRIL DE EJECUCIÓN DE GRANDES INFRAESTRUCTURAS

No cabe duda de que facilitar la accesibilidad espacial es un aspecto de primera importancia dentro de la ordenación del territorio y una herramienta de primer orden en la articulación de las distintas regiones. La implantación de una red viaria adecuada ha sido en numerosas ocasiones el esqueleto fundamental de muchas iniciativas de este tipo, al considerar que la calidad de la infraestructura de transporte en lo relativo a su capacidad, conectividad, velocidad media al desplazarse y seguridad, determinan la ventaja competitiva de una ubicación concreta.
El sistema de transporte español ha experimentado destacables mejoras desde mediados de la década de 1980, aunque persisten problemas que la política sectorial de transporte ha tratado de resolver de forma desigual y, en ocasiones, hasta excesiva. La administración estatal y autonómica, cada una en el ámbito de sus competencias, ha respondido organizando diferentes planificaciones que permitiesen alcanzar unos objetivos óptimos para el desplazamiento de personas y bienes.
La política estatal se rige por el Plan Estratégico de Infraestructuras de Transporte (PEIT) 2005-2020. Ciertamente, sus principales pretensiones son las de lograr un sistema equilibrado y eficaz, que favorezca la cohesión territorial y social, la sostenibilidad medioambiental y la competitividad económica. Las medidas para conseguir estos objetivos han ido dirigidas a superar los inconvenientes que de forma tradicional han limitado principalmente el desarrollo de la red terrestre. Entre éstas destaca la transformación de la red radial a una mallada con centro en Madrid, para que todo el tráfico no tenga que atravesar de forma forzosa el espacio capitalino. Con lo anterior se aspira también a mitigar los desequilibrios territoriales en cuanto a densidad, intensidad y calidad del tráfico.
Los esfuerzos realizados han sido llamativos en lo referente al crecimiento experimentado en los últimos cuarenta años. En ese periodo se partió de la casi absoluta ausencia de kilómetros de vías de gran capacidad hasta los 32.716 kms que se midieron en 2012 (Figura 13), se convertía así en el 3º país del mundo por longitud de vías de alta capacidad sólo superado por USA (PIB 15 veces mayor y población 8 veces mayor) y China (PIB 5 veces mayor y población 30 veces mayor), y así superamos con creces a Alemania, Francia, Inglaterra. Aparentemente un crecimiento de esa envergadura permitiría haber superado las carencias que se han señalado, sin embargo, un conjunto de desacertadas decisiones ha motivado el fracaso de gran parte de dichas vías y la consecución final de un modelo óptimo y equilibrado.
El principal problema es que gran parte de esos proyectos se realizaron siguiendo un modelo privativo de financiación a modo de pago por peaje y que la mayor parte de ellos no contaron con estudios sólidos de viabilidad. El resultado es que existen claros ejemplos donde las inversiones de carácter público realizadas para conectar lugares de especial importancia económica, social y política; así como para dinamizar vacíos demográficos interiores, han sido un absoluto fracaso.
A este respecto, destacan los siguientes casos: La autopista de peaje que une Cartagena (Murcia) con Vera (Almería), se diseñó para una media de 7.000 vehículos/día y hasta ahora no ha llegado a alcanzar los 2.000; las autopistas radiales de entrada y salida de Madrid (R2, R3, R4 y R5) que en conjunto tienen un tráfico medio diario (IMD) que no llega ni al 30% del que hace rentable esas infraestructuras, lo que ha supuesto la quiebra técnica de las mismas y que los concesionarios tengan que recibir subsidios para mantener la actividad y asegurar un mantenimiento razonable; en la autopista de peaje que une Madrid con Toledo, el tráfico es en un 79% inferior al previsto; la autopista de peaje AP-36 de Ocaña a La Roda, se diseñó para poder soportar un tráfico máximo sostenido de 60.000 vehículos/día y se fijó el umbral de viabilidad económica en 20.000 vehículos/día de media, cuando en los últimos años el tráfico medio diario fue de : 4.770 (2008), 4.441 (2009) y 4.003 (2010); Otros destacables ejemplos son: los túneles de Artxanda que unen el centro de Bilbao con el Valle de Asúa y el aeropuerto de Loiu; AP-41; Autopista de la 2ª circunvalación de Alicante; Autopista M12 de Madrid al aeropuerto de Barajas.
Peor escenario se ha desarrollado con el transporte por ferrocarril, si bien se partía de un loable objetivo de superación de las deficiencias del modelo. La red española de ferrocarriles presenta un modelo de transición que también trata de superar la tradicional estructura radial. Para ello, siguiendo la planificación del PEIT, se ha apostado de forma decidida en un mejoramiento de las prestaciones de la red principal de largo recorrido o Alta Velocidad (más de 220 km/h). Esa red debe completar la ya existente y enlazar con la de carácter regional y la transeuropea. Con este nuevo trazado, se pretende mejorar la accesibilidad, de personas y mercancías (España está a la cola europea en el transporte por ferrocarril de estas últimas), ya sea de zonas especialmente dinámicas que demandan una mejora de los servicios (eje del Mediterráneo y eje Sevilla-Madrid-Barcelona), como aquellas que carecen de este oferta de transporte a fin de mejorar su situación socioeconómica.
Las medidas llevadas a cabo han elevado sustancialmente el número de kilómetros de ferrocarril. En estos últimos treinta años, el kilometraje de vías electrificadas se ha llegado casi a doblar alcanzando los 9.615 km en 2011 y posicionar a España, en lo que se refiere a kms de ferrocarril de Alta Velocidad, en segundo lugar mundial tras China, con algo más de 2.600 km de vía. Es decir, en apenas veinte años, en España se han construido más kilómetros de este tipo de tren de altas prestaciones que en Alemania y Francia juntos para el mismo periodo, lo que da buena idea de la apuesta decidida que se ha hecho por este tipo de proyectos, aunque es de sobra sabido que son los más costosos y en ocasiones solo es necesario la mejora de la red ya instalada.
Pero una vez más, España ha vuelto a enfrentarse a una dura realidad, en torno a un discurso mediático para vender al país como líder en un sector rodeado de un halo de modernidad, en cuya labor de marketing tan solo importa la grandilocuencia de las cifras (Serrano, García y Gil-Guirado, 2010) y el dato de que España es el segundo país del mundo por kilómetros de alta velocidad, tan solo por detrás de China (Figura 15). Al igual que sucede con el transporte por carretera, las actuaciones que se están llevando a cabo o que están en proyección, no atienden verdaderamente a esas necesidades previamente comentadas que cumplirían con los objetivos requeridos para alcanzar una red equilibrada. Como puede verse en el mapa adjunto (Figura 14), se están construyendo líneas de escasa utilidad como la Zaragoza-Teruel, la Cáceres-Badajoz, Alcazar de San Juan- Jaén, etc. Todas ellas sin embargo, calificadas como urgentes, cuando las comunicaciones con las vías principales aún no están en construcción y sólo están en la categoría de estudio o proyecto. Es evidente que la planificación de este tipo de actuaciones no sigue una línea lógica de desarrollo que pretenda alcanzar un modelo óptimo de accesibilidad. Al parecer, y como ya se señaló en las cuestiones que obstaculizan la ordenación, el factor político resulta determinante a la hora de llevar a cabo actuaciones de estas características, resultando determinantes a la hora de materializarse por encima de toda lógica planificadora coherente.
Para muestra de ello, existen ya precedentes de cierre de estaciones de AVE (Alta Velocidad Española) que, pese a su reciente construcción, al ser deficitarias en el número de pasajeros, han sido clausuradas dada su escasa utilidad pública. Es el caso de la línea directa Toledo-Cuenca-Albacete, con una afluencia media de 9 pasajeros/día y cuya construcción supuso una inversión pública de 3.500 millones de euros. Es evidente que la inversión en materia de obras públicas e infraestructuras durante los años anteriores al estallido de la crisis se ha realizado en más ocasiones de las deseables, postergando el papel de la planificación, lo que ha condenado a un fracaso estrepitoso a muchos de estos proyectos. Esta situación supone un agravio comparativo con respecto a otras zonas en las que verdaderamente habría resultado más eficiente y rentable alguna de estas actuaciones y además, lo que resulta más preocupante, el mantenimiento de este tipo de instalaciones es muy elevado en relación al nivel de ingresos actual del tesoro público, lo que provoca que resulte casi imposible afrontar la continuidad de estas instalaciones sin que la deuda pública siga incrementándose.
Finalmente, en lo que concierne a la red aeroportuaria, el rápido desarrollo de este tipo de transporte, ha ido en consonancia con la evolución reciente del sistema español antes de la crisis de 2007. El crecimiento en los niveles de renta, unido a cambios en la organización espacial de las actividades económicas ha contribuido a incrementar la demanda de transporte aéreo tanto de personas (demanda turística, profesional, de negocios) como de mercancías (bienes perecederos valiosos). Al igual que sucede con los otros medios, las competencias sobre los aeropuertos están repartidas entre el Estado y las Comunidades Autónomas. Con esta organización administrativa, la política seguida ha sido que todas aquellas ciudades de cierto tamaño contasen con un aeropuerto. El caso es que el tamaño mínimo nunca fue fijado, y a medida que las provincias fueron adquiriendo una mayor capacidad adquisitiva derivada, en parte, de una mayor independencia para poder acceder a financiación en un contexto de fácil acceso al crédito, casi la totalidad de ellas aspiraron a construir una instalación aeroportuaria en su espacio administrativo.
La idea de salvar la dependencia de otras instalaciones como Madrid y Barcelona era muy atractiva y así fue percibida por las administraciones regionales, las cuales pronto iniciaron las tareas necesarias para abordar estos proyectos. Asimismo, debido al elevado precio que supone la construcción de estas instalaciones, surgieron iniciativas de carácter privado que supusieron el espaldarazo financiero necesario que alguna de estas administraciones regionales no podían abordar.
Lamentablemente, muchas de estas actuaciones no fueron acompañadas de estudios de viabilidad sensatos con la realidad, por lo que finalmente, una vez acometidas las obras, el escenario resultante no han contribuido en absoluto a mejorar el previamente existente. En realidad, ha ocurrido, todo lo contrario, de las 52 instalaciones existentes en la actualidad, las principales siguen siendo Madrid-Barajas, que explica su dominio por su papel como “hub”, por la gran extensión urbana de Madrid, y por las funciones de la ciudad como capital, centro financiero y de negocios del país. En segundo lugar está el de Barcelona-El Prat, por los mismos motivos que Barajas a excepción de la condición de capital, el atractivo turístico y los grandes eventos relacionados con los negocios, son los puntos fuertes de esta gran ciudad. Les siguen los aeropuertos internacionales de Baleares, Canarias y del litoral mediterráneo que reciben numerosos flujos turísticos. Y finalmente, las instalaciones de Bilbao, que cuenta con un tráfico nacional y regional voluminoso, motivado por la importancia de su área urbana y su papel troncal para otros aeropuertos regionales. En cambio, todos aquellos pequeños proyectos que aspiraban incluso a competir con los anteriormente mencionados (destaca el caso de Ciudad Real, con una de las mayores pistas de aterrizaje de Europa para competir con Madrid-Barajas) están infrautilizados y son poco rentables, lo que ha contribuido aun más a encarecer las deudas de carácter público, al estar el 90% de estos aeropuertos gestionados por la entidad estatal AENA. La proliferación sin sentido de este tipo de actuaciones ha motivado situaciones rocambolescas en las que existen aeropuertos que, debido a los ineficaces estudio de previsión, o no cuentan con ningún tipo de vuelo regular, o incluso, no han podido ser abiertos debido al escaso interés demostrado por las compañías aéreas para su utilización. Para mayor escarnio, lo que se refiere a su distribución espacial, que bien podría haber venido determinada por una política de ordenación territorial coherente que hubiese justificado o no la verdadera necesidad de esta oferta, sigue presentando un desequilibrio territorial en el que se dan casos como el de la ciudad de Vitoria, donde en una radio de 100 km en torno a ella, existen 5 aeropuertos.
El resultado final, es que en España el numero de aeropuertos excede los 50, con solo 11 de ellos en balance contable positivo (Figura 16) y una deuda total para el ente público de gestión aeroportuaria (AENA) superior a los 12.000 millones de euros.

CONCLUSIONES: LA NECESIDAD DE UNA NUEVA REGENERACIÓN Y REORIENTACIÓN DE LA ORDENACIÓN TERRITORIAL

En la pugna de los distintos niveles administrativos españoles por alzarse con la potestad principal para ordenar y dirigir las cuestiones concernientes a la ordenación territorial, los municipios han sido los vencedores efectivos, sorteando el complejo entramando jurídico, para finalmente hacer prevalecer sus intereses y seguir manteniendo al urbanismo en sensu stricto como eje de la planificación. Causa y efecto son dos puntos principales, por un lado el sometimiento de los intereses sociales generales a los poderes económicos, con el fin de alimentarse del "maná" monetario que supone el visado incontrolado de viviendas. Y por otro, el mantenimiento del poder político local de forma indefinida a través de la imagen falsamente creada en España, que relaciona crecimiento de la construcción con mejora de calidad y nivel de vida, hasta generar un modelo que basa su crecimiento en los hipotéticos resultados del propio crecimiento. El cortoplacismo y la cortedad de miras, son los rasgos que caracterizan a estos dos puntos y cuyas consecuencias principales han sido, por un lado, el agotamiento y endeudamiento del erario público y por el otro el deterioro, en algunos casos irreversibles, de espacios naturales (especialmente los costeros) y del patrimonio histórico-cultural.
En las parcelas de ordenación que han seguido manteniendo el resto de administraciones, con las Comunidades Autónomas a la cabeza, la creación de grandes infraestructuras ha sido su caballo de batalla. Pero la orientación, ha sido la misma que en el caso municipal. En el sentido de hacer prevalecer los intereses particulares a los generales tanto en lo económico como en lo político. Pero en este caso, y al contrario que con los municipios, los intereses del "lobby" constructor pueden considerarse, al menos en un principio, subsidiarios de los políticos. Así, las obras faraónicas al margen de toda planificación y dimensionamiento lógico, han sido vistas, a imagen y semejanza de otras épocas y regímenes, como instrumentos con los que poder incidir en la decisión del voto popular, al asociarse estas instantáneas y momentos de éxito efímero, con la gestión de un político en particular. De esta manera, han proliferado desmesuradamente trenes de alta velocidad (para gloria del político nacional), aeropuertos de dimensiones colosales (para gloria del político de cada comunidad), vías de alta capacidad (para gloria política general), etc., con un coste desorbitado, una utilidad real dudosa y para ofrecer una cobertura basada en una demanda real inexistente.
En este escenario, es necesario hacer autocrítica a todos los niveles. En primer lugar, a nivel individual, al adolecer la sociedad en su conjunto del espíritu crítico necesario como para escapar del efecto embaucador del crecimiento desaforado basado en un modelo erróneo. En segundo lugar a nivel científico y técnico, por el frecuente conservadurismo a la hora de abordar temas de investigación conflictivos en materia territorial y por el escaso nivel crítico en momentos de bonanza, cuando desde las premisas de la propia ciencia eran más que evidentes los errores que se estaban cometiendo. En este sentido, cuando se erigían voces autorizadas contrarias, los medios de comunicación masivos en su conjunto, tampoco han dado la cobertura necesaria para hacer llegar el conocimiento científico a la sociedad y hacer de contrapeso al mensaje mediático y político. Y en tercer lugar y de manera especial, a nivel político, porque en el mejor de los casos, estos han sido ineficientes a la hora de desempeñar la tarea por la que son remunerados (cabe aquí plantearse la preparación necesaria imprescindible para desempeñar tareas de planificación desde el escalafón público en España), al no dirigir hacia el equilibrio al modelo territorial. Y porque en el peor de los casos, aún siendo conscientes han manejado su poder para satisfacer intereses particulares, mostrando una escenificación nacional de la "tragedia de los comunes" (Hardin, 1968) en relación al territorio. Aquí se hace necesario pedir todo tipo de responsabilidades, aunque por las implicaciones y ramificaciones de la cuestión se antoja una tarea difícil, aunque no imposible (Rose-Ackerman, 1999), con el agravante final de que en uno y otro caso, son testimoniales los ejemplos en que se han asumido los errores, no sin antes desviar la atención hacia otros sectores o colectivos.
En esta situación, no cabe otra solución que la regeneración a todas las escalas, con la esperanza puesta en que todos interioricemos el problema para no volver a repetirlo y saber redirigir entre todos al sistema territorial hacia una situación de equilibrio, en la que la ordenación del territorio se anteponga al urbanismo, en donde se integre en igualdad de condiciones a todos los actores sociales implicados en un espacio concreto y las necesidades de conservación del medio natural y patrimonial, no se consideren un medio, si no un fin en sí mismo, junto con la lucha contra las desigualdades sociales.

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