SUJETOS SUBALTERNOS, POLÍTICA Y MEMORIA

SUJETOS SUBALTERNOS, POLÍTICA Y MEMORIA

Mariano Salomone (CV)

Notas sobre la “cultura de la memoria”

La “cultura de la memoria” (Huyssen, 2000) está muy lejos de ser un fenómeno argentino. Los discursos de la memoria se intensificaron en Europa y en Estados Unidos a comienzos de los años 80 del siglo XX, activados en primera instancia por el debate cada vez más amplio acerca del llamado Holocausto. El culto al pasado, la “obsesión conmemorativa”, la sacralización de los “lugares de la memoria”, la proliferación de museos, en fin, el hacer de la memoria una cuestión central de la cultura y de la política en las sociedades occidentales refiere a un proceso histórico-social que también encontramos mundializado. Incluso, Andrea Huyssen se pregunta en qué medida, hacia fines de los años 90, se podría hablar de una globalización del discurso del “Holocausto”. Ahora bien, ¿cómo interpretar esta sobreabundancia de memoria en el espacio público, esa saturación del espacio y el tiempo presente por el pasado? Del amplio debate que se ha desarrollado durante la última década sobre esta problemática quisiera brevemente referirme a dos abordajes que enfatizan diferentes aspectos del problema y que, aún de manera contradictoria, tienen un punto en común. El primero de ellos, de largo alcance, hace referencia a las condiciones de existencia universalizadas por la modernidad y la dialéctica que pone en movimiento entre modernización/modernismo: la modernidad entendida como una “forma de experiencia vital” de un entorno (experiencia del tiempo y del espacio) que nos promete todo y al mismo tiempo, paradójicamente, amenaza con destruirlo todo (lo que tenemos, lo que sabemos, lo que somos) (Berman, 1988). Desde este punto de vista, la explosión de la memoria obtiene su impulso del deseo de lograr cierta solidez en una vida sin anclaje o raíces, la posibilidad de aferrarnos en un mundo caracterizado por una creciente inestabilidad del tiempo y por la fractura del espacio (Huyssen, 2000; Traverso, 2007). El segundo, por el contrario, interpreta esta “obsesión por la memoria” como el efecto de un pasado que no pasa, la presencia permanente de los pasados dolorosos, conflictivos, traumáticos, que resisten y reaparecen sin permitir el olvido. Si la primera postura lee el deber de memoria como un recurso para retener la experiencia del pasado frente al temor al olvido, la segunda la interpreta como cierta “fijación” al pasado, una imposibilidad de historizar la experiencia (Todorov, 2000; De Santos, 2006).
En cuanto a la primera cuestión, la experiencia de la modernidad, advierte las condiciones históricas más estructurales sobre las cuales debemos pensar la problemática de la memoria y la dialéctica histórica (los vínculos entre pasado, presente y futuro); es decir, apunta a los fundamentos históricos del proceso civilizatorio que ha sido mundializado. En el primer capítulo hice, en cierta medida, referencia a esta circunstancia histórica de la modernidad en relación a la descripción que hacen Marx y Engels en el Manifiesto Comunista en términos de que “todo lo sólido se desvanece en el aire”; luego, Frederic Jameson advertía sobre la continuidad que supone la lógica más profunda del sistema social contemporáneo, al describirla como la desaparición del sentido de la historia, como una pérdida de capacidad para retener el pasado y un quedar condenado a vivir un presente perpetuo y un cambio permanente de tradiciones. A partir de aquí, la cuestión de la memoria, comienza a ser situada como parte de un problema de transmisión de la experiencia, asunto que será importante desde el punto de vista de los sujetos subalternos (volveré más adelante sobre esta cuestión).
Enzo Traverso llama la atención acerca de que este problema es el que está en la base de la distinción que hiciera Walter Benjamin entre la “experiencia transmitida” (Erfahrung) y la “experiencia vivida” (Erlebnis) para expresar la marca antropológica propia de la modernidad1 . Mientras que la primera habría sido propia de las sociedades tradicionales, donde la experiencia se perpetuaba “espontáneamente” de una generación a otra e iba forjando las identidades de los grupos y de las sociedades; la segunda es un rasgo típico de la modernidad, es una vivencia individual, frágil, volátil y efímera (Traverso, 2007: 68). En efecto, “la obsesión por la memoria de nuestros días sería el producto de esa caída de la experiencia transmitida, el resultado paradójico de una declinación de la transmisión en un mundo sin referencias” (Traverso, 2007: 69).
Sin dudas, alguien que supo captar la experiencia de la modernidad no hace mucho tiempo fue Marshal Berman (1988). Para él, la experiencia moderna había logrado atravesar todas las fronteras de la geografía y la etnia, la clase y la racionalidad, la religión y la ideología; se trata entonces de una experiencia que ha sido universalizada, que ha logrado unificar a toda la humanidad, aunque lo ha hecho de manera sumamente paradójica: la unidad de la desunión. En efecto, describe la modernización como un proceso social que arroja a todos a un perpetuo devenir, a una vorágine de permanente desintegración y renovación, de lucha y contradicción, de ambigüedad y angustia. Un mundo que es capaz de todo, salvo de ofrecer solidez y estabilidad.
Para Berman esa es la gran lucidez que caracterizó al modernismo del siglo XIX, el hecho de experimentar la vida moderna como radicalmente contradictoria, “todo está preñado de su contrario”. Es un modernismo que reconoce el dolor y el sufrimiento que está produciendo el proceso de modernización pero que, al mismo tiempo, cree infatigablemente en la capacidad de los seres humanos para salir adelante. Es por ello irónico y contradictorio, polifónico y profundamente dialéctico: denuncia la vida moderna en nombre de los valores que la propia modernidad ha creado y confía, a veces ciegamente, en que las modernidades de mañana y pasado mañana curarán las heridas que destrozan a los hombres y mujeres de hoy (Berman, 1988). Por el contrario, el modernismo del siglo XX, conduce a una reducción de aquella perspectiva dialéctica que se mantenía atenta a las contradicciones de la propia vida moderna, achatando dramáticamente el campo imaginativo. Más bien, este modernismo ha tendido a producir polarizaciones rígidas y totalizaciones burdas, en las que la modernidad se ha aceptado con un entusiasmo ciego y acrítico, o se ha condenado desde un desprecio igualmente homogéneo y compacto: “en ambos casos es concebida como un monolito cerrado, incapaz de ser configurado o cambiado por los hombres modernos. Las visiones abiertas de la vida moderna han sido suplantadas por visiones cerradas (…)” (Berman, 1988: 11). Aquí el autor contribuye a señalar un aspecto del problema que muchas veces suele ser pasado por alto, el del sujeto de la experiencia y de la rememoración.
El libro de Berman aparece en 1982 y quizás su escritura pueda comprenderse en el contexto de la profunda transformación histórico-social mundial, iniciada a partir de la crisis económica de 1973. Un proceso de transformación del orden político, económico y cultural internacional, que retrospectivamente puede ser leído como las condiciones históricas sobre las que fue creada la transición hacia el desvanecimiento de una de las grandes solidificaciones del siglo XX: el bloque soviético y los socialismos realmente existentes. Un contexto histórico que, a su vez, ya permitía a Berman advertir una de las principales debilidades que va a jalonar al “posmodernismo”: la capacidad de experimentar una inigualable apertura al mundo, abriéndose a la inmensa variedad y riqueza de las cosas, los materiales y las ideas que la modernización producía y ponía a la mano; pero que, como dramática desmentida, redundaría en una fuerte incapacidad para recuperar la mirada crítica del antiguo modernismo (Berman, 1988: 21): “pensamiento débil”.
En cuanto al problema que nos interesa, la “obsesión por la memoria”, el libro de Berman tal vez exprese una posición sintomática de esa otra y simultánea transición, la paulatina conformación de una “cultura de la memoria”; pues no resulta casual que el objetivo manifestado explícitamente por el autor en dicho libro haya sido, frente a esa encrucijada histórica, volver la mirada hacia el pasado, hacia la historia del proceso impulsado por la dialéctica modernización/modernismo, para releer sus diferentes tradiciones en un intento de recuperar el sentido de su propia experiencia (moderna) presente:
En este contexto desolado, quisiera resucitar el modernismo dinámico y dialéctico del siglo XIX. (…) Este libro sostiene que, de hecho, los modernismos del pasado pueden devolvernos el sentido de nuestras propias raíces modernas (…). Pueden iluminar las fuerzas y las necesidades contradictorias que nos inspiran y atormentan: nuestro deseo de estar arraigados en un pasado social y personal estable y coherente, y nuestro insaciable deseo de crecimiento –no solamente de crecimiento económico, sino también de crecimiento en experiencia, placer, conocimiento, sensibilidad-, crecimiento que destruye tanto los paisajes físicos y sociales de nuestro pasado como nuestros vínculos emocionales con estos mundos perdidos. (…) Apropiarse de las modernidades de ayer puede ser a la vez una crítica de las modernidades de hoy y un acto de fe en las modernidades –y en los hombres y mujeres modernos- de mañana y pasado mañana (Berman, 1988: 26-27).

Es este un rasgo, según Andrea Huyssen (2000), de la reestructuración que ha tomado la temporalidad de nuestro tiempo, un giro hacia el pasado que contrasta de manera notable con la tendencia a privilegiar el futuro, tan característica de la cultura modernista, impulsada siempre en torno a lo que Reinhart Koselleck ha llamado "futuros presentes" (Koselleck, 2001).
Para Huyssen no cabe dudas que el mundo se está “musealizando”. Ahora bien, pareciera que esta experiencia “posmoderna” conservara la lógica más profunda de su antecesora, los fundamentos inherentemente contradictorios de la modernidad. Si en los primeros tiempos del modernismo, la conciencia histórica de la época buscaba asegurar el futuro y de manera reiterada se veía amenazada por el fantasma del fracaso, según Huyssen, podría argumentarse que la conciencia contemporánea que intenta asumir la responsabilidad por el pasado no es menos riesgosa y se expone a los mismos fantasmas. De allí se desprende que este giro hacia la memoria y hacia el pasado conlleva una enorme paradoja: cada vez con mayor frecuencia los críticos acusan a la cultura de la memoria de provocar amnesia. El autor se pregunta, ¿qué sucedería si ambas observaciones fueran ciertas, si el boom de la memoria fuera inevitablemente acompañado por un boom del olvido? ¿Qué sucedería si la relación entre la memoria y el olvido estuviera transformándose bajo presiones culturales en las que comienzan a hacer mella las nuevas tecnologías de la información, la política de los medios y el consumo a ritmo vertiginoso?
No podemos responder a estas preguntas sin haber situado la discusión en torno a la memoria personal, generacional o pública en las condiciones actuales de mercantilización y espectacularización del pasado (películas, museos, documentales, sitios de Internet, fotografías, historietas, ficción, música). La introducción y circulación de la cuestión de “la memoria” en el conjunto de las instituciones públicas (políticas, mediáticas, educativas, académicas), la mercantilización de sus “productos”, tensiona y empuja los procesos sociales de rememoración hacia el espectáculo (bombardeo de “novedades”), produciendo una deshistorización de sus recuerdos: un borramiento de la densidad histórica de los objetos, los sujetos, acontecimientos y procesos culturales. Como resultado, “la espacialización de la experiencia aplasta la multiplicidad de dimensiones temporales en una planicie de instantes sucesivos sin espesor ni volumen” (Grüner, 2002: 33). Enzo Traverso lo ha llamado la producción de un “turismo de la memoria”, fenómeno que muestra indudablemente un proceso de “reificación del pasado” que hace de la memoria un objeto de consumo, estetizado, neutralizado y rentable (Traverso, 2007: 68). En efecto, estamos obligados a pensar la memoria traumática y la del entretenimiento, los procesos de rememoración y mercantilización en forma conjunta, en la medida en que ambos ocupan, aunque de manera tensa y conflictiva, el mismo espacio público; y en ese sentido, no cabe tomarlas como manifestaciones que se excluyen mutuamente (Huyssen, 2000: s/n) 2.
En efecto, lo que está en juego es una transformación lenta pero tangible de la temporalidad que tiene lugar en nuestras vidas. No obstante, desde el punto de vista de Huyssen, este proceso se da en los términos de una gran paradoja: mientras la memoria y la musealización son invocadas para que se constituyan en un baluarte que nos defiendan del miedo a que las cosas devengan obsoletas y desaparezcan, que nos protejan de la profunda angustia que genera la velocidad del cambio y los horizontes de tiempo y espacio cada vez más estrechos. Cuanto más prevalece el presente del capitalismo consumista avanzando por encima del pasado y del futuro, tanto más débil es el asidero del presente en sí mismo y más frágil la estabilidad e identidad que ofrece a los sujetos contemporáneos:
La creencia conservadora de que la musealización cultural puede brindar una compensación para los estragos causados por la modernización acelerada en el mundo social es demasiado simple y demasiado ideológica. Ese postulado no logra reconocer que cualquier tipo de seguridad que pueda ofrecer el pasado está siendo desestabilizada por nuestra industria cultural musealizadora y por los medios que protagonizan esa obra edificante en torno a la memoria. La musealización misma es arrastrada por el torbellino que genera la circulación cada vez más veloz de imágenes, espectáculos, eventos; y por eso siempre corre el riesgo de perder su capacidad de garantizar una estabilidad cultural a lo largo del tiempo (Huyssen, 2000: s/n).

Tanto Huyssen como Berman entienden que, las condiciones de existencia de la experiencia moderna, han generado históricamente sentimientos de nostalgia por la pérdida de pasados mejores, premodernos: ese recuerdo de haber vivido en un lugar circunscripto y seguro, con la sensación de haber contado con vínculos estables en una cultura arraigada en un lugar en el cual el tiempo fluía de una manera regular, y con un núcleo de relaciones permanentes. Tal vez, en su idealización, ese pasado fue siempre más un sueño que una realidad. Sin embargo, en palabras de Huyssen, “el sueño tiene un poder que perdura, y tal vez lo que he llamado la cultura de la memoria sea, al menos en parte, su encarnación contemporánea” (Huyssen, 1988: s/n). La aceleración de los tiempos históricos y una perspectiva de futuro que no inspira confianza, estarían animando y fortaleciendo ese deseo de desplazamiento hacia el pasado, al alivio de la memoria de tiempos mejores. Pero ¿qué clase de consuelo nos pueden deparar los recuerdos del siglo XX? Esta última pregunta nos invita a interrogarnos acerca de la tensión que determina nuestra relación con el pasado, lugar que puede constituirse tanto en espacio de reconocimiento como de mistificación. Esa ambivalencia del recuerdo, esa tensión que determina la relación de los sujetos con su pasado, está presente en la experiencia de recuperación de la Estación como espacio público.

1 En “El Narrador”, Benjamin señala la Primera Guerra Mundial como el momento culminante de este proceso por el cual las experiencias dejaban de ser comunicables: la gente volvía enmudecida del campo de batalla. En efecto, una facultad que parecía inalienable para los seres humanos, “la facultad de intercambiar experiencias”, estaba llegando a su fin (Benjamin, 2002: 70).

2 Así, para este autor, los intereses lucrativos de los comercializadores masivos de la memoria parecen ser más pertinentes a la hora de explicar el éxito del síndrome de la memoria, es decir, en este momento el pasado vende mejor que el futuro.