LOS RIESGOS EN EL VIAJE TURÍSTICO: DECONSTRUYENDO LA PARADOJA PROFESIONAL

LOS RIESGOS EN EL VIAJE TURÍSTICO: DECONSTRUYENDO LA PARADOJA PROFESIONAL

Maximiliano E Korstanje
Universidad de Palermo, Argentina

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CAPITULO I – MARCO TEORICO

Marco Conceptual de la Mundialización
Una de las características del turismo moderno es su alta movilidad y la tecnología disponible en medios de transporte como así también el efecto generado entre las diversas culturas que dicha movilidad puede conectar. En esta sección se explorará cuales son las fuerzas sociales que operan para la consolidación de la “mundialización” entendida como un proceso irreversible dado, por un lado, por medio del “desanclaje” en términos de Giddens y la “distinción” en Bourdieu y Veblen. 

Para el economista estadounidense T. B Veblen las sociedades se organizan por medio de un proceso de formación de clases. Si bien existen muchas tipologías de clases, existe una tendencia bipolar a conformar dos facciones bien definidas, “la productiva-técnica y la ociosa”. La producción económica desarrolla tendencias sociales que contribuyen a crear un consumo “pecuniario”, es decir representativo. Mientras la clase técnica se encuentra determinada por la especificidad de su trabajo, la ociosa necesita de un criterio de distinción o de una hazaña para expropiar para sí ciertos privilegios. Botines de guerra, trofeos, premios son parte de los gustos de la clase ociosa para demarcar su derecho a la “expropiación”. Si en la antigüedad, la propiedad reposaba sobre el principio de guerra y en consecuencia se daba una comparación entre los poseedores y los despojados, en la modernidad los hombres han intentado mantener la hegemonía interna por medio de un criterio de reconocimiento. La riqueza en cierta manera, confiere honor a quien la posee y éste último, se legitima a través de ella (Veblen, 1974). Similar tratamiento del criterio de emulación hace, mucho tiempo después, el sociólogo francés P. Bourdieu quien sostiene las aristocracias tienden a controlar el pasado y por medio de éste los diferentes “gustos” como ordenadores de las jerarquías sociales. El consumo cultural varía según el capital y rol que lo sustenta ya que la profesionalización parece ser una de las piezas claves para comprender las “condiciones de existencia” del sujeto. Dos apreciaciones son de capital importancia para comprender el rol del gusto y la distinción como formas estamentales de prestigio: las clases sociales “superiores” tienen un mayor capital escolar, y ese capital se fundamenta con titulaciones obtenidas. Tres tipos de gustos distingue el autor en su excelente obra, el gusto legítimo (predominante en la alta cultura), medio y popular (entretenimientos culturales masivos). La diferencia entre los grupos humanos se justifica por medio de prácticas definidas tendientes a vincular a los grupos humanos entre sí pero a darles diferentes posiciones dentro del sistema. Según dicho argumento, existiría en la relación turista y anfitrión un lazo que los une y a la vez los distingue. El consumo o placer de la ostentación de las clases privilegiadas no puede comprenderse sin la “contemplación” como táctica obligada para la constitución del “buen gusto” ya sea de obras de arte, teatro, espectaculares paisajes, lugares turísticos etc. La distinción en analogía a cualquier tipo de gusto une a quienes se asemejan pero a la vez rechaza a otros quienes no comparten ese rasgo. Cada tipo de gusto se encuentra legitimado por un “habitus” específico que lo naturaliza. Esta especie de segregación, siempre negada por los especialistas o empresarios, es justificada por medio de diferentes narrativas como ser “la diferencia cultural”, “la falta de educación” o si se quiere “el gusto bárbaro”. Las prácticas sociales y de consumo derivadas del estilo se enquistan en un espacio cuyos límites invitan a los semejantes y repelen a aquellos quienes no clasifican para entrar al grupo selecto. La necesidad es procesada por el habitus en forma de virtud, hecho por el cual se justifica el consumo. En perspectiva, la presencia de un estilo representa un serio desafío para un alter y viceversa los cuales se dirimen en el consumo de bienes específicos. Existen tres formas de distinción basadas en a) la alimentación, b) la representación y c) la cultura. La pertenencia de clase se fundamenta por medio del consumo de ciertos bienes de lujo cuyo valor añadido confiere al portador de cierta distinción. Los viajes, relatos, guías turísticas se presentan como pantallas (representación) frente a la realidad como forma de escenificación burguesa (Bourdieu, 2000).

Desde sus primeros pasos en Inglaterra del siglo XIX hasta su posterior consolidación, el turismo ha estado marcado por una contradicción (Khatchikian, 2000). La necesidad de evadirse de la vida rutinaria visitando lugares poco comunes (distinción) y buscando nuevas sensaciones contrastaba con la familiaridad que los visitantes necesitaban para sentirse a salvo (seguridad). E. Pastoriza explica que uno de los mayores desafíos de los primeros promotores del turismo en Argentina fue adaptar las condiciones ambiéntales de donde eran originarios los primeros viajeros. Este proceso de creación escénica y de adaptación trajo no pocos problemas con las poblaciones locales ya que por un lado, éstos últimos eran relegados a ocupar espacios secundarios mientras por la otra, existía una tensión entre los valores culturales de los anfitriones y los huéspedes (Pastoriza, 2010). Según su desarrollo, la historia de la ciudad argentina de Mar del plata, dedicada por completo al turismo actualmente, en sus orígenes fue testigo de cómo un austero balneario por medio de la instauración de la elegancia, se transformó en un lugar selecto donde los visitantes aspiraban a un nuevo código de privilegio cuyas particularidades y excentricidades contrastaban seriamente con las familias residentes locales. La vida social de estos turistas necesitaba no sólo de una infraestructura, boutiques, negocios y hasta un casino acorde a sus necesidades que brindara un espacio dedicado al refinamiento y la distinción sino también de un fuerte contenido simbólico, el cual emulaba a la ciudad capital de Buenos Aires. Al igual que Mar del Plata otros centros turísticos argentinos como Córdoba, Mendoza, Iguazú o Bariloche, si bien lugares creados de diferentes formas, obedecen a procesos similares por medio de los cuales el descubrimiento de un territorio es acondicionado con fines de consumo. Esta forma de pensar nos lleva a suponer que el turismo (como forma estereotipada de ocio) finalmente, se ha consolidado por medio de tres elementos esenciales, la urbanización llevada a cabo por el sector privado y el Estado, la circulación y el “pintoresquismo” que ha posibilitado la necesidad de visualizar estéticamente un paisaje determinado consolidando así una soberanía específica. Según Pastoriza, el turismo genera un movimiento entre un punto (emisivo) hacia otro receptivo. Los centros receptores acomodan una nueva infraestructura acorde a los “gustos” de los turistas y sus respectivas ciudades. Cuantiosos contratos e importaciones, precisamente contratadas desde las ciudades emisoras, se llevan a cabo con el fin de recrear un espacio similar y familiar a los nuevos visitantes.  Pero ello conlleva a un riesgo no contemplado ya que dadas las condiciones posmodernas de mayor movilidad, mayores también los conflictos suscitados por el choque cultural entre receptor y emisor.

En este proceso, las vacaciones pagas fueron de capital importancia ya que permitieron la creación de los paquetes turísticos todo incluido los cuales reforzaron el aislamiento de los visitantes. En principio, el encuentro entre anfitriones y huéspedes ha sido explicado tanto por medio de las diferencias culturales entre ambos cómo por el resentimiento que la brecha entre ambos estilos de vida genera (Smith, 1992; Mc-Intosh, Goeldner y Ritchie, 1995; Brunt y Courtney, 1999; Monterrubio Cordero, 2011) o por las dicotomías en el proceso de aculturación (Nash, 1992). Cuando la resistencia de un sector o una comunidad a recibir a turistas extranjeros es evidente, la seguridad de los turistas o la probabilidad de sufrir algún ataque se torna común. Asimismo, en ocasiones, el crimen hacia los turistas por su vulnerabilidad y desconocimiento del ambiente es moneda corriente en las grandes urbes (Pizam, Reichel y Stein, 1982; Mathieson and Wall, 1982).  ¿Cuál es el papel de la movilidad en ese choque cultural que encierra el turismo?

Para Oswin y Yeoh, la movilidad se encuentra estrechamente ligada a la modernidad y al fin del Estado-nación clásico. El término movilidad nos hace pensar en flujos migratorios y turísticos como así también en la infraestructura necesaria para soportar dichos viajes. Los lugares donde predomina una alta movilidad se encuentran marcados por una constante negociación identitaria y configuración existencial. Este movimiento siempre hacia delante encierra lógicas de poder des-territorializado que modifica sustancialmente nuestra forma de percibir lo móvil (Oswin y Yeoh, 2010). Por el contrario, Lash y Urry  consideran que la movilidad debe ser comprendida como un producto cultural que busca por medio de una narrativa específica, en la mayoría de los casos la literatura, afianzar una dependencia cultural entre las diferentes naciones.  En la multiculturalidad, incluso, existe una división lo suficiente bien definida entre países con alta y baja movilidad hecho por el cual se accede a diferentes formas de estatus social (Lash y Urry, 1998).

En M. Augé, la movilidad se da por una combinación de factores tales como la abundancia espacial y saturación de presente, la exacerbación del ego, y la eliminación de la tradición y del principio de territorialización donde se llevan a cabo las relaciones humanas (Auge, 1996). Si el grupo fija sus cadenas de solidaridad dentro de un territorio específico, entonces la movilidad sobre estimulada por la sobre-modernidad “crea pasado inmediato” en forma desenfrenada; en otras palabras, todos los días se viven acontecimientos pasados e históricos que desdibujan la línea divisoria entre actualidad e historia. El constante pasado inmediato, acelera ciertas modificaciones en las formas de concebir la alteridad y la territorialidad. R. Barthes (1997) también mantiene una línea de pensamiento similar a Augé en donde la movilidad debe ser comprendida como una forma ordenadora del trabajo y la lógica burguesa. El turismo tiene sus orígenes en ese deseo profundo que sentía la burguesía al comprar el esfuerzo y conservar a la vez la imagen de ese esfuerzo. En este sentido, la humanidad da lugar lentamente a la aparición de monumentos y por medio de éstos se tipifican los valores culturales. Las guías turísticas que fomentan la movilidad crean estereotipos que inmovilizan la diversidad humana la cual es reducida a una lógica de escenificación capitalista cuya función es el refuerzo de la asimetría de clases.

La diferenciación, como forma teórica, puede comprenderse como un proceso que atraviesa las tres fases de la cultura, primitiva, metafísico-religiosa y moderna. En la fase primitiva existe una fuerte presencia de las instituciones no diferenciadas por su función o especialización. La figura y legitimidad del sacerdote no siempre queda diferenciada del caudillo político y viceversa. Esta relación comienza a hacerse cada vez más pronunciada cuando entramos en la etapa metafísico-religiosa donde el realismo epistemológico comienza a tomar fuerza.  Desde esta perspectiva, comienza a surgir una cultura secular que diferencia los dominios del estado de los del poder religioso (hasta el renacimiento). Luego sobreviene una tercera fase donde existe una suerte de auto-legislación que lleva a las instituciones sociales a regular sus propias normas y estatutos con el fin de desarrollar sus propias convenciones. En todas estas cuestiones, la lógica de diferenciación es no sólo predominante sino prioritaria para mantener a la sociedad funcionando. Empero, existe una cuarta fase que Lash denomina posmodernismo donde se desdibuja el vínculo entre referente, significante y significado bajo una dinámica des-diferenciadora. Las tres esferas anteriores parecen perder su propia autonomía frente a la hegemonía de lo estético. Un ejemplo ayudará a comprender como funciona el proceso de des-diferenciación. En una obra de teatro quedan claras las fronteras entre el público, y los actores. Bajo la lógica de la posmodernidad, el auditorio se rinde ante los pies del paisaje y la teatralidad. La representación de la obra de teatro comprende al público como parte integrante de ella misma desdibujando los contornos entre ambos sistemas.        Si el tiempo estaba sujeto al espacio (meridiano), admite Lash, el proceso de des-diferenciación ha, junto con el Estado-Nación, unificado no sólo el territorio sino también el tiempo para ejercer un control total. La economía del deseo asociada a los avances tecnológicos que caracterizaron el siglo XX en materia de locomoción generaron una especie de “mundialización” cuyos signos más visibles han sido, la construcción de una identidad precaria y el surgimiento de una ciudad mundial similar en su morfología a otras ciudades. La representación ha vaciado la práctica social y el espacio público se convierte en un punto espacial que nunca antes había sido visto. Las clases populares se desdibujan para terminar creando un individuo cuya apetencia por el consumo lo lleva a retroalimentar la esencia de una economía signo. Los clásicos barrios, bajo este razonamiento, se reciclan en bulevares turísticos que reciben a miles de visitantes por día (Lash, 1997).

Para Giddens, la globalización es posible gracias a dos factores principales: el dinero como forma de conexión de una presencia con una ausencia (por lo cual se asiste a un ensanchamiento del mundo) y  la cadena de expertos que el conocimiento necesario para mitigar los riesgos. Partiendo del razonamiento que los expertos controlan el peligro por medio de la fiabilidad (confianza), existen riesgos que son introducidos por la misma globalización. Históricamente el espacio ha sido un mediador entre el territorio y el tiempo ya que conecta un “donde” con un “cuando”. Los mecanismos de desanclaje han disociado dicha diferenciación generando una aceleración no sólo en las formas de producción sino en la movilidad. El proceso de reflexivilidad en donde el sujeto es obligado a encontrarse asimismo fuera de las instituciones sociales, provoca una creciente falta de confianza la cual desemboca con un aumento significativo en la forma de interpretar los riesgos. Diversos eventos son conectados en pocos minutos y diseminados a una audiencia global que los juzga según sus parámetros morales. Si en la antigüedad, entonces, la experiencia estaba condicionada por la proximidad ya que los hombres se relacionaban frente a otro que estaba presente, en la modernidad, eventos que nada tienen que ver entre sí son diariamente internalizados y consumidos por la audiencia afectando su propia identidad. La globalización implica un ensanchamiento de las relaciones donde los medios tecnológicos permiten conectar presencia con ausencia (Giddens, 1991).   

En este sentido, el proceso de mundialización conecta a las personas en menos tiempo que en épocas anteriores pero abre un riesgo (manufacturado) a ser víctima de un tercero. Los turistas occidentales en los últimos años, sin ir más lejos, han sido víctimas de ataques “terroristas”, en Bali, Egipto y Medio Oriente (Aziz, 1998; Bianchi, 20007; Grosspietch, 2005; Niyaz, 2010). Como actividad comercial, la explotación turística es vista por muchas comunidades como “amenazante” por diversos motivos que se explican por los efectos no deseados de la actividad. Estos efectos no deseados van desde procesos de aculturación, prostitución, pérdida de lazos familiares, consumo de drogas y alcoholismo, hasta crimen y explotación infantil entre otras.  Bajo ciertas condiciones, Grosspietsch (2005) sugiere que el turismo y su adaptación en las sociedades receptoras sigue un modelo de “burbuja” donde el conocimiento y contacto con la población residente es bajo. Una combinación de efectos económico-sociales negativos como ser la presencia de multinacionales extranjeras que ofrezcan bajos salarios, en combinación a la expropiación territorial, el uso y consumo de sustancias no permitidas por los valores culturales de la sociedad que los recibe como así también niveles altos de frustración moral. Como bien explicaron tanto S. Britton (1982) cómo E. De Kadt (1992) las sociedades receptivas deben adaptar sus estilos de vida y formas de producción material a los segmentos de turistas extranjeros quienes no sólo poseen un diferente poder adquisitivo sino que demandan diferentes estilos de vida. Hoteles, negocios y boutiques son adaptadas según el perfil del consumidor hacia la cual están orientadas. Esa brecha cultural entre sociedad receptora y emisora se lleva a cabo a espaldas de la población local a quienes se los excluye del contacto con los turistas. Si bien en los últimos años, el turismo sustentable ha tratado de absorber y resolver estas paradojas, la realidad señala que aún los visitantes no sólo son victimas de agresiones sino que su indefensión los lleva ser blancos privilegiados. Cuando un país de una economía emergente adopta al turismo como su forma económica primaria, éste debe abrir su mercado a la inversión extranjera ya que los bienes de capital que les interesan a los turistas originarios de los países industrializados, no existen en la zona  (Turner y Ash, 1975; Jiménez-Guzmán, 1986; Harrison, 2004). Esta clase de adaptación “de gustos” se encuentra fundamentada por la movilidad del capital y los mercados que crean condiciones de disfrute similares creando un riesgo (manufacturado) o efecto no deseado en el sistema mismo.

Aquellos países con un pasado o una coyuntura histórica de dependencia colonial con respecto a las metrópolis europeas tienen mayores problemas para mitigar los efectos no deseados del turismo en comparación con naciones que no han tenido esa relación (Kadt, 1992; Harrison, 2004). En los últimos años, ha nacido una corriente de autores que han enfatizado críticamente en la forma en como el turismo construye y reconstruye la etnicidad. Por medio de una lógica elusiva, el consumo turístico no es igualitario, ni tampoco puede deshacerse de los estereotipos discursivos ya sean “raciales o étnicos” que subyugan al nativo y lo construyen como un “otro” subordinado, ridiculizado y hasta en ocasiones “feminizado” (Bandyopadhyay, y Morais, 2005; Caton y Almeida-Santos, 2008; Osagie y Buzinde, 2011; Drew, 2011).

Según la perspectiva de E. M. Drew, el encuentro entre las dos culturas (la del visitante y del huésped) puede ser harto problemática. No obstante, existe poca atención sobre el papel que juega tanto el guía local como la comunidad en dicho proceso. Si bien, la autora, admite que la ideología dominante genera una narrativa sobre la posición del nativo frente al turista, no menos cierto es que en los últimos años esa relación se ha invertido. En efecto, la comunidad “limpia” las calles y absorbe los riesgos para que la seguridad del turista sea garantizada. Lo hacen por el turista, pero en ese hecho, cosifican al visitante como “otro” articulando su propia construcción histórica sobre la comunidad (Drew, 2011). La vulnerabilidad del visitante, en este contexto, se transforma en el epicentro de la comoditización del otro por medio del cual el consumidor es un mero portador de dinero.  En uno de sus reportajes con un residente afro-americano de Chicago, Drew (2011) ejemplifica como funciona el miedo y la hegemonía. El resentimiento de la población anfitriona por ser históricamente marginada a roles secundarios o terciarios de la economía se subliman en el turismo ya que el nativo dirige su hostilidad para “asustar” a los turistas. En este sentido, T Kaiserfeld (2010) afirma que la protección ha sido históricamente uno de los baluartes de la actividad. La expansión del turismo como actividad de masas ha sido un resultado del avance tecnológico en materia de movilidad, pero también del desarrollo de “paquetes todo incluido” donde el viajero no portaba dinero consigo. Estos nuevos dispositivos permitieron no sólo mayor seguridad en los desplazamientos ya que se evitaban ser víctimas de robos o crímenes en lugares donde se tenía poca familiaridad, sino que también apelaba a un discurso de refinamiento del consumo, creando una tendencia de aislamiento del viajero respecto del residente. P. Brunt y P. Courtney explican que el grado de desarrollo social y la diferencia cultural entre sociedades receptoras y emisoras es una variable importante para comprender como aprovechar las consecuencias positivas pero evitar los efectos no deseados del turismo (Brunt y Courtney, 1999). No obstante, el impacto turístico no puede ser abordado sin primero examinar el rol de la globalización en el proceso de “formación del paisaje”.

El proceso de globalización y el comercio han generado un grado de movilidad de ideas, mercancías y personas sin precedentes. La economía del turismo asume para sí un rol importante en la producción de capital y en el proceso de acumulación por medio del cual las diferencias entre los grupos humanos no se resuelven sino se refuerzan. Ello conlleva a la idea de estigmatizar a ciertos destinos como “deseables” (estéticos y bellos) y a otros como no deseables (peligrosos).  En tanto fenómeno multidimensional, la globalización se expande en forma irreversible hacia todos los puntos del planeta determinando ciertos hábitos de consumo y estilos de vida. Los turistas en ocasiones eligen sus destinos según expectativas que pueden ser clasificadas acorde a un estilo o matriz cultural. Las vacaciones se constituyen como un compartimento espacio-temporal donde los veraneantes intentan deshacerse de las normas y rutinas habituales de sus sociedades de origen. Estos patrones de comportamientos pueden chocar con las pautas culturales de los países receptores (Osmar-Fonteles, 2004: 98). La industria turística, en este sentido, es vista como un agente catalizador donde (dependiendo del contexto socio-histórico) puede promover o inhibir el cambio social. Una forma de aislar el conflicto que despierta el choque cultural es el aislamiento de los resorts o cadena de hoteles aun cuando en ocasiones esta clase de políticas por si misma aumenta el grado de conflicto (Holden, 2005: 152-153; Monterrubio Cordero, 2011: 145).

Siguiendo el razonamiento anterior, se puede señalar que el turismo, para algunos países árabes o regiones puede ser considerado un atentado a su propia tradición y costumbres ya que según su punto de vista, fomentaría el consumo de drogas, conductas sexuales inapropiadas, prostitución y muestras abiertas de afecto entre hombres y mujeres entre otras (Scott y Jafari, 2010). Para B. Vukonic, el problema de la resistencia al turismo por parte de ciertos grupos se vincula a profundas fallas en las forma de entender al otro. El grado de tolerancia entre árabes y cristianos también se explica por cuan diferentes o similares sean sus valores. Existen países como Egipto que tienen una larga tradición en inversión turística mientras otros se encuentran más cerrados a la visita de occidentales. Según este argumento, el turismo y la religión parecen en algunos momentos de la historia haber estado unidos y en otros contextos más distanciados. Existen tres formas en que el turismo y la religión pueden interconectarse: a) la religión contribuye al turismo, b) el turismo influencia a la religión y c) religión y turismo se encuentran en una posición irreconciliable. La primera de las tipologías explica que todo creyente tiene la necesidad de desplazarse a un espacio ideal sagrado para rendir culto a la religión que representa. En el mundo árabe y el cristiano existen ejemplos de peregrinaciones reales a lugares considerados sagrados. Estas migraciones masivas se encuentran condicionadas por el temor a ser castigados en esta vida. La peregrinación empieza desde la necesidad de expiación pero finalmente termina contribuyendo de alguna manera más directa o indirectamente a la industria turística.  Por el contrario, el segundo tipo sostiene la idea que la religión genera movimientos turísticos ya sea de creyentes pero por sobre todo de agnósticos quienes se acercan a los centros de devoción para aprender sobre determinada cultura o simplemente por curiosidad. Por último, la forma más radicalizada de relación se refiere a una disociación tajante entre religión, y turismo. En estos casos, las comunidades locales por incomptabilidad en hábitos, valores o conflictos subyacentes, se sienten amenazadas por el estilo de vida y las prácticas de los turistas y se resisten a los inversores. Cuando ello sucede los turistas son agredidos o atacados por pobladores locales aumentando su vulnerabilidad (Vukonic, 2010).