LA DESINTEGRACIÓN DE LAS SOCIEDADES

LA DESINTEGRACIÓN DE LAS SOCIEDADES

Gustavo Adolfo de Paz Marín (CV)

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Integración y hegemonía

La necesidad del modelo económico planificado, en la sociedad capitalista avanzada, de continuar su curso después del intento neoliberal que desregulaba el papel del Estado en las finanzas y en ciertos sectores del mercado interno y global que se inicia en los años ochenta y que se clausura con la crisis sistémica de la segunda década del siglo xxi, supone el retorno al poder de las versiones socialdemócratas del capitalismo. El nuevo intento de planificar y socializar la economía, cuyo objetivo reside en superar la actual situación, presupone la administración de la sociedad y la regulación de los mercados (para espanto de los neoliberales o capitalistas ortodoxos), pero esta regulación resulta incompleta ante su pertinaz subordinación al fundamento del mercado. La socialización resulta, por ello, superficial y estéril, aunque no se debe ignorar que el modelo socialdemócrata es menos brutal e injusto que sus precedentes. Lo que integra las sociedades actualmente es la producción y el consumo, y las crisis derivadas de estas esferas es lo que provoca la amenaza constante de desintegración. Las fuerzas integradoras del sistema son, a su vez, fuerzas desintegradoras de la sociedad. Al provocar la competencia y la desigualdad entre los individuos, descomponer la productividad, que no puede ser asimilada por la sociedad de acuerdo con sus necesidades concretas, y al expandir el ámbito económico en todas las formas sociales, culturales y vitales, se imposibilita una democracia efectiva y se provoca una inestabilidad junto con una agresión permanente.

La exclusividad de la teoría crítica en la filosofía social alemana

El capitalismo se ha socializado, y, por esta razón, el proletariado ha perdido la capacidad de ser sujeto del cambio social, al menos en nuestro tiempo, convirtiéndose en clase media. Este hecho ha conseguido aplacar las crisis sistémicas siendo un factor determinante en la estructura económica, lo que ha permitido continuar su desarrollo. Max Horkheimer percibe en la desilusión del fracaso de las esperanzas revolucionarias del proletariado la imposibilidad de la transformación social, y eso determina el refugio psicológico de libertad en la conciencia de los individuos más que el hecho social, es lo que conduce a la teoría crítica a dirigirse hacia una actitud defensiva y una especulación seudometafísica sobre la omnipotencia de la racionalidad instrumental. Ante la integración del proletariado, que era una clase excluida del proceso social de desarrollo, Horkheimer y sus compañeros del Instituto de Investigación Social abandonan el paradigma de la lucha de clases y abrazan una teoría de la razón instrumental que continúan como una seudofilosofía de la historia. Marcuse, en cambio, continúa el camino revolucionario casi en solitario. No abandona la posibilidad teórico-práctica de la transformación social propia del pensamiento de Marx. La dialéctica negativa de Theodor Adorno, que no es tan negadora ni tan pesimista como la presentan Habermas y Honneth, se nutre de las fuentes teórico-revolucionarias marxistas, pero Adorno, decepcionado por las consecuencias de las perversiones de los movimientos revolucionarios, así como de su presente histórico, que se sitúa entre los totalitarismos y la alienada industria cultural norteamericana, se ve obligado a mantener una posición dialéctica (aunque la dialéctica no sea un punto de vista), pero sin mancharse con una praxis social infectada. Originariamente, la figura de la negación de la negación ya se encontraba en Hegel, pero es en Marx donde toma una significación materialista y con ello social: «El comunismo no es un estado que debe implantarse, un ideal al que haya de sujetarse la realidad. Llamamos comunismo al movimiento real que anula y supera el estado actual de circunstancias. Las condiciones de este movimiento se desprenden de la premisa actualmente existente» (Karl Marx, La ideología alemana). De interpretaciones como esta extraen, tanto Adorno como Marcuse, las bases teóricas del pensamiento negativo, pero Adorno conceptualiza la negatividad. Aunque Marx aporte distintas interpretaciones del comunismo, siempre dinamiza el proceso histórico real así como su propio pensamiento, remarcando su transitoriedad y negándose a que se transfiera como un estereotipo estático o un sistema atemporal. Aunque Adorno no piense la negatividad como un absoluto, ni siquiera como un sistema, la separa de la actividad práctica, la cual está infectada de ideología e instrumentalidad, con lo que su pensamiento fragmentario y antisistema se mantiene encerrado entre la negación del estatismo del sistema y la imposibilidad de una praxis distinta en la realidad existente; su consigna del «no participar» parece un retorno a la disociación elitista del anarquismo político y el aristocratismo reaccionario que margina el presente histórico. Su consigna es una utopía negativa y un absurdo para los millones de trabajadores, así como para los millones de hambrientos, que no pueden permitirse ese lujo. Este proceder dialéctico, que es algo más que un simple método, adquiere con Adorno una dimensión hegeliana, un retorno a Hegel en cuanto a su dinámica histórica y a su predominancia teórica, pero en esta nueva versión, el giro teórico intenta desembarazarse de las dialécticas positivas tanto de Hegel como de Marx y, al hacerlo, también se desentiende en gran medida de su dimensión práctico-social. Todo intento de transformación social está orientado al fracaso, ya que la omnipotente instrumentalidad absorbe toda alternativa práctica, la única postura coherente es la de resistencia. Adorno intenta ser tan crítico que termina en el criticismo. Pero la resistencia es impotente, ya que nadie resiste en las cámaras de gas, en la tortura o en la alienación del mercado de trabajo, por mucho que uno se niegue a participar. Adorno toma esta postura poshegeliana, aunque su dialéctica sea la inversa a la de Hegel, porque es muy acorde con la posición de un intelectual aterrorizado ante las consecuencias de las políticas de su tiempo y que forma parte de un mundo cerrado elitista en el que no se necesita trabajar para subsistir. El sistema de dominación total pudo y puede ser posible, pero no hay que olvidar que si el sistema se construye como un absoluto en su concepto, la praxis no se agota en ningún sistema. Prueba de ello es que Franco, Hitler y Stalin también tuvieron sus disidentes.
El concepto de valor-trabajo no desaparece en estas teorías, sino que es ampliado desde el paradigma de trabajo social hacia el paradigma más amplio que incluye el consumo, la mercantilización, y, con ello, el fetichismo de la mercancía. La alienación mercantil se suma a la burocrática, que incluye una despolitización de lo social y, en ambas, queda incluida también la necesidad constante del sistema de crear plusvalor, a lo que se supedita tanto el mercado como el Estado. Pero el concepto de valor-trabajo e instrumentalidad o dominación de la naturaleza desde una dimensión práctica no puede extenderse hasta su identificación con una filosofía de la historia y su consecuente concepto que reduce a la sociedad a un sistema unidimensional. La unidimensionalidad no es que no sea dada, sino que en una concepción teórica pura impide la práctica social progresiva y conduce hacia perspectivas de resistencia pasiva o a considerar el diálogo social y la racionalidad comunicativa como panaceas universalistas o actitudes impotentes ante una administración totalitaria. El concepto proviene de un razonamiento que abstrae el proceso de trabajo social alienado y lo proyecta en un modelo de racionalidad objetivante e instrumental, así como de una comprensión negativa del materialismo histórico, es decir, que las condiciones materiales de existencia que establecen la historia humana como procesos y relaciones sociales de producción solo tienen un carácter específicamente de supervivencia, objetivación, dominación y autoalienación, esto es, de instrumentalidad. La dominación de la naturaleza, clave para la producción y la supervivencia, se magnifica de tal manera a lo largo de la historia que el mismo pensamiento, derivado de estas relaciones de dominio, deviene instrumental. El salto cualitativo y cuantitativo de esta teoría crítica de la sociedad es el que corresponde a la dilatación desmesurada y seudometafísica de la crítica marxista de la sociedad capitalista: el proceso de dominio y explotación es expandido a todas las esferas de la vida, de la sociedad y de la racionalidad, excepto algunos rasgos de la estética (mimesis) y de la reflexión como crítica dialéctica negativa, es decir, que la posibilidad de emancipación solo tiene lugar en la teoría con una reducida dimensión práctica; y esta hipóstasis teórico-crítica eleva el proceso instrumental a toda la historia de la civilización.
La idea de que la ideología capitalista absorbe y somete a los mismos dominadores es la base de esta descripción de una filosofía de la historia de apariencia metafísica que abstrae este concepto de tal forma que se vuelve a encontrar con los rasgos hermenéuticos de una teoría tradicional, en lugar de la dimensión práctica de una teoría crítica. De hecho, Horkheimer dijo en una de sus últimas entrevistas que su pensamiento y el de Adorno era una teodicea.

Los estereotipos ideológicos en la teoría crítica

La integración social no se crea solamente desde la coacción directa, ni siquiera indirecta. El consenso social, en cierta medida pasivo a la vez que activo —pasivo en cuanto a la indiferencia y a la falta de alternativas y activo en cuanto práctica social concreta—, es el origen ideológico de la integración social en las sociedades seudodemocráticas y también lo fue en la mayoría de las sociedades aún más totalitarias. No es la imposibilidad de un consenso social, que de hecho existe, sino la imposibilidad de un consenso social realmente no manipulado y sin coacción lo que convierte la situación ideal de diálogo en una regresión al idealismo hegeliano recuperado por Habermas. El idealismo hegelianizante habermasiano vuelve a darle la vuelta al mundo al interpretar que la comunicación lingüística es el medio por el que los sujetos se relacionan, orientan sus prácticas y constituyen sus valores. Toda esa dimensión comunicativa es necesaria para la supervivencia, entendida como la reproducción material de la vida. La comunicación intersubjetiva es la base para la supervivencia, la creación de la sociedad y la reproducción material de la existencia (esto es, el trabajo social o interacción entre el ser humano y la naturaleza), cuando, realmente, ¿no será al revés?, ¿no será la materialidad de las relaciones productivas entre el ser humano y la naturaleza, así como las relaciones sociales constituyentes de la necesidad comunicativa entre los individuos, las bases constitutivas de la sociedad? Habermas casi reduce la socialización a la comunicación. Expone que al principio fue el lenguaje, algo parecido al dogma bíblico, y esto lo hereda del trascendentalismo de la filosofía del lenguaje que antepone la significación de los términos a la realidad en lugar de anteponer la realidad a la significación de los términos. Parafraseando a Nietzsche, parece que sigue creyendo en la gramática, lo que le impide librarse de ciertas concepciones. La comunicación es uno de los factores de socialización, pero no el fundamento de ella, si no se olvidan las bases materiales concretas de reproducción del mundo de la vida, sin reducirlas a ser únicamente acciones instrumentales, se evita caer en una simplificación comunicativa que diviniza el consenso. La categoría de entendimiento comunicativo es puesta a la altura de la producción material en la existencia de las sociedades. La división entre «ciencias hermenéuticas de comprensión» que se insertan en la interacción de los sujetos comunicantes o la acción comunicativa, y las «ciencias técnicas, empírico-analíticas» que se insertan en las acciones instrumentales o relaciones productivas entre el ser humano y la naturaleza, procede de la unidimensionalidad que el pensamiento burgués ha desarrollado mediante la ideología que otorga al mercado y las relaciones de producción el origen de la fundamentación y constitución de la sociedad. Habermas intenta romper con esa unidimensionalidad de dos maneras: una es la interpretativa, desarrollando una teoría de la sociedad y de la historia en la que la comunicación prevalece como constituyente de las sociedades, y otra, la práctico-revolucionaria, en la que la recuperación de la racionalidad del diálogo y la acción comunicativa genere una emancipación del ser humano y la sociedad, que se encuentra limitada, sometida y suplantada por una racionalidad técnica y una instrumentalidad prevaleciente.
La fundamentación de la crítica sobre bases materiales, es decir, una teoría como praxis crítica y especulativa, es considerada por Habermas como integrada en el paradigma de la filosofía de la conciencia. Por eso, su giro teórico le obliga a fundamentar la crítica en la idea de un consenso libre y general, es decir, hacia el trascendentalismo. La acción comunicativa se presenta como el paradigma de la sociedad, no es ya la economía sino la ampliación del concepto de reproducción social material al del entendimiento comunicativo lo que fundamenta la integración y la constitución de la sociedad. Habermas parte de la epistemología para llegar al análisis social, en lugar de partir de una crítica material de la sociedad. La dominación se presenta desde su perspectiva como el desarrollo de un consenso moral. La dualidad que aparece en esta hipótesis consiste en que el entendimiento intersubjetivo consuma la dominación a través de un consenso, aunque no sea libre y sin coacción, y la posibilidad emancipativa de ese entendimiento. Las relaciones de dominación y el conflicto social quedan asimilados al proceso comunicativo del entendimiento entre sujetos. Habermas interpreta dos formas de racionalidad subyacentes en la formación de las sociedades: la racionalidad instrumental que, a partir del nacimiento de la sociedad capitalista, crea una ruptura con respecto a la tradición por la que se rige la acción comunicativa entre los individuos, y que pertenece al otro modelo de racionalidad, que es el comunicativo y que subyace dominado por la instrumentalidad del desarrollo productivo, técnico y científico.
Habermas diferencia dos esferas de acción, la integración sistémica y la integración social, que corresponden al sistema y al mundo de la vida, respectivamente. Interpreta que en el sistema capitalista la acción se escinde entre el mundo de la vida y el sistema, ya que el predominio de la acción instrumental interrumpe el tipo de acción comunicativa. Sistema y mundo de la vida se convierten en esferas autónomas, teniendo en cuenta que «mundo de la vida social» es el horizonte donde se entienden los sujetos al actuar comunicativamente. En ese mundo de la vida es también donde se inserta la tradición.
Si el sistema no abarca la sociedad es porque esta no es ninguna totalidad, así como ningún sistema es absoluto e independiente aunque se conciba como tal. Ante ese dilema, también se deduce que la integración entre sistema y mundo de la vida es una aporía, ya que no son esferas independientes, pero tampoco el sistema se integra de un modo absoluto en el mundo de la vida, de lo contrario no podríamos negar la omnipotencia de la razón transformada de nuevo en mito. En la interpretación habermasiana del desacoplamiento entre el sistema y el mundo de la vida, los mecanismos del sistema desplazan las formas comunicativas de integración social, incluidas aquellas esferas de la acción donde el acuerdo es insustituible, por lo que el sistema coloniza el mundo de la vida social. Si el sistema coloniza y escinde la posibilidad del diálogo y, con ello, la acción comunicativa, es porque todo sistema se constituye como una unidimensionalidad, aunque no se pretenda fundamentalista. Organización no implica sistema. Ningún sistema agota la praxis, ni siquiera la praxis comunicativa, que no es más que una dimensión de la socialización y la racionalidad. Habermas, como buen teórico, eleva la particularidad al concepto, sistematiza y racionaliza incluso lo inabarcable, a la vez que se desprende progresivamente de la concreción inmanente a las relaciones sociales. El diálogo es un medio de emancipación, pero no es el único ni el menos sujeto al dominio. El proceso de ilustración y democracia implica necesariamente un cambio radical en las circunstancias materiales, en donde el diálogo y sus bases sociales son imprescindibles pero no únicos.

La filosofía social alemana idealiza el dominio y presenta soluciones de emancipación poco realistas en cuanto a su realización práctica. Se trata de un argumento a favor de la democracia desde una perspectiva genuinamente idealista. El proceso de dominio queda explicado como una distorsión de racionalidades, una superior a otra debido a la necesidad de supervivencia, en lugar de la lucha entre grupos o clases sociales. Lo que olvidan los ideólogos de la sociología filosófica es que la economía de dominación es política una vez superado el nivel de supervivencia, y esta superación de las necesidades materiales es dada ya en la transición desde la agricultura de subsistencia a otro tipo de desarrollos. No es la racionalidad estratégica o instrumental la que explota al trabajador y expropia al tercer mundo, sino la utilización instrumental de la razón por parte de grupos estratégicos de poder. Reducir y simplificar la racionalidad es propio de toda la tradición académica alemana, que es capaz de idealizar hasta la teoría crítica de la sociedad y la dialéctica materialista. Los filósofos se han ocupado de diseccionar teóricamente la razón como si fueran cirujanos del entendimiento.

La integración de la política en la ideología económica

Las consideraciones acerca de la totalidad de la sociedad como sistema, o la distinción entre esferas diferenciadas como sistema y mundo social de la vida, presentan a los sistemas como racionalizaciones fundamentalistas absolutas. La dimensión práctica de un sistema ideológico o de organización de la sociedad no engloba más que conceptualmente la sociedad como un conjunto absoluto, por eso, Habermas, al comprender que el absolutismo sistemático solo puede serlo en abstracto, diferencia dos esferas: el sistema y el mundo de la vida social. La crítica de Marx a Hegel ya contenía esta interpretación de que el sistema es absoluto en su concepto pero no en su dimensión práctica y social concreta. Un paso más allá de esta crítica a la ideología del sistema y a su concepción sería el de añadir que la sociedad no es un sistema, sino que el sistema está integrado e integra, a su vez, la sociedad, pero no la contiene como un todo, entre otras cosas, porque el sistema puede ser absoluto en su formalidad pero no en la praxis social en su conjunto. Ni se identifica plenamente el sistema con la sociedad ni existen dentro de la sociedad dos esferas: la del mundo de la vida y la del sistema. El sistema, que es político y cultural además de económico, fundamenta la dinámica y la acción social de forma totalitaria. La dictadura anónima, así es como se podría denominar a la política en las sociedades del capitalismo avanzado. El igualitarismo formal democrático encubre el sistema de dominación clasista, consiguiendo eliminar una oposición efectiva y produciendo la apariencia de que la vida y la conciencia de los individuos poseen autonomía.
¿Por qué se produce el constante retorno, tras las sucesivas crisis sistémicas, al mito del laissez-faire? Es decir, ¿por qué interesa suplantar las políticas socialdemócratas por el neoliberalismo que inestabiliza las sociedades? Porque la intervención estatal en la economía propia del capitalismo de organización supone cierta iniciativa socialista, al menos en su vertiente económica, pero, además, el creciente intervencionismo, democratización, redistribución de la riqueza y fomento de los bienes públicos en detrimento de los privados, abona el terreno hacia una sociedad socialista evolucionada. La excusa para la renovación de la ideología del libre mercado es la del crecimiento económico sin límites, pero existen otros factores determinantes que integran el sistema social e impiden, tanto una oposición crítica real y efectiva como una alternativa global al mercado:

- La productividad en expansión constante.
- El progreso tecnológico y científico.
- El consumo como socialización y participación ideológica y alienante en la riqueza producida.
- El capitalismo de organización por el que el sistema de libre mercado se regula por medio de la intervención estatal, tanto en periodos de crecimiento como en posteriores recesiones, impidiendo o disminuyendo las crisis sistémicas que provocan una desestabilización social.
- La tecnificación de la sociedad, que presenta las leyes económicas como leyes objetivas y fundamenta racionalmente el sistema desde una perspectiva instrumental, objetivante y biologista que elimina posibles alternativas prácticas y teóricas, eliminando la crítica inmanente.
- Factor de integración científico-técnico: la neutralidad de la esfera pública, ocupada por la racionalidad del intercambio, con una base conceptual e ideológica técnico-instrumental y por una práctica social dominada por el mercado, de este modo, se presenta como una «naturaleza» u objetividad neutra.
- La limitación de la democracia a democracia plebiscitaria, que reduce la política a una progresiva regulación económica, establece el bipartidismo y despolitiza a la sociedad.
- El aparato cubre las necesidades de existencia complementándolas e identificándolas con el resto de artículos y servicios de consumo, encubriendo, de esta forma, las necesidades vitales como medios de lujo en medio del consumo superfluo (la vivienda, el transporte, la alimentación, la sanidad, la educación, la cultura, etc.), por lo que las necesidades son satisfechas por medio de una explotación encubierta.
- La integración política y económica en el sistema, de la clase obrera, elimina el sujeto de la revolución, tanto del cambio revolucionario cuantitativo como cualitativo.
- La permanencia de las necesidades vitales y del trabajo alienado a pesar de los avances tecnológicos, que aunque ya no son necesarios para la supervivencia, sí lo son para la pervivencia del aparato represor productivo.
- La opinión pública manipulada y afín al pensamiento único que se une a la ideología y la autocensura de los medios de comunicación.

Las mismas fuerzas integradoras amenazan con la desintegración de la sociedad al conducir al sistema constantemente a sus límites internos. De este modo, se podría argumentar que las principales fuerzas desintegradoras son la contradicción entre la riqueza social y su distribución, y el colapso de la productividad y su origen en la necesidad constante por parte de la administración y la sociedad de asimilar el excedente ficticio productivo y económico, ficticio en cuanto a su ausencia de concreción en la riqueza distribuida.

La sociedad civil y el Estado

La reducción de la conciencia a lenguaje, y del lenguaje a comunicación, parece resultado de la ideología ampliada del avanzado desarrollo tecnológico. Este desarrollo, en sus intereses constituyentes, responde a unas estructuras reales de explotación y represión que integran la sociedad civil. La filosofía alemana, desde sus orígenes, ha convertido la historia en un proceso de desarrollo de la conciencia, incluso en la inversión negativa de este proceso, o su crítica, que llevaron a cabo tanto Nietzsche, Heidegger y sus postmodernos, como la escuela de Fráncfort con su dependencia teórica del pensamiento hegeliano.
La sociedad civil se forma progresivamente a medida que la burguesía se va configurando como clase independiente. Las relaciones económicas propias del nuevo mundo burgués necesitan independencia respecto al poder político del Estado feudal, lo que origina la idea de que el mercado se autorregula al margen de la intervención política. Esta ideología es la base del liberalismo económico, que reduce la libertad a relaciones «libres» de intercambio. La sociedad civil nace como sociedad mercantil, es decir, delimitada por el sistema económico. Los partidos políticos se sitúan como intermediarios entre la sociedad y el Estado (Bobbio). Las instituciones subordinan su ámbito de acción a la jerarquía y hegemonía del sistema económico. La subordinación de la sociedad al Estado ha sido el proceso de formación de los totalitarismos que, en mayor o menor medida, han limitado o impedido la libertad de las relaciones económicas así como de toda clase de libertades. Esta es la causa por la que Hayek y los neoliberales más ortodoxos identifican la libertad individual y social con el libre mercado, y es también la causa de que los ideólogos soviéticos crearan un Estado totalitario en el que la sociedad no se subordinaba a las relaciones de intercambio, es decir, no era sociedad civil, pero que se sometía al aparato burocrático que tomaba el espacio público reemplazando el mercado. En los países del socialismo burocrático, el Estado asumió el monopolio del mercado, creando así un sistema de capitalismo de Estado.
En la sociedad civil, es el Estado el subordinado a las relaciones de intercambio que la configuran. A lo máximo que ha llegado la socialdemocracia y el «Estado del bienestar» es a utilizar las instituciones como reguladoras de los caóticos procesos económicos y a dar protección frente a las agresiones del mercado a la ciudadanía por medio de prestaciones sociales. De este modo, el papel totalitario en la sociedad civil no lo tiene el Estado como exclusividad sino el mercado sujeto a legislación y con mayor o menor control institucional. La sociedad, debido a sus características materiales, éticas, estéticas y de comunicación, así como a su diversidad y pluralidad, no puede ser reducida como una amalgama bajo un totalitarismo estatal o como sociedad civil, no puede serlo enteramente como sistema político, burocrático o económico. Esta es la primera base teórica y práctica para desembarazarse de una metafísica del conocimiento que implanta mediante una crítica fundamentalista nuevas formas dictatoriales o recursos novedosos fácilmente asimilables por la realidad establecida. La democratización de las instituciones, por otra parte, supondría la asimilación del Estado por parte de la sociedad, una sociedad que ya no sería sociedad civil, puesto que el papel regulador y protector del Estado quedaría integrado en una nueva organización democrática.

Crisis y productividad

La ley fundamental del sistema económico capitalista es la de su expansión y reproducción constante, es decir, «la ley de la reproducción constante del capital»; y si esa ley se contradice, es decir, si dicha expansión se frena o estanca, se produce una crisis sistémica globalizada.
El sistema económico se rige por relaciones sociales de competencia y de intereses antagónicos, lo que constituye un núcleo de irracionalidad muy real y concreta que amenaza con desintegrar constantemente las sociedades. En la sociedad subyace, de este modo, una violencia latente junto con la represión simbólica y material que, cada vez más despersonalizada, integra la sociedad en torno al sistema por medio de relaciones de competitividad, esfuerzo, sacrificio y agresión simbólica y, al mismo tiempo, necesita de la cooperación entre los individuos atomizados. Por eso mismo, reproduce y disocia la sociedad de los individuos que la componen, es decir, se transmuta la individuación en atomización. La necesidad expansionista del sistema económico y social obliga a la existencia de una productividad constante, unida y asociada al consumo en los países desarrollados, así como a la exportación, esto es, tanto el comercio interior como el exterior, y esta misma expansión imposibilita el desarrollo real de las fuerzas productivas al impedir una socialización de la producción. Es por ello una producción que solo revierte en sí misma (en los dueños de los medios de producción, propietarios tanto simbólicos como individuales), a través de sus mecanismos abstractos como el mercado financiero. La socialización limitada de la riqueza y el beneficio generado por la productividad creciente ha permitido la supervivencia y transformación del capitalismo. La sociedad no es el sujeto económico, ese sujeto es el sistema metafísico del capital. La sociedad es el objeto pasivo y a la vez activo económico, puesto que su mera acción es productiva y consumista, pero subordinada a la actividad del sistema y a la alienación de la sociedad de su riqueza. En este doble mecanismo, el sistema dirige la sociedad, pero no la integra más que de forma abstracta o ideológica, su mecanismo necesita de una ideología tan compacta como la religión pero sin sus inconvenientes moralistas, que imposibilitarían la actividad económica (a no ser que tengamos en cuenta el calvinismo, pero habría que aclarar si el calvinismo y la ética protestante en general no son secularizaciones de la religión cristiana). Esta ideología es la del mercado y su productividad incesante que se reduce a la maximización del beneficio. Este ciclo de expansión y crisis es sufrido en las sociedades por periodos de tiempo. Aunque los economistas han descrito y argumentado que dichas crisis cada vez son más leves, las tres cuartas partes del planeta viven en una depresión permanente que se agrava con dichos periodos de recesión cíclica. La limitada y superficial socialización de la riqueza por medios secundarios, como el consumo y el nivel de renta, ha permitido que las crisis sean superadas en los países desarrollados, pero no ha imposibilitado su retorno cíclico.

El concepto de totalidad social

La noción de la sociedad como un todo posee un carácter funcional en la sociología de Adorno, pero su desarrollo ha provocado un regreso a la filosofía de la historia o a teorías generalistas como la de Habermas. Por otra parte, el positivismo sociológico trata los fenómenos sociales individualizándolos, haciendo abstracción de lo concreto, lo que da lugar a que sus valoraciones no se dirigen desde lo concreto a lo general, sino de la concreción a la abstracción en forma de datos, estadísticas, hechos inconexos que dificultan una teoría general de la sociedad. Al objetivar los fenómenos sociales aplicando el método de la ciencia natural, se pierde la posibilidad dialéctica de la crítica, no los juicios de valor o los cálculos situacionales específicos, pero sí al margen de la dinámica social en su conjunto. Ante la posible recaída en la metafísica o la filosofía especulativa de la sociología dialéctica y crítica que postula la totalidad social, el positivismo responde con parcialidades y datos que luego recopila y abstrae desde una posición empírica, analítica y objetivista. Este último método también recae en la metafísica, solo que no desde la perspectiva de la filosofía de la historia o de una teoría general demasiado abstracta, sino que es en sus fundamentos objetivistas supuestamente neutrales y supuestamente con exclusividad empírica donde se halla la oculta fundamentación metafísica. El tratamiento científico y empírico que desarrolla el positivismo lógico disfraza la conflictividad del sistema social y sus antagonismos, la frialdad lógico-empírica invalida la crítica, no porque sus observaciones y planteamientos no puedan ser objeto de ella, sino porque su caracterización naturalista objetiva un análisis que debería ser antropológico en lugar de metafísico-descriptivo. El sistema social es presentado como una dimensión objetiva y natural en lugar de antropológica y cultural, siendo esta última dialéctica y crítica en sus fundamentos metodológicos. Si el positivismo de las ciencias sociales impide la crítica de la sociedad generalizada al no considerarla como un todo, las teorías dialécticas de la totalidad social han recaído en una metafísica del sentido histórico, o de su sinsentido o irracionalidad en algunos casos; en otros, el determinismo metafísico ha dado lugar a ideologías totalitarias como el maoísmo, el marxismo-leninismo, etc. Esta dimensión teórica abstracta y teleológica del concepto de totalidad social tuvo lugar como un retorno a la filosofía de Hegel, o en cualquier caso, al pensamiento hegeliano-marxista.
En el otro extremo, la objetividad lógico-empírica ha supuesto un freno al cambio social entendido como verdadera transformación y liberación de las circunstancias sociales. No ha negado el movimiento o la dinámica social, pero lo ha presentado como un devenir ahistórico y contrarrevolucionario. Que el concepto de totalidad haya degenerado en desarrollos totalitarios fue el motivo por el que Adorno invirtió la dialéctica hegeliana en dialéctica negativa, algo que ya hizo Marx previamente de forma parcial. Esa totalidad negativa de Adorno fue interpretada como instrumento de crítica y antitotalitarismo, pero no evitó el retroceso hacia una filosofía de la historia, a la que el mismo Adorno tanto se opuso, ni una excesiva abstracción de la teoría del sistema, presentando el sistema, aunque de forma crítica pero casi ahistórica, concreta pero casi metafísica, y contingente pero determinista, como una totalidad, es decir, como un absoluto.
El error de ambas posiciones, la positivista por supuesta neutralidad y la dialéctica por su excesivo formalismo, consiste en su consideración de la ciencia, el extraer la ciencia como algo independiente de la interpretación y de su dependencia antropológica y cultural. Han considerado la objetividad científica como algo implícito en sus teorías, cuando dicha objetividad es una falacia si no se tiene en cuenta constantemente la dimensión social, material, concreta, cultural, antropológica, ética y estética de los desarrollos científicos. La falibilidad de la teoría, su dialéctica, su limitación y origen en la praxis no ha sido incluida en sus verdades científicas. El concepto de totalidad, por eso mismo, es necesario para comprender e interpretar el desarrollo de las sociedades, pero no consiste, exclusivamente, en que tenga un carácter funcional, sino que la interpretación es crítica. La crítica es ya interpretación, y una interpretación para ser eficaz ha de ceñirse a lo concreto sin dejar por ello de ser abstracta, pero no debe sucumbir al dato objetivo ni evadirse en soluciones totales. El reproche que puede emerger hacia este concepto de interpretación así considerado es el de relativismo. Si bien toda interpretación es relativa, lo concreto no tiene nada de relativo ni de absoluto.