LA DESINTEGRACIÓN DE LAS SOCIEDADES

LA DESINTEGRACIÓN DE LAS SOCIEDADES

Gustavo Adolfo de Paz Marín (CV)

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La plusvalía de la plusvalía

La evolución histórica del desarrollo de la productividad industrial ha generado una expansión del beneficio que, no siendo posible su reinversión en el sistema productivo de la industria, ha dado lugar a la extensión de la sociedad de consumo (la industria cultural) en la que el resultado del plusvalor obtenido en la creciente productividad industrial es invertido y sustenta el comercio, los servicios, las instituciones y las nuevas formas de innovación económica y tecnológica que, a su vez, reproducen ese plusvalor (pero no lo amplían, lo amplifican de un modo especulativo y ficticio) y lo expanden hacia otros sectores o el conjunto de la sociedad. Esta plusvalía generada sobre la base de la creciente productividad del trabajo no pudo ni puede ser asimilada en el proceso productivo por dos razones: una es para evitar la sobreproducción y su inherente tendencia al subconsumo, y otra es la necesidad de expansión, reinversión y reproducción del capital industrial que moviliza a la sociedad creando una estructura o sistema que la dirige y sustenta en torno al consumo, y, por lo tanto, al mercado. La reproducción de la plusvalía del sector industrial se expande y reproduce en sectores públicos y privados que alientan el mantenimiento de una burocracia improductiva y el despilfarro, junto con la desigualdad que genera el consumo y la competencia en los mercados, de la especulación privada. Esto es, la plusvalía de la plusvalía, es decir: el plusvalor abstracto que se genera en la sociedad de consumo a partir de la plusvalía productiva industrial. La expansión de la productividad industrial podría conducir a un reparto equitativo y a una distribución que satisfaga las necesidades de los ciudadanos, pero, lejos de ser así, el modelo productivo en manos privadas necesita de una reproducción constante y de un modelo social que se adapte a las necesidades de la producción y reproducción del sector industrial. De este modo, el capital industrial y financiero determina no solo el consumo y los mercados, sino también la sociedad y la política que en ella se desarrolla.
Las grandes masas de población que se sostienen a partir de la reproducción de la plusvalía, a su vez reproducida y expandida, son los verdaderos sostenedores del sistema político y económico, ya que un derrumbe de la industria tal como se encuentra desarrollada, de la estructura capital industrial-comercio-capital financiero, supondría una modificación en sus condiciones de vida. Las denominadas clases medias son tan garantes y defensoras del sistema actual como las otras clases más minoritarias de grandes financieros y capitalistas industriales. En torno a esta estructura con base en el capital industrial y su proceso como plusvalía desarrollada, se erigen los Estados y la democracia representativa.

La despolitización de la sociedad

Los ciudadanos son expropiados de la participación política siendo reducidos por el sistema a meros productores-consumidores pasivos. La democracia es un mercado político en donde los ciudadanos participan indirectamente (democracia indirecta o representativa) como consumidores políticos. De esta manera, se aprecia cómo la ideología económica neoliberal introduce su modelo de sistema y gestión en la esfera política. No son el Estado ni la burocracia los que determinan el sistema político y su configuración, sino que es el sistema económico el que determina la estructura política. La escasa oferta política, y su determinismo, viene dada por las deficiencias propias del mercado, el cual no puede cubrir la mayor parte de las necesidades e iniciativas de la población. Las campañas de publicidad y marketing, junto con los programas políticos vendidos como mercancías de gestión, demuestran que los partidos políticos actúan como empresas cuyo interés es el beneficio privado. La legitimidad del sistema democrático se identifica con la legalidad. El derecho y la justificación racional de los valores liberales y democráticos se presentan en un único discurso que se enfrenta y posiciona como contrario a los totalitarismos. Este fenómeno ha sido denominado, en ocasiones, como fundamentalismo democrático, pero la democracia y el fundamentalismo son posiciones antagónicas y contradictorias, por lo tanto, un sistema que se presenta como discurso único representa en sus formas un totalitarismo y no una verdadera democracia. La democracia, para ser factible, ha de presentarse como una pluralidad de discursos, de acciones y de participaciones. Hablar de fundamentalismo democrático implica una contradicción en ambos términos. Si la legitimidad se identifica con la legalidad, en su caso a través del derecho y de constituciones liberales, la democracia entonces es legitimada de forma muy restringida. El sistema político no se apoya únicamente en esta forma de legitimidad, la cual se mantiene en un equilibrio precario, sino, sobre todo, en el monopolio del conocimiento y la producción. La tecnocracia del conocimiento monopoliza los cauces de la administración pública y lo mismo ocurre en la economía: las formas de gestión de la producción y la riqueza social son un monopolio de los tecnócratas o especialistas, los cuales presentan un objetivo común y cada vez menos divergencias. Esto significa que, desde la esfera política, no se cuestiona el sistema político, social y económico, no se cuestiona el mercado, sino la forma de gestionarlo. El consenso democrático se efectúa, de este modo, por coacción. No se trata únicamente de una coacción y violencia directas, sino la exclusión de otros discursos, de otros conocimientos y de otras posibles actuaciones. Revela el carácter totalitario e impositivo, a través de la violencia simbólica, del sistema político.

La lógica de la sociedad desintegrada

Siguiendo la línea de pensamiento de Max Weber, la escuela de Fráncfort pronosticó un modelo de sociedad en el que la administración total y la burocracia establecieran una organización técnica en la que los individuos y la sociedad estuvieran plenamente integrados, en la que la identidad entre sociedad y sistema fuese absoluta en un mundo integrado. El desarrollo posterior no niega de forma absoluta esta hipótesis: la burocracia industrial y financiera es la élite que impone una administración total de la sociedad, pero lo que sí niega este desarrollo son sus conclusiones. La jaula de hierro burocrática ha dado lugar no a una sociedad con lucha de clases, sino a una sociedad con clases sin lucha, pero cuanto más se estrecha la jaula de hierro más se deforman sus barrotes. Si el mercado autorregulado es una quimera, la sociedad integrada bajo el modelo de capitalismo organizado es un mito. La lógica misma del sistema y una sociedad integrada conlleva una enorme contradicción, ya que aunque la administración política y burocrática abogue por dicha integración, el mercado y la producción organizados con desigualdad y ausencia de democracia provocan una desintegración constante en la sociedad que difícilmente es solventada por el Estado. La dialéctica social que generan la economía y la política en la sociedad no puede generar una integración, por muy represiva que sea dicha sociedad, sino que tras una dialéctica que no integra se sigue una lógica desintegradora. Los pensadores e intelectuales que siguieron la trayectoria de Max Weber también confluyeron con Hegel, aunque en sentido negativo, pensaron que era posible una integración social casi absoluta bajo el capitalismo. La consolidación de la administración total sobre la vida no ha provocado una integración total sobre la vida, ya que la lógica del sistema económico y cultural es desintegradora, precisa del caos en los mercados y de una reproducción caótica. Si bien las estructuras sociales sirven para integrar y consolidar un orden, la estructura básica que es el sistema de libre mercado y la producción capitalista hace tambalearse dichas estructuras sociales. La sociedad sustentada sobre la irracionalidad del mercado jamás podrá ser una sociedad integrada. El énfasis en la identidad ha provocado una convergencia ideal y un caos material.
La sociedad se desintegra cuando el sentido de la comunidad desaparece o se encuentra en dicho proceso. Si esa sociedad desintegrada no se ha transformado, incluso ante la pérdida de legitimidad, ha sido debido a la coacción: el sistema cultural niega ideológicamente la posibilidad de una sociedad nueva e integradora, solo presenta la disyuntiva entre lo existente o la barbarie. En la práctica, la coacción aparece en el aislamiento individual que subyace a la competitividad y la competencia. A esto se le une la «socialización represiva» que supone la participación indirecta e impotente en la producción por medio del consumo y el salario. Esta participación indirecta no fue más que una estrategia, y la sociedad desintegrada pierde su capacidad de socialización porque es expropiada de sus propios productos y realizaciones, es decir, de su riqueza.

La consolidación del capitalismo a través del Estado del bienestar

El capitalismo, como sistema social, ocasiona la desintegración política de las sociedades al estructurar la base de la democracia representativa y las instituciones. La dictadura del mercado reemplaza a la democracia real, la manipulación de los medios de comunicación reemplaza la opinión pública en el mercado administrado de dichos medios, y el intercambio comercial (incluido el del sufragio) obstaculiza el criterio individual y degrada la posibilidad del sufragio directo participativo: se permite consumir y administrar la renta de un modo idealmente libre, eligiendo entre una variedad de productos y servicios limitados arbitrariamente, lo mismo ocurre con el sufragio como bien de consumo, el partido político se presenta como una mercancía de gestión. A través de las distintas representaciones políticas se configura el sistema político, reduciendo la diversidad ideológica a un estrecho conjunto de representaciones y discursos en los que la participación queda restringida al sufragio. La democracia representativa es una democracia, por lo tanto, muy limitada y excluyente. Además de este hecho, el sistema político no solo no cuestiona el sistema económico, sino que lo apuntala.
El sistema económico como fundamento de la sociedad civil provocó crisis y antagonismos sociales sin precedentes históricos. En el desarrollo histórico del capitalismo se hizo necesario un intervencionismo estatal con el fin de regular estos antagonismos sociales y las crisis periódicas. Dicho desarrollo ha dado lugar a lo que se denomina «Estado del bienestar», que se caracteriza por ser un modelo de administración que regula la actividad económica que se desarrolla en la sociedad, neutralizando las crisis económicas y paliando los efectos de los antagonismos sociales. El Estado del bienestar es una administración burocrática cuya finalidad es corregir los defectos del sistema y la desintegración que genera el mercado como institución caótica e irracional. Es un instrumento al servicio del mantenimiento del statu quo. El Estado es un subsistema político con respecto al sistema social dominado por el mercado. El mercado, a su vez, es un subsistema de relaciones sociales de intercambio cuya estructura básica son las relaciones sociales de producción dominadas por una minoría capitalista. La democracia representativa, en apariencia independiente de los poderes económicos, se sustenta en una élite o aristocracia capitalista que domina la esfera social. La democracia representativa, por lo tanto, se fundamenta en un totalitarismo. Si bien el Estado del capitalismo de organización es un Estado totalitario propiamente dicho, su papel es de administración secundaria, lo cual es defendido por la ideología neoliberal como un progreso democrático al dar al Estado un papel no autoritario ni despótico y que no estructura directamente las relaciones sociales. Dicho papel queda asignado al mercado, que es una institución no menos totalitaria y excluyente que las instituciones que tuvieron lugar en los regímenes con Estados totalitarios. La democratización de la dirección política, la democracia representativa, no responde a la democratización de la sociedad. Esta última se da como posibilidad y como realidad, únicamente, en el enfrentamiento directo y continuo que genera los antagonismos en las sociedades capitalistas. La democracia real se da como oposición al capitalismo, no como consecuencia de este. En un Estado democrático, las instituciones y las relaciones sociales no se rigen democráticamente, existe un poder absolutista subyacente. Esto seguirá siendo así mientras no exista una política democrática que socialice la producción y la distribución, es decir, hasta que se democratice la economía.
La ideología del liderazgo

La necesidad de intervenir en los mercados por parte de los estados nacionales, adaptando la política y la administración pública a la producción capitalista, consolidó una organización política acomodada a las necesidades y al desarrollo del sistema económico. Esta organización es la democracia parlamentaria representativa que, si bien supuso un gran avance respecto a otras formas de organización política anteriores como las dictaduras y las monarquías absolutas, en la actualidad supone un freno a la realización y el desarrollo pleno de la democracia. El mercado y la producción capitalista tienen como barrera unas pretendidas instituciones democráticas, de ahí el necesario ajuste del desarrollo democrático a favor de una burocratización creciente, ya sea pública o privada. El auge del mercado implica una mayor burocracia. La democratización de las instituciones implica, por el contrario, una menor burocracia y unas limitaciones al mercado. La sumisión al sistema económico por parte de la burocracia y los poderes públicos proviene de su adecuación a este, el cual les ha dado forma.
El origen de la ideología del liderazgo no es tanto político como económico. El cesarismo político no es más que la imagen de la competitividad y el esplendor del cesarismo de empresa. Dentro de la ideología misma, se confunde el derecho a la separación entre los trabajadores y los medios de producción, y el derecho a la separación entre el poder político con respecto a los ciudadanos. Esta es la diferencia entre la autoridad eficiente y el sujeto pasivo como consumidor y productor, y supone una ruptura antidemocrática que es enmascarada con el culto a la eficacia de la autoridad competente, el especialista, ya sea la empresa, el líder político, el partido o la organización. Esta expropiación se establece bajo la apariencia democrática, pero fue un preámbulo y una continuidad en los regímenes totalitarios.
La especialización, fruto de la división del trabajo y la creación de las jerarquías en la sociedad capitalista, fue una necesidad productiva derivada de intereses políticos específicos. Esta especialización no solo es un proceso económico, ha sido adoptada por la ciencia, la política y, actualmente, por el conjunto de la sociedad, que se halla fragmentada en torno a las distintas especializaciones. Toda una sociedad movilizada en torno a una estructura paramilitar. El fin de esta movilización es el beneficio, no el beneficio social, sino el económico. La base metafísica y teleológica de la ideología del liderazgo es la misma que dota de racionalidad al sistema económico. El capitalismo no es ya, por lo tanto, un sistema económico meramente, sino un sistema social y cultural que encierra a la sociedad totalitaria bajo la máscara del libre mercado y la democracia.
El culto al líder mezcla la eficacia racional con la emotividad. La necesaria apariencia democrática es en realidad dominación y represión, y crea la circunstancia de subyugarse ante un líder o un liderazgo paternalista en lo emocional y eficiente en lo racional, además de la libre adaptación a esa forma de gestión, la libre sumisión al líder, a la empresa, al Estado o a cualquier tipo de orden o estructura que controle y dirija la vida individual y colectiva. Se es libre en la expresión y en la elección, pero no se es libre en lo que se expresa y elige, no se participa en lo establecido, sino que es impuesto. Se elige entre posibilidades, entre liderazgos, pero que no se participa en cuanto a su origen y realización. Se vota lo establecido, se elige lo que se impone, se asume libremente la dominación. Es equiparada, de este modo, la represión con la autonomía.

Las consecuencias de la desintegración política

La principal consecuencia de la desintegración política en las sociedades del capitalismo organizado es la anomia, es decir, la ausencia de vínculos entre los individuos y las instituciones. Si esta desintegración constante y latente se mantiene, como de hecho ocurre, en un periodo de crisis económica, la consecuencia directa es el auge de extremismos políticos y violencia. «El fascismo es una ideología de crisis» (Bobbio). El fascismo es la respuesta reaccionaria a la desintegración social que se acentúa en la crisis económica y política, es la ideología del liderazgo llevada a sus últimas consecuencias, pero también es parte del proceso de atomización y represión que constituye y precisa el sistema productivo en su funcionamiento y consolidación. El fascismo es, entonces, una subideología en la sociedad capitalista. La disciplina de masas no es estrictamente propia del fascismo, sino una necesidad productiva y de sumisión al orden establecido en el sistema social de expropiación y desintegración democrática.
Otra de las consecuencias de la desintegración política es la deslegitimación progresiva del sistema democrático basado en la democracia representativa. La pérdida del sentido de representatividad de los ciudadanos respecto a la clase política procede de la especialización y profesionalización política, y de la exclusión práctica de la mayoría de los ciudadanos de esa actividad. Los especialistas y dirigentes políticos gestionan en base a cierto grado de representatividad, el grado que les limita y legitima el sufragio, y por el cual han de responder ante sus electores; y en función de lobbys y estructuras económicas de poder. La ruptura entre los intereses minoritarios de la élite económica y política y los ciudadanos provoca la desmotivación y desvinculación política que se manifiesta en la creciente abstención en las elecciones de los países más desarrollados. La democracia no pierde legitimidad por esta desmotivación de los electores, sino porque los causantes de la ruptura en la participación política y el desarrollo democrático son una casta privilegiada que actúa al margen de los intereses de la sociedad, coincidan o no sus actuaciones con dichos intereses. Esto no solo ocasiona la desintegración política, sino que es fruto de la expropiación democrática y es la raíz de la realidad del totalitarismo.
El poder reducido al culto a la personalidad es la consecuencia directa de la ideología del liderazgo y la profesionalización de la política. El poder concentrado en la personalidad carismática reduce aún más la participación y la expansión de la democracia. Esta identidad entre legitimidad democrática y liderazgo pertenece a la creencia ampliamente establecida que responsabiliza al líder carismático y los especialistas de los progresos o fracasos en la gestión administrativa, dejando libre de toda crítica las instituciones y las distintas estructuras de poder. Mediante el mito de la responsabilidad del líder carismático y los profesionales de la política, se convierte en incuestionable el sistema democrático establecido, lo cual presenta la paradoja de que el sistema deviene en antidemocrático. La profesionalización de la política ha creado una oligarquía política. El partido político es la instancia suprema de despolitización y pérdida de la legitimidad democrática que se da en nuestro presente.