REAL COMO LA ECONOMÍA MISMA

REAL COMO LA ECONOMÍA MISMA

Armando Roselló

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CAPÍTULO 5 
TODOS LOS CAMINOS CONDUCEN A ROMA



Ciudadano

Marco Tulio Léntulo era un ciudadano romano grave y severo en el porte, muy serio y formal en el trato, callado y juicioso en el coloquio, austero en su modo de vivir y exageradamente rígido consigo mismo y con los suyos. Pero sobre todo era aburrido, mortalmente aburrido. Fuera del ámbito de sus obligaciones, se diría que los caracoles eran más jaraneros que él. Trabajador infatigable, labraba sus tierras próximas a Roma tirando de buey. Su familia, descendiente de los primeros pobladores de la ciudad, se dedicaba desde siempre al cultivo de la lenteja, de ahí el nombre de Léntulo. Su primogénito, todavía en el vientre de su madre, seguiría la tradición. Él, como paterfamilæ, lo disciplinaría para ello.

En sus cálculos no entraba la posibilidad de que su mujer, pequeña y feúcha, fuera a darle una hija. Con la superpoblación de mujeres que sufría Roma a causa de las guerras, quizá Léntulo se viera obligado a abandonarla en cualquier rincón, donde moriría.

Su vida era muy monótona. De casa al campo a trabajar, y del campo a casa a descansar. Se levantaba con las gallinas y se acostaba con ellas (no sólo metafóricamente). Su vivienda, una choza de barro de una sola puerta sin ventanas, se encontraba dentro de los límites de la empalizada que rodeaba la ciudad. Allí estaba protegido de las correrías de bandidos y de tribus belicosas que, de cuando en cuando, aparecían por la comarca. Como quien dice, su único esparcimiento lo constituía el ancestral deporte de guerrear. Armado con un puñal de hierro y un buen garrote, se presentaba a la batalla sin otra protección que sus ropas de diario. Quedaba aún muy lejos de la imagen del miles romano que conocemos: casco con penacho, armadura, escudo, espada corta y sandalias.

Roma era ya una villa enorme de unos treinta o cuarenta mil habitantes. Poco importa la cifra exacta, de todos modos no había nadie que supiera contarlos (con los dedos de la mano es difícil llegar a cifras muy altas). Estaba rodeada de fértiles huertas tenazmente cultivadas por los campesinos romanos, y también de bosques cada vez más exiguos por su empleo para leña. La mayoría de los romanos vivían del trabajo del campo. Se exceptuaban los de origen etrusco, mucho más ricos y cultos, que se dedicaban al comercio y a la floreciente artesanía, especialmente a la de los metales. «Pasaban» de la agricultura y despreciaban a sus conciudadanos sabinos y latinos, a los que consideraban unos completos tarugos. Por supuesto, la simpatía era mutua. Quizá algún que otro etrusco fuera capaz de hacer el censo de la ciudad, pero el amor de los romanos por esta civilización superior, les hizo arrasarla hasta los cimientos, y poco nos ha llegado de su cultura.

Roma, en sus inicios era un poblado como muchos otros de la zona. En él vivían campesinos sabinos y latinos, que constituían el elemento indígena, y etruscos que emigraron de las ricas ciudades del Norte para hacer negocios y allí se quedaron.

Ahora, Roma había crecido a costa de las ciudades hermanas latinas y sabinas a las que derrotaba en constantes refriegas. Pero seguía siendo una ciudad agrícola, en la que la mayoría de sus habitantes vivían del campo y conservaban el poder político. El Rey era uno de los suyos. Sin embargo, las riquezas y la cultura seguían ostentándolas los etruscos. Para comprender el abismo que existía entre ambos se podría mencionar el hecho de que los etruscos ya dominaban los cuidados bucales al extremo de realizar prótesis dentales de hueso o de marfil con puentes de oro. Podríamos añadir que estos «inmigrantes» sabían leer y escribir, incluidas sus mujeres. Éstas estaban totalmente liberadas, eran hermosas, limpias y gustaban ir muy arregladas. En comparación, los romanos eran analfabetos, sus mujeres les estaban absolutamente subyugadas y usaban el agua con la misma falta de asiduidad que los hombres.

Éste era el trasfondo en el que se movía Léntulo. Mientras bajaba a sus tierras por las no pavimentadas calles de Roma, no era consciente de la suciedad de la ciudad. Estaba acostumbrado. Tampoco percibía el mal olor de basuras, orines y detritus que se esparcían por doquier al no existir alcantarillas. Era lógico, pues, que fuera incapaz de notar su propio mal olor ni el de sus congéneres. Su única túnica, más o menos blanca, la había hecho su madre. Era una mala imitación de lana de la toga etrusca. Rara vez la lavaba.

—Salve Léntulo —le saludó Severo Antonio Fabio con el que por poco se topa de bruces—. A ti iba a buscarte.

—Salve Fabio —respondió parcamente a su saludo—. Dime.

—Hoy al atardecer hay reunión en el Foro. Tenemos problemas con los latinos de Alba Longa. Haz pasar la voz.

El Foro era una simple plaza donde se reunían los romanos a deliberar sobre sus cosas. Todavía carecía de la magnificencia que alcanzaría con posterioridad.

Aquella iba en camino de ser una reunión más. Se empezó describiendo la afrenta que sus vecinos les habían hecho (parece que fue más fingida o provocada que real). Siguieron encendidas protestas contra los naturales de la ciudad limítrofe. El ambiente se fue caldeando gracias a la habilidad de la minoría etrusca a la que la guerra beneficiaba (venderían armas y si ganaban, extenderían sus zonas de influencia). Hacia el final, ya pocos campesinos romanos, a los que no hacía falta echar mucha leña para que prendiera su ardor guerrero, seguían con su pacifismo inicial. Se decidió, por tanto, hacer la guerra. Esta contienda tuvo como resultado arrasar la ciudad «hermana» de Alba Longa, de la que nunca más se supo.

Reuniones como ésta había habido muchas, y otras más habría en adelante. En una de ellas, y por qué no en la presente, alguien, etrusco casi con seguridad, aprovechando el ambiente eufórico, habló.

—¡Ciudadanos! —hizo una pausa y esperó a que se fueran apagando los cientos de conversaciones simultáneas que se producían a cada mínima interrupción—. ¡Ciudadanos! Hemos de congratularnos por la medida que hemos tomado. ¡Vamos a darles una buena tunda...!

Una cerrada ovación cortó su arenga. Desde luego, éste sí que sabía hablar, no como otros que apenas alcanzaban a balbucear unas incoherentes palabras.

—Pero, ¿no creéis que es el momento de que empecemos a mirarnos el ombligo? —Una pausa para que cada cual desconectara sus pensamientos sobre el asunto anterior y se preguntara por dónde iban a ir los tiros.

»¿Qué os parece nuestra ciudad? ¿Os gusta?

»Sí, ¿verdad? A mí también. Pero, ¿qué pensáis de la basura y la mierda que se amontona por doquier?

»Y, ¿qué opináis de lo que tenemos que hacer cada vez que hemos de cruzar el Tíber?

»Para acabar y no cansaros. ¿No estáis hartos de mosquitos y de pantanos? ¿No imagináis lo que podríamos hacer si los desecáramos?

»¿No estáis conmigo en que tenemos que ponernos a trabajar para dar solución a estos problemas? La respuesta fue automática. ¿Qué otra podrían haber dado? Basándose en preguntas y sin hacer otras afirmaciones que las obvias que nadie iba a discutir, había dirigido la reunión hacia los fines que se había propuesto.

—¡Está acordado! —sancionó finalmente Anco Marcio, Rey democrático de Roma—. En cuanto acabemos con Alba Longa, nos pondremos manos a la obra.

Marco Tulio Léntulo se sintió contento. Las propuestas eran buenas para la ciudad, y además el asunto de solucionar el cruce del Tíber le beneficiaba, pues tenía algunas posesiones al otro lado del río. Tener que mojarse la barriga o vadearlo millas arriba, era un auténtico latazo.


¿Dónde hemos leído algo parecido? Efectivamente, unas páginas atrás narrábamos la historia de Villacolina. Su Rey, Cigur, se hacía preguntas parecidas a las de nuestro actual orador.

Si vuelvo otra vez sobre lo mismo, es porque deseo resaltar el hecho de que Roma, en sus orígenes, estaba más atrasada, en la mayoría de los aspectos, que la civilización Sumeria. Y habían transcurrido unos dos mil años. En una cosa diferían. Las ciudades sumerias, políticamente, eran gobernadas por una serie de monarcas teocráticos y absolutistas. Roma, en cambio, era una monarquía parlamentaria y democrática (a su manera).

Roma nos interesa por dos motivos. Uno es netamente económico. Esa civilización alcanzó el máximo esplendor de la Antigüedad. El otro, situado en el entorno de la actividad económica, fue toda una aportación. No vamos a revelarlos todavía. Es pronto y a mí nunca me han gustado las películas en las que se sabe el resultado nada más empezar.

Roma era, por aquel entonces, una agresiva (y peligrosa) agrupación de campesinos, que no se lo pensaban dos veces a la hora de atacar cuando sus intereses así lo reclamaban. Subdesarrollada en comparación con las colindantes civilizaciones etrusca y griega, iba a empezar a dar los primeros pasos para arreglarse su casa.

El puente

—De ninguna manera. Si los dioses prohíben que empleemos hierro para construir nuestras casas, ¿cómo vamos a utilizarlo para construir el puente? —zanjó la cuestión Anco Marcio con este irrefutable argumento.

Así nació el proyecto del Pons Sublicius sobre el Tíber, todo él de madera. El Rey, en ese momento actuando como Pontífice, sacrificó un animal y evidenció que los augurios eran favorables. Se podía empezar.

Un equipo de trabajo de lo más heterogéneo, constituido en su mayoría por ciudadanos romanos contratados ex profeso, se puso a la tarea de erigir el puente. Después de cada guerra y entre cosecha y cosecha, quienes no poseían tierras (los no primogénitos y sus descendientes), se dedicaban a realizar las más diversas labores. Se empleaban en la pujante «industria» etrusca, en el comercio o realizaban las mil y una tareas que toda ciudad lleva consigo. Eran la plebe, y su tipo de trabajo era considerado poco digno por la «aristocracia» campesina. Recibieron el nombre de proletarios, porque se suponía que su única contribución a Roma era la de engendrar más romanos (la prole).

Asimismo, había campesinos echando una mano en la construcción del puente, especialmente aquéllos que tenían alguna que otra tierra al otro lado del río y que, por tanto, debían dar un rodeo de varias millas romanas (exactamente mil pasos dobles), para cruzar el alejado vado sobre el Tíber. Vadearlo por el Palatino, resultaba emocionante y estimulante, pero poco práctico. Formando parte de este grupo se encontraba, en numerosas ocasiones, Marco Tulio Léntulo, que como conocemos, poseía una parte de su propiedad en el lado equivocado del río.

 Finalmente, también trabajaba un grupo de entusiastas voluntarios. Rara avis no ha mucho, ya empezaban a hacerse notar. Las constantes victorias romanas habían hecho aumentar el número de esclavos. Entonces, todavía eran tratados bien y casi, casi, considerados como un miembro más de la familia. La continua convivencia y el trabajo en común creaban inevitablemente ciertos lazos afectivos. De hecho, la figura del liberto, esclavo al que se le otorgaba la libertad, no era en absoluto una excepción. Con la llegada de más y más esclavos, su valor decreció y el trato empeoró. Motivados y entusiasmados por las condiciones laborales y las oportunidades de mejora, el trabajo del esclavo era... Pero no nos adelantemos.

Este equipo lo «dirigía» el etrusco que habló en la reunión del Foro. Después de que sus conciudadanos destrozaran Alba Longa, no tuvo ninguna dificultad en hacerse con el encargo del proyecto. Habían empezado talando el bosque. Alguien dijo:

—¡Vayamos a por los árboles!

Y a por los árboles que se fueron. Aunque todos hablaban la misma lengua, no parecía que se entendieran mucho. Acabaron trayendo troncos grandes, pequeños, con ramas, sin ramas, retorcidos..., en fin, para todos los gustos y tamaños. Claro que la falta de entendimiento no debe achacarse a la dificultad del latín (por extraño que parezca, ellos eran capaces de entenderlo), sino a lo terriblemente desorganizados que eran. Peleaban y se lo «montaban » de lo más desordenadamente. Buena parte de sus detritus y basuras iban a parar río arriba, siendo que luego bebían río abajo. Roma fue siempre un auténtico caos urbanístico. Parece imposible que los propios romanos llegaran a ser posteriormente el pueblo más organizado del mundo. Ignoro si eso fue consecuencia del mal ejemplo de su ciudad, que decidieron no repetir el modelo: diseñaban toda nueva villa que fundaban a partir de regla y cartabón.

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó alguien al orador que no hacía otra cosa que mirar al río y a los árboles, como esperando que le dieran alguna idea de por dónde empezar. Una cosa es construir frases mediante palabras, y otra, puentes.

Marco Tulio y Severo Antonio, hombres poco teóricos pero con una clara inteligencia práctica, decidieron «pasar» del retórico y ponerse a la faena.

—Vamos a aclararnos con los árboles —habló Marco—. Dejemos a un lado los más gruesos y altos. Una vez bien podados, los emplearemos como postes que anclaremos en el lecho del río lo más profundamente posible.

Buena idea. Pero una cosa es pensarla y otra hacerla. Varios días estuvieron batallando con resultados de lo más desastroso. De no ser porque los romanos carecían de un fino sentido del humor, se habrían reído mucho. Habían empezado por intentar «clavar» un poste en medio del río. Pero claro, la madera flota, y si es muy grande, flota mucho. ¿Se los imaginan en medio de la corriente intentando poner el tronco vertical, y luego haciendo fuerza hacia abajo?

Estaban a punto de abandonar la empresa, y dirigirse al Rey para que contratara a extranjeros que lo construyeran, cuando Severo Antonio, enfurruñado, comentó en voz muy alta.

—Pues yo no me doy por vencido. A lo mejor es que hemos sido muy brutos por empezar por el centro. Vamos a comenzar por lados, donde será más fácil hincar los p... postes.

Más de uno pensó que aunque pusieran los de los lados, al final tendrían que llegar al centro, donde habrían de pasar por las mismas dificultades. Pero ellos eran romanos, y les habían dicho que construyeran aquel condenado puente: iban a intentarlo todas las veces que hiciera falta. Su orgullo les iba en ello.

Empezaron por un lugar en el que apenas había un par de palmos de agua. Poner el tronco vertical en aquel lugar no les supuso el más mínimo problema. Otra cosa bien distinta fue la de hacer el agujero en el que insertar el palo. No sólo costaba un trabajo enorme cada paletada de tierra extraída, sino que el agua se dedicaba a tomarles el pelo, rellenándolo al poco. Lo que tenía que haber sido un cilindro hueco no era otra cosa que un sombrero chino invertido que por mucho que cavaran permanecía siempre de la misma profundidad.

—¡..., ya estoy hasta las narices! —maldijo en latín Severo Antonio—. ¡Clavemos el poste a ver qué pasa!

Pasó lo que tenía que pasar. Una vez plantado, los ojos de todo el mundo reflejaban una certidumbre más allá de toda duda: aquello no iba a aguantar mucho. Y en efecto, no lo hizo. Inclinándose, lentamente pero sin pausa, el tronco se derrumbó, chopando de agua y lodo sus cabezas, troncos y extremidades.

—Un momento —dijo un romano anónimo—. ¿Y si quitamos el agua? Cavaríamos mucho mejor.

—¡Vale listo! —le respondió otro—. ¡Cogemos una escoba y la apartamos!

Una risotada general se elevó entre los trabajadores a los que la pulla no dejó de hacerles gracia.

—¡No! ¡De verdad! —no se dio por vencido el primero—. Podemos hacerlo. Montamos un cajón con troncos pequeños alrededor de donde queramos cavar. Ha de ser como una empalizada para que no entre agua. Luego, la que quede dentro la sacamos a paletadas. Así, creo, podremos ahondar sin problemas.

Aquel hombre no había estudiado ingeniería pero había dado en clavo. La expresión de burla de sus compañeros se tornó en otra no exenta de un cierto respeto; pero sólo por breves momentos, pues enseguida se pusieron a construir un cajón impermeable abierto por los lados de arriba y de abajo.

Lo colocaron clavándolo ligeramente en torno a lo que quedaba del agujero. Empezaron a sacar el agua y taparon simultáneamente con cuñas y trapos desde el exterior y el interior, las grietas por donde se filtraba ésta. Finalmente consiguieron la inversa de una piscina: agua por fuera, pero seco por dentro.

El resto ya fue pan comido. Cavaron el agujero profundamente y colocaron el poste en él. Repitieron la operación varios pasos más al Sur, otra piscina, otro agujero y otro poste. Unieron ambos mediante un par de gruesos travesaños atados con cuerdas y paralelos a la superficie del agua. Aseguraron más la unión, cruzando en aspa otros dos troncos.

Todo ello lo iban realizando a medida que lo iban pensando, sin ningún plan preestablecido. Por lo que, en más de una ocasión, tuvieron que deshacer parte de lo hecho al no cuadrarles muy bien el siguiente paso con el anterior.

A continuación conectaron la orilla con el travesaño horizontal. Emplearon un largo leño para ello. Y comprobaron con desencanto cómo la pendiente estaba inclinada hacia abajo, en vez de estarlo hacia arriba: la orilla estaba más alta que el travesaño.

—¡No pasa nada! —dijo Marco—. Pongamos otro travesaño un poco más arriba. Así quedará más fuerte. ¡No hay mal que por bien no venga!

Así lo hicieron. Finalmente la cosa quedó bien. Dos largos troncos unían en suave pendiente hacia arriba, la orilla con los dos postes. Reforzaron, una vez más, esta unión, clavando en tierra los troncos longitudinales, y cruzando aspas entre ellos y el lecho del río. Una serie contigua de tablones desde tierra hasta los dos postes constituía la incipiente calzada.

En este punto pararon. Contemplaron su obra y se sintieron satisfechos. Les estaba quedando imponente.

—Vamos a hacer lo mismo, pero por el otro lado del río —pensó en voz alta Severo Antonio—.

—Buena idea —respondió Marco Tulio—. Pero antes comprobemos bien la altura de la orilla y el lugar donde poner los postes, no sea que no concuerden y nos toque rehacerlo.

Vieron todo lo que tenían que ver, pensaron todo lo que tenían que pensar, apuntaron todos los pasos que tenían que dar, y repasaron por último todos los puntos para que no se les quedara ninguno cojo. Finalmente, se pusieron a trabajar en el otro lado del río.


Con esto llevaron a la práctica un acto mágico. Claro que ellos no fueron conscientes de ello. Su magia iba por otros derroteros. Estaban muy lejos de pensar que veintisiete siglos más tarde los sacerdotes de la moderna diosa Economía se dedicarían a invocar una serie de conjuros, usando incomprensibles palabras, como solución a los problemas que se les presentaban:

«Planificación» es la palabra que nombra lo que hicieron. Hay muchas más: «Gestión», «Motivación», «Productividad», «Eficacia », «Calidad»,... Mi preferida es esta última, «Calidad». ¿Hay alguien que sea capaz de decirme qué es eso de calidad? Hago esta pregunta porque una de mis preocupaciones como profesional, fue la de intentar establecer un patrón aséptico de calidad para nuestros consumidores y no hubo manera. Calidad se confundía con confianza, costumbre, presentación, opinión de los demás..., pero no había forma de casar dicho concepto con aspectos concretos del producto. Bueno, me temo que me he ido por las ramas otra vez. Volvamos al comentario.

«Planificación es la solución». En efecto. Pero, ¿qué es eso de planificar?

¿Un complicado ritual que sólo unos pocos son capaces de realizar? Pues no. Nada de eso. Para planificar se precisan únicamente dos cosas: papel y lápiz, y digo lápiz porque habrá que borrar. Una pizca de sentido común tampoco vendrá del todo mal.

Pero no, no voy a dar la receta de cómo planificar. Quizá porque no es única, y porque cada uno puede seguir el método que considere más adecuado. Me conformaré con mencionar que simplemente hay que anotar uno detrás de otro todos los aspectos a tener en cuenta, ordenarlos según una secuencia lógica, acordarse de todo lo que salió mal la otra vez, y por último y muy importante, entregar un borrador del plan a una o varias personas que lo critiquen. Este paso final no tiene por objeto el obtener alabanzas sobre lo bien pensado que está todo, sino abrir la mente y escuchar las buenas aportaciones y agudas correcciones que, sin duda, se propondrán.


Acabaron el extremo de la otra orilla del río más rápidamente y mejor. La experiencia les ahorró un sinfín de errores y rectificaciones. Se adentraron más hacia el centro de la corriente, y colocaron, si bien con más dificultad, otro par de postes verticales, usando la misma técnica de la piscina inversa. Unieron, reforzaron y trenzaron estos postes entre sí y con lo ya construido del puente. Con el armazón ya montado, les fue fácil asentar la calzada. Pasaron al otro lado y repitieron el proceso. Y así siguieron trabajando hasta que pudieron dar por acabado el puente mediante la colación de la última tabla. Las dos orillas estaban unidas.

Hubo una fiesta y celebraron tan magno acontecimiento. A partir de aquel día, cruzar el Tíber ya no significaba dar un gran rodeo o mojarse emocionantemente la barriga, sino que era algo rápido y simple.


Bueno, ¿y qué? Además, ¿acaso los romanos no podían cruzar el río en barca?

Estoy convencido que éstos, aunque siempre fueron malos marinos, algún tipo de barcaza o balsa tendrían, aunque no he encontrado referencia alguna a ello en los libros que he consultado. No importa; existiera o no, el hecho es que levantaron este primer puente de madera, señal que el sistema anterior para cruzar el Tíber no les acababa de convencer.

Los romanos, pues, habían construido un puente. No es que fuera una maravilla, y desde nuestra perspectiva, un puente es algo de lo más banal. Entonces, ¿a qué tanto «rollo» en la descripción, no necesariamente muy fiel, de la construcción del Pons Sublicius?

Quienes cruzamos un puente varias veces al día somos poco conscientes de la ventaja que supone hacerlo. Tendría que ocurrir que dejara de ser transitable, para darnos cuenta de lo mucho que lo echamos en falta. Veamos qué cosas podía haber supuesto para Roma aquel puente.

Cada día un pequeño porcentaje de ciudadanos se veían obligados a desplazarse de la parte occidental del Tíber a la oriental y viceversa. Asimismo, algún que otro cargamento de productos del campo debía cruzarlo para entrar en la ciudad. Por contra, la abrumadora mayoría de personas y mercancías no necesitaba mojarse los pies, iban de la ciudad al campo, o al contrario, sin pasar por el Tíber.

Para los primeros, el rodeo era de cuestión de horas entre la ida y la vuelta. Por poco tráfico relativo que existiera, esto suponía que se debían dedicar bastantes miles de horas diarias al «paseo».

Es muy fácil de calcular y a los economistas este juego nos encanta: Pongamos que sólo un 5% de la población (30.000 ó 40.000 habitantes en total) debiera atravesar diariamente el río y que el rodeo fuera de dos o tres horas entre ir, atravesar y volver (4-6 Km. de ida y otro tanto de vuelta). Con esos datos nada exagerados, y una calculadora, nos saldrían cosas tan divertidas como que los romanos en un año dedicaban a vadear el Tíber entre un millón y dos millones de horas: una cifra apabullante ¿no? Pues, como la carne es débil no puedo dejar de jugar con la magia de los números; si decimos que ese «mogollón» de tiempo representaba alrededor de tan sólo el 0'50% del total de horas posibles, obtenemos una información, aparentemente, bastante diferente: aquel puente, según estos datos relativos, parece que no significara mucho.

¡Cuidado con las cifras y con la manera de presentarlas! De cómo nos las muestren, podemos llegar a inferir conclusiones totalmente opuestas. Es la magia de los números. Un hábil prestidigitador puede engañar nuestros sentidos muy sencillamente.

Regresando al planteamiento, cruzar el Sublicius suponía invertir cinco minutos. El ahorro para la sociedad romana fue, por consiguiente, considerable. Pero además, dado que las personas y mercancías ya se podían desplazar de un lado al otro sin problemas, el tráfico a través del Tíber se intensificó, y esto produjo una consecuencia inmediata. Las tierras cultivadas del otro lado se extendieron, y su valor aumentó. Marco Tulio Léntulo, su amigo Severo Antonio Fabio y unos cuantos más con posesiones más allá del puente, se hicieron más ricos.


Treinta y cinco años habían transcurrido. Marco Tulio era ahora un respetable hombre mayor. Muchas cosas se habían hecho, y muchas otras habían cambiado en su ciudad, en su mayoría para mejor. Lo único que le fastidiaba era el nuevo Rey, Tarquino.

«Un intrigante de primera —opinaba—. Se había hecho con la corona a partir de mítines y de prometer el oro y el moro.»

Era cierto; Lucio Tarquino, medio griego medio etrusco, consiguió hacerse elegir Rey apoyándose en la plebe (y con el soporte moral y material de la minoría etrusca). Su pecado no fue «manigociar » para hacerse con el trono, sino favorecer nepóticamente a los industriales etruscos y enfrentarse a la aristocracia campesina que representaba el Senado.

Léntulo, cegado por la tirria que le tenía, no le atribuía, en absoluto, las múltiples mejoras que se habían producido: Roma empezaba a tener casas y no chozas; algo parecido a un plan urbanístico estaba arrancando; un segundo puente, ahora sí, de piedra, cruzaba el Tíber (para ello habían unido las piedras mediante grandes grapas de hierro una vez se hubo levantado la prohibición religiosa de emplear este material en la construcción); se había desecado el pantano; la empalizada se había convertido en muralla y la Cloaca Máxima se encargaba de limpiar la ciudad de detritus y ensuciar el Tíber.

Para Léntulo, que Tarquino fuera una persona que supiera no sólo leer y escribir, sino que también dominara las Artes y las Ciencias, no significaba gran cosa. Para él y para los suyos, lo importante eran el Sol, la lluvia, las tierras y las cosechas.

—Tarquino Prisco, el Rey —murmuraban entre sí los miembros del Senado—, se ha construido un palacio, se ha sentado en un trono, y se ha emperifollado para que los palurdos de la plebe crean que es un dios venido a la tierra.

Y no les faltaba razón. Conocedor de lo mucho que impresionaba a los plebeyos la pompa y el boato, supo utilizarla para que con su admiración, éstos continuaran apoyándole ciegamente.

—¡Hace lo que le da la gana! —les encendía los ánimos cada vez que lo expresaban en voz alta—. «Pasa» olímpicamente del Senado. Guerrea, derrota a los latinos y sabinos, los somete, entra en alianzas con las ciudades etruscas, construye y hace y hace... y...

«...y nosotros no tocamos bola —si se me permite que acabe la frase con lo que realmente pensaban.»


Bien, esto es Política y la consecuencia fue que dos reyes más tarde, los romanos acabaron con la Monarquía. Una persistente campaña propagandística sobre los «males» de la misma, hizo que durante los casi mil años que quedaban de la Roma antigua, ni uno sólo de los dirigentes romanos se atreviera ni siquiera a pensar en ostentar el título de Rex. Aquello fue un tema tabú; el propio Cayo Julio César fue asesinado porque se dijo, infundadamente o no, que quería proclamarse Rey.

Bien, como decíamos, esto es Política. Pero lo que nos interesa aquí, es que Roma comenzó a desarrollar una vasta Infraestructura. Éste es uno de los dos elementos que mencionaba antes.

A diferencia de los griegos, los romanos, terriblemente prácticos, se pusieron a construir su Imperio cambiando la configuración de su entorno y adaptándolo a sus necesidades, de una manera y en una proporción jamás vista hasta entonces, y que tardaría en superarse.

«Todos los caminos conducen a Roma» fue una verdad indiscutible. Empezaron por la vía Apia y llegaron al último rincón de su mundo. Con enormes dificultades al principio, dada la problemática de la orografía italiana, llegaron a construir 100.000 Km. de carreteras bien pavimentadas con varias capas, que hacían posible una rápida comunicación entre todos los lugares, y especialmente con Roma. Fue un nexo de unión que permitió que hispanos, galos, británicos, italianos, dacios y un interminable número de Pueblos más se sintieran realmente romanos y muy próximos a la Metrópoli. Por supuesto hubo otros factores, tales como su particular manera de entender lo de la Pax romana, y como el proceso cultural de romanización e introducción del latín, que llevaron a cabo en la parte occidental de su Imperio. Curiosamente, en la oriental no se produjo tal romanización, sino que los griegos, una vez anexionados, los «infectaron» con su cultura muy superior y siguieron hablando griego, un idioma que daba «prestigio ». Pero tal unidad habría sido mucho más frágil, si no imposible, con un sistema inadecuado de comunicaciones.

Si los caminos tenían que sortear un río, construían un puente. De lo bien que lo hacían dan testimonio los que aún hoy siguen en uso para admiración de propios y extraños, y la mía en particular.

Si había que pasar una montaña, hacían serpentear el camino, y si no había más remedio, perforaban un túnel.

Si en la ciudad tenían problemas con el agua, por ejemplo, en la propia Roma donde la del Tíber estaba hecha una porquería, construían un acueducto y traían agua fresca de los manantiales. (A veces, pienso que si los romanos hubieran conocido antes la ley de los vasos comunicantes, se habrían evitado las costosas obras de los acueductos, y con ello nos habrían privado del placer de conocer tan augustas maravillas. Posteriormente realizaron obras de conducción de agua mediante cancerígenas tuberías de plomo).

Inventaron el cemento y eso dio a todas sus edificaciones una mayor facilidad en su construcción y a la vez una mayor robustez. Las enormes bóvedas romanas y los famosos arcos redondeados adquirieron gracias a él, una gran estabilidad.

Sus casas, algunas de varias alturas, albergaban varias familias por piso. De allí nos viene la costumbre de vivir en edificios de varias plantas, cada una subdividida en apartamentos familiares. Buscaban grandes espacios interiores en sus viviendas y diseñaban sus fachadas en plan imponente. Si tenían frío, dotaban a sus mansiones de un sistema de calefacción central.

Construyeron diques, como por ejemplo en Holanda, ¿les suena? En suma, dotaron a su mundo del más completo sistema de Infraestructuras de la Antigüedad. Con ellos la Humanidad alcanzó el más alto grado de esplendor (material y en alguna medida, intelectual) jamás conocido hasta entonces.

¿Qué significa esa palabreja? ¿Tiene algo que ver con la de Estructura Económica?

Evidentemente. Empecemos por la última. Una estructura es un sistema, y Estructura Económica es el sistema, modo o manera que los seres humanos satisfacen mutuamente sus necesidades de cara al objetivo básico de su supervivencia. O sea, cómo se lo montan para seguir tirando. Para aclararlo un poco mejor, si la Economía es un concepto general, laEstructura Económica lo es específico: quién, cuándo, dónde, cómo, qué... La sociedad X produce tantos kilos de patatas mediante el % de población, dos veces al año, en las tierras negras de...; fabrica tantos coches de alta tecnología mediante obreros superespecializados y robots mecánicos; ofrece tantos millones de recursos financieros generados por un sistema bancario concentrado y se especializa en el Sector Turístico con una oferta de X plazas hoteleras en la Costa principalmente, cubiertas en un % medio a lo largo de todo el año.

Pero para que todo esto sea posible va a hacer falta «algo». Los campos necesitarán un sistema de regadío, los coches una serie de fábricas, los bancos, edificios y el Turismo, hoteles. Además será preciso disponer de una red de comunicaciones, carreteras, trenes, líneas marítimas y aéreas. También, las ciudades necesitarán un conjunto de «elementos», alcantarillado, asfaltado de calles, edificios públicos (y privados claro)...

Ese «algo» es la Infraestructura, que es la palabra técnica para expresar lo que a la pata a la llana llamaríamos «construcciones». Las construcciones permanecen durante largo tiempo, no se consumen cuando se utilizan y aumentan considerablemente las posibilidades de desarrollo de una sociedad.

La partícula infra nos da ya una idea de su significado; es algo que está debajo, algo básico, los cimientos, en suma, a partir de los cuales se desarrolla la propia actividad económica. De ahí su descomunal importancia, que injustamente no se ve reconocida en su adecuada medida por la Teoría Económica, quizá porque dicha partícula tiene también una connotación negativa. Infra, es asimismo inferior, que necesariamente no es lo mismo que peor, aunque así nos lo parezca. ¡No la infravaloremos! En realidad una sociedad estará más o menos avanzada, será más rica o menos, según sea el nivel de sus Infraestructuras.

Nuestros conocidos habían construido, pues, un puente y allí iba a estar para «siempre». Ahora existía una cosa «real» de la que iban a sacar provecho en adelante. Pero bueno, sigamos con nuestra historia. Han pasado varias generaciones y, cómo no, Roma había cambiado...

Pleitos

Julio Tulio Léntulo, distinguido descendiente del Marco Tulio que conocemos, paseaba calmadamente por las abarrotadas calles de Roma. Vestido con su túnica blanca de senador, se dirigía a cumplir con sus obligaciones públicas para con la República. Se había levantado temprano, con el sol, y desayunado frugalmente. Luego había recibido a sus clientes (¡ojo!, cliente para los romanos no significa lo mismo que para nosotros, sino que era una persona que dependía de otra y con la cual tenía establecida una serie de obligaciones). Después de ver los asuntos del día con su administrador, un inestimable esclavo griego, se había dirigido a su «despacho oficial» en el centro.

La ciudad le entusiasmaba, especialmente aquella parte, la del Foro, del Coliseo y del Circo Máximo. Un millón de habitantes la poblaban. Por donde quiera que mirara, veía las manos del hombre dando solución a los problemas que tal volumen de población traía consigo: acueductos, calles adoquinadas, edificios de varias plantas, alcantarillado, el puerto sobre el Tíber, puentes...

No toda la ciudad le causaba ese grado de pasión. La parte vieja y los nuevos arrabales no eran precisamente nada de lo que enorgullecerse. Pero aún así, el conjunto era imponente. Julio era un político, aristócrata poseedor de extensas zonas de cultivo, pero en el fondo su trabajo era la Política. Firme partidario de la participación directa de los ciudadanos en el gobierno y en el ejército, pensaba que Roma era lo que era, gracias a esa mentalidad y al hecho de que la organización social, política y religiosa se asentara en una institución familiar de sólidas bases.

Como magistrado, aquel día debía actuar como Pretor en la fase in iure, que significa «ante el magistrado», en la que tendría que decidir si admitía a trámite los pleitos que pretendían entablarse. Tres casos se le presentaban. Dos de ellos eran de lo más corriente (parecía como si a los romanos les encantase meterse en pleitos), pero el tercero parecía complicarse más de lo habitual.

Mientras tomaba asiento hizo pasar a los litigantes de su primer caso. Recordaba la primera vez que se presentaron ante él. El demandante, Aurelio Claudio, había llevado a empellones y, evidentemente por la fuerza, a Junio Craso, el demandado. A esto no había nada que oponer. El único requisito que se exigía, era que Aurelio le hubiera dicho a Junio que debía acudir junto a él ante un magistrado para exigirle el pago de una cantidad en concepto de un perjuicio que le había causado. Si el demandado se negaba a ir, el demandante podía usar la fuerza para obligarle.

Hoy la cosa estaba más tranquila. Los dos habían acudido con sus procuradores. Les dio permiso para hablar y escuchó.

—Yo tenía una vaca —empezó su exposición Aurelio—, grande, hermosa, que me daba una muy buena cantidad de leche todos los días. Sin duda la mejor vaca de toda la comarca, y un buen día ese pedazo de bruto de Junio Craso me la mató...

—Tu vaca me había destrozado mi huer... —empezó a interrumpir Junio, pero Léntulo se lo impidió.

—No hables hasta que no te conceda la palabra. Continúa Aurelio y te conmino a que no ofendas a tu contrincante.

—Poco más. Junio, con la mala idea de perjudicarme mató mi vaca, y después se la comió, porque había entrado en sus tierras. Por eso quiero que me pague el doble de su valor... —...Bueno —dijo después de una breve pausa acordándose del consejo de su jurisconsulto—, por supuesto, descontando los daños que mi vaca pudiera haber hecho.

«Bien dicho —pensó Léntulo—, si reclamas más de lo a que tienes derecho, el juez debe absolver al demandado.»

—Habla Junio.

—Es mentira que yo matara su vaca para perjudicarle, sino para que me compensara de los destrozos que el animal hizo en mi huerto. Por eso no lo demandé en su día, ya que me creí compensado y, por descontado, no estoy conforme que deba pagarle el valor de su vaca y mucho menos el doble.

—La demanda queda admitida —dijo solemnemente el magistrado— quedáis emplazados para la litis contestatio donde se precisará lo que se demanda y se dará lectura formal a la fórmula procesal.

—Que pasen los siguientes.

Entraron dos hombres con cara de circunstancias.

Léntulo, nada más verlos, supo que iba a tener muy fácil solucionar el problema. Dio la palabra al demandado.

—El que hace un año era mi amigo, Tertuliano, me invitó a vivir en su casa de continuo. Así que con una gran alegría por mi parte me trasladé allí con todos mis enseres. Hace menos de un mes nos enfadamos, gran parte por mi culpa, y Tertuliano me echó de su casa. Cuando le pedí que me dejara entrar a retirar mis propiedades, me dijo que él no las había introducido y que en su casa no entraba nadie a llevarse nada. Yo lo que quiero es que me devuelva mis cosas.

—Así es —dijo Tertuliano—. Mi amigo Cornelio me ofendió y por eso le eché de casa. Sus cosas las trajo él y yo no las he tocado. Pero se encuentran en mi propiedad y él no tiene derecho a entrar en ella.

—Cornelio, no puedes reclamar que Tertuliano te devuelva tus cosas —Léntulo se sintió obligado a hacer de hombre bueno—, pero sí, exigir que te pague su valor y si demuestras su mala fe el doble. A ti, Tertuliano, te digo lo mismo, aunque debo avisarte que puedes acabar pagando bastante más de lo que valen sus cosas. ¿Puedo proponeros algo?

Ante su asentimiento continuó.

—¿Por qué no habláis con un amigo común que solucione el problema? Él podría entrar en casa de Tertuliano, recoger sus enseres y devolvérselos.

Aquellos dos eran algo más que amigos. Léntulo lo comprendió enseguida. Estaban ansiosos de encontrar la más mínima excusa para reconciliarse. Y desde luego, la que les proporcionó fue de lo más tonto, pero funcionó.

«Caso resuelto amistosamente —pensó—, pasemos al siguiente.»

El abogado de Valerio Licinio, el demandante, pidió permiso para exponer el caso. Una vez recibido éste, dio comienzo a la lectura de su pliego:

»Resulta que Mario Agerio y yo, Valerio Licinio, recibimos la propiedad compartida de una casa en pago a una deuda que Ticio Gayo, ya muerto, tenía con nosotros.

»Dado que tuve que ausentarme de Roma por algunos años, Mario, obrando por su cuenta, alquiló la casa a Quinto Publio, quien al cabo de algún tiempo hizo reformas en ella con el consentimiento de Mario, extremo que niega éste. Del alquiler que ha cobrado Mario, manifiesto que no he recibido cantidad alguna.

»Las reformas se han hecho de modo que la casa reciba más ventilación en la parte que acordamos le pertenecería a Mario. Se ha cambiado un par de ventanas de sitio y tapiado varias estancias del interior. Para hacernos una composición de lugar sobre lo que a mí me perjudica, convendrá explicar que la parte que a mí me corresponde, está siendo utilizada como porqueriza.

»Además de la reforma, Quinto Publio, otra vez con el consentimiento de Mario, se deshizo de la mayoría de los muebles por considerarlos no de su gusto y los sustituyó por otros de inferior calidad. Conozco fehacientemente que Quinto vendió esos muebles y que parte del dinero de la compra fue pagada a Mario.

»Por todo ello solicito de Mario Agerio, como máximo causante doloso de los perjuicios que he relatado me pague el doble de la cantidad de trescientos mil sestercios.

Ahora era el turno de escuchar a la otra parte. El abogado de Mario tomó la palabra sin apoyarse en ningún escrito.

—Las pretensiones de Valerio Licinio son totalmente injustificadas. En cuanto a lo del alquiler sin conocimiento del demandante, he de decir que, antes de su viaje, existió un acuerdo verbal entre él y mi defendido, para alquilarla.

»Asimismo, hubo que adecentar la casa y pagar los tributos durante todo estos años, y empleando la expresión misma de Valerio, Mario Agerio, no recibió cantidad alguna del demandante para sufragar su parte de los gastos. Es más, cuando se las solicitó, éste se negó en redondo a pagarlas.

»Lo de los muebles de los que hubo que deshacerse, afirmamos que la razón de ello es que estaban completamente roídos por la carcoma y que ignoramos cómo puede decir Valerio que se obtuvo una cantidad por su venta, siendo que acabaron como leña del hogar.

»Finalmente queda el asunto de la reforma. En efecto se hizo, pero sin consentimiento de Mario, por lo que Valerio deberá reclamar ante Quinto Publio y no ante mi defendido.

»Por todo ello, dado que no hubo bajo ningún concepto mala fe por parte del demandado, solicitamos que este litigio se dé por concluido en este punto, se establezca la cantidad que uno debe al otro y que el deudor la liquide al acreedor.

Así estaban las cosas. Léntulo dio por terminada la sesión y los emplazó al acto solemne de la litis contestatio.

Dos faenas le quedaban por realizar al magistrado: designar al juez y redactar la fórmula procesal.


Se ha descrito sumariamente la primera parte de un proceso, la denominada in iure de la que la litis contestatio era el momento culminante del mismo, y con ella se daba fin a dicha fase. No creo conveniente ampliar todas las diferentes posibilidades, vericuetos y circunstancias que podían concurrir en un litigio. Si existe algún masoquista aficionado, le recomiendo se lea cualquier manual sobre Derecho Romano. No quedará defraudado. Quedémonos con lo que nos interesa.

En primer lugar, hablar de derecho romano, es hablar de un derecho privado, de los ciudadanos para los ciudadanos. Sorprende lo poco elaborado que estaba el puramente criminal en comparación con el privado. El primero era primitivo y poco desarrollado. Se limitaba a establecer una serie de castigos ejemplares para actos que atentaban contra la vida comunitaria. Punto. Pero el segundo constituía un completísimo entramado de «leyes» por el que se regían los ciudadanos.

En segundo lugar, la expresión de «leyes» es incorrecta. Las leyes, excepto hacia el final del Imperio, fueron poco importantes. El derecho romano se funda en la mos, la costumbre, y no emana de la autoridad política (¡curioso!, ¿no?), sino de los usos del Pueblo, de expertos jurisconsultos, que con sus escritos fueron aportando sus opiniones ante temas concretos, y de la jurisprudencia, en la que ante una situación planteada, el juez se preguntaba qué soluciones habían dado anteriormente otros jueces para problemas similares.

En tercer lugar, el procedimiento procesal era de lo más minucioso, puntilloso y estricto. Los pasos que había que dar, estaban prefijados al detalle, al punto que la omisión, o la incorrección, de uno de ellos podía dar al traste con el proceso.

Y finalmente, en lo que hasta aquí nos concierne, el derecho romano era un derecho fundamentalmente económico. Se centraba en los aspectos de propiedad, herencia, contratos, obligaciones, préstamos,... Por consiguiente, las diferentes actividades económicas que se establecían no eran independientes de ese marco jurídico y a través de él, de la costumbre: la Economía se encontraba influenciada por un algo que no era necesariamente de naturaleza económica (es el mismo caso que comentábamos sobre la primitiva prohibición de utilizar hierro en las construcciones, ellos sabrían porqué).


MARCELUS IUDEX ESTO SI PARET MARIUS AGERIUS VALERIUS LICINIUS HS DC MILIA DARE OPORTERE 
(...) 
SI INTER MARIUS AGERIUS VALERIUS LICINIUS NON CONVENIT 
(...)
 IUDEX MARIUS AGERIUS VALERIUS LICINIUS HS DC MILIA CONDEMNATO SI NON PARET ABSOLVITIO

[Sea juez Marcelo. Si resulta que Mario Agerio debe dar a Valerio Licinio 600 mil sestercios por no haberle pagado la mitad del alquiler cobrado a Quinto Publio y haberle perjudicado dolosamente en su propiedad por reformas hechas por Quinto Publio y por destruir sus muebles, a no ser que hubiera pacto entre Mario Agerio y Valerio Licinio y que Valerio Licinio no hubiera pagado los tributos o que los muebles estuvieran carcomidos o que Mario Agerio desconociera las intenciones de Quinto Publio de reformar la casa, tú, juez, condena a Mario Agerio en favor de Valerio Licinio en 600 mil sestercios, y si no resulta así, absuélvele.]

Este texto, no era la sentencia, sino la orden bajo la fórmula procesal correcta, con la que Léntulo se dirigió a Marcelo para que actuara de juez en este pleito.

Marcelo no era ningún jurista, sino un ciudadano romano corriente, que tanto Mario como Valerio habían aceptado que actuara como iudex. Una vez que había sido nombrado, Marcelo estaba obligado a ejercer esta tarea de una manera gratuita. Como con él, ocurría con todos los jueces de la República. Por descontado, Marcelo podía asesorarse de expertos para dictar sentencia.

Con esta fórmula procesal había dado comienzo la fase apud iudicem, «ante el juez», en la que lo único que se pretendía era determinar quién tenía la «razón» y en consecuencia condenar o absolver al demandado.

—Sí, es cierto que compré unos muebles a Quinto Publio — declaró el testigo ante la pregunta del abogado de Valerio—. Pagué por ellos VII MILIA (7.000) sestercios.

—¿Considera que ese era su precio adecuado? —continuó su interrogatorio.

—Bueno... —tardó en contestar el testigo, como comprador no iba a admitir que había pagado una cantidad ridícula por ellos—, estaban algo usados y con algunos agujeros hechos por la carcoma.

—Repetiré la pregunta de otra forma, ¿cuánto obtuvo por la venta? (Lamento si les suena a Perry Mason)

Cincuenta y cinco mil sestercios —dijo en un hilillo de voz.

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—Tenemos la carta que Mario dirigió al maestro de obras en la que le pedía que se pusiera en contacto con Quinto Publio para iniciar las obras...

(No vamos a seguir con el proceso paso a paso. Marcelo tenía sus conclusiones claras. Así que dictó sentencia condenatoria contra Mario Agerio por 600.000 sestercios, descontando las deudas que Valerio tuviera con él.)


Hemos asistido a la fase final de un proceso romano, la apud iudicem, «ante el juez». En ella se dictaba una sentencia que sólo podía ser o bien condenatoria o bien absolutoria. Además si era condenatoria, tenía que ser forzosamente en los términos de la fórmula procesal. El juez no podía salirse de ella. El magistrado ordenaba al juez que decidiera si el demandado era culpable o inocente, y en el primer caso, el condenado «sólo» venía obligado a pagar la cantidad que el mencionado magistrado había establecido. Esa cantidad podía ser fija, «tantos sestercios», o referida a una valoración aún no determinado de una cosa, «el valor de una finca», por ejemplo, pero siempre expresada en dinero.

El sistema no me disgusta en absoluto. El pleito empezaba ante una especie de «juez de instrucción» que determinaba si el proceso seguía adelante o no, y en caso de que fuera que sí, este magistrado establecía exactamente lo que se reclamaba y lo que el demandado alegaba en su defensa. Luego, dicho magistrado, que recordemos era un cargo político, designaba a un ciudadano de a pie que, de acuerdo con ambas partes, actuaría de juez.

Este juez leería la fórmula procesal, se asesoraría, si lo creía conveniente, escucharía a los testigos y vería las pruebas. Luego condenaría o absolvería.

Repitamos, la condena era exclusivamente económica, y para ser más precisos, dineraria. No se decía que se devolviera o reparara «la cosa», sino que se pagara su valor. Por descontado, el demandado siempre podía llegar a un acuerdo, antes de la sentencia, para restituirle el objeto en litigio (si fuese posible, claro).

—Bien, y ¿por qué —se podrá preguntar el lector— esta película holiwoodiense de juicios en un libro de Economía?

Desde luego, mi intención no es dar una completa descripción del mundo del derecho romano, sino que la razón es poder dejar de manifiesto, mediante un ejemplo, que existen factores extraeconómicos que están actuando en torno y sobre el mundo de la Economía. A ese conjunto de factores, como la Costumbre, la Política, el Derecho, ..., los economistas le hemos dado un nombre: Superestructura.


En cuanto a la historia de la vaca que sirvió de chivo expiatorio a la inquina que Junio Craso le tenía a su vecino Aurelio, hemos de concluir que le cayó también en suerte a Marcelo dictar sentencia. No en vano Marcelo estaba en la lista de jueces privados del Magistrado Léntulo.

A las pocas palabras de uno y otro, era patente la animadversión mutua que se tenían. E igualmente era evidente que a la primera oportunidad que disponían de chinchar al otro, lo hacían. Se tenían entablados varios pleitos entre ellos, por lo que se conocían muy bien los recovecos de los procesos.

No siempre las situaciones estaban claras del todo, pero en este caso, Marcelo no tuvo duda alguna. Junio Craso había obrado de mala fe con la intención de perjudicar a Aurelio, por lo que fue condenado a pagar el doble del valor de la vaca (menos los destrozos que ésta causó).


Superestructura, que es el otro elemento que mencionaba anteriormente, es un marco de referencia, un conjunto de reglas de juego, unos usos, manera y costumbres, y también un modo que una sociedad tiene de entender la vida.

Las relaciones entre los ciudadanos, incluyendo las económicas, dependerán de cómo sea ese marco de referencia: se harán unas cosas y no otras, además siguiendo unas determinadas pautas, en función de tales reglas y, por supuesto, se penalizará a los que se sitúen en fuera de juego.

La Superestructura tiene una influencia apabullante sobre la Economía: establece qué debe hacerse, cómo, cuándo, quién, dónde..., en suma, condiciona determinantemente laInfraestructura Estructura Económicas.

Veamos algunos ejemplos. El primero puede ser, de nuevo, el del puente de nuestra historia. La prohibición de utilizar hierro en las construcciones trajo como consecuencia que elSublicius se hiciera de madera (cómo).

Nuestras creencias religiosas nos proporcionan una serie de días festivos para dedicarlos al culto y al descanso laboral (cuándo).

Una ley puede restringir la implantación de algunos tipos de industria en determinadas zonas (dónde).

La sociedad patriarcal que ha predominado hasta no hace mucho en el mundo occidental, y de la que todavía existen demasiados vestigios, ha impedido a la mitad de los seres más inteligentes de la comunidad que aportasen su contribución al desarrollo de la misma (quién).

Vayámonos por las ramas un tanto. La mitad de los dirigentes, políticos y económicos, de los cuadros intermedios y del personal de base, deberían ser, si no me fallan las cuentas, mujeres. No cabe en cabeza lógica que la mitad de los más «tontos» tenga preferencia en virtud de su sexo, sobre la mitad de las más listas (dicho sea lo de «tontos» con cariño y sin ganas de menospreciar, sino sólo para exagerar y resaltar más la contradicción existente). Si hombres y mujeres son igual de inteligentes, cosa que no me voy a molestar en probar, podremos, en principio, formar dos grupos, el de los «mejores» y el de los «peores». Cada uno de ellos, a su vez, estará compuesto por una mitad de hombres y otra de mujeres. Bajo estas premisas, lo más coherente sería que esa mitad compuesta por los hombres y mujeres más listos, se repartiera la responsabilidad de contribución a la satisfacción de las necesidades de la comunidad.

Pues bien, debido a la mentalidad masculinista, las sociedades han apartado a priori de los puestos clave a mujeres, lo que ha traído consigo una ralentización de su desarrollo. Estoy convencido, por tanto, que las sociedades avanzadas, lo son gracias, entre otras cosas, a la mayor participación de la mujer. No es demagogia barata, hay todavía pocas mujeres «arriba», pero las que hay, son de lo mejor. No en balde han tenido que luchar proporcionalmente más que sus compañeros del sexo opuesto.

Pero existen aún muchos más ejemplos sobre la influencia de la Superestructura sobre la Estructura. La Política y la Ideología son dos de esos elementos que actúan sobre las reglas del juego. Una Alemania comunista y otra capitalista son fueron un vivo ejemplo.


Resumiendo este capítulo. Hemos visto la descollante importancia que tanto la Infraestructura como la Superestructura tienen sobre la realidad económica. A menudo han sido infravaloradas, o no se han destacado suficientemente en los tratados de Economía. Por tal motivo, he creído conveniente resaltarlas en su justa medida.

Siempre he pensado que el grado de desarrollo de un Pueblo podía catalogarse a simple vista, mediante una observación directa de su Infraestructura, sus carreteras, sus fábricas, su red eléctrica, sus edificios...

«Todos los caminos conducen a Roma». Aquella civilización alcanzó el más alto grado de desarrollo de la Antigüedad. Sus «obras», muchas de las cuales aún perduran para nuestro deleite, les permitieron crear el más vasto Imperio hasta entonces conocido. Los griegos habían aportado la Filosofía y la Teoría, pero Roma, tirando por el camino de en medio, se puso a hacer cosas. Con una mezcla de admiración y condescendencia para con Grecia, los romanos, prácticos donde los haya, se dejaron de historias y arrimaron el hombro.

¿El resultado? Una civilización que duró más de mil años y de la que, casi, casi, se puede decir que todavía hoy «todos los caminos conducen a ella»: sus costumbres, lengua, literatura, cultura, arte (estos dos últimos en menor medida), sentido de la organización de lo político y de lo administrativo, mentalidad y sobre todo, su particular visión del derecho privado, han llegado, al menos en parte, a nuestros días y todavía los podemos reconocer entre nosotros. No sólo, pues, legaron sus Infraestructuras, ya poco utilizables, sino que nos han transmitido su concepción de la vida. Por eso, el título de este capítulo puede tomarse como una metáfora: el mundo occidental sigue siendo un mundo «romano» y aunque durante los últimos siglos se ha venido imponiendo la concepción anglosajona, no es menos cierto que en Roma encontraremos el origen del camino de mucho de cuanto hacemos y pensamos.

Lo cerca que está de nosotros los occidentales, nos lo demuestran cosas como nuestra lengua derivada de la latina (de la cual la mismísima inglesa se haya infectada), nuestra mentalidad patriarcal, nuestro modo de entender las relaciones entre las personas, y para no extendernos, nuestra manera de enfocar las cuestiones económicas (propiedad, herencia, contratos, obligaciones, préstamos...) y su correspondiente soporte jurídico.

Podríamos añadir que, empezando por Carlomagno y acabando por Napoleón, ha habido intentos de reinstaurar el antiguo Imperio (el propio Emperador francés no está muy lejos de nosotros en el tiempo). Si nos ponemos en este plan, no podemos olvidarnos del Sacro Imperio Romano Germánico (por cierto, nuestro Rey Carlos I de España fue nombrado Emperador de los romanos al heredarlo de su abuelo Maximiliano I de Alemania).

Continuando con toda esta serie de influencias, parece que los últimos césares han sido derrocados precisamente en el siglo XX. El último, el Sha de Persia que junto al Zar de Rusia y al Kaiser alemán, han sido los tres monarcas postreros cuyo título provenía de la corrupción de la palabra latina Cæsar.

Los persas sasánidas experimentaron la Política Exterior romana durante el siglo III, en la fase tardía del Imperio. Anduvieron a la greña, y parece que la cosa quedó en tablas. El hecho es que los sasánidas no se expandieron hacia Occidente, y sirvieron a Roma de tapón contra las tribus de Oriente. Bien, pero lo que nos interesa es que su renovado imperio sufrió la influencia romana primero y la bizantina posteriormente. Para no alargarnos, en el siglo XVI (después de recibir como invitados a los árabes, mongoles y turcos) volvieron a instaurar el imperio sasánida. Un nuevo monarca, ostentó el título de Sha de Persia.

En el caso de Rusia, el contacto se estableció a través de la segunda Roma, Bizancio. Como quien dice, los primitivos rusos fueron bajando hacia el imperio bizantino del que quedaron prendados. Y no sólo eso, convertidos a la fe ortodoxa, la Iglesia rusa dependió de los patriarcas grecobizantinos. Cuando cayó Constantinopla, Ivan III, casado con una princesa bizantina, se consideró heredero de su tradición. Este sentimiento se vio reforzado, años más tarde, cuando derrotaron a los mongoles y se deshicieron de ellos. La tercera Roma había nacido.

Católico, apostólico y romano. Así es como nos definimos a nosotros mismos. Nuestra fe, universal, tiene esa impronta romana. Lo lógico sería que hiciéramos referencia a algún lugar geográfico palestino. Pues no, es a Roma a la que mencionamos. Los protestantes y ortodoxos, por los que tengo el máximo respeto y aprecio, pueden creer que no va con ellos tal influencia romana. Se equivocan. Estar en oposición a algo no significa estar exento de su influencia. Si nos pusiéramos a hablar de lo que nos une, descubriríamos que supera con creces a lo que nos separa, pero como lo que nos apasiona es discutir, nos liamos a resaltar lo que nos enfrenta. Nos encanta «convencer» a nuestro contrincante y en ello ponemos todo nuestro entusiasmo. Habría que explicar a más de uno que la frase «abrir la mente» es una metáfora, que no significa que para convencer a los recalcitrantes, haya que usar la cachiporra.

Así pues, Roma marcó no sólo este pequeño mundo latino, sino que influyó, aunque lógicamente en menor grado, en el anglosajón, en el germánico, en el eslavo y en el persa, entre otros.

Somos, pues, herederos de su Superestructura, y todavía existen aspectos que, en unos países más que en otros, están influenciando en el cómo entendemos la Economía. De ahí, que no caigamos en el error de pasar superficialmente por los elementos superestructurales. Difícilmente entenderemos qué estamos haciendo si no estudiamos porqué lo hacemos.

Otro tanto podríamos decir de la Infraestructura. Eso que estamos haciendo, saldrá mejor o peor y será más o menos eficazmente hecho, dependiendo de la «calidad» y cuantía de los cimientos de que dispongamos.

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Por supuesto que en Roma no todo lo relacionado con la Economía fue de color rosa. Hoy por hoy, difícilmente admitiríamos una sociedad basada en el trabajo de los esclavos. Además, el esclavismo trajo consigo una serie de conflictos a la economía romana. Ya no sólo se trataba que los esclavos no fueran unos entusiastas trabajadores, como habíamos esbozado anteriormente, sino que al ser una mano de obra casi gratuita, desplazaron de sus puestos de trabajo a la plebe. El resultado fue que los romanos tuvieron que dejar de trabajar, y vivieron del subsidio público: «Pan y circo», era todo lo que pedían.

Otro de los problemas con el que tuvieron que enfrentarse fue que la agricultura italiana acabó arruinada. Agobiada por los impuestos para sufragar las guerras, los subsidios de desempleo, y no pudiendo competir con las importaciones más baratas del resto del Imperio, la península italiana se fue convirtiendo en un poco productivo conjunto de latifundios. Curiosamente había empezado siendo una sociedad agrícola (y guerrera; es no menos chocante que también hacia el final, se hubiera prohibido a los italianos entrar en el ejército).

En este tramo final decayó la magnificencia de su arte y sus obras de Infraestructura fueron escasas. La única importante fue, ¡quién lo iba a decir!, que las ciudades recibieron la orden de amurallarse. O sea, in illo tempore, no parecía que las cosas les fuesen muy bien...