REAL COMO LA ECONOMÍA MISMA

REAL COMO LA ECONOMÍA MISMA

Armando Roselló

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CAPÍTULO 6 
CRISIS



Razzia

Hoy no había «función» en el Circo. Sobre las calles y plazas de Roma, una masa amorfa de gente deambulaba sin otra cosa que hacer que dejar pasar las horas.

Cada cual se lo montaba como podía. Si uno tenía poder e influencias, hacerse más rico no era nada difícil. Chanchullos había por doquier y era «natural» aprovecharlos. Quien no lo hacía, era mirado con recelo y desconfianza.

Si papá era rico, entonces no había problema. Todo consistía en pasárselo bien con lo que le daba, y esperar a que se muriera para heredarlo. Si uno era pobre, tampoco pasaba gran cosa. El Estado proporcionaba una colosal cantidad de subvenciones a los proletarios. (Los proletarios romanos, recordemos, eran los que engendraban la prole, no los trabajadores.)

Si había que complementar los ingresos, siempre insuficientes, se podía recurrir al robo, al atraco, al timo o a la prostitución.

Lo único importante era dar gusto a este cuerpo serrano antes de que se lo comieran los gusanos: ¡Vivamos, que son dos días!

«¿Trabajar? —pondría cara de incomprensión cualquier persona a la que se le formulara esta pregunta tan idiota—. ¿Para qué? ¿No están para eso los esclavos?»

Uno de estos ciudadanos, Aelio Antonino, hijo de papá con posibles, se dirigía a reunirse con sus amigos. Con ellos languidecería de puro aburrimiento, hasta que a alguno se le ocurriera alguna barrabasada. En el camino, recordaba con placer el día de ayer. ¡Se lo había pasado bomba!

Habían acudido al Circo donde se representaba una batalla naval. Dos mini–ejércitos de gladiadores se enfrentaban navegando en pequeños barcos sobre la inundada «cancha de juego». El «juego» consistía en matar al otro para divertir al espectador.

«¡Qué gozada el color del agua tiñéndose de rojo! —seguía pensando—. ¡Qué emocionante los gritos de los heridos, el blandir de las espadas, el desgarro de las carnes...!»

Al tiempo que caminaba, no se fijó en el cadáver de un recién nacido abandonado en la calle. Por habitual, a nadie llamaba la atención. No existía mucho entusiasmo por encadenarse a una prole de pesados mocosos. Ni siquiera las subvenciones para fomentar la descendencia, otorgadas desde los tiempos del mítico César, conseguían enderezar la situación.

—¿Qué hacemos hoy? —preguntó al llegar a la plaza donde el grupo de veinte mozos estaba reunido.

Dos horas más tarde, después de no hacer nada y hablar poco, a alguien se le ocurrió una genialidad.

—Conozco un lugar que puede ser divertido —dijo el que tuvo la inspiración—. Está algo lejos, pero valdrá la pena.

Se «agenciaron» unos caballos y saliendo de la ciudad, se adentraron en la campiña italiana. Ya anochecía cuando llegaron a la granja que constituía su destino. Ataron los caballos lejos, y sin hacer ruido se fueron acercando.

La granja estaba pobremente iluminada y cerrada a cal y canto. Pero esto no les detuvo. Saltando la empalizada, irrumpieron en su interior, en el que sorprendieron a sus conmocionados moradores. La resistencia fue débil. Sólo un defensor resultó muerto y un par heridos. De haber estado la granja más cerca de Roma, los campesinos habrían dispuesto de medidas defensivas más estrictas, con gente permanentemente armada incluso, pues estaban hasta las narices de la «marcha» de los juerguistas romanos. El ejército hacía tiempo que había desaparecido del campo, pues estaba concentrado en las limes (la frontera) con los bárbaros. Así que cada cual estaba abandonado a sus medios. En cuanto a la Justicia, ineficaz y corrupta, simplemente vegetaba, y no iba a ocuparse de chiquilladas como aquellas.

La «pandilla» se lo estaba pasando en grande. Empezaron por destrozar todo lo que quisieron. Se zamparon y bebieron media granja y por último, hicieron una ordenada cola para violar a las cuatro mujeres que les resultaron apetecibles.

Era ya el alba, cuando satisfechos por el deber cumplido, abandonaron el lugar para regresar a Roma. Mañana sería otro día, y ya se les ocurriría algo que hacer.

Imperator

—¡Soy el Emperador! —dijo un general romano con la espada todavía bañada con la sangre de su antecesor.

—¡Ave Imperator! —saludaron los soldados de la guardia pretoriana del fenecido, convertidos automáticamente en los defensores y guardaespaldas del nuevo.

Entre ellos, un joven oficial pensaba lo fácil que le iba a ser, en pocos meses, deshacerse del flamante e imbécil nuevo Emperador. Incluso más de lo que había supuesto hacerlo del de cuerpo presente.

Ignorante del cambio «constitucional» del poder acaecido en Roma, otro general, allá en las limes dálmatas, llegaba a la conclusión de que él era el único que podía poner remedio a todos los males que padecía Roma: él sería su «salvador». Así que en su cabeza empezó a trazar un plan...

(Casi dos de cada tres emperadores romanos acabaron sus vidas de muerte no natural).

Germánicos

Sunerico era un mocetón rubio de veintiséis años, alto, musculoso, de largos cabellos y poblada barba. Tenía la piel bronceada por el fuerte sol mediterráneo. Siempre al aire libre, la blancura de su raza había ido obscureciéndose a medida que los rayos del sol, cada vez más meridional, iban aumentando de potencia.

Venían con sus carros, auténticas casas sobre ruedas, de las tierras del Norte. Desde hacía años el cambio climático las había ido haciendo más frías. Esto, junto al aumento de la población, trajo como consecuencia que fuera difícil encontrar los antaño abundantes árboles frutales y los extensos pastos verdes para el rebaño que traían consigo. Ganado, que constituía la fuente primordial de su dieta básica, carne y leche.

Si hemos de decirlo todo, no podemos ocultar, que a estos movimientos migratorios, los hunos no fueron ajenos del todo, ya que en su loca carrera hacia el Sur de Europa, fueron dando empujoncitos a todo el mundo, incluidos los Pueblos germánicos.

Su tribu, de unas veinte mil personas, pertenecía a la nación goda. Durante años se habían peleado con los romanos, y éstos casi siempre les habían vencido, pero mediante guerras y negociaciones se habían introducido en los confines del Imperio.

Ahora eran amigos y enemigos. Amigos de conveniencia que habían pedido permiso a los romanos para asentarse en el Sur de las Galias, y se lo habían concedido (a regañadientes). Enemigos, porque los unos no se fiaban de los otros. Los godos preferían desplazarse, guerrear e independizarse de los romanos. No iban a estarse mucho tiempo sin dar la vara. Los romanos, que los veían como algo pasajero, se los quitarían con gusto de encima a la menor oportunidad que tuvieran.

Pero Roma no podía. Necesitaba aliarse con el diablo para vencer al diablo. Francos, vándalos, suevos, alamanes, hunos,... asomándose a las fronteras del Imperio y rompiéndolas. Todos ellos buscando tierras en las que vivir. Pero no cualquier tierra, sino las romanas, las más ricas del Mundo, ahora que sus amos estaban débiles.

Si Sunerico fuera una persona dada al pensamiento abstracto y a la ironía, no dejaría de llamarle la atención tal estado de cosas. Bárbaros contra bárbaros para defender a los romanos.

¿Pero dónde estaban los romanos? Cuando sus mayores relataban las gloriosas batallas contra ellos, el buen Sunerico no podía comprender cómo decían que luchaban contra romanos, si en realidad él nunca había visto ninguno en el ejercito enemigo. Germanos romanizados y terriblemente leales para con el Imperio, se batían contra otros germanos no romanizados.

«Bueno, si no lo entiendes, no te preocupes, eso es Política —le habían explicado sus mayores para cortar un tema que ni ellos mismos acababan de comprender.»

Pero la cabeza de Sunerico no estaba para tales sutilezas. Lo suyo era defender a su tribu con la fuerza de su brazo, no de su mente. No hablaba latín ni, mucho menos, sabía latines. Era analfabeto sin remisión; los suyos carecían de abecedario.

«¿Para qué queremos todas esas chorradas —se razonaba a sí mismo—, si los cuatro gatos que somos hacemos todo lo que queremos de los romanos? ¿Para qué les sirve tanta sabiduría y tanta cultura, si no son capaces de defenderse ellos mismos?»

Sunerico había entrado en Roma cuando contaba veinte años y durante tres días había recorrido medio alelado sus calles. Saquearon la ciudad, pero también fueron «saqueados» por una fauna romana más ducha en el enfrentamiento barriobajero.

Desde entonces había perdido el respeto casi supersticioso que la palabra Roma le inspiraba. Ahora, los despreciaba. Como resultado del acuerdo entre su Rey Valia, y el Emperador Honorio, podrían repartirse las tierras de los propios romanos a cambio de su ayuda contra los otros bárbaros. Así que empezaron a mantener reuniones con lospotentes y los pequeños propietarios de la comarca.

El resultado de tales reuniones era siempre parecido: dos tercios de las tierras para los godos y el resto para el antiguo propietario. Si la situación hubiera sido a la inversa, Sunerico no lo habría consentido. Habría preferido morir con la espada defendiendo sus tierras que acceder a un trato tan humillante. Por eso los despreciaba. Para él no había medias tintas. Uno debía luchar y morir por lo suyo, aunque no tuviera la más mínima oportunidad de ganar. (Curiosamente cualquier general romano de antaño habría compartido esta idea).

Tampoco los entendía. No comprendía para qué querían las monedas. Si uno quería una cosa de otro, se la cambiaba y ya está. No hacía falta tanta chapa de metal ni tanta zarandaja. Además, ya ni los propios romanos las querían, a menos que fueran de oro o de plata. (Si al bueno de Sunerico le intentáramos explicar que en aquellos tiempos la inflación alcanzaba unas cuotas inconmensurables, habríamos acabado por convencerle de la locura de los romanos).

En cuanto a su manera de ser, ni en sueños pensaba adoptar ninguna de las depravadas costumbres que habían convertido a los romanos en fatuos y blandengues.

Estaba muy unido a los suyos, y todos ellos tenían una idea muy clara: aunque eran muy pocos en comparación, iban a reinar sobre aquellas tierras, sacarles el máximo provecho posible y «pasar» totalmente de los romanos.

Una sociedad extraña, inculta, atrasada y con una organización totalmente primitiva, iba a insertarse, o mejor, superponerse, a la población del moribundo Imperio de Occidente; un pueblo que no iba a aportar nada nuevo, sólo a aprovecharse de lo existente.

Valentia

La ciudad de Valentia languidecía bajo el inestable clima otoñal. Los pocos viandantes, de tanto en tanto, miraban hacia un cielo cubierto de enormes masas de nubes gris-obscuras. Pese a ser mediodía, se diría que estaba anocheciendo. No tardaría en caer la torrencial lluvia de cada otoño. Gotas como puños, en una sucesión ininterrumpida, darían una sensación como de estar contemplando una cascada de agua cayendo desde el cielo.

«¡Quieran los dioses —se decía Vicente— que no volvamos a tener otra maldita inundación!»

Con más de sesenta años a sus espaldas, la melancolía permanente de Vicente Severino Gemino se veía agravada por la tristeza del día. A una edad tan avanzada, era normal que pocos de su generación quedaran vivos. Ni su mujer ni sus amigos estaban ya con él. Esto era ley de vida, y por muy amarga que fuera, uno acababa por aceptarla. Su semilla, su gente, su Pueblo, seguirían adelante, y él podría gozar de los últimos años de su vida contemplando todo aquello que había ayudado a construir. Finalmente, moriría también, pero su vida habría tenido un sentido.

Pero tal idílica situación estaba muy lejos de ser real. Los sueños eran eso, sueños. La dura verdad era otra.

Algo había cambiado en la hermosa ciudad de su juventud, que no había sido muy grande, pero sí importante e influyente en la región. De origen romano, Valentia, se había establecido cerca de la desembocadura del río Tyrius. Fue situada estratégicamente entre las poblaciones íberas de Saguntum y Edeta (presumiblemente con la sana intención de vigilarlas y continuar su proceso de romanización. No en balde fueron veteranos del ejército, a los que se les repartió tierras, sus primeros pobladores).

Pero ahora, Valentia, parecía un pueblucho medio vacío y sucio. Los más ricos la habían abandonado, para irse a vivir a sus posesiones en el campo. Les siguieron, lógicamente sus sirvientes y empleados. Los excesivos impuestos que había que pagar a la Metrópoli, y la caída en picado del comercio con el resto del Imperio, hizo que estos potentados, que empezaron a recibir precisamente el nombre de potentes, abandonaran sus negocios ciudadanos y se refugiaran en sus haciendas. En un mundo en el que el dinero no lo aceptaba nadie, los valores seguros eran los bienes valiosos y fáciles de transportar, como el oro, la plata, las piedras preciosas..., pero sobre todo, las tierras.

Los hijos de Vicente, al igual que otros muchos jóvenes, habían acabado por irse. El primogénito se fue al campo donde se hizo cargo de las pocas tierras que la familia tenía a unas cuantas millas de la ciudad. Los demás, al no encontrar trabajo, se buscaron la vida como «colonos» de un potente que tenía sus posesiones en las inmediaciones deSaguntum.

«¡Colonos! —pensó con acritud— ¡Vaya manera de poner palabras bonitas a cosas feas.»

En efecto, desde los tiempos de Diocleciano, el campesinado había sido fijado a la tierra, de manera que ya no podía abandonarla sin permiso de su señor. Con el paso de los años, la situación para los colonos fue empeorando, pues acabaron convirtiéndose en siervos, aunque en teoría eran hombres libres. De hecho, los potentes utilizaban colonos y no esclavos, ya que estos últimos eran escasos fuera de Italia y no eran tan «entusiastas» en el trabajo como los «hombres libres».

Con el abandono de la ciudad de toda esta gente, la actividad industrial y comercial decayó más si cabe. Vicente, que era un maestro vidriero, apenas vendía unos pocos frascos a la semana. Lo mismo ocurría con el resto de artesanos, fabricantes de ladrillos, piezas metálicas, cuerdas de esparto, pesas, alfareros, escultores... Quienes lograban sobrevivir, era porque trabajando sin ayudantes, a los que habían ido despidiendo poco a poco, producían y lograban vender lo justo para ir tirando.

Con el comercio con las Galias y África desmantelado y con una población cada vez más escasa, el colapso económico de la ciudad era desmoralizante. Únicamente los días de mercado se animaba la mustia apatía de la villa. Campesinos y ganaderos acudían a Valentia a intercambiar sus productos y de paso, compraban, o mejor dicho, trocaban con los comerciantes y artesanos algunas de las cosas que necesitaban.

El dinero apenas se veía. El denario era calderilla y nadie lo quería pues cada año valía mucho menos. Los que disponían de monedas antiguas de oro o plata, las guardaban como oro en paño, y no las utilizaban más que en caso extrema necesidad. Se pagaba en especie, incluyendo sueldos e impuestos.

Vicente sabía leer y escribir. Por eso habían intentado nombrarle magistrado, cosa a la que se había negado. Él no era patricio y tampoco, tonto. Antiguamente, ostentar un cargo público significaba estar en la cumbre, pero ahora representaba hacer el «primo». Debía recaudar la cuota fija de impuestos que Roma marcaba, y si no lo lograba, tenía que complementarlos de su bolsillo. Con los negocios por el suelo y los ricos en el campo, haciéndose los sordos a la hora de pagar, el déficit era como para frenar a cualquiera. Se comprende, pues, que no hubiera cola para hacerse con el cargo. (Vicente, que no era ningún financiero, no acababa de comprender tal estado de cosas. Ignoraba que los impuestos se fundían rápidamente para pagar, por un lado, a un desmesurado ejército mercenario y, por otro, los elevados subsidios de desempleo en Roma.)

Al llegar a ese punto de sus pensamientos, cayó en la cuenta de que los maestros habían desaparecido también. Ya nadie, prácticamente, enseñaba a los jóvenes a leer y a escribir, ni se impartían lecciones de Artes ni de Ciencias. Pero no sólo eso, sino que tampoco había aprendices para unos oficios a los que nadie veía futuro alguno.

Con un nudo en el estomago, pensó que iban a perderse muchas cosas buenas. Entre ellas, la artesanía del vidrio. Únicamente quedaban otro artífice y él. Cuando murieran, nadie más seguiría fabricándolo.

—¡Maldita sea! —lanzó un juramento en medio del tronar de la tormenta—. ¡Nos van a heredar unos ignorantes palurdos que no sabrán hacer otra cosa que despanzurrar terrones!

—Sí, maldita tormenta —le contestó un vecino que, como Vicente, no tenía otra cosa mejor que hacer que pasar el rato contemplándola.

Vicente sonrió ante el error de su vecino, asintió con la cabeza, y siguió ensimismado pensando en otras cosas que se habían perdido. Ya no había funciones de teatro, ni se leían libros, ni se producían discusiones cultas en el foro, ni se hacían mosaicos, ni había ninguna figura reciente que fuera famosa por su sabiduría, inteligencia, elegancia...

«¡Muertos! —fue lo último que pensó mientras se dirigía a prepararse algo que comer—. ¡Por dentro estamos muertos!»

Potentes

Cneo Bruto Sejano era un potente. Acababa de heredar el «título » de su padre, que a su vez lo heredó del suyo.

Su abuelo, según le contaron, se había retirado a sus tierras huyendo de la asfixiante vida de Tarraco. Las historias que su padre le narraba a menudo, sobre las maravillas de la vida en aquella ciudad, no acababan de convencerle. Estaba seguro que eran las chocheces de un viejo, repitiendo las vivencias de otro viejo, su abuelo. Estas cosas, nunca pudieron ser tan esplendorosas como se las narraba. Primero, porque el abuelo salió siendo muy joven de Tarraco. Segundo, porque su padre jamás puso los pies en aquella ciudad. Y tercero, porque él sí que la había visitado, y no le habían quedado ganas de volver.

«Además —se decía—, si tales cosas existían, ¿cómo es que las han abandonado?»

«¡Lo único importante es la tierra! ¡Todo lo demás son historias de viejos!»

Siendo muy jovencito, su mente ya albergaba estos pensamientos, prácticos y nada teóricos. Así que a nadie extrañará, que no hubiera abierto un libro en su vida (tampoco sabría qué hacer con él) y que hubiera dedicado su juventud a irse de correrías. En más de una ocasión había tenido que empuñar las armas, junto a su inseparable grupo de guerreros, para rechazar las partidas de bandidos que infestaban más y más la comarca.

Mención aparte merecían los bagaudas, campesinos que se habían sublevado contra sus duras condiciones de vida. Medio aliados, en un principio, con los godos, se habían enfrentado con las tropas imperiales (germánicas, claro). Ahora, dispersos y fugitivos, seguían causando quebraderos de cabeza a los potentes de la región. Máxime, cuando hacía años que por allí no aparecía un soldado romano.

Cneo estaba indignado con ellos, y cuando capturaba alguno, jamás le otorgaba perdón. Constituían una amenaza para él y era totalmente incapaz de comprender su angustia y desesperación.

La otra amenaza la constituía el edicto imperial por el que tendría que repartir sus tierras con los bárbaros. No le hacía gracia, pero no le encontraba alternativa posible. No es que pensara que debía acatar la ley del Emperador, ya que estaba muy lejos de tener un poder real con el que obligarle, sino que era consciente de que no podría hacer nada frente a los godos. Cuando llegara el momento, ya vería. Mientras tanto, Cneo, se había «librado» de pagar los pesados impuestos a Roma. En una movida reunión que mantuvieron variospotentes, acordaron montar un sistema de «escaqueo» impositivo. Sin negarse abiertamente, empezaron a aislarse de Tarraco, que aún continuaba siendo un centro administrativo y un mercado comarcal.

Posteriormente, dejaron deteriorar (e incluso destruyeron) los medios de comunicación que los enlazaban con el resto del mundo. Las carreteras y el telégrafo de señales, fueron las víctimas de esta decisión.

Luego, bajo la excusa de que los caminos eran muy poco seguros, por la falta de protección militar, dejaron de enviar su correspondiente aportación tributaria. A Cneo le empezaba a hacer gracia eso de evadir su cantidad fija de cada año (que, en teoría, debía remitir, fuera un buen o mal año).

«¡Que vengan a por ella! —se mofaba.»

No estaba dispuesto a seguir pagando por algo que no le aportaba ninguna ventaja. Él tenía que defenderse de las incursiones y quema de cosechas. Debía procurarse todo lo que precisaba. Ni la ciudad ni Roma entera, estaban en condiciones de intercambiar su recolección por las mercancías que le hacían falta. Por tanto, ¿para qué le servía el Imperio?

Era el principio de la autarquía que marcaría la organización socioeconómica de los próximos mil años. Cientos de pequeños «señoríos», poderosos en comparación con el poder central, primero del Imperio, y luego de los Monarcas, harían y desharían a su antojo dentro de sus límites territoriales.

Cneo Bruto Sejano estaba dispuesto a asumir la responsabilidad histórica que el destino le deparaba: un cacique inculto y pendenciero, rodeado de hombres de armas, iba a dominar la ya casi única fuente de riqueza de aquel mundo agonizante, la tierra. Un rico y complejo sistema económico había cambiado a otro que ya sólo era capaz de producir alimentos y vestidos. Sin comercio, sin minería, sin nuevas obras de infraestructura, sin operaciones financieras, quien poseía agricultura y ganadería, dominaba el mundo.

Por contra, millones de seres humanos, procedentes de las decadentes ciudades o nacidos en el propio agro, iban a permanecer de por vida, anclados como siervos, a la misma tierra. Sumidos en unas condiciones de vida de mera subsistencia, pagarían los platos rotos del hundimiento del Imperio Romano. Sin ningún derecho ni personalidad, trabajarían el campo con la sola esperanza de seguir vivos mañana. Si tenían que vender su libertad al potente de turno a cambio de una precaria seguridad, lo harían y punto.

Los Cneos de aquel siglo obscuro iban a ser los únicos grandes beneficiados. ¿Qué les importaba lo que estaba ocurriendo si con unas buenas tierras y un buen ganado, podrían vivir a cuerpo de rey por el resto de sus días? Preferían ser cabeza de ratón que cola de león. La fragmentación del Imperio les interesaba, y en adelante, se opondrían a todo intento de recomponerlo. Sus descendientes del futuro, barones, condes, duques y marqueses, pondrían en un brete en más de una ocasión a los Reyes que intentaran imponer su autoridad sobre aquellos díscolos nobles.

Amanuenses

Lejos del mundanal ruido, unos monjes se dedicaban a reproducir los últimos best-sellers del pensamiento cristiano. Jerónimo y Agustín eran los autores preferidos. Los dos eran cultos, estudiosos y sabios. Estaban completamente en línea con el pensamiento teológico cristiano. El primero había escrito De viris illustribus, una exposición de la doctrina de los padres de la Iglesia, y también había traducido al latín las Sagradas Escrituras. Pero sin duda, la estrella de su «editorial» era De civitate dei, una obra poética, en la que venía a decir que no era Roma la que le preocupaba, sino la otra Ciudad, la divina, en la que habitan las almas de los justos sirviendo al Señor.

En medio de un mundo progresivamente más inculto, obtuso y corrompido, sólo unos pocos autores cristianos estaban en condiciones de aportarle un renovado pensamiento filosófico (evidentemente de un marcado cariz teológico). Su cultura, conocimientos, misticismo y honradez, eran como un bálsamo para la lacerante podredumbre moral e intelectual de la Humanidad de entonces.

Agustín, San Agustín, vamos, introduce la Filosofía griega de un olvidado Platón en la doctrina cristiana: «La sabiduría sólo se alcanza mediante la verdad».

Fue uno de los culpables, si no el mayor, de que siguiera viva la concepción helenística del mundo y de que se recuperaran y conservaran, hasta nuestros días, las obras del conocimiento griego.

Para Occidente, monjes como estos amanuenses, constituirían en los próximos siglos la fuente exclusiva de cultura, y propagarían, además de su fe, el entonces considerado único bagaje científico y filosófico válido: el de la Grecia clásica.

Aunque esto fue toda una bendición para la Humanidad, también encerró un peligro. Dada la cerrazón intelectual que iba a imperar en adelante, quienquiera que se atreviera a sostener ideas contrarias a lo que decían Sócrates, Platón, Aristóteles,... corría el grave riesgo de ser echado a los leones (por desgracia, en más de una ocasión no fue sólo una simple metáfora).

Sin embargo, lo importante, es que los monasterios conservaron y enseñaron, en exclusiva, una cultura grecorromana que, de no haber sido por ellos, podía haberse perdido. Gracias a dicha cultura, la Humanidad, pudo recuperarse más rápidamente cuando fue capaz de salir de aquel calamitoso pozo que representó el Medioevo.

La Caída

—Augustito, has dejado de ser Emperador —le anunció el general Odoacro a Rómulo Augusto, Augústulo como lo llamaba la plebe con ese despectivo diminutivo—. Te vas a ir a vivir a Nápoles con una pensión.

La Edad Media había comenzado oficialmente. El Imperio Romano de Occidente había caído. Desde luego no fue como en las películas. Nada de una heroica lucha final a vida o muerte entre peludos bárbaros y romanos de impecable uniforme.

Fue algo simple y poco dramático. El Imperio hacía tiempo que era una cosa nominal. Descompuesto desde dentro paulatinamente durante los últimos 200-250 años, un simple soplido bastó para apear del trono al último Emperador. (Lo siento, pero no puedo aguantarme las ganas de comentar que precisamente tenía que llamarse como el fundador, Rómulo, y como el primer Emperador, Augusto.)

Lo gracioso del caso es que Odoacro no quería el Imperio para sí. Se sublevó por la falta de pago a sus soldados. Por tanto, ofreció el título al emperador de Oriente, Zenón, quién lo aceptó y a cambio reconoció a Odoacro como Rey de Italia. Luego, el bizantino, cambiaría de opinión y conspiraría para destituir al germánico. No vamos a continuar, porque lo que siguió fue muy largo. Mil años de obscuridad habían empezado.


Todas estas historias, no siguen un orden cronológico y además, para no perder la costumbre, son imaginarias, salvo la última que es rigurosamente cierta, o casi, y se encuentra bien colocada en el tiempo.

He pretendido, sin embargo, dar una visión panorámica, con un trasfondo lo más real posible, de los últimos ciento y pico años del Imperio Romano de Occidente.

En cuanto a las causas que motivaron la Caída de Roma, satisface comprobar cómo cada autor que he consultado aporta las suyas propias. Es lógico, pues, si bien se mira, no existió un motivo único. Existe la creencia generalizada de que fueron los bárbaros quienes dieron al traste con el Imperio Romano. Es difícil de admitir tal cosa hoy en día. Desde el principio, la Ciudad tuvo todos los enemigos que quiso. Los godos, vándalos, francos, alanos, etc. no eran mejores guerreros ni más peligrosos que los etruscos, samnitas, cartagineses, galos.... Evidentemente, es harto simplista dar este motivo como exclusivo de aquella caída. De hecho, si meditamos un tanto, no nos costará mucho llegar a la conclusión de que estos últimos bárbaros habrían sido vencidos sin dificultad por cualquiera de las legiones romanas de unos doscientos años antes.

Las causas, pues, no fueron mayoritariamente externas al Imperio, sino que se encontraban dentro del mismo. Eso es precisamente lo que he querido mostrar con las historias de este capítulo. Hagamos una pequeña excursión hacia atrás para enumerarlas, al menos, las más importantes.

  • Roma, Caput mundi, estaba podrida ética y económicamente. No producía y se entregaba a malgastar lo que se generaba en el resto del Imperio.

  • Los ciudadanos romanos se dedicaban a «vivir». Lo que contaba era el placer por encima de todo y de todos. Si era preciso, se robaba, sobornaba o mataba.

  • La clase dirigente romana, fofa y embrutecida, carecía de fuerza real y moral para enfrentarse a los bárbaros de dentro y de fuera. Éstos, incultos, analfabetos y con desprecio a la cultura romana, iban a pasar a reinar sobre los trozos restantes del Imperio. Sólo se salvarían de esta quema, unos pocos romanos, en su mayoría, cristianos, que, entre otras cosas, conservarían el legado de la Antigüedad.

  • La cultura iba a dar el más grande paso a atrás que jamás vieran los siglos. (Se me cae el alma a los pies cuando comparo las realizaciones artísticas y monumentales del siglo III y anteriores, con las del V y posteriores.)

  • Igual acaeció con las enseñanzas de Artes y Oficios. (Cuando las cosas se ponen feas, esta «cosa» de enseñar es superflua). Iba a costar casi mil años recuperar el terreno perdido.

  • Las arcas del Imperio estaban bajo mínimos. Los ingresos, menguantes año tras año, no alcanzaban para pagar al ejército mercenario, a los funcionarios y a la plebe desempleada de Roma. La solución de acuñar más y más moneda, provocó una atolondrada inflación (cosa que era de cajón), con la consecuencia de que el dinero acabó por perder todo su valor.

  • El poder estaba en manos de generales que, en el intermedio de sus campañas con los bárbaros, continuaban guerreando entre sí. El premio en juego era el título de Emperador. Además, a partir de Diocleciano, los Emperadores abandonaron Roma, bastante peligrosa para su salud. Establecieron su sede en cualquier otro lugar más sano.

  • El ejército ya no vigilaba los caminos. Entre los bandidos y revueltas internas (especialmente de un mísero campesinado que se rebelaba a tener que permanecer sujeta toda su vida al mismo lugar donde naciera), las vías romanas dejaron de ser seguras.

  • La actividad económica, en general era un desastre. Con el dinero convertido en «calderilla» y sin seguridad para el tráfico, el Comercio se vino abajo, desapareció.

  • En las ciudades, con la caída del Comercio, la industria artesanal perdió pujanza. Así que paulatinamente, los empleos fueron cayendo y consecuentemente, la ciudad se fue despoblando: sin negocio para los ricos ni trabajo para los pobres, poco porvenir existía en ellas. Además, a los bárbaros les encantaba arrasarlas. Deporte que practicaron especialmente con las situadas en los confines o que coincidían con sus rutas de penetración al Imperio.

  • El Imperio empezó a fragmentarse. Al frente de cada trocito se encontraba un cacique local, llamado potente. Provenientes en un principio de las ciudades, se instalaron el campo, único valor real de aquel entonces. Ellos fueron quienes lucharon para independizarse de Roma y no pagarle más tributos.

  • El mundo se hizo autárquico, cada colectividad agrícola pasó a fabricarse casi todo lo que necesitaba. Las ciudades, semivacías, sobrevivirían como residencia invernal de potentados, centros religiosos, mercado local y algunas, algo más adelante, como centros administrativos. Nunca desaparecieron del todo. Incluso hubo florecimiento de las mismas durante la época merovingia francesa.

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No dudemos, pues, que fueron muchas las causas que provocaron tal desmoronamiento. Unas, las menos importantes, externas. Es el caso de los bárbaros. Otras, internas; y dentro de éstas podemos distinguir las económicas y las éticas. Últimamente se está insistiendo, precisamente, en las económicas en contraposición a lo que nos enseñaron a los estudiantes de mi época (y anteriores): la pérdida de la mítica virtus romana.

Sin embargo, es evidente que ambas supusieron las dos caras de la misma moneda: es imposible separar la Economía de los valores, ética y moral de una sociedad, (que recordemos forman una buena parte de la Superestructura).

Ya comenté en el capítulo anterior cómo la manera de entender la vida de una comunidad influye en su propia actividad económica. Por tanto, los valores, principios y finalidad que se le den al hombre dentro de dicha sociedad, determinarán su particular sistema económico. En Roma donde, hacia el final, lo único importante era la riqueza y el placer conseguidos a precio de lo que sea, y con el mínimo esfuerzo, se produjo una fuerte crisis, que contribuyó enormemente a su definitiva caída. Un caos moral, social, político y económico, dio al traste con tan magno Imperio. No era la primera vez que pasaba, ni sería la última. Grandes imperios, podridos desde dentro, empezando por su clase dirigente, se gastan barbaridades en defensa, sus ciudadanos dejan de creer en sus propios valores, etc. ¿El resultado? Se arruinan, se derrumban y acaban reducidos a una mínima expresión: «Érase una vez un lejano conjunto de países llamado Unión Soviética...»

Ésta es una constante que ha venido produciéndose a lo largo de la Historia. Y ya no estamos hablando de pequeñas apuros, sino de batacazos al nivel de civilización.

Como remate a esta primera parte del capítulo me gustaría mencionar que precisamente la Civilización Occidental más longeva ha sido la egipcia, cuyos dos mil quinientos años no se debieron a su poderío militar, político o económico, sino a que, en mi opinión, constituyeron una sociedad justa, integrada y con elevado nivel ético.

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Hablemos ahora de otro tipo de problemas, de las llamadas crisis económicas. Se convendrá conmigo que son un juego de niños en comparación con las otras, las globales.

En realidad no creo que existan crisis económicas puras ya que casi todas llevan mezcla de otros componentes. Podría afirmarse que toda crisis económica es el anuncio de que en el seno de la sociedad, algo no marcha: la economía, como efecto del estado de cosas en el que se encuentra una comunidad, puede actuar como termómetro que indique tal situación.

Esta última aseveración no sólo se refiere a las situaciones de crisis coyunturales, sino principalmente a las estructurales.

¡Un momento! Hemos introducido dos conceptos que habrá que aclarar. Una situación coyuntural puede traducirse por un estado de cosas pasajero. Así, cuando decimos que la coyuntura es desfavorable, significamos que las cosas, momentáneamente, no marchan bien. Claro que, casi treinta años oyendo la misma frase, puede inducirnos a pensar que la coyuntura es algo permanentemente malo. Pero no, no es así. Si leemos los periódicos de los últimos años, podremos comprobar cómo la Economía oscila de tiempos malos a otros peores. Por tanto, no es la coyuntura la que está saliéndonos rana. Hemos de empezar a pensar que nos encontramos ante una crisis estructural. Si echamos un vistazo a lo que decíamos en el Capítulo 5 sobre lo que es la Estructura Económica, podríamos definir la anterior, como aquella crisis que se produce como consecuencia de lo mal montado que tenemos organizado nuestro sistema económico.

Y, claro, cuando una cosa está mal montada va a estar fallando permanentemente, que es todo lo opuesto a la idea de ocasionalidad que la palabra coyuntura encierra. El concepto de la crisis estructural es terriblemente importante, pues nos estamos jugando la civilización, o cuanto menos va una buena parte de los pilares sobre los que se asienta.

Pues bien, retomando la argumentación anterior, resulta que en una crisis típicamente económica como la de la «Gran Depresión » del 29, aparecen involucrados elementos ideológicos, políticos y sociales, además de los económicos. Desarrollar tal afirmación nos llevaría mucho tiempo. Por eso, les recomiendo que se lean el libro de Galbraith, «El crack del 29» y comprobarán cómo van a ir apareciendo muchos de dichos elementos: la ideología económica «clásica» del Laissez faire, que propugnaba la no intervención del Estado; unos ricos muy ricos, que prácticamente efectuaban todo el consumo, incluso en plan de despilfarro; unos pobres muy pobres que apenas consumían por encima de su nivel de subsistencia; un planteamiento que aseguraba que esto era lo mejor para la sociedad; mucho arribista metido a empresario y a especulador, con resultados de unas quiebras tanto por incompetencia como por fraude; pero sobre todo, existía el excesivo afán de enriquecerse como sea.

Otro caso que podemos discutir es el de la difunta Unión Soviética, que, de pasada, citábamos unas pocas líneas antes. ¿Cuáles fueron las causas de su fragmentación y desaparición?: ¿la guerra de las Galaxias?; ¿la profunda crisis económica de una Nación que gastaba enormes sumas en defensa?; ¿una cúpula dirigente desconectada de los problemas del país y que se preocupaba primordialmente de sus prebendas y privilegios?; ¿el escepticismo del Pueblo para con sus dirigentes, consignas e ideología?...

Volvemos a encontrar muchos de los mismos patrones que veíamos para con la Caída del Imperio Romano. Entonces, la pregunta es inmediata: ¿va a ocurrir lo mismo con nuestra sociedad? Paro, inflación, drogas, violencia, escepticismo hacia el sistema, consumismo desenfrenado, afán por la riqueza...

La respuesta no la conozco, ni creo que nadie la sepa. Es más que seguro que dependerá de lo que hagamos en adelante.

Pero, recapitulemos y dejémonos de andarnos por las ramas. Hemos empleado la palabra crisis en una doble vertiente, la global y la económica. De la primera nos hemos ocupado ya ampliamente. Nos queda, pues, desarrollar la otra. El único problema radica en que las crisis económicas no existen.

¿Cómo?

Imagino que, en este momento, habré vuelto a inducir a confusión a más de un lector. Con el fin de explicarme, he transcrito la próxima historia. Un proveedor la remitió vía fax a un empleado de nuestra empresa. A éste le gustó, la fotocopió y la distribuyó. Ignoro su autor o si formaba parte de algún trabajo, libro o revista; en tal caso sirvan mis disculpas por transcribirla.

La historia es corta pero muy significativa. Después de haberla leído, creo, lograré hacerme explicar mejor.

Crisis

Érase una vez un ciudadano que vivía al lado de una carretera donde vendía bocadillos. Era sordo y, por tanto, no escuchaba la radio. No veía muy bien y, en consecuencia no leía los periódicos. Pero eso sí, vendía buenos bocadillos.

Arrendó un trozo de terreno, levantó un gran letrero en él y pregonaba su mercancía gritando a todo pulmón: «¡Compren deliciosos bocadillos calientes!». Y la gente compraba. Aumentó sus adquisiciones de pan y carne. Compró una parada mayor para poder ocuparse mejor de su comercio, y tanto trabajo tenía que mandó recado a su hijo para que regresara de la Universidad donde estudiaba ciencias mercantiles y le ayudara.

Pero entonces ocurrió algo importante. Su hijo le dijo: «Papá, ¿no escuchas la radio ni lees los periódicos? Estamos atravesando una gran crisis. La situación está francamente mal, no podría estar peor...»

El padre pensó: «Mi hijo estudiaba en la Universidad. Lee los periódicos y escucha la radio. Debe saber lo que se habla.»

Así que compró menos pan y menos carne, desmontó el letrero, dejó el arrendamiento del terreno para eliminar gastos, y ya no pregonaba sus bocadillos. Y sus ventas disminuyeron de día en día.

—Tenías razón, hijo —le dijo al muchacho—. Verdaderamente estamos atravesando una gran crisis.


Ignoro el nombre del autor de esta historia, pero, desde luego, ha dado en el clavo. Cuando empecé a trabajar en mi empresa, ¡cómo no!, eran tiempos difíciles. Varias firmas de nuestra competencia estaban en una situación crítica y cerraron. Nosotros, en aquel entonces, éramos pequeños y luchábamos por crecer. Rumores sobre nuestra firma, lo mal que marchaba el sector y el futuro nada halagüeño del país, existían a mansalva. De haberles hecho caso, habría significado nuestra desmoralización y hundimiento. No había día en que algún proveedor no nos pusiera los pelos de punta sobre las nefastas perspectivas que se venían sobre nuestras cabezas.

Pero nosotros apretábamos los dientes y seguíamos peleando. Además, teníamos un lema: «La crisis no existe» «¡Prohibido hablar de ella!».

Efectivamente, éramos conscientes de que los tiempos eran malos, pero a lo que nos negábamos en redondo era a admitir tal situación como una excusa que justificara nuestros errores cuando las cosas no nos salían bien. Desde entonces, ha habido crisis casi todos los días. El periódico, raramente se privaba de informárnoslo: en algún sitio, en algún sector, en alguna parte del país... Pero nosotros seguíamos luchando por salir adelante.

Y es que, crisis ha habido siempre: es una constante, no es la excepción, es la regla. En cualquier momento y en cualquier lugar siempre ha habido (hay y habrá, mientras no sepamos más sobre la Economía), una serie de personas (y colectividades) con problemas económicos. Serán muchas o muchísimas. Lo cierto, es que no serán pocas. Recordemos que estamos en un mundo en el que, según se admite, las tres cuartas partes de sus habitantes pasan hambre.

Entonces, si estoy admitiendo que existe crisis, ¿cómo es que unos pocos párrafos atrás, lo negaba tan rotundamente? Pues, porque lo que no tiene razón de ser es hablar de crisis en el sentido en el que lo hacemos habitualmente: como algo que se produce de tanto en tanto. No, la crisis es permanente. Cuando no es el Sector del Acero, lo es la Agricultura, o el del Automóvil, o el del Pequeño Comercio, o el del electrodoméstico, o el del Petróleo, o el del...

Sectores antes boyantes, de pronto caen en picado. Unas veces porque se vuelven obsoletos. La evolución de la vida y la tecnología los desplazan (las empresas de iluminación por gas, las de manufacturación de carros y diligencias, etc.). Otras veces porque..., pero eso lo veremos más adelante. Solemos hablar de crisis cuando nos toca de cerca, y la olvidamos cuando ocurre en la otra parte del mundo. Además, y esto no deja de irritarme un tanto, tendemos a hablar de ella de una manera bastante alarmista. Como cuando alguien en un teatro grita ¡fuego! y el resultado de la estampida es bastante más desastroso que el que habría provocado el propio incendio.

La crisis económica, repito, no existe en esa acepción. Lo que existe es una permanente lucha por la supervivencia. El género humano nunca lo ha tenido fácil, excepto para unos pocos. Angustia, agobios, temor ante el futuro,... han sido las constantes económicas de la Humanidad. Nunca ha existido una vida regalada para la mayoría de la gente. Lo más, si se me permite, ha sido que, en unas pocas sociedades occidentales (y sólo durante los últimos años) una proporción, más o menos elevada de la población ha accedido a unos niveles aceptables de vida. Nos estamos refiriendo, cómo no, al aumento de la llamada clase media. Sin embargo, para llegar allí, nadie les ha regalado nada. Ha sido fruto de su trabajo, generación tras generación.

Hoy, ese nivel de vida no parece que esté claro que se pueda mantener en el futuro. Por eso hablamos de crisis. Pero es que el futuro, jamás ha sido seguro. De ahí, la necesidad de luchar por él, día tras día. Si esperamos que los alimentos nos caigan directamente en la boca, corremos el riesgo de morir de inanición.

Vuelvo a ser consciente de que estoy planteando argumentos filosóficos más que económicos para exponer mi visión de la crisis. Pero las raíces de la Economía y de sus crisis están ancladas dentro del ser humano y de su sociedad. La historia del hombre que vendía bocadillos nos abre los ojos. Mientras trabajaba bien, en medio de la crisis, no tenía dificultades. Cuando le metieron el miedo en el cuerpo, fue cuando empezaron sus problemas al tomar decisiones erróneas.

—¿Quiere eso decir que la solución a todos los problemas económicos, es algo tan simple como cerrar los ojos ante los malos augurios y los oídos ante los agoreros, y seguir trabajando?

—¡Ojalá fuera algo tan simple! Hay más componentes: en efecto, la Historia nos enseña que siempre han existido épocas de dificultades, de problemas inesperados, de catástrofes, de sequías, de guerras, de epidemias y de hambrunas. A todo esto le podemos añadir que nuestra Estructura Económica queda lejos de ser perfecta: tiene agujeros y lagunas... pero de eso ya hemos dicho que hablaremos más adelante.

Entonces, ¿en qué quedamos? ¿Existe o no existe la crisis económica? La respuesta, y sintiéndolo mucho, debe seguir siendo igual de tortuosa que todo lo expuesto hasta ahora: NO, tener problemas es el estado natural de nuestra Economía (mientras no acabemos de entenderla).

Lo que sí que es cierto es que cuando todo va mal y empieza a derrumbarse, existe una alternativa: o bien, no hacer nada, desmoralizarse y dejarse arrastrar por la corriente de los acontecimientos, o bien, apretar los dientes, pensar qué soluciones se pueden tomar o qué caminos emprender, y apretando de nuevo los dientes, ponerse manos a la obra. Siempre, siempre, hay personas que consiguen estar en una buena situación, a pesar de los pesares.

Rius Altus

La familia de Valeriano, huyendo de Rávena, hasta hacía poco sede del recientemente caído Imperio, había llegado a un determinado lugar de la costa del Adriático. Delante de ellos se encontraba una laguna en la que se alzaban más de un centenar de islotes que, como Valeriano conocía, se hallaban habitados por «buena gente».

A lo largo de los últimos años, exilados de las ciudades de Padua y Aquilea se habían refugiado en aquellos parajes. Hunos, godos, lombardos, y demás hordas de cuya visita valía la pena excusarse, habían aconsejado a los todavía ciudadanos romanos de la contornada que buscasen refugio en aquellas inhóspitas lagunas (máxime si la más sana diversión de los bárbaros consistía en destrozarle la casa a uno y de paso arrasarle la ciudad).

Sin apenas agua potable ni comodidad alguna, como puede suponerse, las condiciones de vida eran muy duras. Lograban subsistir gracias a la pesca y al salazón que intercambiaban por los productos agrícolas de tierra adentro. Los originarios habitantes de la laguna, escasos y pobres, no sólo les habían dado cobijo, sino que les habían enseñado tales artes para ganarse la vida. Los exiliados, por su parte, aportarían al lugar algo no menos valioso: su bagaje de conocimientos.

Valeriano, por los azares de la vida, supo de su existencia, y hacia allí se dirigió con los suyos. Una simple noticia de las escasas que circulaban le bastó. Algo acerca de un sitio, llamado Rius Altus, donde se estaba construyendo (¡!) una ciudad resguardada de bandidos y bárbaros. Valeriano, uno de los pocos hombres cultos y preparados que quedaban en Rávena, no acababa de creerse eso de «resguardada». Habituado a una época de cambios constantes, todos a peor, si había algo de lo que dudaba que todavía existiera, era que pudiera haber un lugar seguro. Lo que le movió a la laguna, fue precisamente que estuvieran levantando una ciudad, cosa de lo más insólita ahora que justamente las ciudades estaban siendo destruidas o abandonadas. Aquel espíritu fue el que llamó su atención.

No se equivocó. Cuando años más tarde, los bizantinos conquistaron el sur de Italia, en su intento de reconstruir el Imperio Romano, Rius Altus estableció unos estrechos lazos, y no sólo comerciales, con Constantinopla. Dichos lazos constituyeron uno de los elementos clave del desarrollo de la ciudad. Pero eso, Valeriano no podía saberlo. Él se había dirigido hacia la laguna en busca de un algo valioso en lo que aún creía, aunque sabía que era cada vez más escaso. Quizá su origen, una rica familia provinciana cuyas tradiciones no se habían contaminado, le hacían creer en unos valores pasados de moda, y entre ellos, la genuina concepción romana de la organización social, económica y política. Esa concepción, esa cultura, esa manera de entender la vida de la Antigua Roma, no iba a desaparecer en aquel lugar.

En un mundo Occidental, más y más embrutecido, una ciudad, que no pierde nunca la mentalidad romana (y que sigue en contacto con el otro Imperio Romano de Oriente, el bizantino), comercia, crece, sigue comerciando y creciendo, y día a día es más rica y poderosa. Una isla de civilización en medio de un mar de incultura. Su nombre, Civitas Venetiarum, Venecia.


Unas pocas líneas antes, dejábamos sin desarrollar un segundo tipo de causas por las que se originan crisis económicas. El primero, recordemos, se producía cuando la evolución de la vida y de la tecnología dejaba atrás ciertas empresas o sectores. Pero, evidentemente, ésta no es la causa única.

¿Por qué se produce la crisis del 29? ¿Cuáles fueron los componentes que hicieron posible la del petróleo? ¿Por qué hemos estado en recesión en los 80, en los 90 a pocos años del fin del siglo XX, y en los primeros del flamante tercer milenio?

Parece como si cada cierto tiempo tuviéramos que afrontar períodos de vacas flacas. ¿Quiere esto decir que cíclicamente debemos enfrentarnos al problema de la crisis?

Por lo visto, así es. Por consiguiente surge una pregunta inmediata: ¿existen los ciclos económicos?

La respuesta a esta pregunta es categórica: sí y no.

Que los ciclos económicos existen, es algo tan evidente que no precisa discusión. Tenemos ciclos diarios, semanales, mensuales, estacionales y anuales, amén de otros más o menos atípicos. Simplemente con levantar los ojos un poco de los libros de texto y mirar la realidad, nos bastaría para comprobarlo.

Diariamente existen unos horarios de oficinas, de trabajo en fábricas, de asistencia al colegio y comerciales que marcan pautas de comportamiento económico. Nadie se asombra de que a las tres de la madrugada, las fábricas, las oficinas, los comercios y los colegios estén en su mayoría en absoluta inactividad.

Prácticamente lo mismo podríamos decir del ciclo semanal. El que el (póngase un porcentaje muy elevado) de la población esté «parada» en domingo no es causa de alarma, ni lo es el cansino ritmo de ventas del principio de semana de algún tipo de comercio (ya llegará el viernes y el sábado).

Mensualmente, existe un fenómeno curioso: bancos y oficinas, despliegan una actividad inusual como consecuencia del cierre del mes. Además, en esos días, la gente acaba de cobrar, lo que significa que los establecimientos comerciales sufrirán un empuje vertical y hacia arriba en sus ventas. Las fábricas, harán un último esfuerzo por alcanzar las cuotas y objetivos del mes...

Si en verano no se venden abrigos, o en invierno, los bañadores están arrinconados, no es síntoma de que la cosa vaya mal. Que los juguetes, o el cava, o el turrón, concentren sus ventas en la época navideña y no mucho en el resto del año, es algo que está asumido. Al igual ocurre con los paraguas y las velas, que se venden con cuentagotas hasta el día que hay tormenta.

Por todo ello, es más que evidente que los ciclos económicos, laborales, productivos, comerciales y muy especialmente los agrícolas y turísticos, existen. De su conocimiento y aprovechamiento la actividad económica podrá ser mucho mejor encauzada. Sirvan de ejemplo la concentración de la fabricación en ciertas épocas, las campañas de Marketing en otras, la previsión de puntas de ocupación, etc.

Lo que ya no está tan claro es que un hada maligna cada cierto tiempo se empeñe en que las cosas se estropeen, o mejor, no es cierto que inevitablemente por el mero transcurso de los años la situación económica deba empeorar. (Sí que es cierto que por el mero transcurso de los meses, vendrá el calor y con ello cambiarán ciertas actividades productivas, agrícolas, comerciales, ...)

Hasta no hace mucho, la teoría de los ciclos se limitaba a constatar que periódicamente la Economía entraba en crisis sin llegar a explicar sus causas. Lo que yo opino, por contra, es que, en efecto, para la inmensa mayoría de las actividades económicas existen ciclos naturales cuya causa es el factor tiempo. Estos ciclos están ahí, no tienen porqué ser considerados malos sino al contrario, puesto que pueden (y deben) ser aprovechados.

Lo que ya no me creo es que la Economía deba padecer inevitablemente crisis periódicamente. No caigamos en el error de pensar que dos y dos son veintidós, por muy atractivo que el razonamiento nos parezca. No es el tiempo el que provoca vacas flacas, aunque así ocurra cada varios años. Entonces, ¿qué razón existe que los relacione? ¿Cada pocos años nos volvemos más torpes, menos preparados o menos trabajadores? ¿Nuestra tecnología o nuestra capacidad productiva sufren espasmos periódicamente? ¿No serán determinadas conjunciones planetarias las culpables?

No, el causante es otro agente.

Banca

Un inmenso gentío se agolpaba vociferante ante la puerta del banco. Las colas habían ido creciendo y deformándose hasta convertirse en una masa informe de personas. En cuanto fuera la hora de apertura, se precipitarían hacia el interior con la vana esperanza de recuperar sus ahorros antes de que el banco se declarara en bancarrota. Los guardias, impotentes ante la avalancha, se habían retirado a un lado. Eran conscientes de que con sus armas, no podían controlar esa «cosa» llamada pánico financiero.

En todos los bancos de todas las ciudades del mundo era lo mismo. Industrias y comercios arruinados, suicidios (aunque se trataba más de un rumor que de una realidad) y, especialmente, miedo.

El Gobierno, firmemente decidido a cortar un inflación demasiado elevada, había decidido de la noche a la mañana, aplicar una política monetaria restrictiva. Desde entonces, la bola había ido creciendo. Los endeudados no pudieron renovar sus créditos y la gente con ahorros, ante la falta general de dinero, acudieron a retirarlo del banco... En cuanto el rumor sobre las dificultades de algunos bancos se extendió a la voz de «¡fuego!», la crisis estalló.

El Gobierno, un tiempo después, no tuvo más remedio que echar marcha atrás y volver a poner en circulación la masa monetaria que había retirado.


Aunque parezca lo contrario, esta historia no es reciente. Tiene poco menos de dos mil años de antigüedad. Tiberio, con el propósito de reducir la enorme inflación causada por el tesoro que su antecesor, Octavio, se trajo de Egipto, tomó la decisión que hemos visto.

Entonces, no fue nuestra hada maligna la causante. Aquella crisis la desencadenó una buena metedura de pata.

Ese es el elemento causal que buscábamos: los errores. Alguien (uno o muchos), en algún lugar, sobre un sector más o menos importante de la Economía, comete un error, se empiezan a desarrollar los acontecimientos y la crisis se desencadena.

Lo malo es que el desconocimiento generalizado de la Economía por parte de los que la dirigen y ejecutan, impide prever las consecuencias de las actuaciones que se lleven a cabo. Empezando por los altos cargos político-económicos, siguiendo por los ejecutivos de las empresas y llegando al resto de personas de la sociedad, todos van a tomar una serie de decisiones y efectuar un conjunto de decisiones de tipo económico. Si mayoritariamente son erróneas, llegará un momento en que la desconocida diosa Economía, pasará factura. (Fijémonos que aquí hay dos de los elementos que configuran la crisis: el no saber lo que llevamos entre manos e, íntimamente relacionado, la posibilidad de realizar actuaciones erróneas sin que el sistema encienda automáticamente toda una serie de lucecitas rojas que nos adviertan de lo que se nos puede venir encima.)

Octavio trae un inmenso tesoro de Egipto. La Economía se alegra y sube el intercambio comercial. Los capitostes romanos y el pueblo empiezan a hacer negocios y a comprar, sin preocuparse de endeudarse demasiado porque perciben que hay «mucho dinero » que se presta fácilmente y a un interés cómodo. Al final, dada la abundancia de dinero y la inflación subsiguiente, se llega a «creer» que existe una ley económica que reza: «Quien no se endeude es que está tonto»: con la propia inflación se pagaba más que sobradamente el interés. Tiberio toma medidas y ya sabemos lo que pasó. Todo el mundo volvió a tomar decisiones sobre la base de otra supuesta ley que dice: «El dinero segurito y en casa». Un gobierno decide jugar con la masa monetaria alegremente, se dispara la inflación, se asusta y decide restringirla. Aparece la recesión. Pero no nos equivoquemos, no es sólo el gobierno quien comete el error, sino la gran mayoría de la sociedad, todos ellos actuando en función de unos intereses, sin ser conscientes de las consecuencias. (Si a los dos elementos anteriores, añadimos la natural tendencia a considerar como leyes económicas válidas las que nos favorecen en el muy corto plazo, habremos encontrado un tercer componente de crisis estructural.)

Hablemos de un problema más reciente. La crisis del petróleo la causó la subida de los precios del mismo en el momento en que todo el conjunto de decisiones de actuación económica, en una parte del mundo, se basaban en unas fuentes energéticas abundantes y baratas. Consecuentemente, aparte del despilfarro, se montó todo un sistema productivo y una filosofía de consumo que partía de lo increíblemente bajo que resultaba el petróleo, en particular, y las materias primas, en general. Las consecuencias las conocemos todos. (Éste, más que un error de algunas personas, constituye un arriesgado planteamiento económico, un error de bulto de la base sobre la que se monta la estructura, que no tiene en cuenta el riesgo que supone depender de un factor único, muy rentable a corto plazo, pero ¿y en el futuro?)

Podríamos seguir con más ejemplos de manual. En los libros aparecen explicados todas las causas que motivaron cada una de las crisis que hemos sufrido, por lo que no insistiré más por esa vía. Pero sí me gustaría continuar con la historia del hombre que vendía buenos bocadillos.

¿Conocen qué hizo a continuación para combatir la crisis? Bajó la calidad de sus bocadillos. ¿Saben que ocurrió luego? Que le volvieron a bajar las ventas. Y, ¿qué medida tomó? Redujo plantilla. Buenos «bocadilleros» y vendedores se fueron a la calle, con lo que al público se le atendió peor...

¿Quieren que continuemos?

Cuando decimos «error», está dando la impresión de que éste sea único y de bulto. Pero generalmente no es así, sino un conjunto infinito de pequeños errores en cadena que nacen de uno originario, o mejor de una creencia originaria de cómo debe actuarse «correctamente»: los potentes vivieron en una sociedad que pensaba que lo único importante era la tierra; los romanos estaban convencidos que era más barato importar los productos agrícolas que producirlos; ha existido siempre la creencia de que cuando las cosas se tuercen es mejor deshacerse de los empleados; se ha creído que...

Supongo que conocen la expresión: «Por un clavo se perdió un reino». Hace referencia a que un pequeño hecho, nimio en sí mismo, llega a tener enormes consecuencias: un clavo hiere la pata de un caballo y su jinete no puede llegar a tiempo a entregar un importante mensaje antes de la batalla, ésta se pierde y el Rey es derrocado. Esta expresión, en Economía, es totalmente aplicable.

Por tanto, pifias y concepciones «iluminadas», son las que producen las crisis meramente económicas. No es el transcurso del tiempo, no es que la Economía lleve en sí misma la crisis que deba aflorar de tanto en tanto. No, no se trata de agentes exógenos. (Habría una excepción: en las sociedades menos evolucionadas económicamente, las catástrofes naturales como terremotos, sequías, inundaciones, etc. al incidir sobre su casi única fuente de recursos, dan lugar a períodos de gran carestía. En cambio en las sociedades más evolucionadas, este tipo de situaciones son mejor soportadas, y raramente provocan una crisis generalizada).

No se trata, pues, de elementos externos aislados, ni mágicos, ni de leyes ocultas e inexorables. Se trata de nosotros mismos, de nuestra falta de conocimientos, de nuestros errores y de nuestras percepciones erróneas de cómo hacer las cosas.

Afortunadamente, el pensamiento económico actual, parece ir en una línea parecida a la hasta aquí expuesta. Y aunque, no se considera al «error» como el elemento primordial de toda crisis económica, sí que se empieza a mirar las tripas del sistema. Se dice que las causas pueden ser combinación de dos tipos de factores, externos, como guerras, etc. e internos, como los malos mecanismos existentes en el sistema. Curiosamente, un mecanismo externo que se cita es la propia Política. En efecto, las decisiones políticas tomadas en función de intereses de lo más variopinto, son determinantes. Creo haberlo demostrado convenientemente. Tal vez, mi única discrepancia radique en el hecho de que no considero a la Política como algo «externo» a la Economía, aunque con esto, tendríamos discusión para rato.


De todos los capítulos que llevamos hasta aquí, éste puede haber sido el más oscuro. Quizá porque la misma palabra crisis se emplea para expresar diferentes ideas. Ignoro si he sido capaz de explicar lo que pretendía. El resumen de lo expuesto se hace, pues, más necesario si cabe, al objeto de clarificar dichas ideas.

Después de dar una rápida visión panorámica a la situación que se vivía en los apasionantes años que precedieron a la caída del Imperio Romano, concluimos cómo la existencia de una crisis global fue la causante de la misma. (Primera idea, la crisis provocada por una sociedad que ha perdido sus valores, su rumbo e ideales: es, sin duda, la más grave.)

Habría sido pecado dejar pasar la oportunidad de establecer un paralelismo entre aquella sociedad y la nuestra. La pregunta que surgía era: ¿acabaremos nosotros igual que ellos? Y aunque las respuestas no dejen de tener un fuerte componente ideológico o de adivinación, no es menos cierto, que los peligros que encaramos, si no somos de capaces enfrentar la crisis global de nuestra sociedad, acabarán con ella desde dentro, que no desde fuera.

A continuación, desarrollábamos las crisis meramente económicas y demostrábamos una de las conclusiones más importantes, en mí opinión, de este capítulo: que no existen y que no tienen porqué ocurrir.

No existen porque están prohibidas. Pero, bromas a parte, es que estamos hablando de Economía, que recordemos se trata de la constante lucha por la supervivencia y por afianzar un futuro que nunca ha sido fácil. La crisis no se produce de tanto en tanto, siempre hay un sector u otro afectado. Por tanto, no tiene sentido hablar de ella, y mucho menos de la forma tan alarmista con que nos encanta hacerlo. (Segunda idea, no podemos hablar de crisis cuando nos referimos a la permanente lucha que nuestro empeño en sobrevivir nos plantea.)

Además, no tienen porqué ocurrir porque sean parte de una de las leyes inexorables del Universo. Antes al contrario, nosotros solitos nos bastamos para provocarlas. (Tercera idea, los problemas, follones y angustias que nos ocurren, tienen su origen en nosotros mismos: nuestro desconocimiento, nuestros errores, nuestra mala organización, nuestras «decisiones» (incluidas las políticas), nuestra desmoralización, nuestra pesimista percepción del futuro..., sin olvidar, para no ser injustos, alguna que otra desgracia externa.)

—Y, ¿qué soluciones tomar?

Francamente, no lo sé con exactitud. Aunque intuyo por dónde pueden ir los tiros. Puede que suene a perogrullada, pero si el problema está en nosotros, nosotros somos los que podemos solucionarlo.

 —¿Cómo?

—¡Jo! ¡Qué manera de atacar! Pues sigo sin saber la respuesta. Aunque sí que le podría decir que me gustaría tener algo con lo que sueña cualquier economista, un instrumento conceptual que nos permitiera conocer las futuras consecuencias de lo que estamos haciendo ahora, o pensamos hacer próximamente.

Dicen que soñar no cuesta dinero. Si aún no tenemos clara la base teórica de nuestra Ciencia, suena un poco a cuento de hadas, pensar que podemos llegar a tener esa especie de bola de cristal. (Aquí quedaría muy bien esa frase tan bonita de «era imposible, pero como nadie se lo dijo, lo hicieron».)

Pero, si no queremos tener problemas una y otra vez, aquí y allá, tenemos que empezar a ponernos a estudiar la Economía en serio. Varios miles de millones de seres humanos están lanzados con los ojos vendados pendiente abajo. Qué emocionante, ¿verdad? Yo, por mi parte, prefiero el proverbio chino que dice: «Que los dioses nos libren de los tiempos muy interesantes».

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El 23 de agosto del 476 el general germano Odoacro hizo que el Imperio Romano de Occidente dejara de existir. De facto lo había hecho doscientos y pico años antes. Esa fecha oficial del inicio de la Edad Media es sólo eso, una fecha oficial, un punto de referencia para poder decir hasta ahí, Roma; después, el caos.

No obstante hay que tener en cuenta que, si bien el modo de vida había ido empeorando a partir del siglo III, hay autores que consideran que la concepción del Mundo seguía siendo la misma que la de la Antigüedad.

En efecto, los bárbaros por muy brutos que nos parezcan hoy en día, no eran tontos. Su objetivo no era destruir Roma, sino disfrutar de sus tierras. El que de paso arrasaran algunas pocas ciudades no deja de ser más que una simple anécdota (excepto para los que les tocó la china, claro). La civilización romana seguía presente, degradada y degradándose, pero seguía. Además, fue empapando a los bárbaros en los aspectos religioso, legal, de organización institucional y, muy importante, en el idioma.

Asimismo, el Imperio de Oriente, pasado algún tiempo, reconquistaría extensos territorios del Norte de África y del Sur de Italia y de España. También podríamos agregar que el antiguo comercio mediterráneo sufrió un proceso de recuperación durante los siglos V a VIII. Marsella, Venecia, Constantinopla, Egipto y el Norte de África, volvieron a intercambiar sus mercancías: papiro, especias, tejidos, vino y aceite.

La organización económica todavía conservaba muchos de los rasgos romanos y aún no había cambiado hacia un sistema plenamente feudal. El feudalismo, cuyo embrión lo constituyó la fijación de los campesinos a la tierra en tiempos de Diocleciano y la aparición de los potentes en el dominio de la tierra, no aparecería en todo su «esplendor» hasta después de la caída del Imperio carolingio, allá por el siglo IX. Tampoco lo haría en todas partes, ni tendría la misma intensidad. El feudalismo fue un fenómeno del Occidente europeo, que no arraigó por igual en España, Francia, Italia o en el Norte de Europa.

Como de costumbre nos hemos adelantado demasiado. Antes de todo eso, iba a aparecer un nuevo pueblo que supondría la definitiva muerte de la mencionada concepción del Mundo Antiguo. Un pueblo del que, al igual que el chino, «Occidente» ha olvidado constantemente su contribución a la Historia de la Humanidad. Quizá sea en España donde se le ha dado su real importancia. No en vano los tuvimos de «invitados» durante casi ochocientos años...

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Pero antes de seguir con algunos de los acontecimientos que se desarrollaron en la llamada Alta Edad Media, déjenme aclarar algo. Puedo haber dado la impresión de que pienso que el Imperio Romano constituyó un sistema ideal para la Humanidad y que el Mundo habría sido mucho mejor si éste hubiera continuado hasta nuestros días.

En primer lugar, los romanos no fueron hermanitas de la Caridad, ni para con los pueblos vencidos, ni para con sus esclavos ni para con ellos mismos. Al contrario, fueron duros y crueles, y en ello no se diferenciaron mucho con ninguno de los Imperios que han existido. Lo cierto es que fue una civilización superior que desapareció y que hasta casi mil años después, la sociedad europea no alcanzó el nivel cultural y económico de que gozaron aquéllos. De ahí la pena y el lamento que despierta su caída, a pesar de ser una sociedad bastante injusta desde la perspectiva de nuestros días.

En segundo lugar, y sin olvidar que algunos rasgos importantes de la Roma antigua han permanecido hasta nuestros días, es imposible saber lo que habría supuesto para nosotros la permanencia del Imperio. Por un lado, atrae pensar dónde estaríamos ahora si hubiera continuado sin interrupción durante los mil años siguientes el proceso de desarrollo cultural, científico y económico. Y aunque no pudiéramos decir que hoy nos encontraríamos en el mismo estado de desarrollo que el que tendremos, Dios mediante, en el año 3.000, no sería muy aventurado afirmar que éste sería superior al que disfrutamos ahora. Pero por otro lado, de haberse anquilosado el progreso, podríamos encontrarnos en un nivel inferior al que tuvo Roma en su punto culminante. De sobra conocemos civilizaciones que alcanzaron uno alto desarrollo y luego se estancaron. Lo que habría pasado, si no hubiera desaparecido el Imperio, nunca lo sabremos.