REAL COMO LA ECONOMÍA MISMA

REAL COMO LA ECONOMÍA MISMA

Armando Roselló

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CAPÍTULO 3 
CIUDAD, ESCRITURA, MERCANCÍAS...



Números

Un sol sin compasión lanzaba plomo fundido sobre la desértica plaza de Villacolina. Las pocas sombras, verticales, daban al panorama de la ciudad una perspectiva casi plana. El reflejo sobre los edificios doblaba la intensidad de la luz del mediodía. Calor y hedor, que se combinaban formando entre ambos una substancia como dotada de cuerpo propio. Bastaba que se asomara algún irresponsable, para ser golpeado inmisericordemente por aquella mezcla. Sus pupilas, incapaces de ajustarse a tiempo, lo dejarían momentáneamente cegado. Aunque cerrara los ojos, toda la intensidad de la luz permanecería detrás de sus párpados.

En la plaza, los esqueletos del andamiaje de unos toldos reinaban sobre las basuras esparcidas encima de una tierra prensada por millones de pisadas. Sus montadores habían desertado de sus obligaciones para tomarse un ligero almuerzo. Después, dormitarían su sopor «a la fresca» mientras el Sol estuviera en lo alto haciendo gala de toda su potencia.

Muy lentamente, el astro fue abandonando su posición de privilegio, para que, al ir inclinándose hacia Occidente, diera lugar a una larga y más benigna tarde. A la misma velocidad fueron apareciendo los montadores que se pusieron cansinamente a erigir sus tenderetes. Mañana mismo tendría lugar el gran mercado, como todos los meses. Campesinos de la comarca que aportarían hortalizas y fruta; artesanos de la ciudad con vasijas, útiles, vestidos de lana, pieles curtidas, piezas de carpintería...; algún que otro saltimbanqui y contadores de historias que darían un fugaz entretenimiento al público; y lo más atrayente, los grandes comerciantes que expondrían exóticas mercancías de los más lejanos lugares.

Villacolina, era una ciudad enorme, un auténtico emporio. Estaba habitada por sumerios, un pueblo originario de Asia Central, aunque existía una buena mezcla con los pobladores originarios. Sus treinta y tantos mil habitantes, la configuraban como una de las principales de aquella comarca mesopotámica. No era extraño, pues, que su mercado gozara de un gran prestigio y a él acudieran cada luna llena compradores y vendedores de todo el mundo conocido y desconocido. Existía, por supuesto, otro mercado semanal de carácter local, como en todas las ciudades. Pero el famoso, el que atraía a la gente, era el que se iba a celebrar mañana.

Cigur, detrás de la ventana del segundo piso de su palacete, miraba la ciudad. Su ciudad. Lo que veía, decididamente no le gustaba. Hoy hacía dos meses que su padre había muerto, dejándole las responsabilidades del trono sobre sus hombros. En esos sesenta días no había tenido tiempo nada más que para ceremonias, puesta al día de los asuntos de gobierno y solucionar los infinitos problemas urgentes que se presentaban a cada instante. Sus días, horas, minutos y segundos se habían consumido sin haber podido dedicar ni uno de ellos a la puesta en marcha de los importantes proyectos que había soñado realizar siendo príncipe.

La suciedad, el mal estado de las calles, la muralla que sólo cubría la parte primitiva de la ciudad, su palacete y especialmente el ridículamente pequeño templo eran las cosas que más le disgustaban y que estaba ansioso por cambiar.

—Mi señor —interrumpió el curso de sus pensamientos Rismandés, su primer secretario—, ¿me has llamado?

—¿Eh? —tardó un instante en desconectarse para volver la atención hacia su colaborador—. ¡Ah, sí! Toma asiento. ¿Cómo estamos de fondos?

Aquella era una pregunta ritual. Demasiado bien sabía que los gastos siempre se las apañaban para superar con creces los ingresos.

Rismandés sacó una tablilla de arcilla, no porque desconociera el dato, sino porque era una cuestión de prestigio despachar ante su Rey-Dios, el Ensi, con números en la mano. No más de sesenta personas en la ciudad sabían aplicar este conocimiento en toda la amplitud de las cuatro reglas (+, -, x, :, ): los escribas de los sacerdotes, algunos de los grandes comerciantes, la mayoría de los altos funcionarios y tres o cuatro locos extravagantes, llamados matemáticos. Estos, que hablaban entre ellos de un modo incomprensible, habían llegado más allá de la multiplicación y la división. Decían no se sabe qué sobre la segunda y tercera potencias y la raíz cuadrada.

«Será cuestión de enterarse —pensó Rismandés—. Saber leer, escribir y calcular siempre me ha ayudado. Ni el Rey ni los más altos cargos del Gobierno ni la mayoría de los ciudadanos más importantes, se defienden muy bien. De hecho, sólo se apañan con las cifras y algo de sumas y restas.»

—No muy bien, mi señor —respondió, por fin, después de levantar sus ojos de las tablillas y fijarlos en los del Ensi.

—Es la misma respuesta de siempre, Rismandés —hizo Cigur como si se enfadara; el juego que el primer secretario conocía muy bien, iba a jugarse otra vez—. ¿Es que no eres capaz de darme los fondos que necesito?

«Como ocurría con tu padre, aunque te diera todo el oro y la plata del mundo —pensó pero no habló—, necesitarías más y más para tus sueños.»


Los agricultores eran quienes soportaban, casi en su totalidad, la carga impositiva. Ya lo vimos en el capítulo anterior. En Mesopotamia, las tierras cultivadas se ampliaron gracias a la creación de terrazas regadas artificialmente. Este aumento de cultivos, y consecuentemente, de población dedicada a las tareas agrícolas tornó la situación harto compleja. Se precisaba un sistema que permitiera controlar y administrar los ingresos tributarios.

La escritura fue la herramienta que hizo posible el desarrollo de dicho sistema. Para darnos idea de la importancia de los garabatos que a lo largo de los siglos hemos puesto sobre piedras, tablillas, maderas, papiros y papeles, bastaría pensar cómo sería nuestra sociedad sin escritura: seguiría prácticamente igual que hace cinco mil años.

¿No? ¿No está de acuerdo? Pues entonces, por ejemplo, explíqueme cómo podríamos apañarnos para contar por encima de unas pocas decenas, o también, cómo sería posible conservar el acervo de conocimientos de generación en generación. (Tendemos a no dar importancia a las cosas fundamentales cuando nos tropezamos con ellas todos los días)

La escritura nació, casi simultáneamente, en Egipto y en Sumeria para satisfacer una necesidad muy concreta, la de dejar constancia de la administración de los templos, sus ingresos y rendimientos.

Posteriormente, en Egipto, se produjo una derivación hacia el registro de una serie de hechos relevantes de los que se quería dejar constancia. Por contra, en Sumeria, se intensificó su carácter contable: transacciones comerciales, contribuciones al templo y al Fisco. Esta practicidad no impidió, sin embargo, que los sumerios nos dejaran por escrito una gran obra, el poema épico de Gilgamesh.

Al margen de esto, no deja de maravillarme, que ya en tan remotos tiempos, hubiera matemáticos que desentrañaran los secretos de la potenciación y de la raíz cuadrada. Es evidente que una parte de la población debió estar liberada de la actividad productiva para poder dedicarse a las Matemáticas.


—Señor —habló volviendo a mirar hacia sus tablillas y bajando el tono de la voz para aplacar ese amago de enfado de su Rey—, los ingresos son cada vez mayores. Por ese lado no te puedes... Perdón, por ese lado te puedes considerar satisfecho. Rismandés había estado a punto de meter la mata. Iba a decir «no te puedes quejar».

«¡Cómo que no puedo quejarme!» —habría sido el corte instantáneo que le habría dado Cigur. Fin del diálogo. Comienzo de la bronca.

En vez de eso, había quitado la partícula NO y había positivado la frase. Cigur sabía muy bien que año tras año, los ingresos habían ido aumentando a costa de murmuraciones cuyo volumen había crecido parejo al «vaciado de los bolsillos» de sus súbditos.

—Lo que precisamos ajustar, mi señor —continuó—, son los gastos. ¿Podría hacerte una sugerencia?

—Adelante —le dio pie Cigur.

La habilidad del primer secretario era increíble. Hasta el momento había podido encauzar la conversación hasta el punto de que estaba en disposición de hacer una sugerencia. Cualquier otro rumbo de la charla habría desembocado en el desastre. Cigur, habría aprovechado cualquier desliz suyo para elevar la voz, cortarle e imponer desde su posición de dominio todos sus puntos de vista (alucinaciones, si nos atenemos a las opiniones, dichas en voz baja, de la mayoría de sus servidores, incluido el propio Rismandés).

—Señor, como sabes, la cantidad de fondos siempre es limitada. Aunque tuviésemos tres veces más, continuaría teniendo fin. Incluso, con doce veces el de hoy, al ponernos a contarlo, llegaría un momento en que se acabaría.

»La solución —siguió Rismandés—, no es conseguir más y más recursos, sino emplear los que se tengan de la manera más adecuada. Si gastamos más de los que tenemos, por mucho que estos sean, acabaremos empobrecidos y arruinados.

»Por eso, cuando tengas en mente algún proyecto, te recomiendo que nos consultes y de ese modo poder informarte si tenemos lo suficiente para afrontarlo.

Cigur que no era tonto, había escuchado atentamente aquella lección de Economía. Pero...

—Gracias Rismandés. Lo que has dicho me ha hecho pensar y creo que tienes razón —Cigur observó, en ese punto, cómo el rostro de su secretario se relajaba primero y luego se contraía al escuchar otra partícula negativa que él mismo acababa de pronunciar—, pero...

»...pero, hay cosas que deben hacerse y mi decisión es que se hagan. Os necesito a todos vosotros, no para que me digáis lo que no podemos permitirnos hacer, sino para que me ayudéis a hacerlo.

»¡Ven aquí a la ventana y asómate conmigo! —hizo levantar a su secretario y guiándolo con el brazo le mostró la dirección que debía seguir—. ¿Qué ves?

»¡Un desastre! —se respondió Cigur—. Suciedad, polvo, tierra prensada y cuarteada que las pocas lluvias convierten en un barrizal. ¡No son una plaza ni unas calles de las que podamos enorgullecernos!

»¿Dónde está nuestro templo? Allá detrás de la casa de Wultsn, el más rico de la ciudad. ¡Nuestro templo es más pequeño que su mansión!

»¿Y las murallas? Si nos atacan, ¡sólo una tercera parte de la ciudad estará protegida!

»¡Y ese olor, y esa mierda ...!

»¡Qué lejos estamos de la ciudad que nuestro Pueblo merece y nosotros, como gobernantes, hemos de procurarle!

Cigur que se había ido apasionando mientras exponía su soliloquio, se calló bruscamente y cambiando radicalmente de expresión, miró dulcemente a un casi hipnotizado Rismandés. La conclusión iba a caer en tierra abonada.

—Todo eso hay que hacerlo por el bien de la ciudad. Te necesito a ti y necesito la ayuda de todos vosotros para lograrlo. En aquellos momentos, Rismandés, al que, poco a poco, le habían ido haciendo mella las palabras del Ensi, ya no tuvo ningún pero que oponerle. Más que eso, estaba firmemente decidido a seguir a su jefe.

—Escucha —continuó el Rey-Dios ahora en un susurro—, anoche tuve una idea. Vamos a empezar por empedrar la plaza y la calle que le da acceso desde la puerta de los leones. Los fondos no serán problema. Has de hacer explicar a los comerciantes que eso va a representar una mejora para ellos. Lo que pagan ahora no es nada, una cantidad simbólica. Si quieren tener mejores condiciones para ellos y para sus clientes deben «contribuir» a pagar los gastos.

—Redáctame el edicto —concluyó Cigur—, y le pondré el sello real.


¿Quién tenía razón?

¿Un soñador Rey, cargado de ilusión por las cosas que deseaba realizar?

¿Un prudente primer secretario que simplemente pedía moderación en los gastos?

Confío poder dejar esclarecida la solución al final de este capítulo.

En otro orden de cosas, el dinero como tal, no existía todavía. El intercambio y el pago se hacían mediante toda una serie de bienes aceptados por las dos partes. Los fondos y recursos de los que hablaban Cigur y Rismandés era un conjunto heterogéneo de bienes que constituían la Hacienda Real: oro, plata, cobre, trigo, ganado y cualquier otro con el que se le pagara.

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Una acotación. Cuando Cigur está hablando de lo que merece la grandeza de su Pueblo hay que entender lo que, en el trasfondo, este lenguaje grandilocuente significa realmente. Se impone una traducción.

Las aldeas, campos y ciudades que pertenecían a un determinado Pueblo, de facto, pertenecían a su Soberano. Grandeza del Pueblo y del propio Soberano se confundían. Cigur hablaba de su propia grandeza, de la que uno de sus reflejos, lo constituiría la riqueza de sus posesiones. El bienestar de su gente será algo secundario.

También él o cualquier otro de sus colegas coronados, hablarán en su día, de las campañas gloriosas que su Pueblo deberá acometer para mayor gloria y honor de ... (póngase cualquier palabra esplendorosa que identifique a una comunidad). Pero en realidad, será su aureola y reputación lo que entrará en juego. Quizás, para ellos, las riquezas sólo sean algo secundario, un medio para alcanzar sus encumbradas metas. Pero bueno, sabemos que no todos los que rodean a estos grandes líderes tienen esta mentalidad. La gloria para él, pero para ellos, prebendas, privilegios y engrosamiento de sus fortunas personales.

Mercado

—¡Creedme! No gano nada, sin embargo, como me habéis caído simpáticos... —remataba la venta de unos cuchillos de cobre un comerciante de rasgos marcadamente orientales, haciéndose oír por encima de un fenomenal batiburrillo.

—Se ve que eres una persona de buen gusto —preparaba el terreno otro mercader—, difícilmente encontrarás otras vasijas decoradas con tanto detalle y perfección...

—¡Frutas! ¡Frutas frescas! ¡Los mejores dátiles del desierto! — se oía de fondo el agudo reclamo de un nómada.

—¡Al ladrón! ¡Al ladrón! (En todo buen mercado que se precie, tiene que haber un mocosuelo que sustraiga cualquier cosa y acabe poniendo pies en polvorosa seguido por un indignado vendedor vociferando este estribillo).

—¿Qué hago yo con sesenta veces sesenta docenas de hogazas de pan? —se negaba un tratante de artículos de gran lujo, y precio, a intercambiarlos por un hermoso brazalete de oro—. Si lo quieres, tráeme algo que no se me vaya a estropear en pocos días...

—Te doy tres corderos, dos sacos de avena y mi vestido por tu vaca —ofrecía esperanzado un calvo de orondas mejillas a un escéptico ganadero—. Tres ovejas como las mías valen lo que las cinco que me pides, además de eso, te estoy ofreciendo...

—¡Oíd la más fascinante historia de cuantas hombre alguno haya podido escuchar! —empezaba un narrador el relato sobre las aventuras del Rey Gilgamesh en su búsqueda de la inmortalidad. Mientras, iba señalando con su vara unos dibujos sobre un cuero para facilitar el seguimiento de su historia—. El valiente Enkidu, el más osado de entre los suyos desafió y mató a Huwawa...

—Te doy tres veces sesenta sekels de harina por esa copa — lanzaba su ultimátum un «experimentado» comprador que había recorrido, junto a su mujer, varios puestos comparando precios y calidades. Después de salir de discutir con el tratante de turno, del que no pretendía comprar todavía, sino sólo información, se enzarzaba con su mujer en una larga conversación. En ella, ambos se ufanaban de su sagacidad y de lo bien que sabían comprar. Ahora que habían tomado su decisión, habían vuelto al puesto que más les convenía

—Tres veces sesenta sekels, ni uno más...

(Por cierto ¿valía la pena perder media mañana para comprar al mejor precio una nimiedad así? Mi opinión es que sí. Para ellos, no es tan importante la compra en sí, como el aspecto lúdico de la misma.)

—¡Cómo que siete gallinas por una brazada de tela! ¡Ladrón! En cualquier otro sitio me piden...—perdía los estribos un campesino quien junto con su mujer se había encaprichado de una tela, igual que las demás pero teñida de verde. Como si de un libro abierto se tratara, el tratante leía en las facciones de su colérico cliente el ansia por conseguirla. Así que, callaba y esperaba. Habitualmente le tocaba hacer una labor de marketing premiosa y obsequiosa con cada uno de sus posibles compradores. Tenía que convencerlos, alabarlos, bajar el precio artificialmente inflado... Mas llevaba una temporada realmente fabulosa. Sus telas teñidas, unas de verde y otras de rojo, se vendían solas. Bastaba ver el brillo de los ojos de sus clientes...

—Como desees. Puedes comprar a quien más te plazca. Pero mi precio son siete gallinas. —se mostró inflexible el negociante, disfrutando para sus adentros—. Y si no te parece bien, lárgate que debo atender a otros...

—Este anillo de oro pesa un sekel y un cuarto y la mitad de un cuarto —decía un orfebre a su comprador, después de haberlo pesado con precisión en su extraordinariamente sensible balanza de brazo—. Yo mismo lo he hecho pensando en un cliente tan distinguido como tú. Es una autentica obra de arte...


Un sekel equivalía a 180 granos de trigo, unos 8 gramos y pico. Era una medida de peso, no de dinero. La no existencia de un dinero como tal y por tanto universalmente aceptado, causaba todos esos trastornos que hemos visto. La solución consistía en emplear como referencia un determinado peso de un cierto bien (oro, plata, trigo...). En ese sentido, tal medida de referencia coexistía con otros tipos de valoración tales como piezas de cerámica, cabezas de ganado, brazadas de tela, etc.


Un barullo fue creciendo por el extremo de la plaza que se comunicaba con la puerta de los leones. Asswé, el acróbata, detuvo su actividad para ponerse al corriente de lo que ocurría. El rumor en forma de un comerciante semita, no tardó en llegar a él.

—Los soldados están mostrando unas tablillas con el sello de Cigur por el que se exige a todos los mercaderes el equivalente a un cuarto de sekel de plata por cada brazada de longitud de su tenderete —les decía al grupo que se había congregado entorno suyo—. Parece que hay algo de gresca, pues, los muy brutos han dado algún que otro estacazo a los que se negaban a pagar.

La idea que Cigur había trasladado a su primer secretario, «los comerciantes debían contribuir a las mejoras de la plaza del mercado », había llegado a los soldados de manera que, simplemente, alcanzaron a entender que cada comerciante debía pagar un tanto. Tampoco necesitaban, ni les importaba, conocer las razones. A los mercaderes les llegó la orden monda y lironda:

—¡Paga ... —era la cortés solicitud de aportación que se les hacía— ...y calla! —era la respuesta a la pregunta que indefectiblemente hacían:

—Pero, ¿por qué?

No era, pues, de extrañar que la indignación creciera entre el ánimo de los traficantes. A decir verdad, fue una postura verbal y testimonial, que no una más activa. Los comerciantes acomodados no suelen perder tiempo en el inmemorial deporte de dirimir sus discrepancias a mamporro limpio. Únicamente un vendedor de aperos, novel en los menesteres del Comercio, no acababa de entender aquello de que lo que cuenta, al final, son los beneficios. Su furor por la injusticia no se vio menguado por el rápido cálculo de pérdidas y ganancias al que estaban tan acostumbrados sus colegas más veteranos. Con la sangre subiéndosele a la cabeza y encendiendo su rostro con el rojo de la ira, sacó de debajo de su túnica una daga de un color cobrizo y atacó al soldado que le había estado chuleando el pago de la tasa.

El soldado, más avezado en las artes de la defensa personal que aquel descerebrado aprendiz de comerciante, esquivó la primera embestida y lo derribó sin dificultad. Una vez en el suelo y sin el más mínimo espíritu deportivo, le dio de patadas hasta que le dolió la pierna. Inclinándose sobre la piltrafa resultante le dirigió una salva final de improperios. Cortó, de súbito, el torrente de palabras cuando se fijó en la daga con la que le habían atacado. Altamente atraído por la belleza casi sensual del arma, la recogió del suelo. Inmediatamente, su mano se llenó con una sensación voluptuosa de plenitud y potencia.

«¡Qué cacho de puñal tan c...! —pensó para sus adentros. Al final de la ristra de tacos que constituía su lenguaje habitual, su mente concluyó con un pensamiento exultante—. Con ella en la mano no habrá hijo de mala madre que pueda vencerme.»

Se guardó el arma y ya se disponía a irse cuando recordó el motivo que le había hecho dirigirse a aquel tenderete. Se dio media vuelta y tomó del vendedor de aperos lo que consideró que debería constituir su contribución al Fisco.

—En nombre del Ensi de Villacolina tomo estas mercancías en pago a los impuestos establecidos —se dirigió de esta manera formal al hombre inconsciente que yacía en el suelo al que un par de personas estaban tratando de hacer que se restableciera.

La rapidez del forcejeo no había dado lugar a ningún tumulto, pues apenas había habido tiempo para que alguien se diera cuenta. El soldado, echando una mirada en rededor para comprobar que todo estaba en orden, abandonó el lugar satisfecho.

Los funcionarios se encontraban no muy lejos, escribiendo sobre unas tablillas de arcilla aquellos indescifrables símbolos mágicos en forma de puntas de flecha. Llegó donde estaba un escriba y solemnemente hizo relación de la contribución «voluntaria » del vendedor de aperos. Considerando la daga como botín de guerra, no se le pasó por la cabeza la más mínima intención de declararla. (Tampoco declaró un par de piedras de plata que le «sobraron» de la liquidación. «¡No todo iba a tener que ser para el amo!... Y ese vendedor se estará calladito»)

No obstante, decidió que sería conveniente hacer desaparecer cuanto antes las piedras. Él sabía cómo hacerlo en una sola noche.

El esparcimiento de los soldados es bastante simple. Los ratos de ocio que dedican a su formación personal se caracterizan por la realización de experiencias sobre los productos derivados del alcohol, por la investigación con detenimiento de la naturaleza femenina y por el análisis pormenorizado del comportamiento social de grupos en estado de asueto.

No es de extrañar, pues, que después de una noche como aquélla, le desaparecieran las piedras de plata, cosa que no lamentó, y la daga, lo que le fastidió bastante. No recordaba en qué momento preciso ocurrió, pero entre una nebulosa de imágenes, le parecía haberla ofrecido al patrón del tugurio. Decidió ir a recuperarla. El puñal era suyo. Algo en su cabeza le decía que le habían timado.

El patrón, ducho en el trato con aquella gente, tenía previstas estas contingencias. Aquel soldado había alardeado de las maravillas de su daga y cuando, borracho, se empeñó en ofrecerla a cambio de más cerveza para todos sus camaradas, accedió de buen grado. Con ella podría obtener substanciales rendimientos.

De buena mañana se dirigió a Bopsez, el metalúrgico. Este, quedó impresionado por las cualidades de la pieza y quiso adquirirla. Como nuestro artesano no era buen comerciante, el posadero obtuvo, después de una rápida negociación, piezas de oro por un valor superior en diez veces a la cerveza que entregó al grupo de juerguistas.

No muy entrada la tarde, el soldado acudió a la taberna, farfullando algo acerca de que le habían estafado. El propietario amablemente esgrimió tres argumentos: que el soldado se había empeñado en cambiarla, que ya la había vendido y que le encantaría presentarle a los hermanos Tuuins. Este último argumento era el que convencía a más gente. Dos mozos, igualitos de «a más de cinco codos» de alto por uno y medio de ancho atendían las reclamaciones de los consumidores insatisfechos. Así que, nuestro soldado, se dio media vuelta y de él nunca más se supo.


Aparte de los elementos tópicos del comercio, ha aparecido un nuevo tipo de actividad económica, la subterránea. El soldado sisa, distrae o roba algo de plata y un objeto valioso. Esto tiene como consecuencia que un legítimo propietario se vea privado de parte de sus bienes y tenga que realizar un esfuerzo adicional para rehacerlos.

El ladrón dilapida el fruto de su fechoría en alcohol, mujeres y juerga.

Distingamos, una cosa es la «marcha», que en principio no es negativa, incluso puede ser positiva, pues va a permitir a otros sobrevivir (y a algunos, vivir muy bien). El cambio que se establecerá es del tipo «el fruto de mi trabajo por una serie de servicios y bienes que me satisfarán la necesidad de expansionarme». Es lo que en el capítulo anterior he intentado demostrar con la historia de Shemi.

Otra cosa es el mundo subterráneo, en el que se malgastan unos recursos de dudosa procedencia en unos servicios de una no menos dudosa honorabilidad. Así pues, en esta historia, se establece una diferencia sobre la que quiero incidir. La persona que disfruta de unos bienes apropiados indebidamente, no ha hecho ninguna contribución a la creación de los mismos. Accede a una parte de la riqueza mediante robo, extorsión, fraude, etc. La resultante es que, una parte del excedente generado por la sociedad va a ser desviado, en contra de la voluntad de sus propietarios hacia otro tipo de actividad, que, además, permitirá la existencia de un mundo marginal.

La característica económica de este mundo es que vive parasitariamente de lo producido por el resto de la comunidad, sin contribuir, en la misma medida, a la producción del excedente general.

No es de extrañar, por tanto, que se persiga con ahínco a los que se apropian de estos bienes (y a los que se aprovechan de ellos).

Maticemos. El problema, hemos dicho, no reside en que haya alguien satisfaciendo la necesidad de esparcimiento de la gente, sino que se forme un grupo aparte. Éste, va a vivir de la apropiación ilícita de los bienes de otros; produciéndose, como por generación espontánea, un tipo de sociedad, más o menos organizada, que va a delinquir, ayudarse mutuamente y crear los medios de satisfacer necesidades, no del todo confesables, de sus miembros, y por qué no, de los miembros «honrados» con ganas de hacer cosas «no honradas».

No es de extrañar, pues, que no se persiga con la misma intensidad a los que proporcionan actividades «no honradas» a personas «honradas».

Finalmente, hemos visto cómo parte de lo robado ha vuelto al circuito «legal». El artesano no pregunta en ningún momento por la «honradez» de la procedencia de la cosa, pese a tener constancia de la «no honradez» habitual del posadero. Al pagar una buena cantidad por la daga, no sólo cierra el circuito entre ambos tipos de economía, sino que añade fondos a la segunda, con lo que le permite seguir creciendo.

Algo más, nuestro soldado recaudó más lo que debía y de lo que entregó a los escribas. Esto tiene un nombre muy feo en nuestra lengua: corrupción, que también significa putrefacción, que es la actividad principal a la que se dedican los cadáveres. La analogía se me antoja ideal. ¿Qué le ocurre a una sociedad podrida?

Creo que todos conocemos la respuesta. Es más, siguiendo con las analogías, el cuerpo humano sufre, en mayor o menor medida, la acción de una innumerable serie de parásitos, virus, bacterias, etc. En tanto en cuanto se mantengan dentro de unos límites razonables, el problema no pasa a mayores, pero en cuanto empiezan, en plan infección, a extenderse. Está claro, ¿no?

Ustedes pueden pensar que exagero, pero desde siempre hasta hoy en día, países, regímenes e instituciones corruptos han supuesto una pesada carga para la población:

Ayudas de alimentos o medicinas para paliar los efectos de catástrofes que acaban en el mercado negro sin importar que la gente muera.

Cargos de responsabilidad otorgados a enchufados incapaces, en vez de a gente preparada, con lo que se impide que mejoras necesarias sustituyan usanzas, sistemas obsoletos y privilegios establecidos.

Fondos financieros distraídos hacia paraísos fiscales que dejan en la ruina a ahorradores.

Sobornos para conseguir o impedir determinados propósitos que están siempre lejos de ser la mejor opción para la comunidad.

Especulación que hace subir artificialmente el precio de las cosas.

Estraperlo (mercado negro en la España de la postguerra) que obligaba a unos padres casi indigentes debido a la destrucción de la lucha, a hacer desmedidos esfuerzos para poder alimentar a sus hijos, sin importar a los estraperlistas los efectos de la malnutrición sobre la infancia de la época. (Tengo primos mayores afectados como consecuencia de tales carencias). Para mayor disgusto por mi parte, he de comentarles que no sólo se conformaron con aprovecharse de las circunstancias, sino que consiguieron, alargar tan rentable situación durante más de una década.

Bronce

Bopsez había quedado prendado de aquella daga. No sólo de su esbeltez. Su dureza, resistencia y afilados bordes, dejaban a las de cobre completamente desfasadas. Deseaba conocer más acerca de aquella maravilla. De qué material estaba hecha, dónde conseguirlo, cómo moldearlo, a quién preguntar...

Su primera intención había sido fundirla para averiguar todas las preguntas que se le agolpaban en la mente. Pero un principio de prudencia le aconsejó frenar tan insensato impulso. Eso había sido cosa de su juventud cuando destrozó más de cuatro cosas para verles las tripas. El problema radicaba en que una vez satisfecha su curiosidad, raramente comprendía lo que estaba viendo, ni era capaz de reconstruirlo de manera que volviera a ser lo que era antes de despanzurrarlo.

«¡Claro! Hablaré con Paallis —se dijo—, él siempre ha sido muy mañoso en su taller de alfarería y sabe construirse todos los artefactos que precisa. Además, su mujer está muy bien informada de todo lo que pasa en el mundo.»

No tardó ni dos minutos en salir de casa. Por cierto, el horario por el que se regía la ciudad venía impuesto por la lógica del sistema sexagesimal de los sumerios. Dos veces doce horas por día. Horas de sesenta minutos y minutos de sesenta segundos. ¿Les suena? El sistema tiene su encanto y no seré yo quien proponga su cambio después de, aproximadamente, cinco mil años, aunque se pegue de bofetadas con el nuestro, el decimal.

—Mi querido Paallis —dijo después de haber saludado a su amigo que estaba trabajando en el torno de alfarero—, el asunto que me trae a tu casa es que deseo mostrarte una maravilla que ha llegado esta mañana a mis manos. No pienso insultarte pidiéndote que lo trates con la mayor confidencialidad...

—¡Vaya! —se sonrió divertido Paallis mientras se levantaba para limpiarse las manos—. Veamos qué cosa tan extraordinaria tienes que mostrarme para que te andes con tanto misterio. Puedes estar tranquilo que...

—¡Por supuesto, por supuesto! Pero mi excitación cuando lo vi, me hace actuar así. Mira esta daga.

Y diciendo esto mostró el puñal a Paallis. Este lo tomó, e inmediatamente comprendió a su amigo.

«¿Cuándo he oído algo acerca de un nuevo metal?» —se preguntó.

—Me ronda en la cabeza un relato sobre algo que quizá... pero mi mujer, Lerursin, lo recordará mejor...

—Hazla venir sin falta —se precipitó Bopsez, quien, al ver la sonrisa irónica de Paallis, se enmendó—. Si lo crees conveniente, ¡claro!

Bopsez, una vez hubo venido Lerursin, le repitió toda la historia haciendo hincapié en la necesidad de confidencialidad.

—Sí —dijo Lerursin después de una breve pausa—, ¿recuerdas la última vez que nos visitó nuestro amigo Wultsn? No creo que tarde mucho en volver de otro de sus viajes comerciales. Nos contó que le habían hablado de un metal, que no era tal, sino la mezcla de otros dos, el cobre y otro, que no recuerdo, pero que tenía la propiedad de hacerlo más resistente.

En ese punto, la conversación derivó a otros temas, pues estaba claro que deberían esperar a la llegada del comerciante, a no muy tardar, para recabar más noticias del nuevo material.

La edad de bronce había comenzado. No muy lejos de allí, en la propia Sumeria, unos metalúrgicos habían mezclado cobre con un 5 a un 25 por ciento de estaño. Empleando un horno de fundición, a unos 800-900° C., dieron lugar a una aleación, muy resistente a la corrosión, ideal para moldear y para confeccionar armas. El bronce al fundirse, resulta más fluido que el cobre, por lo que se acopla mejor a los moldes. De ese modo, los artesanos sumerios, lograron realizar consumadas obras de arte. Sus estatuillas, pongamos por caso, constituyeron una genuina delicia. En cuanto a las armas, ya sabemos que al ser más resistentes y afiliadas, desplazaron a las antiguas de cobre. El bronce, pues, había irrumpido y con la celeridad propia de la época se iba extendiendo.

Bopsez, aguijoneado por aquella daga, ya no dormiría a gusto hasta que fuera capaz de trabajar con aquel material, produciendo cosas igual de hermosas.

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Sobre los surcos de la carretera que recorría las ardientes tierras pedregosas del desierto cercanas a Villacolina, una caravana de hombres y animales arrastrando carros, avanzaba lenta pero decididamente. Al frente, un hombre alto de treinta años y de complexión atlética, caminaba elásticamente sin mostrar el más leve asomo de fatiga. Interminables jornadas de viaje habían endurecido sus piernas.

Wultsn, no muy lejos de su destino, iba reflexionado sobre lo que obtendría a su llegada con la venta del cargamento de madera que transportaba.


Villacolina, quizá como muchas ciudades sumerias, carecía de maderas y metales en cantidades suficientes para responder a la demanda de las mismas. Con la irrigación, se convirtieron en fértiles amplias zonas de la comarca, produciendo un amplio excedente agrícola y, consecuentemente, un aumento de la población, que se agrupó en ciudades. Rápidamente se agotaban los escasos recursos naturales. Ello hacía que fuera cada vez más difícil seguir ampliando las ciudades y dar satisfacción a las necesidades crecientes de vigas, muebles, útiles y, por qué no, de adornos. Por tanto el valor de intercambio de dichos bienes era muy elevado.

Aquello constituía un problema. Una sociedad rica y culta, corría el riesgo de quedarse estancada por falta de esas mercancías. (Es casi imposible resistirse a establecer un paralelismo entre tal situación y los que nos ocurrió, o podía habernos ocurrido, con motivo de la crisis del petróleo del año 1.973).

Los sumerios, conscientes de las necesidades de abastecimiento, crearon una amplia red de carreteras con las que facilitaron el intercambio entre los productos del campo y de la ciudad (y de otras ciudades)


Wultsn, era nieto del primer mercader nativo de Villacolina. Aquel pionero fue el quinto hijo de una familia propietaria de extensos cultivos de trigo. De ella, se sabía que, más allá de las brumas de los primeros anales de la ciudad, se había dedicado prósperamente a la agricultura.

Un buen día, partió en compañía de unos comerciantes occidentales y a lo largo de muchos viajes, entabló sólidas relaciones comerciales con las tierras ricas en madera del Líbano. Su hijo continuó el negocio. Y ahora, Wultsn, lo perfeccionó, pues en los viajes de ida, exportaba cargamentos de grano, de productos de artesanía y piedras preciosas talladas. Estos artículos tenían una buena acogida entre sus clientes extranjeros. La fama, merecida, de los productos sumerios, le reportaba los mismos beneficios que el tráfico de madera. De ese modo, su productividad por viaje era el doble.

Era muy rico y por tanto muy envidiado. Los sacerdotes, cuyo poder lograba eclipsar al del propio Rey, al que paradójicamente, consideraban su Dios, eran los que más inquina le tenían.

Conocía a Cigur, con quien mantenía vínculos dentro de los límites de la más absoluta normalidad. Lo había tratado como príncipe e ignoraba todavía que había accedido al trono. Le había hecho más de un exótico regalo (como acto de relaciones públicas) y algún que otro favor.

Con los sacerdotes, su relación era tensa. No porque hubiera especial animadversión por su parte, él pagaba «religiosamente» sus tributos al templo, sino porque notaba la tensión que producía la envidia en sus rostros. Sus palabras, siempre corteses, dejaban entrever entre líneas una latente amenaza.

Wultsn era consciente del riesgo que representaba tal envidia. En sus no demasiado largos días de existencia había conocido situaciones en las que se habían producido enfrentamientos con los sacerdotes. Desde los más poderosos a los menos, el resultado había sido, en su mayoría, desastroso para los opositores. Por tal razón, había decidido congraciarse con ellos. Afortunadamente, pensaba, conocía desde la infancia a Zemtrep, un prometedor sacerdote.

Pero a eso le encontraría solución más tarde, antes debía dedicarse a vender su mercancía. Lejos quedaban los días en que se la quitaban de las manos. Más caravanas abastecían a la ciudad, con lo que el déficit, se veía paliado en buena parte.

Una idea se le cruzó por la mente. Tenía casi concertada con Tyel, el constructor, la venta de casi la mitad de las vigas. Otra parte, entre uno y dos decimos, debería venderla a los carpinteros, buenos clientes habituales a los que había que cuidar. Pero el resto iba a dedicarlo a otra cosa.

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 —Con lo que hemos obtenido —despachaba un receloso Rismandés ante Cigur—, no cubrimos los costes del empedrado de la plaza, pero desde luego en cinco meses, sí. En breve podremos dar comienzo a las obras, que durarán entre dos y tres meses. Una parte la iremos pagando con lo que vayamos cobrando y el resto mediante una garantía de pago de la ciudad de Villacolina.

—Perfecto, Rismandés —aprobó Cigur que ya veía empedrada toda la ciudad.

—Esto... mi señor, ¿podemos anunciar a los comerciantes que dentro de cinco meses estarán sufragados los gastos y que ya no les cobraremos el impuesto especial?

—¡Pero, pero, ...! —a Cigur casi le dio un ataque—. ¿De qué lado estás tú? ¿Es que lo que te dije el otro día no te ha hecho reflexionar? No sólo hay que seguir cobrándolos, sino que vas a tener que seguir buscando fondos para dar comienzo a la ampliación de la muralla, y luego —hizo una pausa—, vendrán más cosas que hay que hacer.

—Pero mi señor, los comerciantes se lo tomaron muy a mal. Incluso, algunos amenazaron con no volver más por aquí.

—Seguro que se lo tomaron a mal. Eso era de esperar. Pero ya verás como vuelven y ten por cierto que encontrarán la manera de recuperar con creces el gravamen que les cobramos.


Cigur hacía mención a que los comerciantes trasladarían el impuesto a sus compradores. Con ello, en definitiva, iban a ser los consumidores que acudían a la plaza los que sufragarían, sin ser conscientes, el coste del empedrado. Simplemente notarían que ahora tendrían que pagar más por lo mismo. Consecuentemente, sería el excedente en poder de los compradores el que serviría para la realización de la obra. Paradójicamente, los que tendrían la sensación de estar pagándolo, y por eso mismo, protestarían airadamente, serían los propios comerciantes:

«¡No hay derecho! —dirían repetidamente hasta el fin de los tiempos—. Cada día tenemos que pagar más impuestos. Si siguen así, no sé como podremos seguir con el negocio.»

Barro y paja

Rismandés era un hombre, además de inteligente y preparado, fiel. Cigur así lo apreciaba. Por tal razón, lamentaba las contadas ocasiones en las que se enfadaba con él. Dado su carácter explosivo, tales enfados acababan en estallidos de berridos y frases poco gratificantes para su primer secretario. Y era que la prudencia y conservadurismo de Rismandés lo sacaban de quicio. A veces.

Ésta había sido una de tales ocasiones. Era momento de dar marcha atrás.

—Rismandés —continuó Cigur apaciguando su voz—, eres un gran hombre. Tu sabiduría sólo se ve superada por tu lealtad, primero con mi padre y ahora conmigo. Te tengo en gran valía y estima, pero, hay ocasiones en que mereces que se te ablanden las entendederas con una buena tanda de estacazos.

A Rismandés le dio un ataque de risa. Aquella risotada, franca y prolongada, relajó la reunión.

—A veces tengo la impresión —siguió el monarca—, de que soy el único en esta ciudad al que se le ocurren ideas de dónde sacar fondos.

»Como Rey tengo que velar por la agricultura y la alimentación de nuestro Pueblo, ocuparme de la Administración y de las leyes, de las construcciones y carreteras, de la tropa y de la seguridad. De mis tierras, logramos un buen provecho, con el que atender parte de los gastos.

»Como Dios, el templo y sus rendimientos me pertenecen, aunque los sacerdotes me discuten, cada vez más, cómo emplear esos bienes religiosos.

»Los campesinos libres pagan al templo y a la ciudad su contribución. Pero, desgraciadamente, mis parientes, que cada día que pasa son más ricos y poseen más tierras, están exentos de impuestos...

Rismandés había estado escuchando al Ensi y, como en otras muchas ocasiones, se le ocurrió una idea.

—Has descrito perfectamente bien la situación —dio comienzo a su exposición Rismandés—. Y... fíjate en una cosa, ¿de dónde provienen principalmente nuestros ingresos?

»Te lo diré —continuó sin dar tiempo a responder a Cigur, que ahora lo miraba intensamente.

»Del campo —se respondió sin solución de continuidad.

»Y, ¿a dónde van destinados la mayoría de nuestros esfuerzos?

»A la ciudad.

»Si descontamos nuestra aportación al aplanamiento y escalonamiento de tierras cultivables, a las obras de regadío y las carreteras, el resto va íntegro a la ciudad —recalcó—. Somos un pueblo eminentemente agrícola. La mayor parte de nuestra riqueza la producen nuestros campos, y... —haciendo una larga pausa—, creo, señor, que si la ciudad debe mejorarse, la ciudad debe pagar por ello. Se puede decir que esta idea es tuya. El principio en el que se basa es el mismo que en el caso del adoquinado de la plaza. Si ha de ser en su provecho, que contribuyan.

»La muralla que ha de construirse, pues por ahí has dicho que quieres continuar, debe ser sufragada por los ciudadanos.

»¿Cómo? Eso ya es cosa mía. Por cierto, nos vendría francamente bien que volvieran a oírse rumores sobre las belicosas tribus semitas.

Cigur se levantó y abrazó entusiasmado a Rismandés.

—No habrías de morirte nunca —fue la alabanza que atinó a decir—. Adelante. Tenme informado.

Ahí habría acabado la entrevista de no ser porque ambos divisaron en la lejanía la inconfundible caravana de Wultsn acercándose a la ciudad. Se quedaron mirándola unos instantes.

Dos días después Rismandés solicitó audiencia ante Cigur. Venía cargado con varias tablillas de arcilla todavía húmeda que tendió al Soberano.

Cigur las leyó despaciosamente una a una. No decía una palabra, pero de tanto en tanto, asentía con la cabeza. Cuando hubo finalizado, miró aprobatoriamente a Rismandés y tomado su cuño de forma cilíndrica, lo hizo rodar presionando sobre la arcilla. Un dibujo regular quedó impreso al final de cada tablilla.

Los edictos para la contribución a la construcción de la muralla acababan de quedar sancionados.

Por un lado, cada ciudadano, que tuviera una casa dentro de la ciudad pagaría una determinada cantidad según ésta fuera grande o pequeña; eso sí, con las excepciones habituales para los aristócratas.

Por otro, se gravaría la importación de maderas, plomo, cobre, estaño, plata y oro. (Si Wultsn hubiera conocido cómo acudió tal idea a la cabeza de Rismandés, habría escogido, por seguro, otro momento menos inoportuno para efectuar su llegada a la ciudad).

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Desconocedor, por el momento, del edicto de Cigur, Wultsn se encontraba en la magnífica casa de Tyel, compartiendo su mesa.

Era una casa de dos pisos hecha con ladrillos de barro.

En una de las pausas de su almuerzo de trabajo, Wultsn se fijó en los ladrillos que formaban las paredes de aquella habitación. No le era desconocido el uso de éstos en vallas, muros y viviendas humildes, y claro, más pequeñas. Pero el barro, por su escasa resistencia, no se le antojaba lo más adecuado para una edificación de aquellas proporciones.

Cuando llegó al nuevo domicilio de Tyel, situado en las afueras de Villacolina, quedó admirado por la regularidad de sus formas. Dos plantas se alzaban en medio de una parcela, ajardinada en la parte frontal. En la de atrás, una pequeña valla medio ocultaba la fealdad de una pequeña zona empleada como secadero, a la intemperie, de los materiales que su dueño usaba en la construcción.

Al entrar en la casa, se dio cuenta de la armonía de las habitaciones, todas ellas rectangulares, de su atrio y de la escalera para subir al segundo piso, pero no cayó en la cuenta del material del que estaban hechas.

Ahora sí, y como le picó la curiosidad, preguntó siguiendo su impávida costumbre de dar un rodeo.

—Mi querido Tyel —puso la cuestión sobre la mesa con el tacto de todo buen comerciante—, estoy maravillado de como una casa tan esplendorosa haya podido ser hecha de ladrillos...

—Y te preguntarás —atajó rápidamente Tyel—, si todo este barro, no va caer, de repente, sobre nuestras cabezas. Puedes estar bien tranquilo que no va a ocurrir.

»Los ladrillos son de adobe. Yo mismo he empezado a fabricarlos. Si lo deseas, luego podrás verlo. Tengo unos cuantos para pruebas en la parte posterior de la casa —explicó con un cierto timbre de orgullo en la voz—. El adobe es mucho más resistente que el barro.

»Mezclamos arcilla húmeda con paja, y la metemos en moldes de madera. Cuando se han secado un tanto, sacamos los ladrillos y los dejamos a sol. En dos o tres años estarán listos para ser usados.

»Es algo sencillo y fácil. Se pueden hacer muchos. Espacio, tenemos todo el que queramos. El único problema es que se necesita mucho tiempo para que se forme el adobe. Por eso tendré que seguir importándolos, como hice para levantar mi casa.


Muy brevemente. La mayor resistencia del adobe, no se debe a que la paja dé una mayor consistencia al barro, sino a la reacción química que se produce entre ambos.

Otra cosa más. Hasta ahora el proceso de manufacturación se ha caracterizado por ser eminentemente artesanal. Con el adobe ya podemos hablar de una auténtica producción en masa. Todo un anticipo de la Revolución industrial.

Regates

Después de la explicación de Tyel reinó el silencio. Sus rostros, hasta el momento relajados por el ambiente distendido que habían dado a la comida, cambiaron ligeramente. Aunque la afabilidad no había desaparecido de ellos, se dejaba entrever el principio de una tensión. Había llegado el momento de hablar de negocios. El protocolo exigía que Tyel, como anfitrión diera el primer paso. Habría sido una descortesía hacer que su invitado se viera obligado a poner el tema sobre el tapete.

—Bueno, bueno... —dijo arrastrando las palabras—. Confío que habrás tenido un provechoso viaje. Ningún contratiempo, ¿verdad?

—No, afortunadamente no hemos sufrido contrariedad alguna —respondió calmadamente Wultsn—. Ha sido largo y duro, eso sí, pero todos los que partimos hemos vuelto sin novedad.

»Y por lo que veo —dirigió cortésmente la conversación al terreno propicio—, tus negocios marchan estupendamente. Me han contado que estás construyendo muchas casas. Me alegro mucho por ti.

—Gracias —correspondió Tyel—. No puedo quejarme.

—Con tanta actividad, me pregunto cómo estarán tus existencias de maderas y vigas —tanteó Wultsn a su huésped de una manera impersonal y desapasionada. No era el momento de ser directo.

—Bastante bien —mintió Tyel calmosamente y sin pestañear—. Últimamente estamos teniendo un buen aprovisionamiento de madera. Aunque eso no quita que esté dispuesto a escuchar una buena oferta.

Wultsn no iba a la cita a ciegas. Conocía las favorables expectativas. La ciudad se estaba ampliando y bastantes de las casas antiguas de la mejor zona de Villacolina estaban a punto de remodelarse. Tyel tenía trabajo más que sobrado. En otras ciudades de la contornada ocurría lo mismo. Por contra, en el otro platillo de la balanza se encontraba la creciente importación de madera y la dificultad, consiguiente, de lograr rápidos negocios.

No tenía ninguna urgencia en vender su mercancía, pero aunque la tuviese seguiría la norma de no demostrarlo. Su abuelo había sido un maestro. Su padre y él mismo, habían recibido el mismo don. Muy pocos habían sido capaces de descubrir, durante un trato, sus intenciones y debilidades.

—Antes de mi partida, hablamos de la posibilidad de que te quedaras con dos docenas de carros de vigas, siempre y cuando hubiera buenas perspectivas para tu negocio y que llegáramos a un acuerdo.

»No existe por tu parte, ningún compromiso de compra. Pero, como te aseguré, eres el primero al que ofrezco mi mercancía. Aunque nada hubiéramos hablado, mereces esta mínima atención por los muchos años de franca relación y si me permites, de amistad.

Aquello tranquilizó, alarmó y halagó a Tyel. Lo tranquilizó porque no iban a obligarle a hacer algo que no quisiera. Lo alarmó porque su interlocutor le demostraba que tenía compradores alternativos. Y le halagó, pues se le decía que él iba a tener preferencia por la confianza y amistad que le tenía.

—Me adulas —respondió Tyel. Ahora iba a ser su turno de poner los puntos sobre las íes—. Tu madera siempre ha sido de la mejor calidad, y el trato de favor, con el que siempre me has honrado, es algo que no puedo pasar por alto. Nada me gustaría más que poder llegar a un acuerdo satisfactorio para ambas partes.

Wultsn sonrió ampliamente. Como buen fajador, no dejó que su semblante mostrara la traducción que su mente había hecho de las palabras de Tyel.

«¡Vale tío! Hasta hoy, todo fetén. Pero no te lo tengas creído, si quieres que el negocio siga, ya sabes...»

—Estoy convencido de ello —respondió Wultsn—. Siempre hemos cerrado tratos a conveniencia de ambos, ¿no?

»La propuesta que tengo que hacerte es la mejor que voy a ofrecer a nadie —siguió—. Para ti será la misma que la de la partida anterior. Cinco sacos y medio de grano por cada viga de tres brazadas. Ocho y un cuarto por las de cuatro.

—No vamos a ponernos a discutir como vulgares mercachifles —respondió un nada sorprendido Tyel—. Pero, como sin duda sabrás, se están ofreciendo actualmente por cantidades más bajas.

—En efecto así es. Pero se trata de vigas de dos brazadas y tres. Las de cuatro, incluso cuestan más. No hay muchas. Mi trato es por el conjunto. Sales ganando ampliamente.

Siguieron un buen rato en plan mercachifle para matar el gusanillo. Entre regateo y regateo, se aseguraban el uno al otro que no es que fueran trajinantes, pero...

De todos modos la cosa ya estaba clara. Al hacer la oferta dando un «precio» por el conjunto, Tyel obtenía un acuerdo que le favorecía. No era nada fácil obtener las de cuatro brazadas. Aquel diablo de Wultsn sabía lo que se traía entre manos.

—Eres un negociante duro, Tyel —aduló finalmente Wultsn—, y como quiero que nuestra amistad prevalezca sobre el negocio — empleó la retórica comercial al uso—, te dejo en cinco sacos las de tres brazadas. Las de cuatro, ya hemos acordado en dejarlas en ocho y un cuarto.

Tyel miró satisfecho a un Wultsn sonriente. Le estrechó la mano diciendo:

—¡Trato hecho!

La sonrisa de Wultsn daba a su expresión como una sensación de resignación. Pero sus ojos, acerados, lo desmintieron durante un fugaz instante. Tyel tuvo la impresión, momentánea, de que Wultsn se había salido con la suya.

«¡Bah! Imaginaciones mías —desechó tal pensamiento con la misma rapidez con que le vino—. He conseguido un magnífico trato.»


Desafío a que alguien me diga en cuánto habría estado dispuesto Wultsn en dejar las vigas de tres brazadas. Porque, para las de cuatro, tenía muy claro su «precio» (entre comillas otra vez).

Este trato, bastante igualado, parece que haya tenido como ganador a Tyel. Al menos en una parte.

Todos los libros de Marketing dicen que el cliente es el Rey.

Todos los libros de Marketing caen en una simplicidad extrema al tratar este punto. Si bien, considero que en determinadas situaciones tal afirmación es cierta, me gustaría que me respondiesen varias preguntas: ¿Quién tiene la sartén por el mango en una compraventa? ¿Quién tiene más necesidad, el comprador de comprar o el vendedor de vender? ¿Quién sabe cuál es el precio mínimo al que el vendedor estaría dispuesto a bajar? ¿Tiene el comprador alternativas de compra? ¿Quién conoce mejor la situación del mercado? ¿Con cuántas armas cuenta el comprador y con cuántas, el vendedor?

Contestar a estas preguntas no es fácil y tampoco pretendo darles respuesta en estos momentos. Estoy más interesado en que se comprenda previamente lo que es el Comercio. Así, creo, tales respuestas se entenderán mucho mejor. Empecemos por recordar nuestra definición de Economía:

Es la actividad humana tendente a la supervivencia mediante la generación, intercambio y reparto del excedente.

En ella, nos aparece la palabra intercambio en su sentido más amplio, bienes, servicios, trabajo... Este intercambio, aunque pueda ser directo entre los excedentes de dos personas, normalmente, necesita que entre ambos aparezca la figura de un tercero. Un mediador, que se limita a comprar un género lo más barato posible y a venderlo, lo más caro, quedándose en el camino una (buena) parte del excedente.

Pero, claro, esto ya lo sabemos y para decir tal perogrullada no hace falta escribir gran parte de un capítulo...


«La verdad es que he hecho un buen trato —pensaba Tyel. Acababa de despedir ceremoniosamente a Wultsn y sentado de nuevo ante su mesa reflexionaba contento.»

«Le podría haber apretado más en la de tres brazadas, pero necesito las de cuatro y son difíciles de conseguir.»

«El próximo tratante puede tardar en llegar, o puede que pida más o que la madera sea mala, como la de hace tres meses.»

«Además, ¡qué carajo!, no puedo quedarme corto de vigas.»

Mientras Tyel se iba justificando ante sí mismo, Wultsn caminaba hacia su casa. Iba pensando en el negocio que había realizado. Estaba más que satisfecho, como casi siempre. Sabía lo que le habían costado los maderos y el viaje. Su oponente lo ignoraba.

En unas lejanas tierras, unos montañeses medio salvajes, a los que llamaban quibanitas, talaban y limpiaban árboles a golpes de piedra y a mordiscos, si hacía falta. Recibían por cada dos, un saco de trigo. De allí eran los mejores y mayores troncos.

«Lo divertido del caso —seguía pensando—, es que están convencidos de que soy tonto y que me están tomando el pelo.»

«Con la de árboles que hay por zona y lo poco que cuesta cortarlos y pelarlos —se dirían— no nos entra en la cabeza que nos los cambien por tal cantidad de trigo. ¡Están bobos estos comerciantes! »

Al «precio» de origen, Wultsn añadía el gasto del traslado. Gracias a una contabilidad minuciosa, que registraba todas las entradas y salidas, podía conocer que se venía gastando entre un saco y un cuarto y uno y medio por viga en cada viaje. Sumar, restar, multiplicar y dividir eran herramientas poderosísimas para su negocio y nunca se arrepintió de haberlas aprendido.

Pese a la diferencia entre lo que ofrecía y recibía por su género, Wultsn no se sentía culpable. En absoluto.

Como todo hombre que triunfa en los negocios, daba un sentido de trascendencia a su trabajo. Ya no se trataba de ganar más y más,... únicamente. Pensaba que estaba haciendo algo por ayudar a ambas partes. Por descontado, ni por asomo se le ocurría que tal sentido de trascendencia debía llevarle a menguar sus beneficios.

«Estos quibanitas —se decía—, lo más que conocen de la agricultura es el hecho fehaciente de que saben que el trigo no crece en los árboles y, los sumerios si vieran un árbol, no lo reconocerían. »

«Lo que yo hago, les favorece a los dos. Sin mí o sin otros como yo, los unos no comerían pan y los otros tendrían unas pequeñas casas de barro con confortables muebles de piedra.»


Y tenía razón. Completamente. A pesar de los pesares, su oculta vanidad estaba justificada.

Wultsn, en efecto, compraba barato para revender caro. Pero, en el proceso, tres partes habían quedado contentas. Y las tres, habían acabado con más de lo que tenían al principio.

Repito, las tres partes (o las cuatro, o las cinco...) acabaron con más de lo que tenían antes del intercambio.

Esto quiere decir que, en contra de la doctrina generalmente aceptada, el comercio genera excedente por sí mismo, puesto que al final de un intercambio, existirá un «valor» mayor (casi siempre).

Este valor no es abstracto, sino real y palpable: En nuestro ejemplo, trigo para los quibanitas, madera para los sumerios y una parte del excedente para el que realizó el trabajo de acercar a ambos. Recordemos que a los quibanitas, la madera les sobraba. Para ellos, por tanto, su valor era escaso. Por el contrario, el trigo constituía todo un lujo. Los sumerios, claro, suspiraban por la madera y en cuanto al trigo, tenían más que sobrado pues su agricultura era excedentaria.

El intercambio, pues, no sólo es un elemento necesario del sistema económico como veíamos en la definición. Al igual que la propia producción (agrícola, industrial y de servicios), el comercio es capaz de generar un excedente. Excedente que a la fin y a la postre acabará revirtiendo en la sociedad.

Espero que nadie se haya rasgado las vestiduras, pero comprendo que esta última afirmación provoque a más de un purista, tentaciones de arrojar este libro por el balcón.

—¿Está Ud. pretendiendo afirmar que por el simple hecho de comprar una manzana a un agricultor a 5 dineros y vendérmela por 20, se habrá generado una riqueza que beneficiará a la comunidad? —me podrán preguntar los mencionados puristas (si aún no han tirado el libro por el balcón, claro).

—Sí —les respondería.

—Y si me voy al campo y le compro la manzana por 10 dineros, ¿no resultará la sociedad más beneficiada al ganar más el agricultor, a mí salirme más barato y desaparecer el intermediario, que no hace nada?

—No, rotundamente no. Además Ud. es un listo. Si lo que pretendía era repartirse con el agricultor el margen del intermediario, el precio debía haber sido de 12 dineros y medio, no 10.

Y, ahora, en serio. Para demostrar que en esta segunda situación, el intercambio directo de productor a consumidor, el excedente generado sería mucho menor, vamos a emplear la reducción al absurdo.

Imaginemos que un colega de Cigur hubiese tenido la brillante idea de prohibir por decreto el comercio. Los tratos tendrían que ser sin intermediarios. Esa sería la ley.

Lo primero es que la comunidad debería ser muy pequeña, puesto que habría de procurarse su sustento de los campos limítrofes. Sería poco práctico tener que desplazarse durante varias jornadas para hacerlo. Por tal motivo, la alimentación sería poco variada. Y de todos modos requeriría muchas horas ir de campo en campo y de granja en granja, buscando vegetales, carne, huevos, y si había un río o un mar cerca, pescado.

El agricultor o el ganadero, tendrían a su vez que dedicar mucho tiempo a atender a todos y cada uno de los ciudadanos que viniesen a comprarle un poco de esto y un poco de aquello.

En cuanto a la industria, al tener que dedicarse sólo a la ciudad, también sería muy reducida. Si quisiera ampliar su mercado, sería necesario dejar de producir para, liando el petate, perder varios días en el viaje. O a la inversa, si una persona precisara comprar un producto que se fabricara lejos, debería renunciar a realizar su actividad normal durante el periodo del trayecto. ¿Nos imaginamos lo que sería tener que ir desde Cádiz a Madrid para comprar una lavadora?

Las comunicaciones serían escasas, con lo que las novedades e ideas tardarían una eternidad en extenderse. Y así, sucesivamente.

Existiría una sociedad menor y más pobre, incluso más atrasada que la de la edad de bronce, en la que gran parte del tiempo la emplearíamos en el trueque y no en la producción de bienes y servicios.

No, el resultado final no sería un mayor beneficio para la sociedad. El comercio hace producir para intercambiar, libera tiempo, permite disponer de bienes que sin él ni se conocerían, proporciona un medio de vida a una parte considerable de la población... En suma, crea riqueza.

Y si ni aún así, he conseguido convencerle, le ruego me responda una pregunta: ¿valía lo mismo un saco de trigo en manos quibanitas que en las de los sumerios?

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No obstante, se entiende la «justa» indignación cuando un consumidor se entera a cómo pagó un comerciante la mercancía que le revendió. Quizá por eso, tengan tanto éxito los establecimientos cuya publicidad reza el anzuelo de «precios fábrica», aunque tal mensaje sea falso.

¿De verdad nos creemos que vamos a pagar lo mismo por un par de zapatos que un mayorista que compra miles? ¿De verdad creemos que no nos cobran los diez minutos que el dependiente dedica a atendernos? ¿De verdad pensamos que no estamos pagando la parte proporcional del alquiler de local o de la amortización del mobiliario e instalaciones?

No, ¿verdad? El comercio dispone de una estructura, de un sistema, para facilitar el intercambio. Cuenta con gente preparada, ya sea por el conocimiento que proporciona la experiencia o ya sea el estudio sistemático de técnicas de mercado. Conoce el producto mejor que el comprador y a veces mejor que el propio fabricante. Conoce al cliente, sus gustos y preferencias (incluso sus debilidades). Sabe cómo adaptar física y psíquicamente lo que lleva entre manos a lo que el consumidor desea. Para ello puede innovar o sugerir la innovación (fruto de lo que haya oído a sus clientes). Puede, también, crear necesidades nuevas vía publicidad. Y finalmente, es un experto en el arte de comprar y vender. A ello dedica la mayor parte de su tiempo.

Un consumidor puede llegar a necesitar miles de productos diferentes. Es imposible que sea un experto en todos, ni tan siquiera en una mínima parte. Pero puede estar seguro que habrá un comerciante que sí lo será.

 

Durante más de tres años fui comprador profesional. Aprendí que aunque apretara, el vendedor siempre tenía la sartén por el mango. Muchas veces, mi única arma era el no comprar y no siempre. Él sabía de su producto mucho más que yo, que aunque, me considerara un especialista en una serie de productos, él lo era sólo de uno o de unos pocos. Y sobre todo, él era el que sabía hasta dónde conceder. Muchas veces nos ufanábamos de las condiciones conseguidas en una negociación. Pero en las contadas ocasiones, por casualidad o descuido, que tuvimos acceso a las interioridades de nuestros vendedores, nos llevamos siempre desagradables sorpresas. Aquel conjunto de aduladores profesionales, que nos juraban y perjuraban que teníamos mejores condiciones que nadie porque éramos compradores muy duros, buenos, experimentados, etc., nos habían llevado al huerto siempre que habían querido.

Con esto último, creo que han podido quedar contestadas las preguntas sobre quién tiene la sartén por el mango. El comerciante, no ha sido nunca una hermanita de la Caridad. Ha intentado sacar el máximo provecho en cada transacción. Su modus vivendi, o lo que es igual su modo de ganarse la vida (lo que en este libro llamamos sobrevivir), ha sido, es y será comprar y vender al mejor precio para él. Y este es un aviso que quiero dejar colgado en una pica, no son raras las ocasiones que el comercio abusa de su posición de privilegio, porque puede y porque sabe.

Quedémonos, finalmente, con que el comercio genera excedente para las múltiples partes que intervienen en él y que constituye un medio de supervivencia, pero no olvidemos el aviso.

Información

—¿Cómo tú por aquí? ¡Cuánto honor! —exclamó un socarrón Zemtrep al toparse con su amigo Wultsn.

—¡Hola, Zemo! —le saludó utilizando el cariñoso diminutivo con el que se le dirigía desde que eran niños—. Me gustaría hablar contigo para hacerte una proposición deshonesta.

—Te escucho —dijo Zemtrep sin poder evitar que se le escapara una sonrisa ante la humorada de Wultsn.

—Mira —empezó dejando una amplia pausa—, sabes que mi religiosidad no se ha caracterizado por ser muy elevada. Más bien, por lo contrario. Pero deseo cambiar. Los dioses me han favorecido mucho y creo que es momento de que les corresponda.

Zemtrep permaneció callado ante la nueva pausa de su amigo. Conociéndole como lo conocía, su cerebro no dejaba de preguntarse qué estaría tramando.

—Deseo contribuir a la reconstrucción del templo con una docena de carros cargados de madera —dijo de golpe.

¡Fiuh! —silbó Zemtrep—. Es, es...

A Zemtrep, cosa de lo más inaudita, le fallaron las palabras.

—Necesito que me digas qué debo hacer o con quién debo hablar.

—Descuida, yo me encargaré y me pondré en contacto contigo en breve. A propósito...

La conversación siguió por otros derroteros más banales. Zemtrep, comprendió que lo que buscaba Wultsn era congraciarse con los sacerdotes, con los que existían unas relaciones de lo más frías. Y Wultsn, vio claro que Zemtrep necesitaba ese plazo de tiempo para maniobrar y apuntarse parte del mérito de la donación. ¡Vaya par de joyas!

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Aquella noche, Wultsn cenaba con sus amigos Paallis y Bopsez. Por fin se sentía relajado y podía dejar que sus palabras fluyeran libremente. No tenía necesidad de medirlas constantemente para evitar que cualquier error descubriera sus intenciones reales y diera al traste con un buen acuerdo. Además Paallis y Bopsez eran de confianza. Jamás había descubierto en sus rostros la más leve señal de doblez. De vez en cuando, sin embargo, se ponían en plan misterioso, ingenuamente enigmáticos. En esos casos, a Wultsn le entraba un «cachondeo» interior que a duras penas podía reprimir que se le convirtiera en una carcajada.

Por eso, cuando a mitad velada, Bopsez cambió la cara poniéndola de conspirador aficionado, Wultsn se preparó para pasar un buen rato. Aquellas dos inocentes almas se preparaban para descubrirle otro de sus asuntos. ¿Qué rumor sin sentido iban a contarle? ¿Qué oculto secreto iban a revelarle? ¿Qué obscuro negocio se llevaban entre manos?

—Esto, eh... —balbuceó Bopsez—. Tengo una cosa que quisiera enseñarte.

Y diciendo esto, le enseñó la daga. En su excitación, se había olvidado de decirle aquello de que confiaba en su discreción.

—¡Un hermoso cuchillo! —exclamó Wultsn—. ¿Y qué tiene de extraordinario para que me invites a cenar?

La ironía de Wultsn le pasó totalmente desapercibida a Bopsez, él iba a lo suyo.

—Tócala y mírala bien. ¿Es que no la notas diferente?

Wultsn que en su vida había visto el bronce, sólo lo conocía de oídas, seguía sin atinar por dónde iban los tiros.

—Parece más dura de lo normal —dijo después de manosearla un rato. Empezaba a estar intrigado.

—Creemos que está hecha de bronce. Pero, ¡tú mismo nos hablaste de él la última vez que nos vimos! Precisamente Lerursin nos lo recordó.

De súbito la luz se hizo dentro de Wultsn. ¡Vaya si lo recordaba! Aquel material había sido una de tantas piezas de información que se agolpaban en su cerebro. Como comerciante, tenía oportunidad de entrar en contacto con mucha gente. De esos encuentros retenía, además de lo importante para su negocio, cualquier curiosidad, novedad o rareza. En un futuro, podrían servirle o no. Lo habitual era que no, que se limitaran a ser simples temas de conversación con los que distender y amenizar sus muchísimas horas dedicadas a hablar con sus clientes y amigos. Pero siempre había alguno que, antes o después, le reportaba una utilidad concreta.

—Sí, ahora que lo mencionas me viene a la cabeza una charla con un forjador. Quiso venderme... —se cortó—, pero no estuve muy interesado. No era ese mi negocio y aquel hombre no me gustaba. Pero habló y habló, contándome todo acerca...

Wultsn se interrumpió, empezaba a pensar que se había equivocado. El que se estuviera justificando ante sí mismo, así lo demostraba. Aquel hombre, poco fiable, había sido la causa. Había juzgado a la persona y la conclusión la había aplicado al objeto que le ofrecía.

—¿Y qué tiene de extraordinario? —repitió la misma pregunta, pero con un tono muy diferente. De la ironía había pasado a una atención interesada. Quería saber si sus sospechas de haberse equivocado eran ciertas.

—Fíjate —le respondió un vehemente Bopsez—. Como has dicho es más duro, pero también es mucho más afilado. He hecho algunas pruebas con madera, se hunde más, la corta fácilmente y apenas se deforma. Asimismo el mango tiene una mayor definición de dibujo. Es como si se ajustara mejor al molde. Debe ser una maravilla de material.

—Dentro de seis días partiré hacia el Líbano —dijo Wultsn—. Pero antes pasaré por la ciudad dónde hablé con aquel hombre. Si lo deseas, puedes acompañarme. Creo que podremos hacer buenos negocios.

»Sólo pongo una condición. Cuando tratemos con el forjador, serás un comerciante con el que hago sociedad y te estarás callado.

Wultsn había visto el negocio. Primero hablaría con el hombre y le mostraría su intención de comprarle una partida de hachuelas. En segundo lugar, junto con Bopsez, se interesarían por la fabricación de la aleación. Luego le compraría dicha partida. Finalmente Bopsez, que lo estaba deseando, podría establecer su propia fundición. Como amigo, era lo menos que podía hacer por él. Pero, a la vez, él mismo iba a salir beneficiado, pues, en un futuro podría tratar con su amigo en condiciones ventajosas.

La partida que comprara pensaba venderla a los quibanitas, que harían buen uso de ella en la tala de los árboles. Si tenía éxito, cosa que no dudaba, se le abriría un buen mercado.


Anteriormente habíamos visto como el hecho de confeccionar bienes y prestar servicios que satisfacen necesidades de otros hombres generaba un excedente. Ahora, acabamos de incidir en un elemento, del que ya habíamos apuntado algunas líneas, que va a hacer factible que dicho excedente sea mayor. Se trata de un elemento inmaterial, pero terriblemente real. Estamos hablando del conocimiento y la información.

Escondido en algún rincón de la mente de Wultsn se encontraba una pieza de información. Conscientemente las iba coleccionando porque en cualquier momento le podían ser útiles.

El conocer en qué lugar del Líbano se encontraban los mejores árboles le significaba una ventaja comparativa que sabía aprovechar. La consecuencia de ello era una mayor rentabilidad para él (y para el conjunto de la sociedad que podía construir mayores casas con mejores maderas). La palabra rentabilidad podemos cambiarla por la de excedente.

El saber las buenas perspectivas de construcción de la ciudad, también le generaron un mayor excedente. No es lo mismo vender una partida de algo que se precisa que de algo que no. En este supuesto la sociedad no se beneficia sino es indirectamente y no siempre. Un «precio» mayor generará también un beneficio mayor para el comerciante. Será preciso, pues, realizar un trabajo adicional para pagar el «sobreprecio». Este excedente, por consiguiente, acabará por convertirse en un mayor capital en manos del mercader. De cómo se emplee ese capital dependerá que la sociedad salga beneficiada o no.

El conocer, por último, algo sobre la existencia del bronce, le iba a permitir ampliar las perspectivas de su negocio y también iba a beneficiar a la sociedad. En este caso, el comercio actúa de la misma manera que los insectos con respecto a las flores, va a ser un agente polinizador.

El conocimiento, la formación y la información, por consiguiente, generan un excedente mayor. Los pueblos más ricos son los que poseen un mayor conocimiento y están más preparados, lo cual constituye la perogrullada número dos. Si lo digo es porque no deja de maravillarme que a escala individual esto no siempre es cierto. Quien no conozca a un auténtico tarugo pero que sepa ganar dinero a espuertas, que levante el dedo.

Dejándonos de sarcasmos, una determinada actividad económica puede realizarse de mil modos diferentes. Dada la naturaleza humana, siempre habrá alguien que encuentre una manera más eficaz. El conocerlo y transmitirlo, vía educación pongamos por caso, será uno de los factores de desarrollo de la comunidad. Del mismo modo, conocer una determinada información, va a poder proporcionar una mayor riqueza. Valgan como ejemplo, perspectivas bursátiles, cambio de los gustos de los consumidores, dónde se está innovando, etc.


El año estaba llegando a su final. Cigur hacía balance de este su primer periodo como Rey. Se encontraba satisfecho. Los síntomas de una floreciente prosperidad eran más que evidentes.

—Lo estamos consiguiendo, Rismandés —se dirigió a su primer secretario—. Nuestra ciudad va a ser la más importante. Necesitamos un empujón más y no habrá quién nos iguale.

—Sí, mi señor —respondió—. Las noticias que nos llegan de todas partes son de lo más halagüeñas. 
»Los trabajos de empedrado de toda la Villa y de la ampliación de la muralla están atrayendo gente de todas partes —empezó resumiendo. 
»Se necesitan más víveres y ya se empiezan a extender las zonas de cultivo. 
»Se están construyendo más casas. 
»El mercado, tanto el semanal como el mensual, se ven cada vez más concurridos, aunque eso sí, a «precios» más caros. 
»Todo esto, significa unos mayores ingresos en los fondos de la ciudad, que aunque cortos como siempre —estuvo a punto de que se le escapara un «para todo lo que pretendes»—, no arrojan un déficit excesivamente alto.


El pasaje anterior da respuesta a las preguntas que nos hacíamos en el segundo comentario de este capítulo. De hecho, da la razón a ambos. Un soñador Rey que empuja ilusionadamente a su ciudad hacia adelante y que sin él, las mejoras habrían sido mucho más lentas o no se habrían realizado. Pero también, un prudente primer secretario que, aunque arrastrado por el magnetismo de su señor, trabaja con los pies sobre la tierra y lo modera. El trabajo conjunto de los dos es el que está dando ese resultado tan prometedor. Pero no siempre es así de bonito.


Resumamos este tercer capítulo. Villacolina gozaba ya de una economía de ciudad, mucho más rica que la meramente agrícola. Trabajos más diversificados, artesanales y de servicios, que permitían satisfacer más necesidades de la población, y a su vez, que ésta fuera mayor.

El concepto de supervivencia no era tan manifiestamente evidente. En ningún pasaje hemos visto a los personajes preocupados por ella. Pero no nos engañemos. La supervivencia estaba ahí, enterrada en alguna parte de sus mentes. A la mayor parte de ellos les habría gustado estar tumbados a la bartola y no tener que trabajar. No obstante, una necesidad perentoria les obligaba a hacerlo. Si no contribuían para con los demás, los demás no lo harían para con ellos. Pero la contribución era ya radicalmente distinta a la que se producía en las tribus primitivas ya que era especializada y tendente a obtener un producto o un servicio para luego intercambiarlo con los demás. Y esto era válido para todos: Cigur, Rismandés, Wultsn, Paallis, Bopsez, el soldado, los comerciantes, etc...

Quizá no acabemos de ver la conexión entre el trabajo de Wultsn y la supervivencia. Este hombre tenía riquezas más que suficientes para vivir holgadamente y sin embargo seguía comerciando. En realidad, no pocos ricos viven de rentas sin pegar ni golpe. Con un nivel de vida asegurado, no ven la necesidad de doblar el lomo. Sin embargo, no pocos también, siguen y siguen trabajando para aumentar sus riquezas. ¿Por qué?

Porque la supervivencia es algo más compleja cuando rebasa los meros límites de alimentarse, cubrirse y reproducirse. No estoy capacitado para dar una explicación de manual de Psicología, pero es evidente que está muy entroncado con el concepto de «vivir bien»: más y mejores bienes y servicios, prestigio, status, admiración de los demás y una cierta preocupación por sus descendientes.

Aunque no está universalmente aceptada, Abraham Maslow, ha desarrollado una teoría que explica los motivos de actuación de los seres humanos. Según ella, lo primero que buscamos es satisfacer nuestras necesidades básicas inmediatas, respirar, comer y beber. Una vez satisfechas, nos preocupamos de nuestra seguridad, actual y en el futuro. Seguidamente, y de manera progresiva, nos iremos interesando por las de nivel más elevado, como el amor, el prestigio y el reconocimiento sociales, la autorrealización y la curiosidad por conocer el mundo que nos rodea. Encaja bastante con lo que venimos contando, ¿verdad? (Puedo darles mi palabra que no fui conocedor de la teoría de Maslow, hasta después de haber acabado el capítulo octavo de este libro. Ha sido en la revisión del texto, nueve años después de escribirlo, cuando me he decidido a incluirla. De haberla conocido antes, posiblemente me habría apoyado más en ella.)

Pero volviendo a la argumentación anterior, además, ¿no tenemos todos grabado en nuestra mente, después de siglos y siglos de haberlo visto, que los ricos viven más que los pobres? (Esto es cierto, aunque a partir de determinados niveles más riqueza no supone más longevidad, (calidad al margen). Para España, los países escandinavos, Estados Unidos, Alemania, Francia e Italia, la esperanza de vida se sitúa sobre los 75 años. En Nigeria, la India, Sudáfrica e Indonesia, oscila entre los 50 y 55 años. A más a más, dicha esperanza de vida era tres o cuatro años superior en la antigua Alemania Federal que en la República Democrática Alemana).

Hemos desarrollado, asimismo, lo que significó la escritura como un elemento de desarrollo económico. Si bien no tenía, ni tiene, exclusivamente ese fin, constituyó, y constituye, un medio para el control y medida de la actividad económica. Pero también para la conservación y transmisión del conocimiento. Sin ella, repitamos, seguiríamos en la Edad de Piedra.

Relacionados con la mencionada escritura, por su inmaterialidad, han aparecido el conocimiento, la formación y la información. El conjunto de ellos producen como resultado una mejora en la eficacia en la generación del excedente.

Hemos ampliado lo que significa de positivo para la economía de una colectividad la entrada del Poder en la misma, cuando se sabe lo que hacer y se hace bien.

Pero, sin duda, el aspecto más novedoso y que más controversia puede causar, es de la discusión de cómo el comercio es un generador de excedente per se para la sociedad.

Las ciudades sumerias y todas en general, no son autosuficientes. El comercio permite, entre otras cosas, su abastecimiento. Con ello se faculta la división del trabajo. Campo y ciudad, podrán intercambiar sus bienes y servicios, y en ese intercambio se producirá una mayor riqueza.

Y eso es tan cierto que, muy pronto, el Poder estableció un sistema de gravamen sobre esta actividad. Ya no sería el campesinado el único contribuyente mediante la entrega de una parte de su producción, sino que también parte del excedente generado en cada transacción iría a parar a las arcas del Fisco. (Por descontado que también muy pronto, descubrirá otras fuentes sobre las que establecer impuestos, como, en nuestra historia, el del pago según el tamaño de la vivienda de los ciudadanos).

También hemos tratado el tema de la corrupción, y lo negativo que resulta para la sociedad. En los ejemplos mencionados, siempre aparece el mismo esquema, unos cuantos indeseables se aprovechan de lo generado por otros hasta límites desmedidos, llegando en no pocas ocasiones no sólo a impedir el desarrollo normal de la población sino incluso a causarle sufrimientos y muerte.

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Hasta este momento no ha aparecido en la narración propiamente dicha, la palabra dinero, y debo confesar que he tenido que hacer más de un equilibrismo para describir situaciones en las que la mencionada palabra se hacía casi imprescindible. En el mismo sentido, la voz «precio» ha ido siempre entrecomillada. La economía monetaria, aún no había aparecido, pero no iba a tardar mucho en imponerse.

La vida en Villacolina, seguía. Diez años habían transcurrido y como siempre, muchas cosas habían cambiado. El dinero era una de ellas.