REAL COMO LA ECONOMÍA MISMA

REAL COMO LA ECONOMÍA MISMA

Armando Roselló

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CAPÍTULO 2 
LA PRIMERA GRAN REVOLUCIÓN



Malos tiempos

«Malos tiempos de nuevo —rezongaba Paal—. Aunque si lo piensas bien, ¿cuándo no han sido malos? Desde que recuerdo, siempre hemos tenido grandes problemas. De aquí para allá, total para ser los últimos en llegar a las buenas zonas y tener que conformarnos con lo que los otros nos dejan libre.»

Tenía razón para ser pesimista. Si en aquellos tiempos hubiera existido algo parecido a una competición de tribus, la suya sería la que más méritos habría hecho para ocupar la última posición. Se podía decir que estaban abocados constantemente al borde de la desaparición.

Como cazadores eran horrorosos. Su capacidad para seguir pistas era casi inexistente; tendían a confundir las antiguas con las recientes, no siendo raro que después de perder varias jornadas, se toparan con los restos de la captura ya cobrada por otros grupos. Si se enfrentaban a un gran animal, invariablemente se cambiaban las tornas. Ellos eran los que acababan desollados, mientras que su presa se largaba tan campante.

El resultado era que su grupo constaba de unos integrantes realmente escuálidos. Alimentados con frutos, vegetales y pequeños animales (roedores, serpientes...), subsistían más mal que bien. Por tanto no era ilógico que, una vez se establecían en una zona mínimamente decente, permanecieran en ella todo el tiempo posible. La aventura de ponerse en movimiento hacia no se sabe dónde, se les hacía cada vez más cuesta arriba.

—Escucha Grafeth —se dirigió al amago de jefe que tenía enfrente—, deja de pavonearte con el bastón de mando y piensa qué vamos a hacer.

Grafeth, que no era ningún prodigio de sapiencia ni originalidad, se temía esta eterna pregunta desde hacía tiempo. Lo que le preocupaba no era la pregunta en sí, sino su respuesta. Por mucho que rebuscara dentro de su cabeza, no encontraría otra cosa que una vaciedad apática que lo inmovilizaba. Su estómago le pesaría y el dolor vago, sordo y continuo que padecía, se acrecentaría.

—Supongo que algo habrá que hacer —respondió, más como cortesía que por que tuviera algo que responder.

—Hemos de irnos de aquí —se oyó decir a Llirma. Fue como si una pesada losa hubiera caído en medio de aquel discontinuo diálogo dejándolos completamente aplanados.

—¡Qué c...! —maldijo Bop, después de un buen rato, rompiendo su ensimismamiento—. Si hemos de hacerlo, hagámoslo. Esta zona es lo más parecido a una m... No vale ni el tiempo que perdemos discutiendo.

Tenía razón, pero no era justo. Como siempre se habían quedado todo el tiempo que podían, incluso más. A las demás tribus, mucho antes, les entraba como un espíritu de rabo de lagartija, que les hacía recoger sus bártulos y largarse. Unas volvían periódicamente, otras no, cada vez se iban más y más lejos. De hecho, Paal y los demás tenían parientes en América, aunque desde hacía unos 30.000 años no tenían noticias de ellos.

La maldición no produjo ninguna reacción positiva. Tan sólo agudizó su concienciación de la realidad que tenían que afrontar. Callados y anticipándose a todos los desastres que se les vendrían encima durante su peregrinaje, empezaron los preparativos.

Recordaban la última vez que tuvieron que hacerlo. Pasaron hambre y cansancio desde las primeras jornadas. Ninguno de los niños menores sobrevivió; los mayores quedaron marcados con el estigma de la desnutrición, que poco a poco los fue matando, incluso en estas tierras que finalmente descubrieron y que, entonces, estaban provistas de recursos suficientes.

Otros grupos fueron y vinieron, pero no el de Paal, que permaneció en ellas estación tras estación.

Pero, el pasado, pasado está. Era tiempo de afrontar un nuevo viaje. Se pusieron, pues, a desmantelar sus tiendas de paja y a recoger los mínimos enseres imprescindibles. (Sus largas estancias, a diferencia de los demás que necesitaban viajar ligeros de impedimenta, hacían que acabaran con el campamento lleno de cacharros, trastos y un montón de cosas que difícilmente podrían llevarse.)

Dieron comienzo a su odisea. El principio fue tan calamitoso como habían previsto. La primera semana apenas lograron nada y vivieron a costa de sus reservas. Pero un día, su suerte cambió. Se toparon con un río descomunal. Su ribera constituía una frondosa sinfonía de vegetación, árboles frutales, no todos conocidos, flores de todos los colores, escurridizos animales, pero que no escapaban a su vista. El sitio ideal, en suma, que estaban buscando.

—No vamos a quedarnos aquí ni a cruzar este río. Vamos a seguir su curso hacia abajo —comunicó Grafeth a los demás.


Por puro azar, como ha sido una constante a lo largo de toda la Historia de la Humanidad, alguien tomó una decisión acertada que cambiaría la vida de mucha gente y de la propia Historia. Soy un pelín escéptico sobre la hagiografía con que tendemos a adornar a nuestros grandes hombres. Tal veneración, en muchísimas ocasiones, se debe que una vez tuvieron que jugar una baza y ganaron. La Historia ensalza a los que ganan, el cómo lo lograron es a menudo secundario. Por contra, apenas nos acordamos de los que perdieron, aunque tuvieran razón. No pocos de ellos murieron.

Comento todo esto, además de por pura malicia, porque estoy plenamente convencido de que estamos donde estamos debido no sólo nuestro esfuerzo, de eso no hay duda, sino también a una serie infinita de acontecimientos aleatorios, decisiones, meteduras de pata, errores de juicio, tonterías casi infantiles y caprichos.

Imagino tendré que probar esta aseveración de alguna manera. Veamos algunos ejemplos: Colón quería ir a conocer a los chinos y japoneses; Enrique VIII pasó de católico a protestante porque se hartó de su mujer; la unidad de España se vio amenazada por el nacimiento de un niño, hijo en segundas nupcias de Fernando el Católico (y Rey de Aragón), niño que murió para disgusto de los nobles aragoneses y alivio de los castellanos; Hitler estaba convencido que ni franceses ni ingleses iban a luchar por Polonia (en eso acertó, lucharon por ellos mismos); Luis XVI no vio hasta que fue tarde lo que se le venía encima; la II República Española no dio ninguna importancia al pequeño incidente de la revuelta en Canarias y Marruecos, y por último y como puro divertimento por mi parte, ¿saben Uds. cómo nació la radio comercial? Pues, a un oficial de comunicaciones alemán, durante la Guerra del 14, se le ocurrió que era muy aburrido oír por la radio sólo los comunicados oficiales, así que puso música (el primer disck-jockey) y otros le imitaron. Evidentemente el alto mando lo prohibió, porque era «una gran bobada».

En lo que se lleva de este libro, ese factor aleatorio ha estado muy presente. La casualidad es intencionada, porque estoy convencido del gran papel que ha desempeñado en el desarrollo de la Humanidad.

Grafeth tomó una decisión y el grupo la siguió...


A medida que descendían paralelos al cauce del río, la riqueza de la zona iba mejorando. Dejaron de tener problemas de abastecimiento y si no se decidían a quedarse en un sitio era porque más adelante veían otro más prometedor. (¿A que no sabemos dónde aparcar nuestro coche cuando hay muchas plazas vacías?)

Siempre corriente abajo, vadearon varios afluentes casi tan impresionantes como el que seguían. Una vez, tuvieron que cruzar el gran río mismo para pasar a la parte Este, porque uno nuevo de parecido caudal al primero les cerraba el paso en la confluencia. (Cruzar un río ya no era ningún problema para ellos, se limitaban a buscar sitios por donde veían vadearlo a los animales; de hecho muy pronto el hombre empezaría a navegar por el mar y a poblar islas).

Fueron encontrando más y más grupos que vivían, según les dijeron, desde hacía mucho por la contornada y que apenas tenían necesidad de desplazarse largas distancias para solucionar su manutención.

—Eso suena a música en mis oídos —comentó Latu, la mujer de Paal, opinión que alcanzó un amplio consenso. (Más que probablemente su música dejaría todavía mucho que desear, pero no tenían otra)

Un día, para su asombro, el río se acabó. O mejor, se hizo tan grande y azul que la vista era incapaz de abarcarlo. Además había algo raro con su sabor. Era como el de la sangre de los animales pero mucho más fuerte y desagradable.

La gente de por allí era amigable y de espíritu afín al suyo, malos cazadores que odiaban vagabundear por el mundo. Así que la información resultaba relativamente fácil de obtener. Salvedad hecha de algunas palabras y del acento, el idioma resultaba idéntico o casi.

A'sto lo yamamos le mar —les explicó una amable mujer cuya tribu paraba no muy lejos—, yes le fin d'le terra. Más anyá n'hay sinós agua.

Miraban fijamente a la mujer sin decir palabra, quien viéndolos así, continuó su explicación. Hay preguntas que no necesitan ser hechas. Los ojos mismos las formulan.

Le mar es muy grande. Está yeno de peces yde shpíritus. Además l'agua n'es bueno. N'se puede beber. Hay mucho comida, peró hay que saber busquearle. Nunca s'os metáis en l'agua cando les shpíritus s'enfadan. Eses días, le mar se arruga y se pone blanco. Ysobre todo hay qu'huir d'les tuguex.

Todo un largo discurso. Ahora sólo les quedaba saber cómo conseguir esa comida y cómo aplacar a los malos espíritus, sin hablar de evitar a los tuguex, cuando supieran, claro está, lo que eran.

Aquel día se reunieron con la tribu de la mujer, cuyo jefe los invitó a compartir su comida en un gran banquete al aire libre.

Les tuguex son como les sombras —continuó su proceso de formación el jefe del otro grupo—. Dioses d'le mar que se vengan d'les peces que tomamos. Son grandes como tres hombres yno se ven hasta que te cogen yte yeban al fondo d'l'agua. Sólo les podemos ver cando su cuerno, alto como le brazo d'le hombre, asoma d'le mar.

Mientras, iban probando aquellos alimentos que les ofrecían. A excepción de los niños más pequeños, que los rechazaban por extraños, todos los demás disfrutaron con la comida. Almejas, mejillones, erizos de mar, toda clase de peces y marisco constituían la mesa que en su honor habían erigido.

No, ansí non. Tenes que quitarle le piel antes de morderle — exclamó entre una risotada uno de la otra tribu al ver la cara que ponía Bop al morder directamente una langosta y llenársele la boca con los desagradables trozos de su caparazón.

—¿Los espíritus se enfadan muy a menudo? —preguntó Paal, a quien aquello preocupaba sobremanera.

No, n'mucho. Peró eses días, les d'le terra y d'le mar s'ajuntan ynos hemos de cobijar pues hacen mucho fuerza.

La conversación siguió bastante tiempo, pues eran muchas las cosas que querían conocer de aquel mundo, cómo conseguir lo que estaban comiendo, cuál podía ser una buena zona, qué otros peligros podrían encontrar, etc. Finalmente se despidieron después de sellar unos lazos de amistad eternos, según se juramentaron.

Erraron aún varios días hasta que toparon con un emplazamiento más que aceptable y alejado de otras tribus, con las que no querían interferir en sus zonas de abastecimiento. Situados cerca de la costa, pasaron los primeros días arramblando con cuanto marisco y pescado pudieron.

Pero, una tormenta estalló al fin. La visión del mar embravecido, el rugido del viento, el estallar de las olas al romperse y la sensación de que las aguas pudieran alcanzarles, los acobardó de tal manera, que de nuevo liaron sus petates y se fueron tierra adentro, siempre siguiendo el vergel de aquel gran río.

Se establecieron, ya definitivamente, en un área algo alejada del cauce principal por la que discurría un arroyuelo. Al Oeste del campamento una buena extensión de bosque y de frutales les garantizaba carne y vegetales. Al Este, la tierra tenía muy poca vegetación, algunos arbustos y rastrojos; en la lejanía, se divisaba la mastodóntica mole de una cordillera.

Allí sentaron sus raíces. Por primera vez conocieron lo que era engordar y disfrutar de una vida sin sobresaltos. Fueron viendo crecer a sus hijos primero y luego a sus nietos. Allí fueron muriendo, ellos, los mayores, pero no la tribu, que conoció una época de bonanza sin precedentes. Viviendo en paz y en equilibrio con su entorno, su tierra les proporcionó cuanto precisaron y ellos la respetaron. Crecieron en número y construyeron un poblado permanente de casas circulares de piedra y techumbre de paja.

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Durante todo ese tiempo, más y más grupos, se establecieron en la región con lo que, paulatinamente, las cosas fueron cambiando. Aquel periodo de bienestar, día a día fue menguando al aumentar descontroladamente los asentamientos. La orondez de sus cuerpos se fue reduciendo y se vieron obligados a ser cada vez menos exigentes con lo que comían.

Empezaron a no hacerle ascos a un cereal que crecía diseminado por aquí y por allí. Después de machacado con piedras y humedecido, resultaba una pasta moderadamente comestible. Se lo enseñó un grupo que provenía del Este, de las montañas. Les contó, asimismo, que allí crecía bastante, aunque era casi lo único aprovechable en aquella zona.

—Papá, voy a ir a la montaña en la que crece el grano junto con Bop'hi y Degs'hi —le anunció Paal’hi a su padre—. Mañana, a la salida del sol, partiremos nosotros tres —concluyó señalando a sus dos compañeros.

Paal, un anciano ya de cuarenta años, había sobrevivido a todos los adultos que habían establecido el poblado, al que ya podemos denominar así. Todavía dedicaba parte de su tiempo a recoger algo de verduras, pero su principal actividad era la de guiar y aconsejar al resto de la tribu, pues su gran sabiduría y conocimientos eran de un valor incalculable para todos ellos. Él no era el jefe, sino Grafeth'hi. Su papel era de consejero. Por tanto, su hijo, de poco más de veinte años, no había ido a pedirle permiso sino a comentárselo y de paso obtener alguna ayuda tipo «asesoramiento ».

 Paal, a modo y manera de rito, dio comienzo a su charla disertando monótonamente sobre lo que una y otra vez había dicho. Los tres hombres escuchaban con respeto. Conocían la letanía, pero había que tenerla fresca. Muchos jóvenes habían muerto imprudentemente al no hacer caso de tales consejos: «un hombre no llega a avanzada edad si hace lo que no debe».

(No estoy pretendiendo afirmar, ni mucho menos, que las consejas de abuelo deban ser seguidas a rajatabla por los jóvenes. Una vez más, simplemente, estoy dejando constancia de la realidad de una situación histórica trascendental. Para darnos cuenta de la importancia de la experiencia de los mayores en aquel entonces baste decir que esa fue nuestra primera escuela.)

Empezaron la marcha cuando el sol otoñal apenas había asomado por el horizonte. Llegaron a mediodía del tercer día, sólo para comprobar que la mayor parte del grano había ya emprendido su vuelo para depositarse en cualquier pedazo de tierra en el que reiniciar su ciclo. Desalentados, recorrieron, ese día y los siguientes, otros campos en los que la situación que encontraron era la misma. Para no volver de vacío, cada vez que divisaban un campo, lo rastreaban y siempre encontraban algunas espigas que todavía no habían volado. A decir verdad, no muchas. Después de otros tres días en las laderas de la cordillera, y con los sacos cargados no más de la mitad de la mitad de su capacidad, decidieron volverse al poblado.

Uno de los sacos de Degs'hi estaba mal cosido. Por una costura en el fondo asomaban una espiga tras otra, que el movimiento de todas las demás empujaba, poco a poco, al suelo. En una de aquéllas, el agujero se agrandó, vaciándose el saco en poco más de 20 pasos. Cuando Degs'hi se dio cuenta, no quedaba dentro ni un puñado de cereal. Éramos pocos y ...

Del resto de la tribu no recibieron muchos parabienes. Tampoco es que se metieran con ellos. Habían traído un poco que comer. Algo es algo.

—Hemos llegado demasiado tarde. El grano ya no estaba — resumió Bop'hi.

—Debisteis haberos dado cuenta que si el que hay por aquí se vuela, lo mismo le pasará al otro —les informó de su error Grafeth'hi.

(¿Por qué será que me fastidian tanto los que me comentan que ellos ya sabían que eso así no iba a salir bien? Les quedaríamos muchísimo más agradecidos si lo dijeran antes de no después de. A decir verdad, aunque lo digan de antemano, raras veces se hace caso, con lo cual el resultado final es de todas formas el mismo. Pero aún así, resultan realmente cargantes los aires de suficiencia de los profetas a toro pasado, ¿o no?)

Al otoño siguiente, se despabilaron y cuando vieron que el grano que crecía por la comarca empezaba a estar a punto, hicieron la segunda expedición. Cargaron más, pero lo que recolectaron no estaba aún maduro.

Esta vez, hubo veladas quejas acerca de la calidad del producto. Que si su sabor, que si no se podía casi aprovechar, que si ...

Insatisfechos como estaban, tomaron la decisión de volver dentro de unos pocos días cuando el cereal estuviera maduro. Recogerían más si estaban más tiempo que el año anterior y sería del bueno.

Así lo hicieron. Estuvieron dos días más de lo habitual, casi, casi agotando sus propias reservas alimenticias. Con algo menos del doble que la anterior vez, reemprendieron la vuelta.

Quiso el destino que pasaran por el mismo sitio donde a Degs'hi se le había roto el saco. Su sorpresa fue mayúscula al comprobar cómo de la nada había crecido una gruesa fila de maravilloso cereal que no se había volado. Arramblaron con él, pero como no habían traído tantos sacos como anteriormente, una vez cortado, no pudieron cargarlo todo. Buena parte se quedó allí mismo. Durante su regreso, el no muy perfecto acabado de sus sacos hizo que perdieran otra parte de su cargamento, que inevitablemente iba a parar al suelo.

—¡Vaya, vaya! ¡Venís cargados hasta los topes! —exclamó llena de júbilo Tlau, la mujer de Paal'hi.

—¡No os lo podréis creer! —soltó Bop'hi—. Los dioses nos han dejado un regalo en un sitio donde pasamos el otoño pasado.

Como era uso, siguió la narración de las venturas de su viaje y a más de uno le entraron ganas de acompañarlos la próxima temporada.

Aquel año, una tontería de nada, un resfriado común que luego derivó en pulmonía, se llevó a Paal. Lo enterraron, con la consideración y cariño que merecía, junto con su hacha y lanza, que le fue más útil como bastón que como arma. La vida de la tribu siguió.

Al año siguiente volvieron, uniéndose a nuestros tres amigos, Zanme'hi, Wult'hi y el hijo mayor de Paal'hi, que ahora respondía al nombre de Paal Paal'hi. El resultado de la expedición fue excelente como preveían, sólo que algo mejor, pues, a lo largo de la ruta iban apareciendo, como por ensalmo, brotes aislados de cereal.

Los siguientes años constituyeron un calco. Más gente, más grano que no se volaba, en más partes y cada vez más cerca del poblado.


Las semillas del trigo, en estado salvaje, tienen la propiedad de volar al estar provistas de unos filamentos que las habilitan para ello; con este sistema consiguen expandirse más allá de la zona donde han crecido. Pero una porción de los granos tiene deficiencias genéticas. Lo que Paal'hi y los suyos recogían era el trigo que no podía volar por carecer de dichos filamentos. Parte de ese trigo en el proceso de transporte, inevitablemente, caía al suelo, brotando en aquellos lugares donde las condiciones eran favorables.

(Por necesidades del guión, la proporción de trigo anormal que encontraron era bastante más reducida de lo habitual, lo que les obligó a realizar un trabajo desproporcionado para conseguir tan menguada cantidad de grano. Pero, no todo tiene que ser ponérselo fácil.)

Generación tras generación, se repitió el proceso. Otras tribus se sumaron a la recolección, pues, ya por aquel entonces las noticias volaban. Los asentamientos eran cada vez más permanentes y el trigo «domesticado» abundaba y germinaba más próximo. El siguiente paso se le ocurrió, cómo no, a un descendiente de Zanme, a Qyar, una mujer que vivió unas cuantas generaciones después que el fundador de su estirpe.

Asociación de ideas

Qyar, una mujer de 18 años, era un prodigio de ingenio e inteligencia. Su cerebro casaba con facilidad ideas y conceptos, que en principio, a nadie se le ocurría relacionar. Siendo pequeña le fascinaban las historias de los viajes de sus mayores, de sus aventuras y de los peligros que afrontaban.

Aterrorizada, se tapaba con sus manitas los oídos cuando la narración recalaba en los pasajes donde las fieras atacaban a los viajeros. Se los tapaba, pero sólo un poquito, porque asustada y todo, no quería perderse ni una palabra del relato.

Algo que escuchaba en esas veladas no se le acababa de quedar claro. Como si fuera un cabo suelto, su cerebro, daba vueltas y más vueltas, buscando el otro cabo con que atarlo.

Ya casada, con un hijo y otro en camino, aquel pensamiento le volvía obsesivamente. «¿Por qué el trigo crece cada vez más cerca? »

(Sin estar del todo claro su funcionamiento, parece que la mente de algunas personas tiene una especial predilección por jugar con problemas irresolutos. A esta bendita afición, los humanos debemos buena parte de nuestro desarrollo intelectual, técnico, social, ...)

La chispa que le encendió la luz, fue una frase de su marido, Wult.

—¿Sabes ...? Creo que los dioses, en muchos sitios donde nos detenemos, nos bendicen al año siguiente con un nuevo brote de trigo —le dijo la noche que volvió de la recolección anual.

Qyar, era una mujer religiosa, creía que después de su muerte, su espíritu iría a hacer compañía a los dioses. Todos así lo pensaban. No porque hubieran llegado a ese convencimiento después de agudas reflexiones intelectuales, sino porque dentro de ellos vivía esa idea, sabiendo ver en las obras de la Naturaleza, la mano de un Dios allá arriba.

Lo que Qyar pensó era que los dioses no les habían hecho tal regalo, sino otro más maravilloso, le habían dado la capacidad de solucionar ese problema.

«Está más claro que el agua. Allí donde descansan, inevitablemente, se queda esparcida una importante cantidad de grano desprendida de sus costales. Ahí radica el misterio. Los dioses vuelven a dar vida a ese grano» —fue su conclusión.

Una cosa es la teoría y otra la práctica. Habiendo pasado toda la noche en vela, se levantó antes que nadie y cogiendo varios puñados de trigo los esparció por detrás de la casa. Cubrió las espigas con una ligera capa de tierra con objeto de que no las descubrieran y tuviera que dar explicaciones engorrosas sobre qué era eso de ir tirando el trigo por el suelo.

No olvidó el asunto, pero el paso de los días hizo que se fuera difuminando su recuerdo. Al dar a luz a una preciosa niña, sus aumentadas obligaciones, le dejaron poco tiempo para dedicarse a otras cosas que no fuera su familia.

—¡No te quejes, niña! —le decían las otras madres—. Dos críos no son nada. Ya verás cuando sean cinco o seis.

El fin del invierno llenó de flores la región con ese estallido de color que, no por esperado, deja de ser sorprendente. Aunque para sorpresa, la de Qyar, cuando vio en la trasera de su casa los tallos germinados del trigo.

—¡Wult, ven por favor! —le llamó. Cuando llegó, señalando el brote dijo:

—¡Mira eso! ¡Es trigo! ¿No es maravilloso?

—Desde luego, es trigo, pero ahí no hay para mucho — respondió su marido—. No entiendo a qué tanto alborozo.

—Deja que te lo explique. Cogí unos puñados de trigo del que trajisteis el otoño pasado y los tiré ahí. Ahora están creciendo.

—¿Ah? —abrió la boca Wult, en señal inequívoca de que no entendía dónde quería ir a parar su mujer.

—¿Es que no lo ves, Wult? No tenemos porqué ir año tras año a por el trigo. Podemos hacer que crezca aquí. Un chispazo saltó dentro de Wult provocando que se le encendiera su rostro.

—¿Quieres decir que si lo dejamos por el suelo, aquí y allí, crecerá? —Preguntó señalando la trasera de su hogar y el territorio que se extendía ante sus ojos.

—¡Exacto! —respondió con su cara igual de iluminada que la de su marido— ¡Llamemos a los demás!

En pequeños grupos fueron acercándose. Repetían la historia, una y otra vez, a medida que los recién incorporados exigían saber qué era aquel barullo.

Primero uno, luego otro, después algunos más, los semblantes se les fueron encendiendo. Si hubiera sido de noche, la luz que salía de sus ojos habría bastado para iluminarlos.

El lugar donde crecía el trigo que plantó Qyar, se convirtió en sitio de peregrinaje. No faltó día que alguien lo visitara y comprobara, embobado, durante mucho rato su estado de desarrollo.

Llegó la época de la recolección; más que en ninguna ocasión anterior, salieron los hombres en busca del trigo. Cuando dieron por terminada la recogida, y habiendo hecho no menos de cuatro viajes al campamento para entregar lo que tenían y salir a por más, celebraron una gran fiesta.

Extasiados por la comida, las danzas y el contento general, en un delirio frenético se dedicaron, desde ancianos a niños, a lanzar el trigo por doquier cuando oyeron el grito de señal:

—¡Arrojad, arrojad el trigo a la tierra, que los dioses lo harán crecer!

Fue una fiesta fantástica. Cansados y contentos se reunieron poco antes del anochecer.

—Bien, ahora hemos de guardar el resto del trigo —pensó en voz alta Qyar.

Al unísono, y todavía con la sonrisa en los labios, se dirigieron hacia un montón de sacos, sólo para comprobar que estaban vacíos. Recorrieron el paraje a la búsqueda del resto, y únicamente pudieron encontrar grano para llenar diez o doce costales.

—Debisteis haber guardado primero el grano que necesitáramos y luego esparcir el resto —habló un «profeta»

—¡Mira que somos burros! —dijo Wult—, pero no importa, mañana recogeremos del suelo lo que necesitemos.

Esa noche, un viento más fuerte del habitual, echó por tierra sus planes. Cuando fueron a recogerlo, la inmensa mayoría había volado, por lo que pudieron recoger muy poco. Ello obligó a realizar una nueva expedición a las montañas, que no fue muy fructífera, ya que entre ellos y los demás grupos habían esquilmado el cereal.

Hubo pocas ganas de repetir la «siembra». Wult y Qyar cayeron en desgracia ese año.

—¡No me digas marisabionda! —le espetaban cuando abría la boca, por poco que fuera, para exponer su opinión sobre cualquier asunto—. Por tus grandes ideas, este invierno vamos pasar hambre.

En realidad no pasaron tanta hambre. Fue más bien el chasco de una esperanza frustrada que otra cosa.

Una noche, ya bien avanzada la primavera, Bopse, que había salido a explorar esa misma mañana regresó corriendo. Iba dando voces diciendo con gran excitación:

—¡Está lleno, está lleno! A media jornada del campamento, está completamente lleno de trigo creciendo —dijo como justificación a tan repentina vuelta.

Los vientos no se habían llevado, después de todo, la mayor parte del trigo muy lejos. Les informó que las colinas y vaguadas al norte del poblado estaban repletas de cereal verde. La fuerza del viento no había sido tanta como para sobrepasar esos mínimos obstáculos.

Una comisión investigadora fue constituida. Fue invitado a unírsele el propio Wult, señal del principio de su rehabilitación. Ni cortos ni perezosos, emprendieron el viaje a la mañana siguiente. Volvieron gozosos por la noche.

—Es muy grande. Como el mar que conocieron nuestros padres —explicó Grafd—, lo recogeremos este otoño y tendremos grano en abundancia.

—Sí, muy bien —habló Qyar, a quien ya se le miraba de una manera diferente—, y podremos hacer que crezca aquí. Bastará cubrirlo con un poco de tierra para que no se vuele, como hice dos años antes.

—¡Podrías haberlo pensado el año pasado y nos habríamos ahorrado este susto! —No se calló el malasombra de turno.

—No todos somos tan listos como tú, cariño, que sabes ver la solución de los problemas después que se hayan producido —le respondió irónicamente sin dejar de sonreír.

El profeta, sintió el calor del ridículo y calló por mucho tiempo (justo hasta el día siguiente).


Ni que decir tiene que los siguientes años fueron de una prosperidad magnífica. Conocieron y mejoraron la técnica de la siembra. Domaron la Naturaleza para que les sirviera a ellos y no tener que depender de ella y sus caprichos.

Otros grupos les copiaron, extendiendo el cultivo como una mancha de aceite. Sólo unas pocas generaciones más tarde, la región entera se dedicaba a la siembra del trigo.

Esta historia no tenía porqué haber transcurrido necesariamente a orillas del Tigris y del Eufrates. En realidad fueron cuatro los focos donde nació la agricultura simultánea e independientemente: Méjico, Perú, Sur de China y Mesopotamia. La fecha exacta (millar de años arriba o abajo), hacia el 8.000 a de C.

En esta última, Mesopotamia, fue el lugar donde se domesticó el trigo. En los otros emplazamientos se cultivó mijo, maíz, alubias,...

Se había efectuado otra revolución técnica, la tercera según mis cuentas (la caza mediante armas y la construcción de chozas fueron las anteriores), pero aún no se había realizado la económica.

La tribu había pasado de nómada a sedentaria, de tener problemas de subsistencia a disfrutar de un holgado sustento. Sin embargo, seguían aún sin cambiar su estructura social. Ni siquiera el brujo o el jefe se veían libres de la tarea de ir a cazar o a recoger la cosecha. Nadie se escapaba de ninguna de esas dos tareas (excepto algún que otro caradura como Shemi).

No obstante, nos encontramos ya muy cerca de que fructificase ese cambio. Las condiciones se empezaban a dar, esas tribus eran ya capaces de producir por encima de lo que necesitaban para sobrevivir. Pero no queramos ir demasiado deprisa, pues, aún quedaban por realizarse unas cuantas cosas para que podamos hablar de la gran Revolución.

Cambiando de tercio, un ¿método? de aprendizaje consubstancial a la Humanidad es el aprender de nuestros errores. Tendemos a hacer las cosas por impulso. Una primera idea, buenísima según parece, es puesta en práctica sin una reflexión más amplia. Luego, los resultados se empeñan en ser diferentes de los esperados, cuando no, desastrosos.

Por consiguiente, ideas muy válidas fallan porque no se tienen en cuenta todos los factores, lo que puede llevar a descartarlas injustamente. En esas ocasiones, lo que sí es seguro es que los padres de la criatura serán vilipendiados.

Eso les pasó a Wult y a Qyar, con el resultado que la agricultura pudiera haber nacido en un lugar distinto. Sin embargo, estos fallos se analizan y corrigen casi siempre. Afortunadamente, como hemos dicho, tenemos la capacidad de aprender de nuestros errores. Irónicamente, también, tenemos la facultad contraria, la de volver a tropezar dos veces con la misma piedra.

El sistema de prueba y de error, bueno en principio (pensemos en que todo lo conseguido se ha tenido que «probar» antes de ser globalmente aceptado), ha llevado a la tumba a más de uno. Las «pruebas» en vivo son muy peligrosas. Decisiones arriesgadas y no muy bien meditadas, nos pueden llevar a callejones sin salida.

Considerando el ejemplo de nuestra tribu, si no hubiera sido por la suerte, al sembrar todo el grano y no haber guardado nada para consumir durante ese año, la situación podría haber sido más que comprometida por la falta de alimentos.

Además, se da otro fenómeno curioso. Las consecuencias de una determinada actuación puede que tarden en dejarse sentir, con lo cual, la visión de la relación causa-efecto va a difuminarse, y también es posible que se malinterprete.

Supongamos que un iluminado de nuestra tribu juntara churras con merinas y que después de escuchar los relatos sobre la misteriosa aparición del trigo en determinados sitios, llegara a la conclusión que son los agujeros de los sacos los que provocan el nacimiento del cereal. El ejemplo es exagerado, pero nos sirve para mostrar la dificultad de relacionar los hechos con sus consecuencias y la facilidad de sacar conclusiones equivocadas. Imaginemos el mal que causaría que la tribu se lo creyera y se dedicara a romper sacos, no importa donde.

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Han pasado 1.500-2.000 años. Los descendientes de nuestro grupo se han desplazado unos cuantos kilómetros y han sentado sus reales sobre las lomas situadas al norte de la tribu primitiva.

Hasta este momento de la narración, las cosas se han ido produciendo muy despacio y una tras otra. Pero en los últimos tres o cuatro mil años del período neolítico, todavía inmersos en la prehistoria, muchos acontecimientos van a ocurrir.

La primera gran Revolución está empezando. Estos obscuros años van a ser cruciales; y para no seguir perdiéndonos en personajes, lugares y fechas, voy a tomarme la libertad de condensar esa etapa en una única historia. Como si de una cinta de vídeo se tratase, contaré lo que sucedió apretando la tecla de avance rápido.

Seguimos en algún lugar imaginario de Mesopotamia, entre los años 6.500 a 3.000 a de C.

Visitantes

La bucólica vida del campo no lo era tanto. Más bien era pesada, dura y aburrida. Algunos jóvenes cogían sus armas y emigraban en busca de una existencia más llena de aventuras (decían). No pocas veces, la verdadera razón era que les disgustaba tener que deslomarse trabajando la tierra y cuidando los animales. No hacía mucho, el hombre había pensado que era más cómodo traer la caza a casa que ir a buscarla, dando así otro avance. Acechaban y cercaban grupitos de cabras y ovejas, que al tener la manía de seguir siempre al líder, eran fáciles de conducir a los rediles.

Sin embargo la vida en la aldea seguía como siempre.

—Acércame la vasija para que ponga la comida —dijo Lerud'x a su hijo pequeño.

Después de haber cocinado los alimentos directamente sobre el fuego, los depositó en los cuencos y llamó a su marido, Pald'z, para que acudiera a comer. Sobre la tierra blanqueada del suelo de la choza se veían varios de estos recipientes con agua, aceites y pequeños frutos. En varios nichos de la pared, lucida con barro y que nacía de un zócalo de piedras, podía divisarse el resto de las vasijas. En un rincón, una tinaja albergaba una buena cantidad de grano.

Precisamente Pald'z venía de trabajar en la confección de unas cuantas vasijas.

«Es increíble la facilidad con que se rompen estos cacharros» —pensaba, cuando escuchó la llamada de su mujer.»

Había pasado la mañana peleándose, otra vez, con la arcilla. La técnica, aprendida hace algún tiempo mediante contactos con otras tribus, en sí no era muy difícil, pero se necesitaba una cierta gracia. Primero había mezclado la arcilla con arena, ya que eso evitaría que se resquebrajase al secarse. Luego había añadido agua a la mezcla hasta que se convirtió en barro, ni demasiado seco ni demasiado mojado. Hizo unas cuantas bolas que alargó frotándolas con ambas manos sobre una piedra lisa hasta que obtuvo una serie de barras alargadas que se asemejaban vagamente a serpientes. Allanó totalmente otra bola, dándole forma circular. Uniendo las barras, fue levantando una espiral que partía del borde la base redonda, para dejar en medio del extremo superior el hueco de la boca de la futura vasija. Finalizó la figura aplanando con los dedos la espiral de barro, cuidando que no se produjeran fugas ni en las juntas de la base ni entre las uniones de las antiguas barras, que ahora formaban una pared más o menos lisa. La igualó con una piedra plana, para finalmente dibujar con un palito una serie de líneas que formaron un hermoso trazado geométrico.

Después de comer, se dirigió a un agujero en el suelo que llenó de leña, a la que prendió fuego. Al alcanzar las brasas el nivel deseado, puso las vasijas. Cuando se cocieron, las sacó con cuidado de no quemarse y las dejó enfriar.


Con este procedimiento, el hombre por primera vez estaba transformando la materia. Lo que Pald'z introdujo fue una mezcla de arcilla y arena que el fuego convirtió en cerámica. La Humanidad seguía dando pasos hacia adelante. Y cada vez más deprisa, en un movimiento acelerado.


Ruc-Fin-Dol era el jefe de la tribu de Urg, la mejor y más fiera de todas. La leyenda de sus hazañas perduraría más allá de su tiempo, si hacemos caso a lo que afirmaban de ellos mismos.

De una gran destreza en el uso de las armas y una táctica de caza inigualable, los urgitas recorrían el mundo a sus anchas. Si algún grupo disputaba con ellos derechos territoriales sobre la zona donde llegaban, rápidamente se iniciaban negociaciones, en las que después de abiertas varias cabezas de sus litigantes, conseguían amplias concesiones sobre la explotación del área.

Eran fuertes y poderosos, les gustaba su vida, despreciando todo lo que no fuera caza y armas. Sus tiendas eran primitivas y fácilmente desmontables. No conocían la agricultura y no les gustaban los cereales, sólo la fruta y eso cuando estaban de humor. Ni cocinaban la carne ni maldita falta que les hacían las vasijas de cerámica.

No obstante, sus arcos, flechas y lanzas alcanzaban un alto grado de precisión y acabado. Las puntas de flecha, por ejemplo, eran auténticas miniaturas de piedra cuyo diseño hacía que, una vez alcanzado el animal, el proyectil entrara profundamente en la carne causándole una muerte muy rápida.

Un día, oyeron hablar de una región, allá donde se pone el sol, en la que la gente tenía esto y lo otro, que vivían muy bien con abundancia de caza en el mismo campamento ¿? y con los cereales al lado mismo. Les entró la curiosidad y quisieron conocerlo.

En la región de los dos grandes ríos, la gente todavía no tenía desarrollado el concepto de propiedad privada, si bien no existía interferencia entre las zonas de una tribu y otra. De hecho, las mínimas disputas se solucionaban amistosamente. Los coscorrones que se producían, consecuencia de las fricciones, no dejaban de mantener un cierto espíritu deportivo.

En lo que no estaban muy de acuerdo era en las razzias que otros grupos «extranjeros» efectuaban de vez en cuando sobre sus animales y reservas de alimentos. En esas ocasiones, inevitablemente, había más que palabras, pues, por muy famélicos que les parecieran los foráneos, si toleraban que se aprovecharan de sus reservas, ellos mismos acabarían pasando hambre.

Hubo un tiempo en que sí los ayudaban, pero aquello acabó por mosquearles. No sólo ponían en peligro sus existencias, sino también experimentaban el sentimiento de que se aprovechaban de ellos:

«¡Qué morro tienen! Estamos trabajando como burros para que otros se lo beneficien.»

La hospitalidad inicial se tornó en animadversión, y ocasionalmente se produjeron enfrentamientos, cuando a los otros no acababa de entrarles en la cabeza que no pudieran tomar parte de esa comida, de la que, precisamente allí, había tanta.

Como medida de precaución ante sus esporádicos ataques (siempre había grupos que el concepto «mío» no entraba en su vocabulario, por lo que tenían que enseñárselo didácticamente), los poblados se reubicaron, caso de permitirlo el terreno, en emplazamientos elevados y por tanto de más difícil acceso. Si esto no era factible, construían barricadas y empalizadas.

La tribu de Urg, fiel a su tradición, no concebía el susodicho concepto de «mío»:

«Lo que hay en el mundo es de todos y nos lo proporciona nuestro dios Zael» —era su filosofía.

Obviamente, los de la tribu de Pald'z no estaban de acuerdo, en absoluto, con esta mentalidad. Lo que ellos hacían era de ellos. Cuando los urgitas llegaron a la comarca, el choque «cultural» fue inevitable. En una aldea, situada a cinco días de camino de la de Pald'z, se produjo el primer contacto. Sin pedir permiso, ni ocurrírseles, tomaron lo que precisaron.

Los campesinos, pidieron explicaciones, con los palos en la mano, y las recibieron muy cumplidas, por cierto, sobre sus lomos.

Vagando erráticamente por la comarca, los urgitas camparon por sus respetos, siendo cada vez menor la resistencia que se les ofrecía, pues las noticias sobre cómo las gastaban, se extendieron velozmente.

En un par de años parasitaron una amplia zona, cogiéndole tal afición a aquello que incluso acabó por gustarles el trigo tal como se lo preparaban. Nada mejor que la comida y las comodidades que les proporcionaban las aldeas que recorrían.

Los campesinos acabaron por resignarse a su presencia y exigencias. Ya no era sólo la comida, sino que querían las buenas casas, mujeres complacientes (las suyas eran casi tan salvajes como ellos) y que los atendieran en sus caprichos cuando estaban de visita.

Los aldeanos, se justificaban diciendo que podían soportar el coste de sus invitados, pues, en la comarca sobraba para todos, era cuestión, únicamente, de trabajar un poco más.

En realidad, se trataba del hecho de que no podían hacerles frente. (Con los anteriores visitantes no decían lo mismo). Así que ajo y agua. Se echaron sobre sus espaldas esta carga y siguieron como siempre.

Al año siguiente, estando, precisamente, Ruc-Fin-Dol gozando de la hospitalidad de Pald'z, les llegó la noticia que una tribu que venía del Norte, había arrasado una aldea y según parecía, iba en camino de otra.

El instinto de Ruc le hizo saltar como un resorte:

«¡Qué es eso de otra tribu haciéndonos la competencia! ¡Hasta ahí podríamos llegar! Estos se van a comer lo nuestro.»

Nótese el poco tiempo que necesitó para aprender lo de «mío» nuestro buen amigo. «Mío» que podía verse cuestionado por unos arribistas. Así que reunió a los suyos, se subió sobre una gran piedra y les habló:

—Han llegado a mis oídos noticias que un grupo de malnacidos está atacando y robando a «nuestros» campesinos. Hemos de defenderlos y protegerlos de esta agresión. Ellos son amables con nosotros y comparten con nosotros sus alimentos. No podemos permitir que unos forajidos pongan fin a tan buena convivencia.

No había que ser muy inteligente para comprender el mensaje: «Ahí arriba, hay otros como nosotros que pretenden acabar con nuestro chollo.»

—¡Defended conmigo la región! ¡Echemos al invasor! —lanzó un bramido final.

—¡Sí, defendámosla! ¡Destrocemos a los bandidos! — respondieron a coro los urgitas, encendidos con el fuego de la justa indignación.

En ellos, nació una excitación muy parecida a la que sentían cuando se acercaba el momento de la caza. No es que en estos años se aburrieran, pero ya empezaban a echar de menos algo de «marcha».

—Aprestad vuestra armas, coged algo de comida y vámonos — fue su preparación logística.

Los alcanzaron tres días después, no sin antes haber dado un par de rodeos, obligados por la anarquía de las correrías de los intrusos.

A pesar de no haberse conservado ningún documento del plan táctico de combate, se sabe que la victoria de los urgitas fue total. El enemigo, que no se esperaba la acometida, fue diezmado inmisericordemente huyendo maltrecho y dejando sobre el campo de batalla dos muertos.

La primera batalla de la historia fue ganada brillantemente por los «buenos» que celebraron gozosos su victoria... y lo mismo hicieron los campesinos que, si en un primer pensamiento vieron la oportunidad de deshacerse de los urgitas, en una más profunda meditación llegaron a la conclusión de que más vale malo conocido que bueno por conocer. Si no eran éstos serían otros. Así que resignados, sintieron por lo menos, garantizada su seguridad.


Hasta ese día la Humanidad se había visto libre de la guerra. Los enfrentamientos ocasionales que se pudieran haber producido no habían sido llevados a cabo por soldados profesionales, ni su estrategia había sido científica. Ahora sí. Se había dado otro paso (desde luego no hacia adelante).

La imagen del guerrero no aparece hasta este periodo neolítico, ensalzada en pinturas murales y con un manifiesto culto a su figura. Así, los honores dispensados a los caídos en los funerales incluían junto a los restos, sus armas cada vez más perfeccionadas.

La guerra nace asociada a la necesidad de proteger lo producido por el hombre (o su territorio). Esta es la parte positiva de la cara de la moneda. La otra, es que alguien ataca a sus semejantes para arrebatárselo. El resultado final es la aparición de un estrato social que no produce, sino que defiende lo producido, y que por ello tiene acceso al excedente(y no a la peor parte).

¿Qué ocurría? ¿Los agricultores estaban pagando gustosamente parte de su excedente a los soldados a cambio de su seguridad?

Más bien no. Ni lo hacían contentos, ni voluntariamente. Pensar lo contrario es ser un tanto ingenuo, cuando no, un consumado demagogo. En realidad, los guerreros, como casta, imponían las cláusulas. Quien servía a los otros era el campesinado, que para más inri, era considerado inferior.

(Imagino que lo habrán adivinado, pero debo decir que los urgitas no han existido en otro sitio que no fuera mi mente.)

Un muro

No muchos días después de la batalla entre los urgitas y los extranjeros, fueron apareciendo por la aldea de Pald'z pobladores de los emplazamientos arrasados por los invasores.

Desmoralizados y asustados, acampaban como buenamente podían por los alrededores. A quien quisiera oírles, les decían que no pensaban dejar, bajo ningún concepto, la compañía de los guerreros.

Ruc-Fin-Dol habló con muchos de ellos. Sintiéndose en parte generoso después de la victoria y en parte culpable de su desgracia, los trató con amabilidad y los confortó.

—No tengas cuidado. Descansa y repónte. Si te falta algo de comer habla con Sald-Bua, mi lugarteniente —iba diciendo a cada cual con quien se detenía para interesarse por él.

La mayoría no tenían problemas de subsistencia. Además, sería relativamente fácil reponer sus existencias, pues poco se había perdido en los ataques. Lo que no habían podido traer consigo, quedaba a buen resguardo en sus escondrijos originales. Muchos, aparecían con sus animales y cargados hasta los topes de alimentos.

La primera idea que se había formado Ruc-Fin-Dol estaba cambiando en su mente. No era, como pensaba en un principio, cuestión de darles cobijo unos cuantos días y que luego regresaran a sus propias aldeas.

—Si no venís con nosotros, no volveremos. Hemos oído que más grupos andan no muy lejos —escuchaba una y otra vez.

Esa respuesta le hacía poca gracia a Ruc. No era plan ir perdiendo posesiones. Pero tampoco podía protegerlos adecuadamente. Si más tribus rondaban por aquí, para defenderlos debería dividir sus fuerzas. Y no se necesita mucho para comprender que un grupo de cinco o seis hombres, sería fácilmente barrido por una partida de veinte.

Reunido con sus colaboradores más allegados, celebró consejo de guerra. Empezó explicando la actitud de los campesinos.

—Pues si no quieren volver a sus tierras, les obligaremos — saltó Duan-Kell, quien no toleraba que por la tontería del miedo a morir de los agricultores, él pudiera perder parte de sus privilegios.

—Sí, Duan. Coges cuatro hombres, te llevas a los campesinos y te quedas allí, no sea que quieran largarse o que ataque otra cuadrilla —respondió burlón Ruc—. No creo que sea una buena idea ir dividiéndonos —concluyó mirando divertidamente a Duan, ahora muy callado.

—¿Entonces...? —preguntó Sald.

—Quería saber vuestra opinión sobre de la posibilidad de que se queden aquí. Hay tierras más que suficientes y estaríamos todos nosotros juntos, con lo cual será más fácil hacer frente a posibles ataques.

Ruc, como ya habrán comprobado, era un consumado artista manipulando a la gente. Obtuvo de los suyos una aprobación unánime a su idea. Como jefe no la necesitaba, pero sabía que era más fácil conseguir que alguien hiciera algo, si lo convencía que si lo obligaba.

—He estado hablando con Grafd'z, el jefe de campesinos de esta aldea —siguió hablando—, quien me ha sugerido algo muy interesante. Dice que sería muy conveniente alzar un gran muro, pues las noticias que le llegan son que cada vez hay más grupos merodeando y asaltando poblados.

—Y no sólo son otras tribus, sino grupos de muchachuelos de la región, poco inclinados a seguir el trabajo de sus padres. Cuando no consiguen suficientes alimentos o tienen ganas de jarana, irrumpen en una aldea y toman lo que quieren —acabó su exposición con esta puntilla final.

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Con el paso de los días, la situación fue tomando forma. Algunos campesinos se establecieron por los alrededores, siempre muy cerca de la aldea. Otros se instalaron en ella. La población de la comarca se vio incrementada no sólo por estos primeros inmigrantes, sino que paulatinamente fueron llegando familias en busca de un lugar próspero y seguro en el que vivir.

Los rumores de que Aldea-Colina pensaba construir un muro, tuvieron como consecuencia la aparición de Tyi, el albañil. Llegó un buen día, no muy tarde desde que se extendiera la noticia de la construcción de la muralla. Venía acompañado de su familia.

Debía su apodo a su afición a construir casas y cualquier obra que se presentase. En su poblado, no había cabaña en la que no hubiera echado una mano. Su dedicación a la agricultura era más bien escasa, su sustento, frecuentemente, lo conseguía de sus vecinos que encantados por su colaboración le entregaban grano, carne, leche...

Tampoco era infrecuente que acudiera a otros poblados de los que tuviera noticia que fuera a realizarse una edificación. Sus contactos con otros albañiles lo tenían al corriente de las técnicas modernas de construcción. Una, en especial, le entusiasmaba sobremanera, las novedosas casas cuadradas de piedra cuyo diseño contrastaba con las antiguas redondas de barro. En sus ratos de ocio, pasaba horas y horas diseñando en su cabeza paredes, techos y puertas.

—¿Quién es el que manda aquí? —preguntó a uno de los aldeanos.

«Buena pregunta» —se respondió este.

—Teóricamente, nuestro jefe es Grafd'z —contestó ahora ya en voz alta—, pero según para lo que sea, tendrías que hablar con el mandamás de los urgitas.

—Bueno, he escuchado que pretenden construir un gran cerco alrededor del poblado. Soy albañil y quisiera conocer a quien vaya a contratar la obra.

—Ni idea de que vaya a hacerse un muro. Pero si es algo para protegernos de los ataques, vete a hablar con Ruc-Fin-Dol.

Tyi se dirigió hacia donde le indicó el aldeano y tras presentarse a un urgita, pidió audiencia ante su jefe.

En aquel entonces los trámites burocráticos, al no existir papeles, eran extraordinariamente rápidos. Ruc apareció un instante después de ser informado que un albañil estaba a la entrada.

—¿Sabrías construir un muro defensivo? —preguntó sin preámbulos. (Es increíble lo veloces que marchan las cosas cuando a los jefes les interesa algo).

—Conozco un poblado con uno. Hablé con los que lo construyeron y, francamente, considero que lo podría hacer mejor.

—Perfecto. ¿Cuánto tiempo necesitarás para hacerlo?

—¡Puf! —se le escapó un suspiro. Quedó un tiempo sin decir nada y luego pausadamente fue dejando salir las palabras. — Dependerá de lo alto, grueso y largo que lo quieras y de los hombres que puedan ayudarme. En el poblado del que te hablé, estuvieron más de medio año los veinte hombres trabajando en el muro, pero... no era muy grande.

Ruc, de nuevo, oía una respuesta que no le gustaba. Tuvo la misma sensación que cualquiera de nosotros al pedir el presupuesto, en tiempo y dinero, sobre cualquier pequeña reforma que pretendamos hacer en nuestro hogar. Aquel hombre, desde luego, no se mojaba en absoluto.

—¡Escúchame bien! Vamos a construir un muro, contigo o sin ti. No me gustan las vaguedades. Te lo pregunto de nuevo, si es que te interesa el asunto. ¿Cuánto tiempo necesitarás para acabar ese muro?

Tyi, no era la primera vez que escuchaba tales palabras, aunque nunca de un modo tan mal educado.

—Quiero hacer ese muro. Pero ni yo ni nadie puede hacer de adivino. No he visto el terreno. No sé qué longitud tendrá. Ignoro de dónde sacar las piedras y tierra; y tampoco hemos hablado de lo que me corresponderá por hacer este trabajo.

Ruc estaba poco acostumbrado a respuestas tan insolentes. «Pero, ¡qué carajo! este tío dice cosas con mucho sentido común. Aunque ...»

—...¿qué es eso de qué te corresponderá por hacer este trabajo? —finalizó su pensamiento en voz alta.

—¡Claro! Los míos y yo, tendremos que comer mientras estemos construyendo el muro. Además precisaremos una cabaña, cacharros y ropa.

Aquello representó un choque para Ruc. Jamás había oído nada semejante. Permaneció bastante tiempo con la mirada fija en el infinito. Por segunda vez en la misma conversación, la lógica de la situación se le antojó aplastante. «Evidentemente, este hombre no va a estar preocupado en conseguirse su comida o ropas o... y a la vez estar trabando en el muro...»

—¿Te parece, Ruc-Fin, que vea el terreno, calcule lo que precisaré y te diga lo que espero recibir en contraprestación, digamos en dos o tres días?

Así lo acordaron. Ruc-Fin-Dol, se volvió a su cabaña, donde continuó meditando por un tiempo. «¡La de cosas nuevas que están ocurriendo estos días! ¡No sé dónde iremos a parar!»


El pobre Ruc estaba siendo sometido a cambios muy profundos. No sólo había conocido lo de «mío» (definido como «no es tuyo»), sino que alguien ponía en crisis su modo de vida habitual. Hasta entonces las cosas eran muy sencillas: unos trabajan en el campo, con lo que se alimentaban, incluyéndose los urgitas, ¡faltaría más! Es cierto que también hacían otras cosas (como vasijas) y que más de un trueque se realizaba.

Lo que le causaba impacto a Ruc, era que una persona que, primero, no iba a trabajar la tierra, y segundo, que no era uno de sus soldados, fuera a acceder a una parte de los alimentos que se produjeran.

 Una nueva clase había aparecido ante Ruc, quien supo ver, después de recuperarse del choque (las costumbres no se cambian de la noche a la mañana), las ventajas que esta situación produciría.

Otra cosa pensó Ruc. Tyi, no iba recibir ni la más mínima porción de la parte que les correspondía a él y a los suyos. Los aldeanos tendrían que producir más, o echar mano a sus reservas, para pagar a Tyi.

Nuestra aldea va haciéndose más compleja. Ya no todos hacen de todo: Los campesinos, quizá los menos diversificados, trabajan en el campo y con los animales, construyen sus chozas, curten sus pieles, hacen sus vasijas...

Los soldados defienden y no hacen nada más... Aunque esto es inexacto. Alguien está empezando a actuar aportando a la sociedad un elemento inmaterial, cuya influencia es simplemente inconmensurable. Este alguien se llama Poder. El elemento que produce, se llama, en plural, Decisiones. Y las Decisiones afectan a toda la sociedad en todos sus ámbitos: político, social, cultural, etc. y por supuesto económico.

Por último, el albañil, que va a realizar algo para la Comunidad y que en pago espera que la misma contribuya a su manutención... y si es posible obtener algo más, mejor que mejor.

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Ahora sí, la primera gran Revolución económica de la Humanidad está arrancando.


Por fin Bops'z se había casado. El decano de los solteros había acabado por entrar en el Gran Club. Para ser sinceros, tendríamos que decir que lo habían casado. Una jovenzuela urgita, Etem, se había encaprichado de él desde el primer día que lo vio. A partir de ese momento el cerco en torno a Bops'z se cerró. Su destino estaba fijado.

Etem, igual de seductora que una boa constrictor aunque no tan delicada, no se anduvo con muchos rodeos con Bops'z y le dijo a las claras lo que pretendía:

—Tú serás mi marido y ¡ojo con las otras mujeres!

He intentado averiguar que es lo que vio Etem en el pobre de Bops'z, pero un velo de silencio se extiende sobre la historia. De todos modos, poco importa. Etem, una vez tomada la decisión, la comunicó a los suyos, quienes, al igual que yo, no comprendieron las razones de aquel enamoramiento.

No es que ya estuviera mal visto el cruce entre dos miembros de castas diferentes (para que tal prejuicio estuviera en vigor sería preciso una sociedad más civilizada), simplemente no les entraba en la cabeza que se quisiera emparejar con un campesino, así que la dejaron que hiciera su real voluntad.

Etem, que ni de lejos aspiraba a ser la mujer de un sencillo agricultor, desde el día de su boda empujó a Bops'z a ser más.

—Me han dicho que en un poblado del Oeste existen unos artesanos que son una auténtica maravilla en el acabado de la piedra. Quiero viajar y conocer lo que se hace por ahí fuera.

La ambición de Etem no era de riquezas, se precisaría todavía una cosa para que ese concepto hiciera aparición en nuestro mundo. Ella quería un cierto prestigio social del que el campesinado estaba en aquellos momentos muy alejado.

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La misma mañana que emprendieron el viaje de bodas, costumbre que posteriormente se pondría muy de moda, Tyi se dirigía caminando lentamente hacia la cabaña de Ruc-Fin-Dol. En su cabeza llevaba un montón de apreciaciones nada concretas y ningún cálculo. Cuando concluyó de exponer a Ruc sus previsiones, tirando muy por encima de lo que pensaba para no pillarse los dedos, éste cogió un buen cabreo.

—¿Cómo que por lo menos un año trabajando la mitad de los hombres? —cortó rápido Ruc—. De eso nada. Si alguien tiene la ocurrencia de atacarnos mientras, ¿les decimos que se esperen, que todavía no podemos atenderles?

—Fíjate que el muro es muy largo y tiene que ser grueso y fuerte —contestó con aplomo Tyi—; pero existe una posibilidad. Podemos empezar a hacer un pequeño terraplén con su zanja en los dos o tres lugares menos protegidos y luego ir ampliando el muro hasta hacerlo inexpugnable.

Aquello calmó a Ruc. La idea era buena y el tiempo en el que estarían emplazadas esas defensas mínimas, aceptable. En cuanto a la cantidad de hombres que trabajarían con él en el muro, no se especificó, pues ni el propio Ruc lo tenía claro. Por un lado con más hombres se acabaría antes, pero se desatenderían las faenas normales de la aldea. Llegaron a un compromiso flexible que dependería del número de «voluntarios» que estuvieran libres en cada momento. Una vez resuelto esto pasaron, finalmente, a hablar de las cuestiones económicas.

—Cinco (se quedaron en tres) sacos de trigo por cada luna que trabaje, una cabra cada dos lunas (cada cuatro), una medida de carne cada siete días (cada diez), un sitio, materiales y «voluntarios » que me ayuden a levantar mi propia casa (concedido), tres (algo menos)... —y con unas pocas cosas más quedó cerrado el trato.

Inmediatamente después, Ruc se reunió con Grafd'z para explicarle las cláusulas del contrato que acababa de sellar:

—Me gustaría hablar contigo de tu magnífica idea de construir un muro —empezó dorando la píldora Ruc—...

—... y además piensa que con los tiempos que corren, en cualquier momento puede venir un grupo que arrase «tu» aldea — concluyó su larga y florida explicación.

—De acuerdo —le respondió el débil Grafd'z, quien pese a no ver claro que tuvieran que «pagar» ellos y encima trabajar en la muralla, no se atrevió a contradecir a Ruc. Una vez más deberían producir más cosas para un tercero. Lo que sí le parecía bien, incluso le enorgullecía, era que su idea fuera a llevarse a cabo.

Grafd'z reunió a los suyos y les trasladó su conversación con el jefe de los urgitas.

—De acuerdo, de acuerdo, de acuerdo... —habían ido asintiendo complacidos a la exposición de su jefe (ellos ya habían dicho que «se tendría» que hacer «algo»).

 —...¿Cómo? ¿Cuánto me toca dar a mí? —cambió su estado de ánimo en el justo momento que cobraron conciencia de lo que tendrían que pagar cada uno de ellos.


El impuesto acababa de nacer. Desde el principio, nuestro grupo decidía lo que había que hacer y ellos mismos lo hacían. Posteriormente con la llegada de los urgitas, estos se limitaban, de tiempo en tiempo, a tomar lo que precisaban. En aquella última reunión, por el contrario, se había establecido un sistema de reparto de lo que cada uno tendría que aportar para la construcción del muro.

Existía una necesidad común a todos ellos y en común tendrían que soportar su carga. No sólo se requería su trabajo, eso era lo habitual y no les causaba ningún problema, sino que se les estaba pidiendo una parte de sus riquezas y del fruto de su esfuerzo.

Aquella parte era muy pequeña, ya crecería luego, pero aún así les produjo un amargo dolor de corazón (el mismo que siente Ud. cuando al rellenar su declaración de renta le sale «a pagar»).

Los impuestos van a llevarse un pedazo considerable del excedente que produce una sociedad, con lo que su influencia sobre el sistema económico va a ser enorme. Pero en este pasaje sólo quiero explicar lo que son y lo que significan.

Existen necesidades generales a toda la sociedad y toda la sociedad paga para que se cubran dichas necesidades. Hasta ahí, perfecto. Una parte del excedente sale de quien lo ha producido y llega a otro que se encargará de realizar una serie de tareas para toda la comunidad.

Pero esto es la teoría. En realidad existe un montón de cuestiones sin solucionar. ¿Cuánto debe aportar cada cual? ¿Quién lo decide? ¿Quién aprueba lo que se ha de hacer? ¿Qué realizar primero? ¿En qué zona empezar? ¿...?

La respuesta a estas preguntas sigue discutiéndose año tras año.


Habían dado comienzo la obras de construcción de la muralla. Las partes Este y Sur de la colina eran las de más fácil acceso por lo que Tyi junto con su hijo mayor y cinco aldeanos, entre ellos Pald'z y Wult'z, empezaron por la Sur a excavar una profunda zanja. Iban amontonando la tierra que extraían sobre la parte posterior del foso, con el objeto que los posibles atacantes tuvieran que sortear primero el agujero y luego escalar la pared que iban formando.

El lado Norte y buena parte del Oeste, disponían de unas defensas naturales que precisarían de muy pocos retoques. El terreno era de pendiente muy inclinado que finalizaba en bastantes sitios en rocas. Quedarían acabadas simplemente cubriendo los huecos entre roca y roca, elevando con tierra aquellas más bajas y haciendo más verticales las cuestas mediante el vaciado de las mismas.

Si se decidieron a construir por el Sur era porque por el Este existía una amplia explanada casi libre de obstáculos que permitía una amplia visión de la zona. No obstante esa parte debería ser cubierta inmediatamente se finalizara la Sur.

Las condiciones del terreno no constituían mayor problema. Sus dificultades provenían de sus instrumentos. Varas y cuñas de madera, hachas de piedra que no servían mucho como azadas y capazos para transportar la tierra extraída.

Después del primer día, la mayoría de los útiles quedaron destrozados. Tyi habló con los «voluntarios» y decidieron que Pald'z y Wult'z se dedicarían a reconstruir las herramientas mientras el resto seguía en las obras. El propio Tyi les explicó cómo hacer alguno de los instrumentos para la obra, arados, picas y cuñas de madera más resistentes, qué tipo de piedra usar y cómo tallarla para usarla como azada, etc.

A continuación se dirigió a Grafd'z para exponerle la conveniencia de que otro grupo se dedicara a recoger piedras grandes y pequeñas con las que levantar algunas partes de la muralla que así lo requerían (y para su casa también, aunque esto, claro, se lo calló)

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Etem y Bops'z viajaban de poblado en poblado acompañados de un buey cargado de provisiones y piezas de cerámica. Habían enviado un mensaje a un conocido suyo de otra aldea en el que decían que le pensaban efectuar una visita. Asimismo, le rogaban que si tenía algún conocido en otro emplazamiento, le pidiera, como favor, que le comunicara su paso por aquella otra población y si fuera posible los atendiera.

Con este sencillo sistema de comunicación eran maravillosamente recibidos por donde iban. La hospitalidad, sobre todo si se tenían referencias de un conocido, funcionaba admirablemente.

Descansando en las casas de sus anfitriones y agasajados exageradamente, cuando dejaban un poblado acababan con el buey más cargado de provisiones que cuando salieron de Aldea-Colina.

—¡Venga! Llévate este saco con comida, nunca se sabe lo que os hará falta —les ofrecían.

—No, de verdad. No nos cabe más en el buey —era su respuesta.

Con el tiempo aprendieron a entregar ellos mismos un obsequio, alguna pieza de cerámica o algo de comida que no conocieran sus anfitriones. Con ello, no sólo aliviaban al pobre buey, sino que estrechaban más si cabe, sus lazos de amistad.

Pasaban varios días en cada lugar y conocían sus costumbres y maneras de hacer las cosas.

—¿Qué es eso? —preguntó Bops'z a su huésped que estaba golpeando una especie de piedra con otra después de sacarla del horno.

—Lo llamamos cobre —respondió—, y es una piedra prodigiosa, pues cuando está caliente puedes hacerla cambiar de forma, si sabes pegarle adecuadamen...

—¿Y para qué sirve? —continuó preguntando atropelladamente.

—Con ella hacemos puntas de lanza y hachas —volvió a responder—, aunque el uso las deforma y tenemos que volver moldearlas. ¡Mira! ahí tienes varias.

¡Qué maravilla! —exclamó al acercarse para verlas mejor—. Son auténticamente fantásticas. ¡L...! ¿Qué son esos objetos amarillos de la esquina? ¡Me encantan!

—Son adornos de oro —siguió respondiendo el hombre cada vez más complacido—. Se hacen de otra piedra parecida aunque más blanda y por eso más fácil de trabajar. Para hacer armas no son muy útiles, pero sí para adornos. A los hombres y mujeres les encanta.

Bops'z estaba impresionado. De todos los lugares que habían visitado, incluyendo aquél en el que el labrado de la piedra alcanzaba su perfección, éste último era el que más le fascinaba.

Etem fue fácilmente persuadida para que se quedaran con el forjador todo el tiempo que fuera preciso. Allí aprendió a reconocer las piedras, a calentarlas y moldearlas, siempre dirigido por un maestro orgulloso de lo que era capaz de enseñar a su aprendiz.

Cuando Bops'z comprendió que su formación había concluido, dejaron con lástima la aldea, pues el cariño era recíproco. Antes, «tuvieron» que llevarse una buena cantidad de adornos y útiles que el forjador, en prenda de tal afecto, les regaló.

Pese al grado de progreso alcanzado en el tallado y esmerilado de la piedra de sílex («Millones de años de experiencia avalan la calidad de nuestros productos», podría haber rezado su eslogan publicitario), algo en el interior de Bops'z le decía que aquella antigua técnica había quedado obsoleta.

Un día de viaje llevaban, cuando por la senda por la que se desplazaban vieron venir un buey y detrás de él un hombre. Habría sido algo de lo más corriente, de no ser porque el hombre no movía los pies. Iba erguido, orgullosamente, sobre un artefacto que el buey arrastraba sin dificultad.

—¡Hola buen hombre! —saludó Etem con clara intención de hacerle detener y entablar conversación—. ¡Qué los dioses te bendigan!

Juzemplabt no se dignó responder. Él, primogénito del gran señor de Urry, no se entretenía con paletos. Pero las dos inauditas hachas que vio al costado del otro buey le hicieron cambiar de idea.

—¿Quiénes sois? —preguntó sin desviar la mirada del objeto de su interés.

—...dea-Colina —acertó a comprender. Su mente seguía en otra dimensión.

—¿Qué es eso? —señaló con el dedo.

Etem, a quien los malos modos le cargaban cantidad (a no ser que fueran los suyos), miró al joven un largo rato sin responder. Aquel silencio hizo desviar la mirada a Juzemplabt hacia Etem. Durante un prolongado lapso se exploraron midiéndose con los ojos.

—Son hachas, señor —respondió Bops'z.

Si Etem hubiera tenido a mano una de las hachas la habría hincado en medio de la mollera de su marido. Pero como no las tenía, simplemente lo fulminó con una instantánea pero intensa mirada. Bops'z ya no abrió la boca. Habría sido incapaz. Sus cuerdas vocales se habían pegado.

Juzemplabt descendió de su plataforma y dirigiéndose a Etem con la mejor de sus sonrisas, dijo:

—Permitid que me presente, soy Juzemplabt hijo del gran señor de Urry, el próximo pueblo que encontraréis —su tono había cambiado. Iba a conseguir esas hachas como fuera. Empezó por las buenas—. He quedado sorprendido al ver las hachas. ¿Podría tocarlas?

Etem, ya más relajada, cambió de actitud asimismo. A ella también le interesaba estar a buenas.

—... ¿y qué es eso sobre lo que venías montado? —preguntó en medio de sus explicaciones acerca de la bondad de las hachas en cuestión.

—Es un carro que va montado sobre estas dos cosas que llamamos ruedas y que el buey, o una persona, puede arrastrar sin apenas esfuerzo. Además de llevar personas, puede ponérsele una carga.

Si decimos que en un abrir y cerrar de ojos, cuando ambas partes comprendieron qué era lo que la otra quería, se cerró el trato, no exageraríamos lo más mínimo. Los dos se alejaron rápidamente, pensando que habían hecho el negocio de su vida y temiendo que la otra se arrepintiera.

«¡Vaya, vaya! —se jactaba Juzemplabt mientras seguía su camino sobre los lomos del buey—. En Urry puedo conseguir todos los carros que quiera, pero estas hachas son magníficas.»

—¡Mira que hemos sido listos, Bops'z! —se ufanaba por su parte Etem-. Tú puedes hacer todas las hachas que necesites y este carro nos va a venir de perillas para cargarlo con todo lo que llevamos encima.

Desarraigados

Les daban el nombre de desarraigados, aunque su destierro había sido voluntario. Odiaban el trabajo de la tierra y la sumisión que implicaba. Vivían en pequeños grupos dedicados a la caza y al pillaje. Las cosas raramente les iban bien, pues frecuentemente salían trasquilados cuando se enfrentaban a los habitantes de los poblados de la comarca. Famélicos y desesperados, no daban a la vida humana, incluida la suya, la menor importancia.

Así habría sido indefinidamente de no mediar la aparición de Jigkesh. Alto, fuerte y de grandes ojos obscuros, que imponían respeto cuando se clavaban fijamente en alguien. Había nacido para ser líder y lo sabía. Los que lo seguían lo adoraban. No porque fuera un ser dulce y comprensivo, sino porque era duro, despiadado y justo; les llevaba dónde él quería que fuesen porque sabían que ese era el lugar donde debían llegar. No había fallado nunca en ninguna de sus acciones.

—Es hora de dejar de vagabundear —había dicho una noche a sus colaboradores más próximos—. Vamos a tomar posesión y gobernar las tierras que precisemos. Y las mejores son las de Aldea- Colina. Antes que acaben su muralla, hemos de echar a los urgitas.

—Dispersad a los hombres —siguió dando órdenes—. Cada uno con su familia que tome caminos diferentes. Dentro siete días, ni uno antes ni uno después, deberán haber llegado al lago de Tres- Ríos. Al octavo, atacaremos.

A lo largo de ese séptimo día fueron llegando los desarraigados. Lo primero que veían, nada más entrar en la zona donde se cobijaban, era las cabezas separadas de los cuerpos de tres hombres.

Un poco más lejos, yacían los cadáveres desnudos de sus mujeres e hijos.

—Jigkesh dijo siete días, ni uno más ni uno menos —se encargaba un hombre de explicar a los recién llegados tan macabra exhibición.

Al amanecer del octavo día, los reunió y explicó su plan de ataque:

—Los urgitas son un desastre. Están gordos y confiados. No montan ningún tipo de guardia. Antes de que acabe el día habremos conquistado Aldea-Colina. Nos acercaremos por el Norte, pero haremos la acometida por el Este. Allí no hay nadie, están todos en el Sur trabajando en su muralla. Una cosa más, matad a los urgitas, pero dejad en paz a los campesinos. No los toquéis si no os atacan, cosa que no creo que hagan. Deben seguir labrando la tierra para nosotros. Hizo una breve pausa, pues había algo que quería remarcar:

—Recordad mis instrucciones. No son broma. Esas tres cabezas así lo atestiguan. No fue por mi capricho, pero nadie no autorizado debía estar aquí antes de tiempo para no dar pie a que se propagase la noticia de nuestra situación.

Ruc-Fin-Dol, en Aldea-Colina, ni estaba gordo ni confiado. De hecho, le preocupaban sobremanera los desarraigados y en sus frecuentes conversaciones con Sald-Bua, el tema salía a relucir. Si bien sus hombres llevaban una vida cómoda y fácil, no era menos cierto que todos los días les hacía realizar prácticas. El motivo por el que Jigkesh pensaba lo contrario era culpa suya. Su engreimiento le llevó a esta conclusión el día que haciéndose pasar por un viajero llegó a Aldea-Colina en calidad de espía.

Quiso la suerte que ese día hubiera marcha. En plena jarana, los urgitas y otras mujeres no estaban dando un espectáculo muy edificante. La razón de la fiesta está olvidado, tampoco necesitaban ninguna gran excusa para montársela, pero lo que sí es cierto, es que se montó una buena.

Jigkesh, sumó rápidamente dos y dos, veintidós, sacando apresuradamente sus conclusiones. Como era el jefe, era el que más sabía. La «verdad» era lo que él había visto y ya no necesitaba ningún consejo: los urgitas eran un desastre.

Desastre fue el que se abatió sobre los desarraigados. Ya no pasarían a la Historia. Un líder fuerte, con ideas claras y con metas concretas, había llevado a los suyos a una hecatombe. No era la primera vez, ni sería la última.

Los urgitas, que ya estaban algo mosqueados por la desaparición de los desarraigados, dirigidos magistralmente por Ruc y Sald-Bua, supieron reaccionar a tiempo ante las primeras voces de alarma. Y como en toda película de acción que se precie, la batalla concluyó con el combate singular entre el «bueno» y el «malo».

El que Ruc, más viejo y menos fuerte que Jigkesh, se hiciera ayudar por un par de sus mejores hombres, fue borrado de los anales de la batalla. No era cosa de sembrar la Historia con pequeñeces.

Sald-Bua se contó entre los que no lo contaron. Sobre el campo de batalla quedaron los cuerpos de los bravos guerreros (los nuestros) y las piltrafas de los del enemigo. Como no resultaban muy estéticos, se pusieron a la tarea de dejarlo bien arregladito, con los nuestros pulcramente guardados bajo tierra (con todos los honores). Estos monumentos erigidos en honor a la barbarie humana es mejor presentarlos idealizados.

Este enfrentamiento tuvo, asimismo, una consecuencia novedosa. Los urgitas y el resto de la comunidad, empezaron a ver a Ruc-Fin-Dol como algo más que un hombre: lo proclamaron Rey.

El título, en sí, dejaba frío a Ruc. Tenía claro quien sería el Rey de haber perdido la contienda. Sin embargo, lo aceptó porque tenía claras ventajas políticas. Sus decisiones serían, a partir de ese momento, «reales» y por tanto casi, casi, divinas. (No faltaba mucho para que los reyes «comprendieran» que ellos y sus descendientes estaban emparentados directamente con las alturas).

La vida en Aldea-Colina siguió. Se aceleró la construcción de la muralla y fueron llegando nuevos inmigrantes.

Regreso

Un buen día, Pald'z, salió precipitadamente de su taller cuando entre un creciente ruido de algarabía, atinó a descifrar que su amigo Bops'z estaba de regreso.

Posiblemente la expresión quedarse alelado nació cuando Pald'z puso aquella cara de estupefacción al ver a la pareja vestida con algo que no eran pieles, adornada con otra cosa que no eran huesos, armada con lo que no era piedra y que venía caminando sin mover los pies ni tocar el suelo.

Por toda la ciudad se corrió el rumor de su entrada majestuosa. En otro tiempo se habría reunido la tribu al completo alrededor del fuego y habría escuchado con un entusiasmo al borde del éxtasis, la narración de las aventuras de su viaje. Como esto ya no era posible, la reunión o mejor reuniones, se celebraron dentro del círculo íntimo de sus amistades.

—... fue estupendo —seguía Etem hablando y hablando a Lerud'x y resto de las mujeres—. Pero, además de las joyas que son cosa aparte, la confección de los vestidos de lana...

—... utilísimo —hablaba simultáneamente Bops'z a los hombres—, el carro es utilísimo. Puedes llevar toda la carga del mundo o puedes ir subido en él sin cansarte,...

—... desde luego con estos trapitos estamos monísimas —risitas contenidas de las mujeres—, vamos a hacer furor. Si quieres una vara de tejido te la cambio por ... (Siento emplear esta trillada frase, pero de verdad se dijo esto por primera vez en la Historia.)

—... las hachas —hizo Bops'z una pausa significativa—, las hachas son poderosísimas. Voy a dedicarme a hacerlas. Cuando tenga alguna, hablaremos, no por nada sois vosotros mis amigos y siempre os trataré mejor que a nadie.

—...¿Os he contado? —y así siguió la velada.


Bops'z y Etem habían hecho algo más que un viaje de bodas. En realidad, ha sido una estupenda excusa para asomarnos, a vuelapluma, a las portentosas mejoras que el hombre iba produciendo: la rueda, el tejido, la forja de metales, que junto a los ya conocidos, agricultura, cerámica, construcción, etc., configuraron el desarrollo de nuestra sociedad.

Pero nunca el desarrollo es meramente técnico, se necesita en paralelo uno político y social. El primero, el nacimiento de la realeza, implicaría un cambio revolucionario desde arriba...

La división del trabajo, revolucionaría la organización social...


El día que murió, de viejo, Pald'z en su modesta casa del centro de Aldea-Colina, reinaba Duan-Kell. Después de la «gloriosa» muerte de Sald-Bua, lugarteniente y brazo derecho de Ruc-Fin- Dol, éste había llamado a Duan para que ocupara el sitio del finado.

Sin ser consciente de su error, pretendió ganarse a la oposición a su reinado mediante este acto. Pero Duan-Kell no era como el callado y eficaz Sald-Bua, pretendía algo más, especialmente ahora que su predecesor había desaparecido.

Si conocen la manera que el mar va socavando la costa, no creo preciso extenderme como Duan minó el poder de Ruc, sin que éste tuviera la más mínima idea de lo que pasaba a sus pies. Tampoco es ejemplarizante, el modo en que fue derrocado, humillado y muerto. Tan sólo decir que, cuando se levantó por la mañana tuvo la sensación que aquél iba a ser otro día maravilloso. En medio del dolor, físico y moral, que padeció durante su tortura, pensó amargamente en lo mucho que se había equivocado, y no únicamente esa mañana.

El primer acto del Gran Rey Duan-Kell fue el de mandar descuartizar a los hijos de Ruc, a sus familiares e íntimos. Así se juega a este juego.

Lo segundo fue rodearse de sus más allegados entre los que repartió honores, cargos y privilegios (a costa de los que trabajaban, claro). Había nacido la aristocracia.

Las murallas de la ciudad, acabadas largo tiempo, se estaban ampliando. Dos mil almas se hacinaban en la colina, más de la mitad fuera del muro original.

Tyi, se encargó de supervisar la construcción, aunque por su edad no le apetecía involucrarse demasiado en la faena. En verdad, quien dirigía las obras, era su primogénito. Él prefería vivir en su esplendorosa casa de dos pisos, la más imponente de entre las de los plebeyos, en medio de la mejor barriada.

Aquel barrio, se enorgullecía Tyi, era obra suya. Casas cuadradas, de piedra, con «puertas», a las que era fácil adosar nuevas estancias, contrastaban con las de los suburbios, cada día más sucias e insalubres.

Su vecina era la viuda Etem, rica gracias a un nuevo modo de ganarse la vida mediante hábiles trueques con las telas que se hacía importar. Sus hijos se dedicaban al trabajo de forjar los metales.

El Rey, nobles, artesanos, ceramistas, carpinteros, cesteros, tenderos, etcétera, etcétera, poblaban Aldea-Colina, que ya no era una ciudad autosuficiente, pues precisaba del intercambio con los agricultores y ganaderos.

Pongamos punto final a nuestra particular visión de la Prehistoria. Muchas más cosas estaban ocurriendo o a punto de aparecer. Por ahora, es suficiente que tengamos en mente los inverosímiles cambios que se habían producido en esos cinco mil años (- 8.000 a -3.000) y como la sociedad se hace inconcebiblemente compleja.


Hemos visto en este capítulo que parte del género humano deja de ser nómada para convertirse en sedentario. Quizá este cambio se debió a las favorables condiciones climáticas después de la última glaciación. Pero, sobre todo, fue la existencia de unas amplias tierras fértiles, lo que hizo que determinadas tribus pudieran vivir en ellas permanentemente.

Esto trajo consigo una transformación substancial: al dejar de vagar, las mejoras e innovaciones que el hombre creaba no tenían que ser abandonadas cada vez que tenían que mudarse de lugar en pos del alimento. Simultáneamente, podían permitirse el lujo de pensar en la realización de cosas más consistentes: las casas se hacen de piedra, se modifica el entorno para que le proporcione sustento, se confeccionan objetos de cerámica, se trabajan los metales, se construyen poblados fortificados, se organiza socialmente...

El nacimiento de la agricultura fue inevitable. El que viera la luz en cuatro sitios independientes y casi simultáneamente así lo demuestra. Aquella agricultura fue el primer gran generador de excedente de la Humanidad. Los agricultores, como hemos visto, producían por encima de lo que necesitaban y ese exceso iba a parar al resto de los estamentos de su sociedad.

¡Cuidado con este punto! La agricultura genera excedente, por supuesto, pero no es en absoluto el único «agente» que lo produce. Los fisiócratas, una de las primeras corrientes de pensamiento económico, pensaban de ese modo. Incluso hoy en día me ha sorprendido leer algún artículo en ese mismo sentido.

Ese planteamiento es un error mayúsculo. Allí dónde unos hombres cubren, mediante su trabajo o sus bienes, una necesidad de otros hombres, se puede producir un excedente.

A los agricultores podremos, pues, añadir los albañiles, los artesanos, los que prestaban servicios, los que detentan el poder y como veremos, los nuevos estratos sociales con una participación activa en la actividad económica. Todos ellos, repito, todos ellos van a ser generadores de excedente.

Con los agricultores no existe discusión. Plantan unos puñados de simiente y recogen kilos y kilos. Una parte la destinarán a su consumo, otra como semilla para la próxima cosecha y la otra constituirá un exceso. En este caso, dicho exceso es físico. Se puede ver, tocar y medir.

¿Y los albañiles? Cada uno de ellos hará, a lo largo de su vida, más viviendas que las que necesita para él. Está produciendo también un exceso físico. Esto también parece evidente. De unos materiales diversos, creará una cosa totalmente diferente que satisfará, a otros miembros de la comunidad, la necesidad concreta de disponer de un habitáculo en el que vivir.

Con los artesanos ocurre lo mismo. Pero ¿y con el Poder? ¿y con los servicios? Confío que los ejemplos de Ruc-Fin-Dol y de Shemi en estos dos primeros capítulos, hayan aportado claridad al asunto. El Poder produce Decisiones que afectan a la vida económica (y no sólo económica) de la sociedad. La construcción de la muralla afectó irremisiblemente a Aldea-Colina. Shemi, pudo vivir de lo que producían los demás a cambio de un conjunto de habilidades que entretenían (que es una necesidad humana), curaban (también), y digamos, confortaban espiritualmente (por supuesto).

He estado usando en este último comentario dos palabras semejantes, exceso y excedente. La razón es simple. Un albañil, aparte de construir su propia casa, necesita comida y herramientas para poder seguir viviendo y trabajando. Por tanto, una parte de su exceso lo tendrá que intercambiar por el de los otros. Para expresarlo en números y cambiando de protagonista. Un alfarero habrá construido en un mes, pongamos, 700 tinajas. Necesitará para él 2. Su exceso de producción será de 698. Pero habrá tenido que comer carne y verduras. Habrá intercambiado 350, por alimentos. También habrá tenido que reponer parte de sus herramientas de trabajo, digamos por 98 tinajas. En resumen, este alfarero habrá producido un excedente de 250 tinajas.

Eso es lo que dirían los clásicos, y así es si así os parece... si no fuera porque por esa vía vamos a encontrarnos con un callejón sin salida. ¿Y los impuestos qué?, este alfarero habrá tenido que pagarlos, ¿no?

Además estamos hablando de un excedente meramente físico, muy facilón. Si nos preguntamos qué excedente genera una Compañía de seguros o una entidad financiera o un peluquero, vamos a tener graves problemas si lo queremos expresar en términos de unidades.

Asimismo, la distinción entre exceso y excedente, tal y como la hemos descrito, no está totalmente clara. Muchos no estarán de acuerdo con ella, quizá con razón. ¿Por qué el excedente debe ser de 250 tinajas y no de 698? En realidad el alfarero ha producido para la comunidad esas 698, y los demás han realizado un exceso de herramientas, alimentos, etc.

Un lío, ¿no?

Pero no nos compliquemos demasiado la vida. El excedente por difícil que sea de determinar, existe, es real (material o inmaterialmente). Lo importante es que está destinado a cubrir las necesidades de otros. Su definición exacta y su valoración no me preocupan tanto como el conocer cómo funciona y qué consecuencias tiene para el propio sistema económico.


Nos quedaba una pregunta del final del capítulo anterior. ¿Por qué unas tribus habían evolucionado y otras no? La respuesta se encuentra implícita a lo largo de este mismo capítulo. Unas tribus se hicieron sedentarias, conocieron la agricultura y ganadería, desarrollaron técnicas artesanales y comenzaron a trabajar los metales. Este conjunto fue el agente provocador del cambio.

Se habla de revolución neolítica o de revolución agrícola. Y en efecto fue una auténtica revolución. Pero no se trata de la primera gran Revolución económica, sino de su primer paso.

La Revolución económica se produce cuando la sociedad se diversifica en la generación y disfrute del excedente. Cada uno satisface a los demás una parte de sus necesidades. Con este radical cambio, la mejora de la productividad es enorme debido a la especialización. Se puede producir más y mejor excedente, se pueden satisfacer más necesidades diferentes y cada una de ellas de una manera más efectiva.

Me gustaría que este concepto quedara lo suficientemente resaltado. Nuestra sociedad evolucionó, está evolucionando y continuará evolucionando, porque ha cambiado su estructura inicial de una en la que cada miembro hace de todo para subsistir a otra en la que cada cual sólo realiza una parte y con ello el resultado final alcanzado es escandalosamente mayor, siendo de modo que, progresiva y continuamente va aumentando.

Las tribus nómadas eran grupos muy reducidos, de una a tres docenas de individuos. Los poblados del neolítico ya podían alcanzar unas dos mil personas; pequeñas en comparación con nuestros días, pero descomunales en comparación con los emplazamientos nómadas.

Gracias a la constante mejora en la satisfacción de las necesidades mutuas de los miembros de la sociedad, ésta podía crecer cuantitativamente. Con más personas, se podían atender más y mejor las necesidades, y consecuentemente, podía permitirse constar de más individuos. De este modo se estaba alimentando la espiral del crecimiento.

En suma, ese cambio social en la producción del excedente, de modo que cada miembro sólo satisface una necesidad del colectivo al que pertenece, pero eso sí, de una manera cada vez más especializada, constituye la primera gran Revolución económica. Es el motivo que nuestra sociedad haya alcanzado este grado exorbitante de desarrollo y que cuente con varios miles de millones de personas.

Iba a decir «y que alimente a varios miles de millones de personas », pero por desgracia esto no es cierto. Todavía. Sin embargo, es más que factible. Y si alguna meta oculta tiene este libro, es el poder abrir la sesera a más de uno para que comprenda que es posible esta utopía.