LA MEMORIA HISTÓRICA DE LOS PUEBLOS SUBORDINADOS

David Charles Wright Carr
Luis Enrique Ferro Vidal
Ricardo Contreras Soto

La lucha memorial indígena en El Salvador y el Uruguay: El uso político de las masacres genocidas para demandar reconocimiento y derechos como pueblos originarios

Natividad Gutiérrez Chong
Claudia Villagrán Muñoz
Universidad Nacional Autónoma de México

Resumen

Las historiografías de los Estados nacionales y de las esferas públicas hegemónicas latinoamericanas han olvidado y omitido constantemente la memoria de los pueblos indígenas en la construcción y difusión de sus representaciones sociales y discursos nacionalistas. A partir de la llamada reemergencia indígena de la década de los años noventa, no sólo ha habido una eclosión de nuevos líderes, demandas y estrategias de los pueblos originarios, sino que además se han ido multiplicando las “luchas memoriales” en torno a las masacres genocidas que pretendieron consagrar su muerte física y sociocultural. Dos casos paradigmáticos de estas particulares batallas por la memoria la están desarrollando los indígenas de El Salvador y los descendientes charrúas del Uruguay, transformando tales sucesos violentos en el argumento histórico para llevar adelante luchas políticas por el reconocimiento de su existencia y de sus derechos colectivos como pueblos originarios.

Palabras clave: luchas memoriales, masacres genocidas, reconocimiento derechos indígenas, descendiente charrúas Uruguay, indígenas El Salvador.

Memoria indígena para poder existir

“Para poder existir como indígena sin ser masacrado y que se me reconozcan los derechos internacionales ya consagrados”. Para que no sigan asesinándonos y diciendo que nos extinguimos, nos aculturamos y desaparecimos, negándonos así la posibilidad de exigir nuestros derechos territoriales, culturales, sociales y políticos. Porque si nos niegan el derecho a auto reconocernos y nombrarnos como indígenas, no tenemos derecho a ser lo que somos según nuestra propia cosmovisión como pueblo ancestral particular.


      En el presente, esta parece ser la máxima de los indígenas que han decidido recordar, denunciar y publicitar su memoria sobre la violencia genocida que han sufrido y que ha justificado, de manera engañosa y tergiversada, su irremediable extinción por parte de las historiografías nacionales. Todo esto, en un mundo inserto desde hace un par de décadas en un contexto de resurgimiento de los conflictos étnicos, la globalización y la valorización de la diversidad cultural.


      La demanda indígena por recuperar su historia sobre la base de su propia memoria, negada o tergiversada a propósito por las historiografías nacionales, no es nueva. Ya el movimiento indianista de los años setenta y ochenta del siglo pasado, precedente inmediato de la llamada reemergencia indígena de los años noventa, manifestaba como una de sus preocupaciones y demandas centrales el tema de la historia.1


      Las luchas memoriales para los pueblos indígenas siguen siendo un asunto crucial en la actualidad, no sólo para autoafirmarse y exigir derechos específicos, sino que además para legitimar ante la sociedad nacional la raigambre y validez histórica de sus demandas. Es decir, la memoria indígena no sólo ha permitido reafirmar sus identidades indígenas, recrear sus usos y costumbres, recordar sus estrategias de luchas útiles en el pasado, rescatar sus autoridades tradicionales, sino que también se ha ido convirtiendo en una herramienta poderosa de legitimación política frente a las sociedades excluyentes y discriminantes.


      Es más, la lucha memorial indígena ha sido la piedra angular que les ha permitido alzar la voz para decir que aún viven y existen en contextos de absoluta negación por parte de aquellos Estados nacionales que han impuesto un “blanquismo”2 por el fusil y la palabra; al haber perpetrado masacres genocidas, decretado olvidos historiográficos y difundir discursos negadores de lo indígena en las esferas públicas nacionales.


      Dos casos emblemáticos de este tipo de lucha memorial se vienen desarrollando en los últimos dos decenios en El Salvador y en la República Oriental del Uruguay, sobre los cuáles profundizaremos en el presente texto.


      En ambos casos, la argumentación oficial con la cual se ha negado la existencia y derechos indígenas, ha sido la supuesta extinción de los pueblos originarios en la noche de la historia. Se ha buscado negar la verdad para decir que tal supuesta extinción se originó sólo durante la conquista y la colonia, con la perpetración ominosa de masacres genocidas hacia las poblaciones originarias.


      De esta forma los Estados nacionales han ocultado sus responsabilidades en sucesos con carácter genocida, como lo constituyen la Batalla de Salsipuedes (1831) en contra de los Charrúas, liderada por el primer presidente uruguayo Fructuoso Rivera, y la Masacre de 1932 en el occidente salvadoreño, contra nahua pipiles, ordenada por el general Hernández Martínez.


      En ambos casos, la argumentación de las organizaciones indígenas salvadoreñas y de descendientes de charrúas uruguayos ha partido de denunciar tales masacres y, a partir de ellas, fundamentar que no todos murieron, que no todos se aculturaron y que el ser indígena sigue existiendo a pesar de tan extremo atentado a su vida humana y existencia cultural. Tal primer reconocimiento es la base para poder continuar con la lucha política por sus derechos indígenas reconocidos internacionalmente. No se puede demandar derechos específicos sino se existe como una comunidad con derechos específicos.
     

Antes de analizar los detalles de los casos salvadoreños y uruguayos, revisaremos algunas discusiones conceptuales pertinentes para hilvanar las masacres genocidas y los discursos de extinción con las luchas memoriales con objetivos políticos. Posteriormente, daremos cuenta de la demanda por reconocimiento de existencia y derechos de los indígenas organizados de ambos países, los cuáles comienzan a cosechar algunos logros. Cerraremos esta argumentación, a modo de conclusión, con algunas reflexiones.

Deshumanización indígena y la reorganización nacional

De acuerdo a nuestra investigación de largo aliento, que ha tenido por objeto identificar las características específicas de la conflictividad indígena en América Latina,3 encontramos una extendida violencia receptora, es decir, que es ejercida con frecuencia hacia las poblaciones indígenas, en la cual el indígena carece de medios para defenderse y que adquiere situaciones de alarma por tratarse de violaciones graves a los derechos humanos. En esta categoría, están: las masacres, los genocidios y/o los desplazamientos forzados.


      Los pueblos indígenas son los actores sociales que más violencia y masacres han sufrido, no sólo durante la conquista y colonia española, sino que también durante la conformación y consolidación de los Estados nacionales. Pero la violencia hacia el indígena no ha terminado, ellos siguen siendo deshumanizados a través del racismo, la discriminación y la intolerancia. Esto se explica por la ocurrencia de otros tipos de violencia como la simbólica o la indirecta (pobreza, marginación, falta de movilidad social, alta mortalidad debido a enfermedades curables, contaminación del medio ambiente).


      Cualquier forma de violencia genera daño y no ocurre de manera accidental, sino que obedece a un intento deliberado y con propósito (Chalk and Jonassohn, 1990). La razón para agredir se basa en la elaboración de profundas barreras que separan a un grupo de otro. Se destruye, se arremete, se lastima, porque se es miembro de otro grupo por pertenencia o por adscripción voluntaria.


      Para Herbert C. Kelman (1973) hay tres condiciones propicias para ejercer daño directo, sea éste perpetrado de forma individual o en conjunto: (1) que la violencia sea autorizada, (2) que las acciones sean de rutina y (3) que las víctimas de la violencia sean deshumanizadas (por ideología o indoctrinación). Como dice el autor, detrás de toda agresión colectiva hay una organización disciplinaria, una cadena de comandos que obedecen órdenes superiores.


      Las masacres genocidas a indígenas son frecuentes pero invisibilizadas. Tampoco son azarosas, accidentales o circunstanciales.4 Además, debe enfatizarse la responsabilidad protagónica del Estado que posibilita o, al menos no evita, un clima de terror muy frecuente entre las poblaciones indígenas.


      Es difícil que los Estados que han ratificado, desde 1948, la Convención de Naciones Unidas sobre Genocidio, acepten responsabilidad ante ejecuciones colectivas dentro de los límites de su soberanía. De ahí la resistencia del Estado uruguayo o salvadoreño para aceptar responsabilidad histórica de un exterminio planeado hacia sus poblaciones indígenas.


      También, para que este tipo de violencia se desencadene, se requiere de la complicidad y tolerancia estatal a las actividades de cuerpos armados. La victimización de indígenas ha resultado en exterminio y/o destrucción física, que no es sino una de las maneras para designar una extrema forma de violación a los derechos humanos, el delito de genocidio (Gutiérrez, 2009).


      Para tipificar la masacre de indígenas en genocidio, observemos la siguiente definición: “Genocidio es la intención de destruir físicamente a un grupo o a una parte de éste, porque son miembros de ése grupo. Es genocidio, sin importar, si todo el grupo o en partes es destruido” (Palmer, 2000, p. 23; el énfasis es nuestro).


      Según el Artículo II de la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio (Organización de Naciones Unidas) genocidio es: “cualquier acto que destruye o intente destruir físicamente, ya sea matando miembros del grupo (nacional, étnico, racial o religioso), causando daño físico o mental al grupo, infligir deliberadamente al grupo condiciones que le ocasionen la destrucción física a todos o a una parte, imponer medidas para prevenir nacimientos dentro del grupo, transferir forzosamente niños de un grupo a otro”.


      Es relevante destacar la injerencia del Estado, ya sea como ejecutor directo (Salsipuedes, Occidente salvadoreño, Holocausto, las 200 mil víctimas del genocidio maya en Guatemala) o en tolerancia y complicidad (masacres de Oaxaca, Chiapas y el Matto Grosso do Sul) ya que ante las llamadas de alerta de que un daño está por ocurrir, el Estado y sus cuerpos armados no actúan para evitar su desencadenamiento a manos de paramilitares o grupos que “hacen justicia con su propia mano” o por tolerar la proliferación de grupos que asumen violencia legítima (Bauman, 1988).


        En definidas cuentas, el continuo del genocidio (Espinosa, 2007) es una construcción social de larga data donde se desprestigia o quita de ciertos atributos valorables al “otro distinto” (minoría etnizada), para que el nosotros (mayoría institucionalizada), que ejerce un tipo de poder simbólico, político, social, o del tipo que sea, justifique sus acciones violentas –simbólicas, estructurales o directas– contra quienes considera inferiores, irrespetables, despojables, sancionables o asesinables. Para Espinosa, precisamente, la categoría creada de “lo indígena” viene a ser una categoría de ese proceso de deshumanización y exclusión, generando una “dispensabilidad de los indígenas”, respecto al cual el etnocidio no basta para explicar tal situación.


        Según esta misma autora, existen cuatro tipos de genocidios siguiendo una clasificación de Feierstein (2007),5 dos de los cuales se ejercieron claramente contra los indígenas en Latinoamérica. En las Américas, como se sabe, tuvo lugar un genocidio colonialista, por parte de la corona española, consistente en la aniquilación de población autóctona para someter, expoliar territorio y/o captar mano de obra. Finalmente, surge el genocidio reorganizador, que consiste en la aniquilación para transformar las relaciones sociales hegemónicas al interior de un Estado.
     

Para los casos que estamos analizando, creemos efectivamente que primero fueron las acciones que buscaban eliminarlos a través de un genocidio reorganizador (perpetrado por los Estados nacionales), para luego recurrir a mecanismos de violencia simbólica como a continuación revisaremos.

El discurso historiográfico oficial de la extinción

 Deshumanizados, inferiorizados y estigmatizados, los indígenas de Uruguay y El Salvador fueron víctimas del continuo del genocidio con fundamentos positivistas, evolucionistas, racistas y con pretensiones civilizatorias para el bien común de la sociedad mayoritaria. Su expresión máxima fue la Batalla de Salsipuedes (1831) y la Masacre de 1932 en el occidente salvadoreño, respectivamente.


      Luego entrarían los mecanismos discursivos y simbólicos para consagrar la versión oficial de la extinción y el olvido interesado de los indígenas, fuera a través de las narraciones historiográficas oficiales o fuera a través de la difusión de representaciones sociales mestizas o directamente europeizantes en las esferas públicas nacionales. Una especie de profilaxis de las costumbres, los fenotipos y las cosmovisiones.


      Ricoeur (2003) resalta que el trabajo historiográfico está ordenado en tres fases: la memoria que es rescatada por la historia y que implica olvido de ciertas memorias que, por alguna razón, alguien no quiere que sea recordada por la consagración historiográfica. Ese alguien generalmente es quien posee algún tipo de poder institucionalizado a través de mecanismos hegemónicos.
 

     Asimismo, la historia y su epistemología también son caracterizadas como un recorrido u “operación historiográfica” que atraviesa tres fases, entendidas éstas como “momentos metodológicos imbricados entre sí”. A saber: la fase documental, donde se anidan la constitución de archivos y las pruebas documentales. La fase explicativa/comprensiva donde se anidan los usos del porque como respuestas a las preguntas de ¿por qué? Y la tercera fase representativa, donde se alberga la configuración literaria del discurso y donde aparece la principal aporía de la memoria.


      En esta suerte de síntesis de la historia –atravesada por la memoria, la operación historiográfica y el olvido– quedan preguntas latentes que aparecen como constantes en la disciplina histórica. Éstas son: quién recuerda la memoria, qué memoria se elige y cuál no, quién y cómo transforma la memoria en historia a través de la operación historiográfica, sobre todo al escribirla, comprenderla e interpretarla.


      Pero, además, qué y por qué queda en el olvido, siendo claro que en Latinoamérica los indígenas no han participado del proceso de recuerdo ni de representación escritural de la memoria nacional. Muy por el contrario, alguien los ha olvidado constantemente en los discursos historiográficos para validarse como mayorías constitutivas de nacionalidad hegemónica.


      Para nuestros casos específicos, quienes generaron una memoria archivada y validada de los episodios de la Masacre de 1932 en El Salvador han sido los gobiernos de derecha y militares interesados en proteger la propiedad latifundista de una clase social y política, con el argumento de controlar los “indios comunistas” en un escenario de naciente guerra fría y de consolidación de despojo territorial indígena, como veremos más adelante.


      La Batalla de Salsipuedes de 1831, entre tanto, ha sido poco recordada en la historiografía uruguaya, ya que supondría el reconocimiento de una nación que surge con el signo de la traición a aquellos aguerridos indígenas charrúas que ayudaron a luchar en contra de las tropas españolas durante el proceso de la independencia de la ex Banda Oriental del Virreinato de La Plata.6


      Ahora bien, ¿cómo esta memoria indígena de la masacre archivada e interpretada por las historiografías nacionalistas ha podido zafarse de los olvidos y explicaciones interesadas de ciertos sectores de las sociedades nacionales fundadas en pretensiones monoétnicas?


      Creemos que es aquí donde entra el valor heurístico de las “luchas memoriales” para explicar y analizar la demanda por el reconocimiento de que hubo genocidio indígena en la Batalla de Salsipuedes y en la Matanza del 32, ya que los propios pueblos originarios organizados han estado pugnando por una revisión, reinterpretación y reconocimiento de tales sucesos desde sus perspectivas de lo que significaron tales hechos para ellos. Más allá que tales luchas memoriales con fines políticos no cumplan estrictamente con el requisito de relatar un “pasado presente coetáneo”, sobre todo en el caso de las movilizaciones de los descendientes de charrúas en Uruguay.


      Siguiendo algunos postulados esenciales de Allier (2010), en la historia de la memoria lo importante no es el acontecimiento en sí, “sino las representaciones que de ese pasado se manejan en el presente. Es una historia que pone énfasis en los actores y las representaciones: no busca conocer la ‘realidad’ de los sucesos pasados […], sino cuáles han sido y son las creencias, memorias y presentaciones alrededor de ese pasado” (p. 11). En el caso que nos aboca, claramente hay creencias contrapuestas entre lo que sucedió después de los hechos signados, según la versión del Estado nacional y según la de las organizaciones indígenas actuales.


      En este marco es que las luchas memoriales adquieren su significación de “usos políticos del pasado”, entendidos éstos como “la utilización que del pasado hacen grupos e instituciones de una sociedad por cuestiones identitarias y/o de intereses ligados al presente” (Allier, p. 16). Estos usos políticos del pasado son los que dan sustento a las “luchas memoriales”, definidas porque poseen como “fines primordiales que una visión e interpretación del pasado (realizada desde el presente) reine sobre el resto de las representaciones, es decir, que se transforme en hegemónica en el espacio público” (p. 17).


      Cabe precisar que la lucha memorial indígena no pretende ser hegemónica necesariamente en las representaciones sociales a exponer en la esfera pública, sino simplemente tener un lugar de reconocimiento social, simbólico, cultural que jamás ha tenido por el continuo genocida que ha afectado a nivel general a las sociedades latinoamericanas y de manera aún más dramática en los casos que aquí profundizamos.


      Por otro lado, en el desarrollo de su argumentación, Allier manifiesta que las pretensiones políticas del uso de la memoria pueden ir, según el caso, en contra del olvido y de la no justicia, al tiempo que pueden propugnar el perdón y el resarcimiento.


      Extrapolando tales pretensiones, creemos que los posibles usos políticos del pasado de las masacres de Salsipuedes y del occidente salvadoreño tienen que ver con dos demandas cruciales. En primer lugar, revisar tales hechos genocidas para fundamentar su existencia como grupos sociales con una cultura e identidad particular, con el fin último de derribar la representación social de la extinción indígena. Para, en un segundo momento, reconocida su existencia física y cultural, demandar sus derechos colectivos como pueblos originarios que sufrieron tales operaciones de violencia física y simbólica liquidacionistas.


      Entonces, las preguntas ahora son: ¿Cómo los indígenas recuerdan y representan los hechos de Salsipuedes y del occidente salvadoreño? Y, ¿Cómo lo utilizan políticamente?

En Izalco no murieron todos: indígenas salvadoreños y remoración política de la masacre de 1932

La toponimia actual salvadoreña está plagada de nombres náhuat que hablan de un pasado indígena y que hace contrapunto con las pretensiones de una sociedad y de una clase política de derecha que hasta antes de la asunción de la izquierda al poder –a través del presidente Mauricio Funes (junio de 2009)–, negaba a muerte la existencia actual de los indígenas, puesto que en “Izalco se derrotó al comunismo” y, por ende, se había exterminado a los indígenas.7


      Chapin (1996) ofrece una completa panorámica respecto a la población indígena de El Salvador, sosteniendo la tesis de que estas poblaciones han permanecido invisibles a pesar de existir y en número considerable,8 lo que contrasta con la creencia popular de inexistencia, incluso por los estudiosos de América Central que creen que los indígenas fueron aculturados y desaparecidos hace muchos años:

A poca distancia de San Salvador se encuentran zonas en las que sus habitantes se identifican o son identificados por quienes los rodean como naturales o indios, y las personas que no son indios y están en ese medio se llaman ladinos. Existen grandes concentraciones de indios en los departamentos de Sonsonate, La Libertad, Ahuachapán y (en menor grado) Santa Ana, al occidente del país. En Sonsonate, los pueblos de Nahuizalco e Izalco tienen un marcado carácter indígena y la mayoría de la población que vive en asentamientos rurales, o cantones, por toda la región occidental está formada por indígenas (p. 301).

      Ahora bien, la denominada Masacre de 1932 fue una insurrección brutalmente reprimida, provocada por la debacle de los precios del café como consecuencia de la depresión de 1929, a la movilización de los comunistas y la ideologización que realizaron sobre los indígenas y/o a las condiciones de extrema desigualdad social entre hacendados y campesinos, según la lectura de diversos autores:

Los agitadores –comunistas militantes y líderes laborales– pudieron convencer a los indios de que se sublevaran y atacaran a los terratenientes y a los comerciantes ladinos. La violencia siguiente, en forma de rebelión armada y saqueos esporádicos, duró más de 72 horas y fue perpetrada por varios millares de indios armados con machetes (Chapin, 1996, p. 308).

      La represión no se hizo esperar por parte del Ejército al mando del general golpista Maximiliano Hernández Martínez –quien gobernó de facto el Salvador entre 1931 y 1944– persiguiendo a los alzados. Las cifras sin precisar hablan de, entre 15 mil y 50 mil asesinados, las controversias se suscitan respecto a quiénes fueron los que actores sociales que se alzaron: comunistas, indígenas o campesinos.


      No obstante, el efecto para los indígenas, quienes de niños presenciaron la represión o escucharon a sus padres y abuelos sobre las ejecuciones y fusilamientos masivos fue claro: ocultar su vestimenta, lengua indígena y –sobretodo– su auto adscripción como tales, incluso hasta la actualidad.

[…] el ejército comenzó deteniendo a las personas directamente involucradas en el conflicto, luego persiguió a todas las que tuvieran rasgos raciales indígenas o se vistieran con ropa “indígena”. Los soldados pusieron a los presos en línea, los mataron a tiros y enterraron sus cadáveres en fosas comunes […] la masacre fue extensa. Incluyó a hombres, mujeres y niños y sus consecuencias para la población indígena fueron devastadoras. Se dio rienda suelta al odio –y al temor– que por naturaleza les tenían los ladinos a los indios y por eso se le unió el temido sello del comunismo para crear la imagen ideológica del “indio comunista” […]. En los decenios siguientes, los indios de El Salvador se escondieron, negaban su existencia al mundo exterior y ocultaban su identidad (Chapin, 1996, p. 308).9

      Para Gould y Lauria (2008), en tanto, no es concluyente que la revuelta haya sido meramente indígena ya que, tanto “indígenas, como ladinos y otros con indeterminadas y fluidas identidades étnicas y de clase” participaron en ambos bandos de la revuelta de 1932.


      Respecto al tema del genocidio indígena que los sucesos de la Masacre marcarían, en tanto, prefieren matizar tal afirmación, al manifestar que la persecución indígena no fue tan insistente y consistente como en el vecino Guatemala. No obstante, al considerar que la élite cafetalera, política y militar se consideraba superior racialmente, a partir de un marcador fenotípico como el color de la piel blanco por sobre el oscuro de los indios, terminan concluyendo que si hubo una intención genocida en la persecución:

[…] el motivo principal del régimen –aplastar la insurrección e infundir miedo y terror en los corazones y en las mentes de los pobres del campo– se fusionó con una intención enmarcada por el racismo y sobredeterminada por el odio de clases, con el resultado de que se mató a miles de personas en una forma de genocidio (Gould/Lauria, 2008, p. 285).

      Ahora bien, ¿qué narración creó el poder sobre los sucesos de 1932? Vimos que Chapin (1996) manifiesta la construcción social de desprestigio a través del calificativo de “indio comunista”. Para Gould y Lauria la estrategia del gobierno de facto de Hernández Martínez fue más compleja, tanto para denostar a los alzados como para justificar la represión en contra de los propios indígenas, desarrollando una “narrativa contrarrevolucionaria […] que moldeara efectivamente los recuerdos de los traumatizados sobrevivientes de las masacres” (p. 302) y que dista mucho del vocabulario surgido en los días mismos de los enfrentamientos, donde los insurgentes eran retratados en los discursos del gobierno y de los periódicos como “hordas sedientas de sangre, hordas vandálicas, o una horda de salvajes enfurecidos” (p. 300).


      Para ello, a juicio de estos autores, se creó la figura del “indio inocente” engañado por los comunistas infiltrados porque los regímenes previos no habían sabido responder a las necesidades y justas demandas de las personas, culpando a los gobiernos previos. De esta forma se podía indicar que “murieron justos por pecadores”. Como consecuencia se erradicó la idea –advierten– de la “capacidad de acción indígena en el levantamiento”:

La terrorífica experiencia de atestiguar la ejecución de seres queridos y el temor causado por décadas de dominio militar fueron las causas primarias tendientes a erradicar la capacidad de acción indígena. Igualmente importante fue el poder del discurso militar que, al convertir a los indígenas asesinados en inocentes, también se las arregló para neutralizar su propia culpa (Chapin, 1996, p. 303).
     
      Pero los recuerdos del ensañamiento con la población indígena también encontraron paralelismo con episodios históricos sangrientos de represión. Así por ejemplo, la forma en que fue ajusticiado Feliciano Ama, uno de los líderes indígenas que participó en el alzamiento de 1932, rememoró la narración de cómo el “temible indio Anastasio”10 había sido exhibido para el escarmiento de los revoltosos un siglo antes:

Luego de la derrota de la insurrección, el líder indígena Feliciano Ama fue ahorcado en la plaza del pueblo indígena (Izalco) y su cuerpo fue exhibido por varios días en la plaza pública, recordando algunos rasgos de las formas coloniales de escarmentar los amotinamientos indígenas (Rodríguez y Lara, 2000, p. 5).

      Entonces, a pesar de la transformación del lenguaje utilizado y esta retórica, primero del “indio comunista” culpable, luego del “indio inocente” que creyó en la infiltración comunista, los sucesos y la masacre que se sucedió con los días fue tan intensa y con señales tan claras para la población indígena que ellos optaron por ocultar en público todo aquello que les pudiera identificar como indígenas (uso de lengua náhuat, celebraciones y ritos religiosos, vestimentas tradicionales) y asimilarse en la población ladina campesina por ser esta la única vía para no ser identificados, reprimidos y aniquilados (De la Rosa: 2006).


      Aunque es discutible, a la luz de los actuales antecedentes, la decisión de asimilación que habrían tomado los indígenas salvadoreños, por lo menos de una asimilación total, si nos parece un argumento lógico el ocultamiento por el cual apostaron los indígenas y que puede ser contrastado con las actuales demandas y discursos indígenas. Lo claro es que para los actuales dirigentes lo que sucedió en el occidente salvadoreño a principios del siglo xx dejó una huella profunda de dolor y miedo:

Esos procesos de exterminio y de invisibilización realmente han sido como muy fuertes en el país, lo que ha obligado a los abuelos y a nosotros a hablar de otra manera, vestir de otra manera y tratar de buscar la forma de esconder nuestras prácticas, nuestros conocimientos, nuestras prácticas y saberes. Entonces […] pero no mueren, no se terminan, están ahí, porque se siguen practicando en la clandestinidad y por eso es que todavía logramos vivir y existir los pueblos indígenas en El Salvador (Entrevista a Bety Pérez, en la sede del Consejo Coordinador Nacional Indígena Salvadoreño [ccnis], San Salvador, 19 de marzo de 2009).11

      Estos recuerdos traumáticos y la asociación de que todos aquellos que se movilizan son comunistas, en un país que hasta 2009 fue gobernado por los militares o una derecha ortodoxa,12 fueron cruelmente revividos y remarcados por la denominada Masacre de Las Hojas en 1983. En aquellos sucesos 74 hombres fueron fusilados por el Ejército en la Finca Santa Julia de Sonsonate, lugar donde existía un litigio de tierras producto de la demanda de territorios por la reforma agraria de 1980 y el impulso de la Asociación Nacional Indígena Salvadoreña (anis) de recuperarlas. De esta forma la historia se repetía y el mensaje de fondo –en un país marcado por la violencia política– era que el indígena movilizado era reprimido y aniquilado.


      En síntesis, a partir de 1932 los indígenas “desaparecen” de El Salvador, a pesar de la toponimia, a pesar de los pueblos marcadamente indígenas que señala Chapin (1996), a pesar de que existen sujetos sociales que se autodefinen o son definidos por otros como tales. La Masacre de 1932 y la de 1983 dejarían huellas suficientes para que muchos escondieran su identidad, tengan miedo a movilizarse hasta la actualidad, pero no para que todos abandonen su auto adscripción, el rescate de sus culturas, la articulación organizativa y la demanda de existencia, derechos colectivos y mejores condiciones de vida.


      Mientras que los gobiernos han negado la composición étnico nacional salvadoreña, que para algunos es tipificado como un racismo invisible o como un etnocidio estadístico, los pueblos indígenas salvadoreños no sólo participaron en el movimiento indianista de los años setenta, de la guerra civil salvadoreña, sino que actualmente están organizados, sea en cofradías de rescate cultural o en organizaciones que demandan derechos políticos.


      Terminada la Guerra Civil en El Salvador,13 luego de los acuerdos de Paz de 1992 firmados en el palacio de Chapultepec (México), el tema indígena volvería a quedar invisibilizado, tanto por los acuerdos, como por la derecha de la Alianza Republicana Nacionalista (arena), en la presidencia hasta junio de 2009 (que durante sus veinte años de gobierno negó la existencia indígena de manera radical), y así como también por la sociedad civil en general.


      Sin embargo, a las primeras experiencias organizativas de la anis –ya sindicadas– en torno a la reforma agraria de la década de los años ochenta, durante los noventa y la primera década del siglo xxi los indígenas han estado articulándose y, por lo mismo, parece quedar atrás el miedo a la represión ejercida en 1932 y 1983.


      Al rastrear los conflictos indígenas en este país centroamericano no nos quedaba claro por qué la única demanda pública era la de existir y de que se les reconociera en su diversidad cultural como pueblos indígenas vivos. Con este propósito se realizó en julio de 2005 la Primera Cumbre de Organizaciones Indígenas en San Salvador, con la participación de los pueblos lenca, náhuat, cacapoera y maya. Mientras que en enero de 2007 rememoraron el 75 aniversario de la Masacre de 1932, insistiendo en el reconocimiento de su existencia.
      Después de revisar el proceso de genocidio y posterior negación es claro ahora por qué esta demanda se vuelve urgente y trascendente, lo que no significa que sea la única,14 sino que ellos ven que si siguen sin existir difícilmente un tribunal admitirá una reclamación de restitución de territorio o de su inclusión en los censos, como ya ha ocurrido.


      Durante el año 2006 el ccnis participó de la elaboración de una pregunta para ser aplicada en la encuesta de usos múltiples de la Dirección General de Estadísticas y Censos de El Salvador (digestyc), que por primera vez accedió a realizar un conteo sobre la cantidad de población indígena que habita en este país, pues sólo se cuenta con diversas estimaciones realizadas por investigaciones u organismos multilaterales, fluctuando entre un dos y un diez por ciento, según sea el caso.

En esa pregunta salimos el 17% de la población indígena. La pregunta decía, de acuerdo a sus antepasados, tradiciones y costumbres, usted se considera miembro de un pueblo indígena. Y estaban las respuestas: sí y no. Si decía si, continuaba: a qué pueblo, eran náhuat, lenca, y ahí los pueblos que existen, y si decía no, ahí quedaba. Y salimos el 17%, fue en la encuesta de hogares de propósitos múltiples (Entrevista a Bety Pérez, en la sede del ccnis, San Salvador, 19 de marzo de 2009).
     
      La sorpresa y la alegría no duró mucho, sin embargo, puesto que el gobierno de arena no reconoció tal encuesta, eliminó los datos de la encuesta publicados originalmente en la página web de la digestyc15 –según nuestra entrevistada– pero esta era la oportunidad para rebatir con números el denominado “etnocidio estadístico” que ha imperado en El Salvador.


      Por esta razón, las organizaciones indígenas lucharon para que en el censo de 2007 se incluyera una pregunta sobre las poblaciones originarias, la cual finalmente no tuvo muy buenos resultados debido a la pregunta final aprobada por el gobierno de arena y a la forma en que el instrumento censal fue aplicado:

Después de varias reuniones, se acordó que la pregunta dirigida a los pueblos indígenas estarían diseñadas de la siguiente forma: “de acuerdo a sus prácticas culturales y a sus antepasados, ¿se considera usted miembro de un pueblo indígena?” Sin embargo, según lo manifestaron las fuentes oficiales, por recomendaciones de personas expertas designadas por el Fondo de Población de Naciones Unidas, la pregunta se definió de la siguiente forma: pregunta 6. “es usted: a) blanco b) mestizo (mezcla de blanco con indígena) c) indígena … pase a la pregunta 6b: ‘si usted es indígena, a cuál grupo pertenece: a) lenca; b) kakawira (cacaopera); c) nahua-pipil; otro […]”. En consecuencia, la pregunta fue atingente a características fenotípicas y no a condiciones étnico-culturales, lo que constituye una afrenta especialmente a los pueblos indígenas por tal discriminación (Pineda/et al., 2008, p. 36).
     
      Tal pregunta arrojó un 12 por ciento de población indígena, distante al 17 por ciento de la encuesta de hogares para propósitos múltiples, al tiempo que hay testimonios de que no siempre se realizó la pregunta en los municipios conocidos por tener una alta concentración de población indígena.


      Por esta razón diversas organizaciones interpusieron demandas de amparo, pero la Corte Suprema de Justicia las declaró improcedente. El abogado Jesús Amadeo Martínez, asesor jurídico del ccnis, explica con estos hechos la importancia de que el Estado salvadoreño reconozca a los indígenas del país, a través de la ratificación del Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (oit) y de una reforma constitucional, puesto que mientras esto no ocurra, todo litigio será considerado improcedente, puesto que para la legislación salvadoreña el indígena no existe, de ahí que el discurso indígena demande este reconocimiento como prioritario:

Como parte de las reivindicaciones está el reconocimiento constitucional y la ratificación del 169 de la oit y se traduce en eso pues, porque le declararon inadmisible el amparo, por no tener un asidero legal los pueblos indígenas, simplemente le declararon inadmisible la petición, no hay derechos que se amparen (porque no existían los indígenas) (entrevista concedida en la sede del ccnis, San Salvador, 19 de marzo de 2009).

      En esta larga historia de negaciones, omisiones, atropellos, genocidios, masacres y discriminaciones hacia los indígenas, el diálogo con las organizaciones indígenas salvadoreñas sostenido por el actual presidente Mauricio Funes –apoyado por el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (fmln), por primera vez en el poder desde junio de 2009– marca un aliciente de esperanza. Por primera vez la izquierda ganas las elecciones en El Salvador y por primera vez en la historia un programa de gobierno se refería clara y explícitamente sobre una “política hacia los pueblos originarios”.16


      Más allá de las promesas electorales, la primera gran victoria de las batallas memoriales de los indígenas salvadoreños por reinterpretar la masacre de 1932 y su decreto de extinción fue alcanzado el 12 de octubre de 2010. En un mensaje a las organizaciones indígenas, el presidente Funes pidió perdón a los indígenas y los reconoció como parte integrante de la nación salvadoreña. Sin lugar a dudas un hito histórico:

Este Gobierno que presido quiere ser el primer Gobierno que en nombre del Estado salvadoreño, […] del pueblo salvadoreño, […] de la familia salvadoreña, haga un acto de contrición y pida perdón a las comunidades indígenas por la persecución, por el exterminio de que fueron víctimas durante tantos y tantos años […]. Terminamos a partir de este día, oficialmente, con esa negación histórica de la diversidad de nuestros pueblos y reconocemos a El Salvador como una sociedad multiétnica y pluricultural (Agencia efe, 2010).

      Tales declaraciones las realizó en el marco de la inauguración del Primer Congreso Nacional Indígena, convocado por la Dirección de Pueblos Indígenas de la Secretaría de Inclusión Social (sis),17 con el objetivo de recabar las demandas y propuestas de solución de las organizaciones indígenas salvadoreñas, además de trabajar la pregunta sobre pertenencia indígena para el próximo censo de 2012 y que acabe con el etnocidio estadístico en este país centroamericano. Victorias reales para las luchas memoriales de los indígenas de El Salvador, en el camino del reconocimiento simbólico y de sus derechos específicos a partir de la aceptación social y política de su existencia.

Tataranietos del cacique Venado: los descendientes charrúa no olvidan la traición de Rivera en Salsipuedes (1831)

En Sudamérica el discurso de la inexistencia indígena aparece en el Uruguay. Una especie de “isla blanca” de descendientes de españoles criollos y migrantes europeos arribados al país durante el siglo xix, donde aparentemente nadie cuestiona por qué el territorio de este país carece inusitadamente de diversidad indígena o, si existió alguna vez, qué pasó con los pueblos originarios, dónde se extraviaron en la noche de la historia.18


      García (1988) caracteriza al Uruguay como un país de pequeña extensión y de una cierta homogeneidad étnica y cultural, siendo considerada como la “suiza americana” por el predominio de población blanca. Esto, aún cuando revisa brevemente el pasado prehispánico, señalando que era un “área de escasa presencia indígena” de cazadores recolectores de bajo desarrollo técnico emparentados con los guaraníes. De esta forma identifica a los charrúas (como los más numerosos y que más resistencia opusieron a la colonización), además de los chanáes, yaros, bohanes y quenoas.


      Dentro de la narración historiográfica que desarrolla este autor, un papel destacado lo ocupa la “evolución y característica de la población” uruguaya, lo cual es apoyado gráficamente por una fotografía del Monumento al “Último Guerrero Charrúa” que existe en Montevideo. Así sentencia como una peculiaridad de este país la amplia mayoría blanca del Uruguay, otorgando al mestizaje sólo un tres por ciento de importancia, lo cual es tratado como a parte de lo que llama “población amerindia”, de la cual dice que está “prácticamente extinguida”. Tal “composición” la atribuye a un “proceso de sustitución de población indígena, ya de débil presencia en el momento de la conquista”:

El sustrato indio fue erosionándose con la ocupación del territorio por los blancos, hasta su desaparición definitiva hacia finales del primer tercio del siglo xx. El mestizaje de los colonizadores con los indios fue menor que en otros sectores del continente, entre otras causas por su menor número y, además, por la sencilla razón de que, cuando la corriente inmigratoria era más importante, el amerindio prácticamente había desaparecido (García, 1988, p. 54).

      Por el contrario, se brinda importancia a la inmigración europea del siglo xix destacando, tanto el refuerzo de la población blanca, como la procedencia de los migrantes navarros, canarios, vascos, franceses, ingleses e italianos, por lo que el componente amerindio tuvo “escasa participación en la formación” de los habitantes uruguayos.


      Vemos cómo en este relato historiográfico no sólo se enfatiza “lo blanco” de la sociedad uruguaya, sino que además no se hace una sola mención a Salsipuedes, una de las principales razones y acciones de ese plan de sustitución racial que se llevó a cabo desde la recién llegada élite gobernante. Esto, tal como si los indígenas hubieran sido exterminados por la acción de los colonizadores españoles o por una evolución cuasi natural y sin intervención de terceros. Suponemos que este tipo de relatos es frecuente debido a las demandas de revisión historiográfica enarboladas actualmente por los descendientes de charrúas.


      Es Pi Hugarte (1993) quien nos ayuda entender la situación de los indígenas en el Uruguay, ya que –argumenta– “es un hecho conocido que la historiografía nacional ha afirmado la idea de que el Uruguay es un país europeo enclavado en América” y, por ende, los indígenas ocupan un lugar marginal en el proceso de conformación de esta sociedad, fruto de la incidencia de los conceptos de “civilización y barbarie”.
     

Este autor, parte situando que al momento del inicio de la colonización española existían tres entidades culturales diferenciadas: (1) la etnia charrúa (compuesta por charrúas, guinuanes, bohanes y los yaros, quienes vivían en las zonas próximas a la Argentina, siendo cazadores superiores); (2) los chanáes (pertenecientes a la etnia chaná-timbú, quienes vivieron preferentemente en el occidente del Río Uruguay, cazadores y agricultores incipientes de abatí o maíz) y (3) los guaraníes (en el Bajo Uruguay y en la Costa del Plata).


      Luego de hacer un recorrido por las condiciones de vida de los indígenas durante la colonia española y situar un número tentativo de 70 mil indígenas para las etnias platenses, como las llama, da paso a explicar cómo, no sólo la ocupación y la acción bélica española fue mermando su población, sino que cómo en el resto de la región, las nuevas enfermedades traídas generarían graves daños.


      En este largo proceso, este autor manifiesta que a principios del siglo xix los charrúas, fruto de su condición de cazadores recolectores nómadas, eran el pueblo más numeroso, por cuanto “pudieron resistir más tiempo los riesgos del aniquilamiento físico y destrucción cultural”.


      Aún cuando es cierto de que la población indígena en la otrora Banda Oriental del Virreinato de La Plata había sido mermada durante la época española, también es cierto que a pesar de haber participado junto a Artigas en las batallas por la independencia,19 fue el naciente Estado-nación de la República Oriental del Uruguay, la cual dio la estocada final, física y simbólica, a los pueblos indígenas y especialmente a la nación charrúa.


      A juicio de Pi Hugarte, los criollos –al establecer la independencia en la Banda Oriental– buscaron “civilizar” a los indígenas a través de diversos mecanismos que representaban obligar a los indios, como en otras partes, a abandonar sus costumbres y formas de reproducción sociocultural con fines de ocupación productiva de sus territorios, incorporándolos a la lógica de propiedad privada de la tierra. Bajo una “ideología del exterminio”, primero se intentó aculturarlos y luego directamente se recurrió al genocidio como solución efectiva y rápida:

Pero cuando se llegó a la conclusión de que no se lograría con facilidad ni en plazos previsibles la modificación de la vida de los indígenas, perseguida con tanto ahínco por depender de ello el éxito de muchas empresas económicas, se optó lisa y llanamente por la eliminación física de los irreductibles, es decir, por el genocidio (Pi, 1993, p. 162).

      Esta es la concepción que fragua la Batalla de Salsipuedes de 1831, a cargo del primer presidente del Uruguay, Fructuoso Rivera. A pesar de que tal hecho ha sido oscurecido por la historiografía, Pi Hugarte logra desentrañar diversos documentos donde se relatan detalles de la masacre contra los Charrúas. Así, el testimonio clave es el de Eduardo Acevedo Díaz (1891-1911), quien con apuntes inéditos de su abuelo relata lo que ocurrió ese 11 de abril, cuando los charrúas que había luchado con los criollos contra las tropas realistas creyeron en las buenas intenciones de quienes los invitaron al arroyo, que en esos años ya había sido bautizado como Salsipuedes:

el presidente Rivera llamaba en voz alta de “amigo” a Venado y reía con él marchando un poco lejos; y el coronel (Bernabé Rivera), que nunca les había mentido, brindaba a Polidoro con un chifle de aguardiente en prueba de cordial compañerismo. En presencia de tales agasajos la hueste avanzó hasta el lugar señalado y a un ademán del cacique todos los mocetones echaron pie a tierra. Apenas el general Rivera, cuya astucia se igualaba a su serenidad y flema, hubo observado el movimiento, dirigióse a Venado, diciéndole con calma: “Emprestáme tu cuchillo para picar tabaco”. El cacique desnudó el que llevaba a la cintura y se lo dio en silencio. Al cogerlo, Rivera sacó una pistola e hizo fuego sobre Venado. Era señal de la matanza […]. Venado partió a escape hacia los suyos. Entonces la horda se arremolinó y cada charrúa corrió a tomar su caballo. Pocos sin embargo lo consiguieron, en medio del espantoso tumulto que se produjo instantáneamente (Acevedo Díaz, citado por Pi, 1993, p. 168).
     
      Ese día fueron asesinados 40 charrúas y 300 fueron tomados prisioneros y llevados hasta Montevideo, donde fueron puesto como esclavo al servicio de familias, mientras que los niños fueron separados de sus madres y otros cuatro indígenas del grupo fueron llevados a Francia para exhibirlos en los museos humanos que por ese tiempo se hacía con los indígenas del continente. Los sobrevivientes que lograron escapar fueron perseguidos hasta su exterminio, aún cuando ellos también lograron vengarse con el ajusticiamiento del coronel Bernabé Rivera.


      Según las indagaciones de nuestro autor “la opinión pública del Uruguay no reprobó el exterminio charrúa” al tiempo que rescata el parte del combate expedido por el Ejército respecto a la Batalla, el que califica a los charrúas de “hordas salvajes y degradadas” atribuyéndoles crímenes por el cual debían ser apresados, y –ante su resistencia armada– fue “preciso combatir del mismo modo”, ya que “amenazaban las garantías individuales de los habitantes del Estado y el fomento de la industria nacional” (Pi, 1993, p. 169).


      Así es como el relato militar y la historiografía de la élite criolla, que comenzaba a formar la nacionalidad uruguaya, narra los sucesos, no siendo siempre rescatados, seguramente por considerarlos intrascendentes debido a la justa causa que los desencadenó.
    

  Pi Hugarte manifiesta que Fructuoso Rivera fue fundador del partido Colorado, existente hasta la actualidad, por lo que cree que este hecho también ayudó a que tal “Batalla” fuera más bien silenciada en la historia del Estado naciente, que por el lado vencedor sólo cobró la vida de un militar y dejó herido a nueve hombres. De todas formas, en una época que es recordada por los héroes nacionales, no se vería bien que al primer presidente de la República se le reconociera un genocidio.


      Parece claro que al haber –al mismo tiempo– tanto testimonio y tanta omisión respecto a Salsipuedes, las organizaciones actuales de descendientes de charrúas sean enfáticos en demandar que se reconozca el genocidio que se perpetró contra sus ancestros, como veremos más adelante.


      Pero el componente indígena de lo que hoy es el territorio uruguayo no se limita al componente Charrúa, sino que también a los guaraníes cristianizados por las misiones jesuitas expulsadas en 1767, conocidos como tapes, hecho que a juicio de Pi Hugarte facilitó su fácil aculturación. Por lo mismo, sin embargo, son el componente poco reconocido de la población rural del Uruguay:

Desempeñaron un importante papel en la formación de la proto-sociedad y la proto-cultura nacionales del Uruguay, al punto que si en la actualidad sobrevive algún rasgo originario del pasado indígena se debe a esos guaraníes epigonales que mestizándose con blancos y también, aunque en menor medida, con negros,20 compusieron la base de la población rural de los dos siglos pasados (Pi, 1993, p. 190).

      De tal proceso, este autor concluye lo curioso que aparece hoy el mito de la “garra charrúa”, como una suerte de exorcizar la masacre cometida en honor al progreso que se anhelaba, siendo las creaciones literarias las cuales han rescatado el carácter indómito –ahora si valorable– de los charrúas.


      Con la historia que revisamos del Uruguay, donde a la masacre perpetrada en contra de la Nación Charrúa en la Batalla de Salsipuedes de 1831 prosiguió la persecución y los sobrevivientes fueron esclavizados –mientras los guaraníes cristianizados por los jesuitas (tapes) permanecieron ocultos en el mestizaje rural, sin que se tenga mayores antecedentes de lo sucedido con los minuanes–, nos encontramos con la sorpresa de una eclosión de organizaciones de descendientes de charrúas articuladas entre ellas, con un pliego de demandas claro, algunas conquistas ya alcanzadas y siendo parte activa de los encuentros regionales indígenas que se desarrollan en Latinoamérica.
     

Tal sorpresa viene organizándose desde el año 1989 aproximadamente, por lo que suponemos que es un fenómeno asociado a las luchas indianistas de esa década y, sobre todo, a la efervescencia de la identidad indígena de protesta frente a la conmemoración del “V Centenario del Genocidio del Abya Yala”, como los propios pueblos originarios prefirieron llamar al 12 de octubre de 1492.


      La coordinación la ejerce el Consejo de la Nación Charrúa (co.na.cha.) que agrupa a seis organizaciones21 –desde junio de 2005– las cuales se autoadscriben como descendientes o nietos de este pueblo originario, contando con representación ante el Fondo Indígena, el que en su 7a. Asamblea (2006) eligió a una de sus integrantes22 como una de los tres representantes indígenas por América del Sur. La misión que persigue esta coordinadora es:

Lograr que los uruguayos se autorreconozcan charrúas y manifiesten su interés en el rescate y valoración de la cultura de su pueblo originario. Que se encare a nivel académico una verdadera investigación a través del estudio de los restos arqueológicos, la memoria oral y los documentos históricos respecto a los charrúas. Que el Estado reconozca oficialmente el Genocidio-Etnocidio del 11 de abril de 1831 contra la Nación Charrúa y asuma la responsabilidad del revisionismo histórico y su consiguiente documentación en los textos de los centros educativos a todo nivel, en todo el país (Misión CO.NA.CHA.).

      Con estas proclamas pretenden desmentir e impugnar la “mentira colectiva que dice que los uruguayos descendemos de los barcos”, además de un pliego de demandas antineoliberales por el respeto de la territorialidad y el medio ambiente.23
     

Entre los logros alcanzados enumeran medidas cumplidas, tales como: la promulgación de la ley Nº 18.589 que decretó el 11 de abril como “Día de la Nación Charrúa y de la Identidad Indígena”; la propia fundación del co.na.cha., la integración plena de Uruguay en el Fondo para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas de América Latina y El Caribe (Fondo Indígena); la profundización y revisión de la temática indígena en los programas de Educación Primaria, producto de su propia participación en el Congreso de Educación, así como su integración en el Movimiento Indígena de América, a través de su participación en diferentes encuentros, cumbres y organizaciones de Pueblos Originarios.


      Aquí se hace especialmente importante el primer punto, sobre el Día Nacional de la Nación Charrúa y el referente a la revisión de la temática indígena en los programas educacionales, lo cual injiere directamente en cambiar la invisibilidad del legado charrúa en este país, comenzando a construir un discurso de reconocimiento y, por ende, de existencia, algo también inédito en este país históricamente considerado como blanco, como veíamos en los textos y en las propias afirmaciones de los descendientes charrúas hoy organizados.


      Entre tanto, sus desafíos a futuro los sindican en temas claves de reconocimiento, tanto de existencia numérica para ir en contra del etnocidio estadístico (incluir una pregunta censal en 2011),24 como de inclusión institucional y legal a través de la ratificación del Convenio 169 de la oit y el “reconocimiento de la preexistencia étnica y cultural y vigencia de los pueblos indígenas que habitaron y habitan” el territorio uruguayo en la Constitución de este país.


      Lo interesante de este caso es ver cómo los integrantes de estas organizaciones se sienten descendientes de charrúas y cómo lo explican, en un caso notable, no sólo de rescate cultural, sino que también de reidentificación indígena ante los mecanismos simbólicos de la extinción indígena en el Uruguay que se ejerció durante tantos años:

No todo se perdió (del charrúa) sino no estaríamos acá. Algunas tradiciones se mantuvieron. Las abuelas nos cuentan, hay ritos a la luna, cada vez que nace el niño charrúa lo presentamos a la luna. También hay mucho conocimiento de las plantas medicinales, eso no se perdió. Sabemos que no todo se va a poder recuperar, sabemos que esa riqueza, que ese tesoro lo vamos a resguardar de nuestras abuelas y ya lo estamos transmitiendo a los niños, en un proceso de recuperación […]. Están los guaraníes que no están organizados. Nosotros recién empezamos a organizarnos, hay muchos nietos, queremos impulsar para que se autorreconozcan. Después de tanto hostigamiento, tanta persecución, nuestras abuelas siempre nos decían que no dijéramos que teníamos sangre charrúa, que era como un secreto. Recién mi generación (yo ya tengo más de veinte años) pudimos decir que teníamos sangre charrúa. Tengo muchas mezclas también, pero me siento charrúa (Mónica Michelena, miembro de la Comunidad Charrúa Basquade Inchalá).25

      Tenemos entonces, en un caso de añeja supuesta extinción indígena, un fenómeno interesante del rescate cultural y existencial charrúa que se apuntala del reconocimiento de la masacre genocida como punto de apoyo para enrostrar al Estado sus acciones de negación y aculturación indígena.


      Pero además la lucha memorial la están brindando, a pesar de la lejanía de los hechos de Salsipuedes de 1831, en el propio ejercicio de historiografiar ellos mismos su memoria negada, entrando a disputar las versiones aceptadas y difundidas de la historia nacional uruguaya en los archivos olvidados. En este marco es que podemos explicar la publicación a fines del 2009 del libro “El genocidio de la población charrúa” de José Eduardo Picerno, quien halló e interpretó –según lo publicitan las webs adscritas a la co.na.cha.– “250 documentos verdaderos”.26


      Picerno, además de psicólogo, se autorreconoce como descendiente de charrúa, ya que él mismo ha señalado públicamente que, a través de la confesión de un secreto familiar, se enteró que su madre era bisnieta de charrúa. Un relato que coincide con la autoadscripción identitaria de Michelena y que puede generar debates sobre tal categoría.


      Lo interesante para nuestro caso es que ellos se autoafirman como tales y han venido haciendo un rescate de la cultura, una articulación organizacional y discursiva que disputa abiertamente la negación de la masacre genocida de 1831 y la negación del componente indígena en la pretendida “Suiza de Sudamérica”.

Sentido reivindicativo de denunciar las masacres indígenas

Esta irrupción de la memoria indígena, aún suprimida y subalternizada en la esfera pública de nuestras sociedades, está enmarcada en un resurgimiento de la lucha de los pueblos originarios, siendo posible ahora por una conjunción de fenómenos mundiales, tales como el fin de la guerra fría y la emergencia de “nuevas subjetividades” frente a la caída de los metarrelatos modernos, el resurgimiento de conflictos étnicos, la globalización y mundialización, además de la valoración de la diversidad.


      También es posible debido a fenómenos locales similares compartidos por Uruguay y El Salvador, como por ejemplo el fin de la dictadura en 1985 y/o fin de la guerra civil en 1992, respectivamente, frente a un recrudecimiento o perpetuación del discurso negador que en ambos países se ha contrapuesto al reconocimiento positivo internacional indígena.


      Creemos que un factor insoslayable para tal retorno del pasado, para el caso de la memoria indígena, se encuentra en la movilización y articulación indígena continental desarrollada desde 1992 en adelante, al fortalecimiento de la lucha y de los líderes e intelectuales que escriben la historia indígena a contrapelo, como diría Benjamín (2005).


      La subalternidad de la memoria del genocidio indígena es tal, debido a la exclusión, invisibilización, negación y olvido impuestos por parte de la sociedad nacional, basada en la deshumanización racista, que ha impedido constante e históricamente que la memoria del genocidio indígena sea reivindicada, contada, rememorada y/o reparada. A pesar del proceso de transición a la democracia vivido, tanto en el Uruguay como en El Salvador, que olvidaron por enésima vez la inclusión de su diversidad étnica.


      El símil con la redemocratización (entendido como nuevo pacto político y social) para los pueblos indígenas vendría a ser la refundación de la nación en un Estado plurinacional, tal como son los intentos que se han venido dando en Bolivia y Ecuador. No obstante, como la democracia, no aseguran ni la solución de los conflictos ni los cambios culturales para que, en este caso, los grupos étnicos minorizados y mayoritarios convivan sin discriminaciones y violaciones a sus derechos humanos e indígenas, como ocurre en la actualidad en diversos puntos de la región.


      Las preguntas latentes y manifiestas siguen siendo: ¿Hasta cuándo y por qué recordar las masacres genocidas indígenas? ¿Hasta que se reconozca el genocidio y se deje de representar políticamente como el momento en que desaparecieron los indios salvajes de las naciones? ¿Hasta que se reconozca públicamente esa memoria tan excluida y subalternizada? ¿Hasta que se les permita existir (como lo ha realizado recientemente Funes en El Salvador)? ¿Hasta que se les reconozca su valor en la composición sociocultural en la nación (caso del Uruguay)?


      Los genocidios indígenas, a pesar de la distancia y de no constituir en estricto rigor en “pasado-presente-coetáneo”, siguen en la categoría del olvido, de la no justicia, del desconocimiento, del no resarcimiento, del silencio en la esfera pública, de la exclusión a pesar de haber sido perpetrados por los Estados nacionales, no por el sistema colonial. No ha habido la posibilidad de una “memoria terapéutica”.


      Para finalizar, las masacres genocidas indígenas poseen tal ribete de ominiosidad y tal grado de desconocimiento e injusticia que los nietos de los nahua pipiles de El Salvador y los descendientes de charrúas no han podido callarse frente a la afrenta de morir definitivamente ante el olvido absoluto (charrúas) y la negación radical (El Salvador).


      En ambos países el discurso oficial y la historiografía nacional validaron la extinción absoluta de los pueblos originarios, omitiendo las masacres genocidas perpetradas por sus propias fuerzas armadas o de orden, con el fin de acabar de raíz con el componente indio de sus sociedades nacionales, las que han pretendido ser blancas, descendientes de los barcos o en el mejor de los casos mestiza, perpetuando la negación de los pueblos originarios.


      Nos parece interesante ver cómo el acto supuestamente supremo de extinción se transforma en un arma para negar tal inexistencia, porque no todos fueron masacrados ni aculturados. La masacre en sí, y la representación que de ella hacen los indígenas, es tomada como una herramienta política de legitimidad y existencia, con el objetivo central y primero de que se les reconozca su existencia como indígenas y, en un segundo momento que es imposible de conseguir sin el primero, sus derechos colectivos de todo tipo. Y en ello han ido ganando sus primeras batallas.

Referencias

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1 Tal movimiento llamaba a una “descolonización” de la historia para la liberación, ya que por haber sido escrita por el invasor es falsa y eurocentrista (Bonfill, 1981) y, por lo mismo, “no es auténtica” (Barre, 1983).

2 La poeta y nobel de literatura Gabriela Mistral, imbuida por el indigenismo cultural latinoamericano de la primera mitad del siglo xx, se mostró abierta defensora de los pueblos indígenas del continente y en específico del mapuche. Así, criticó abiertamente las “pretensiones blanquistas” de quienes anhelaban que las sociedades latinoamericanas fueran blancas y europeas, negando todo el valioso componente indígena que existe en la región. “El chileno tonto recorre estos países indios y mestizos declarando su blanquismo” (Figueroa/Silva/Vargas, 2000, p. 52).

3 Sistema de Información Geográfica de los Conflictos Étnicos (sigetno), Conflictos Étnicos de América Latina (cetna), Instituto de Investigaciones Sociológicas, Universidad Nacional Autónoma de México.

4 Tan sólo en México, entre 1995 y 2002, se reportaron las masacres genocidas de Aguas Blancas, Municipio de Coyuca de Benítez, Guerrero (28 de junio de 1995), Acteal, municipio de Chenalhó, Chiapas (23 de diciembre de 1997), El Charco Municipio de Ayutla de los Libres, Guerrero (7 de junio de 1998) y Agua Fría, Municipio de Santiago Textitlán, Sola de Vega, Oaxaca (31 de mayo de 2002). Otros casos violentos de masacre genocida han recrudecido en los últimos años en el estado de Mato Grosso do Sul, Brasil. En Guatemala se contabilizan 646 masacres y más 400 aldeas destruidas.

5 Luego de realizar una amplia revisión sobre el concepto de genocidio y diversas tipologías de éste, Feierstein distingue: (a) genocidio constituyente (objetivo de conformar un Estado-nación), (b) genocidio colonialista (aniquilación de población autóctona para utilizar recursos naturales o subordinar a la población originaria), (c) genocidio poscolonial (aniquilación represiva de luchas de liberación nacional) y (d) genocidio reorganizador (transformación de las relaciones sociales hegemónicas al interior de un Estado-nación preexistente) (Feierstein, 2007, pp. 99-100).

6 Contradictoriamente, la representación social del valor y la garra charrúa se esgrime cada vez que la selección de fútbol uruguaya juega algún encuentro internacional, algo así como parte del imaginario social futbolístico y, a la vez, nacional.

7 Llama la atención que en un texto de historia salvadoreña (Vidal, 1961) se destaque el pasado de esta nación como parte del circuito sociocultural de Mesoamérica, con poblaciones venidas desde México, como los propios mexicas. Así, se destaca que los nahua pipiles fueron “inmigrantes aztecas establecidos antes de la llegada de los españoles” en la zona hoy conocida como Cuscatlán, que otrora fuera un señorío, del cual dependían, entre otros, los pueblos de Izalco y Ahuachapan. De tal pasado indio, también se reseña –como prueba concreta de su existencia pérdida en la noche de la historia– las ruinas de Chalchitan, en el Departamento de Huehuetenango; las ruinas de Quelepan a 8 kilómetros de la actual ciudad de San Miguel (la principal del oriente) y la de Cihuatán al norte de San Salvador, la capital.

8 Según estimaciones recogidas por Chapin (1996), en 1975 la población indígena representaban el 10 % de la población, sin existir hasta el día de hoy un censo, por lo menos público, que los identifique debidamente.

9 Otra versión, al parecer no muy extendida, señala que algunos sobrevivientes de la represión migraron a Honduras y Guatemala (De la Rosa, 2006).

10 Anastasio Aquino fue un líder indígena, quien en 1833 se autoproclamó comandante general de las armas libertadoras de Santiago Nonualco (actual departamento de La Paz), y que en la actualidad es rememorado como líder por los dirigentes indígenas salvadoreños. “Decía Aquino a sus gentes: levantémonos en masa y no demos obediencia al Gobierno de El Salvador” (Vidal, 1961, p. 171). “Dos mil aborígenes” –al mando del “temible Anastasio”– “se dispersaron por todas partes, robando, asesinado y cometiendo toda clase de pillaje” (p. 172). Sin embargo, el 24 de julio de ese año Aquino sería ejecutado y “su cabeza separada para ejemplo de quienes quisieran volver a rebelarse” (p. 174). Uno de los tantos levantamientos indígenas ocurridos después de los procesos de independencia latinoamericano y que han quedado omitidos por las historiografías nacionales.

11 Integrante del Consejo Coordinador Nacional Indígena Salvadoreño (CCNIS). Deseamos agradecer la invitación del Comité por el Cambio en El Salvador, sede México, por la invitación de observación electoral internacional en los comicios presidenciales del 15 de marzo de 2009, marco en el cual se pudo realizar esta entrevista.

12 El Salvador posee una historia política marcada por los gobiernos militares (golpistas o que se mantuvieron en el poder entre 1931 y 1982 mediante fraudes electorales), un presidente interino (Magaña 1982-84), un paréntesis Demócrata Cristiano (Duarte 1984- 89) y tres gestiones –entre 1989 y 2009– de la derecha-ultraderecha del partido Alianza Republicana Nacionalista (Arena), fundado por Roberto D’Aubuisson, general que organizó los escuadrones de la muerte y autor intelectual del asesinato de monseñor Romero, arzobispo de San Salvador (1980), en el inicio de la Guerra Civil (1980-1992).

13 La Guerra Civil cobró la vida de 70 mil personas y la de 8 mil desaparecidos.

14 El informe sombra de las organizaciones indígenas, presentado al Comité para la Eliminación de la Discriminación Racial de la Organización de las Naciones Unidas del 2008, en respuesta al del gobierno que los volvió a negar como en el 2006, además de denunciar que el Estado Salvadoreño es un Estado discriminador, en lo legal, institucional e interpersonal. “El Salvador es un estado que fomenta prácticas discriminatorios, que se esconden en un modelo de inclusión aparente, consistente en el integracionismo homogeneizador bajo el discurso del mestizaje” (Pineda/et al., 2008, p. 14). En tanto, tal informe enfatiza las paupérrimas condiciones socioeconómicas en las cuales deben vivir los indígenas salvadoreños, el 99.4 % es pobre (el 38.3 % en extrema pobreza y un 61.1 % en pobreza, mientras que solo el 0.6 % posee cobertura de sus condiciones básicas de vida), lo que va asociado con que el 85 % de los indígenas no posee territorio propio reconocido para subsistir, debiendo alquilar tierras para cultivar sus milpas (plantaciones de maíz, consideradas ahorro para la alimentación). Por su parte, tanto la salud y la educación no contemplan la diversidad cultural ni sus tradiciones.

15 digestyc, sin fecha.

16 “El Gobierno del Cambio se erigirá sobre una justa apreciación de la herencia cultural, histórica y étnica de los pueblos originarios en el proceso de conformación de las identidades culturales en El Salvador. Reconocerá la existencia y los derechos de los pueblos naturales o indígenas y promoverá su reconocimiento institucional legal, así como el cumplimiento de los derechos individuales y colectivos internacionalmente establecidos” (Martínez/Sosa, 2009, p. 36). Bajo estas consignas, tal documento compromete respeto y garantía del Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo, respeto a los principios consignados en la Declaración de Derechos de los Pueblos Indígenas de la Organización de las Naciones Unidas, la participación de los pueblos indígenas en la construcción de marcos jurídicos que garanticen sus derechos colectivos, la protección de sus manifestaciones artísticas, la preservación y conservación del patrimonio cultural tangible e intangible, la investigación, divulgación y práctica del acervo cultural de raíces ancestrales, además del reconocimiento de la tierra como entorno indispensable.

17 Tal departamento de atención a los pueblos Indígenas como la Secretaria de Inclusión Social son medidas recientes adoptadas por el gobierno de Funes para atender a tales poblaciones.

18 Algo insólito, agregaremos, si su vecino Paraguay es un Estado bilingüe (español-guaraní), Brasil goza de una enorme riqueza de pueblos originarios y Argentina, aunque no lo reconozca abiertamente, alberga a once pueblos originarios.

19 “El brigadier general Antonio Díaz consignó con precisión castrense que, en noviembre de 1812, los charrúas que se sumaron a las tropas artiguistas que sitiaban Montevideo, y que se establecieron en las costas del arroyo de Arias, no tenían entonces más que 297 hombres de armas y como 350 personas entre mujeres, niños y viejos” (Pi, 1993, p. 153).

20 El puerto de Montevideo recibió la llegada de esclavitud negra que luego era repartida al resto del Cono Sur.

21 Los integrante del co.na.cha. son: Comunidad Charrúa Basquadé Inchalá (barrio La Teja, Montevideo), Asociación de Descendendientes de la Nación Charrúa, adench (centro de Montevideo), Grupo Piri (ciudad de Tarariras, Departamento de Colonia), Grupo Timbo Guazu (grupo de jóvenes de la ciudad de Tarariras), Grupo Bera (ciudad Paso de los Toros, Departamento de Tacuarembó) y Grupo Indígena guyunusa (ciudad de Tacuarembó, departamento del mismo nombre). Véase Consejo Charrúa, sin fecha.

22 Tal representantes es/fue Ana María Barbosa.

23 Se posicionan en defensa de “nuestra tierra charrúa […] parar ya con la extranjerización de la tierra, con la forestación indiscriminada y la tala desmedida del monte nativo; detener la instalación de plantas de celulosa en Uruguay e impedir el uso de las tierras tradicionalmente dedicadas a la producción de alimentos para los pueblos, para las plantaciones de monocultivos, ya sea de soja transgénica como los destinados a biocombustibles” (Proclama Charrúa, 2009).

24 En Censo 2011 se realizó en septiembre de ese año con una pregunta sobre ascendencia étnica que señaló: “6. ¿Cree tener ascendencia? Si/No. 6.1 Afro o Negra? 6.2 Asiática o Amarilla? 6.3 Blanca? 6.4 Indígena? 6.5 Otra? 7. (Si responde sí en una sola ascendencia pasa a p. 8) 7. ¿Cuál considera la principal?” Las respuestas son las mismas opciones anteriores, agregando ninguna (no hay una principal). La pregunta fue trabajada en conjunto con la co.na.cha.

25 Entrevista realizada por Juan Luis de La Rosa, a propósito de la III Cumbre Continental de los Pueblos y Nacionalidades Indígenas del Abya Yala, Guatemala, 26-30 de marzo de 2007 (De la Rosa, 2007).

26 Picerno, 2011.

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