ENSAYOS SOBRE LA HISTORIA, LA FILOSOFÍA Y LA SOCIOLOGÍA DE LA EDUCACIÓN

Carmina García de León

Capítulo II


Formación de los hábitos del corazón en la infancia y adolescencia: autobiografías, biografías, cuentos.


Las diversas formas de vivir la infancia, las podemos corroborar a través de la literatura, de la historia, de las biografías, de las autobiografías; las que nos conducen, nos guían e introducen a un viaje interior. Abundantes son los casos en que los y las escritoras vuelven hacia sus o las infancias, nos dice Nora Pasternac, coautora del libro “Escribir la infancia”, en donde analiza las obras de narradoras mexicanas contemporáneas nacidas en la primera mitad del siglo XX, entre 1900 y 1954, en la que nos da cuenta de cómo las diferentes procedencias de las autoras, traen consigo, una enorme diversidad en las costumbres, hábitos cotidianos, religiosos, alimenticios. Se narran infancias con tradiciones judías, libanesas, etc.,  autobiografías que comienzan con la historia desde antes del nacimiento del personaje, con el recuerdo de antepasados  cercanos o lejanos, niñas que narran su infancia así como su paso a la adolescencia.


Nora Pasternac señala la importancia que tiene para muchas y muchos escritores, la necesidad de extenderse largamente en la infancia y adolescencia  de los personajes, ya que  para el escritor, existe el gusto, la necesidad de recuperar, de avivar un pasado  desaparecido y particularmente querido. Así como también por el placer que el lector siente al reencontrarse, al reconocerse en otra niña o niño, al tranquilizarse de saber que hay otro semejante y que no es el único, que no está solo. Esto armoniza con diversos gustos del lector, que al mismo tiempo que escucha la narración del autor, va participando en su propio proceso, acompañado con una segunda voz narrativa interior, como si el lector se convirtiera también en escritor de su propia infancia.


         Escribir, narrar, leer, conocer otras infancias es escuchar las voces de otras niñas y niños, de otros mundos sentimentales, tal vez distantes, lejanos, diferentes, pero es al mismo tiempo escuchar la propia voz, es entrar en un diálogo, en un debate, es polemizar, es simpatizar o empatizar, es asombrarse, extrañarse o pasmarse, es poder ir entendiendo, descifrando, comprendiendo, otras maneras de vivir, de sentir. Pensar, narrar la infancia, es al mismo tiempo una reflexión sobre la gestación, el origen de nuestros cotidianos y actuales “hábitos del corazón”.


         Visitemos la infancia, la adolescencia de otros niños, de otras niñas, en otros siglos, en otros tiempos, en otros lugares, en otros mundos sentimentales. Pero antes, primero que todo, realicemos una visita muy urgente, sí, a un chavo muy contemporáneo que necesita ser escuchado, que necesita ser alivianado.

Un chavo bien ahorcado.

         Estos chavos “bien ahorcados” de los años noventa, son los que nacieron con la crisis de la crisis de la otra crisis, es esa generación que creció con el error, horror económico de diciembre, de enero, de febrero, de marzo, etc., etc. Errores, crisis, que les prometían solucionar a las generaciones que los antecedieron, como lo narra  José Joaquín Blanco en su libro “Un chavo bien helado”. “De la Madrid iba a resolver la crisis lopezportillista en tres etapas de dos años cada una: apretarse el cinturón, recuperarse, lanzarse al crecimiento. Ese era su placebo: ponerse al día del mundo occidental. Pero quince, veinte años después sólo sabemos de apretarse más y más el cinturón, aunque ya no queda mucha cintura que ahorcar. Ahora el cinturón se aprieta en el cuello, ahora estamos bien ahorcados”.
      

   Habíamos dicho con anterioridad que la cotidianeidad de los niños, niñas, de los adolescentes, de los chavos y chavas se halla matizada, coloreada y muchas veces ensombrecida por las ideas que flotan en el ambiente y que como a las esporas, aspiran; las cuales determinaran la visión que tengan de la vida, del mundo, de sí mismos; con la que formará sus hábitos del corazón, como lo narra  “un chavo bien  ahorcado”:
    

   “¿Pero cuánto puede durar esta crisis?, porque México no tiene estaciones. Aquí las crisis duran siempre, las hay de aguas y las hay de secas, de repente cae la crisis en tormenta, y todo explota que parece el fin del mundo.
Pensó entonces que, acaso, el que los tiempos fueran cada vez peores no justificaba por completo que el ánimo también lo fuera;  pero no sabía ver el mundo, su país, su barrio, su casa, a sí mismo, su intimidad, sino en términos de crisis. Porque la crisis no era sólo una cosa exterior, sino también era uno mismo; educado en ella, crecido en sus largos años, ¿podría ver, aspirar, creer otra cosa?
  

    Ya que no encuentro el modo de cambiar la crisis, más me valdría cambiar de tema, pero advirtió aterrado, que no tenía más tema que la crisis, que era incapaz de pensar en otra cosa, que desde hacía meses, ¿o años?, casi todo lo que leía, de lo que conversaba, lo que imaginaba en sus disparatados entre sueños, tenía que ver con la crisis. Enumeró todas las noticias fatales, los artículos, las estadísticas.
Se le ocurrió entonces, no sin cierto escalofrío, que además de su realidad y de sus consecuencias materiales, la crisis fácilmente se estaba convirtiendo en una catástrofe mental,  que aunque mal que bien todavía sobrevivía a la crisis objetiva, estaba sucumbiendo ante la crisis obsesiva, con una idea fija, paralizante.  Estaba  lleno   de las letras, de las sílabas y de la palabra crisis, en cada uno de los nudos de la telaraña de su conciencia. Y sí hubiera otras cosas, pensó anhelante, pero no.  


Sí, sí, sí, cruzó la avenida gritando en su interior: otras cosas, otras cosas...,  aún con la íntima amenaza de caer en la misma obsesión tiránica, al menos asumió la vaga esperanza de esas otras cosas, que devolvieran a la vida su porción de sueño y paraíso, de entusiasmo y gusto del presente.”


2  Las niñas y niños que ni a chavos llegaban, ni a un nombre propio.


          Como no revalorar y tener gusto por el presente, cuando en el horizonte histórico del pasado, las niñas y los niños, ni a chavos llegaban, bueno ni a un nombre propio; ya que desde  la Edad  Media  era un hábito común, dar al niño recién nacido el nombre de un hermano mayor, práctica que continuó hasta la primera mitad del siglo XVIII, como nos  cuenta el historiador inglés Lawrence Stone.


          En esa época la visión que tenía el niño y la niña, la idea que se formaban de la vida, era que sólo estaba de paso por un muy breve tiempo en el mundo, ya que la presencia de la enfermedad y la muerte era constante, a la que veía como algo inevitable, por lo que su sensible corazón se habitúo a pensar en su precaria  constitución.


       “Cuando era niño, unos cuantos años después de mi nacimiento a la edad de ocho años en 1745, cuando habían nacido dos hermanos más, al ver  mi padre que era tan débil mi constitución y tan precaria mi vida, que en el bautismo de mis hermanos, la prudencia de mi padre hizo repetir sucesivamente en ellos, mi nombre cristiano Edward, para que en caso de que yo partiera, su patronímico pudiera perdurar en la familia”,  escribió Edward Gibbon.


         En el siglo XVII fue muy frecuente la práctica de la sustitución, al dar al niño recién nacido el mismo nombre de uno que hubiera muerto recientemente. Cuando murió Christopher, el hijo mayor de Sir Christopher Wandesford, a la edad de ocho años, el siguiente hijo que nacería unos meses después, también se llamaría Christopher. Así también John Benjamien Wesley nacido en 1703, llevaría los dos nombres de hermanos mayores muertos en 1699 y 1700.

   De acuerdo a la enorme mortalidad de los niños de esa época, los cuales podían morir en cualquier instante y con la mentalidad adaptada a ese hecho, un niño o niña era reemplazable por otro, y no representaba un individuo todavía particularmente identificado y amado como único. Esta práctica terminó a fines del siglo XVIII, lo que indica un reconocimiento de que los nombres eran muy personales y no podían transferirse con tanta insensibilidad de un hijo a otro.


         Una de las características  centrales  de esa época, era la presencia constante de la muerte. Esta aparecía entre las personas de todas las edades,  niños y niñas, no era algo que le sucediera principalmente a los muy viejos. Esto se debía principalmente al incipiente desarrollo de la salud pública, la medicina, la ciencia, la tecnología y los hábitos de higiene.

         Las poblaciones de esa época corrían gran riesgo, había un gran desconocimiento de la higiene personal y pública, lo que daba como resultado que los alimentos y el agua contaminada fuera un peligro constante. Al parecer fue un periodo especialmente insalubre.


         En el siglo XVIII, las acequias de los pueblos que a menudo estaban llenas de agua estancada, se utilizaban con frecuencia como letrinas. Los carniceros mataban a los animales y arrojaban los desechos de las reses muertas a la calle, en donde se pudrían. Se cavaban letrinas cerca de los pozos, contaminando así el agua. Además  los cuerpos descompuestos de las personas enterradas en criptas detrás de las iglesias, provocaban malos olores.


         En 1742 el doctor Johnson describió a Londres como una ciudad “en la que abundan tales montones de inmundicia que un salvaje la vería sorprendido”. Hay evidencia que corrobora que indudablemente se arrojaban grandes cantidades de excremento humano a las calles durante las noches cuando los habitantes cerraban sus casas. El excremento se aventaba a los caminos y zanjas de los alrededores, por lo que los visitantes que iban o venían se veían forzados a taparse la nariz para evitar el fétido olor.


         Pero esto no solamente sucedía en Londres, sino también en la Ciudad de los Palacios, como nos cuenta Sara Sefchovich: “Nuestra hermosa capital estaba muy sucia y olía muy mal. Era también como todas las ciudades de la época, la ciudad de los desagües, de los baches y hoyos, la basura en las calles, pues todo mundo la arrojaba al arroyo incluido los excrementos a los que les llamaban “sus servicios” que caían desde las ventanas y puertas de las casas salpicando a quien en ese momento pasara por allí. El señor Mier y Terán le puso pleito a los habitantes de una casa en la calle de Puente Quebrado porque echaron sus inmundicias por la ventana en el preciso momento en que su coche cruzaba y mancharon el vestido de su esposa.“Las calles eran unos muladares todas ellas aun las más principales. En cada esquina y a cualquier hora, sin respeto a la publicidad de la gente, se ensuciaba en la calle a donde quería.”


      En ese entonces, entre 1722 y 1734 el virrey Juan de Acuña y Manrique Bejarano, durante el tiempo de su gobierno hizo esfuerzos para limpiar la ciudad. Por las noches, ya muy tarde, gustaba salir de incógnito para inspeccionar las calles y así le daban las diez, las once, las doce, “Ave María Purísima, la una y sereno”. Iba cubriéndose la nariz y boca con su pañuelo de cambray espolvoreado de yerbas aromáticas que acallaban la fetidez que se levantaba en la ciudad. Era una costumbre necesaria, la de empapar pañuelos en benjuí y agua de rosas para cubrirse con ellos cada vez que tenían que salir, con tal de no oler la inmundicia.


         Año con año había inundaciones que convertían a la Plaza Mayor en una laguna cuyas aguas estancadas además de mal olor, provocaban epidemias, como lo describe Artemio de Valle Arizpe: “La anchurosa Plaza Mayor: un hacinamiento de puestos techados con petates podridos de los que salen fétidas emanaciones. Muchos perros hambrientos y cerdos gruñidores que se revuelcan en el agua acenegada. Y sobre toda la plaza una nube de moscas. No hay atarejas ni banquetas ni empedrados. En medio de las calles se amontona la basura y el agua de las lluvias no encuentra salida, forma charcos hediondos de donde salen las epidemias. No hay alumbrado. El agua de las fuentes públicas está espesa de mugre y allí la gente se lava y lava su ropa y así todos los aguadores van a sacarla para las casas que las echan en las tinajas. Abundan las pulquerías, cualquier jacalón basta para poner las tinas rebosantes. Cada quién edifica su casa donde le viene en gana. Algunas atraviesan en medio de la calle y otras se les plantan adelante o atrás. En los zaguanes hay orinales públicos y sus emanaciones tumban de espaldas. ¿Y qué decir del Palacio Virreinal? Eso es la flor y nata de la inmundicia. Allí guardan sus comestibles los porteros de la plaza, hay fondas y panaderías y juego y expendios de pulque y fritangas y muladares y charcos”.


         El resultado de estas condiciones sanitarias primitivas fue el brote de infecciones intestinales por bacterias, el más temido fue la disentería. Los niños  sufrían desórdenes estomacales crónicos, se quejaban de que “los atormentaban penosamente las lombrices”.  En las áreas pantanosas con mal desagüe, provocaban frecuentes fiebres de malaria.


         En esa época, nos cuenta L. Stone en Inglaterra había plagas, epidemias, pestes, pero una de las más temidas enfermedades fue la viruela, era tan terrible que algunas veces era difícil encontrar un clérigo que estuviera dispuesto a enterrar a cualquiera que muriera de ella. Cuando algún niño contraía la enfermedad, lo tenían en aislamiento físico para no contagiar a los demás.


         Cuando John Wandesford tuvo viruela en 1642, su hermana Alice de 16 años, estaba tan unida a él que rompió la estricta cuarentena impuesta por sus padres intercambiando mensajes, atándolos al cuello del perro de la casa, y como consecuencia también contrajo la enfermedad.    

Pero al final del siglo XVIII se experimentó un gran avance médico, cuando con gran éxito se inventó la vacuna contra la viruela, la que llegó a territorio novohispano, gracias al doctor Balmis, despertando la oposición de muchos curas, que pensaban que la enfermedad y la salud eran cosa de Dios; mientras que algunos obispos ilustrados, por el contrario, instaron a la gente a que se presentara a la inoculación que se hacía brazo con brazo, pudiendo así salvar la vida de muchos niños y niñas y al mismo tiempo poder dar belleza y alegría a sus corazones.


3. Los hábitos para dormir también forman hábitos del corazón:


      El niño, la niña nace, llega, sale al mundo, en un determinado suelo geográfico, en un tiempo, en una época, en una fecha, en un determinado suelo histórico. El niño tiene un espacio particular donde vive, donde habita, pero también un espacio donde duerme, donde sueña. Descansar, dormir en una cuna, en un iglú, o en una hamaca, influirá en la formación del niño, en su visión del mundo y de sus hábitos del corazón. Este espacio será muy distinto según las costumbres de dormir relacionadas con las diferentes sociedades, estratos económicos, sociales, culturales y sobre todo con los diversos climas geográficos.


      En lugares calientes o tropicales uno de los principales enceres que utilizan las personas es “la hamaca”,  un rectángulo de  tela o red donde se anudan, entrecruzan y entrelazan a intervalos regulares hilos de algodón, formando el tejido de esta; la que se cuelga horizontalmente de sus extremidades, la cual sirve como mecedora, cuna o cama, en los climas cálidos, ya que permite la ventilación; usada sobre todo en América Latina y el Caribe.


         Estas hamacas mecedoras servían de cunero para columpiar con suavidad a los pequeños, mientras se les arrullaba con alguna tonadita, casi susurrante para que se entregaran al sueño, que con el calor y el ondulante vaivén hacía dormitar a todos en la placidez del atardecer; cuando de repente  se escucha un grito de alarma: ¡Ahí viene la tropa de Guerrero! Y entre bostezo y bostezo, se despiertan y se despabilan en la hacienda de La Calera, todos están alerta, pues están en plena guerra de independencia.


         “Había sido una larga y sangrienta contienda civil con batallas, sitios, triunfos y derrotas, saqueo y pillajes y montones de muertos.  La superficie toda del suelo  mexicano convertida en un solo campo de desolación y muerte”, escribió el doctor Mora.


         Sara Sefhovich señala que los novohispanos se levantaron en armas para defender lo que consideraban suyo, para no pagar tributos, para poder hablar con libertad, para liberarse del yugo extranjero “pagamos tributo por vivir en lo que es de nosotros, no disfrutamos de los frutos de nuestro suelo ni somos dueños aún de hablar con libertad”.


         Tenía la Nueva España siete millones de habitantes, hubo quienes se opusieron al movimiento popular y se unieron al ejército realista, pero hubo también quienes apoyaron a los insurgentes y se sumaron a ellos, en una prolongada lucha, quienes con machetes y palos empezaron a tomar ciudades, saquear pueblos y haciendas, como La Calera, que se encontraba en tierra Caliente en Michoacán, en lo que después pasaría a formar parte del estado de Guerrero.


         Fue en esa revuelta cuando un grupo de insurgentes encabezado por Vicente Guerrero, interrumpió el sueño del niño Francisco (mi tátara abuelo) que era hijo de españoles, cuando con un machete fue derribado un extremo  de su hamaca, cayendo de golpe al suelo histórico, salvándose de milagro, junto con todos los demás, ya que los insurgentes se contentaron con llevarse todos los víveres y dejándolos con vida, pero con la bilis derramada y un bebé todo moreteado por el golpazo.  En esas luchas que se dieron en tierra caliente, era una costumbre cortar las hamacas  de los bebés para que se vinieran al suelo como parte de las agresiones.  Así los niños y las niñas, en todas las guerras sufren por la violencia, en ambos bandos.


         Sin embargo a pesar de todos los incidentes, mi tátara abuelo, pudo seguir creciendo, corriendo y desarrollándose para posteriormente al paso de los años, estar al frente de la hacienda, lo que le daría la oportunidad de conocer a otro niño, que nació  años después de terminada la guerra de independencia.


Después de consumarse la independencia, posteriormente al gobierno de Guadalupe Victoria, tocaría el turno a Vicente Guerrero, quien tomó posesión en abril de 1829. En su breve período de gobierno, los españoles intentaron la reconquista de su ex colonia, un día desembarcaron en el puerto de Tampico pero fueron vencidos por los militares mexicanos ayudados por el clima y la geografía de la región.


         Sara Sefhovich nos cuenta que Guerrero estaba casado con Guadalupe Hernández: “una señora que no salía de su casa, ni acompañaba a su esposo en sus actividades públicas. Pero algo interesante debe haber sucedido en esa familia puesto que una hija del matrimonio de nombre Dolores, llegaría a ser una poetisa de cierta celebridad cuyos escritos aparecerían en el álbum de las señoritas mexicanas y además ella sería madre del escritor, historiador y cronista Vicente Riva Palacio”.


         Vicente Riva Palacio, nieto de Vicente Guerrero, contaba entre sus anécdotas, que encontrándose en un serio apuro, cuando viajaba por allá por tierra caliente, en Michoacán, tocó a la puerta de  la hacienda de La Calera, solicitando  ayuda y hospitalidad para pasar la noche. El  niño de la hamaca, mi tátara abuelo Francisco González,   lo invitó cordialmente a pasar, en el calor de la cena, ambos se contaron las  historias de su familia.  Francisco le contó la historia de su hamaca y de cómo su abuelo llegó de España hasta esas tierras y Vicente le contó que él había nacido poco después de la muerte de su abuelo, por lo que no pudo conocerlo, pero su mamá le contaba muchas historias y cuentos de sus antepasados.  Así ambos, como dos niños más viejos, siguieron de historia en historia, hasta que se hicieron amigos, dejando atrás las luchas que dividieron a los novohispanos en dos bandos, para que sólo quedara entre ellos la amistad.


         En la última década del siglo  XIX en esa misma hacienda de la Calera,  allá en tierra caliente, mi abuelita paterna nacería y llevaría el mismo nombre de mi tátara abuelo pero en femenino: Francisca González

Dormir en una cuna, hamaca, lecho o suelo, influye en los hábitos del corazón.

      Dormir en una cama, en un petate o en un coy; estar habituado a la almohada blanda, dura o no tenerla; dormir vestido o desvestido; tapado o destapado, son  prácticas, técnicas corporales que tienen profundas repercusiones en la formación de los hábitos del corazón.


      En virtud de la necesaria armonía entre la forma de nuestros descansos y la de nuestras casas, hemos inventado espacios y los hemos animado con la precisión de nuestro movimiento cotidiano, cada uno según sus costumbres –habitus-  que varían con las civilizaciones, las sociedades, los tipos de educación, la comodidad y las modas. Moviéndonos, trabajando, caminando o aun inmóviles, de pie, sentados o tendidos en sitios construidos teóricamente a nuestra medida, recorremos las distancias íntimas que nos vinculan con los seres y las cosas, cercanos o lejanos, a derecha o izquierda, adelante o atrás, arriba o abajo, ocupados o libres conocemos el uso y el puesto de los lugares y de los objetos ajustados según referencias a nuestra civilización, y a nuestras tradiciones culturales, como no los enseñaron nuestros padres.


“Suelo practicar y refinar mis hábitos de dormir, acto tradicional por excelencia, que mis padres me enseñaron cuando era niño, según la tradición en la cual me formé. Por las noches, preparado para imitar a los que me rodeaban, fui adquiriendo prácticas de descanso de acostarse y de dormir especiales, que me diferencian de las mujeres y de los hombres de esos lejanos lugares que he podido frecuentar”, nos dice Pascal Dibie. Cuenta que de niño aprendió de sus padres los hábitos del corazón junto con los hábitos de dormir, imitando a los que lo rodeaban adquirió las prácticas de descanso; desde entonces observaba con curiosidad y se preguntaba como seria el sueño de los demás, como serian sus casas, sus camas, sus lechos. Gracias a estas inquietudes, este soñador y perezoso niño, al crecer se propuso armar una historia de la parte dormida o somnolienta de la humanidad, la que nos regala en su libro “La Etnología de la Alcoba” (el dormitorio y la gran aventura del reposo de la humanidad).


      En la niñez y en la adolescencia creemos en la mayoría de los casos, que en todas partes las casas, las recámaras y las costumbres para dormir son parecidas a las nuestras y siempre han sido así. De ahí la necesidad y la importancia de los estudios antropológicos y etnológicos, como el realizado por Pascal Dibie, que nos introducen a un conocimiento histórico y comparativo de muchas otras sociedades.  Diversos seres humanos de otras épocas con diferentes modos de vivir, con distintos hábitos de dormir y descansar, que influyen profundamente en la formación de los hábitos del corazón, de los niños y las niñas.


      Es sorprendente conocer otras civilizaciones del sueño y del descanso, como: “Las cavernas”, “Las casas de mamut”, “Las camas de Ulises”, “Los lechos a la sombra de los torreones” “El cuarto de los secretos en la época de los sentimientos”, “El despertar del rey”, “El dormir en el campo”, “El descanso africano”, “La casa china”, “Las hamacas de América” y “Los lechos colectivos de los Francos”, como los narra en su libro Pascal Dibie.

Los lechos de los niños y niñas en la época de los francos entre los siglos V y VIII.

     La visión que podían tener los niños y niñas de esa época merovingia era que las casas, el descanso era un poco amontonado y un mucho apachurrado.
         La época merovingia (de meroveo, merovingios, nombre de una tribu de francos salios), situada entre dos acontecimientos, el advenimiento de Clodoveo, en 482 y el de Pipino el Breve, en 751, no es la “noche bárbara” atacada sin razón por los historiadores, nos dice Pascal Dibie, sino un período de transición que daría como resultado la fusión del civilizado y del bárbaro, aunque no haya que exagerar su antinomia, en realidad ha producido una civilización profundamente original.


         Los romanos llamaban bárbaros a todos los pueblos que no participaban de la cultura latina o helénica, muchos de estos pueblos fueron colonizados por Roma. Otros, como los germanos y los partos siguieron viviendo en las fronteras del Imperio; estas tribus practicaban algo de agricultura y de ganadería; vivían todavía en la fase de comunidad de bienes, aunque más tarde se transformarían en reinos.


         Uno de estos reinos, fue el de los francos, encabezado por el rey Clodoveo que conquistó la mayor parte de las Galias.  Estos Reyes eran un tanto nómadas, con un palacio ambulante, rodeados de los servidores y de los oficiales mayores de la Corona, con los cuales se desplazaban. A los reyes de esta época se les denominó como los “reyes holgazanes”, por su gusto de estar “echados”, retozando, durmiendo.


         Estos reyes usaban una enmarañada barba y un pelo mal peinado, y tan olvidadizos de toda majestad que no temen hacerse transportar a las asambleas populares en esos toscos carros de bueyes conducidos por un mozo de cuadra.  Estos carros de bueyes eran de uso corriente, entre la gente de condición más elevada.


En esta época los lechos de las casas de la mayor parte de la población eran colectivos, solo el rey y los grandes señores, tenían lechos individuales, los cuales estaban decorados de un modo magnífico, con tejidos preciosos, de arte suntuario, siguiendo con una tradición de comodidad, heredada del período galorromano, al que se añadían algunos refinamientos llegados del Norte.


         Pero para el resto de los habitantes que formaban el poblado, incluidos los niños y las niñas, lo más natural y normal eran los lechos colectivos, era lo que siempre conocieron desde que nacieron y es a partir de esta costumbre que formaron sus hábitos del corazón y sus técnicas de dormir, seguramente muy parecidos a las costumbres de la prehistoria, en la época de las cavernas, en las “casas de mamut”.


         Los lugares de descanso se encontraban en la “gran casa cubierta de bálago en la que el lecho es común a los padres, los tíos, las tías, los primos, las primas, los niños, las niñas, y los sirvientes, donde todos duermen naturalmente desnudos en una misma cama o lecho colectivo”.


         Pero con la introducción del catolicismo en estos reinos, a la Iglesia le pareció insoportable y alarmante todos los desnudos en una misma cama, sobre todo porque estaba por llegar la orden de San Benedicto (480-543).  Por lo cual promulga la estricta regla de San Benito, esta ordenaba a sus monjes que se acostaran totalmente vestidos y en una cama individual.


         La desnudez del cuerpo que era considerada y mostrada a los niños y niñas,  como un hábito natural, sencillo y cómodo; en adelante se enseñaría a mirar como una manifestación de “grave riesgo sexual y genital, que amenaza con quitar de la cabeza la honesta copulation”, ya que decían que la cama será común al hombre y a la mujer cuando no se haga otra cosa que procrear castamente.

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