Tesis doctorales de Ciencias Sociales

CAPITAL ESPECULATIVO Y CRISIS BURSÁTIL EN AMÉRICA LATINA. CONTAGIO, CRECIMIENTO Y CONVERGENCIA. (1993 - 2005)

Samuel Immanuel Brugger Jakob





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3.1.2. Crecimiento y desarrollo en la escuela neoclásica y marxista

Las dos principales escuelas de pensamiento de la primera mitad del siglo XIX y del siglo XX –la neoclásica y la marxista–98 han tendido a analizar a los países de la Periferia con las mismas herramientas que utilizan para analizar a los países del Centro, es decir, de forma monoeconómica. Las dos escuelas de pensamiento creen obstinadamente en el desarrollo como una secuela de etapas por las que toda sociedad debe atravesar. Marx, por ejemplo, consideraba que sólo la implementación de la propiedad privada y una gestión pública de estilo europeo –o, mejor dicho, anglosajón– podían generar el capitalismo, una fase indispensable para llegar a una sociedad socialista (Marx/Engels, 1956, citado en Kalmring et al., 2004).

Desde el siglo XIX y hasta la Gran Depresión, la ideología económica preferente se basaba en el optimismo de Ricardo por el libre cambio. Se consideró que el “modelo hacia afuera” (Pinto, 1991) iba a propiciar una convergencia entre las economías desarrolladas y las menos desarrolladas debido a la división internacional del trabajo y el comercio exterior. En una primera etapa, los países de la Periferia iban a estar condenados a producir alimentos y materias primas que irían a los grandes centros industriales del Centro (ibidem, 1991). Por la división internacional del trabajo, los países de la Periferia se iban a especializarse cada vez más. Se creía que los adelantos de la productividad en el Centro y la Periferia llegarían a compartirse con ventajas adicionales para la la última a causa de que el progreso tecnológico se difundía con mayor vigor y amplitud en las producciones industriales. Además, se consideraba que la demanda de productos alimenticios y materias primas iba a incrementarse en el Centro por el aumento del ingreso per cápita. Fue así como surgió la era del “libre mercado” que se extendió desde 1846 hasta la Gran Depresión. La economía europea tomó las riendas tanto en Europa como en sus colonias (Osterhammel, 2007). El volumen del comercio exterior mundial se incrementó entre 1800 y 1913 25 veces, con dos etapas muy claras de auge: 1850 y 1870. El comercio mundial creció mucho más aprisa que la producción global (Kenwood et al., 1999), lo que generó la primera crisis global en 1873, considerada por muchos historiadores como la Primera Gran Depresión. En 1873 los bienes agrícolas cayeron por los suelos, varias economías periféricas fueron afectadas y la producción global per cápita apenas creció (Lewis, 1978).

A más tardar en 1880, en el Centro ya se comenzó a hablar de una economía global (Sartorius, 1931). Los flujos de capital comenzaron a tener tamaños inimaginables para su época. Los ingleses exportaban cada año entre el 5 y el 7% de su PIB en capital financiero, con el que compraban bonos y acciones de empresas en todo el mundo, en especial ferroviarias. Desde 1870 comenzó un sistema internacional de divisas. Todas las divisas relevantes en el comercio mundial tenían una paridad fija con el oro, lo que eliminó los miedos del tipo de cambio y fomentó aún más el libre flujo de capitales100 (McNeill, 1998; Eichgreen, 2000). Los flujos de la Gran Bretaña hacia los países emergentes de aquella época (Argentina, Brasil, China, Japón, Rusia y Turquía) eran mayores que los de hoy en día, medidos como porcentaje del PIB. Los bonos de los países emergentes emitidos en el London Stock Exchange representaban entonces el 50% del PIB del Reino Unido (Mauro et al., 2002). De esta forma. se creía, pues, que los países iban a converger, ya que los menos desarrollados conseguirían el financiamiento que requerían y con la división internacional del trabajo se producirían cada vez más bienes y menos alimentos, lo que iba incrementaría la renta per cápita de los trabajadores de la Periferia. Sin embargo, esto no se dio. Por un lado, la crisis de 1873 provocó un desplome de los precios de los bienes agrícolas, lo que afectó severamente la Periferia. Por otro lado, el modelo teórico asumía igualdad en los términos de intercambio; pero esto nunca sucedió con el Centro, ya que éste usaba políticas proteccionistas como, por ejemplo, las leyes de Fordney-McCumber de 1922 y las de Smoot-Haweley de 1930. Con esto se generó una política de desarrollo denominada “Beggar-thy-Neighbour”, la cual acentuó aún más la Gran Depresión (Ugarteche, 2007).

3.1.3. El debate a partir de la Gran Depresión

Las fallas de esa prácticas produjeron un intenso debate durante y después de la Gran Depresión y dieron paso a dos corrientes (la teoría de la modernización y la escuela estructuralista-dependentista) muy significantes. La demanda de los bienes primarios ha oscilado periódicamente, creando grandes trastornos a las economías del Sur, sobre todo tasas de crecimiento bajas y que variaban enormemente que impedían planificar. Además, el crecimiento de la demanda para dichos bienes sólo crecía lentamente y acentuaba aún más la divergencia de salarios entre el Centro y la Periferia.

En la Periferia comenzaron a importar cada vez más bienes manufacturados. Todo esto favoreció la demanda global de productos manufacturados, mientras que la demanda global de bienes primarios se estancaba o se reducía. Esto provocó que los precios de los bienes manufacturados producidos en el Centro– se incrementaran y se ampliara aún más la brecha. Así, los flujos en vez de ir del Centro a la Periferia, como se había pensado, y que además generarían una convergencia, iban en sentido contrario, provocando que las ganancias se incrementaran en el Centro y se acentuara la divergencia. Ni la fuerza de trabajo ni el capital se desplazaron como se previó teóricamente. Por otra parte, como los flujos financieros inhibían la creación del ahorro en el Sur, no se veía una inversión interna que fomentara la especialización del trabajo y la creación de distritos industriales.

Pasada la Gran Depresión, se buscaron alternativas, tanto ortodoxas como heterodoxas, en el mundo capitalista. La teoría neoclásica siguió favoreciendo la idea monoeconómica con la teoría de la modernización. En este sentido, en el Sur surgió un concepto de desarrollo heterodoxo, influido por una vertiente de la teoría keynesiana y de la teoría del comercio internacional, pero que hacía hincapié en un modelo de industrialización “hacia adentro” para poder competir sin las desventajas ya mencionadas en el comercio mundial. Así surgieron el Estructuralismo y su posterior crítica en la teoría de la Dependencia. La teoría de la modernización se caracteriza por las siguientes definiciones:

I. La modernización es un proceso homogeneizador que genera tendencias hacia la convergencia entre las sociedades (Levy, 1967).

II. La modernización es un proceso eurocéntrico (Tipps, 1976), puesto que considera que Europa Occidental y Estados Unidos son los países a los que hay que copiar por su prosperidad económica y su estabilidad política. Sin embargo, prohíbe la imitación de los procesos inhumanos con los que Europa y Estados Unidos han generado su crecimiento, mientras reprocha cualquier intento que los países periféricos emprendan alejados de la democracia occidental.

III. La modernización es un proceso evidentemente irreversible. En otras palabras, una vez que los países del Sur Global se adapten al Occidente será imposible que dejen el proceso de modernización.

IV. La modernización es un proceso progresivo que a largo plazo es no sólo inevitable sino deseable.

V. La modernización es un proceso extremadamente largo en el tiempo; un cambio basado en la evolución. Tardará generaciones e incluso siglos para que culmine. Este último punto parece más bien una justificación por los pobres resultados que había ofrecido la teoría, pero que evitará la adopción del modelo comunista, basado en saltos revolucionarios.

El problema principal de los modelos de la modernización es su intento universalista de encontrar una solución. Es por esta falacia que Fischer (1999) un alto ejecutivo del Fondo Monetario Internacional critica esta teoría ortodoxa del desarrollo, definiéndola como el intento de encontrar el ingrediente mágico copiando el desarrollo europeo. Otro punto crítico es la determinación arbitraria del periodo de estudio. Tomar como periodo de observación 500 años desde los últimos siglos de la Edad Media hasta la actualidad, sin ninguna justificación, hace parecer que es más bien un intento de demostración a toda costa. Si simplemente se amplía el horizonte temporal de estudio se observa que la evolución simplificada propuesta por la teoría de la modernización es incorrecta.

Hasta mediados del siglo XX, el Sur Global no tenía ni teoría ni política de desarrollo regional propia que se haya difundido. Fue apenas a finales de los años cuarenta del siglo XX cuando surgió oficialmente una teoría del Sur: la Escuela Estructuralista-Dependentista. Surgió como respuesta de intelectuales del Sur al fallido modelo de desarrollo hacia afuera posterior a la Gran Depresión, y es llamada generalmente como el “pensamiento cepaliano”. Otra razón fue que el modelo “hacia afuera” había olvidado los mercados nacionales y únicamente producía bienes y servicios para la exportación. Una idea básica del enfoque estructuralista cepaliano era que los productos primarios no podían tener más valor para las exportaciones que satisfacer a los mercados internos, por lo que se buscó un modelo de desarrollo “hacia adentro”. Ahora serían la industria y el mercado interno los pilares de la nueva estrategia, aunque se conservó el ideal capitalista de racionalidad económica y maximización de ganancias (Ceballos, 1997). Lo interesante de este modelo fue el concepto de productividad marginal social como un punto de desarrollo y que traería la convergencia. Mediante un sistema proteccionista se intentó, entre otras cosas, superar el déficit secular de la balanza de pagos y una diversificación de la industria con la intención de aumentar los niveles de productividad. La relación con el comercio exterior también iba a cambiar notoriamente, ya que se consideraba eliminar las barreras proteccionistas cuando la industria estuviera lista para competir primero regional y después globalmente. Se trataba, pues, de proteger a la industria naciente y dejar que ésta madurara protegiéndola de la competencia exterior, y de que una vez que estas industrias crecieran y fuera satisfecho el mercado interno, canalizar su producción hacia el exterior, para contribuir así a una mayor estabilidad del mercado de divisas, al crecimiento económico y a seguir diversificando la industria (Ceballos, 1997).

Un punto fundamental fue el cambio de función de los flujos de capital del exterior. En el modelo de crecimiento “hacia afuera” los flujos tanto de inversión directa como de créditos públicos constituyeron la forma principal de financiamiento. Con la Gran Depresión estos flujos desaparecieron casi por completo. El modelo de crecimiento “hacia adentro” cambió radicalmente: el ahorro interno comenzó a tener un papel predominante (Pinto, 1991) y los controles sobre el comercio exterior así como la modificación en la estructura de importación, permitieron usar esos flujos para adquirir bienes de capital en los mercados globales. Mientras que en el primer modelo el gobierno no influía en el uso de los flujos, en el segundo desempeñó una función vital. No obstante, esto no propició que desaparecieran los flujos de capital del exterior, aunque ahora consistían principalmente en créditos de desarrollo con bajas tasas de interés y de largo plazo, o bien en inversión extranjera directa para generar nuevos activos fijos, en el sector industrial principalmente, los cuales también eran de largo plazo. El capital especulativo era prácticamente irrelevante, ya que los países del Sur implementaron una política de represión para limitar el crecimiento de las bolsas de valores (Ortiz, 2007b).

En la década de los setenta aparece una nueva teoría de crecimiento económico que debería llevar al desarrollo y a la convergencia: los Chicago Boys. Éstos eran 25 estudiantes chilenos (Meller, 1984; Valdés, 1995) que fueron enviados por la dictadura pinochetista a estudiar economía a la Universidad de Chicago, de donde regresaron influidos por la Escuela de Chicago y que posteriormente legislaron una nueva política económica chilena referenciada a la economía de mercado de orientación monetarista, de la que el Estado volvería a dejar de ser el motor principal. La crisis de la deuda de la década de los ochenta hizo posible que las instituciones supranacionales –BM y FMI– dominadas por el Norte introdujeran esta escuela de pensamiento en prácticamente toda América Latina, en lo que actualmente conocemos como neoliberalismo.

Lord Bauer y su obra magna, Dissent on Development (1972), influyó en gran medida tanto en Milton Friedman (1912-2006), padre de la escuela monetarista, como en Williamson, padre del Consenso de Washington. La escuela de pensamiento económico en la que más influyó Bauer fue, sin lugar a dudas, la Escuela de Chicago, la cual tomó como premisa la importancia fundamental de la libertad personal (Samuelson et al., 1990). Entre los pensadores más notables de esta escuela están

Milton Friedman, Friedrich Hayek, Frank Knight y Henry Simons, quienes abogaron toda su vida por el laissez-faire. El argumento principal es que el mercado asigna de la mejor forma los recursos escasos, retomando los viejos principios neoclásicos de finales del siglo XIX: el libre cambio, la racionalidad del consumidor, la función de producción (que debe ser por fuerza de tipo Cobb-Douglas aunque Knut Wicksell, 1851-1926, observa varias inconsistencias–, convexa, continua y diferenciable, así como homogénea de primer grado para que no haya ningún excedente (Pasinetti, 2000), la idea marginalista del salario y la justicia distributiva (Clark, 1899 y 1901), la homogeneidad del capital y la eficiencia de los mercados en general.

Según ellos, cuando el Estado interviene para resolver los “problemas del mercado”, por ejemplo, para poner control a los precios de alquiler, genera más problemas (en este caso, una escasez de vivienda), y cuando los sindicatos para exigir salarios mayores, son los principales responsables del desempleo, etc. En este sentido, el pensamiento de la mayoría de los economistas desde los años ochenta son réplicas de las obras magnas de Friedman, Capitalismo y libertad (1962) y An Economist's Protest (1972). En ambos libros el argumento principal siempre es que la mano del Estado interviene en la libertad personal y que, por consiguiente, no consigue cumplir sus objetivos.

El gran éxito que tuvieron estos economistas a partir de los ochenta generó la apertura comercial de casi todo el mundo, con lo que algunos autores consideran que comenzó una nueva etapa de desarrollo llamada “globalización”. Sala-I-Martin define a la globalización como el libre intercambio de capital, trabajo, tecnología y mercancía. En este sentido, la idea de desarrollo y convergencia están basadas en la teoría de la productividad marginal y la justicia distributiva de John Bates Clark (1847-1938). Clark supuso que los factores de producción se remuneran por su productividad marginal, que es el aumento obtenido en la producción por la última unidad adicionada al proceso productivo (por ejemplo, el último empleado contratado). Por tal razón el salario del último trabajador no puede ser superior a su productividad, y como todos los trabajadores son intercambiables, cada uno podría ser el último trabajador. Así, todos los trabajadores tendrían como salario máximo el producto marginal. En la visión neoclásica, esto no sólo es la garantía de eficiencia sino también de justicia distributiva. El primer punto, porque es la única forma de estar en equilibrio, y el segundo, porque el salario así definido es una remuneración justa (Gómez, 2008). Ahora bien, si existe libre intercambio de capital, trabajo, tecnología y mercancías, por la misma idea marginalista y las distintas tasas de beneficios, los países comenzarían a converger en su productividad marginal. Esto propiciaría que los salarios del mundo entero terminaran en convergencia.

En lo que respecta a la convergencia generada por la globalización, se puede considerar que la liberalización comercial –que encamina a la integración regional– es un componente principal en la reasignación de recursos que responden a ventajas comparativas (López-Cordoba et al., 2003), por lo que el grado de convergencia o divergencia económica estaría dirigido en gran medida por el diferencial en productividades y el desarrollo de infraestructura. El desarrollo de infraestructura también es indispensable para que los sectores industriales de los países puedan generar ventajas competitivas, es decir, ventajas en la producción que sea difícil imitar y posible mantener durante el mayor tiempo posible. La globalización genera una mayor convergencia, ya que los países que adaptan su infraestructura podrán imitar más rápido el bien o servicio, con lo que obtendrían parte de la renta que deja este bien o servicio. Resulta, entonces, claro que no es posible dejar el desarrollo de la infraestructura al mercado, ya que al ser un bienestar social desaparece el incentivo individual, a menos que distintos individuos que vieran un bienestar individual muy parecido se buscaran y se pusieran de acuerdo para llevar a cabo la inversión. Este caso resulta poco realista, por lo que la mayoría de los gobiernos han dedicado enormes cantidades de dinero para evitar esa disparidad creada por la falta de infraestructura. De esta manera, los fondos de cohesión y de desarrollo regional –como los de la Unión Europea– tienen como objetivo asignar el gasto público de tal forma que las regiones pobres reciban capital para financiar infraestructura o capital humano y reducir así las disparidades y generar convergencia. Se ha demostrado que de esta forma, y con que la inversión del Estado no genere un crowding out de la inversión privada, se acelera la convergencia entre las regiones (Everdeen et al., 2002).


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