Contribuciones a las Ciencias Sociales
Julio 2010

BIOÉTICA, VIDA BUENA, FELICIDAD Y BIENESTAR EN UN MUNDO GLOBALIZADO

 

Jesús Armado Martínez Gómez (CV)
jesusarmando@suss.co.cu

 

RESUMEN: En el trabajo se comienza haciendo un análisis acerca de la relación entre bien moral, vida buena, la felicidad en la antigüedad, la edad media y la modernidad, estableciendo una comparación con las principales líneas de fundamentación de la bioética en el contexto de la globalización neoliberal actual. Seguidamente se valora la bioética en tanto que ética que emerge de las crisis que caracterizan el siglo XX, su evolución a partir de la propuesta de Potter y la ulterior reducción de ésta al campo de la biomedicina, donde se desarrolla básicamente a través del enfoque principialista difundido por la escuela de Georgetown, en la que se da prioridad a la autonomía a partir de fundamentos teóricos en los que se evidencia la reducción del bien moral al bienestar personal, y la dignidad a la calidad de vida, lo que estimamos ocurre consecuencia de la influencia que ha ejercido sobre la bioética la concepción instrumental de la libertad propia del neoliberalismo, totalmente comprometida con intereses privados contrapuestos al bien común. Por último, se analizan algunas de las propuestas teóricas que hoy pretenden adecuar el principialismo a contextos sociales disímiles o superarlo para poder responder al imperativo de proteger la vida humana y evitar que se materialice la amenaza de autodestrucción que pende sobre la humanidad.

PALABRAS CLAVES: Bien moral, felicidad, vida buena, bienestar y bioética
 



Para citar este artículo puede utilizar el siguiente formato:
Martínez Gómez, J.A.: Bioética, vida buena, felicidad y bienestar en un mundo globalizado, en Contribuciones a las Ciencias Sociales, julio 2010, www.eumed.net/rev/cccss/09/jamg.htm 


Introducción

La bioética, cuya existencia ya se extiende a cuatro décadas, está llamada a ser una disciplina rectora en el siglo XXI. La razón de este planteamiento está en que “la promesa de la técnica moderna se ha convertido en una amenaza”, lo que se hace cada vez más necesaria la existencia de “una ética que evite mediante frenos voluntarios que su poder lleve a los hombres al desastre” (Jonas, 1995: 15). Nunca antes se había visto tan amenazada la vida humana, y en general la biosfera, por el uso irracional del poder tecnológico alcanzado por el hombre, Ello explica las preocupaciones éticas por el futuro de la vida humana y sus opciones, como parte de las cuales emerge la bioética con una propuesta que aglutina el compendio de valores que han venido definiendo la concepción moral del hombre a escala planetaria, y propicia el encuentro entre esferas disímiles del saber en estrecha conexión con la axiología. No nos equivocamos si decimos que en ningún otro período histórico la humanidad se había sentido tan motivada y precisada a estudiar los temas morales, y que este tal vez sea el último intento por limitar la conducta cada vez más autodestructiva del hombre.

Si bien es cierto que el discurso bioético pasó del plano ecológico al biomédico, sobre todo en el transcurso de las tres primeras décadas de existencia de este disciplina, ello no significa que se haya perdido del todo la perspectiva global de la bioética, que se ha ido fortaleciendo con las críticas a las limitaciones presentadas por los modelos de fundamentación que han dominado el escenario de actuación de la bioética médica en el mundo desarrollado. Ello ha permitido desarrollar un discurso bioético mucho más abarcador y menos excluyente, en el que puedan ser representados los intereses de la humanidad como un todo y no los de pequeños grupos de poder en un campo de accionar tan importante como limitado: el de la praxis sanitaria.

La premura por resolver los problemas de valor no debe llevar a la bioética a romper con la idea del bien fundada desde una perspectiva filosófica –metafísica, dialéctica, dialógica, etc.- que sea orientadora y correctiva a la vez. Si no se entiende esto, la bioética no podrá dar continuidad con éxito a su fase descriptiva-analítica, que será la que dictará las reglas -relativas siempre a los casos-- que orientarán las decisiones, sirviendo de base para la formulación de normas morales y jurídicas que, por tal razón, tendrán siempre un alcance circunstancial y efímero.

Uno de los grandes errores de la bioética médica fue el de relegar los incuestionables aportes de la filosofía moral clásica y moderna, y no prestar más atención a los ideales de bien, de vida buena y de felicidad que le permitieron a ésta enlazar, aunque muchas veces dentro de moldes rígidos, el proyecto de vida individual con el social. Ya se están viendo las consecuencias de la nueva postura moral asumida: un enfoque decisionista que busca una solución negociada a los conflictos de valor, centrándose en el bienestar individual sin reparar en ideal alguno de bien moral y vida buena amenaza con anular el humanismo intrínseco a la praxis sanitaria. A reflexionar sobre esta cuestión dedicamos los tópicos que siguen a estas frases introductorias.

Bien moral, felicidad y vida buena

Independientemente del esquema de fundamentación que adopte, la aspiración genuina de un eticista no puede ser otra que el desarrollo de una reflexión filosófica que sirva para fundamentar un proyecto de convivencia que desarrolle hasta la perfección las relaciones sociales, haciéndolas cada vez más humanas. Pero esa aspiración siempre ha encontrado las limitaciones propias de los sistemas sociales en las que se ha gestado. En Occidente, estas limitaciones no han dejado de estar presentes, de manera más o menos tácita o expresa, en los distintos sistemas de fundamentación en que se ha movido la filosofía moral.

Los sofistas inauguraron la concepción antropocéntrica en la antigua Grecia, con la proclamación de Protágoras de que el hombre era la medida de todas las cosas (Laercio, 1990: 236), lo que condicionó la aseveración de Sócrates más tarde de que la supremacía del hombre yacía en su razón (Platón, 1998: 387-432). Pero la homo mensura que llegó a presidir el mundo grecolatino no residió en la razón en general, sino en la de los ciudadanos o habitantes libres de las polis o civitas. Fueron ellos los que sustentaron el humanismo de entonces, con su sello esclavista.

Las éticas platónica y aristotélica, arquetipos de la fundamentación moral naturalista antigua, concibieron un proyecto de vida felicitante basado en la organización de las relaciones sociales sobre la base de la moralidad y la justicia, a tono con la doctrina ya tradicional en Grecia, de la fusión de los opuestos en el medio o del justo equilibrio entre las partes del todo (Cfr. Tomsom, 2009: 248-267) Para los griegos, moralidad y felicidad eran cualidades que se presuponían, llegando a considerar a la última como culminación o clímax al que se podía llegar con la perfección de la naturaleza humana a través de la práctica de la virtud.

La idea de la felicidad como recompensa está en la base del humanismo grecolatino, aunque fundamentada de distintas maneras, según se trate de éticas naturalistas, hedonistas, estoicas, epicúreas, etc. La filosofía moral griega no puede evitar ser eudemonista de forma positiva o negativa, es decir, ya sea buscando la felicidad en la consecución de una vida virtuosa desde una posición razonada de equilibrio entre excesos y defectos, procurando no seguir nuestras inclinaciones y guardándonos de lo placentero para no errar y lograr el justo medio (Aristóteles, 1992; Libros I y II); o a través de la renuncia total o parcial a nuestros bienes o aspiraciones para evitar el sufrimiento causado por el temor a la pobreza y a la servidumbre, o el miedo a la muerte (Séneca, 1989; Cartas 71, 72, 74 y 80).

Con el advenimiento del Cristianismo, se da por sentada la imperfección humana que no puede superarse a través de los esfuerzos y aspiraciones humanos en sí, que aunque necesarios no son suficientes. Es preciso del auxilio de lo divino o perfecto para que el hombre pueda superar su imperfección, base del pecado, por lo que ahora ya no bastará con la razón, que es ciega si no se ve alentada y guiada a cada paso por la fe. Aquí la felicidad sigue siendo entendida como recompensa, pero ya no se ve como resultado de la recompensa solo al esfuerzo propio sino como el premio que se recibe por las obras y la fe a través de la gracia divina. En el Feudalismo, la iglesia llegó a tener el monopolio de la doctrina de la fe y con él de los medios humanos para aspirar a la felicidad de que debía ser garante. Con ello su proyecto humanista vería simplificado o reducido uno de los atributos que lo distinguían en el mundo grecolatino: la razón.

El humanismo cristiano encuentra en Cristo el modelo a seguir. Al igual que Cristo, el hombre deviene plenamente humano cuando supera su naturaleza per se pecadora, inspirando sus actos y obrando en conformidad con la fe, que es un pensar asintiendo que no sustenta en hechos lo que afirma. Por tal razón, se puede exhortar a creer pero no obligar, de ahí que el camino de la fe llegue a ser visto como fruto de una elección libre alentada por la gracia. La perfección deviene así aspiración a la realización del imago Dei, a la santidad, siendo, por tanto, un proceso contra natura o a lo sumo una limitación de la naturaleza allí donde contradice a su principio creador, espiritual o divino. La virtud cristiana se logra con la perfección de la naturaleza del hombre, frágil e imperfecta en sí, al amparo de la espiritualidad y de la fe.

El proyecto moderno renovó la concepción de los antiguos, infringiéndole un desarrollo propio a tono con las nuevas condiciones históricas. Las revoluciones modernas fueron concebidas como proyectos encaminados al logro de un bienestar general que hiciera posible a su vez el bienestar individual. El proyecto humanista en lo fundamental siguió varios modelos de fundamentación. Algunos, como los utilitaristas y naturalistas, siguieron viendo en la ética un medio para llegar a la felicidad, pero otros, como los kantianos y Nietzsche, llegaron hasta el divorcio entre eticidad y felicidad. La perspectiva de fundamentación de los utilitaristas, naturalistas y kantianos siguió siendo racionalista, pero la de Nietzsche supuso a los instintos en su nueva perspectiva: fue irracionalista.

Para las éticas naturalistas el criterio de la bondad o de la maldad no es otro que el del orden natural, ya sea eterno o creado, ajustándose al cual el hombre logra alcanzar el bien, su realización y felicidad. Cada ser humano está dotado de los dones o cualidades necesarios para la consecución de los fines propios de su orden natural. Los modernos harían particular énfasis en la racionalidad, cualificando en base a ella a la naturaleza humana, capaz de deliberar y elegir los medios adecuados para alcanzar sus fines, y en particular la felicidad como finalidad suprema. Así, la prudencia funge como primera condición de la moralidad. La persona prudente es aquella que delibera antes de actuar, conduciéndose conforme a los dictados de la recta razón que establece el bien como finalidad de sus actos y le permite elegir los medios adecuados para alcanzarlo. Así, el hombre es bueno en la medida en que hace de la rectitud de su actuación un hábito, convirtiéndola en una virtud. Sobre la base de las virtudes aceptadas por los seguidores de la ética racionalista, se suelen encontrar las cuatro cardinales destacadas por Aristóteles: prudencia, coraje, templanza y justicia.

La diferencia de los utilitaristas con respecto a los naturalista reside en el fundamento moral del bien que para ellos ya no estará dado por el ajuste de los actos humanos – individuales o sociales- al orden natural (racional), sino por sus consecuencias. Ahora el criterio para evaluar la moralidad de los actos descansará en la posibilidad de estos para aumentar o disminuir la felicidad (Bentham, 1991: 43) tanto en el ámbito individual como en el colectivo (Mill, 1984: 90-91), y no en su ser o naturaleza (mala o buena en sí). El utilitarismo clásico no se divorció del altruismo ni en general de las virtudes en las que tradicionalmente se había centrado la ética. John S. Mill lo expresa claramente: “Sólo aquellos que carecen de toda idea de moralidad podrían soportar llevar una vida en la que se planease no tomar en consideración a los demás a no ser en la medida en que viniese exigido por los propios interese privados” (Mill, 1984: 88). Tampoco es el utilitarismo una doctrina que niega la virtud sino todo lo contrario, afirma Mill considerando que la virtud no sólo “ha de ser deseada, sino que ha de ser deseada desinteresadamente, por sí misma” (Mill, 1984: 91).

Para Kant, el deber deviene un fin en sí, siendo expresión del imperativo moral, categórico, según el cual sólo el respeto por la ley moral justifica la moralidad de un acto que debe tener al hombre como fin y no solo como medio de la actuación. Por tal razón, la aspiración a la felicidad atenta contra la moralidad de la conducta porque da la posibilidad de convertir al fin en medio de la actuación (Kant, 1995). Con Kant, el racionalismo asume el principio de renuncia evangélico, categorizándose como fórmula suprema de la no aspiración. En su filosofía moral el hombre se encuentra ante la disyuntiva de ser feliz o ser moral, con lo que se ve obligado a sacrificar la felicidad a la moralidad, o la última a la primera.

Nietzsche criticó los dos pilares básicos en que se sostuvo la moralidad occidental, la razón y la fe, por considerar que con ellos se negaba al hombre, lejos de afirmarlo como se debía (Nietzsche, 1999). Según él, se veló la esencia más profunda del hombre: su aspiración instintiva a imponerse. Desde la perspectiva nietzscheana, el proyecto moderno, de base judeocristiana, no hizo otra cosa que anular la voluntad de poder que preside los actos naturales humanos, atentando contra su más genuina aspiración a la felicidad sin reparar en referente moral alguno ni respetar la humana dignidad. De acuerdo a su filosofía, la felicidad podrá alcanzarse con la superación de toda moral -lo mismo la fundada en la razón que la sostenida mediante la fe-, al negarse el imperativo del deber por uno superior: el del poder (Nietzsche, 1986). Esto lo conduce a la subversión de todos los valores occidentales y a situarse más allá del bien y el mal y, por tanto, por encina del hombre y de la humanidad.

El proyecto de Nietzsche no es humanista, pero tampoco es moderno, es postmoderno. Es una apreciación crítica de la realidad y espiritualidad moderna que hurga en sus limitaciones, pero que las niega de forma nihilista desde su raíz por considerarla insalvable. Otras corrientes, como el existencialismo, seguirán haciendo hincapié en la imposibilidad de llegar a tomar conciencia de nuestra realidad ontológica, aunque conciben la vida humana como un proyecto y, por tanto, como la resultante de la elección personal. Fue común a estos pensadores el pesimismo ante la perspectiva humana de ser feliz. El hombre está atrapado en la angustia, la incertidumbre, la soledad y la responsabilidad en que funda su proyecto vital, en un contexto social carente de sentido y de una perspectiva racional a la cual asirse.

La filosofía de Nietzsche mostró las limitaciones de la razón moderna antes de que se desatara la Primera Guerra Mundial. En cambio, el existencialismo tuvo que ver con las consecuencias de la guerra, fue una filosofía de postguerra o fundamentalmente desarrollada entre las dos conflagraciones mundiales del siglo XX. Ambas corrientes filosóficas nos mostraron los límites de la razón occidental, y aportaron por el irracionalismo, aunque desde supuestos muy diferentes. Para Nietzsche, la vida buena es la desarrollada según los instintos, es la vida biológica que nos permite realizar la voluntad de poder. En cambio, el existencialismo no enfoca su reflexión hacia la vida buena del hombre sino hacia la vida humana mala, grabada por la incertidumbre, el desamparo, la angustia y el sufrimiento que genera el querer trascender la propia existencia, para definirse (Cfr. Sartre, 1978).

Crisis de la moral y redefinición del bien en el discurso bioético

En el siglo XX asistimos a la crisis del proyecto moderno. Las reiteradas crisis económicas, las dos guerras mundiales, el fracaso del modelo liberal de desarrollo económico, la aplicación ulterior del Keynesianismo, el triunfo del socialismo en Europa del éste y su irradiación a otras partes del mundo, la guerra fría, la caída del muro de Berlín y del socialismo real en este continente, y la implantación del modelo neoliberal y su pronta universalización, sobre todo en el tercer mundo, nos hablan de la imposición de una forma de racionalidad que atenta contra los cimientos mismos de la modernidad ilustrada, asentada en principios y valores antropológicos garantistas de lo humano. Lo propio de nuestra época, y sobre todo del nuevo siglo, es la racionalidad instrumental, sustentada en el dominio o monopolio del desarrollo científico-técnico, que no está sujeto a valores sino a los intereses de clases y grupos sociales que centran su proyecto de vida en el bienestar personal y no en la moralidad, en el tener y no en el ser.

La Bioética fue concebida Van Rensselaer Potter con la finalidad suprema de salvar a la humanidad, pero su proyección holística se vio precisada a ceder frente a la lógica de los principios liberales, más acorde con las tradiciones anglosajonas y el modelo de desarrollo neoliberal, en franco despliegue. Al centrarse en la metodología de los cuatro principios de la escuela de Georgetown, dando primacía axiológica al de autonomía, la bioética se encaminó a enfocar al individuo en sus propios problemas, con lo que se generalizó una visión moral caracterizada por la falta de compromiso con el bien común, el desinterés por el otro y la creencia errónea de que todo depende del individuo, de sus conocimientos y de la capacidad o incapacidad para decidir correctamente; lo que en la axiología pragmática que le sirve de fundamento equivale a tener éxito o a mantener el control de las circunstancias y, en sentido general, a que el ser humano se concentre sólo en la realización de su voluntad en cualquiera que sea la naturaleza del estado -bueno o malo, normal o patológico- en que se encuentre. Se perdía así la proyección global y prospectiva de la bioética, al tiempo que se desplazaba la preocupación por el bien, constante en las tradiciones éticas más influyentes a escala planetaria, por la de bienestar.

El bienestar es un término muy usado en el discurso político del siglo XX, en el que ha venido a significar sobre todas las cosas, pasarla bien y con tranquilidad, o encontrarse libre de los padecimientos que impidan a la persona poder pasarla bien. En pocas palabras, el bienestar significa para nuestra cultura estado placentero o de placer, y placer, satisfacción de las necesidades siempre crecientes de consumo en el contexto de la economía del libre mercado. Un bienestar así conseguido podrá constituir un episodio o momento agradable pero no será vector de un sentido de la vida (Kottow, en Tealdi, 2008: 58). Ello explica el cambio de actitud experimentado con relación a las situaciones desagradables o no placenteras de la vida, vistas como carentes de sentido en sí, sin ningún valor. El desarraigo de la tradición moral cristiana, y de aquellas que sin serlo eran morales de virtudes y no de consecuencias, ha llevado a que todo estado de sufrimiento o que requiera de algún sacrificio personal importante, carezca de sentido para una buena parte, sin duda mayoritaria, de los hombres contemporáneos, que valora su vida a partir del referente axiológico neoliberal, globalizado con la ayuda de la cibernética, el cine, la literatura, y en general del mercado y de la cultura de consumo en la que se sostiene.

La vida buena ya no es considerada como la vida moral, en la que virtud y felicidad conforman una unidad inseparable. Ahora vida buena es sinónimo de vida agradable o placentera, sin sacrificios que impidan el más amplio disfrute posible de los bienes personales y sociales. Es una vida definida a partir de la sensibilidad y no de la razón, relegada a un segundo plano: el de facilitadora de una sensibilidad que se confunde con el sensacionalismo más burdo, a veces despiadado. Ese enfoque de la vida es el que ha asumido la bioética médica en sus propuestas de fundamentación más difundidas en la actualidad, en las que la concepción que parte de la dignidad de toda vida humana, acendrada en las mejores tradiciones morales de Occidente, se va viendo desplazada por otra que se estructura en un concepto de raíz económica, mucho más afín a las leyes del mercado: calidad de vida.

Tristram Engelhardt, uno de los pesadores más destacados de esta línea de fundamentación de la bioética, fustiga la incapacidad de la razón para establecer de forma autoritaria una visión concreta de vida buena, en cuya definición considera decisiva la opinión personal. Según él, ello justifica asumir el consentimiento libre e informado como el criterio esencial para resolver el conflicto de opiniones acerca de qué entender por vida buena, que subyace en las decisiones médicas respecto a la vida del paciente, sobre todo de aquellas que tienen que ver con su deseo de ponerle fin (Engelhardt, 1995: 136 y ss.).

Peter Singer cree asistir a otra revolución copernicana, al considerar que se producirá un viraje en materia axiológica porque “la visión tradicional de que toda la vida humana es sacrosanta, no es capaz de hacer frente al conjunto de problemas a que nos enfrentamos”: el nacimiento de niños anencefálicos y corticalmente muertos, de la existencia de pacientes en estado vegetativo persistente y de personas a las que se declara clínicamente muertas por la medicina actual. El hombre es un ser racional, cualidad que lo eleva sobre el mundo animal pero a condición de que la pueda actualizar y ser pleno, es decir, completamente humano. Ello hace que todas las vidas humanas no puedan tener el mismo valor y que incluso algunas de ellas lleguen a ser mucho menos valiosas que las de los animales que tengan intacta su capacidad para ejercitar todas sus funciones, y consigan alcanzar la plenitud de su ser (Singer, 1997).

Desde esta perspectiva, Singer aboga por superar la ética tradicional centrada en el ser humano y en el concepto de dignidad, con lo que de hecho apuesta también por la sensibilidad, viendo en ella algo esencialmente común a humanos y animales, que en virtud de su condición de seres sensibles pueden experimental placer y dolor. La capacidad para experimentar dolor debe ser el fundamento primero de la actitud ética del hombre hacia los animales, por lo que llama a “no discriminar por razón de la especie a ningún ser vivo que pueda sentir dolor y placer, con la previa renuncia a distinguir entre animales humanos y no humanos”. Por tal razón, entiende que no se debe estimar más valiosa la vida del ser humano sin más, y que un animal adulto tiene más derecho a la vida que un ser humano aun no adulto (Singer, 1999).

En ambos filósofos utilitaristas se evidencia un total desarraigo de los valores de la ética tradicional, y una inclinación manifiesta hacia la justificación de conductas contrarias a la dignidad de toda vida humana en nombre de su calidad, apreciada siempre según criterios subjetivos que se apoyan en la experiencia personal, individual, del vivir. La libertad que se está potenciando a través de la razón autónoma es la negativa, propia del pensamiento liberal, pero con un espíritu abiertamente neoliberal. Lo importante es no obstaculizar la decisión del paciente, que será válida siempre que sea capaz en el orden psicológico y decida con conocimiento de causa. La libertad reconocida del paciente no sólo se constituye en la principal garante de su bienestar, sino que también lo hace totalmente responsable de su situación de salud. El conocido sacerdote y bioeticista norteamericano James Drane lo evidencia, cuando al valorar el pensamiento de su coterráneo Engelhardt apunta que éste “adopta una posición que los latinoamericanos con probabilidad juzgarán de capitalismo radical en la cual los conceptos de propiedad y propietario son aplicados hasta para los hijos. Engelhard cree que a las personas se les debiera permitir vender sus órganos (en el caso de una madre, su feto) como repuesto” (Drane, 1998: 190).

No es difícil percibir tras este enfoque la concepción minimalista del Estado tan arraigada en el pensamiento neoliberal. Con ella, la salud vista hasta entonces como un asunto público y como un derecho humano social, se ha ido convirtiendo en un asunto privado y en un derecho civil inherente a la personalidad que se puede esgrimir frente a terceros pero no ante el Estado, que ha ido limitando sus funciones sociales hasta el punto de retirar o pasar sus servicios públicos de salud a manos privadas. Ello equivale a decir que el hombre tiene el derecho innato a gestionarse su salud, con lo cual cesaría toda obligación del Estado de ofrecerle, al menos, un mínimo de garantías.

La salud ha quedado atrapada en el ámbito de la autonomía privada, dotándose de un nuevo contenido a la formulación abstracta con que se presentó en la Constitución de la Organización Mundial de la Salud: “La salud es un estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solamente la ausencia de afecciones o enfermedades”. No es difícil percibir el trasfondo liberal de la definición, que traslada en última instancia al sujeto el criterio para determinar el estado de su salud. En otras palabras, la salud es una opción de máximos que tiene que ver con la concepción de bienestar de cada cual, por lo que el Estado sólo podrá garantizar los mínimos indispensables para ese bienestar.

Esta visión limita en cierto sentido o anula la concepción maximalista del Estado de bienestar que se comenzó a difundir a partir de la segunda mitad del siglo XX, y que llegó a convertirse en el proyecto social principal de un gran número de ideologías y de partidos políticos, que lo siguen defendiendo en la actualidad pese a los embates neoliberales. Su tesis central es que los Estados deben ejecutar políticas sociales encaminadas a garantizar y asegurar el bienestar de los ciudadanos en esferas de especial sensibilidad como las de sanidad, educación, y en general de la seguridad social. Con ello el Estado de bienestar ha pretendido redistribuir la riqueza en base a los fondos del erario público, que ha sido sufragado con las imposiciones fiscales con que grava a sus propios ciudadanos buscando reducir las desigualdades sociales, garantizar la subsistencia material, la integración social, la eficiencia de los procesos económicos y del propio Estado (Cfr. Ortún, en Amor, Ferrando y Ruiz, 2000: 96). Este ideal de solidaridad encarnado por el Estado de bienestar, que permite proteger a los menos pudientes y generalmente excluidos del ámbito de la economía del libre mercado, hoy se ve cada vez más limitado por las políticas de ajuste de contenido neoliberal, con las que los Estados se ven presionados a lograr un balance financiero favorable que les permita salir de las crisis económicas que afectan cada vez más a la estructura del sistema capitalista.

Lo anterior explica por qué el llamado proceso de autonomización hoy no sólo alcanza a la Moral y al Derecho, extendiéndose también a la propia concepción del proceso salud-enfermedad. Señala con acierto Diego Gracia, que hoy quedan obsoletas las definiciones de la salud como la “ausencia de enfermedad”, “silencio de los órganos” o “bienestar”, llegando a prevalecer su definición en términos de “capacidad de posesión y apropiación por parte del hombre de su propio cuerpo”(Gracia, 1998, 3: 281) .En una época donde la propiedad y los procesos de “apropiación” y “expropiación” llegan a ser definitorios en las reformas capitalistas neoliberales que las vienen marcando, es lógico que todo quiera verse en esos términos. El hombre llega a identificar el bienestar con el dominio, que es el que le permite tener el control de la realidad en sentido general, y de su propio cuerpo en particular. La propiedad privada sobre el cuerpo y la propia vida son la primera y principal propiedad del hombre, y el medio para poderse apropiar de las demás cosas, por lo que ya no se puede hacer distinción entre “propiedad” y “personalidad” (Gracia, 1998, 2: 41-45).

No cabe duda de que es así, y por más beneficios que haya traído esta concepción no es de esperar que puedan superar los perjuicios que la acompañan, porque si bajo su amparo se dejó de condenar penalmente a los suicidas, cosa muy justa, hoy se está despenalizando el homicidio por piedad y el suicidio asistido bajo los rótulos de eutanasia y suicidio médicamente asistido, es decir, se está autorizando a matar en relaciones sociales intersubjetivas de carácter privado, en las que el agente es un médico, persona formada para ayudar a vivir, y no el Estado o una institución suya. Resulta paradójico que en una época en que tanto se ha abogado por la abolición de la pena de muerte, se esté despenalizando la provocación de la muerte por manos privadas. Pero no debería de asombrarnos dado el contexto social en el que ocurre, donde cada vez se hace notar menos la presencia del Estado, desplazado por una clase especial de entes particulares: los propietarios.

Buscando jerarquizar los principios, numerosos esquemas de fundamentación de la línea principialista siguen la propuesta que considera a la beneficencia junto a la autonomía como opciones de máximos, para evitar el paternalismo médico (Gracia, 1989; 1991), pero hay que tener cuidado al extender el esquema a la gestión de salud porque se podría llegar a justificar la exclusión del sistema de las prestaciones sanitarias de los no solventes o carentes de medios para pagar.

Cuando se aplica el método principialista no se debe perder de vista lo siguiente:

- Está diseñado para solucionar problemas éticos que surgen durante la prestación de servicios médicos, sobre todo en condiciones críticas o llenas de incertidumbres.

- No toma en cuenta, por tanto, a las personas que quedan excluidas de los sistemas de salud.

- Es un modelo decisionista que busca una solución negociada a un conflicto de valor, que satisfaga a las partes involucradas en él (paciente, médico, familia, Estado, etc.) y, por tanto, su bienestar y no el bien moral o la salud.

- Su enfoque decisionista de hecho termina suplantando a la dignidad humana como concepto central de la ética por el concepto de calidad de vida, que también se ve reducido muchas veces al de bienestar.

- Se construyó para dar respuesta a problemas éticos en el contexto social de un país anglosajón en el que la medicina privada preside y lleva el peso más importante dentro del sistema de salud.

¿Se debe desechar el método? Pensamos que no, pero hay que ajustar su práctica, actualizar los contenidos con las características de las nuevas realidades y, por consiguiente, no abusar de su alcance descriptivo, explicativo y normativo, porque si lo descontextualizamos podemos caer en el juego de las propuestas neoliberales que buscan la privatización masiva de las prestaciones médicas y reducir a la gestión privada el acceso a los servicios de salud.

La vida buena y el bienestar en las nuevas propuestas

Valorando las posibilidades del principialismo para la fundamentación de una bioética para América Latina y el Caribe, Fernando Lolas señalaba: “La versión de bioética hoy prevaleciente puede sugerir una simplificadora esperanza: la de que los grandes problemas pueden ser reducidos a sencillos algoritmos morales que se resuelven aplicando principios elementales. Hablar de autonomía, beneficencia, no–maleficencia y justicia se ha convertido en tópico. Estos principios, en sí mismos, no brindan claves para saber cuál es más importante o primordial. Tampoco, para determinar cuándo y cómo han de aplicarse a casos concretos” (Lolas, en Lolas, 2000: 14).

Hoy son numerosas las teorías éticas que muestran su preocupación ante la masificación de la práctica del principialismo de origen norteamericano, y se proyectan a favor de ajustar su aplicación práctica a las características de sus realidades o de buscar alternativas que sean mucho más viables y humanistas. En los propios Estados Unidos, importantes figuras de la bioética de ese país se han mostrado inconformes con el principialismo de Georgetown y han ofrecido interpretaciones alternativas de los cuatro principios. Así, Pellegrino llama a desarrollar un enfoque principialista basado en lo que él llama “beneficencia con confianza”, buscando lograr un equilibrio entre el paternalismo y el autonomismo. Según este autor, cuando la autonomía se convierte en un “derecho absoluto” conduce al autonomismo moral, a la anarquía y al privativismo, con lo que se pierde de vista que los seres humanos son miembros de una comunidad moral. Considera falsa dicotomía la interpretación de la beneficencia como algo opuesto a la autonomía, y en tal sentido llama a que los médicos procuren merecer la confianza de sus pacientes, y traten de ser personas íntegras capaces de respetar la autonomía de los demás con la máxima sensibilidad moral posible. En resumen, el médico debe ser una persona íntegra que desarrolle virtudes tales como la fidelidad y la confianza, para no perder la perspectiva del bien en la toma de decisiones médicas, que serán óptimas siempre que las puedan tomar de conjunto con el paciente, a quien no deberán abandonar a su suerte (Pellegrino, 1990: 383-389).

También en Europa se han alzado voces a favor de reajustar o buscar alternativas al principialismo, entre las que se destacan Diego Gracia y el personalismo. Diego Gracia ha desarrollado una línea de fundamentación de la bioética que, sin romper con la propuesta de los cuatro principios de Georgetown, ha procurado jerarquizarlos desde una perspectiva deontológica y utilitarista más acorde con las tradiciones filosóficas europeas, sobre todo con aquellas de filiación kantiana o centradas en la ética dialógica que se atengan al concepto de dignidad humana como canon de la moralidad. El reconocimiento de que todos los seres humanos merecen igual consideración y respeto debe asumirse como presupuesto de cualquier propuesta ética, que deberá contextualizarlo. Se debe diferenciar entre el qué, la dignidad intrínseca de la persona humana, y el cómo, es decir, la forma específica en que ésta se respeta en las diferentes sociedades o contextos históricos específicos. Desde esta perspectiva, el autor español emprende la fundamentación del principialismo. Para Gracia, todos los principios deben ser respetados prima facie, tal y como postula la propuesta de Beauchamp y Childress universalizada por la escuela de Georgetown, pero ello no significa que gocen de la misma jerarquía, por lo que diferencia dos niveles jerárquicos. El nivel I, conformado por los principios de no maleficencia y justicia, y el nivel II, integrado por los principios de beneficencia y autonomía.

Lo anterior indica que unos principios son, en el plano axiológico, jerárquicamente superiores a los otros, obligándonos más. No hacer el mal o obliga más que hacer el bien, del mismo modo que obrar con justicia es mucho más vinculante que respetar la autonomía. El fundamento de la razón anterior es que en el nivel I estamos ante principios que protegen el bien común, y por tanto no pueden ser otros que los propios de una moral de mínimos, cuyas exigencias son universales y generan un deber jurídico correlativo, por lo cual deben también deben ser protegidas coactivamente dada la naturaleza del bien que tutelan. Estamos entonces ante un ámbito de obligación que trasciende la esfera moral: el de los deberes perfectos. En cambio, en el nivel II se protege el bien individual, particular, lo que determina que la ética con la que se juzgue la moralidad de los actos sea la de máximos, encaminada a la búsqueda de la felicidad individual. Por eso las obligaciones a este nivel son sólo de naturaleza moral y no jurídica, y los deberes que generan, imperfectos. Ser jerárquicamente superior, aclara Gracia, no significa excluir las excepciones, la cuales lejos de negar las reglas establecidas en base a la jerarquía de los principios, siempre las confirman (Cfr. Gracia, 1989; 1991; 1995).

Por su parte, el personalismo busca la fundamentación de la bioética a partir del concepto de persona y su dignidad, eje central de la moral y fin de las decisiones éticas humanas. Sus propuestas buscan un replanteo de los cuatro principios de Georgetown, sustituyéndolos por otros más afines a su cometido central: replantearse la vida moral desde el ideal de vida buena, orientando a las personas hacia una práctica sistemática de la virtud que les permita proteger su vida y dignidad. Para lograrlo proponen principios que se correspondan con ese cometido:

1. El valor fundamental de la vida humana.

2. El principio de la totalidad o principio terapéutico.

3. El principio de libertad y de responsabilidad.

4. El principio de socialización y subsidiaridad.

Los seguidores de la bioética personalista consideran los principios como guías generales para el ejercicio de la virtud y del bien, en aras de alcanzar la felicidad. Su defensa de la vida los lleva a manifestarse a favor de un ámbito prudencial del ejercicio de la libertad que permita a la persona alcanzar una “vida lograda” o feliz. Por tanto, no es una ética planteada en tercera persona -como la principialista de origen anglosajón, que parte en su propuesta metodológica del respeto a la autonomía- sino en primera, pues se enfoca hacia la autorregulación personal buscando el perfeccionamiento del sujeto de la moralidad, con el fin de que pueda lograr un comportamiento que sea una continua concreción de la imagen del bien humano. La fundamentación personalista de la bioética no se cierra a la enunciación de nuevos principios que den sentido al valor de la vida humana, lo que ha llevado a algunos de sus seguidores a proponer un nuevo principio: el respeto de la debilidad (Tomás y Garrido, 2001: 71-76).

En América Latina también se han buscado alternativas al principialismo o proyecciones teóricas que lo complementen, permitiendo ajustarlo a las necesidades de la región. Una de ellas es la bioética de protección, que nace atendiendo a dos razones principales. Primero, respondiendo a la necesidad de crear una herramienta teóricamente eficaz y efectiva para enfrentar la crisis de credibilidad que afecta el campo de las bioéticas mundiales, cuyas propuestas, que no son universalizables de facto, se aplican sin acierto en disímiles contextos sin tomar en cuenta sus especificidades. Segundo, para que responda a la situación de conflicto moral en que yace la mayoría de la población latinoamericana y caribeña, confinada a una calidad de vida precaria, donde se hace sentir la carencia de servicios de salud para los que no cuentan con los medios económicos necesarios para acceder al sistema de la asistencia privada.

Según Rolan Schramm, “las herramientas con vocación universalista, tanto las europeas (por ejemplo, la deontología kantiana o el personalismo), como las norteamericanas (por ejemplo el principialismo), no son capaces de facto de dar cuenta de esos problemas de carencia, sea porque los valores con los cuales se fundamentan y que se pretende extender arbitrariamente a culturas distintas y diferentes, hacen parte del propio problema (en virtud de que no fortalecen los instrumentos de inteligibilidad de los problemas), sea porque los que utilizan tales herramientas no tienen suficientemente en cuenta las singularidades de las situaciones que no pueden ser subsumidas en modelos a priori sin perder su especificidad …”. Desde esta propuesta no sería posible dar una respuesta que satisfaga a la tarea prioritaria de la bioética de protección: “dar amparo a los excluidos de las políticas públicas de salud y (…) garantizar una calidad de vida razonable para todos y cada uno” (Roland, en Garrafa, Kottow y Saada, 2005: 169 y 181).

Juan Carlos Tealdi ha venido insistiendo en la bioética de los derechos humanos. Esta propuesta se encamina a asumir a los derechos humanos como mínimos morales o frontera demarcatoria para diferenciar la conducta moral de la inmoral, por lo que solo desde ellos será posible la construcción crítica y reflexiva de la bioética. No es una bioética de los principios, de las virtudes, del cuidado, de la persona, del género, etc., aunque los incluye. Es, por tanto, una bioética que toma como núcleo conceptual el término de los derechos humanos, que son fundamentados desde una ética del sentido común y una ética de los valores. Ello permite enjuiciar la dignidad como un valor incondicional y a la justicia como un deber absoluto, y no prima facie. En resumen, la Declaración Universal de Derechos Humanos ya contiene un compendio de los principios y valores morales más universales admitidos en nuestra época, lo que la hace referente por excelencia para someter a prueba las distintas teorías éticas y distinguir los márgenes de falsabilidad de sus enunciados de cara la progreso moral de la humanidad (Tealdi, en Tealdi, 2008:177-179).

En Latinoamérica también se ha estado pensando en una bioética de intervención, que surge como radicalización de la bioética global que se dirige a contextualizar los enfoques y propuestas de solución a los problemas globales que enfrenta la bioética, buscando un impacto positivo comprometido con la política y con determinada ideología. Se opone por tanto a las ideas de neutralidad política e ideológica, y a la descontextualización de los problemas y los enfoques teóricos, abogando por el compromiso con aquellas políticas que beneficien a las mayorías y no a las minorías, que propicien la distribución más justa y equitativa posible de los recursos y beneficios, y no la desigualdad social y la protección de los privilegios. Su fundamentación moral es utilitarista y concecuencialista, postura filosófica desde la que impulsan proposiciones que redundan en la solidaridad con las mayorías generalmente excluidas en la región. La intervención tiene como base el respeto a las tres generaciones conocidas de derechos humanos, referentes éticos irremplazables para trazar las políticas e iniciativas sociales que deberán contribuir de una u otra forma a transformar la praxis social para favorecer también a los más necesitados del área, que suelen ser los más numerosos y tradicionalmente segregados del sistema sociopolítico imperante (Cfr. Garrafa y Porto, en Acosta, 2002: 185-200; en Tealdi, 2008: 161-164).

Más que a superar el principialismo, numerosos autores cubanos han venido defendiendo la propuesta de fundamentar un principialismo para Cuba y en general para América Latina (Acosta, 1997), que actuando como instrumento metodológico de sus realidades (Martínez, 2002: 97) a la vez permita el desarrollo de una bioética con una proyección global responsable verdaderamente sustentable (Acosta, 2002). Una buena parte de las propuestas gira alrededor de un enfoque que da preferencia a la justicia social y al logro del equilibrio entre la autonomía y la beneficencia a través de la solidaridad. Resumiendo una opinión ya compartida por muchos colegas en la década del noventa, el médico cubano Varán von Smith señalaba “que el ejercicio de la solidaridad es la acción que más satisface al enfermo y produce mayor satisfacción al médico cuando la practica” (Smith, en Acosta 1997: 125). Marcelino Pérez y América Pérez exhortaban entonces a contextualizar la bioética para evitar su enfoque centrado en la absolutización de la autonomía, proponiendo el desarrollo en Cuba de “una ética solidaria y colectivista, donde el sentido de dignidad y justicia social alcanzarían lugares cimeros” (Pérez y Pérez, en Acosta, 1997: 33-34).

También en la década del noventa, José Ramón Acosta y María Cristina González llamaban la atención acerca del fracaso de la bioética al abordar los macroproblemas, dada sus aun escasas fuerzas y el enfoque anglosajón centrado en el individuo presente en el entorno de la bioética médica (Acosta y González, en Acosta, 1997: 18). Tal como lo vemos, a lo más que se puede llegar con un principialismo centrado en el individuo es una solidaridad grupal pero no a una con proyección verdaderamente universal. La razón es que la propuesta de fundamentación de Georgetown se acoge a una “proyección generalmente utilitaria y pragmática en extremo, más arraigada en un modo de tener que en un modo de ser”, y desde esa perspectiva es muy difícil trazarse como meta algo intrínseco a las tradiciones éticas occidentales: el perfeccionamiento moral del ser humano (Martínez, en Acosta, 2002: 225-228).

Para lograr una responsabilidad global solidaria, la bioética no puede renunciar a desarrollar virtudes que le permitan incorporar al accionar cotidiano del hombre valores humanos de particular trascendencia como la humildad, el altruismo y el sacrificio. Consideramos “que si no se es humilde no se puede comprender verdaderamente al otro y reconocer cuando nos hemos equivocado, y para esto hace falta amarlo. Sin amor no puede haber humildad auténtica, pues se carecería de la solides necesaria para que ésta no degenere en la autocomplacencia y en una vanidad encubierta. La humildad verdadera debe basarse en el altruismo y no en el egoísmo, así como el amor verdadero se concreta en acciones que nos llevan a compartir lo propio con el otro, a sacrificar lo personal en aras de los demás” (Martínez, en Acosta, 2002: 227).

Potter ya se había percatado de la necesidad de desarrollar la bioética sobre valores que le permitiesen tener un alcance global, cuando exhortaba a pensar en la bioética como “una nueva ética científica que combina la humildad, la responsabilidad y la competencia, que es interdisciplinaria e intercultural, y que intensifica el sentido de la humanidad” (Potter, 1998: 25).

Otra vertiente de fundamentación importante del desarrollo de la bioética en Cuba es la personalista, que cada día cobra más fuerza en profesionales comprometidos con la fe cristiana y de filiación católica. Esta línea de pensamiento se encuentra en la fase de creación de un pensamiento propio que toma en cuenta las ideas de pensadores nacionales – de Félix Varela y José Martí, entre otros- en sus propuestas de fundamentación. En nuestro medio, el personalismo se imbrica de cierta forma con el principialismo y la bioética global, aunque desde la óptica de una ética de mínimos y máximos centrada en la defensa del valor de toda vida humana. Es importante destacar el trabajo de fundamentación desarrollado por el Centro Juan Pablo II desde su fundación en 1997, a través de la celebración de eventos científicos y la impartición de cursos de postgrados y Maestrías –en coordinación con la Universidad Católica “San Vicente Mártir”, de Valencia-, y la publicación periódica, primero de la revista Anales del Centro Juan Pablo II, y luego de la revista Bioética desde el año 2001. También se han desarrollado múltiples iniciativas para la educación y formación en bioética desde una óptica personalista por parte de grupos de profesionales en diferentes diócesis y sus dependencias en varios lugares del país, que incluyen la impartición de una maestría fruto también de un convenio con la Universidad Católica “San Vicente Mártir”.

Otra importante vertiente de fundamentación de la bioética en Cuba es la del pensamiento complejo, que ha contribuido a sentar las bases epistemológicas de esta disciplina, contextualizando su objeto de estudio, aparato categorial, funciones y proyecciones fundamentales. Desde esta perspectiva se han dado pasos importantes hacia la fundamentación de una bioética ecológica y en general global, analizando su relación con la bioética profunda y la biopolítica. Los pensadores cubanos se vienen preocupando por el fenómeno de creación y recreación de la vida biológica y social, y del impacto de la tecnología más allá de la medicina: sobre la vida cotidiana que cada vez depende más de los adelantos tecnológicos y no de las costumbres. Este proceso de “desnaturalización” de la vida social es hoy una fuente importante de incertidumbre e inseguridad, por lo que constituye un elemento importante a considerar para poder explicar el papel protagónico presentado por la subjetividad individual en la bioética (Cfr. Delgado, 2007).

Nos parece que las siguientes palabras de Acosta permiten captar el núcleo de la proyección global de la bioética en Cuba. “La búsqueda de un modelo de sociedad sustentable –señala Acosta- es uno de los pilares de la concepción del pensamiento cubano en bioética global”, porque “para los autores cubanos el ideal potteriano sólo es posible de ser alcanzado en un entorno de responsabilidad solidaria, ejercida concertadamente desde toda la sociedad, estado y sociedad civil, hacia dentro y hacia fuera de las fronteras nacionales” (Acosta, 2009: 292). La idea de Acosta es que se debe pasar de las formulaciones y análisis de la bioética global a la bioética de intervención, que como vertiente más radical de la primera deberá “enfrentar la ingente tarea de contribuir a través de la educación a la reconstrucción valórica de la sociedad contemporánea para alcanzar el ideal moral de una cultura de la vida digna, y al mismo tiempo desarrollar una activa participación política que coadyuve con todas las fuerzas de buena voluntad a la reversión del desastre ambiental y moral al que está abocado la humanidad” (Acosta, 2009: 177).

A modo de conclusiones

La bioética no ha podido escapar a la influencia del pensamiento neoliberal. Eso le ha restado alcance a su cometido y al compromiso con una ética orientada a la defensa de la vida humana y la biosfera. La razón de lo anterior radica en que la propuesta neoliberal, como señala Acosta, “ni siquiera cumple con el principio utilitarista de generalidad de Bentham del ‘mayor beneficio para el mayor número posible’, tal parece travestirse en la antinomia del ‘mayor beneficio para el menor número posible’”. Los que sin más extrapolan este enfoque a la bioética, olvidan la verdadera naturaleza de la disciplina, a la que se debe subordinar la aplicación en ella del método utilitarista. “El utilitarismo bioético -aclara Acosta-, por elemental sentido humanista es un utilitarismo suave, inclinado a aceptar el principio de universalidad de Kant” (Acosta, 2009: 116). Y por más que quiera el utilitarismo neoliberal no podrá ser suave porque parte de una concepción instrumental de la libertad, que toma por base real de su ejercicio a la propiedad y no al conocimiento y la voluntad, como hizo la filosofía clásica, o la liberación de las trabas políticas, como pretendieron los ilustrados. Hayet lo dice expresamente: “Nuestra generación ha olvidado que el sistema de la propiedad privada es la más importante garantía de la libertad, no sólo para quienes poseen propiedad, sino también, y apenas en menor grado, para quienes no la tienen” (Hayet, 1950: 139). Esta y no otra, es la concepción de libertad en la que descansa la teoría actual, neoliberal, del libre mercado.

El resultado al que condujo la influencia de tal concepción de la libertad en la bioética, quedó bien definido por James Drane cuando expresó: “”La autonomía individual unida al capitalismo de libre mercado crea una visión que transforma la atención sanitaria en algo que cada persona costea de su propio bolsillo. Bajo esta visión, nadie sin embargo, está obligado a pagar por alguien más. La igualdad en efecto, especialmente el acceso igualitario a la atención sanitaria, desaparece. Si la igualdad –en el sentido de que cada persona tiene un derecho a la protección de su salud y a la atención sanitaria– no puede ser alcanzada, entonces cualquier intento por aproximarse al ideal es abandonado.” (Drane, en Lolas, 2000: 83).

La bioética tiene hoy el enorme reto de dotar de nuevo contenido al concepto de vida buena, desarrollando una concepción de la felicidad que permita su encuentro con la virtud a la luz de valores que garanticen su proyección global responsable. Para ello deberá pasar de la concepción de bienestar actual, basada en el tener, a otra mucho más sustentable y dada a la universalidad, que se fundamente en el bien moral y en la práctica de la virtud, y no en decisiones autónomas desvinculadas de la responsabilidad solidaria por las consecuencias de los actos para las actuales y las futuras generaciones. En pocas palabras, si la bioética médica reivindicó el lado subjetivo e individual del bien, no debe por ello olvidar otros aspectos consustanciales a su contenido: el prospectivo, aportado por la ética ecológica y global potterianas; y el social, destacado por la mayoría de las propuestas éticas que le precedieron.

No cabe duda de que para poder seguir avanzando y lograr salvar a la humanidad a través de un proyecto de desarrollo verdaderamente sustentable, la bioética “precisa de una nueva mentalidad, de un compromiso eficaz con el hombre y con la vida, de una ‘nueva cultura’ planetaria ‘con todos y para el bien de todos’” (Acosta, 1997: 21). Para ello deberá pasar de la descripción y explicación de los problemas, a la intervención social, es decir, tendrá que convertirse en una fuerza material y espiritual capaz de transformar la realidad en defensa del bien común. Pero para ello deberá salirse de los recintos universitarios y apoderarse de las masas, porque la reversión de los daños causados al entorno y a la propia sociedad es una tarea de alcance global, que sólo podrá acometer la humanidad como un todo.

Por último, nos parece que en un contexto global vida buena sólo podrá ser la vida sustentable, aquella que no comprometa el futuro de la humanidad, y mala, la opuesta o contraria a las condiciones en que descansa la perpetuidad del género humano. Desde este supuesto, los proyectos de felicidad que atenten contra el bien común serán moralmente reprochables, legalmente condenables y económicamente insustentábles. Y, de la misma forma que se llegó al consenso acerca de la necesidad de no limitar o sancionar legalmente a la pluralidad ni a la tolerancia, actuándose en correspondencia con el pensamiento liberal, habrá que eliminar los obstáculos a la solidaridad, que sigue siendo sancionada jurídicamente y hostigada desde posiciones políticas de fuerza. En cambio, si se deberá regular jurídicamente la responsabilidad por las consecuencias que se deriven de todo acto personal o de Estado lesivo al bien común o a terceros; y la justicia, tanto la conmutativa como la distributiva, para orientar desde ella la corrección de los agentes de esos daños y crear, mediante una distribución verdaderamente equitativa, condiciones que sean mucho más favorables a la realización de la dignidad de toda vida humana y del respeto que merece la naturaleza.

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