Si se pretende  ser elegante o refinado sin serlo, además de lo ridículo, se interfiere la  posibilidad de diseñar un discurso fingido, que desmantela una pasión artística  bien llevada. Sin embargo, más allá de las coordenadas paralelas en que se  mueve el Kitsch 37, y de todas las condenas y paliativos adjuntos a  su definición, considerar la cursilería positivamente, lo que no supone que sea  siempre algo positivo, nos brinda nuevas plataformas de interpretación. Algunas  valoraciones pueden ser muy arriesgadas. El mismo riesgo que conlleva el  “querer ser” nos adentra en un camino lleno de prohibiciones, que podrán ser  quebrantadas en algún momento. En este punto, es posible alcanzar una fuente de  modernidad. Donde se cruza lo cursi con el cambio, con la modernidad, la  novedad o lo bueno, o lo bueno no aceptado todavía, lo anticipado, es una  pregunta que hay que hacerse, aunque no sepamos cual sea la respuesta o, en  realidad, no exista una única respuesta. Al parecer de Gómez de la Serna para  que lo cursi sobreviva y tenga futuro hay que pensar en su dimensión sensible o  sensitiva. Los grados de esta posibilidad “van  desde ponerse en ridículo, no saber lo que se estila, hasta carecer de  distinción o sencillamente no ser moderno”. Por tanto, un cruce posible es  pensar en la paradoja que lleva a convertir un “no ser moderno” o “no querer  ser moderno” en fuente de modernidad. Habituados ya al vintage y  familiarizados con la idea de postmodernidad, la “modernidad” nacida del nuevo  enfoque no puede aparecer como algo demasiado extraño37. En contrapartida, y en un momento muy distinto al nuestro, lo que se  detectaba viejo, solemne o cursi, no era viejo, solemne o cursi, sino "putrefacto". Por ejemplo se recuerda a menudo que, Juan  Ramón Jiménez y Platero, eran, para Dalí, emblema de la más agusanada  putrefacción. En este caso la palabra mágica era "putrefacción" y la  tierna cursilería de algunos un frente descubierto ante los ataques de la  modernidad que se sabía, o se deseaba, más potente, agresiva y real.
  En todo caso, hay  que clarificar la relación entre lo cursi y la vanguardia. En principio la  noción de avanzadilla debió, y quizás debe de ser aún, una dimensión que se  opone a lo cursi, aposentado en la retaguardia, es decir, en la conservación de  algo. La razón es clara, mientras que la primera se esfuerza en inventar sus  propios modelos a partir de la tradición preexistente, lo cursi vulnera un  modelo existente (o varios de ellos al mismo tiempo) sin generar una verdadera  novedad, que podamos considerar eficaz en sus significados. No tener contenido  por sí mismo es uno de los reproches clásicos que se hacen a lo cursi. Hay que  plantearse lo que sucede con el neocursi. En consecuencia, la capacidad de  ofrecer contenido se halla mediatizada por un modulo distinto que, de forma muy  frecuente, se entiende como diminutivo, como forma diminutiva de un patrón ya  consagrado por sus bondades artísticas. 
  Con todo, el mundo de las formas puede  traicionarnos en cualquier momento y  el  plano del significado pudiera aparecer a través del esfuerzo por doblegar el  modelo a una esfera superior o inferior. En el primer caso, sin embargo, se  puede concluir que lo que aparecía cursi no lo era en realidad o que, la visión  que se tuvo, se ha desplazado a una situación en la que lo fundamental no es el  rechazo sino la capacidad de darse cuenta que se está fuera del orden natural,  del sistema admitido, y que, lógicamente, se difunde una realidad alterada, por  el placer o la necesidad de alterarla 38. Quizá este sea el camino  intensamente transitado por el Modernismo y, en consecuencia, sus valoraciones  y revalorizaciones tienden a reconsiderar su práctica dentro de su propia época  o fuera de ella 39. Cuando de modo programado se alienta el deseo  del dejarse ver, de derramar contenido de apariencia y fatuidad contenutista, algo se escapa al no saber  del cursi. Somos víctimas de la desorientación que nos lleva a regalar o a  querer lucir aquello que no tenemos. Toda una exhibición.
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