EL NACIMIETO DEL LIBERALISMO ECONÓMICO EN ANDALUCÍA

EL NACIMIETO DEL LIBERALISMO ECONÓMICO EN ANDALUCÍA

Eduardo Escartín González (CV)
Francisco Velasco Morente
Luis González Abril

Universidad de Sevilla

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LA PROPIEDAD PRIVADA

Continuando el tratamiento de la propiedad privada recién iniciado al final del parágrafo precedente, ahora podemos añadir que Vadillo no cuestiona en absoluto el régimen jurídico de la propiedad privada y por ello ve como lo más normal del mundo que el propietario del dinero cobre un interés cuando lo presta, del mismo modo que se cobra un alquiler por la cesión del usufructo de una casa:
Por más que se diga que el dinero de suyo no produce fruto, será esto siempre ó tan falso ó tan fútil como el pretender que por una casa, por ejemplo, no debe rendir alquiler ninguno; porque de suyo tampoco ningún fruto produce; y si el uso de ella da derecho á una retribucion, este derecho será igual al del uso del dinero (p. 28n1).
Para él la propiedad privada era una consecuencia de la evolución natural de las sociedades y, por tanto, aunque es una institución humana, se incorporaba al Derecho Natural al haber sido dictada por la razón para favorecer a los hombres. Así expresa Vadillo esta idea:
Si por derecho natural ha de entenderse el qué asistia á los hombres cuando vagaban por las selvas antes de su union nacional, ó á las sociedades primitivas durante la absoluta comunidad de sus bienes, no hay duda en que se le opone el préstamo con interés, asi como todos los demás contratos mercantiles que deben su origen al establecimiento de la propiedad. Pero si por derecho natural se entienden las inspiraciones de la razon en órden á conservar á los ciudadanos en el goce de las facultades, que la sociedad les asegura despues de introducida la propiedad, seria absurdo que repugnasen las consecuencias de un establecimiento con el establecimiento mismo adoptado por la razon para la permanencia de estos cuerpos colectivos (p. 27n1).
Como se aprecia, la concepción de una propiedad privada asumida por las sociedades evolucionadas, o civilizadas, que no obstante está puesta al servicio de una finalidad superior, tal que el bien común, es en el fondo una doctrina escolástica. Ya se dijo anteriormente que en la cristiandad y desde los tiempos de santo Tomás de Aquino ya había quedado zanjada temporalmente la antigua polémica entre la propiedad comunal y la propiedad privada. La primera defendida por los Apóstoles y los primeros Padres de la Iglesia, basándose en la Biblia (Levítico, 25,23, supra transcrito) y en interpretaciones literales de las enseñanzas de Jesús, transmitidas en los Evangelios, sobre la posesión de los bienes en común que debían practicar quienes siguieran sus consejos; y la segunda sostenida por el Doctor Angélico, fundándose en la filosofía aristotélica y en sus propias elucubraciones sobre el contenido de la ley natural. Aristóteles (en su Política, Libro II, Capítulo II, pp. 37 a 39, de la versión de Editorial Iberia) reconoce que en «algunos pueblos bárbaros» se tenían «comunes la tierra y el cultivo, repartiéndose los frutos según las necesidades».
Obsérvese que para Aristóteles este modo de organización social corresponde a pueblos no civilizados; en cambio, en su tiempo, la sociedad se organizaba básicamente según el régimen jurídico de la propiedad privada, aunque las leyes debían regular ciertas limitaciones a su ejercicio con vistas a satisfacer el bien común, pues como él dice (ibídem, p. 39):
En los Estados mejor administrados existe en algún concepto [cierto grado de combinación entre comunidad de bienes y propiedad privada] y pudiera extenderse a todo género de relaciones, teniendo cada ciudadano su propiedad privada, pero puesta en parte al servicio de sus convecinos o de sus amigos y sirviéndose de ella como bien común. [...]
Así pues, indudablemente lo mejor es la existencia de la propiedad privada, con tal que cada uno se sirva de ella en los casos de necesidad; que los bienes pertenezcan a los particulares, pero que el uso los convierta en propiedad comunal. Al legislador incumbe inspirar a los ciudadanos los sentimientos de equidad que exige semejante orden de cosas.
Como ya se dijo, la consideración de la propiedad privada, cuyo origen se encuentra en la razón humana, que no vulnera el Derecho Natural por lo que se puede añadir al mismo, emana de santo Tomás: «Propietas possessionum non est contra ius naturale, sed iure naturali superadditur per adinventionem rationis humanae», según nos transmite Schumpeter (en su obra citada, p. 131n). Idéntica cita en latín es recogida por Émile James: Historia del pensamiento económico (1969 [1959], p. 28).
La transmisión a finales del siglo XVII de esta doctrina convertida al laicismo, y con el aditamento de un nuevo fundamento –el del derecho privado a los frutos del propio trabajo– se debió a Locke (en Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil. Un ensayo acerca del verdadero origen, alcance y fin del Gobierno Civil (1999 [1690], p. 56):
Dios, que ha dado en común el mundo a los hombres, también les ha dado la razón, a fin de que hagan uso de ella para conseguir mayor beneficio de la vida, y mayores ventajas. La tierra y todo lo que hay en ella le fue dada al hombre para soporte y comodidad de su existencia. Y aunque todos los frutos que la tierra produce naturalmente, así como las bestias que de ellos se alimentan, pertenecen a la humanidad comunitariamente, al ser productos espontáneos de la naturaleza; y aunque nadie tiene originalmente un exclusivo dominio privado sobre ninguna de estas cosas tal y como son dadas en el estado natural, ocurre, sin embargo, que, como dichos bienes están ahí para uso de los hombres, tiene que haber necesariamente algún medio de apropiárselos antes de que puedan ser utilizados de algún modo o resulten beneficiosos para algún hombre en particular. […]
Aunque la tierra y todas las criaturas inferiores pertenecen en común a todos los hombres, cada hombre tiene, sin embargo, una propiedad que pertenece a su propia persona; y a esa propiedad nadie tiene derecho, excepto él mismo. El trabajo de su cuerpo y la labor producida por sus manos, podemos decir que son suyos. Cualquier cosa que él saca del estado en que la naturaleza la produjo y la dejó, y la modifica con su labor y añade a ella algo que es de sí mismo, es, por consiguiente, propiedad suya. Pues al sacarla del estado común en el que la naturaleza la había puesto, agrega a ella algo con su trabajo, y ello hace que no tenga ya derecho a ella los demás hombres.
Locke dedicó un gran esfuerzo intelectual en justificar la propiedad privada basándose, como se ha visto, en el aparentemente impecable derecho de todo hombre a apropiarse los frutos de su trabajo, ya que con él añade a las cosas algo de lo que carecían cuando estaban en la naturaleza en estado comunal, y esto hace que los demás hombres sean excluidos de la primitiva propiedad colectiva. Pero es preciso comentar que Locke, pese a su argumento del derecho de todo hombre a poseer los frutos de su propio trabajo, tiene una mentalidad elitista y esclavista, puesto que al final el amo es, en realidad, quien tiene derecho al fruto del trabajo de sus siervos. La frase en la que Locke expresa tal idea es ésta (ibídem , p.58): «Así, la hierba que mi caballo ha rumiado (sic), y el heno que mi criado ha segado, y los minerales que yo he extraído de un lugar al que yo tenía un derecho compartido con los demás, se convierten en propiedad mía».
Locke también es uno de los autores citado por Vadillo, aunque en otro contexto y por otra obra diferente; en concreto se trata de Cartas sobre la moneda, que en la actualidad se pueden encontrar bajo el título Escritos monetarios, Editorial Pirámide, Madrid, 1999.
En la segunda mitad del siglo XVIII los fisiócratas fueron principalmente los encargados de divulgar estas nociones sobre el derecho natural. François Quesnay, el maestro de todos ellos, definió el Derecho Natural (en «Droit Naturel», tome II, 1ère partie du Journal de l'agriculture, du commerce & des finances, septembre 1765: 4-35; versión española: «Derecho Natural», en Escritos fisiocráticos, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1985: p.3) de la siguiente manera: «El derecho que el hombre tiene a las cosas adecuadas para su disfrute». Ahora bien, Quesnay (en su Derecho natural, cap. II, y siguiendo a Locke) reconoce que el derecho natural de todos los hombres por todas las cosas es absolutamente inviable y para corroborarlo establece la siguiente analogía: «el derecho de toda golondrina por todos los mosquitos únicamente es posible ejercerlo sobre aquellos que cada pájaro es capaz de capturar».
Puesto que tal derecho natural no posee un carácter absoluto, Quesnay (ibídem, p, 11) delimita el ámbito para que cada persona pueda ejercerlo:
De aquí se sigue que todos tienen un derecho natural reconocido a usar de todas las facultades que la naturaleza les ha dotado, en las circunstancias en que ésta les ha puesto y con la condición de no causar perjuicio ni a sí mismos ni a los demás, condición sin la cual nadie tendría seguridad de conservar el uso de sus facultades ni el disfrute de su derecho natural.
Quesnay se pregunta qué es la justicia, y él mismo se responde (en Derecho Natural, 1985 [1765], p. 5): «es una regla natural, soberana y reconocida por las luces de la razón, que determina con evidencia lo que pertenece a uno mismo o a otro». Luego concluye (ibídem, p. 15) que son «las leyes naturales, evidentemente las más ventajosas posibles para los hombres reunidos en sociedad».
Otro fisiócrata, Dupont de Nemours, declaraba (en «De l’origine et des progrès d’une science nouvelle» –1768–; versión española bajo el título «Del origen y progresos de una ciencia nueva», en Escritos fisiocráticos, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1985, pp.67 y 68):
Los derechos de cada hombre, anteriores a las convenciones, son la libertad de proveer a su subsistencia y a su bienestar y la propiedad sobre su persona y sobre las cosas adquiridas mediante el trabajo que su persona realiza.
Sus deberes son el trabajo para subvenir a las necesidades y el respeto a la libertad, la propiedad personal y la propiedad mobiliaria de los demás.
Las convenciones no pueden establecerse sino con la finalidad de reconocer y garantizar mutuamente tales derechos y deberes establecidos por el mismo Dios.
Hay por lo tanto un orden natural y esencial, al cual se subordinan las convenciones sociales, que asegura a los hombres reunidos en sociedad el disfrute de todos sus derechos, mediante la observación de todos sus deberes.
No obstante, antes que todos estos filósofos-economistas franceses del siglo XVIII, ideas muy parecidas ya habían sido propagadas por los escolásticos tardíos de la Escuela de Salamanca durante el siglo XVI. Entre los discípulos de esta escuela que divulgaron tales doctrinas se encuentra fray Tomás de Mercado. Para este dominico (según expone en su Suma de tratos y contratos; versión de Editora Nacional, Madrid, 1975 –p. 100–) «la ley natural (que es la que enseña la razón) es, y se llama juntamente ley divina», siendo ambas (la ley natural y la divina) «las principales en enseñarnos lo convenible a nuestra felicidad» (ibídem, p. 118).
Apréciese que hay poca diferencia entre lo recién dicho por Mercado y la expresión de Quesnay: «derecho [...] a las cosas adecuadas para su disfrute». A este respecto, conviene recordar la ligazón entre riqueza (o prosperidad) y felicidad, mencionada en el parágrafo 3 y lo que allí se comentó.
De la justicia dice Tomás de Mercado (ibídem, p. 111) que «es y ha de ser una constante y firme voluntad, de dar a cada uno lo que le pertenece».
Obsérvese la identidad entre esta definición y la de Quesnay recién reproducida.
Además, sobre la ley natural sigue diciendo Tomás de Mercado (ibídem, pp. 101 y 102):
Porque la razón natural nos los enseña sin doctor alguno celestial. Todos, bárbaros, y latinos, se tienen por obligados a honrar, y obedecer a sus padres y mayores. Y a todos les parece mal agraviar a sus prójimos. Y todos alaban y ensalzan hasta el cielo la justicia. Como lo testifican sus libros. Do hallamos que condenan, y abominan muchos vicios, que nosotros también reprobamos, y prohibimos. Como el hurtar, el mentir, el jurar falso.
[...]
¿Quién escribió en nuestros corazones la ley natural, sino Dios? Y mandó que no hiciésemos a otros el mal que no queríamos para nos. Para entender esto, no es menester deprenderlo en los libros: en la misma naturaleza lo leemos. Por el cual principio y regla, sabe muchas verdades necesarias, quien se quiere informar, no de todos, sino de su mismo corazón. Quién si se pregunta: querría que me hurtasen mi dinero, o trigo, o ganado, que no se responde aborrecerlo, y tenerlo por muy malo. Lo mesmo, que dél murmuren, o le injurien, o sus hijos y súbditos le desobedezcan. Por do entiende, que tampoco debe él hacer a otro ninguno destos males.
Algo más adelante, Mercado (ibídem, pp. 109 y 110) nos hace reparar en que el hombre es un ser social por naturaleza y que necesita estar arropado por la sociedad para poder vivir bien, pero sin perjudicar a nadie:
El hombre, de su natural es muy inclinado, y aun necesitado a vivir en compañía de muchos dispuestos en república. Porque no hay persona alguna que no tenga necesidad, y haya menester el favor de muchos, para poder bien vivir en esta vida. Luego la razón provee lo necesario a semejante vida política (conviene a saber) que este modo de vivir en congregación (pues como dice el filósofo) es para bien de todos, y a cada uno le sale el apetito della allá en el corazón, no sea a nadie dañoso, sino a todos sea provechoso, quieto, y alegre.
Retornando a las ideas de nuestro personaje, conviene señalar que Vadillo esgrime argumentos semejantes a los considerados por sus predecesores y que se remontan hasta los doctores escolásticos.
Entre estos argumentos, Vadillo considera que la evolución de las sociedades conlleva el desarrollo del intercambio para completar la satisfacción de las necesidades humanas. Como él dice (p. 22):
Luego que los hombres, abandonando aquel primer estado de las sociedades que sucesivamente las clasificó en pueblos cazadores, pastores y meros agricultores, gravaron ó suavizaron su existencia con el número de necesidades facticias desconocidas en el origen de las mismas sociedades, comenzó á sentirse entre ellas el afanoso cuidado de satisfacer dichas necesidades por medio de permutas o cambios.
Es curioso observar cómo muchos autores se acogen a este proceso evolutivo de la humanidad, en virtud del cual el pastoreo se encuentra en una fase anterior a la agricultura. Y para que ello pudiera ser así se requeriría que los seres humanos hubieran aprendido la domesticación de los animales antes que la de las plantas. Más bien debió ocurrir al contrario: primero se aprendió la agricultura y luego la ganadería. Los restos arqueológicos más antiguos permiten datar los primeros asentamientos agrícolas en unos ocho siglos antes de Cristo. A veces asociados a ellos aparecen huesos de perro (que pudo ser el primer animal doméstico). Los huesos de otros animales, como los de oveja o cabra, no aparecen junto a restos humanos hasta unos dos siglos después.
Volviendo al hilo de la disertación, tras esta digresión, conviene tener presente:
En primer lugar que el intercambio es el principal efecto directo de la institución de la propiedad privada, porque no es posible intercambiar las cosas que ya se poseen, aunque sea en común. O sea, el intercambio implica que haya dos propietarios: ambos dan lo que es suyo y reciben lo que no tenían en propiedad.
En segundo lugar, Vadillo diferencia el derecho natural de las primitivas sociedades (que se regían sin propiedad privada) con el de las modernas (a partir del momento en que ya la tienen instaurada). Sobre esta distinción, ya se transcribieron sus manifestaciones concernientes a su cita de la p. 27n1, a propósito de la propiedad privada como consecuencia de la evolución natural de las sociedades.
Y en tercer y último lugar, Vadillo, al igual que santo Tomás de Aquino, considera que el derecho de propiedad no es ilimitado, sino que debe ejercitarse sin perjuicio para otras personas; es decir, la propiedad privada no es un derecho absoluto, por lo que la sociedad debe vigilar y salvaguardar que no se vulneren los derechos de otras personas con el abuso de la propiedad privada. Esto es lo que se deduce de lo dicho por Vadillo en su frase sobre el uso de las alhajas (p. 27n1), que se vuelve a transcribir, pese a haber sido reproducida en el parágrafo 2:
En efecto, el propietario de una alhaja es dueño de disponer de ella segun mas le acomodase en su beneficio, no perjudicando contra las leyes justas á otra alguna persona. Tal es el convenio bajo el que se solemnizó la institucion de la propiedad en las sociedades, que son garantes de esta libertad y de la escrupulosa observación de este pacto, que es ya el objeto mas sagrado de su atencion y vigilancia.