EL NACIMIETO DEL LIBERALISMO ECONÓMICO EN ANDALUCÍA

EL NACIMIETO DEL LIBERALISMO ECONÓMICO EN ANDALUCÍA

Eduardo Escartín González (CV)
Francisco Velasco Morente
Luis González Abril

Universidad de Sevilla

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ANÁLISIS DEL DINERO

Vadillo en el Discurso acerca de la moneda y el interés del dinero, luego de dejar bien claro que la verdadera riqueza de las naciones no consiste en poseer «multitud de piezas de oro y plata» (p. 13), empieza por averiguar la naturaleza del dinero. Para ello trata de conciliar las posturas dispares de varios escritores. Hoy podríamos reducirlas a dos grupos bien diferenciados: nominalista y metalista. Los partidarios de la primera consideran que el dinero únicamente debe estar respaldado por una convención social, que es la que le confiere valor. Los seguidores de la segunda, por contra, opinan que el dinero es una mercancía más cuyo valor intrínseco respalda el del dinero.
Los autores más representativos de estos dos grupos, por haber sido los primeros de los que se tiene noticia cierta en adoptar una u otra tesis, fueron respectivamente Platón y Aristóteles.
Para Platón (en La República, Libro II, p. 87) «el Estado [...] necesitará un mercado y una moneda, signo del valor de los objetos cambiados». También hay que tener en cuenta «su hostilidad al uso del oro y la plata, por ejemplo, o su idea de una moneda local que no se pudiera usar fuera del estado», según nos comenta Schumpeter (obra citada, p. 93). Y, además, conviene recordar la información que nos transmite Séneca (en De los beneficios, Lib. V; XIV) sobre un dinero signo (nominal) usado en Esparta, de modo que en el Estado de los lacedemonios tenemos un temprano caso histórico de dinero signo, pues en dicho estado (de forma parecida a la época actual en que se imprimen billetes como dinero) se acuñaba en cuero la moneda que empleaban en las transacciones.
La postura de Aristóteles (en La Política, Lib.I, Cap.III, 13 y 14, p. 19) respecto al dinero es ésta:
se introdujo necesariamente el uso de la moneda pues las cosas de las que tenemos necesidad no siempre son fáciles de transportar.
Así, se convino en dar o recibir en los cambios una materia útil por sí misma, que fuera fácil de manejar y aplicable a diferentes usos de la vida, como el hierro, la plata y cualquier otra substancia, de la que al principio se determinó simplemente el peso y el tamaño, poniéndole una marca para evitar el trabajo de pesarla y medirla continuamente: la marca se estableció como signo de la calidad.
Obsérvese que ambos autores se refieren a la moneda cono signo, pero con acepciones totalmente distintas: para el primero el signo se refiere al valor y para el segundo a la calidad.
Pues bien, Vadillo nos ofrece una nueva acepción de signo aplicada a la moneda, aunque al principio da la sensación de adherirse a la tesis nominalista debido al énfasis que pone en la consideración de Montesquieu (en Del Espíritu de las Leyes, Lib. XXII, Cap.2, p. 262) sobre que «La moneda es un signo que representa el valor de todas las mercancías», consideración que sigue la línea argumental de Platón. Montesquieu (ibídem, Lib. XXII, Cap.3, p. 263) añade: «Hay monedas reales y monedas convencionales. Los pueblos civilizados se sirven casi todos de monedas convencionales, porque han convertido sus monedas reales en convencionales». Es posible que por estas opiniones el autor galo sea contemplado por Schumpeter (obra citada, p. 345n) como «antimetalista». Pero, las ideas de Montesquieu son bastante más complejas y, a efectos prácticos, hay que incluirle entre los autores metalistas, pese a su anterior postura nominalista. Veamos un ejemplo de la complejidad de su pensamiento, en el que se aprecia, por un lado, su posición nominalista pero matizada, acto seguido, por otra de carácter metalista. Así se expresa Montesquieu (en su obra citada, Lib. XXII, Cap.2, p. 262):
Así como el dinero es el signo de los valores de las mercancías, el papel es el signo del valor del dinero; y cuando es bueno, lo representa tan bien que no hay diferencia en cuanto al efecto.
De igual modo que el dinero es signo de una cosa y la representa, cada cosa es también un signo de dinero y le representa; un Estado será próspero si el dinero representa todas las cosas, por una parte, y si todas las cosas representan al dinero por otra, siendo signos los unos de los otros; es decir, que por su valor relativo, se puede tener lo uno desde el momento en que se tiene lo otro.
Como se aprecia, para Montesquieu cada cosa con valor es capaz de representar a todas las demás mercancías, inclusive el dinero. Y luego Montesquieu (ibídem, Lib. XXII, Cap.3, p. 263) matiza lo que dijo acerca de las monedas convencionales decantándose al final por la concepción metalista:
La ley que ordene emplear monedas reales y no hacer operaciones que puedan convertirlas en convencionales, será una ley buena, para cortar de raíz los abusos, en todos los países donde se quiera ver florecer el comercio.
Vadillo, por poseer vasta cultura y amplia biblioteca, había leído a Montesquieu; sobre esto no cabe duda, porque él mismo lo reconoce explícitamente, ya se dijo, y también que Turgot fue otro de los autores que Vadillo había consultado. Y precisamente Turgot presenta sobre el dinero ideas prácticas similares a las de Montesquieu. Comprobémoslo mediante la siguiente transcripción del opúsculo de Turgot (Reflexiones sobre la formación y la distribución de las riquezas, epígrafe XXXIV, pp. 223 y 224):
§ XXXIV.- Cada mercancía puede servir de escala o medida común para comparar con ella el valor de todas las demás.
De ello se deduce que, en un país donde el comercio esté fuertemente animado, donde hay muchos productos y mucho consumo, donde hay muchas ofertas y demandas de toda clase de bienes, cada género tendrá un precio corriente relativo a cada uno de los otros géneros, es decir, que una cierta cantidad de uno equivaldrá a una cierta cantidad de cada uno de los demás. Así, la misma cantidad de trigo que valdrá dieciocho pintas de vino, también valdrá un carnero, una pieza de cuero preparada o una cierta cantidad de hierro, y todas estas cosas tendrán en el comercio un valor igual.
Para expresar y dar a conocer el valor de una cosa en particular, es evidente que basta con enunciar la cantidad de otro bien conocido que sería contemplado como equivalente. Así para saber lo que vale una pieza de cuero de un cierto tamaño, se puede decir indistintamente que vale tres celemines de trigo o dieciocho pintas de vino. Del mismo modo se puede expresar el valor de una cierta cantidad de vino por el número de carneros o de celemines de trigo que vale en el comercio.
Por ello se ve que todas las clases de géneros que pueden ser objeto del comercio se miden, por así decir, los unos por los otros, que cada uno puede servir de medida común o de escala de comparación para referir los valores de todos los demás. Y asimismo, cada mercancía se convierte, en manos de quien la posee, en un medio para procurarse todas las demás, en una especie de prenda universal.
Se ha visto cómo Montesquieu expone una complicada naturaleza del dinero, mezcla de metalismo y nominalismo, que Vadillo intenta desentrañar, o, más bien, conciliar (pp. 14 y 15):
Aristóteles pensó que la moneda era una medida común, a la que habían de referirse y ajustarse todas las cosas, a cuyo parecer se inclinó también el gran Locke en sus cartas sobre la moneda. Otros autores añadieron a esta definición la circunstancia de ser la moneda un precio eminente inventado para la facilidad de los contratos, o un término y elemento para igualar las permutas. Finalmente el sublime Montesquieu la denomina signo representativo del valor de toda mercadería; sabio dictámen que ha llegado a ser general entre los economistas de crédito. Serían perfectamente exactos y acordes estas opiniones entre sí, si por medida común se entiende unánimemente lo mismo que por signo; un índice abstracto que exprese y sustituya el valor impositicio de los géneros comerciables, o un medio comparativo de las relaciones que en sí tienen para estimarse, pero no un arancel que fije o determine aquel valor, cual en vano se buscará otro más que la necesidad real, presunta o de capricho.
Vadillo en nota a pie de página ofrece una ingeniosa explicación de cómo un objeto puede ser signo o símbolo (o sea, usarse de forma no funcional) y a la vez ser utilizado funcionalmente para su propia finalidad (p. 15n):
Los que niegan al dinero la calidad de signo, porque es mercadería, preciso será que nieguen la existencia de todo signo, que siendo de por sí una cosa cualquiera lleve al conocimiento de otra de la misma o distinta especie. Mercadería es un zapato, y puesto a la puerta de una tienda es signo de que allí se hacen o se venden zapatos: mercadería es el papel, y suele ser signo de moneda numeraria o de metales acuñados..
Además, Vadillo concibe el atributo de signo conferido a la moneda como un verdadero depósito de valor intrínseco, o sea, «prenda» en terminología tanto de Locke (en «Algunas consideraciones sobre las consecuencias de la reducción del tipo de interés y la subida del valor del dinero», recogidas en Escritos monetarios, p. 72) como de Cantillon (en Ensayo sobre la naturaleza del comercio en general, p. 71) y de Turgot (en Reflexiones sobre la formación y la distribución de las riquezas, Ep,s. XXXIII, XXXIV, XXXV, XXXVIII, XXXIX, XL, XLIII, XLV), que emplean los tres la misma palabra: pledge, común al inglés y al francés). Para comprobar esta acepción que Vadillo le da a signo veamos cómo se expresa (p. 27n):
Que el dinero de por sí sea infructífero es notoriamente falso, porque aun cuando nada produzca naturalmente, como produce una posesión agraria u otra cualquier cosa regenerativa de su especie, tiene la propiedad de signo que a todas las representa, sustituye y facilita por su medio. Así que pudiéndose trocar por cosas o seres naturalmente fructíferos, debe considerarse como imagen universal cuyo poder y calidad lo fecundiza e identifica con ellos.
Vadillo, avanzando en su Discurso, y dejando aparte sus opiniones relativas a la adulteración de las monedas, hace las siguientes referencias sobre la naturaleza del dinero:
la moneda [...] que teniendo un cierto valor de por sí... (p. 18).
El dinero embebe en sí dos consideraciones; la de mercadería y la de signo. En cuanto a la primera es susceptible de todas las alteraciones que experimentan las demás mercaderías. La abundancia lo abarata, la escasez sube su precio, la adulteración lo degrada, la pureza lo realza, y el cambio determina su mérito en países diferentes. Como signo, aunque por ninguno de estos accidentes varía aquella calidad, sigue no obstante muy de cerca las vicisitudes de la materia sobre que recae. El mayor o menor valor de los metales influirá necesariamente en la mayor o menor cantidad de cosas y de trabajo que represente una moneda (p. 30).
Por todo lo expuesto, puede concluirse que Vadillo ofrece una teoría metalista del dinero, a la que se habían adherido los doctores escolásticos, «casi unánimemente» (según la opinión de Schumpeter, obra citada, p. 138).
Vadillo, al igual que otros autores antes que él, enumera varias monedas empleadas en diferentes países y épocas, como la sal, el tabaco, el azúcar, los cueros, etc., (p. 16), muchas de las cuales coinciden con las citadas por Adam Smith, quien, además, menciona la singularidad de la donación mutua de armaduras que realizaron Glauco y Diomedes, costando 100 bueyes la del primero y tan sólo 9 la del segundo. Smith se refiere a ello en su Investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones (p. 25) y Vadillo también alude a esta anécdota, en su primer Discurso (p. 22n), citando el Lib. 6 de la Iliada, vers. 227. Por otra parte, Vadillo opina que el uso de la moneda fue debido a «que siempre los hombres unidos han necesitado de un signo del valor y aprecio [...] como medio universal que facilitase su comercio y sus permutas» (p.17). También dice (p. 22):
Luego que los hombres, abandonando aquel primer estado de las sociedades que sucesivamente las clasificó en pueblos cazadores, pastores, y meros agricultores, gravaron ó suavizaron su existencia con el número de necesidades facticias desconocidas en el origen de las mismas sociedades, comenzó a sentirse entre ellos el afanoso cuidado de satisfacer dichas necesidades por medio de las permutas ó cambios. Este débil recurso, harto complicado en sí mismo, disminuyó mucho su embarazo por la invención de los metales, y lo perdió en un todo con el uso de la moneda.
Estos juicios de Vadillo se encuentran en la misma línea de razonamiento de los doctores escolásticos, que según aclara Schumpeter (obra citada, p. 138)
no difiere en nada básico de la de A. Smith; y encontramos la misma deducción genética o pseudo-histórica a partir de la necesidad de evitar los inconvenientes del trueque directo, la misma concepción del dinero como mercancía sumamente vendible.
Estas argumentaciones tienen su origen en la reflexión de Aristóteles (en La Política, Libro I, Cap. III, 15, pp. 19 y 29): «Cuando la necesidad del intercambio trajo la invención de la moneda...». De sobras es conocida la afición que sintieron los escolásticos, con santo Tomás de Aquino a la cabeza de todos ellos, por inspirarse y citar al Estagirita.
La invención del dinero, en opinión de Vadillo, trajo consigo grandes ventajas para el comercio y el progreso de las naciones (pp. 22 y 23):
El sistema mercantil, que poco a poco adoptaron las naciones, no pudo encontrar descubrimiento más análogo para su comodidad y perfección, ni que más contribuyese a sus progresos. La moneda desde esta época debió tener un aprecio tanto mayor sobre las otras materias, cuanto por ella eran todas fáciles de adquirir, como que expresaba el respectivo valor de las cosas. Así el poseedor del dinero lograba una ventaja real comparado con el dueño de los frutos, ya por la convenible generalidad del signo, y ya por su mayor proporción al transporte, extracción, custodia, seguridad y aplicación a toda suerte de empleo.
Esta gran ventaja real que adquiría el poseedor del dinero, por su capacidad de compra (depósito de valor) sobre todas las cosas, respecto a quien no lo tenía y lo deseaba, motivó la pronta aparición del préstamo de dinero con interés, para resarcir al propietario de las ganancias que hubiera podido obtener de emplearlo él mismo (que es, verdaderamente, la teoría escolástica del lucrum cessans) o para compensarle por el riesgo asumido al cederlo a otros individuos que no pudieran ofrecer una prenda en garantía (lo que equivale a la teoría igualmente escolástica del periculum sortis).
Vadillo, en el fondo, sostiene estas mismas teorías. Puesto que tiene a gala criticar a los escolásticos (como liberal moderno, más que nada por la recalcitrante oposición de aquéllos al cobro de intereses), busca fundamentos más remotos; y encuentra precedentes en tiempos de la antigua Roma. A estos respectos se expresa del siguiente modo (pp. 23 y 24):
La conocida utilidad de semejantes beneficios empeñaba a los que tenían dinero a destinarlo por sí propios, valiéndose de las circunstancias que pudieran aprovecharles. Mas como siempre hubo entre éstos, unos que teniendo el éxito azaroso de las negociaciones no querían mezclarse en ellas, y otros que ó por preocupación ó negligencia las desdeñaban, se vieron pronto solicitados por el industrioso y el especulador al préstamo del dinero, lisongeada su codicia, su necesidad o sus intentos con cierto lucro que resarciese las ganancias que pudieran alcanzar girándolo de su cuenta, ó el riesgo a que lo aventuraban fiándolo á manos extrañas. Tal fue la causa que introdujo lo que entre los primeros romanos se llamó usura, que los jurisconsultos en tiempos posteriores conocieron bajo el nombre de frutos civiles, y que nosotros entendemos por interés ó premio del dinero.
Vadillo enseguida nos recuerda el significado primigenio del vocablo usura, que era «entonces el precio del uso del dinero» (p. 23n). En efecto, usura-ae en latín significa goce, uso, disfrute de una cosa (según el Diccionario ilustrado Latino-Español, Español-Latino, Biblograf). Y, de paso, nos ofrece una investigación histórica acerca de la usura, (así como de la evolución del término durante la Edad Media, hasta convertirse en peyorativo), las diversas tasas de interés en diferentes lugares y épocas, su regulación legal y la futilidad de la ley para controlar el tipo de interés. De todo ello infiere, como ya dijimos, que el interés debe ser totalmente libre, según sea determinado por el mercado. Ahora bien, en caso de abuso, Vadillo recomienda esto (p. 49):
Si alguno se sintiese agobiado por el peso de un interés muy subido, recurra al magistrado, quien instruido por una simple comparecencia de tres ó cuatro comerciantes, ó por los asientos de los corredores, del actual precio de mercado, lo reduzca a él siempre que el exceso, que también deberá asignarse, no sea desmesurado ó exorbitante, como por ejemplo un duplo del interés corriente sin causa justa de este aumento por adición de riesgos extraordinarios,
Esta recomendación de Vadillo y la flexibilidad de su aplicación en función de las circunstancias de lugar, época y costumbre, que sirve de guía para magistrados, también recuerda el propósito de las investigaciones de los doctores escolásticos, que, según Schumpeter (en su obra citada, p. 141), consistía principalmente en «instruir a confesores» y en «enseñar la aplicación de esos preceptos a los casos individuales que se produjeran en una variedad casi infinita de circunstancias». «Además, una de las consideraciones más útiles para decidir si [...] tal o cual acto es pecado [o bien, «sin causa justa» si lo decimos con la expresión más laica de Vadillo –p. 49–, pero que aún conserva los tintes escolásticos], y de cuanta gravedad, caso de serlo, consiste en saber si es o no es práctica corriente en el ambiente del individuo».
Aquí nos encontramos ante una norma, asumida por los escolásticos, para la apreciación de un perjuicio excesivo. Tal quebranto era causado por un precio abusivo que se evaluaba por la diferencia, en más o en menos, del 50% respecto al precio justo de la común estimación. A esta regla es a la que, en términos comparativos respecto a otros tipos de tratos mercantiles, alude Vadillo para combatir la usura excesiva, de la que ya se ha dicho que para Vadillo una situación parecida se originaría cuando el interés «sea desmesurado o exorbitante, como por ejemplo un duplo del interés corriente sin causa justa». Ciertamente, ésta es la doctrina de la laesio enormis, derivada del derecho romano (pues tal norma fue establecida por Diocleciano, emperador de 284 a 305) y aceptada por los doctores de la Escolástica. Puede consultarse detalles de esta doctrina, según la cual estaba sujeto a restitución quien vendiere una mercadería por más de la mitad del justo precio o la comprare en menos de la mitad de dicho precio, en el estudio que Barrientos (1985, p. 52) hace de Francisco de Vitoria; en el libro de Tomás de Mercado (Suma de tratos y contratos, pp. 201 y ss.) y también en el de Spiegel (El desarrollo del pensamiento económico, p. 82). A esa situación del cobro desmesurado de intereses, Vadillo también da la solución, que ya había sido adoptada en el derecho romano y luego aconsejada por la Escolástica (p. 49):
el remedio que pudiera aplicársele había de ser restitutorio ó rescisorio, como el que se concede á los menores perjudicados, ó á todos los que en compras fuesen engañados en la mitad ó mas de la mitad del justo precio de aquello que compraren, y respecto á los alquileres de casas, con los cuales se comparan por nuestras leyes los premios de los seguros, asemejándose á estos el interés del dinero.
Cobrar intereses había estado tradicionalmente condenado en base al derecho romano cuyo contrato llamado mutuum, o préstamo de consumo, es definido así por Arias Ramos y Arias Bonet en su Derecho romano (Editorial Revista de Derecho Privado, Madrid, 1979 –Vol. II, p. 594–):
Es un contrato real, unilateral, por el cual una persona (mutuante) entrega la propiedad de una cantidad de dinero u otras cosas fungibles a otra persona (mutuario) que se compromete a devolver, pasado un cierto tiempo, igual cantidad de cosas del mismo género y calidad.
Conviene hacer una aclaración, dada la confusión existente entre bienes fungibles y bienes consumibles. El dinero es un bien fungible, pero fue considerado un bien consumible porque, siguiendo a Aristóteles (al que se le atribuye la expresión «el dinero no pare dinero», a raíz de lo que él dice –en La Política, Libro I, Cap. III, 23, pp. 23– que «El interés es el dinero del dinero; de todas las adquisiciones es la menos natural») en la Edad Media se creyó que el dinero por sí mismo no producía frutos pues al usarlo desaparecía de las manos de su poseedor, o sea, se consumía (según la explicación de James, en su Historia del pensamiento económico, 1969 [1959], p. 29). En consecuencia, por su préstamo no había que cobrar interés, al igual que no se cobraba interés por el préstamo en mutuo de trigo, pan, vino, ovejas, etc., típicos bienes fungibles (como el dinero), de los que sólo se contraía la obligación de devolver igual cantidad de esa especie y calidad.
De todas formas, aun sin ser considerado consumible el dinero, el derecho romano también tenía el comodato, que era un contrato de préstamo de uso gratuito, (también citado por Vadillo –p. 39n– como caso general del que el mutuo es una particularidad) aplicable a la cesión temporal del uso de bienes no consumibles. Sobre este particular, en la obra ya nombrada de Arias Ramos y Arias Bonet (1979, Vol. II, p. 600) se halla la definición del préstamo en comodato, a saber:
El comodato (también llamado préstamo de uso) es un contrato real imperfectamente sinalagmático y gratuito, por el cual una persona (comodante) entrega a otra (comodatario) una cosa no consumible, mueble o inmueble, para que la use y la restituya después al comodante.
Vadillo en su investigación acerca del interés del dinero entre los romanos, encuentra que los préstamos en mutuo y comodato no agotaban las figuras jurídicas contempladas por las costumbres y el derecho romanos. El préstamo de dinero con interés era frecuente, existiendo el foenus (cuyo significado en latín es lucro, beneficio, provecho, interés del capital o del préstamo de dinero). A este respecto Vadillo dice (p. 38n):
Distinguían estos, según observa Heineccio apoyado en las leyes, entre el contrato que llamaban mutuum y el que se decía foenus, y aunque por lo común no solía exigirse usuras en el primero, siempre se contenían en el segundo.
Y más adelante continúa (pp. 38n y 39n):
Lo mismo demuestran otros muchos pasajes de Cicerón, Horacio, Juvenal y demás autores clásicos que convencen la dificultad y repugnancia que sentían los romanos en tomar dinero prestado bajo este contrato, foenus, porque tenían que pagar interés; razón porque sólo acudían a él por falta de otro recurso para proporcionarles fondos.
Ahora bien, el escolástico Azpilcueta (en su Comentario resolutorio de cambios, 1965 [Salamanca, 1556], num. 3) comenta que, la usura llamada náutica o traiecticia (aplicada para asegurar el préstamo cuando se empleaba en el transporte marítimo), aunque anteriormente no había estado vedada, Gregorio IX (papa del 1227 al 1241) acabó por condenarla porque se había extendido excesivamente su práctica, en fraude de ley, a muchos préstamos a los que el prestamista exigía el aseguramiento del capital pese a que luego el prestatario no realizaba transporte náutico, ni terrestre siquiera, y, por tanto no existía realmente ningún riesgo de esa naturaleza.
Sobre este préstamo Arias Ramos y Arias Bonet (ibídem, Vol. II, pp. 596 y 597) consideran que en el derecho romano existía el contrato Pecunia traiectitia llamado por otros foenus nauticum, el cual
Es también un mutuo especial, en el que la suma prestada está destinada a ser transportada por mar o a la adquisición de géneros supeditados a dicho transporte, no comprometiéndose el mutuario a devolver la cantidad sino en el caso de que el dinero recibido, o los géneros con él adquiridos, hayan llegado al puerto de destino. Es decir, que los riesgos de la navegación corrían a cuenta del mutuante.
Esta consideración hacía que se admitiese en tales mutuos la obligación de pagar intereses, sin más que pactarlos, e incluso aunque superasen la tasa legal.
Los propios autores aclaran en nota a pie de página que esta institución había sido importada del Derecho marítimo griego.
Según Arias Ramos y Arias Bonet (ibídem, Vol. II, p. 596):
La acción de que dispone el mutuante es la condictio certae creditae pecuniae, si el préstamo fue de dinero. Si fue de otros géneros consumibles tiene la conditio apellidada triticaria.
Estos juristas (ibídem, p. 588) consideran que en un préstamo es aplicable «una condictio triticaria si el objeto es una cantidad determinada de cosas». Ésta es una acción a disposición del mutuante en caso de incumplimiento del contrato por parte del mutuario. Pero estos autores ya no dicen más sobre ella. Es decir, ciertamente no hay ninguna explicación de en qué consiste la condictio triticaria.
La oscuridad sobre los orígenes y la explicación de la ley de la cual se derivaba esta acción también era notoria en tiempos de Vadillo. Éste (recordemos que era licenciado en derecho) nos proporciona (p. 17n) su interpretación sobre la aplicación de esta acción relacionándola con un uso primitivo del dinero basado en los cereales (hay que tener en cuenta que triticum, en latín, significa trigo):
Acaso de este principio procedió la acción personal ó condictio triticaria, de que nos queda memoria en la ley primera, tít. 3, lib. 13., Digest., para demandar generalmente todas las cosas que no sean cantidades ciertas de dinero numerado, bien fuesen materias consistentes en peso y medida, ó ya muebles y raíces. La explicación de esta ley comúnmente se ha escapado á los glosadores de rutina; aunque se ignora su orígen, con probabilidad puede atribuirse á este uso primitivo de los granos, en cuya alusión solían contener las primeras monedas acuñadas la figura de alguna producción de la tierra ó de algún animal entre los romanos y atenienses, de una ley de los cuales atenienses acaso tomarían los romanos la condictio triticaria, siendo igual en ambos pueblos el símbolo que denotaba el precio de las cosas.
Esta observación de Vadillo es muy interesante, en primer lugar, porque considera que en los pueblos arcaicos existía, mucho antes de la aparición de la moneda metálica, un medio general de pago basado en un recurso básico para la economía de la sociedad que se contempla. Por ejemplo, en la Grecia homérica, según la Ilíada (cuyas referencias al dinero son numerosas, por ejemplo, entre otras, en Il. 6, 232-236; Il. 7, 464 y ss.; Il. 9, 115 y ss.; Il. 11, 131-135; Il. 19, 238 y ss.; Il. 21, 74-98; Il. 23, 612-617; Il. 23, 700-706; Il. 24, 228 y ss.), se encuentra el buey, y, posteriormente, con los metales, el hierro, cobre, oro. En Roma debió usarse el ganado ovino y caprino, según Francesco de Martino: Historia económica de la Roma antigua (1985, Vol. I, pp. 10 y 11); y luego, con toda probabilidad, el trigo, pues Roma, pasado el tiempo, y aunque sus orígenes pudo deberse a la aglomeración de pastores nómadas que luego tuvieron deseos de ser sedentarios (lo cual explicaría la leyenda del rapto de las Sabinas), dejó de ser un sistema económico predominantemente ganadero y pastoril y se convirtió en otro eminentemente agrícola y cerealista. A este respecto, el numismático Saúl Domingo (en su Catálogo general de la moneda romana –1983, p. 11–) afirma que, como moneda, «los agricultores usaron productos de la tierra, trigo o cereal fácilmente divisibles».
En segundo lugar, porque de la interpretación de Vadillo se deduce que el trigo (triticum) siguió contemplándose como medio legal de pago para saldar las deudas. De modo que cuando el deudor no podía devolver el bien que le habían prestado, el acreedor, acogiéndose a la condictio triticaria, tenía la posibilidad de resarcirse mediante la devolución de trigo. A este respecto, es significativo que los romanos no instituyeran la condictio pecuniaria o acción del acreedor para cobrar en ovejas (pecus) el equivalente de los bienes prestados.
En tercer lugar, porque Vadillo (p. 17n) atribuye la etimología del nombre de algunas monedas, como el óbolo, a «la abundancia de frutos, granos y animales de sustento» en que consistía antiguamente la riqueza o la felicidad, pues tal es el significado de la palabra olbos en griego. Sin embargo, esta suposición de Vadillo no concuerda con la opinión del numismático Saúl Domingo, quien cree que óbolo se deriva de όβελός (flecha, venablo, asador); para él, las varillas de cobre, usadas como asador valían de moneda y si los griegos emplearon un sistema hexamétrico para las cuentas dinerarias fue debido a que «el número de óbolos que podían abarcarse con la mano cerrada (seis óbolos) era la Dracma» (según dice Saúl Domingo en su obra citada, p. 12).
Sobre la etimología de las palabras concernientes al dinero (apuntada por Vadillo) se puede añadir que ya debe estar fuera de toda duda que nuestra voz pecuniario (o dinerario) procede del latín pecunia que significa dinero, y a su vez esa palabra viene de pecus, oveja (De Martino, en su obra citada, p. 11); capital deriva de caput, cabeza de ganado, res (Saúl Domingo, en su obra citada, p. 11, y Schumpeter, en su obra citada, p. 700); y numismático proviene de νομισμα, ατος dinero, moneda (Schumpeter, ibídem, p. 100). Este último vocablo griego también significa costumbre, uso, que tiene un sinónimo en νόμος, ου; y con poca diferencia fonética se tiene νομός, ού, que significa prado, pasto, campo y νόμή, ής que equivale a reparto, distribución, pasto, yerba, manada, pastoreo. Quizás los filólogos puedan aclararnos si todos estos términos tienen o no una misma raíz y evocan un primitivo origen ganadero.
Y en cuarto lugar, porque Vadillo sospecha que las formas primitivas de dinero siguieron en el recuerdo, simbolizadas en las nuevas monedas metálicas mediante la acuñación de signos alusivos a aquellas. Así lo comenta Vadillo (p. 17n):
y aunque se ignora su origen, con probabilidad puede atribuirse a este uso primitivo de los granos, en cuya alusión solían contener las primeras monedas acuñadas la figura de alguna producción de la tierra o de algún animal entre los romanos y atenienses, de una ley de los cuales atenienses acaso tomarían los romanos la condictio triticaria, siendo igual en ambos pueblos el símbolo que denotaba el precio de las cosas.
Lo que dice Vadillo acerca de los símbolos en las monedas griegas y romanas es muy cierto, porque en los catálogos numismáticos se encuentran monedas con la acuñación de figuras de buey y espigas; una muestra de lo cual puede verse en el Apéndice 3.
Cambiando la argumentación a otros asuntos dinerarios, Vadillo se quedó tan corto como los escolásticos al no tener en consideración los posibles efectos beneficiosos sobre el desarrollo económico del aumento del dinero en circulación, o una devaluación monetaria. Aplicar esta política monetaria requiere prudencia y grandes cuidados, ya que se corre el peligro de caer en la inflación, lo cual es un tremendo mal para la economía. Ciertamente la experiencia española durante los siglos XVI, XVII y XVIII avalaba por completo la idea contraria al beneficio económico derivado del aumento monetario, que también fue puesta de manifiesto por Montesquieu (en Del Espíritu de las Leyes, Lib. XXI, Cap. XXII, pp. 258 y 259), quien además comparó el caso de España con el del rey Midas (ibídem, p. 260). Por otra parte, en el ambiente español subyacía la apreciación escolástica sobre el fraude que se perpetraba contra los deudores, poseedores de dinero y el pueblo en general si se devaluaba la moneda. Por estos motivos, suponemos, Vadillo opina lo transcrito en el parágrafo 3 en su cita de la p. 28, a propósito de su espíritu liberal; sugiere que el gobierno se abstenga de alterar el valor de las monedas; y ofrece su extensa constatación histórica (pp. 19 a 22) acerca de las devastadoras secuelas de «la degradación de las monedas» que llevada a cabo para originar «un leve y momentáneo alivio de la voracidad de un fisco hidrópico perturba y arruina a todo el pueblo» (p. 21).
Para Vadillo (p. 40), al igual que ocurría en Holanda, el único aumento justificable de la cantidad de dinero es el proveniente de la mayor riqueza nacional: «Esta situación de rebosar el dinero de entre las manos de los poseedores, solamente tendrá lugar, como se ha apuntado ya, en el aumento cumulativo de la riqueza nacional y en su estado de prosperidad progresiva». Y además en este aumento de la prosperidad nacional se encontraba el único medio eficaz para rebajar el tasa de interés, según dice Vadillo (p. 39): «Porque aun cuando es indispensable que la baja cuota del interés del dinero es el alma del comercio,[...], no lo es menos que ella solo puede ser ya efecto de esa opulencia y abundancia».
Si al principio de este estudio se dijo, en el parágrafo 3, que Vadillo fue de los pocos autores que contribuyó a mantener en vida aletargada el análisis monetario (que permaneció en un «mundo subterráneo», en la expresión de Keynes, según refiere Schumpeter, obra citada, p. 329) es debido a que, además de proponer impuestos moderados para fomentar el progreso económico (p.115 de su «Discurso Segundo») y lo expuesto en este parágrafo, insinuó, vagamente una política macroeconómica de aumento del poder adquisitivo para respaldar una demanda monetaria que, trasladándose de unos a otros sectores, propiciaría el progreso económico de la nación (una descripción de esta idea macroeconómica se halla en Schumpeter, obra citada, pp. 330 a 335). Con esta misma visión macroeconómica Vadillo declara (p. 32):
Aumentándose los salarios, efecto de los adelantamientos en la felicidad pública, todas las clases suben á proporcion, y aunque se aminoren las utilidades de cierto y escaso número de individuos, se vivifica el cuerpo entero de la nación, se anima la industria, florecen las artes, se robustece la agricultura y el comercio y cobra vigor la masa toda del país.
Es muy probable que esta idea la tomara de los fisiócratas, como Quesnay (véase en sus Maximes Générales –p. 99 de la versión de Daire– las máximas XIX y XX, así como en las notas a dichas máximas, donde, para fomentar el gasto, proponía que no se bajaran los salarios de las clases trabajadoras) o Turgot (quien en sus Reflexiones sobre la formación y la distribución de las riquezas, Ep. VII, decía que «las riquezas, por su circulación, animan todos los trabajos de la sociedad»), autores que tenían una noción clara de la interdependencia de los elementos económicos y del flujo circular de la renta (según la opinión de Schumpeter, obra citada, pp 286 y 287). Ambos defendían unos precios altos, principalmente para los productos agrícolas (el «bon prix», en la nomenclatura utilizada por Quesnay en su máxima XVIII). Estos precios altos aportarían elevadas rentas para sus perceptores, los que a su vez las gastarían comprando productos de otros sectores; en éstos mejoraría el nivel de empleo y redundaría en mayores posibilidades de gasto y, por lo tanto, en un aumento generalizado de la producción. De esta forma la carestía de los artículos (en el precio, mas no en la cantidad de las mercaderías que, al contrario, debía ser abundante) generaría la prosperidad de la nación. Quesnay (Maximes Générales, p. 98 de la versión de Daire, en su máxima XVIII sugería «que no se haga bajar el precio de los comestibles y de las mercancías en el reino», pues «abundancia sin valor no es riqueza; escasez y carestía es miseria; abundancia y carestía es opulencia». Vadillo, en su Discurso Segundo, «Sobre los medios de fomentar la industria española y reprimir el contrabando» (p. 107), también es de esta opinión: «el mejor medio de asegurar una producción abundante, mayormente de aquellas cosas que pueden obtenerse con facilidad en el país, suele ser el aliciente de un buen precio».
Con los datos disponibles no es posible afirmar que Vadillo hubiera leído a Quesnay, aun utilizando el término de buen precio equivalente a bon prix, pero la verdad es que cita (pp. 19 y 32n) a Condillac, otro economista galo que convivió con los fisiócratas y tuvo un pensamiento económico muy próximo al de ellos; también cita a Turgot (p. 11n) y alude (p. 22n) al Marqués de Mirabeau, aun sin nombrarlo (tan sólo se refiere a una de sus obras: El amigo de los hombres); y también es cierto que Vadillo se preocupó del crecimiento económico, como se mencionó al copiar sus palabras del Prólogo (p. III) en el parágrafo 1, proponiendo medidas para superar la crisis económica de su tiempo, a lo que dedica su Discurso Segundo, «Sobre los medios de fomentar la industria española y reprimir el contrabando».
Terminamos exponiendo sus intenciones al dar a luz sus Discursos (p. III del Prólogo):
Yo, que me glorío de ser español, supuesto que el destino me hizo nacer en España, no puedo menos de conservar la grata idea de que mi patria, que tantos sublimes periodos ha tenido de libertad y heroismo, sacudirá algún día el letargo y postración á que la han reducido.