EL DESARROLLO LOCAL COMPLEMENTARIO

Mario Blacutt Mendoza

El Keynesianismo

Keynes, que luego sería “Lord” según las costumbres de los anglosajones, vio desde el comienzo lo que Wicksell había visto y los demás no: las inversiones, al depender grandemente de las expectativas de los empresarios, eran inestables y, por ello, la causa de la inestabilidad del sistema capitalista. Tomó la idea que había lanzado Schumpeter para convenir en el hecho de que el empresario planificaba la producción sobre la base de las exigencias del mercado, es decir, sobre la base de lo que el mercado deman-daba. Así, puntada tras puntada, hilo tras hilo, fue bordando el amplio y colorido tapiz que ahora llamamos keynesianismo. Su ¡Eureka! Inicial fue: La Producción depende de la Demanda Agregada y la demanda agregada es la suma del consumo, la inversión, los gastos del gobierno y las expor-taciones netas. A mayor demanda mayor producción y, lo que era infinitamente mejor: a mayor demanda mayor empleo. Quien diga lo contrario o miente o está tuerto. El empleo se volvió en Keynes una obsesión sólo comparable a la intensidad con que un socialista defiende la lucha de clases. Si hay empleo la demanda agregada aumen-tará, la producción aumentará y todos serán felices… excepto los neoclásicos que vieron a su propio modelo marchitarse en vida. Fue tanta la importancia que Keynes le dio al empleo, que su definición de la Economía se trasladó del análisis de los precios, que sustentaban los neoclásicos, al estudio de las causas que motivaban las fluctuaciones en el empleo.

Keynes tenía flechas mortales en su carcaj teórico, especialmente contra lo que él denominó “los clásicos”, nombre con el cual identificaba a todos los economistas anteriores a él, incluyendo, claro está, a los nefastos neoclásicos. En primer término, disolvió las percepciones que explicaban los movimientos económicos desde la producción: era la Demanda Agregada y no otra cosa la que determinaba los niveles de producción, de inversión y de empleo, entre otras. Luego arremetió en contra de todos los que se oponían a la participación del Estado en los asuntos de la economía nacional. Sus argumentos fueron letales. Si las inversiones privadas eran inestables y causaban los grandes desequilibrios económicos ¿no estaba allí el gobierno para intervenir a través de las políticas fiscales y monetarias y poner fin a los desequilibrios? Por otro lado, mostró que la economía prácticamente nunca estaba en pleno empleo y que los equilibrios de los “clásicos” se estructuraban en condiciones de desempleo. Así, estableció como una verdad irrefutable que “el equilibrio con pleno empleo es sólo un punto entre infinitos equilibrios con desempleo”. Su devoción por el empleo hacía que cualquier observación fuera motivo para defenderlo. Se cuenta que en una ocasión se encontraba en una de esas recepciones formales a las que son tan aficionados los ingleses. En medio de la tertulia de trajes negros y vestidos blancos, alguien hizo caer un vaso (de los finos, claro) El sonido del vaso al romperse en el piso sonó como un estruendo volcánico a las delicadas orejas inglesas. De inmediato se hizo el silencio, en el que las miradas escribieron en el ambiente las rúbricas de censura al culpable y de invocaciones de inocencia para cada uno. En ese momento fue que habló Keynes.

–la rotura de un vaso significa que la demanda por vasos tendrá que aumentar; eso motivará la mayor producción de vasos: más materia prima, más transporte… en definitiva, más empleo y mayor ingreso para todos.

La explicación keynesiana hizo que la calma volviera por los causes por donde se había ido, excepto por la preocupación del anfitrión y dueño de los vasos, quien esperaba que de un momento a otro los invitados, en un ataque de productivismo se exaltaran y lanzaran al aire la vajilla completa y, ¡quien sabe! hasta los muebles y alfombras. Las preocupaciones del dueño terminaron cuando acabó la fiesta en paz, con lo que el  mundo pudo constatar, otra vez, la virtud de la antigua flema inglesa que  no se deja llevar por arrebatos que no estén debidamente consignados en los textos del protocolo. Pasados tantos años desde el vaso causante de empleo, uno se pregunta: ¿qué habría pasado si en vez de ser una fiesta de ingleses hubiera sido una de italianos? Conociendo la vena latina, es posible imaginar que la caída del vaso habría solucionado el problema de la nación.

¿Cómo aumentaría el ingreso con un incremento del consumo o de la inversión o del gasto público? Keynes estaba listo para responder a estas preguntas, pues antes de lanzar su teoría había consultado con las hojas amarillas, y encontrado lo que buscaba: el Multiplicador. El Multiplicador del Gasto fue un instrumento analítico diseñado anterior-mente por Richard Kahn, pero el mundo de los economistas lo conoció gracias a Keynes. El multiplicador hace que un incremento en cualquiera de las variables citadas se multiplique a través de un efecto de expansión en la economía. La fórmula respectiva [1/(1 - b)] hace referencia a “la propensión marginal a consumir” (b) es decir a la proporción del ingreso que se gasta en el consumo: mientras mayor es la propensión a consumir mayor será el multiplicador. De esta manera, si el incremento de las inversiones, v.g, es de 100 millones y la propensión marginal a consumir es de 0.8 entonces, el Ingreso nacional crecerá en 500 millones. Ese resultado se logra reemplazando b = 0.8, haciendo la división pertinente y multiplicando el resultado por los cien millones.

Los keynesianos se expandieron por el mundo y se dedicaron a dar las buenas nuevas: con la participación gubernamental el desempleo y la pobreza quedarían, para siempre, en el pasado. Pero había algo más, Keynes demostró que las crisis generales de superproducción eran reales, con lo que la “Ley de Say” en la que los economistas habían creído a pie juntillas por más de un siglo, fue borrada de las agendas de discusión.

J.B Say fue un economista francés que afirmaba la imposibilidad de que la demanda sea insuficiente para cubrir toda la producción. Su percepción sobre el particular fue la siguiente. Si un fabricante de sillas quisiera producir más sillas tendrían que demandar más madera, más clavos, mas tapices… los aserraderos tendrían que producir más madera, los productores de clavos aumentarían su producción y los tapiceros harían lo mismo con la suya. En suma, cada nueva oferta crearía su propia demanda, por lo que la oferta global nunca sería mayor a la demanda global, con lo que jamás habría una crisis de producción.

La gran depresión de 1929 dio a Keynes la oportunidad para escribir su obra principal (“Teoría General del empleo, el interés y el dinero”) y demostrar que no sólo la práctica había refutado al francés, sino que la teoría también lo haría. Para ello postuló que la gente no gasta todo su ingreso, una proporción constante de su ingreso lo guarda como ahorro; de esta manera si la producción era de 100 millones, el ingreso nacional sería también de 100 millones, pero si la gente ahorraba, en pro-medio, 20 millones anuales, entonces la demanda sería sólo de 80 millones, quedando 20 millones como exceso de producción con relación a la oferta. A pesar de ello no había por qué preocuparse, pues, ahí estaba el Estado para cerrar la brecha con medidas de política fiscal y monetaria. El mundo estaba a salvo y los “clásicos” habían recibido otra tunda. Pero faltaba algo en la concepción keynesiana: un modelo de crecimiento. Sin embargo, no pasaría mucho tiempo antes de que el keynesianismo también tuviera su modelo. ¡No faltaba más! ¿Acaso los neoclásicos tenían el monopolio de los modelo reducidos a fórmulas matemáticas? No señor; ahí estaba Roy Harrod, inglés de cepa y Epsey Domar de los EE.UU, para demostrarlo.

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