EL ORDEN ECONÓMICO NATURAL

EL ORDEN ECONÓMICO NATURAL

Silvio Gesell

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El usurero

No era, ni es aun hoy, deshonroso pedir prestado un paraguas o un libro. Nadie lo tomaba a mal, y aun en el caso de que alguien olvidara devolver estos objetos, el mismo perjudicado trataba de disculpar al „culpable“. Ninguna familia llevaba una contabilidad de cosas prestadas.

Pero muy distinto era, cuando alguien pedía prestado dinero, aunque sólo fueran cinco pesos. ¡Qué caras confundidas! El interpelado se quedaba como si fueran a extraerle una muela, y el otro como si tuviera que confesar un crimen alevoso.

El apremio monetario era considerado como una mácula y había que estar bien seguro de la amistad de una persona, para arriesgarse a pedirle dinero prestado. ¡Pedir dinero! ¿Cómo es posible que ese hombre pida dinero? El paraguas, la escopeta, hasta un caballo te prestaría; pero dinero... ¿Cómo has llegado a carecer de dinero? ¿Acaso vives licenciosamente?

Y, sin embargo, era tan fácil verse en apuros financieros. La paralización del negocio, la falta de trabajo, la cesación de pagos y mil otras causas colocaban en apuros a cualquiera, cuya situación económica no fuera del todo brillante. Y quien en semejantes condiciones era demasiado sensible para recibir una contestación negativa, recurría a mí, el usurero, y yo hacía mi negocio.

Se acabó ahora ese buen tiempo. Por la libremoneda el dinero ha descendido al nivel de los paraguas, y los amigos y conocidos se ayudan recíprocamente, como si el dinero fuera un objeto cualquiera. Nadie guarda ni puede guardar ya mayores cantidades de dinero, porque éste tiene forzosamente que circular. Pero, precisamente por ser ya imposible acumular reservas, es que éstas tampoco hagan falta. El dinero circula ahora con la mayor regularidad, sin interrupción alguna.

Si una persona, a pesar de eso, llega a necesitar de improviso dinero, recurre a un amigo, tal cual le pediría un paraguas, al verse sorprendido por una tormenta. Ahora, es lo mismo estar en una tormenta o en una dificultad económica. Y el solicitado satisface el pedido sin rodeos, sin mostrarse sorprendido en lo más mínimo. Hasta le place hacerlo, porque cuenta con la reciprocidad, y porque obtiene una ventaja directa con ello. En efecto, mientras el dinero está en su poder, merma constantemente; en cambio el amigo le promete devolverlo sin pérdidas. Así se explica el cambio de conducta que se ha producido. No se puede afirmar que el dinero se gaste hoy con más ligereza; pero ya no es tan inaccesible como antes. Lo aprecian por cierto, pues ha costado trabajo ganarlo, pero nadie lo considera superior al trabajo, y menos todavía a sí mismo, ya que el dinero como mercancía no es mejor que cualquier otra mercancía, dado que la posesión de dinero como de mercaderías, lleva aparejada las mismas pérdidas. La mercancía, el trabajo, es ahora dinero efectivo y por eso se acabó para siempre mi negocio.

Por la misma mala situación atraviesan las casas de empeño. Ahora cualquier persona que tiene dinero sin precisarlo por el momento, está dispuesta a cederlo contra una prenda, y hasta sin interés. En efecto, la libremoneda vale menos que las prendas comunes. Por eso, si alguien necesita urgentemente 10 pesos, no tiene necesidad de ocultar su apuro y dirigirse clandestinamente a una casa de empeño. Más bien va directamente al vecino y se hace adelantar la suma a cambio de la prenda. Y cualquier mercancía adquirida en tiempos de abundancia monetaria, es tan buena, por no decir mejor, que el dinero efectivo. De modo que ahora la mercancía es dinero y el dinero mercancía. La razón es muy sencilla, pues ambas cosas son igualmente inferiores, porque valen tanto como todas las cosas de este mundo perecedero. Todos los perjuicios inherentes a las mercaderías tienen su correlativo natural en la merma de la Libremoneda, y hoy nadie prefiere ésta a aquéllas.

Pero justamente por ello el trabajo es siempre solicitado, y por serlo, todo hombre capaz y laborioso tiene a su disposición la fuerza de su trabajo, vale decir, dinero efectivo.

¡Se acabó la usura!

Sin embargo, no me voy a rendir así no más a la adversidad de mi destino; voy a demandar al Estado por daños y perjuicios. El dinero era ya una institución pública al igual que hoy, y yo vivía de ella. Luego era yo una especie de funcionario público. Ahora, por culpa de la reforma monetaria, vale decir, por un acto de fuerza, el Estado arruinó mi negocio, quitándome el pan. Tengo, pues, derecho a indemnización.

Cuando los terratenientes se encontraban en dificultades se les ayudaba, aliviando la llamada necesidad de los agricultores mediante derechos protectores a los cereales. ¿Por qué no he de recurrir yo también a la ayuda del Estado? ¿Acaso es mejor y más honrada la usura cerealista que la del dinero? Tanto yo, el judío, como tú, el conde, ambos somos usureros: el uno tan vil como el otro. Al contrario, me parece que tú eres más vil, más ávido que yo. Porque la usura cerealista es muchas veces la causa de la miseria, que conduce a los hombres hasta el usurero. Por eso, si por medio de una ayuda del Estado ha sido eliminada la „miseria cerealista“, poniéndose así la usura del pan al amparo público, será imprescindible ayudar también al usurero monetario en su necesidad. Pues usura es siempre usura, ya sea del suelo ya sea del dinero. Poco le importa al labrador que el despojo provenga del arrendamiento del suelo o del préstamo de dinero. Ambos, el usurero monetario y el del pan toman todo lo que pueden, ninguno de ellos regala nada. Si los terratenientes tienen un derecho legal a la renta, los prestamistas lo tenemos al interés. De esta lógica no se puede escapar, alegando que hay una diferencia entre el dinero y el suelo, el interés y la renta. Pues, ¿quién me habría impedido cambiar a tiempo mi dinero por tierra, para transformar así la miseria de usurero en la de terrateniente?

Invocaré por lo tanto los derechos protectores a los cereales, y el clamor del usurero no dejará de ser oído en un Estado donde haya justicia.