Contribuciones a la Economía


"Contribuciones a la Economía" es una revista académica con el
Número Internacional Normalizado de Publicaciones Seriadas
ISSN 16968360

“Los profesionales en la mira”. Un ensayo sobre las relaciones entre élites de expertos y ciencias sociales.*

Joaquín Perren** (CV)

Resumen:

Las profesiones han sido un elemento característico del siglo XX. Pese a esta importancia, el análisis de las mismas no despertó demasiada atención académica. Este ensayo pretende ser un recorrido por diferentes estudios que posaron su mirada en la formación de grupos expertos. Una lectura crítica de los textos dedicados a estos temas puede que nos brinde pistas sobre un proceso donde interactuaron elementos materiales, culturales y simbólicos. No trata de presentar una única forma de apreciar este fenómeno, sino revisar una serie de hipótesis elaboradas desde muy diversos ángulos. El objetivo de este trabajo es, entonces, posibles caminos por podría circular la historia de las profesiones en espacios donde esta temática ha sido ciertamente descuidada.


Para citar este artículo puede utilizar el siguiente formato:

Perren, J.: “Los profesionales en la mira - Un ensayo sobre las relaciones entre élites de expertos y ciencias sociales" en Contribuciones a la Economía, agosto 2007. Texto completo en http://www.eumed.net/ce/2007b/jp.htm


 Las profesiones han sido uno de los rasgos distintivos del  siglo XX. Tan importante fue su influencia que muchos aspectos asociados a ellas funcionaron como principios organizadores de las sociedades modernas. El énfasis en la “carrera”, la “educación especializada” y la “meritocracia” permitieron el desarrollo de la economía capitalista, pero también modelaron un novedoso mundo cultural. Ese antiguo ideal decimonónico que valorizaba a los self made man y la cultura del esfuerzo terminaría siendo, con el paso del tiempo, un lejano recuerdo del pasado. En su lugar, cobró impulso un “ideal profesional” que cifraba sus expectativas en la figura del experto. Después de todo, este último no era resultado de una “sabia” decisión del mercado, sino de un entrenamiento prolongado y de una selección basada en el merito y en el juicio de los pares. La relevancia de los profesionales en la modernidad, sin embargo, no dio lugar a una frondosa literatura académica. En parte por la dificultad de separarlos de categorías más familiares como “técnico” o “intelectual” y en parte por el interés que despertaron los estudios sobre obreros y burgueses, los expertos fueron por largo tiempo un territorio virgen en materia investigativa.     

            Este ensayo pretende ser un recorrido por diferentes autores que pusieron a las profesiones en el centro de sus preocupaciones. Se trata de mostrar las escalas de un  itinerario que, por momentos, pareciera confundirse con la segunda mitad del  siglo XX.  Una revisión de las distintas miradas sobre la formación de grupos de expertos, desde los funcionalistas hasta los foucaultianos, puede que nos brinde pistas sobre un proceso que no fue precisamente lineal. En el dialogo entre diferentes enfoques encontramos una forma de profundizar en torno a los elementos materiales, culturales y simbólicos que estuvieron detrás de la emergencia del “ideal profesional”. No deseamos que estas páginas se conviertan en una receta -única y definitiva- para el abordaje de las profesiones. Preferimos, en todo caso, presentar una serie de hipótesis elaboradas en distintos momentos y desde diferentes ópticas teóricas. En resumidas cuentas, intentaremos sumar una colaboración, seguramente menor, al vasto programa que González Leandri delineo hace algunos años. Este historiador entendía que los estudios sobre la formación de grupos expertos debían marcar temas, problemas y metodologías que permitieran “encarar nuevas investigaciones históricas, espacialmente para aquellas que tienen como objeto de estudio las profesiones de países- como los latinoamericanos- cuya problemáticas no han sido abordada suficientemente”.[1]       

 

1.

Por mucho tiempo, el estudio de las profesiones ocupó un lugar marginal en la agenda de las ciencias sociales. Pese a ser un rasgo por excelencia de la modernidad, el abordaje de las mismas fue obstruido por la presencia de algunas categorías fetiche. Mucha importancia allí la escasa atención que los fundadores de la sociología prestaron a la aparición de los expertos. Un mundo académico interesado por las fuerzas que modelaban un paisaje industrial, mostró escaso interés en descubrir la dinámica de sectores cuyo principal capital era el manejo de conocimientos específicos. Esto fue así al punto que los breves comentarios de Marx y Weber sobre esta temática transitaron con éxito la primera mitad del siglo XX. Las profesiones, en la mirada del primero, eran ‘hermanas menores’ de la burguesía y no tenían demasiada incidencia en la anatomía del conflicto social. El magnetismo del concepto de clase privilegió el tratamiento de “empresarios” y “trabajadores” en desmedro de sectores numéricamente menos significativos y difíciles de encasillar en modelos teóricos duales. El mínimo refinamiento de los postulados weberianos, por su parte, no permitió desprender a las profesiones de otros grupos ocupacionales que habían logrado una clausura del mercado.[2] La lógica monopolización-desmonopolización, si bien explicaba cómo algunas profesiones habían eliminado a sus potenciales competidores, no servía para establecer diferencias entre organizaciones estatales, asociaciones colegiadas y sindicatos. 

            El estudio de los expertos ganó terreno con la ampliación del radio explicativo de algunas categorías tradicionales. Gracias a esta nueva actitud, aparecieron en escena una multitud de conceptos que, sin abandonar su matriz original, intentaban examinar el surgimiento de especialistas en diferentes materias. El creciente uso de nociones como “clase media no capitalista”, “clase de servicios” o “trabajadores de cuello blanco” fue la forma de examinarlos como variables dependientes de procesos de vasto alcance temporal. La ‘modernización’ o el montaje del ‘capitalismo avanzado’ fueron las puertas que permitieron el acceso de los profesionales al campo de la academia. Sin prestar atención a sus singularidades, el universo profesional fue observado sólo a partir de sus similitudes y diferencias respecto a los super-conceptos del marxismo y la sociología weberiana.[3]

            El tratamiento particular de las profesiones tuvo que esperar a la década de 1950. En esos años, el funcionalismo enunció algunos principios que se convirtieron en una férrea ortodoxia dentro del estudio de los expertos. Ante todo, esta corriente partía del convencimiento que estos últimos constituían la novedad más  relevante del siglo XX y que esa naturaleza obligaba a crear nuevos instrumentos teóricos. En tanto “no eran capitalistas ni trabajadores, tampoco campesinos o propietarios, y sólo ocasionalmente burócratas” venían a reemplazar al Estado y a la organización capitalista como articuladores de la vida social.[4] El montaje de un ‘complejo profesional’ era presentado como la muestra más clara del avance de la razón y la eficiencia en una sociedad que ganaba en complejidad. La aparición de nuevas necesidades, nacidas al calor del desarrollo industrial, volvía necesaria la creación de un cuerpo de saber sintonizado en una frecuencia científica.[5] Con su concurso, un paisaje desgarrado por tensiones sociales sería relevado por un escenario armónico asociado al ejercicio responsable de diferentes competencias. Un ejército de expertos encarnaba, en consecuencia, la misión altruista de dar solución a las demandas emanadas por una monolítica entidad social.[6] Las asociaciones de profesionales, vistas de esta forma, eran importantes porque suturaban heridas que difícilmente podían ser resueltas por un Estado prescindente. Un ethos de servicio modelaba una élite que, lejos de estar vinculada al monopolio de los medios de producción o a privilegios hereditarios, promovía un futuro democrático en el que las diferencias sociales estarían supeditadas al desarrollo de capacidades intelectuales.[7]

            Detrás de estas líneas maestras se estructuró una definición de profesión que no sólo hizo culto de determinadas características acumulables, sino además establecía un sendero único para la adquisición de las mismas. Muchas de las imágenes que tenemos sobre los  profesionales fueron influidas por las claves conceptuales heredadas del funcionalismo. Un recorrido por ellas nos obliga a destacar la importancia de la “carrera”, la posesión de un conjunto de habilidades demostrables en el campo empírico y, por supuesto, una serie de mecanismos que aseguraban la calidad de los servicios prestados.[8] En conjunto, estas características señalaban la importancia que las credenciales y el autogobierno profesional tenían en la estructuración de las sociedades modernas. Esto fue así al punto de relegar a un segundo plano los conflictos entre diferentes clases sociales y las propias dinámicas del mercado. A la misma distancia de “sociedad sin clases” marxista y de la “jaula de hierro” weberiana, el fortalecimiento de las organizaciones colegiadas se presentaba como una versión funcionalista del fin de la historia.[9]

            La historia de las profesiones, desde esta perspectiva, se reducía a una narrativa a partir de la cual distintos grupos ocupacionales iban adquiriendo un monolítico estatuto de profesionalidad. A salvo de cualquier síntoma de conflicto, la conformación de grupos de expertos era la respuesta natural y automática a una sociedad que desconfiaba de los excesos del laissez-faire.[10] Las demandas sociales se traducían en un cuerpo de conocimientos que, luego de institucionalizarse en entidades académicas, prestaban las bases para el control colegiado y el reconocimiento del Estado.[11] Se trataba de un relato teleológico que contaba con dos actores relevantes: el primero, diferentes ocupaciones que pretendían ingresar al mundo de las profesiones cubriendo un servicio vacante; y un segundo, la sociedad, que tomando una forma personificada establecía un menú de demandas. La relación entre profesionales y clientes esculpía un vínculo asimétrico que era justificado por los altos fines contenidos en la tarea de los primeros y, especialmente, por su entrenamiento prolongado. Por ser garantes de la cohesión social, los profesionales se aseguraban una recompensa que se traducía en prestigio y recursos económicos. El Estado, en esta apacible versión de la historia, venía a convalidar una situación de hecho, sin mostrar mayor intención de incidir en el armado de  prioridades y, menos aun, en la ingeniería interna de las profesiones. Los ritmos de la sociedad civil eran suficientes para explicar un proceso que parecía darse de una vez y para siempre. No es extraño, entonces, que se haya planteado a intervención y autonomía como pares de opuestos, limitando la posibilidad de conciliarlos en una misma conceptualización. La capacidad de cada sector de crear nuevas demandas, la influencia del Estado en la formación de los distintos grupos profesionales, las relaciones entre los ámbitos productores de conocimiento y los practicantes, o las tensiones existentes entre un mosaico de profesiones que disputaban el monopolio de una actividad, quedaron sumidas en un profundo interrogante. 

            Más preocupados en las formas que asumía el ‘deber ser’, los aportes  funcionalistas brindaron una justificación académica a un puñado de profesiones que, lejos de ser la norma, se parecían más a casos singulares. Quizás por ello, el resultado más palpable de sus postulados fueron estudios que no abandonaron su carácter de meras constataciones, en ciertos grupos ocupacionales, de atributos que se acercaban o no a la definición ideal de profesión.[12] La contundencia de sus supuestos, si bien tenía solvencia para explicar sociedades con larga tradición asociativa, mostraba menor aptitud para retratar una variedad de situaciones que oscilaba entre el control de los propios consumidores y la intervención estatal.  De allí que su universo de análisis haya sido reducido al mundo anglo-parlante, impidiendo que muchas de sus conclusiones puedan ser contrastadas con otras realidades. Esta mirada insular, que no estaba desprovisto de etnocentrismo, terminaría ubicando a las profesiones en el sitial de las anormalidades más relevantes del mundo desarrollado. A propósito de esta naturaleza, Burrage, en un tono humorístico, diría que las profesiones eran como el cricket: el rey de los deportes, pero nadie fuera del imperio conocía sus reglas.[13]

            Con el cuestionamiento de los supuestos funcionalistas hubo un lento despertar de los estudios sobre las profesiones en diferentes países occidentales. Aquello que, durante veinte años, había conservado una apariencia sagrada, mostraría grietas  difíciles de reparar. La más evidente de ellas se relacionaba con uno de los pilares donde se sostenía la liturgia funcionalista: “la unidad funcional de la sociedad”. Esa idea que equiparaba a la sociedad con un todo homogéneo era inútil para explicar las percepciones de los profesionales en diferentes parcelas del paisaje social. Tampoco quedaban claros los mecanismos y actores que intervenían en la distribución de prestigio y remuneraciones.[14] Una plantilla dual no dejaba apreciar las mediaciones que intervenían en la formación de cuerpos de expertos. Esa apariencia pacífica que presentaba la relación entre clientes y profesionales ocultaba detrás de sí una urdimbre de relaciones de poder que operaban a nivel capilar. Aun cuando las profesiones representaban un ideal de cientificidad, no menos cierto era que la obtención de ese estatuto requería la puesta en escena de estrategias de persuasión y disciplinamiento. Todo esto configuraba un proceso esencialmente político y, por ese motivo, alejado del ideal de armonía.

            Si bien en los años centrales del siglo XX asomaron enfoques alternativos, encarnados básicamente en la escuela de Chicago y el estructuralismo, éstos no consiguieron ofrecer una alternativa consistente a la hegemonía funcionalista. Mientras que la primera, en su afán por explorar el mundo simbólico que envolvía al ejercicio de diferentes profesiones, perdió de vista las relaciones que ellas establecían con otros actores sociales;[15] el segundo trasladaba muchos de los vicios del funcionalismo a un análisis que defendía el concepto de clase: las profesiones dejaban de ser un reflejo de necesidades sociales para convertirse en el producto de las ansiedades de la burguesía.[16] Al igual que en el funcionalismo, una mirada macroscópica era el instrumento elegido para dar contenido a una relación de correspondencia entre profesiones y el modo de producción capitalista. De este modo, las referencias a las estructuras económicas, más que presentarse como un marco general para el despliegue de estudios particulares, cerraban la discusión justo en el punto en el que debería comenzar. Las profesiones, con el uso de este cristal, carecían de autonomía, mostrando la vigencia de una concepción de poder unilateral que las tenía como legitimadoras del capitalismo avanzado.         

Con la difusión de las obras de Foucault y Bourdieau -pero especialmente bajo el influjo de la New Power Literatura- lo que destacaba por su pasividad y homogeneidad se transformaría en un espacio jerárquico, segmentado y atravesado por un conjunto de fricciones.[17] Quedaba claro que la formación de las profesiones, lejos de constituir un breve momento de ajuste entre oferta y demanda, era la punta de un iceberg cuya materia prima era el conflicto. Los orígenes de esta nueva actitud pueden rastrearse recurriendo a dinámicas propias del campo académico, pero también a contextos sociales mucho más amplios. En la década de 1960 las profesiones constituían un valor central de la modernidad. El final de esa década, y bajo los efectos de cimbronazos que no se limitaron al espacio universitario, marcaron  tiempos de profunda desconfianza hacia los sectores expertos. Una sociedad que le daba la espalda a sus instituciones más representativas, no podía dejar de impugnar la validez de las carreras profesionales. Al igual que los sindicatos o partidos políticos tradicionales, las credenciales comenzaron a desandar un camino que señalaba sus ‘funciones ocultas’.[18]  

Algo no muy diferente sucedía  en los ámbitos académicos estadounidenses. Una primera plana sociológica, identificada con el tandem Merton-Parsons, fue atacada por el carácter a-histórico y a-conflictivo de sus conclusiones. El juego de fuerzas planteado en el seno de las ciencias sociales favoreció el tránsito hacia posturas que se encontraban en coordenadas opuestas al funcionalismo. La perdida de centralidad de este holding intelectual puso en entredicho cada uno de los principios que sostenían el estudio tradicional de las profesiones. Este relevo paradigmático, si bien permitió avistar territorios  desconocidos, no ayudó a distinguir interesantes matices. A propósito


 

de ello, las palabras de Geison nos parecen válidas:

Por concebir a los profesionales como un grupo benigno, apolítico y no económico; o por entenderlas en términos conspiracionales, los modelos existentes han sido incapaces de dar cuenta los matices y la distribución de los grupos profesionales.[19]     

            Sostener que las producciones que se opusieron a la ortodoxia funcionalista compartieron algunas líneas maestras, no significa que hayan conformado una masa homogénea de trabajos. Lejos de eso, se trataba de un mundo que albergaba una enorme variedad de encuadres teóricos y una voluntad de estudiar múltiples escenarios. De todos modos, es posible señalar algunos fundamentos que sirvieron de hilo conductor a este universo de investigaciones “criticas”. El primero de ellos acordaba en definir a la realidad como una construcción social y a profesionalización como un proceso sujeta a múltiples acuerdos[20]. Alejándose de definiciones rígidas y teleológicas, los cuerpos de profesionales parecían ser ahora el resultado, no tanto del azar, como de una auténtica guerra política. Quedaba claro que la narrativa clásica alrededor de la  formación de las profesiones no reflejaba del todo a la realidad histórica. Ese apacible itinerario que tenía como escalas obligadas en la escuela, la asociación, la ley de incumbencias y finalmente el código ético, mudaba en un sendero sembrado de incertidumbres.

De esto último se desprende un segundo elemento que ponía al problema de la autonomía al tope del listado de preocupaciones. El estatuto de profesión no estaba vinculado a un mandato social, sino al control que una ocupación ganaba posicionándose en un conflictivo campo de fuerzas. Gracias a esta vigilancia, las profesiones obtenían el dominio de las condiciones de trabajo, pero también una situación ventajosa en el mercado. Si, en un primer momento, los expertos parecían situarse en un terreno ajeno a la lógica costo/beneficio, con el avance de las posturas radicales la profesionalización se convirtió en una estrategia adecuada para cerrar el paso a posibles competidores. De este modo, el manejo de una técnica intelectual o el entrenamiento dejaron de ser fines en si mismos para volverse medios en la obtención de una autonomía traducible en prestigio social y recursos económicos. Todo parecía indicar que el surgimiento y consolidación de un saber específico no bastaba para definir la capacidad de controlar y disciplinar una actividad determinada[21]. Junto a ello, era necesario descubrir un no menos importante -aunque si descuidado- mundo de estrategias, negociaciones y conflictos.

 

2.

Una escala obligada en este recorrido nos lleva a los tempranos aportes de Terence Johnson. A mediados de la década de los setenta, este autor presentaba una serie de trabajos que se encontraban alineados con los postulados de la New Power Literature. Alentando un viraje en el estudio de las profesiones, Johnson prestaría una especial atención al devenir de los grupos expertos en un análisis profundamente histórico. Con ese propósito nos avisaba sobre una ley de hierro que comprendía a las sociedades modernas: el surgimiento de habilidades ocupacionales creaba relaciones de dependencia y, éstas a su vez, un panorama surcado por la distancia social.[22] Al mismo tiempo que el avance de las fuerzas productivas generaba una cada vez más depurada especialización en la producción de bienes y servicios, era visible una creciente des-especialización en el mundo del consumo. Esta asimetría generaba una estructura de incertidumbre que modelaba el vínculo entre clientes y productores. Las relaciones de poder entre ambos polos era, entonces, la clave para comprender las formas que hacían posible una disminución en la indeterminación: ella podía hacerse a expensas de los consumidores o bien a costa de quienes ostentaban el dominio de alguna área de conocimiento.

A partir de este simple enunciado, Johnson mostraba la inconsistencia de una idea fuerza del funcionalismo. Esa lectura mecánica de la relación entre sociedad y expertos se estrellaba con la evidencia que suministraba la historia. El control colegiado de una ocupación, aun cuando constituía una forma de resolver la incertidumbre del vínculo productor-cliente, no era la única. Lejos de ello, Johnson descubrió una amplia gama de posibilidades que marcaba los límites de una interesante tipología.  Una primera forma de control institucionalizado brindaba al productor la posibilidad de definir las necesidades del consumidor y las formas en que esa demanda debía ser satisfecha. En este casillero se encontraban las asociaciones de profesionales, nacidas en el contexto de la Inglaterra decimonónica, pero también los gremios artesanales que caracterizaban a la temprana urbanización europea.[23] Cuando los clientes definían sus propias necesidades, nos encontramos frente a formas de patronazgo o a diferentes modos de control comunal. Las formas de patronazgo presentaban dos formas distintivas, cada una de ellas característica de un momento histórico en particular: si en las sociedades tradicionales era una oligarquía la mayor consumidora de distintos bienes y servicios, respaldando con su mecenazgo la actividad de arquitectos, artistas o ingenieros; en la actualidad son las grandes corporaciones quienes dictan las formas en que deben ser colmada las expectativas de un público masificado. El control comunal, por el contrario, era un mecanismo a partir del cual un colectivo imponía a sus miembros determinadas formas de producir. Para encontrar ejemplos de esta manera de resolver la incertidumbre entre consumidores y productores tendríamos que remontarnos a comunidades primitivas de pioneros, donde la idea de grupo era  superior a una suma de individualidades. Algunos casos más modernos de control comunitario los hallamos en distintas organizaciones de consumidores o en cooperativas de gran dimensión.

Pero otra solución al dilema clientes-productores era de exclusivo patrimonio del corto siglo XX. Con la aparición de un tercer actor, que hacía las veces de dique de al dominio de cualquiera de los restantes, quedaba edificado un tipo “mediativo” de relación entre oferta y demanda.[24] Una primera variante de esta modalidad intermedia estaba dada por la existencia de un eslabón capitalista que oficiaba de vaso comunicante entre los mundos de la producción y el consumo. El mercado, desde esta perspectiva, aparecía como una garantía para evitar los perniciosos efectos de monopolios y monopsonios. A esta primera variante, ciertamente ingenua, Johnson añadió un segundo subtipo. Al mismo tiempo de señalar la importancia del emprendedor en la sociedad moderna, dicho autor destacaba el papel cumplido por la intervención estatal. Teniendo en mente al Estado de Bienestar, las relaciones entre productores y consumidores quedaban cercadas por un abultado cuerpo de legislaciones y normativas que debían su cumplimiento al accionar de un ejército de funcionarios públicos. De este modo, un árbitro con apariencia neutral venía a reproducir la relación entre los sectores afectados, más que a uno u otro en particular: los desequilibrios quedaban opacados por un mecanismo homeostático que regulaba las relaciones entre productores y consumidores.

Tomando distancia de las posturas tradicionales, Johnson evitó la reificación de los valores sociales y, para ello, acuñó una definición de profesión empapada de dinamismo.[25] Es interesante observar cómo las características acumulables que caracterizaban al funcionalismo perdieron relevancia en favor de otros recursos más vinculados a la posibilidad de controlar una ocupación. La calidad del conocimiento, la existencia de entidades académicas o el espíritu de cuerpo, facilitaban el tránsito desde una ocupación convencional hacia el mundo de las profesiones, pero no eran suficientes.[26] Ese aspecto imprescindible en la creación de un grupo profesional estaba más relacionado con el campo simbólico. Más allá de la superioridad cognitiva, que en definitiva tiene mucho de arbitrario, el núcleo mismo de la profesionalización residía en su capacidad de “mistificar” una determinada actividad. O, utilizando otros términos, de crear rituales que acentúen la distancia social entre un público carente de especialización y un grupo de profesionales que administraba selectivamente el ingreso de nuevos miembros.[27]  

Las profesiones, con el uso de este lente, comenzaron a ser vistas como una forma de control institucional sobre una determinada ocupación. No se trataba de la única, pero sí de aquella que aseguraba mayor autonomía para los grupos expertos. Con una mirada menos lineal, donde convivía una multiplicidad de destinos, cobraron  relevancia los mecanismos a partir de los cuales un grupo conseguía el monopolio sobre su lugar de trabajo.[28] La conjunción de una labor de persuasión frente a la autoridad estatal y la construcción de una distancia respecto al lego fue la vía elegida para garantizar una escasez artificial de servicios indispensables. Gracias a ello, las profesiones se aseguraban una posición de privilegio en un mercado crecientemente competitivo, donde diferentes grupos ocupacionales pugnaban por cumplir nuevas funciones.

Aun cuando los aportes de Johnson abrieron el paso a investigaciones posteriores, muchas de ellas obras clásicas en la materia, es justo señalar una deficiencia conceptual de primer orden. El descubrimiento de diversas posibilidades que escapaban a una profesionalización en el sentido clásico, perdía efecto con un uso poco flexible de la noción de Estado. En su afán de buscar caminos intermedios al dominio de consumidores o productores, el análisis de Johnson prestó poca atención a los lazos que unían a los grupos profesionales y al entramado de funcionarios que formaba al Estado. Antes bien, ubicó a estos últimos en un espacio externo que tenía como finalidad evitar los excesos que nacían del dominio absoluto sobre un espacio ocupacional. Un Estado que pretendía extender sus áreas de incumbencias, colisionaba con grupos profesionales cuya aspiración más sentida era la autonomía. Se trataba, en todo caso, de dos actores guiados por lógicas totalmente diferentes y hasta opuestas: uno que intentaba intervenir en actividades consideradas fundamentales para el “bien común”, mientras que el otro buscaba una posición ventajosa en el mercado que sólo era  posible con el retroceso del Estado.[29]   

Esta mirada, que tiene mucho de dicotómica, era acompañada por cierta tendencia a concebir a profesiones y Estado como actores preconstituidos, coherentes y totalmente calculadores.[30] La capilaridad entre estos dos mundos fue una gran incógnita que sólo posteriores investigaciones comenzaron a resolver. Recién a partir de los trabajos de Foucault fue posible ver a Estado y profesiones anudados en una misma conceptualización. Si el Estado moderno para asegurar la gobernabilidad ponía en juego nuevas tecnologías de poder, todas tendientes a lograr un efecto normalizador, su condición de posibilidad residía en la formación de grupos expertos. De ahí que no sea adecuado sostener una separación tajante entre Estado y profesionales. La independencia de los expertos, en todo caso, dependía de la intervención oficial, aunque el Estado era al mismo tiempo “dependiente de la independencia” de las profesiones para asegurar su capacidad de gobernar.[31]  

 

3.     

Un itinerario por las más relevantes obras de la literatura ‘radical’ no estaría completo si no incluyéramos los trabajos de Sarfatti Larson.[32] Tomando prestados algunos conceptos weberianos, especialmente el de clausura, esta autora examinó la evolución de las profesiones en un intento por discutir los alcances de miradas tradicionales. Su aporte más significativo -pero a su vez más polémico- fue definir a las profesiones como una particular forma de “falsa conciencia”. Más allá que la profesionalización estaba gobernada por el deseo de los expertos de obtener status, no menos cierto parecía que ese logro oscurecía la subordinación que éstos presentaban frente a los sectores dominantes y al aparato burocrático.[33] De este modo, detrás de una satisfacción coyuntural, traducible en prestigio y dinero, se ocultaba una trama de relaciones de explotación que terminaba por acercarlos a un público del que deseaban diferenciarse.

Una idea que sobrevuela la obra de Sarfatti Larson identificaba a los  profesionales con élites huérfanas de poder. Si bien su leitmotiv era incrementar su radio de acción, ello no se traducía en una completa emancipación de la órbita oficial. Con este giro en el tratamiento de las profesiones, el estudio del Estado cobró una renovada vitalidad, abandonando esa naturaleza que alternaba, según el enfoque, entre pasividad absoluta y vocación interventora. En su afán de asegurar una porción cautiva del mercado, algunos grupos ocupacionales iniciaban un juego de seducción cuyo propósito era obtener el “monopolio de la credibilidad”. Precisamente con ese objetivo, estos sectores utilizaban peculiares instrumentos asociativos, institucionales y académicos que se orientaban a la obtención de legitimidad y recursos, tanto materiales como simbólicos. El estrecho vínculo resultante terminaba por insertar a los expertos en la senda del desarrollo burocrático, pero eso dificultaba su percepción de un panorama caracterizado por  asimetrías sociales.

Como es lógico suponer, una definición tan categórica no podía dejar de impactar en la forma de abordar a los profesionales: la escasa atención que Sarfatti Larson prestaba a las relaciones establecidas con los consumidores, corría paralela a su importancia como engranajes centrales del “capitalismo corporativo”.[34] Y en ese carácter, las profesiones se acercaban más al ideal conspirativo que a la misión altruista señalada por el funcionalismo. Quedaba claro que los expertos, en su búsqueda de independencia ocupacional, perdían de vista el andamiaje social donde se insertaban y fortalecían las instituciones burguesas. Así pues la ideología del  “profesionalismo”, aunque seductora, suponía una barrera que impedía el montaje de una sociedad igualitaria.[35] Puede que algunas palabras de la propia Sarfatti Larson nos ayuden a
despejar este punto:

Hoy, el servicio individualizado se convierte en un remedio ideológico para las enfermedades de la situación social, una especie de de pantalla para los problemas sociales causados por los sistemas burocráticos  a través de los cuales esos servicios son distribuidos.[36]

Ahora bien, el esfuerzo realizado por Sarfatti Larson para demostrar la falta de agencia de los profesionales, dejaba de lado su capacidad para apropiarse de ciertos nichos institucionales. La fórmula funcionalista que los tenía como dueños absolutos de su actividad y como una nueva  ‘élite democrática’, era relevada por otra que los ponía como dispositivos ideológicos, sin influencia alguna en la cartografía del poder. Aunque sea complicado homologar a las asociaciones colegiadas con los sectores dominantes, eso no debería llevarnos a caricaturizar su importancia en la construcción de las sociedades modernas. Esto es particularmente visible en el caso de la medicina que logró el gobierno de una institución tan compleja como el hospital, pero también entre los ingenieros quienes consiguieron acoplarse exitosamente a la Revolución Gerencial del siglo XX.[37]

Otro aspecto significativo de la mirada de Sarfatti Larson, que se aleja de lo sostenido por Johnson, era la complementariedad que encontraba entre profesiones y burocracia. Lejos de concebirlos como un par antitético, esta autora se esforzaba por demostrar su naturaleza común: una y otra nacieron con propósito fundamental de poner orden a un mundo laboral que, bajo el efecto desestructurante de la doble revolución del siglo XIX, se había vuelto particularmente caótico. Así, desafiando la clásica oposición entre autonomía e intervención, nos muestra cómo hasta las profesiones que siguieron el guión tradicional mostraban una creciente inserción en el Estado durante el siglo XX. Si bien el ideal de autonomía no fue cuestionado en ningún momento, era interesante observar cómo los profesionales entraban al mundo del trabajo con un “nombre, grado, y un número de serie adquirido durante el entrenamiento en una enorme organización burocrática, la universidad”.[38] No es casual, entonces, que ambos actores fueran considerados como una suerte de “motor dual” que impulsaba la modernización capitalista de la sociedad. Suavizando las aristas más rígidas del planteo de Weber, Sarfatti Larson afirmaba que los profesionales no sólo no podían abstraerse de este proceso, sino que además eran parte integrantes del mismo. Esto era así porque se enrolaban en las filas del Estado, pero también por el papel ideológico que desempeñaban: la medicina y el derecho nos enseñaban a buscar soluciones individuales a los problemas estructurales de la sociedad.[39]

Esta ideología profesional, central en el planteo de Sarfatti Larson, se materializaba en un proyecto que mostraba “objetivos y estrategias claros más allá que no sea transparente para todos sus miembros”.[40] Este plan delimitaba tres áreas prioritarias. La primera se relacionaba con la urgencia de capturar el mercado, siguiendo una hoja de ruta inaugurada por las profesiones liberales del siglo XIX. La segunda estaba más vinculada con la puesta en marcha un mecanismo colectivo de movilidad social ascendente. Una tercera, y no por ello menos importante, se desprendía de las dos  anteriores: la clausura del mercado a posibles competidores tuvo como correlato la creación de una identidad acorde a esas necesidades. Como un acto de defensa frente a una sociedad crecientemente competitiva, los sectores profesionales proyectaron una imagen de si mismos que facilitaba el control institucional sobre su lugar de trabajo.

Sin descuidar la persuasión o la necesidad de crear una base sistemática de conocimientos, Sarfatti Larson mostraba mayor disposición a destacar las aspiraciones compartidas por los profesionales de distintas áreas. Aquello que identificaba a los profesionales era, a la vez, su relación con un conocimiento esotérico y la posesión de una clara percepción de si mismos. Esa imagen los colocaba en un plano superior a otros sectores, aunque no dejaban de ser “burócratas con una la divertida ocurrencia de que ellos tenían o debían tener la libertad del físico del siglo XIX”.[41] Esta mirada, llevada al paroxismo, terminaría considerando a las profesiones como patologías que afectaban a ciertas capas de trabajadores intelectuales. O peor aun, una enfermedad que no estaba asentada sobre terreno firme, sino en el pantano de  ilusiones.

Un interrogante que no podemos dejar de formular es: ¿cómo una ideología  basada en la idea de servicio podía legitimar el orden vigente? La respuesta dada por Sarfatti Larson se organizaba en la oposición entre individuo y clase, pero también en el conflicto entre continuidad y cambio. A diferencia de los sindicatos, las asociaciones colegiadas privilegiaban las soluciones individuales, encarnadas en el ideal de movilidad, antes que una salida colectiva orientada a la transformación social. Esta conciencia se edificaba sobre una percepción que los tenía como un grupo moralmente superior. Y eso no se debía a la posesión de ciertos bienes o privilegios hereditarios sino, por el contrario, al culto que rendían a “la inteligencia, el esfuerzo, y la libertad”.[42] De allí nacía la necesidad de que esas características sean recompensadas con una posición monopólica en el mercado, lo cual retroalimentaba la percepción de superioridad experimentada por las élites profesionales. No sería incorrecto, por este motivo, imaginar al dominio sobre el espacio laboral como causa y resultado de una ideología que hacía enormes esfuerzos por desconectarse de un contexto surcado por diferencias  sociales.          

Pese a la importancia de Sarfatti Larson en el estudio de los expertos, sus trabajos despertaron dudas, principalmente en lo referido a la homogeneidad del “proyecto profesional”. Sobre este último punto, Schudson llamaba la atención sobre una falencia que bien podría ser achacada a las aproximaciones funcionalistas: más allá de identificar algunas particularidades de los escenarios británico y norteamericano, uno orientado a la obtención de prestigio y el otro más dispuesto a clausurar el mercado, creía necesario pensar en un proyecto único e invariable.[43] La conclusión general, como antes advertimos, mostraba las dificultades que tenían las profesiones para impugnar la arquitectura social vigente. Al quitar su potencial innovador, Sarfatti Larson puso a la ideología profesional como un resorte legitimante del statu quo. Aunque sugestiva, esta afirmación tenía serias dificultades para explicar por qué algunas profesiones habían prestado su apoyo a procesos de transformación social de  cierta envergadura. El compromiso de los profesionales con la democracia jacksoniana o la participación orgánica de grupos de abogados y médicos en procesos revolucionarios en el continente americano, nos ofrecen algunas pistas sobre la poca ductilidad de los enunciados de Sarfatti Larson.

La tendencia a imaginar las categorías como herramientas rígidas y totalmente carentes de dinamismo, muy habitual por cierto en las ciencias sociales,  obstaculizó un tratamiento que descubriera los diferentes usos que pueden hacerse de la ideología. No estaríamos errados si supusiéramos que los símbolos que dan forma a esta última rara vez contienen un sólo significado. Por el contrario, pueden asumir diferentes significados, así como servir a múltiples y hasta contradictorios propósitos. Haciendo gala de una erudición poco habitual, Shudson advertía que: “si la idea del servicio era una pantalla para su interés egoísta, ésta también podía ser un arma que, en manos de algún segmento profesional, podía reformar una profesión,  como efectivamente ocurrió en los sesenta”.[44]

Algunos avances posteriores brindaron una mayor flexibilidad a los supuestos defendidos por Sarfatti Larson. Esto es especialmente evidente en el caso de Berlant, quien sostuvo la necesidad de entender a los grupos profesionales como el resultado de un ejercicio de persuasión. El auxilio de una élite convencida de la utilidad social de una ocupación, era una condición indispensable para que ella ganara en autonomía. No es extraño que sea el poder económico o la influencia política la regla utilizada para medir el éxito de un proceso de profesionalización. Hasta allí, las miradas de ambos autores son coincidentes. La novedad presentada por Berlant era mostrar la capacidad, por parte de las profesiones, de establecer nuevas ideas o actividades que se alejaban de la propuesta primitiva. Una vez conseguido el padrinazgo de una élite, cada una de ellas lograba una dinámica propia, muchas veces contradictoria a las expectativas de aquella.[45] Con un enfoque menos rígido, las profesiones perdieron parte de esa imagen que las tenía como un producto derivado de la  burocracia o como un instrumento ideológico al servicio del poder. En contrapartida, comenzaron a ser interpretadas a la luz de la ambivalencia: aunque era imposible desprenderlas del proceso de estratificación social, no menos cierto era que gozaban de cierto margen de acción que, inclusive, podía convertirlas en herramientas  de cambio.

 

4.     

Siguiendo el rastro inaugurado por Sarfatti Larson, Collins profundizó el uso de algunas claves weberianas, en especial las relacionadas con la teoría sociológica del conflicto. La premisa fundametal de su trabajo era pensar a los “comportamientos sociales como respuestas individuales a un deseo de maximizar su poder, bienestar y status”.[46] Para hacer viable esta aspiración, eran puestos en marcha distintos mecanismos que apuntaban a controlar otras organizaciones o bien evadir la subordinación respecto a ellas. En ese camino, y al igual que Sarfatti Larson, Collins destacaba la relevancia de lo simbólico, aunque poniendo énfasis en los rituales. En sintonía con el interaccionismo simbólico, este sociólogo estaba convencido que eran justamente las creencias y valores aquello que ofrecía la posibilidad de contrarrestar la vocación hegemónica de otras redes de individuos.[47]

Este conjunto de afirmaciones ubicaría a sus aportes en coordenadas opuestas al estructuralismo. Si este último cerraba filas detrás de un concepto de clase asociado al lugar ocupado en la estructura productiva, la mirada de Collins se nutria de la tradición abierta por Weber. Para descubrir los modos en que cobraba vida una determinada conciencia cultural, dicho autor empleó el concepto de ‘grupo de status’. A diferencia de las perspectivas objetivistas, que tanto éxito tuvieron sobre mediados del siglo XX, su meta era examinar diferentes elementos que facilitaban la construcción de un sentimiento de comunidad. Aunque puedan parecer irrelevantes, estos aspectos culturales eran importantes para comprender las dinámicas que estructuraban al mercado. En efecto, la posibilidad de contar con un sólido repertorio de pautas compartidas beneficiaba la posición ocupada por un grupo en el marco de una competencia por recursos limitados, desplazando a competidores que no contaban con identidades de la misma consistencia. La edificación de este universo simbólico favorecía, en definitiva, el pasaje de ‘grupo ocupacional’ a ‘profesión’. Sin un espíritu de cuerpo, sea éste conciente o no, permanecía en suspenso la posibilidad de concretar una exitosa clausura ocupacional.

Lo verdaderamente novedoso del análisis de Collins era ubicar a la profesionalización dentro de una mainstream que modelaba a la economía moderna. Tomando distancia de lecturas estáticas, este autor suponía que la historia era un  interminable conflicto por el logro de la clausura del mercado. Las estructuras ocupacionales, al igual que el capitalismo en general, no podían estar ajenas de esta lógica. Así como determinados nichos productivos eran monopolizados por ciertos grupos empresarios, lo mismo ocurría en el mundo del trabajo. Nada parecía estar condenado a la inmutabilidad. La historia era una lucha constante “de algunas ocupaciones de ganar la clausura de su mercado y de otras ocupaciones por evitar perder sus privilegios”.[48] Y en este paisaje conflictivo, las posibilidades de ganar terreno no estaban tan ligadas a la credibilidad epistemológica como a elementos que rescataban el valor del honor y una ética que debía ser cumplida por todos sus miembros. En este sentido, las palabras del propio Collins son de una claridad meridiana: “las profesiones fuertes son aquellas que saben rodear su trabajo de rituales sociales, convirtiendo a sus tareas mundanas en usinas productora de símbolos sagrados”.[49]

Esa lucha por el control de actividades consideradas fundamentales, lejos de ser una característica de los tiempos modernos, ha sido una constante a lo largo de la historia. Algunos ejemplos clásicos al respecto los encontramos en el sistema de castas que estructuraba la sociedad de la India, en el ejercicio del shamanismo dentro de sistemas  tribales, así como en las organizaciones gremiales del medioevo europeo. Esta continuidad nos advierte sobre la naturaleza ubicua del mercado, reflejada en el bizantino conflicto entre monopolización y desmonopolización. Cada forma de clausura, sin embargo,  se nutría de diferentes resortes simbólicos que aseguraban la distancia entre una élite de expertos y una masa de consumidores legos. En el caso de las profesiones, su ascenso coincide con la consolidación de los sistemas educativos estatales. En un esfuerzo por conciliar los aportes de Weber y Bourdieu, Collins  identificaba a la educación como un ritual que distribuía capital cultural al interior de la sociedad, sirviendo de exclusa a una movilidad social desenfrenada. Sin embargo, la educación no era un tipo tradicional de ritual, con formas y fines manifiestos, sino más bien una forma que carecía de una ceremonia explícita. Esta naturaleza hacía que los profesionales salidos de la maquinaria educativa se convirtieran en sacerdotes de un conocimiento que tenía mucho de esotérico. De ahí que las clases populares, absolutamente ajenas de ese universo simbólico, hayan cubierto a las profesiones con un “aura heroica”, reforzando aun más esa imagen que las tenía como élites diferenciadas.[50] El éxito de las profesiones dependía, entonces, de su capacidad de presentarse como una especie de actividad mágica. O, para decirlo en otros términos, de lograr que la noción de ‘ciencia’ emergente sea objeto de una adulación que poco tiene que ver con la solidez de sus presupuestos epistemológicos.[51] Quizás por ello, uno de los pilares del proceso de profesionalización, como también de su permanencia en ese casillero, se sostenía en la constante necesidad de crear un ‘conocimiento abstracto’ que debía complementarse con la invención de rituales. Sólo escapando a los dictados del “sentido común” era posible mantener la brecha que separaba a los expertos de su público, haciendo legítima y hasta “natural” la clausura del mercado.

De esto último de desprende un salto cualitativo en el tratamiento del concepto de profesión y, más específicamente, respecto a lo que Sarfatti Larson denominó ‘proyecto profesional’. Esta autora, como ya dijimos, lo entendía como un rígido grupo de rasgos culturales, todos ellos orientados a lograr una autonomía –aunque nunca completa- respecto del Estado. Collins, en cambio, intentó mostrarnos una realidad mucho más dinámica y llena de matices. La naturaleza del mercado, inestable en esencia, volvía importante la capacidad de cada grupo ocupacional de generar una identidad lo suficientemente flexible como para reaccionar frente a sus periódicos virajes.[52]  Algunas apreciaciones de Geison nos ayudan a clarificar la propuesta de Collins:

Las profesiones son construcciones socio-culturales cuyos contornos están constantemente cambiando en respuesta a las transformaciones en la percepción de la naturaleza de los grupos ocupacionales.[53]   

Ahora bien, la mirada de Collins, aunque más sofisticada respecto a la de sus antecesores,  tuvo un defecto fundamental. Al igual que Sarfatti Larson, desplegó una argumentación que pivoteaba alrededor de una lectura dual de la realidad: si esta última autora, en su afán de asimilar el surgimiento de élites de expertos con el proceso de burocratización, puso énfasis en la relación entre profesionales y el Estado; Collins estaba más dispuesto a contemplar los vínculos que unían a profesionales y clientes. La monopolización de un área ocupacional hacía imprescindible el logro de una distancia entre aquellos polos y, para ello, era necesario el concurso de rituales que fortalecían un sentido de comunidad y despertaban la admiración de los clientes. Uno y otro resaltaron la importancia que la seducción tenía en la formación de grupos profesionales, pero sus postulados colisionaban cuando examinamos el destinatario de ese ejercicio retórico. Parece lógico pensar que Sarfatti Larson, al  ubicar a las profesiones como parte del montaje de la “jaula de hierro”, perdía de vista las alternativas que asumía el vínculo profesional-público. La mirada de Collins, por su parte, ponía su foco en la competencia que diferentes ocupaciones tenía para capturar una porción del mercado. Y en esa pugna era de fundamental lograr distancia respecto de una población desprovista de ese background cultural. Esa perspectiva, sin embargo, dejaba abierta una frontera de conocimientos que se relacionaba con el reconocimiento del Estado como un interlocutor válido –y hasta necesario- en la profesionalización, las diferencias existentes dentro de cada grupo ocupacional entre practicantes y académicos, así como las importantes disputas y negociaciones entre una profesiones madres y subordinadas.

Era claro que la actualización de algunos supuestos weberianos había servido para cubrir algunos vacíos poco abordados en los años de hegemonía funcionalista. No obstante, la posibilidad de avanzar sobre estas zonas grises volvía necesario incorporar algunas categorías que habían servido para comprender, desde miradas dinámicas y asentadas en la idea de conflicto, procesos tan variados como la construcción de ‘sociedades carcelarias’, la edificación de un grupo de instituciones de control social, así como también la constitución de arenas de fricción en áreas antes consideradas pacíficas.

 

5.                      

La década de 1980 fue particularmente fecunda en lo que a renovación teórica se refiere. El deshielo conceptual iniciado veinte años antes llegaría a su punto más alto, justo en el momento en que las revisiones a los clásicos comenzaban a mostrar rendimientos decrecientes. Si bien los aportes de la New Power Literature cedieron el terreno a nuevas pesquisas, nunca superaron su carácter de ingeniosas lecturas de antiguos aportes de Weber o Marx. Algo no muy diferente sucedía con los alcances geográficos de los estudios sobre las profesiones. Su innegable precisión a la hora de definir a los grupos expertos, no logró sentar las bases para estudios comparativos. Esto era particularmente palpable en el caso de Sarfatti Larson: esa tendencia a considerar a las profesionales como organizaciones orientadas al dominio sobre el mercado, convivió con un escaso tratamiento de las profesiones “estatalizadas” del  continente europeo o del modelo “organizativo” que tenía al ejército y el clero como principales exponentes.[54]

            La llegada de nuevos modelos teóricos tuvo que aguardar a la difusión  de las categorías acuñadas por Bourdieu. Pocas dudas caben de la repercusión que el sociólogo francés ha tenido en las ciencias sociales. Gracias a sus aportes, esas miradas unilaterales del poder cedieron terreno a otras que lo asumían como un juego recíproco de interacción. En sus contornos se divisaban “relaciones de fuerza y monopolios, luchas y estrategias, intereses y beneficios, pero donde todos estos invariantes revistían formas específicas”.[55] Se trataba, en definitiva, de una arena que resaltaba por su dinamismo, alejándose de otras perspectivas que descansaban en la capacidad explicativa de los aparatos represivos e ideológicos del Estado. El mundo de las profesiones, como otros ámbitos de la sociedad, no podía abstraerse de esta naturaleza. Los grupos expertos podían pensarse como una variedad particular de campo científico. Esto era evidente en el caso de los ámbitos académicos que brindaban respaldo a las aspiraciones de distintos grupos ocupacionales en su proceso de profesionalización. Pese a no ser demasiado atendidos en el pasado, resultaban de suma importancia para explorar un terreno que escapaba a las formulaciones clásicas. Tanto el funcionalismo como la literatura radical habían posado su mirada en el trípode que conformaban practicantes, Estado y Clientes, descuidando mayormente los ámbitos de producción académica.

            En un intento por saldar ese déficit, Abbott destacó la trascendencia que tenía la producción de conocimiento abstracto en el montaje de cualquier profesión.[56] Esto era así porque la autoridad científica podía traducirse fácilmente en dominio sobre los competidores. Quedaba claro que, conforme una élite de expertos incrementaba sus recursos científicos, era más factible obtener un mayor nivel de autonomía.[57] De ahí que el acento haya sido puesto, menos en la organización interna de la profesión, que en el análisis de la competencia  entre diferentes profesiones y, más precisamente, en su capacidad para invocar una autoridad científica. El control sobre los conocimientos y sus aplicaciones significaba dominar a contendientes que constituían una amenaza externa a su hegemonía. Por este motivo, un elemento clave en todo proceso de profesionalización era, al decir de González Leandri, institucionalizar un saber mediante la creación de escuelas, facultades y otros ámbitos académicos exclusivos, como un paso necesario para  avanzar en lo que han denominado ‘monopolio cognitivo’.[58]

            El logro de este propósito ponía a las profesiones en condiciones de dosificar el ingreso de nuevos integrantes, pero también de cerrar el paso a posibles competidores o bien admitirlos en una situación de subordinación. Semejante empresa, sin embargo, no podía abreviarse al estudio de las dinámicas internas del campo científico; es decir, “del lugar de una lucha de concurrencia, que tiene como apuesta específica el monopolio sobre la autoridad científica”.[59] Aunque importante, era insuficiente si los grupos ocupacionales no se lanzaban a conquistar al Estado y a los propios consumidores. Parece lógico imaginar que la capacidad de generar un conocimiento preciado de científico eliminaba importantes escollos en el tránsito hacia el reconocimiento social y el apoyo político, pero no era una solución mágica a los problemas que debían enfrentar un grupo ocupacional en su camino hacia la  profesionalización. [60]   

            Con la intención de ahondar en el tratamiento de los lazos entre mundo académico y otras esferas de la vida social, Burrage identificó cuatro actores en claro desafío a las posturas tradicionales. La interacción entre practicantes, especialistas en el conocimiento profesional, clientes y Estado esculpía una plantilla que tenía como propósito fundamental brindar la base para futuras comparaciones.[61] Desde su  perspectiva, estos actores conformaban un mapa magmático que ayudaba a entender el establecimiento, evolución y hasta la destrucción de las profesiones, así como los recursos que ellas podían tener a su disposición.

            Sumándose a una  tradición académica que hundía sus raíces en Johnson, Burrage suponía que los expertos contaban con una agenda que, salvo algunas excepciones, incluía el auto-gobierno, el dominio del reclutamiento y el control de su práctica cotidiana.[62] Pero a diferencia del funcionalismo, la solución a estos requerimientos no eran atributos per se de los expertos, sino que necesitaban de la cooperación de los restantes actores. Por este motivo, el proceso de profesionalización no dejaba de ser un producto contingente que dependía de las limitaciones y oportunidades que ofrecía la estructura del campo. Los recursos que facilitaban el tránsito hacia el mundo de las profesiones estaban vinculados con la organización y la ideología. Hasta allí, la mirada de Burrage no distaba demasiado de la sostenida por Collins o Johnson. El punto que los diferenciaría descansaba en la necesidad de examinar dos conceptos que separaban profesiones de otros grupos de presión. Aunque importantes, la organización y la ideología no eran privativas de los grupos ocupacionales. Los partidos políticos, los sindicatos o las asociaciones tenían a ambas como elementos constitutivos. La ‘persistencia’ y la ‘proximidad’, en cambio, eran características exclusivas de las élites de expertos: mientras que la primera se refería a la  uniformidad, en la larga duración, de los objetivos  profesionales (facilitada por la existencia de de esferas formales e informales de sociabilidad); la segunda tenía relación con la permanencia de ciertas demandas atendidas los expertos que, a diferencia de los conflictos entre Estado y grupos de presión, no entendía de intermitencias.[63]

            La posición de los clientes se encontraba igualmente condicionada por su lugar en ese vasto juego de fuerzas que establecía con los restantes actores. Su accionar dependía enormemente de su capacidad organizativa. Si los grupos profesionales contaban con un abanico de recursos que oscilaba entre el manejo de un conocimiento abstracto y la posesión de una sólida imagen de si mismos, los clientes presentaban al agrupamiento como única herramienta para consolidar su posición. Así, entre los clientes atomizados de la era dorada de las profesiones liberales y la consolidación del Estado como consumidor de bienes y servicios, existían diferentes niveles de organización que favorecían u obstaculizan la formación de profesiones. Estaba claro que los usuarios, lejos de conformar una fuerza ambiental, eran de gran importancia en el diseño de las características que regían la vida de los expertos. Tomando una inteligente distancia de los relatos teleológicos, Burrage descubría que independencia respecto de la orbita oficial no era imprescindible para la consolidación de un espacio profesional. Esta flexibilidad le permitiría aproximarse a “ocupaciones estatales” que habían sido descuidadas en los análisis centrados en el autogobierno colegiado.

            El tercer actor que configura esta red de relaciones eran las universidades. Haciendo propios los avances de Abbott, Burrage sostenía que “los mayores recursos de las profesiones provienen del prestigio que da el conocimiento”[64]. De ahí la importancia de revisar los lazos establecidos entre practicantes y profesores. En un carril opuesto a lo dictado por el sentido común, esa relación, desde la óptica del autor, no era siempre era armónica. Precisamente en ese punto residía uno de sus aportes más novedosos. En determinadas circunstancias los practicantes ejercían una férrea resistencia al avance de la universidad, pues ella ponía en riesgo en la continuidad  de comportamientos consuetudinarios. En otras situaciones, en cambio, sucedía lo contrario: los ámbitos académicos, desde muy temprano, regían los destinos de la práctica profesional convirtiéndola en su apéndice.

No muy diferente era la relación que unía a los espacios formativos y la práctica profesional. Si bien el estatuto de ciencia brindaba elementos para conseguir autonomía, eso no debería llevarnos a pensar que sólo constituía una esfera desconectada de la cotidianidad profesional. En este sentido, Burrage se domiciliaba en coordenadas completamente distintas a Collins. Aquella aproximación que la suponía un ritual ficticio que servía de válvula reguladora de la movilidad social, mudaba en otra más matizada que tomaba prestados algunos aportes de Foucault. Así pues la Universidad, aunque operaba sobre el ‘campo de discurso’, no cortaba sus lazos con la práctica. La mirada intermedia postulada por Burrage se esforzaba en señalar que la educación superior era creadora de identidades, pero a su vez difusora de técnicas y conocimientos que podían ser aplicados en el mundo del trabajo.[65]  

En el estudio del cuarto actor de esta trama de lazos Burrage señaló algunas pistas que posibilitaron edificar estudios comparativos. El Estado, desde su mirada, estaba profundamente envuelto en cada una de las facetas de la profesionalización, poniendo en entredicho muchos de los principios que habían estructurado a los estudios clásicos. Esta importancia nacía justamente en el hecho que el prestigio estatal dependía de las políticas públicas y éstas eran producto del trabajo de distinta clase de profesionales. El Estado no era un actor pasivo, pero tampoco uno que instintivamente ponía coto a la autonomía de los expertos. En un intento por superar esta bizantina polémica, Burrage prestó especial atención a esa zona gris cuyo material era la interacción entre expertos y la esfera pública.[66]

A partir de esta afirmación, el autor estableció una interesante tipología que destacaba por su flexibilidad. En primer lugar, los nuevos Estados, en su afán por sedimentar su autoridad, requirieron la colaboración de abogados y médicos, quienes aseguraban el montaje exitoso de instituciones legales y de la “salud pública”. Los Estados, en segundo lugar, contaban con un interés estratégico en las profesiones, especialmente para garantizar una posición dentro del ajedrez geopolítico internacional. Este era el caso de los conocimientos necesarios para poner en marcha maquinarias militares crecientemente complejas. Las profesiones, además, resultaban importantes desde un punto de vista político: eran esa argamasa que sostenía a gobiernos que, alejados del ideal rousseauniano, funcionaban con una lógica corporativa. Por último, los grupos expertos se presentaban como un sector social ideal para colmar el apetito fiscal de entramados oficiales que aumentaban de tamaño.[67]

Casi sin saberlo, los mojones dejados por Burrage facilitaron el desembarco de Foucault al estudio de las profesiones. La idea de profundizar los lazos -casi incestuosos- entre Estado y profesiones fue retomada por Terry Johnson, quien intentó aplicar el concepto de “gobernabilidad” a los procesos de especialización ocupacional. El Estado, lejos de constituir un actor preconstituido, era el resultado de un espeso universo de interrelaciones. Autonomía e intervención dejaban de ser dos conceptos opuestos, para convertirse en parte de un proceso más amplio a partir del cual se materializaban nuevas tecnologías de poder. La edificación de una sociedad moderna, asentada sobre espacios territoriales extensos y con un gran peso demográfico, hacía necesario un “ensamble de instituciones, procedimientos, análisis, cálculos, reflexiones y tácticas que constituyen la ‘gobernabilidad’, (es decir) un complejo muy específico de formas de poder”.[68]

La aparición de estas nuevas formas de poder facilitó enormemente la institucionalización de las profesiones. En ese contexto, la autonomía de distintos grupos ocupacionales debía entenderse como un proceso político, pero no podía reducirse a una mera intervención estatal. No era así simplemente porque el Estado moderno se construía a partir de la autonomía profesional. Sin los conocimientos nacidos de la acción profesional faltaba esa llave maestra que hacía posible la capacidad técnica e institucional para ejercer formas complejas de poder.[69] A propósito de esta simbiosis entre Estado y profesiones, Johnson dice:

La gobernabilidad se asocia con el reconocimiento oficial y la licencia del experto como parte un proceso general de implementar los objetivos del gobierno y estandarizar procedimientos, programas y juicios. También porque los gobiernos dependen de la neutralidad  de los expertos para modelar la realidad social, las profesiones establecidas han sido distanciadas de las esferas políticas.[70]

Esta posición, que ponía a Estado y profesiones en el lugar de parteras de una nueva configuración social, impedía que sus definiciones permanecieran estáticas. En tanto las políticas estatales fluían en función de coyunturas particulares, los límites que establecían la jurisdicción de una profesión han conservado un estado completadamente líquido. Este feed back  ha venido a discutir buena parte de lo sostenido por el funcionalismo, pero especialmente algunos principios de la literatura crítica. Si en el primer caso el Estado era prescindente, al punto de convalidar situaciones que sucedían fuera de su órbita, en el segundo funcionaba como un actor externo con una lógica diferente a la profesional.  Con estos avances, lo que se imponía como una frontera impermeable, se convirtió en una porosa línea divisoria con enorme tráfico entre ambas áreas.     

 

6 (o epílogo).

Luego de examinar los contactos existentes entre ciencias sociales y profesiones durante el siglo XX: ¿Qué conclusiones generales pueden extraerse?

            Ante todo, es necesario afirmar que, pese de la importancia que han tenido en la formación de las sociedades modernas, las profesiones sólo fueron tratadas de manera secundaria. Mucha importancia tuvo allí el vigor que conservaron categorías  tradicionales, inútiles para explicar la aparición de sectores que escapaban a lecturas duales de la realidad. Por ese motivo, la producción de herramientas teóricas específicas permaneció por largo tiempo retrasada respecto a relevancia de los expertos en la arquitectura social contemporánea. No es casual que, en estas circunstancias, no hayamos contado por décadas con una definición consistente del concepto “profesión”. En su lugar, sólo divisamos sensaciones encontradas acerca de su naturaleza: mientras algunas miradas la tenían como un germen democrático, otras las consideraban un obstáculo para la construcción de una sociedad igualitaria.[71]

            Si tuviéramos que establecer una cronología que describa la trayectoria de los estudios sobre profesionales, en ella se distinguirían tres etapas diferenciadas. La primera de ellas, como es lógico suponer, podríamos denominarla el “momento funcionalista”. En sus años de hegemonía percibimos un tratamiento específico de los grupos de expertos, aunque sus análisis pecaron de cierta linealidad fundada en la idea de armonía. Quedó así construida una imagen idílica a partir de la cual algunos grupos ocupacionales transitaban sin obstáculos la senda de la profesionalización. El segundo momento se nutrió de los aportes de la New Power Literature. En clara oposición a las primeras miradas, esta perspectiva se esforzó en demostrar la importancia de las estrategias monopolizadoras implícitas en la actividad profesional. Guiados por una novedosa lectura de Weber, pusieron en el centro de su atención aquello que había brillado por su ausencia en la etapa anterior: el conflicto. El tercer grupo de trabajos renunció a este principio programático, pero sumó a su agenda otros puntos antes descuidados. Con los aportes teóricos de Bourdieu y Foucault, se edificaron estudios comparativos que “rompieron definitivamente con esa mirada parroquialista hegemónica desde la época del estructural funcionalismo”[72]. El uso criterioso de las nociones de campo y gobernabilidad permitió poner en el candelero una mirada dinámica de las profesiones que destacaba por la interacción de una multitud de actores. A modo de cierre, y abusando de una metáfora artística, podríamos decir que el bastidor teórico de la obra se encuentra instalado; solo resta que comiencen las pinceladas empíricas sobre espacios y tiempos poco explorados.


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* Este articulo es parte de un trabajo más extenso realizado en ocasión del seminario “El estudio de los grupos y élites profesionales. Conceptos, recorridos y problemas”, dictado por Ricardo González Leandri en el marco del Programa de Doctorado de la Universidad Nacional del Centro de la Provincia de Buenos Aires.

** Centro de Estudios de Historia Regional-Universidad Nacional del Comahue. Becario doctoral del CONICET. Dirección: Avenida Argentina 1400, Neuquen (8300). E-mail: Joaquinperren@hotmail.com

[1] GONZALEZ LEANDRI, Ricardo, Las profesiones: entre la vocación y el interés corporativo. Fundamentos para su estudio, Madrid, Catriel, 1999, p. 12.

[2] BURRAGE, Michael, “Introduction: the professions in sociology and history”, en BURRAGE, Michael y TORSTENDAHL, Rolf, Professions in theory and history, Sage, Londres, 1990, Cap. 1, p. 1.

[3] BURRAGE, Michael, “Introduction: the professions in sociology and history…” op. cit., p. 3.

[4] GEISON, Gerard, “Introduction”, en GEISON, Gerard (ed.), Professions and professional ideologies in America, Chapel Hill, University of North Carolina Press, Cap. 1, p. 3

[5] MURPHY, Raymond, “Power and autonomy in the sociology of education”, Theory and Society, vol. 11, 1982, p. 185.

[6] RUESCHEMEYER, Dietrich, The Sociology of the professions, Londres, Mc Millan, 1983, Cap. 2, p. 43.

[7] GONZALEZ LEANDRI, Ricardo, “Las profesiones en Argentina. Algunas reflexiones sobre nuevos estudios de caso”, Argumentos. La revista del doctorado, Rosario, año 1, nº 1, 2003, p. 136.

[8]  GEISON, Gerard, “Introduction…”, op. cit., p.4.

[9] SCHUDSON, Michael, “A discussion of Magali Sarfatti Larson’s ‘The rise of professionalism: a sociological analysis’”, Theory and Society, num. 9, 1980, p. 214.

[10] GONZALEZ LEANDRI, Ricardo, Las profesiones…op. cit., pp. 16-17.

[11] RUESCHEMEYER, Dietrich, “Professional…”, op. cit., p. 41.

[12] GONZALEZ LEANDRI, Ricardo, Las profesiones…op. cit., p. 30.

[13] BURRAGE, Michael, “The professions…”, op. cit., pp. 4-5 (traducción mía JP). 

[14] GONZALEZ LEANDRI, Ricardo, Las profesiones…,op. cit., p. 27.

[15] La Escuela de Chicago, con la intención de explorar muchas de las aristas del paisaje urbano estadounidense, dio forma a un enfoque cualitativo que reposaba en la importancia del trabajo de campo. Esta predisposición metodológica se encontraba claramente influida por el interaccionismo simbólico. De ahí que haya centrado su atención en grupos pequeños, más o menos marginales, donde existía un caudaloso flujo de ideas y percepciones. El estudio de comunidades étnicas, bandas de jóvenes delincuentes o médicos fueron algunos ejemplos de un enfoque claramente internista. Cf. SALTALAMACCHIA, Homero, Historias de Vida, Costa Rica, Caguas, 1989; o para el caso particular de los   médicos: GONZALEZ LEANDRI, Ricardo, Las profesiones…, op. cit., pp. 33-34.

[16] MURPHY, Raymond, “Power and…”, op. cit., p. 187.

[17] GEISON, Gerard, “Introduction… op. cit., p. 5.

[18] GONZALEZ LEANDRI, Ricardo, Las profesiones…op. cit., p. 38.

[19] GEISON, Gerard, “Introduction…, op. cit.,  p. 6 (traducción mía JP).

[20] SCHUDSON, Michael, “A discusión…”, op. cit., p. 218.

[21] Cf. GONZALEZ LEANDRI, Ricardo, “Las profesiones en Argentina…op. cit., p 138; o para el caso de los historiadores: EUJANIAN, Alejandro, “Método, objetividad y estilo en la profesionalización de la historiografía  argentina entre 1910 y 1920”, Argumentos. La revista del Doctorado, Rosario, año 1, nº1, 2003, pp. 166.

[22] JOHNSON, Terence, “Types of occupational control”, Professions and power, Mc Millan, Londres, 1972, Cap. 3, p. 41. Una ajustada síntesis de sus postulados en: GONZALEZ LEANDRI, Ricardo, Las profesiones…, op. cit., pp. 40-44.

[23] JOHNSON, Terence, “Types of occupational …, op. cit., pp. 45-46.  

[24] Ibid, p. 46.

[25] JOHNSON, Terence, “Types of occupational …, op. cit., p. 44.

[26] SCHUDSON, Michael, “A discusión…”, op. cit.., p. 219.

[27] JOHNSON, Terence, “Types of occupational …, op. cit., p. 43.

[28] RIGOTTI, Ana María, “La que no fue. Notas preliminares para un análisis de la profesionalización del urbanismo en Argentina”, Argumentos…, op. cit., p. 187.

[29] JOHNSON, Terry, “Governmentality and the institutionalization of expertise”, en JOHNSON, Terry, LARKIN, Gerry y SAKS, Mike (ed.), Health professions and the state in Europe, Londres, 1995, p. 9.

[30] Ibid, p. 9.

[31] Ibid, p. 16.

[32] En especial: SARFATTI LARSON, Magali, The Rise of professionalism: A sociological Analysis, Berkeley, University of California Press, 1977.

[33] SCHUDSON, Michael, “A discusión …, op. cit.., p. 217.

[34] JOHNSON, Terry, “Institutionalization…, op. cit., p. 14

[35] SCHUDSON, Michael, “A discussion …, op cit., p. 219.

[36] SARFATTI LARSON, Magali, The Rise of professionalism…,op. cit.,  p. 236.

[37] Ibid, p. 222.

[38] SCHUDSON, Michael, op cit, p. 222.

[39] SARFATTI LARSON, Magali, The Rise of professionalism…, op. cit., p 225.

[40] Ibid, p. 220.

[41] Ibid, p. 223.

[42] SARFATTI LARSON, Magali, The Rise of professionalism…, op. cit., p. 241.

[43] SCHUDSON, Michael, “A discussion…, op. cit., 224.

[44] SCHUDSON, Michael, “A discussion…, op. cit., p. 227.

[45] BERLANT, Geoffrey, Professions and monopoly, University of California Press, Berkeley, 1975, Cap. 4, p. 73.

[46] COLLINS, Randall, “Market closure and the conflict theory of the professions”, en BURRAGE, Michael y TORSTENDAHL, Rolf, Professions in theory…op. cit., p. 24.

[47] COLLINS, Randall, “Market closure and the conflict theory of the professions”, en BURRAGE, Michael y TORSTENDAHL, Rolf, Professions in theory…op. cit., p. 24.

[48] Ibid, p. 25.

[49] COLLINS, Randall, “Market closure and the conflict theory of the professions”, en BURRAGE, Michael y TORSTENDAHL, Rolf, Professions in theory…op. cit., p. 26.

[50] Ibid, p. 39 o para el caso de los arquitectos: RIGOTTI, Ana María, “La que no fue…, op.cit., p. 188.

[51] COLLINS, Randall, “Market closure …, op. cit,, p. 40.

[52] COLLINS, Randall, “Market closure …, op. cit., p. 25.

[53] GEISON, Gerard, “Introduction…”, op. cit.,  p. 6. (Traducción mía, JP).

[54] GONZALEZ LEANDRI, Ricardo, Las profesiones…, op. cit., p. 48.

[55] BOURDIEU, Pierre, Intelectuales, política y poder, EUDEBA, Buenos Aires, 1999, Cap. 2, pp. 75-76.

[56] JOHNSON, Terry, “Governmentality and the institutionalization…, op. cit., p. 16.

[57] BOURDIEU, Pierre, “El campo científico…, op. cit., p. 76.

[58] GONZALEZ LEANDRI, “La teoría y la historia…op. cit.,

[59] BOURDIEU, Pierre, “El campo científico… op. cit., pp. 76-77.

[60] RUESCHEMEYER, The Sociology of the professions…, op. cit., pp. 50.

[61] BURRAGE, Michael y otros, “An actor based framework for the study of the professions”, en BURRAGE, Michael y TORSTENDAHL, Rolf, Professions in theory…op. cit., p. 203.

[62] Ibid, p. 207.

[63] BURRAGE, Michael y otros, “An actor based framework for the study of the professions”, en BURRAGE, Michael y TORSTENDAHL, Rolf, Professions in theory…op. cit., pp.209-210.

[64] Ibid, p. 203.

[65] BURRAGE, Michael y otros, “An actor based …,    op. cit., p. 216.

[66] Ibid, p. 210.

[67] BURRAGE, Michael y otros, “An actor based …,    op. cit., p. 212.

[68] JOHNSON, Terry, “Governmentality and the institutionalization…, op. cit., p. 8.

[69] Ibid, p. 22.

[70] Ibid, p. 22.

[71] GONZALEZ LEANDRI, Ricardo, “Las profesiones en Argentina…”, op. cit., pp. 135-136.

[72] GONZALEZ LEANDRI, Ricardo, “Las profesiones en Argentina…”, op. cit., p. 136.


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