ESTUDIO ECONÓMICO SOBRE EL TRATADO DE IBN ABDÚN

ESTUDIO ECONÓMICO SOBRE EL TRATADO DE IBN ABDÚN

Eduardo Escartín González (CV)
Universidad de Sevilla

El zalmedina

O sahib al-madina, tenía a su cargo el velar por el orden público de la ciudad. La institución de este magistrado debió ser posterior a la del zabazoque, pues, como se dijo antes, sobre este último recaía originalmente la misión de mantener el orden público en la ciudad (o madina). Así lo cree Lévi-Provençal (1954, p. 87), basándose en el cronista Ibn Hayyan, pues afirma que a partir de ‘Abd al-Rahmān II se limitaron las atribuciones del sahib al-suq y apareció la figura de algo parecido a un «jefe de policía», o sea como un «prefecto de la ciudad».
Según Ibn Jaldún (Muqaddimah, pp. 464-465), la magistratura que se ocupaba de castigar los crímenes se denominaba “shorta” (policía judicial). De ella añade:
El que en nuestros días ejerce, en Ifriquiya, las funciones del “saheb” (jefe) de la “shorta”, lleva el título de “hakem” (comandante). En el reino de Andalucía se le llama “saheb-el-madina” (jefe de la ciudad), y en el imperio de los turcos (mamelucos), se le denomina “uali”. Este cargo es inferior en categoría al del jefe del ejército, por ello el oficial que lo desempeña se ve a veces puesto bajo las órdenes de este jefe.
Fue en la dinastía abasida que se instituyó el puesto de “saheb-esh-shorta”. El que lo ejercía tenía por misión castigar los crímenes: ponía primero al inculpado en requerimiento de justificarse; luego, si conseguía comprobar el crimen, hacía aplicar la pena legal. Es sabido que la ley divina no toma conocimiento de los crímenes cuya existencia es solamente sospechada; ella únicamente castiga los crímenes comprobados. Corresponde más bien a la administración civil ocuparse de los crímenes cuya existencia se sospecha; el “hakem” debe proceder, dentro del interés común, a su comprobación y, abundando las pruebas indiciarias, puede constreñir al inculpado a la confesión. Se designa con el nombre de “saheb-esh-shorta” al funcionario que, en el caso de abstención de parte del cadí, se encarga de instruir los procesos y de aplicar las penas. En ocasiones se ha restado al cadí el derecho de conocer de muertes y de aplicar las penas establecidas por la ley, para atribuirlo exclusivamente a “saheb-esh-shorta”. Los gobiernos de antaño rodeaban a este cargo de una alta consideración, y sólo confiaban a uno de los grandes jefes militares o bien a uno de los principales allegados del sultán.
‘Abd al-Rahmān II tuvo que destituir a varios zalmedinas hasta que encontró uno idóneo para el cargo. El relato de estos sucesos, en los que se pone de relieve la sagacidad requerida en un buen jefe de policía, lo realiza Ben Al-Qutiya en Iftitah al-Ándalus y nos los transmite Sánchez-Albornoz (1946, Tomo I, p. 345):
Cuéntase de Abd al-Rahmān ben Al-Hakam, que le fueron llegando repetidas quejas contra los zalmedinas que iba nombrando para la capital, y juró que no nombraría para ese cargo de la ciudad a hombre alguno de Córdoba. Para ello tomó informes acerca de quienes eran dignos para el caso entre los clientes suyos que vivían en provincias, y se le recomendó a Mamad ben Al-Zahim (por las bellas cualidades que lo adornaban), diciéndole que era hombre que había hecho la peregrinación a la Meca, y por lo demás, prudente y modesto. Hízole venir a la capital y le nombró zalmedina de Córdoba. El primer día que comenzó a ejercer su oficio, cuando ya estaba a caballo, dispuesto para ir al alcázar, se le dijo que habían encontrado un cadáver en la calle de Carniceros metido en una sera. Inmediatamente dio órdenes para que lo trajeran, y, al presentárselo (como no conocieran al muerto) mandó que lo descargaran en la calzada (del Guadalquivir), pues pudiera ser que allí (lugar, sin duda, de mucho tránsito) pasara alguien que le conociera. También ordenó que la sera se la trajesen, y al presentársela, vio que era nueva: «Que vengan los estereros, dijo; no sólo los comerciantes que las venden, sino también los industriales que las trabajan.» Una vez llegados todos, hizo que se le presentaran los principales, y les preguntó: «Las seras y capazos ¿se trabajan de manera que no se pueda saber cuál es la mano que los ha hecho, o pueden conocer unos las obras de los otros?» Ellos contestaron: «Suelen conocer unos las obras de los otros; nosotros distinguimos las obras de los provincianos de las que se hacen en Córdoba.» Entonces dispuso que les mostrasen la sera, (al verla) dijeron:«Ésta es obra de fulano, que precisamente está ahí fuera entre los que han venido.» Dispuso el gobernador que se le hiciera pasar; le expuso la sera y el hombre dijo: «Sí, efectivamente; la sera me la compró ayer un muchacho que llevaba el traje de los domésticos del sultán, de tales y tales señas.» Y dijeron los de la policía y comerciantes: «Esas señas son las de fulano, el Mudo». La policía se echó sobre su casa, la registraron y encontraron los vestidos del muerto. Cuando tuvo noticias de ello Abd al-Rahmān, lo nombró ministro, al propio tiempo que siguió de zalmedina, y tal prestigio alcanzó que, cuando entraba él en la sala del Consejo de Ministros todos ellos deferían a su parecer.
Como se ha tenido ocasión de comprobar en varias ocasiones el nombramiento para un cargo no cerraba la posibilidad de ejercer al mismo tiempo otros. Acabamos de ver cómo un zalmedina simultanea el cargo con el de ministro. También hay algún otro caso en que un visir desempeñaba a la vez el cargo de zalmedina, o bien el de un zabazoque que ejercía además de sahib al-shurta. Este último cargo, correspondiente a la magistratura llamada ahkam al shurta que se dedicaba a imponer la justicia represiva (Lévi-Provençal, 1957, p. 87),no está suficientemente aclarado en los documentos de la época, ya que con frecuencia se comprueba que la represión, en casi todos sus grados, podía ser ejercida por los diversos magistrados. Tampoco están nítidas las competencias de cada cargo, de modo que para realizar un cometido, que en principio debería corresponder al titular de un cargo, a veces se designaba a otra persona que lo compaginaba con el titular aparente. Por ejemplo, ‘Abd al-Rahmān II nombró inspector de los trabajos de ampliación de la gran mezquita de Córdoba “al cadí y encargado de la oración en Córdoba, Mamad ben Ziyad” (Sanchez-Albornoz, 1946, Tomo I, p. 380); Al-Hakam II, al-Mustansir billah, ordenó en enero de 972 al sahib al-shurta y zabazoque Ahmad ibn Nasr que ensanchara la calle principal del zoco de Córdoba.(ib, p. 420). Este mismo zabazoque y sahib al-shurta había recibido unos meses antes el encargo conjuntamente con el visir y zalmedina de Córdoba Yafar ibn Utaman de trasladar la casa de correos para ampliar el zoco de los prenderos (ib, p. 419).
Acerca de la ambigüedad de las atribuciones de cada cargo tenemos el proceso seguido contra uno de los tesoreros del califa. El caso fue “encargado” al zalmedina; o sea, que podía haber sido encomendado a cualquier otro magistrado de la ciudad, pues en aquellos regímenes despóticos reinaba la arbitrariedad, y, por tanto, no regía el principio actual de corresponder a cada cual, según el tipo de delito, el juez ordinario predeterminado por la ley. La crónica del suceso es narrada por Ibn Hayyan en Muqtabis y recopilada por Sánchez-Albornoz (1946, Tomo I, p. 422):
En este momento, el gran fata y jalifa eslavo Durri, llamado «el tesorero», cayó en desgracia de su señor el príncipe de los creyentes por una deficiencia en el servicio, que motivó su cese y vilipendio. El encargado de la reprensión fue el zalmedina de al-Zahra Muhammad ibn Aflah, mawla del califa. Por orden de éste, hizo comparecer a Durri, sentado él en el sitial de la medina, en su despacho junto a la Puerta de la Azuda de al-Zahra y, teniéndolo de pie al lado del sitial, lo reprendió, le hizo cargos y le amenazó, sin llegar al tono violento. Durri no dijo ni una sola palabra, y, al terminar Muhammad de hablar, se retiró a su aposento del Alcázar, cosa que nadie le impidió, y se quedó allí.
A mediados de rayab [21 abril 973] le llegó orden de trasladarse desde el Alcázar de al-Zahra al de Córdoba, y permanecer en él, apartado del servicio. Luego se dio también orden de retirarle su sueldo como jalifa y dejárselo reducido a diez dinares wazina por mes.
Aunque Ibn Abdún propone en el § 21 que el zalmedina esté subordinado al cadí, quien “deberá suplirle algunos días y vigilar sus decisiones y su conducta. Conviene que no tome ninguna medida de importancia, sin que antes la conozcan el cadí y el gobierno”, la realidad es que más bien parece que el zalmedina era un personaje de alto rango, elegido entre la aristocracia y tenía más relevancia social que el cadí. Esto se puede deducir de la noticia del juicio que a continuación se transcribe, seguido en un proceso por haber proferido el reo frases irreverentes contra la deidad, en el que intervienen el juez acompañado de los alfaquíes (que en este caso fueron cinco). La sentencia fue dictada por el emir ‘Abd al-Rahmān II, quien destituyó al juez y a varios de los alfaquíes por no sostener la pena de muerte para el inculpado. La crónica está extraída por Sánchez–Albornoz (1946, Tomo I, pp. 475 y 476) del Kitab Qudat Qurtuba de Al-Jusani y es como sigue:
Se hizo una información de testigos que declararon contra ese sobrino [de Achab] por una frase (irrespetuosa para la divinidad) que pronunció desdeñosamente en un día de lluvia. Abd al-Rahmān II ordenó que se le metiera en la cárcel. Achab solicitó con insistencia que se le sacara del encierro. Este Achab podía tomarse tal confianza con el soberano, por la estima y consideración con que el padre de éste lo había distinguido. El monarca le dijo a él:
–Examinaremos las opiniones de los ulemas a ver la penalidad en que ha incurrido por haber pronunciado esa frase y, luego, ya lo recomendaré yo para que se le favorezca.
El monarca ordenó a Muhammad ben al-Salim, zalmedina en aquel entonces, que citase al juez y a los alfaquíes de la ciudad y que los reuniera en asamblea magna (o tribunal de inquisición). Formaron parte de esta asamblea Abd al-Malik ben Habib, Asbagh ben Jalil, Abd al Ala ben Wabb, Abu Zayd ben Ibrahim y Aban ben Isa ben Dinar. Se les consultó acerca del caso, refiriendo además taxativamente la frase pronunciada. No se decidieron por aconsejar la pena de muerte el juez Muhammad ben Zayd, Abu Zayd, Abd al-Ala y Aban; e informaron que debía matársele, Abd al-Malik ben Habib y Asbagh ben Jalil. El zalmedina, Muhammad ben al-Salim, dispuso que consignaran por escrito sus informes respectivos en un documento que luego había de elevarse al monarca. Así lo hicieron; y cuando el soberano examinó detenidamente lo que ellos habían expuesto, se decidió a favor de lo que habían dicho Abd al-Malik y Asbagh, es decir, pensó que debía condenársele a muerte y ordenó a su paje Hasan que les comunicara su resolución. El paje salió y dijo al zalmedina:
–El monarca se ha enterado del informe jurídico que los faquíes han presentado en el proceso de este impío. El soberano dice al juez: vete, porque te hemos destituido. Ahora, en cuanto a ti, Abd al-Ala, sabemos que Yahya ben Yahya en cierta ocasión declaró que tú eras un ateo, y de los informes de aquél que es tachado de ateo no debe hacerse caso. En cuanto a ti, oh Aban ben Isa, habíamos pensado nombrarte juez de Jaén; pero ahora pensamos que no sirves para ocupar ese cargo, porque una de dos: si has sido en esta ocasión sincero (eso quiere decir que no sabes derecho), y ya no es hora de que te pongas a aprender las decisiones legales; y si fuiste mentiroso, al mentiroso no se le debe prestar crédito ni confianza. Y al otro (Abu Zayd, que no quiso nombrar) le dirigió frases tan soeces, que ni entre criminales se emplean, dándole a entender que el soberano pensaba que debía dedicarse a maestro de párvulos.
El paje Hasan dijo al zalmedina:
–El monarca me manda que salgas ahora mismo con estos dos señores, Abd al-Malik y Asbagh, y que vayan con cuarenta sayones a cumplimentar la pena o castigo que ellos creen que merece ese impío.
Abd al-Malik salió diciendo:
–El Dios a quien servimos ha sido escarnecido; si no lo defendiéramos, realmente seríamos unos malos siervos.
Luego se sacó de la cárcel al impío, y esos dos señores estuvieron delante de él hasta que fue izado en el poste o cruz. El impío decía entonces a Abd al-Malik:
–Oh Abu Marwan, teme a Dios por haber sido la causa de que derramen mi sangre. Yo testifico que no hay más Dios que Alá y que Mahoma es su profeta.
–Sí; ahora lo dices –contestaba Abd al-Malik–; antes, sin embargo, eras un rebelde.
En el Islam, donde no hay frontera que delimite lo civil de lo religioso, por lo que parece, la apostasía, la herejía, la irreverencia y la impiedad se consideraban como crímenes gravísimos cuya pena era la de muerte. No obstante, el grado de libertad en la interpretación del derecho canónico existente y de una dilatada jurisprudencia, conocidos, tanto el uno como la otra, por los jueces, alfaquíes y demás jurisconsultos, debía ser grande, lo mismo que la arbitrariedad a la hora de imponer o ejecutar las sentencias y de reaccionar los gobernantes ante los actos de jueces y alfaquíes. En tiempos de Almanzor, cuando hubo un impulso por preservar la pureza de la fe y se inició una persecución contra literatos y otros personajes importantes tildados de libertinos e impíos, un alfaquí sevillano consiguió salvar de la muerte a un tal Qasim ben Muhammad al-Sambasi, condenado en un proceso seguido contra él por herejía e impiedad, sin que se emplearan amonestaciones ni represalias contra nadie. Este suceso es recogido por Turtusi en Sirach al-Muluk, que en la versión de Sánchez-Albornoz (1946, Tomo I, pp. 477 a 479) es así:
Se instruyó por el juez un proceso contra Qasim, en el cual constaban las declaraciones de los testigos, acusándolo de una serie de hechos reprobables que implicaban la existencia de la herejía y de la impiedad. Fue elevado aquel proceso al palacio real, donde tuvo lugar una sesión magna, en la que, consultada la opinión de los jurisconsultos, con respecto al caso de Qasim, aquéllos dictaminaron que debía ser condenado a muerte. Mandaron traer a Qasim, y al tiempo que lo traían, también acudieron su padre y dos hijos que tenía, vestidos con traje de luto. El padre se trajo consigo las angarillas que se utilizan para transportar los muertos, y los hombres que las habían de conducir. El padre y los hijos de Qasim quedáronse llorando a la puerta del palacio, y allí presenciaron cómo llegaba el verdugo que había de cortarle la cabeza, llamado Ben al-Chundi, y cómo le traían de palacio unos sables y se ponía a afilarles el corte y a probarlos.
Hallábase presente a la reunión el alfaquí Abu Amra al-Maqudí, de Sevilla, que había acudido a ella contra su voluntad, después de haberse negado a asistir. Pidiéronle que emitiera su informe, y se expresó en estos términos:
–¡Señores! No ha de haber sangre derramada mientras la justicia no esté clara y terminante, sin que exista la menor sombra de duda. ¿Creéis, acaso, que Al-Sambasi es algún gallo? ¿Por qué, pues, lo vais a degollar?
–Por cosas que para mí están bien probadas y que he considerado con la mayor atención –contestó el juez Benalxarfí.
–Dame que yo me entere –repuso el alfaquí, a la vez que cogía el proceso y se ponía a examinarlo. Después que lo hubo examinado, prosiguió:
–Explícame cuáles de éstos son los testigos cuyas declaraciones te han determinado a condenarlo a muerte.
–Éste, éste y éste –contestó el juez, y le señaló hasta cinco.
–¿Y lo condenas en virtud de lo manifestado por todos ellos? –preguntó el alfaquí.
–Así es –respondió el juez.
–Y si dos de ellos hubieran declarado en sentido distinto de los demás, ¿lo habrías condenado?
–Entonces, no –replicó el juez–, porque la fuerza del testimonio está en que se apoyen unos a otros, y su multiplicidad es para mí indicio de autenticidad.
Y dirigiéndose el alfaquí a los demás que antes dieron su dictamen, les dijo:
–¡Señores! Según vosotros se condena a muerte a los musulmanes y se derrama su sangre, en virtud de unas manifestaciones cuya veracidad se funda tan sólo en su mutuo apoyo. Pues yo no opino que debe ser condenado a muerte, ni propongo tal cosa.
Adhiriéronse los alfaquíes a sus palabras, sin que nadie opusiera la menor cosa en contrario, después que seis meses antes habían sentenciado condenándolo a muerte.
Se disolvió la multitud, volvió el sable a su vaina y voló el portador de la grata nueva a Ben Abi Amir. Informó a éste el mensajero de lo ocurrido en la sesión, y al oírlo exclamó Ben Abi Amir:
–Ibais a dar muerte a Ben Al-Sambasi y habéis dado sepultura al juez. Con el interés que yo había puesto en que se le diera muerte, velando por la verdadera fe. En verdad que no hay quien mate a una persona, mientras que no le llega el plazo que Dios le ha marcado para morir.
Pusieron en la prisión a Ben Al-Sambasi por unos días, al cabo de los cuales le dieron libertad.
Después de lo ocurrido, contó Ben Daqwan al juez lo siguiente:
–Preguntaron a uno en un caso semejante al presente:
–¿En qué conoces a Dios?
–En que destruye mis planes –respondió.
En el lenguaje de que hizo uso el alfaquí, «las manifestaciones o declaraciones, cuya veracidad se base tan sólo en su mutuo apoyo», son aquellos testimonios en los que no se puede fundar sentencia ni cabe que sean tenidos en cuenta, desde el momento en que haya dos que disientan. Mas cuando son numerosos, se refuerzan mutuamente unos a otros. Sin embargo, no ha de fundarse en ellos sentencia alguna.
El caso precedente es el de una sentencia de un juez que es revisada por el mismo órgano que la dictó, como si se tratara de una apelación, aunque éste tipo de procedimientos y los tribunales de casación no estuvieran oficialmente instituidos en el mundo islámico. Pero, de alguna u otra forma, en algunas ocasiones las sentencias de los magistrados podían ser revocadas. Sánchez-Albornoz (ib. pp. 345 y 346) nos transmite un caso de éstos, que viene del Kitab Qudat Qurtuba de Al-Jusani:
Muad era juez de Córdoba el año 232, fecha en que ejercía el zabazoque de esa capital Ibrahim ben Husayn ben Jalid. Muda ben Utham en ese año casó o derogó la sentencia que el zabazoque había pronunciado contra los Banu Qutaiba, por virtud de la cual Ibrahim había de demoler las tiendas que éstos poseían. Realmente correspondía resolver esta causa a la privativa jurisdicción de Ibrahim ben Husayn ben Jalid; pero los faquíes de aquel tiempo: Yahya, Abd al-Maliq y Zaunan, declararon públicamente que aquella providencia no se ajustaba a la doctrina legal, y pusieron claramente de manifiesto el error del zabazoque. El juez aceptó esa doctrina de los faquíes y derogó la sentencia de aquél.