ESTUDIO ECONÓMICO SOBRE EL TRATADO DE IBN ABDÚN

ESTUDIO ECONÓMICO SOBRE EL TRATADO DE IBN ABDÚN

Eduardo Escartín González (CV)
Universidad de Sevilla

  El vino en la cultura islámica

Las disposiciones religiosas del islam, condenando la ingestión de vino, dan la impresión de que en los países islamitas dejaría de existir la vinicultura. Mas no la viticultura, puesto que de ella se obtiene una fruta excelente con alto contenido de glucosa y muy apreciada desde tiempos inmemoriales, tanto fresca como desecada. Bajo esta última modalidad se conserva durante bastante tiempo, lo que permite su consumo durante todo el año. Las pasas, al igual que los dátiles y otros frutos secos, ocupan poco espacio relativamente a la vez que pesan poco en comparación con el poder energético que proporcionan; por este motivo son productos apropiados en la dieta del nómada, como es el caso de los beduinos de Arabia y de los componentes de las caravanas comerciales que recorrían grandes distancias y atravesaban desiertos. Sa’id al-Andalusí, en su Libro de la categoría de las naciones (p. 90), comenta que, de las dos categorías de árabes, los sedentarios subsistían “con la siembra [de cereales], de las palmeras y de la vid”. Washington Irving 1, en su biografía de Mahoma, constata que en determinadas zonas de Arabia, tales como el Yemen y algunos oasis de interior, por ejemplo, en Medina, se cultivaban las vides. En las descripciones del Paraíso hechas por Mahoma se mencionan los ríos de vino entre las cosas excelentes que en él hay para premiar a los buenos creyentes2 . Igualmente en el Corán se mencionan en bastantes ocasiones las vides o las viñas, como en la parábola de los jardines repletos de viñas (Corán, 18,31, p. 290); o el pasaje que se refiere al agua del cielo con la cual nacen jardines de palmeras y vides que dan muchos frutos para comer (Corán, 23,19, p. 329); o una alusión casi idéntica a la anterior sobre los jardines de palmeras y vides de los que brotan fuentes y se obtienen frutos y otros cultivos para la alimentación (Corán, 36,34, p. 417); o el refugio que tendrán los piadosos donde dispondrán de villas con parras, mujeres ubérrimas y copas repletas (Corán, 78,32, p. 563); o en la referencia a los alimentos dados al hombre por Dios que brotan de la tierra: los granos, las vides, las cañas, los olivos y las palmeras, además de otros frutos y pastos (Corán, 80,28, p. 567). Por estos motivos, la viticultura ni era desconocida para los árabes ni era motivo de alarma para la nueva religión predicada por Mahoma. Así es que no puede extrañar que uno de los motivos decorativos sean los racimos de uva, como los que se encuentran en la mezquita de Córdoba, en la ampliación de Abderramán II, según la información recogida en el libro de Olagüe (1974, p. 179). Pero el Paraíso de Mahoma es lugar sólo apto para hombres, donde les esperan huríes 3 y vino. Las mujeres y el vino son las delicias típicas que gustan a los varones en casi todas las culturas machistas. Y en la euroasiática el cultivo de la vid siempre ha estado asociado a la producción de vino, y éste con los ritos de fertilidad. De ahí que la religión islámica haya tenido grandes dificultades para erradicar el vino del consumo, por lo menos en los primeros siglos de su andadura. Es más, hasta es muy posible que el propio Mahoma hubiera bebido vino, ya que, según narra Washington Irving (1849, p. 37), la rica viuda Cadijah, para celebrar el compromiso matrimonial con Mahoma, dio una gran fiesta y “en este banquete se sirvió vino en abundancia”.
Por lo que respecta a al-Andalus, en época tan tardía como principios del siglo XIII4 , al-Saqundi en su Risālah (o Elogio del Islam español)5 ensalza a Sevilla, que es una ciudad limpia y alegre y superior a El Cairo y a Damasco, siendo “famosa por sus frutales, instrumentos musicales, mujeres y vino”. De Málaga dice que es una ciudad favorecida por el mar y la tierra, donde hay “gran extensión de viñedos y hermosas mansiones” y “es famosa por una rara especie de higos y un vino delicioso”. También cuenta este poeta andaluz que a un libertino a punto de morir le aconsejaron que rogara perdón a Dios y su plegaria fue: «Oh Señor, de todas las cosas del Paraíso sólo deseo el vino de Málaga y la uva de Sevilla»
Las numerosas referencias en las fuentes históricas a personajes musulmanes de al-Andalus que bebían vino, e incluso que estaban en estado de embriaguez, nos induce a pensar que no se logró suprimir la ancestral cultura de la vid y el vino en la Península Ibérica, pese a la implantación de la religión islámica en la mayor parte del suelo peninsular, como consecuencia de la conquista del reino visigodo por fuerzas musulmanas al servicio del califato de Damasco6 . Para confirmar lo aseverado y a título de ejemplo, quizá sea conveniente acudir a alguna de esas referencias históricas a las que se acaba de hacer alusión, y, de entre ellas, se procurará seleccionar las que atañen a personajes relacionados con la ciudad de Sevilla.
Según Bosch Vilá (1984, pp. 37 y 38), en el año 763 un tal Al-‘Alà Mugīt al-Yahsubī, procedente de Ifriqiya7 , consiguió reunir un nutrido grupo de hombres partidarios de la dinastía abasí, entre los que había yemeníes ya afincados en la Península, dispuesto a presentar combate contra el omeya que se había hecho con el poder en al-Andalus y declarado independiente del califato de Damasco. Nuestro personaje, Al-‘Alà Mugīt, al frente de sus tropas se dirigió a Sevilla con intención de tomarla, pero el emir ‘Abd al-Rahmān I consiguió presentarle batalla en las proximidades de Sevilla y derrotarle, causando gran mortandad entre los yemeníes partidarios de los abasíes. Poco tiempo después, hacia el año 765 ó 766, y en represalia por la anterior matanza de yemeníes, se rebeló en Niebla el yemení conocido por al-Matarī y logró conquistar Sevilla aprovechando la sorpresa y el desguarnecimiento de la ciudad. El motivó de tal rebelión fue sencillamente una borrachera de al-Matarī, que tras una gloria militar momentánea le llevó a la muerte al ser derrotado poco después por las tropas del emir. La anécdota, contada por Ibn al-Atīr y reseñada por Bosch Vilá (ib. pp. 38 y 39), es la siguiente:
Una noche en que al-Matarī se hallaba ebrio en la ciudad de Niebla con otros contertulios, se aludió a la matanza de yemeníes que hacía unos años había tenido lugar cerca de Sevilla. Entonces, avivado en él el recuerdo de aquella jornada, ató una tela a modo de estandarte a su espada. Por la mañana, disipada su embriaguez, se dio cuenta del estandarte y, sin acordarse de nada, preguntó qué significaba aquello. Se le explicó lo ocurrido la noche anterior y, acto seguido, ordenó desatarla, por temor, tal vez, a que aquella acción suya se divulgara y tuviera consecuencias; pero, volviendo sobre sus palabras, exclamó: “¿Acaso yo, habiendo tomado una decisión tan grave el día anterior, he de volverme atrás?” E inmediatamente hizo los preparativos para ponerse en marcha sobre Sevilla, entonces bajo la autoridad omeya. La ciudad cayó en sus manos, el número de partidarios suyos aumentó y su ejército llegó a constituir una fuerza considerable. Al enterarse ‘Abd al-Rahmān I de lo ocurrido y de que Gīyāt b. ‘Alqama al-Lajmī, que estaba en Sidonia, había hecho causa común con los rebelados, mandó un poderoso ejército con el propósito de someterle. Al-Matarī que, entre tanto, había hecho sus correrías por el Aljarafe y otras tierras próximas a Sevilla, sin duda para buscar más adhesiones a su persona entre los yemeníes, buscó refugio en la fortaleza de Alcalá del Río (qal’at Zawāq o Ragwāl), a unos 13 Km en línea recta de Sevilla, donde fue sometido a un duro y prolongado asedio hasta que, en una salida a la desesperada, cayó herido y su cabeza fue llevada a ‘Abd al-Rahmān.
En el año 1035, tras la descomposición del califato de Córdoba, el cadí de Sevilla Abu l-Casim Muhammad ejercía prácticamente el papel de rey de Sevilla y deseaba librarse de la presión y asedio al que le sometía Yahya ibn Alí, ex califa hammudita de origen berebere, que se había instalado en Carmona después de echar a su antiguo señor el berberisco Muhammad ibn Abadía, que recibió refugió en Sevilla. El cadí de Sevilla y el antiguo señor de Carmona recibieron información, a través de vasallos fieles a este último, sobre la facilidad con la que se podría sorprender al usurpador Yahya ibn Alí dado el frecuente estado de embriaguez en el que solía encontrarse. Así es que decidieron tenderle una emboscada y para atraerle hacia ella le lanzaron un ataque de distracción, tipo escaramuza. Con esta estratagema consiguieron el éxito esperado, pues Yahya ibn Alí, ebrio y sin las luces necesarias para conducir un combate, salió en persecución de los atacantes y cayó en la emboscada donde perdió la vida.
Reinhart P. Dozy cuenta la anécdota (1861, Tomo IV, p. 34):
Los berberiscos de Carmona, a quienes [Yahya] había obligado a alistarse en sus banderas, eran muy adictos a su antiguo señor, mantenían inteligencia con él, y en octubre de 1035 algunos de ellos fueron secretamente a Sevilla, y, cuando llegaron, dijeron al cadí y a Mohammed ibn Abdellah que les sería muy fácil sorprender a Yahya, pues este príncipe estaba casi siempre ebrio. El cadí y su aliado resolvieron aprovechar inmediatamente este aviso. En su consecuencia, marchó Ismael, hijo del cadí, a la cabeza del ejército sevillano, acompañado de Mohammed ibn Abdellah. Cuando anocheció, se emboscó con el grueso de sus fuerzas y envió un escuadrón contra Carmona, esperando sacar a Yahya fuera de la plaza. Logró su objeto. Yahya estaba entretenido en beber, cuando le informaron de la aproximación de los sevillanos. Y levantándose de su sofá exclamó: “¡Qué felicidad! ¡Ibn Abbá viene a devolverme la visita! ¡Que se armen sin perder momento! ¡A caballo!” Sus órdenes fueron ejecutadas y poco después salió de la ciudad al frente de trescientos caballos. Caliente con el vino, se precipitó sobre los enemigos sin tomarse tiempo de formar sus tropas en batalla y a pesar de que la oscuridad casi le impedía distinguir los objetos. Aunque algo desconcertados al principio por este brusco ataque, los sevillanos respondieron, sin embargo, con vigor y cuando al fin fueron obligados a la retirada, retrocedieron al sitio donde se encontraba Ismael. Desde entonces Yahya estaba perdido. Ismael cayó sobre los enemigos a la cabeza de sus cristianos de Alafoenz y los puso en derrota. El mismo Yahya fue muerto y acaso la mayoría de sus soldados hubieran participado de su suerte, si no lo hubiera impedido Mohammed ibn Abdallah que rogó a Ismael que perdonara a estos infelices. “Casi todos –le dijo–, son berberiscos de Carmona que han sido obligados, muy contra su voluntad, a servir a un usurpador a quien detestan.” Ismael cedió a sus instancias y mandó que cesara la persecución.
Abu l-Qasim Muhammad, el cadí de Sevilla recién mencionado en la anécdota anterior, pertenecía a la familia de los Banu ‘Abbad procedente de la tribu árabe de Lajm, de la cual algunos de sus miembros, junto con otros yemeníes, habían pasado a la Península Ibérica en los primeros momentos de la conquista islámica. Este personaje dio origen a la dinastía abadí de los reyes de la taifa de Sevilla. Su hijo y sucesor, Abu ‘Umar ‘Abbad ben Muhammad al-Mu’tadid, fue un consumado bebedor de refinados gustos. De él dice R. Dozy (1861, Tomo IV, p. 68) que era culto, aunque depravado y malvado, que él y sus amigos de libertinaje, en sus orgías, sabían improvisar canciones báquicas de gran delicadeza expresiva. Cuenta este historiador (ib.,Tomo IV, pp 81 a 85) que, en una ocasión, al-Mu’tadid fue agasajado por los señores berberiscos de varias plazas con una comida en la que no se escatimó el vino. Sintiéndose algo somnoliento, el rey de Sevilla dijo que deseaba echar una cabezada, pero que por él no dejaran la conversación ni la bebida. Un oficial berberisco, creyéndole dormido, propuso que se le matara ante la facilidad que propiciaba esa situación única de indefensión. Afortunadamente para el monarca sevillano, que oyó la propuesta de su asesinato, por no estar todavía dormido, un joven, pariente del señor de Ronda, se opuso a tal homicidio aduciendo para ello que no debían violar las inmemoriales normas de la hospitalidad. Rápidamente, al-Mu’tadid urdió en su mente un plan de venganza. Fingió despertarse y, como agradecimiento por la acogida que le habían dispensado, pidió a sus contertulios que le dieran una relación con sus nombres y lo que deseaban que él les regalase entre una serie de cosas que enumeró; también les dijo que podían mandar a recoger esos obsequios cuando hubiera regresado a Sevilla. En efecto cumplió su promesa, ganándose así la confianza de todos esos beréberes. Una vez logrado este objetivo los invitó, meses más tarde, a un festín en Sevilla. Al-Mu’tadid les deparó un majestuoso recibimiento y luego les ofreció un baño; pero con un pretexto retuvo al joven gracias al cual había salvado la vida unos meses antes, al oponerse a la propuesta de su asesinato. Unos sesenta berberiscos entraron y perecieron asfixiados en el lujoso baño del palacio de al-Mu’tadid, pues éste, mientras se bañaban los invitados, había mandado a los albañiles tapiar con sigilo todas las puertas y respiraderos de la espaciosa sala de baño.
Dozy (ib., Tomo IV, p. 112) nos informa que al-Mu’tadid, sintiéndose indispuesto, cinco días antes de su muerte, pidió a uno de sus cantores que le distrajera cantando. Los primeros versos de la canción elegida, que resultaron premonitorios, pero que, en realidad, reflejan la idiosincrasia del árabe, dicen así:
¡Gocemos de la vida, pues sabemos que bien pronto ha de concluir!
Mezcla, pues, vino con el agua de las nubes, ¡oh amada mía!, y dánoslo.
A al-Mu’tadid le sucedió su hijo Abu l-Qasim Muhammad, cuyo sobrenombre era al-Mu’tamid ‘alà-llah. En la opinión de Titus Burckhardt (1977, p. 139) dicho título de soberano, que significa “el que pone su confianza en Dios”, lo tomó el nuevo rey sevillano en conmemoración de su esposa I’timad, nombre que significa “confianza”.
Al-Mu’tamid es el rey poeta, prototipo de caballero valiente, galán y generoso, que conmovió al pueblo durante su reinado y despertó su compasión cuando, al ser destronado, pasó de la opulencia a la miseria, a la que fue condenado en su prisión del exilio en la ciudad marroquí de Agmat. Sobre la generosidad de al-Mu’tamid circulan varios dichos. Según uno de ellos (véase en R. Dozy, obr. cit., Tomo IV, p. 125) este rey regaló mil ducados a Abd al-Djalill, poeta de su corte, porque un día escuchó recitar unos versos en los que se afirmaba que tan fabuloso era un grifo como una donación de mil ducados a un poeta; y le dijeron, al preguntar el monarca de quién eran esos versos, que el poema era de Abd al-Djalill.
Cuenta R. Dozy (ib., Tomo IV, p.123) que cuando al-Mu’tamid se despedía de su amigo Abu Bakr ben Ammar, al marchar éste como gobernador a Silves, provincia en la que ambos habían estado anteriormente, cuando al-Mu’tamid era príncipe y ejerció el gobierno de esa cora con Abu Bakr de visir, improvisó el rey un poema en añoranza de aquel lugar; algunos de cuyos versos dicen así:
¡Cuántas noches he pasado también en el valle, al lado del río, con una bella cantadora, cuyo brazalete se parecía a la luna creciente! Ella me embriagaba de todos modos, con sus miradas, con el vino que me ofrecía y con sus besos. Y cuando tocaba en su guitarra una canción guerrera, creía oír el choque de las espadas y me sentía lleno de ardor marcial. ¡Delicioso momento, sobre todo, aquel en que quitándose la túnica se me aparecía esbelta y flexible como una rama de sauce! Y yo me decía, se parece a un capullo que se abre para mostrarnos la flor.
La poesía que contiene estos versos también se encuentra en la antología poética recogida por Emilio García Gómez bajo el título de Poemas arábigo-andaluces (1959, pp. 73 y 74). Este mismo autor en la obra El libro de las banderas de los campeones (1942; edición de bolsillo, 1978, p.131), en la que se traducen los poemas recogidos por Ibn Said al-Magribí en su libro Rayat al-Mubarrizin inserta las siguientes estrofas de al-Mu’tamid, además de un extracto de la anterior y otros poemas:
Pasé junto a una vid y tiró de mi manto. «¿– Te has propuesto –le dije– hacerme mal?»
Me contestó: «–¿Por qué pasas y no me saludas, cuando tus huesos se han abrevado de mi sangre?»
Al-Mu’tamid vivió desterrado y prisionero en la ciudad marroquí de Agmat, donde murió en el año 1095 y en la miseria tras una larga enfermedad a los cincuenta y cuatro años de edad. En dicha ciudad fue enterrado, lo mismo que su esposa I’timad, la Romaiquiya. Su tumba fue objeto de peregrinación y su fama aún persistía en el siglo XII, pues, como dice un historiador de ese siglo, “todo el mundo tiene piedad de él y hoy se le llora todavía”, según nos informa R. Dozy (obr. cit., Tomo IV, p. 223). De este mismo autor (ib., Tomo IV, pp 223 a 228) se transcribe a continuación la loa que hace sobre al-Mu’tamid, en la que cobra un especial significado la dicha proporcionada a un jeque árabe al enterarse por un viajero sevillano de que este excelso personaje era de su misma tribu:
Su generosidad, su bravura, su espíritu caballeresco, le hicieron amar de los hombres cultos de las generaciones subsiguientes; las almas sensibles se sentían interesadas por su inmenso infortunio; al vulgo le entretenían sus aventuras romancescas y, como poeta, fue admirado hasta por los beduinos que, respecto al lenguaje y a la poesía, pasaban por jueces más severos y competentes que los habitantes de las ciudades. He aquí, por ejemplo, lo que se refiere sobre este asunto:
En uno de los primeros años del siglo XII, un sevillano, que viajaba por el desierto, llegó a un campamento de beduinos lajmitas. Habiéndose aproximado a una tienda y pedido hospitalidad a su dueño, éste, gozoso de poder practicar una virtud que su nación aprecia infinito, le acogió con gran cordialidad. Ya había pasado el viajero dos o tres días con su huésped, cuando una noche, después de haber intentado en vano conciliar el sueño, salió de la tienda a respirar el aliento de los céfiros. Hacía una noche serena y admirable, dulces y regaladas brisas atenuaban el calor. En un cielo sembrado de estrellas se adelantaba la luna, lenta, majestuosa, iluminando con su luz al desierto augusto, que hacía resplandecer como un espejo y que ofrecía la imagen más acabada del silencio y del reposo. Este espectáculo recordó al sevillano un poema que su antiguo soberano había compuesto, y comenzó a recitarlo. El poema era éste:
“Habiendo extendido la noche las tinieblas a guisa de un inmenso velo, yo bebía, a la luz de las antorchas, el vino que centelleaba en la copa, cuando de pronto se mostró la luna acompañada de Orión. Se la hubiera creído una reina soberbia y magnífica que quería gozar de las bellezas de la naturaleza y que se servía de Orión como de un dosel. Poco a poco venían a rodearla a porfía otras brillantes estrellas; la luz aumentaba a cada instante y en la comitiva las Pléyades parecían el estandarte de la reina. Lo que ella es allá arriba, yo lo soy aquí abajo, rodeado de mis nobles caballeros y de las hermosas jóvenes de mi serrallo, cuya negra cabellera se parece a la oscuridad de la noche, mientras que sus copas resplandecientes son estrellas para mí. Bebamos, amigos míos, bebamos el jugo de la viña, mientras que estas hermosas, acompañándose con la guitarra, van a cantarnos sus melodiosas coplas.”
Luego recitó el sevillano un largo poema, que Motamid había compuesto para apaciguar el enojo de su padre, irritado por el desastre que había sufrido en Málaga su ejército, a consecuencia de la negligencia de su hijo que lo mandaba.
Apenas hubo concluido, cuando la tela de la tienda, ante la que se hallaba por casualidad, se levantó, y un hombre, que se hubiera reconocido desde luego por el jeque de la tribu, nada más que en su aspecto venerable, apareció a su vista, y le dijo, con esa elegancia de dicción y esa pureza de acento, por las que siempre han sido famosos los beduinos y por las que están orgullosos en extremo:
–Dime, ciudadano, a quien Dios bendiga, ¿de quién son esos poemas límpidos como un arroyo, frescos como la yerbecilla que la lluvia acaba regar; ya tiernos y suaves como la voz de una joven de collar de oro, ya vigorosos y sonoros como el grito de un joven camello?
–Son de un rey que ha reinado en Andalucía y se llamaba Ibn Abbad –respondió el extranjero.
–Supongo –replicó el jeque–, que ese rey reinaría en un pequeño rincón de tierra y podría por consiguiente consagrar todo su tiempo a la poesía; porque cuando se tienen otras ocupaciones no se tiene tiempo para componer versos como ésos.
–Perdóname, ese rey reinaba sobre un gran país.
–¿Y podrías decirme a qué tribu pertenecía?
–Seguramente; era de la tribu de Lajm.
–¿Qué dices, era de Lajm? ¡Entonces era de mi tribu!
Y entusiasmado con haber encontrado una nueva ilustración para su tribu, el jeque en un rapto de entusiasmo, comenzó a gritar con voz de trueno:
–¡Arriba, arriba; gentes de mi tribu! ¡Alerta, alerta!
Y en un abrir y cerrar de ojos todos estuvieron en pie y vinieron a rodear a su jeque, que, viéndolos reunidos, les dijo:
–Escuchad lo que acabo de oír y retened bien lo que acabo de grabar en mi memoria; porque es un título de gloria que se os ofrece a todos vosotros, un honor de que tenéis el derecho de estar orgullosos. Ciudadano, recítanos una vez más, yo te suplico, los poemas de nuestro primo.
Cuando el sevillano hubo satisfecho este deseo y todos los beduinos admirado los versos con el mismo entusiasmo que su jeque, éste les refirió lo que había oído decir al extranjero, respecto al origen de los Beni Abbad, sus aliados y sus parientes, puesto que descendían también de una tribu lajmita que recorría en otro tiempo el desierto con sus camellos y levantaba sus tiendas donde las arenas separan el Egipto de la Siria; y luego, les habló de Motamid, poeta, unas veces gracioso, otras sublime, el heroico caballero, el poderoso monarca de Sevilla. Cuando hubo concluido, todos los beduinos, ebrios de gozo y de orgullo, montaron a caballo para entregarse a una brillante fantasía que duró hasta los primeros albores de la aurora. En seguida el jeque eligió veinte de sus mejores camellos, y se los dio de regalo al extranjero. Todos siguieron su ejemplo, en la medida de sus facultades, y antes que el sol hubiera aparecido del todo, el sevillano se encontró dueño de un centenar de camellos. Después de haberlo acariciado, cuidado, festejado y honrado de todos modos, apenas consentían en dejarle marchar, aquellos generosos hijos del desierto, cuando llegó el momento de ponerse en camino; tan querido se había hecho para ellos el que sabía recitar los versos del rey poeta a quien llamaban primo suyo.
Los reyes abadíes desplegaron el lujo en su forma de vida y dispusieron de magníficos palacios con espléndidos jardines. Según Julia Mª Carabaza (1991, p. 23) el rey al-Mu’tamid mandó construir un jardín botánico. De los palacios se conserva el nombre. Bosch Vilá (1984, pp. 273 a 278) nos habla de los más importantes que al-Mu’tamid tenía a su disposición: el Qasr al-Zahir; el pequeño palacio denominado al-Zahi, en el que al-Mu’tamid celebraba fiestas íntimas; y el palacio de al-Mubarak, la residencia oficial en la misma ubicación que el actual alcázar de Sevilla y donde al-Mu’amid disfrutaba sus veladas con vino y mujeres, en cuyo pabellón central había una magnífica cúpula llamada Turayya (o sea, Las Pléyades). El poeta Ibn Zaydun se refiere a este último palacio en los siguientes versos, extraídos por Bosch Vilá (ib., p. 277) del libro de H. Pérès La poésie andalouse en arabe classique eu XIème:
(Al-Mu’tamid) vete a beber a su lado (qasr al-Mubarak) todos los días para gozar de una alegre paz: retenlo para que se sienta feliz.
El palacio de al-Mubarak parece la mejilla de una doncella con al-Turayya en el centro, como un lunar.
Haz que circule allí una copa del vino más oloroso y dorado. (Al-Mubarak) es un palacio encantador...
Unas cuantas décadas después del reinado de los abadíes, prosigue Bosch Vilá, (ib., pp. 279 a 283), en el año 1171 el califa almohade Abū Ya’qūb Yūsuf mandó comprar en las afueras de Sevilla unas huertas, en la zona que luego se llamaría (y sigue llamándose en la actualidad) la Huerta del Rey, para edificar un palacio y sus jardines, que fueron pagados a cargo de los fondos del Estado. Tales construcciones, por el gran estanque que allí había, recibieron el nombre de la Buhaira, que todavía se conserva y designa la zona, en cuyos espléndidos jardines, con una notable superficie del orden de 42 hectáreas, no se escatimaron medios y se plantaron toda clase de productos hortícolas, así como plantas ornamentales y árboles frutales: diversos tipos de peral, manzanos, ciruelos (entre ellos, de los conocidos como “ojos de buey”), olivos; y, además, ¡cómo no!, pues no podían faltar, vides.
Los poetas de al-Andalus compusieron numerosos poemas en cuyos versos se alude de una u otra forma al vino.
Ibn Jaldún, en su famoso libro Introducción a la historia universal (al-Muqaddimah) recoge unas cuantas estrofas de poetas que escribieron en lengua árabe o en sus dialectos, encontrándose entre ellos algunos andalusíes. Por residir en Sevilla, o en su provincia, se destacan los dos primeros versos de la siguiente oda de Ibn Zohr, que el propio autor consideraba como su composición más original, según la explicación de Ibn Jaldún (obr., cit., p. 1095):
¿Por qué ese atolondrado de amor no se recobra de su embriaguez? ¡Oh! ¡Cuán ebrio está!
Aun sin el efecto del vino, ¡no cesa ese anheloso de llorar por los lejanos lares!
Emilio García Gómez, en sus antologías antes citadas, recoge también bastantes poemas de autores andalusíes. Por su relación con el tema del vino que nos concierne, a continuación se transcribe una pequeña muestra de poemas escogidos solamente entre los compositores sevillanos. La presente selección afecta a poemas que se encuentran en ambas antologías.
“El reflejo del vino”; de Abu-l-Hasan Alí ben Hisn, secretario de al-Mu’tadid, (nº 2 en Poemas arábigo-andaluces, p. 66 y nº 10 en El libro de las banderas de los campeones, p. 133):
El reflejo del vino, atravesado por la luz, colorea de rojo los dedos del copero, como el enebro deja teñido el hocico del antílope.
“El pudor”; de Abu-l-Walid Ismail ben Muhammad, visir sevillano, (nº 6 en Poemas arábigo-andaluces, p. 68 y nº 8 en El libro de las banderas de los campeones, p. 132):
Cuando ofreces a los circunstantes –como el copero que sirve en rueda los vasos– el vino de tus mejillas encendidas de rubor, no me quedo atrás en beberlo.
Que a este vino le hacen generoso los ojos de los que, al mirarte, te hacen ruborizar, mientras que al otro le hacen generoso los pies de los vendimiadores.
“Después de la orgía”; de Abu Marwan Abd al-Malik ibn Zuhr (Avenzoar), médico sevillano, (nº 28 en Poemas arábigo-andaluces, p. 84 y nº 14 en El libro de las banderas de los campeones, p. 136):
Apoyadas las mejillas en las palmas de las manos, nos sorprendió, a ellos y a mí, la luz de la aurora.
En toda la noche había cesado de escanciarles el vino y de beber yo mismo lo que quedaba en su propia copa, hasta que me embriagué igual que ellos.
Pero bien se ha vengado el vino: Yo le hice caer en mi boca, y él me ha hecho caer a mí.
Todas estas referencias al vino, en las que intervienen personajes de la alta sociedad y poetas que se codean con ellos, inducen a pensar que en las naciones islamizadas había una doble moral. Lo cual no es que sea un suceso especialmente particular en el mundo del islam, puesto que también existe en los países cristianos y en todos, en general. Volviendo al asunto del vino y los países islámicos, la doble moral se aprecia en que los aristócratas gozaban de mayores oportunidades para eludir el cumplimiento de las normas religiosas condenatorias del consumo de bebidas etílicas que los miembros de las clases bajas de la sociedad, quienes, por el contrario, estaban más expuestos a que dichas normas se les aplicara con todo su rigor. Ahora bien, de estas gentes se conocen pocos hechos porque los cronistas de la época no tenían ningún interés en ocuparse de las personas de baja extracción social, salvo si éstas lograban ascender y alcanzar puestos relevantes o si de alguna forma entraban en relación con los miembros de la nobleza, o, por cualquier circunstancia, alcanzaban notoriedad. No obstante, de vez en cuando se encuentra algún relato sobre personas del pueblo, como el suso citado (páginas 400 a 402) referente a un proceso por herejía seguido contra al-Sambasi que salvó la vida gracias a la intervención del alfaquí sevillano Abu Amra al-Maqudí. En el fondo, los historiadores y geógrafos tampoco sienten especial predilección por tratar el asunto del vino; pero no les quedaba más remedio que sacarlo a relucir, por estar su consumo a la orden del día y afectar tanto al comportamiento de los individuos8 . En el caso de los poetas hay un matiz de diferenciación respecto a los cronistas, pues todo lo relacionado con el vino, además de entrar en el ámbito de la cultura de los pueblos, constituye una fuente casi inagotable para la construcción de metáforas, lo mismo que la belleza y los paisajes de la naturaleza, que, por su fuerza simbólica, lo convierten en un tema muy apropiado para las composiciones poéticas.
En lo concerniente a lo dicho sobre la existencia de una doble moral, conviene hacer una puntualización. Los nobles tenían más posibilidades de evitar las sanciones por transgredir las normas religiosas referentes al consumo de vino, sencillamente porque lo hacían en privado, en sus lujosas mansiones, y no en lugares públicos, como era el caso de la plebe. Así es que los miembros de los estratos más bajos de la sociedad, al acudir a las tabernas para beber vino y deambular luego borrachos por las calles, se exponían a ser vistos, oídos en sus expresiones irreverentes y a ser denunciados por esa conducta irreligiosa u otras igualmente condenadas en el Corán, como practicar el adulterio o la homosexualidad. A este respecto Lévi-Provençal (1957, p. 290) escribe lo siguiente:
Amigarse con afeminados o mujeres de mala vida y pasar las noches en la taberna entre los vapores de la embriaguez eran, evidentemente, cosas tan corrientes en Córdoba como en Bagdad o en cualquiera otra gran ciudad oriental por la misma época. Aquí como allí, el libertinaje estaba apenas refrenado por las amonestaciones de los alfaquíes o por la brutal represión de los agentes del jefe de policía. Ciertos calaveras inveterados podían ser objeto de una declaración legal de indignidad (tachrih), de la que harían poco caso, pero que debía ser sanción bastante corriente en España, puesto que se han conservado fórmulas de la misma. Otros –cosa mucho más grave– se arriesgaban a ser acusados de crímenes de lesa religión (zandaqa) por palabras impías pronunciadas bajo el imperio del vino, aunque en el fondo no se tratara más que de una expresión de la reprobación pública contra una vida escandalosa llevada ante la vista de todos. En la sombra, por el contrario, y con una discreción relativa que salvase las apariencias, quedaban permitidas todas las infracciones a la buena conducta, mucho más que a la plebe, a la aristocracia. Dentro de sus palacios y de sus quintas de los alrededores, los magnates podían –impunemente en casi todos los casos y sin conocer el menor freno– dedicarse a la bebida, saciar su sed de placeres y dar libre curso, como juguetes de ésta, a las aberraciones de la sensualidad.
Las personas del estrato medio de la sociedad (en el sentido económico) igualmente lo estaban en lo referente al cumplimiento de la normativa religiosa, aunque de una forma menos inminente de lo que estaban las gentes más populares. No disponían de tanta facilidad como los ricos para soslayar las posibles sanciones en caso de trasgresión ni estaban tan a salvo como ellos de la maledicencia y murmuraciones del público, pero no eran condenados de inmediato como en el caso de los pobres. Nazanín Amirian (2002, p. 39) selecciona y traduce algunas poesías de un eminente científico y poeta persa, Omar Jayyam, y refiere cómo se decidió a realizar la peregrinación a la Meca para exonerarse de las acusaciones de libertino y ateo de que fue objeto debido a su conducta hedonista, que era considerada por los fanáticos religiosos como licenciosa, y racionalista, que era susceptible de considerarse como herética en los ambientes fundamentalistas, porque las conductas racionalistas tienden a desentenderse de la religión, al defender más la razón que el dogmatismo de la fe religiosa. A continuación, la señora Amirian (ib., p. 39) apoya su afirmación en la autoridad de dos importantes poetas persas del siglo XII:
En textos de Sanaí y Attar, existe constancia de esta acusación de herejía, fundada probablemente en sus ideas expresadas en Robaiyat y no en sus otras obras [las científicas], en las que comienza con una alabanza a Dios.
En al-Andalus tenemos el testimonio de Al-Jusani, reflejado en su Kitab Qudat Qurtuba, que figura en el libro de Sánchez-Albornoz (1946, Tomo I, pp. 475 y 476), sobre un proceso por impiedad que acabó con el ajusticiamiento del reo en una cruz9 . Disponemos también del relato referente al exterminio de una secta religiosa según la versión de Ben Al-Qutiya en su Iftitah al-Andalus, que recoge Sánchez-Albornoz (1946, Tomo I, p. 475) en los siguientes términos:
Posteriormente apareció en Algeciras una secta protestante cuyas doctrinas eran parecidas a las que profesaban los Jarichíes en la época en que se mantuvieron rebeldes contra Alí, Muawiya (Dios se contente de ambos) y sus sucesores. Abd ben Nasib escribió a Al-Hakam unos versos instigándole contra ellos e incitándole a reprochar aquellas novedades. En los versos se decía:
«Lánzate con furia sobre el cachorro que están criando para rebelarse contra ti.
»Antes de que te lo envíen más crecido y vigoroso.»
Al-Hakam, al recibirlo, dijo: «¡Sí, voto a Dios!, lo he de hacer.» Fuese allá en persona, llegó a Algeciras, acampó a las puertas de la ciudad y pasó a cuchillo a la mayor parte de sus habitantes.
Desde luego, no es de extrañar que Omar Jayyam decidiera ir en peregrinación a la Meca, si la sanción para los reos de impiedad era la de muerte y los acusados de herejía eran irremisiblemente ajusticiados con la máxima pena.
Que el consumo del vino estaba arraigado en los miembros de todas las capas de la sociedad, en las que sea posible estratificarlos, queda confirmado con la constatación de la existencia en el orbe islámico de tabernas, establecimientos adonde suelen acudir para beber o comprar vino las gentes de las clases más populares de la sociedad. Éstas son mencionadas de una forma indirecta por Ibn Jaldún (Muqaddimah (p. 1111) en un poema que transcribe al referirse al vino, al tabernero y al escanciador. Pero resulta que el propio Ibn Jaldún, en una de las varias veces que fue nombrado cadí de El Cairo para el rito malikí, pues en esta ciudad había cuatro cadíes, uno por cada una de las cuatro escuelas ortodoxas, mandó cerrar varias tabernas, que, no obstante, volvieron a abrirse una vez que Ibn Jaldún fue depuesto del cargo. Esta información, procedente del manuscrito Soluk de al-Maqrizi, figura en el “Apéndice” de la Muqaddimah (página 82) y nos la transmite Elías Trabulse, traductor de la versión en español de esa obra por la editorial mejicana Fondo de Cultura Económica, al ampliar el “Apéndice I” que contiene la Autobiografía de Ibn Jaldún.
Es posible que en al-Andalus, donde había muchos cristianos, algunas tabernas estuvieran regentadas por mozárabes, pues, como sostiene Lévi-Provençal (1957, p. 159), éstas “no faltaban en Córdoba ni en las demás grandes ciudades, bien clandestinas, bien toleradas por no ser musulmanes sus dueños”. Sin embargo, por la prueba que acaba de aportarse procedente de Ibn Jaldún, la posibilidad de estar las tabernas en manos de cristianos no puede generalizarse, como da a entender Lévi-Provençal, en el caso de al-Andalus, ni ampliarse al resto del mundo bajo el dominio del islam, donde el número de cristianos debía ser muy escaso, si es que quedaban algunos. Quizá esta suposición aplicada al siglo XII sea algo precipitada, pero sí parece ser cierto que hacia el siglo XIV o XV apenas había cristianos en el norte de África y otras amplísimas zonas bajo la dominación del islam (Bosworth, 1996, p. 49). Tampoco debe seguirse al pie de la letra lo apuntado por Lévi-Provençal y pensar que todas las tabernas de al-Andalus estaban regentadas por gentes que no profesaban la religión islámica –no se ignora que en ciertos aspectos este historiador francés no hace mucha gala de objetividad–, pues como dice Ibn Hazm en una epístola dirigida a gentes piadosas, que Asín tradujo y publicó en Al-Andalus, 1934, II, 38, con el título de “Un códice inexplorado del cordobés Ben Hazm”, y que transcribe en parte Sánchez-Albornoz (1946, Tomo II, p. 27) los musulmanes de al-Andalus vendían vino, ya que entre los tributos que pagaban se encontraban “ciertas alcabalas que se pagan por todo lo que se vende en los mercados y por el permiso o licencia que en ciertos lugares se concede a los musulmanes para vender vino”. Obsérvese que Ibn Hazm menciona la licencia que se otorga a los musulmanes para vender vino, y no se refiere en absoluto a los mozárabes. La existencia de las tabernas y el impuesto sobre el vino en al-Andalus también queda confirmado con lo narrado por Teresa de Castro (2000, p. 10); ésta es una confirmación indirecta, puesto que dicha autora se refiere a las tabernas tras la reconquista cristiana, pero éstas eran propiedad en su mayor parte del concejo municipal o de la Iglesia, a cuyas manos habían ido a parar, entre otras causas, por la apropiación de los bienes habices que habían pertenecido a las mezquitas, o bien como consecuencia de la adopción de muchos de los impuestos y otras rentas que regían en la época de la dominación musulmana, como la agüela que procedía de las tabernas y de las restantes tiendas en general.
Las tabernas, cuyo origen es romano y se difundieron por todos sus dominios al igual que el cultivo de la vid, como se ha podido comprobar por ese dato histórico de la biografía de Ibn Jaldún, correspondiente al año 1399, siguieron existiendo en tiempos del islam, que, tras más de siete siglos de implantación y con todo su oprobio e incluso represión hacia los bebedores, no pudo acabar con esta inveterada costumbre de beber vino tan firmemente arraigada en los hábitos y cultura de tantos pueblos, sobre todo entre los ribereños del Mediterráneo. Es más, las autoridades públicas de los distintos países islámicos no dejaron de captar la potencialidad que el consumo del vino podía tener para ayudar a llenar las arcas del Estado, y, explotando esta fuente de riqueza, gravaron con un impuesto especial el tráfico y consumo del vino. A este respecto son muy reveladoras las palabras de Lévi-Provençal (1957, p. 22) acerca del impuesto sobre la venta del vino, “que hacía sumamente productiva la impiedad creciente de los musulmanes, imitadores en ese abuso de los tributarios” 10. Con esta apreciación de Lévi-Provençal queda, además, aclarado que la ingesta de vino no sólo era algo relativo a los aborígenes cristianos, a quienes se toleraba sus prácticas sociales ancestrales, entre ellas las religiosas, en las que el vino era necesario para la consagración en la misa, sino también de los seguidores de Mahoma, muchos de los cuales igualmente eran oriundos del país y ya estaban acostumbrados a beber vino por tradición familiar, o provenían de otro en el que a su vez la vinicultura estaba perfectamente asentada desde tiempos muy remotos.
Sobre este particular del impuesto que gravaba la venta del vino, Rachel Arié (1982, p.76) añade que “se arrendaba por adjudicación a unos alcabaleros” y que en tiempos de al-Hakam I, emir de Córdoba (de 796 a 822), “el mercado de vinos de Secunda, situado en las mismas puertas de Córdoba, estaba arrendado a un tal Hayyūm”, del cual Lévi-Provençal (1957, p. 159) sospecha que era mozárabe, pues no lo sabe con seguridad, sino que se lo imagina.
El impuesto sobre el comercio del vino no era exclusivo de al-Andalus. En otras zonas bajo la dominación islámica también había sido introducido. Por ejemplo, en el Magreb Ibn Jaldún cuenta el siguiente suceso, cuya acción se desarrolla en Marruecos y que él había oído narrar a su antiguo profesor Abu Abdallah el-Abbalí11 :
Bajo el reinado de Abu Said, el sultán (merinida), me encontraba yo un día –dice Abbalí–, en casa del legista Abu l Hasan el Melilí, que era a la sazón cadí de Fez, cuando se le vino a avisar que él debía escoger, entre las diversas ramas de las contribuciones gubernamentales, la que a cargo de la cual desearía se le asignara su sueldo. El cadí reflexionó un instante, y dijo: “Yo escojo el impuesto sobre el vino.” Al escuchar estas palabras, todos los asistentes estallaron de risa, y, en su asombro, no pudieron evitar la pregunta acerca del motivo de esa singular elección. Él respondió: “Puesto que todos los géneros de contribuciones (a excepción del impuesto territorial, del diezmo y de la capitación) son ilegales, escogí el que no deja pena en el alma de quienes lo pagan, pues es bien raro que uno no esté alegre y de buen humor al dar su dinero por el vino, debido al goce que este licor proporciona; uno no lamenta lo que ha gastado con este fin y ni siquiera lo piensa más.”
Respecto a este suceso, deberíamos añadir algunas observaciones. En primer lugar, que el cadí tenía muy buen humor. En segundo lugar, que era hombre tolerante con los consumidores de esa bebida alcohólica, a quienes en más de alguna ocasión tendría que tener ante sí, en su curia, para responder de determinadas acusaciones relacionadas con el estado eufórico o de inconsciencia que las bebidas etílicas provocan. Y en tercer lugar, que este impuesto debía rendir altos ingresos a las arcas de los sultanes, pues no debemos engañarnos con respecto al desinterés de las personas, por muy cadí que se sea, en cuanto a la cuantía de su sueldo en la medida que dependa de su voluntad; pues con toda seguridad que este cadí, tras su reflexión, hubiera elegido cualquier otra contribución, de haber encontrado una más rentable que la del vino.
En lo concerniente a la tolerancia de los cadíes hacia los bebedores, a la que hace un momento se ha hecho alusión, es preciso indicar que la laxitud de los magistrados en cuanto a las prescripciones coránicas relativas a la bebida debió ser una práctica bastante extendida entre los países de religión mahometana. En al-Andalus tenemos referencias de ello recogidas por Sánchez-Albornoz (1946, tomo I, pp. 347 a 350) y provenientes del Kitab Qudat Qurtuba de Al-Jusani.
Una de las anécdotas es ésta:
Un ulema me dijo lo siguiente: Ben Muhammad ben Ziyad cierto día andaba en compañía de Muhammad ben Isa Al- Axa, cuando se encontraron con un borracho que caminaba vacilante e inseguro por efecto de su borrachera. El juez Muhammad ben Ziyad mandó prenderlo para aplicarle el castigo que la ley religiosa impone al borracho. Los sayones del juez lo prendieron. Luego anduvo un poco y llegó a un sitio tan estrecho que tuvo que adelantarse el juez y quedar atrás Al-Axa. Al rezagarse e ir detrás del juez, Al-Axa se volvió hacia aquel sayón que había cogido al borracho y le dijo:
–El juez me ha dicho que sueltes a ese borracho.
El sayón lo soltó entonces. Luego se separaron ambos, tomando cada uno su dirección. Al acabar su paseo y entrar en su casa, el juez preguntó por el borracho, y le contestaron:
–El faquí Abu Abd Allah nos dijo que habéis ordenado que lo soltemos.
–¿Y lo habéis soltado? –preguntó el juez.
–Sí –le contestaron.
–Bueno, bien –repuso el juez.
Otra es la siguiente:
Un día iba yo en compañía del juez Ahmad ben Baqi, a tiempo en que casi nos tropezamos con un borracho que iba delante de nosotros. El juez tiró de las riendas de su caballería y refrenó su marcha, esperando que el borracho advirtiera o notara que el juez estaba cerca y se largase apresuradamente; pero cuanto más lentamente iba el juez, el borracho se paraba más, hasta que el juez no tuvo más remedio que acercarse y darse por entendido. Yo pude notar, viéndole perplejo ante ese espectáculo y sabiendo que era un hombre de muy blando corazón, la repugnancia que sentía en imponer a nadie la pena del azote, y dije entre mí:
–¡Ah caramba! A ver cómo te las compones para salir de este apuro, ¡oh Ben Baqi!
Y al acercarnos al borracho, le veo, con gran estupefacción mía, que se vuelve hacia mí y me dice:
–Mira, mira ese desdichado transeúnte que parece que ha perdido el seso.
–Sí –contestéle–; es una gran desgracia.
El juez se puso a compadecerse de él y pedir a Dios que le curase la locura y le perdonara sus pecados.
Aunque antes, en el primer relato expuesto de Al-Jusani, el cronista haya mencionado “el castigo que la ley religiosa impone al borracho”, en realidad, se trata de una ley civil, porque la norma religiosa, entendiendo por tal a las prescripciones del Corán, no marca ninguno. En este sentido, Mahoma dejó una laguna respecto a la pena que debía aplicarse para castigar la conducta de los borrachos. Como por las narraciones de Al-Jusani se tiene constancia del modo en que se estableció el castigo por embriaguez, a continuación se transcribe el suceso que motivó el señalamiento de la pena que se impuso a un borracho y que luego quedaría establecida como norma a seguir en el caso de los que se embriagaban, y que también se encuentra entre las páginas antes mencionadas del libro de Sánchez-Albornoz:
Lo que se cuenta de la conducta de los jueces andaluces en esta materia, es decir, el que los jueces cerraran los ojos para no ver a los borrachos, y su evidente negligencia con que los trataban, no me lo explico de otra manera, visto que en Andalucía se hablaba de esas cosas en todas partes y se les excusaba el vicio, sino únicamente por la razón que voy a exponer: la pena que ha de aplicarse al borracho es, entre todas las del derecho musulmán, aquella que no está marcada taxativamente en el libro revelado; ni siquiera hay una tradición mahomética, admitida y segura; sólo consta que al Profeta le presentaron un hombre que había bebido vino, y el Profeta ordenó a sus compañeros que le aplicaran unos azotes por haber faltado a sus deberes; en virtud de esa orden le pegaron unos zapatazos y unos zamarrazos con las cimbrias de la mantilla (o bufanda que llevan al cuello). Murió el Profeta y no señaló concretamente que debiera castigarse al borracho con una pena que estuviese formando parte del cuadro de las otras penas. Cuando Abu Bakr [suegro de Mahoma, que fue su sucesor y, por tanto, el primer califa] tuvo que intervenir en estas cosas, después que faltó el Profeta, pidió consejo o consultó con sus compañeros, Ali ben Abi Talib le dijo:
–Quien bebe se emborracha; quien se emborracha, hace disparates; el que hace disparates, forja mentiras, y a quien forja mentiras, debe aplicársele la pena. Yo creo que deben darse ochenta azotes al que bebe.
Los compañeros aceptaron esta opinión de Ali. Los tradicionalistas recuerdan que Abu Bakr, al tiempo de morir, dijo: «Lo único que me preocupa es una cosa: la pena del que bebe vino, por ser cuestión que dejó sin resolver el Profeta, y es uno de esos asuntos sobre el cual no hemos pensado hasta después que murió Mahoma.»
En efecto, Mahoma fue tolerante con los bebedores y, aunque los reprobó, de hecho prometió a los buenos y piadosos musulmanes el Paraíso, lugar espléndido en el que, entre otras cosas muy preciadas por los árabes, como las huríes, había ríos de delicioso vino (Corán, 47,16, p. 476).
Reinhart P. Dozy, el historiador del siglo pasado que estudió a fondo la historia y cultura de los musulmanes, dice (1861, Tomo I, p. 61) que la religión no era algo que despertara especial interés a los árabes en la época de Mahoma. Lo que constituía la ocupación de sus vidas eran “los combates, el vino, el juego y el amor”. Y corrobora su afirmación con un verso del poeta Amrú ibn Colthum en Moallaca: “Gocemos de lo presente que pronto la muerte nos alcanzará”.
La verdad es que en todas las épocas, tanto en la de Mahoma como en las anteriores y las siguientes hasta muy recientemente, la preocupación de la inmensa mayoría de los hombres ha sido y es la descrita por este poeta y por Dozy. Pero lo curioso de la apreciación de este último es que asocie el vino con los árabes, cuando, a priori, se cree que en Arabia no hay vides ni vino, al menos en la mayor parte de su península que es desértica. Tal es la idea de Ibn Jaldún, quien se propuso defender la honorabilidad de Harún al-Rashid –el fastuoso califa abasida de Las mil y una noches–, en el “Opúsculo” de la “Introducción” de su Muqaddimah (pp. 108 a 115), en contra de la opinión generalizada que atribuía a este califa una desmedida afición a beber vino. Ibn Jaldún (ib., p. 113) aduce, dejando aparte el argumento de la nobleza de la alcurnia del califa, pues descendía de un tío de Mahoma, que los árabes nobles12 , ya desde épocas remotas y paganas antes del advenimiento del Profeta, no solían probar el vino, entre otros motivos –como que beber licores era un vicio impropio de una persona virtuosa, tal que el califa– porque la vid no se daba en los suelos de Arabia13 . Por eso y porque el califa cuidaba con mucho escrúpulo de su reputación moral, hasta el punto de mandar encarcelar a su poeta Abu Nuwas cuando se enteró que era dado a las bebidas espirituosas, Ibn Jaldún niega por inverosímil que Al-Rashid se entregara a la bebida. Ahora bien, para no contradecir frontalmente la opinión generalizada acerca de la afición del califa por las bebidas alcohólicas, y en concreto por el vino extraído de la uva, a Ibn Jaldún (ib. p. 114) no le quedó más remedio que admitir que Al-Rashid bebía, pero sólo “mosto” de dátiles, llamado en lengua árabe “nabidz”, pues seguía en ello la doctrina que tenían admitida los legistas de Irak, o sea, los de la escuela hanafita. Para dar algo más de claridad sobre este asunto del mosto, el traductor de la Muqaddimah (en la nota nº 41 a pie de la página 114) nos dice que nabidz es una palabra genérica empleada para designar todo tipo de mosto procedente de zumo de frutas y también ciertas infusiones hechas a partir de miel, trigo, higo y otros productos de origen agrícola; asimismo se empleaba esta voz para referirse a los jugos fermentados de cualquier clase de frutas, es decir, de bebidas que ya contienen alcohol14 . Además, nos aclara que “el mosto de uva o de dátil, reducido por la cocción a la mitad de su volumen original, era, según los doctores hanafitas, una bebida legal”. Ibn Jaldún (ib., p. 115) proporciona la interpretación de la escuela hanafita sobre la legalidad de beber nabidz, y dice así:
El caso de Ibn Aktham y de Al Mamún es, en cierto aspecto, como el de Al-Rashid: lo que ellos bebían, repetimos, no era otra cosa que “nabidz”, bebida que, como dejamos aclarado, los hanafitas no consideraban como prohibida; mas, por lo que respecta a la embriaguez, es una cosa ajena de ellos.
No obstante, la cuestión de la licitud o no del nabidz queda totalmente sin resolver ya que el vocablo es genérico, tal como se ha expuesto algo más arriba, y, en consecuencia, no se puede estar seguro con qué acepción se está usando y, por tanto, a qué tipo de bebida se refiere. Por ejemplo, Ibn Jaldún, (Muqaddimah Lib. IV, Cap. XX, p. 665), al hablar sobre las profesiones y artes que se ejercen en la ciudad, las cuales no podrían proliferar sin un gran desarrollo de la civilización urbana que promueve el fasto, dice que únicamente en las ciudades de gran desarrollo social se encuentran “los fabricantes de mosto”, entre otros profesionales, como “los cristaleros, los joyeros, los perfumistas, los cocineros, [..., o] los carniceros”. Ahora bien, la cuestión es si se trata verdaderamente de fabricantes de mosto, zumo de uva no fermentado, o fabricantes de vino, o mosto en su acepción de zumo de uva fermentado.
En la práctica, los traductores eligen en cada caso la palabra que les da la gana, sin adoptar ningún criterio objetivo. Así, observamos que el mismo traductor de la Muqaddimah, en la pagina 418 (nota nº 6 a pie de página), olvidándose de la aclaración precedente, equipara directamente, y sin más explicación, “nabid” (sin la z en esta ocasión) con vino, en un contexto en el que Ibn Jaldún tampoco tiene en cuenta su disquisición anterior y ahora menciona la disparidad de criterios que mantienen distintos ritos del Islam sobre la condena o no de la ingestión de “nabid”. Lo cual debería ser absurdo por completo si el significado de nabid fuera exclusivamente jugo de dátiles sin fermentar, como antes decía Ibn Jaldún para justificar la conducta del califa Al-Rashid y otras altas personalidades, o si, ampliando el abanico de las posibilidades, se tratara del zumo, igualmente sin fermentar, de uva o cualquier otra fruta o jarabes de miel u otras sustancias no alcohólicas. El significado inconcreto de nabid queda puesto de manifiesto con la controversia entre los diferentes ritos, de forma que el chiísmo y el malikismo castigan el beber “nabid”, mientras que el hanafismo no, según dice Ibn Jaldún (ib., p. 418)15 . Sobre esto hay que tener muy en cuenta que no habría habido polémica entre las diferentes escuelas si el nabid nunca hubiera contenido alcohol.
Insistiendo en esta cuestión de la inexistencia de una norma fija a la hora de traducir el término nabid, nos encontramos con que la versión en castellano de un mismo texto árabe difiere según sea uno u otro el historiador que nos transmite la noticia. Así, por ejemplo, en las capitulaciones –reproducidas supra p. 372– que se pactaron entre Teodomiro, gobernador de Orihuela y otras ciudades de Murcia, y ‘Abd al-‘Aziz, el hijo y sucesor del conquistador Muza ben Nusayr, en el año 713, para sellar el sometimiento por parte de los cristianos a la soberanía política de los nuevos señores musulmanes, se establecían, entre otras estipulaciones, los gravámenes que se impondrían a los cristianos.
En la versión de Sánchez-Albornoz (1946, Tomo I, p. 57), procedente del Bugyat al-mutamis fi-l-tarij ahl al-Andalus de Al-Dabbi, se dice lo siguiente:
Que él y los suyos pagarán cada año un dinar, y cuatro modios de trigo, y cuatro de cebada, y cuatro cántaros de arrope, y cuatro de vinagre, y dos de miel, y dos de aceite; pero el siervo sólo pagará la mitad.
En la versión de Rachel Arié (1982, p. 72), que toma de la obra de Lévi-Provençal Histoire de l’Espagne musulmane, lo que figura es esto:
Tanto él como sus súbditos debían «pagar anualmente un tributo personal consistente en un dinar en metálico, cuatro celemines de trigo y cuatro de cebada, cuatro medidas de mosto, cuatro de vinagre, dos de miel y dos de aceite».
Puede apreciarse que en una versión se mencionan cuatro cántaros de arrope y en la otra cuatro medidas de mosto. Sin embargo, en la Península Ibérica no había costumbre de pisar la uva y dejar luego el jugo obtenido en forma de mosto, es decir, sin fermentar, entre otros motivos, porque frecuentemente la fermentación del mosto se produce de modo espontáneo16 . Todo lo más, como se sabía que el vino no solía durar más de un año guardándolo por los procedimientos normales al alcance de la mayoría de las gentes con pocos desembolsos, cuando la cosecha era abundante y podía suceder que alguna cantidad de vino iba a quedar excedente, o cuando la calidad del mosto era mala, era preferible convertir parte del mosto en arrope antes que obtener tanto vino que al cabo del tiempo se echaría a perder. Pero la conversión del mosto en arrope, en primer lugar, exige delicadas, costosas y duraderas operaciones, como las descritas por el gaditano del siglo I Columela en su obra De Re rústica –titulada en una de sus versiones en castellano Los doce libros de agricultura, Lib. XII, XIX, en el Tomo II, pp. 173 y 174– y, en segundo lugar, no estaba garantizado que el arrope se conservara mucho más tiempo que el vino, pues, como él, también solía agriarse (Columela, ib., Lib. XII, XX, Tomo II, p. 174). Por consiguiente, la elaboración del arrope no debía ser tan corriente, ni en tan grandes cantidades, como la del vino. También hay que tener en cuenta que en muchas zonas de la Península Ibérica, y, en concreto, en el Aljarafe sevillano, al vino joven, el recién fermentado de la última cosecha, se le llama mosto. Siendo así, en castellano, que esta palabra también tiene varias acepciones y lo mismo significa mosto propiamente dicho que, en general, vino del año. Al parecer, estas mismas acepciones tenía la palabra nabid, pues Expiración García Sánchez, en su traducción y edición del Tratado de Agricultura de Avenzoar (p. 72n), informa que muchos autores medievales, entre ellos al-Rāzī, designaban con la palabra nabid toda clase de bebidas embriagantes, “ya sea nabid verdadero o vino, y este mismo significado genérico sigue teniendo actualmente”. Por otra parte, Lévi-Provençal (1957, p. 290) nos informa que en árabe existe una palabra específica para designar el vino de uva: jamr, de la cual se deriva el nombre que se daba a las taberneras: jammara. Aunque enseguida aclara en la nota nº 116 a pie de esa misma página que “No parece que los andaluces hayan distinguido entre jamar (vino) y nabidh, palabra que en Oriente designaba un «vino de dátiles» (véase Pérès, Poésie andalouse, págs. 367-368)”. Pero es que, al parecer, tampoco lo distinguían los propios musulmanes de Oriente, porque Unwin (ib., p.208) dice:
La palabra árabe Khamar17 , traducida por vino en las citas anteriores [del Corán], significa literalmente el zumo fermentado de las uvas, pero se empleó por analogía para aludir a todas las bebidas fermentadas y finalmente a cualquier tipo de bebida alcohólica (Ali, A. Y., 1983: The Holy Qur’an: Text, Translation and Commentary; p. 86).
Por todos estos motivos, la confusión es tal que es difícil saber a ciencia cierta a qué clase de bebida se están refiriendo en realidad los autores, y los traductores, cuando emplean la palabra jamar o nabid (vino o mosto, que tanto da)18 . Dicha confusión parece ser la deseada, porque los historiadores musulmanes no se atrevieron a reconocer la verdad debido al fanatismo religioso, de forma que tergiversaban los hechos, y, entre otras cosas camuflaban el vino, condenado por el Corán, en la voz genérica de mosto. Esto ya se ha visto más arriba cuando se comentaba que Ibn Jaldún desfiguraba la realidad para defender la honorabilidad del califa Al-Rashid. Pero su caso no es único. En al-Andalus se afanó en algo parecido el historiador, político y poeta cordobés del siglo XI Ibn Hazm, quien se propuso exonerar a los príncipes omeyas del oprobio para los mahometanos de beber vino, cuando la verdad era que lo ingerían sin recato ni moderación, con la sola excepción de Al-Hakam II que era muy religioso. Lévi-Provençal (1957, p. 159) alude a esta preocupación de Ibn Hazm expresándose del siguiente modo:
Todas las clases de la sociedad, a imitación de los mozárabes y de los judíos, bebían vino, aunque Ibn Hazm, siempre dispuesto a ponderar el celo religioso de los príncipes omeyas, lo niegue en redondo, los soberanos cordobeses daban ejemplo, a excepción quizá de al-Hakam
Aunque, en el caso del islam, este ejemplo que daban los monarcas más bien habría que calificarlo de malo, tal como hace Titus Burckhardt (1970, p. 111), que dice:
En un país vinícola como España, las tentaciones eran demasiado frecuentes como para no hacer la vista gorda en muchas ocasiones, no era raro que los propios príncipes fueran los primeros en dar mal ejemplo.
En consecuencia, por todos los argumentos que se han alegado, no sería demasiado aventurado pensar que el tributo pagado por los cristianos en virtud de la capitulación de la ciudad de Orihuela, antes mencionada, era, en realidad, vino. De ser cierta esta conjetura, los términos del tratado sugieren que los conquistadores musulmanes, tanto árabes como beréberes, consideraban el vino, mas no el mosto propiamente dicho, como un elemento constitutivo de riqueza, antes que las uvas o las pasas, a la par que el trigo, la cebada y el aceite. Lo cual es razonable porque la tríada de los productos básicos del agro mediterráneo ha sido tradicionalmente cereal, aceite y vino; y, por eso, los conquistadores lo reclaman en este impuesto de capitación.
Es de esperar que haya quedado suficientemente documentado, por lo expuesto hasta ahora, que el vino gustaba a los musulmanes de oriente (Egipto, Arabia, o Siria), del mismo modo que era apreciado por los de occidente (España, o Marruecos), puesto que se han visto suficientes anécdotas que afectaban a personajes islamitas pertenecientes a diferentes países. En éstos también se cultivaba la expresión poética, y muchos de sus versos aluden de alguna u otra forma al vino. Ibn Jaldún recoge unos cuantos en su obra citada. El que se expone a continuación y que figura en el “Opúsculo” de la “Introducción” a la Muqaddimah (p. 115) se refiere al cadí Yahya Ibn Aktham y al califa Al-Mamún de Bagdad19 que eran amigos entre sí y de la bebida. En las palabras de Ibn Jaldún, “Yahya tenía acceso a la mesa de este califa, donde libaban vino”. El poeta que los compuso habla por boca del cadí, el cual dice:
¡Oh, mi señor!, ¡soberano de todos los hombres!, víctima he sido del tirano escanciador.
Descuidé de sus movimientos, y me ha privado, como tú ves, de mi juicio y de mi religión.
Más al este, en Persia, también se bebía vino, incluso varios siglos después de ser conquistada por los árabes musulmanes en el siglo VII. El norte de Persia es una de las zonas consideradas como la cuna de la vinicultura. Tim Unwin (2001, pp. 100, 101, 105 y 107), basándose en las investigaciones de otros autores, indica que la vid empezó a cultivarse en un área extensa entre Asia Menor y Transcaucasia por selección gradual de vides silvestres. Esta zona comprende territorios de los actuales países de Irak, Siria, Irán, la antigua URSS y Turquía, o sea, la región entre el mar Negro y el mar Caspio. En esa amplia región el cultivo de la vid y la elaboración del vino se venían practicando desde tiempos muy remotos, antes del año 5000 a.C. Pero el consumo de vino procedente de uvas silvestres recolectadas posiblemente se remontaba a los 8000 años a.C. Sin embargo, Tim Unwin –ib., p. 100–, haciéndose eco de las investigaciones del arqueólogo A. M. Negrul, apunta que hacia el año 8000 a.C. ya se cultivaba la vid en esa área. Y, más concretamente, en Persia está atestiguado por las excavaciones arqueológicas del yacimiento neolítico de Hajji Firuz Tepe, que el vino se conocía en torno a los años 5400–5000 a.C.
Esta gran antigüedad en la elaboración del vino, que prácticamente se iguala con los mismos albores de la geoponía 20, está corroborada por la escritora Nazanín Amirian en su ensayo “Omar Jayyam, heredero legítimo de Zaratustra”21. En dicha obra, Nazanín Amirian (2002, p. 44) afirma:
Según los arqueólogos, los habitantes de Irán se encuentran entre los primeros elaboradores de vino. En 1977, en una de las cuevas de la provincia de Manzandarán, al norte del país, fue descubierto un recipiente que contenía restos de vino y que databa del quinto milenio a.C.
Al parecer, determinados vinos persas eran muy buenos y alcanzaron gran fama, tanta que se exportaban, debido a su calidad, a países cercanos y también a otros más lejanos, en Europa. Pero esta escritora (ib., p. 44) se deja arrebatar por su excesiva predilección hacia todo lo persa cuando pretende hacernos creer que “la palabra serry es la deformación fonética del nombre del vino que producía la ciudad de Shiraz, que tenía compradores en diversos países de Asia y Europa”. Quizás la señora Amirian no se haya percatado que la denominación árabe de nuestra ciudad de Jerez, tan próxima a Sevilla, aunque perteneciente a la provincia de Cádiz, era Sherish –si bien, Lévi-Provençal (1957, p. 205) emplea la fonética de Sharish– y que, por consiguiente, hablando en términos especulativos, al no merecer la pena investigar a fondo este asunto 22 para nosotros tan obvio, la magnitud de la probabilidad respectiva de que sherry venga de Sherish o de Shiraz debe estar en proporción inversa a las distancias que separan ambas ciudades del Reino Unido; es decir, en el primer caso es muy alta, casi cercana a uno, mientras que, por el contrario, la de que se derive de Shiraz se acerca grandemente a cero. Dejando aparte la incultura de los españoles, por lo que respecta a los vinos de otros países –disculpable, al ser los nuestros tan buenos–, pues la mayoría de nosotros no sabía hasta ahora siquiera que en Persia se produjeran vinos y mucho menos que una de sus ciudades fuera famosa por la calidad de sus caldos, habría que ver fehacientemente desde cuándo los ingleses conocían y apreciaban el vino de Shiraz y el de Jerez23 . En cambio, sabemos por Tim Unwin (ib., p. 251) que de la Península Ibérica se exportaban vinos dulces de alta graduación a Inglaterra desde finales del siglo XIV, una vez que fueron expulsados los musulmanes. De esta información colegimos que esos vinos tenían que proceder de la zona de Cádiz –Sanlúcar de Barrameda o Jerez– y no de Málaga porque de sus territorios, que dependían del reino de Granada, todavía no habían sido expulsados los sarracenos: la anexión de las tierras malagueñas a la corona de Castilla no se produjo hasta el último cuarto del siglo XV. A finales del siglo XVI, según este mismo autor (ib., 296), está totalmente documentada la gran afición de los ingleses por un vino jerezano o sanluqueño, al que denominaban sack. Este nombre, con el que popularmente se conocía dicho vino, ha quedado inmortalizado en la obra de William Shakespeare, concretamente, en Enrique IV y en Las alegres comadres de Windsor. García del Barrio (1995, p. 142) también recoge esta noticia: “El año 1608, Shakespeare, en su obra ENRIQUE IV, pone en boca de su personaje Fallstad el mejor elogio que jamás se haya hecho de un vino”. Tal alabanza del vino de Jerez, en la transcripción de Moreno Navarro (1995, pp. 179 y 180), es la siguiente: “Si mil hijos tuviera, el primer principio humano que les enseñaría sería abjurar de toda bebida insípida y dedicarse al Jerez”24 . En alguna ocasión, dice Unwin (ib., p. 297), Shakespeare se refiere a este vino como el «old sack» [«vino rancio»] (Enrique IV, parte I, I,ii.3), porque “el sack era dulce y poseía una alta graduación alcohólica, lo cual se traducía en que podía durar más tiempo”. Sobre esta denominación de sack, González Gordón (1970, p. 58 a 60) añade que ese vino era tanto dulce como seco y que solía anteponerse al nombre de la ciudad española de donde procedía; así se distinguían el Sherris Sack, el Málaga Sack y el Canary Sack. González Gordon (ib., p. 59 y 60) opina que la palabra Sack provenía de la española «saca» con la que se designaba en Castilla a las mercancías exportadas; es decir la «saca» de productos fuera del país25 .
Volviendo al núcleo de la disertación, tras esta digresión, se estaba diciendo que en Persia había una tradición milenaria en la vitivinicultura cuando, al ser conquistada por los árabes, se implantó la religión islámica y con ella la condena hacia el consumo del vino. Pero, al igual que ocurrió en al-Andalus, las normas religiosas, más impuestas que sentidas –pues las autoridades, bajo la presión de fanáticos religiosos, tuvieron que recurrir en algún momento a las persecuciones contra los infractores públicos de las normas coránicas que iban contra ciertos hábitos populares– no lograron, al menos durante bastantes siglos, acabar con la costumbre ancestral de libar vino por el común de las gentes, y no precisamente en rituales religiosos, aunque también en ellos fuera empleado desde tiempos prehistóricos. Sobre esto de las prohibiciones coránicas, Nazanín Amirian (ib., p. 44) dice:
La circunstancia de que el Islam prohibiera la producción y el consumo de alcohol forzó a los iraníes a que dejasen de beber en público, pero el vino siguió elaborándose en muchos hogares y llegó a convertirse en ciertos ambientes en un símbolo contra el dominio de la cultura islámica.26
Omar Jayyam, que reposa en el lugar de su ciudad natal donde él poseía viñedos, tenía un espíritu inquieto que, dudando de la inmortalidad del alma, no estaba dispuesto a seguir unos preceptos religiosos represivos de los placeres terrenales. Fue un rebelde que nunca comulgó con esa religión que prometía placeres en el Paraíso, pero que los prohibía en este mundo y amenazaba con el Infierno. Su amor hacia la vida y sus goces, sobre todo el de beber vino, “hunde sus raíces en el hedonismo divulgado por Zaratustra”, dice Amirian (ib., p. 37). Omar Jayyam en sus poemas sostiene que la religión islámica promete cosas, como ganar un Paraíso, que no son comprobables, ya que nadie ha regresado de la muerte para contar lo que hay después de ella. Por eso es absurdo que el Corán hable de paraísos con hermosas huríes y ríos de vino generoso con los que poder deleitarse una vez que se ha muerto. Lo más lógico sería disfrutar de ello en el presente (Amirian, ib., p. 39). Esto se aprecia claramente en uno de sus robaí 27(el nº 22, p. 139, de la traducción efectuada por Amirian, en su libro citado):
Cuando la llegada de nuevas flores se cante,
Pídeles, amor mío, que escancien vino bastante.
Libérate de huríes, paraísos e infiernos:
Todo eso se te entrega, mi vida, en cada instante.
Jayyam cree en una constante transformación de la materia, de forma que con las partículas de unos elementos se van formando continuamente otros elementos y, como dice Amirian (ib., p. 42):
Recuerda a los que viven y beben en el presente que esa jarra que llevan a los labios conserva los restos de la hermosura de una joven amante, o que la tierra, el barro, el polvo, están henchidos de vida como la nuestra, que perdura en sus naturalezas de alguna forma.
Esta idea es expresada por Jayyam en el robaí nº 7 de los seleccionados por Amirian (ib., p. 109):
Este cuenco del que el inicuo está bebiendo
los ojos del visir y su corazón fueron.
Cada jarra de vino en las manos de un ebrio
fue de una hermosa labios y de un borracho cuerpo.
Otros interesantes robaiyat de Omar Jayyam son los siguientes:
Nº 4 de la selección de Amirian (ib., p. 103)
Levántate, mi vida, que ya apunta la aurora;
bebe muy suave el vino, puntea el arpa y toca.
De aquellos que marcharon, no volverá ninguno.
Y, para quienes quedan, la estancia será corta.
Nº 5 de la selección de Amirian (ib., p. 105)
Contra una piedra, mi copa he estrellado,
completamente loco, completamente embriagado;
oír me ha parecido que decía susurrando:
“Tú serás yo, yo fui tú en el pasado”.
Nº 34 de la selección de Amirian (ib., p. 163)
Deleita mi corazón, vida mía, a mi lado;
remediarás así mis penas y quebrantos.
Trae rápido una jarra y, aquí juntos, bebamos
antes de que hagan vasijas, amor, con nuestro barro.
Nº 40 de la selección de Amirian (ib., p. 175)
Esta Rueda del Cielo ha de sentir vergüenza
de aquel que por la marcha de los días se apena.
Escucha el arpa y bebe el vino de tu jarra,
antes de que la jarra se estrelle con la piedra.
Y el Nº 47 de la selección de Amirian (ib., p. 189)
Ya que resulta efímera nuestra estancia en el mundo,
vivir sin placer y sin vino es absurdo.
Discutir los principios del universo, ¿importa?
¿Qué más da, tras mi muerte, si no es eterno el mundo?
Omar Jayyan no es el único poeta persa que canta al vino. Siglos después, en el XIV, se encuentra Shamseddin Hafez (1318-1273), que, según Amirian (ib., p.18), nació en Shiraz 28 y “es el poeta más exquisito y estimado por los persas”. De él transcribe una poesía Tin Unwin (ib., p. 212):
Llena, llena la copa de vino espumoso,
Déjame apurar el zumo divino,
Para calmar mi corazón torturado;
Porque el amor que parecía al principio tan suave,
Que me miraba con tanta dulzura y sonreía tan alegremente,
Me ha clavado su dardo en lo más hondo del corazón.
El vino, en la cultura árabe, tenía otras aplicaciones además de su ingestión. Ibn Wafid, en su Tratado de Agricultura29 , comenta los siguientes usos del vino y del mosto: a las mieses les es beneficioso que la simiente sea “roçiada con vino caliente” (ib., p. 84); la masa de pan puede fermentar sin levadura echándole un pedazo de la torta hecha con harina de avena amasada con la espuma del mosto al ser hervido y secada al sol (ib., p. 92); los rábanos y los nabos para que salgan dulces debe remojarse su simiente con “mosto cocho, que es arrope” (ib., p. 100); si al sembrar los ajos se les pone mosto no tendrán mal olor y serán más sabrosos (ib., p. 102); los lirios salen blancos como la nieve al poner en las raíces de la planta “hez de vino negro”, y la flor tendrá un color bermejo como la grana si la hez es de vino bermejo (ib., p. 103); y las palomas se acogerán muy bien al palomar si se les pone pedazos de granada remojados en vino, y también si se les dan cominos frescos remojados en buen vino que huela bien (ib., p. 111).
El geópono sevillano Abū l-Jayr, que estuvo al servicio del rey al-Mu’tamid y por lo tanto fue contemporáneo de Ibn Abdún, en su Tratado de Agricultura también ofrece algunos remedios aplicables en botánica en los que interviene el vino. Son éstos: para alejar los gusanos de los árboles “se fumiga su parte inferior con ajo, azufre o poso de vino” (pp. 237 y 238); para evitar la caída prematura de las frutas del peral “se coge poso de buen vino, se diluye en agua y lo empleas para riego durante quince días” (p. 241); para que las palmeras den fruto se preparan galletas cocidas al horno con harina, queso fresco no salado y agua, luego se muelen y se diluyen en vino hasta formar una pasta espesa que se vierte por la parte superior de la palmera (p. 242); a la morera plantada por estacas y esquejes “le beneficia el poso de vino” (p. 262); y un método para conservar frescos los membrillos es meterlos en vino o miel, “pero su sabor se estropea” (pp. 313 y 314).
Un último aspecto de la relación entre el vino y la cultura se va a tratar con brevedad. El vino tiene efectos terapéuticos y contribuye así a mejorar la salud. Las propiedades medicinales del vino son conocidas desde hace milenios y se fueron transmitiendo de generación en generación. Por ejemplo, la creencia en la mayor supervivencia de los bebedores de vino. No se trata de los borrachos y alcohólicos, sino de quienes beben vino cotidianamente, aun con cierta abundancia a lo largo del día, sin llegar a excesos. Y, aunque parezca mentira, tiene tal creencia un fundamento científico, pese a que en la antigüedad fuera un hecho conocido por la experiencia. En efecto, el vino era un sustituto del agua, necesaria para la vida humana. Había bastantes personas que desde que tenían uso de razón jamás recordaban haber bebido agua. El agua es sólo para lavarse, decían. Y así era imposible que cogieran las enfermedades que en gran cantidad se transmitían por el agua y afectaban principalmente a quienes la bebían. Los ríos, aun con sus aguas límpidas y cristalinas, eran unos de los focos más importantes de propagación de las epidemias. Algunas de las propiedades beneficiosas del vino son conocidas por los tratados médicos de la antigüedad. Hipócrates (c. 460-c. 377 a.C.), el famoso médico griego de la isla de Cos de quien recibe el nombre el juramento hipocrático de los médicos, prescribía el vino como “desinfectante de heridas, como bebida nutritiva, como antipirético, como purgante y como diurético”, según Unwin (obra citada, p. 243), quien a su vez extrae la información de Lucia, S. P.: A History of Wine as Therapy, Filadelfia, J. B. Lippincott, 1963). Galeno (c. 130-c. 201), otro egregio médico griego cuyas obras siguieron ejerciendo influencia considerable hasta el Renacimiento, también recomendaba el vino para desinfectar heridas y para bajar la fiebre (ib., p.243).
Los árabes fueron aficionados a la cultura helenística y tradujeron numerosas obras de los griegos, entre ellas las de medicina. En al-Andalus descollaron como médicos los cordobeses Averroes (1126-1198) y Maimónides (1135-1204), musulmán el primero y judío el segundo, y los sevillanos Abū l-cAlā’ Zuhr (médico personal de al-Mu’tamid y de los primeros sultanes almorávides), Avenzoar (1076-1162, hijo del anterior), e Ibn Mufarray al-Nabatí (c. 1165-1240). Este último basó sus remedios en la obra Materia Médica del griego del siglo I Dioscórides, uno de cuyos ejemplares había sido regalado por el emperador bizantino Constantino VII Porfirogéneta (c. 960-1028) al califa ‘Abd al-Rahmān III, quien mandó traducirla al árabe 30. Durante el reinado de este califa sobresalió el médico cordobés Abulcasis (Abu-l-Qasim ibn ‘Abbas al-Zahrawí, c. 936-c. 1013) que escribió una enciclopedia médica, Tasrif, la cual se difundió por Europa gracias a la traducción de Arnaldo de Vilanova (1240-1311), médico y químico de la corte de Pedro III de Aragón. De este médico, Tim Unwin (ib., p. 243) cita el libro Liber de Vinis, al que se refiere diciendo que “fue el texto que corroboró el uso terapéutico del vino durante la Baja Edad Media”. De Castro (1996, p. 605), además de citar el Kitab al-Agdiya (Tratado de los alimentos) de Avenzoar (Abu Marwan Ibn Zuhr), menciona el tratado médico-dietético el Kitab al-wusul li-hifz al-saha fi al-fusul (Libro del cuidado de la salud durante las estaciones del año o “Libro de la higiene”) de Ibn al-Jatib que contempla el vino.
Titus Burckhardt (1970, p. 84 a 86) extrae algunos párrafos del libro de Abulcasis; de entre ellos se transcriben estos dos en los que se alude a las cualidades del vino y de su derivado el vinagre:
El melocotón es de naturaleza fría y húmeda en segundo grado. La clase mejor es la que huele a almizcle. Los melocotones se emplean en casos de fiebre ardiente. Tienen el inconveniente de descomponer los humores; esto se contrarresta con vino aromático.
La mostaza es de naturaleza caliente y seca en tercer grado. La mejor es la fresca, roja y cultivada. Disuelve la gota, pero perjudica al cerebro. Esto se contrarresta con un remedio preparado de almendras y vinagre.

1 En La vida de Mahoma dice que algunos de los primeros pobladores de Arabia se asentaron en los fértiles valles, donde fundaron ciudades que rodearon de viñedos y huertos, entre otros tipos de cultivos (Irving, 1849, p. 17). Este autor menciona concretamente la ciudad de Yethreb, o Yatrīb (que según informa, entre otros, Sa’id al-Andalusí –en su Libro de las categorías de las naciones, p. 96– luego pasaría a llamarse Madīnat an-Nabī, la Ciudad del Profeta o Medina como simplificadamente hoy se la conoce) con su espléndido oasis denominado Koba donde había viñedos y palmerales (ib., p.81) y la ciudad de Tayef (donde estuvo refugiado Mahoma y mucho más tarde conquistó) situada entre jardines y viñas (ib., pp. 66 y 152).

2 Corán, 47,16 (p. 476).

3 En lo que algún autor ha venido a denominar «el lupanar celeste del Islam», las huríes del paraíso para disfrute de los fieles y devotos varones musulmanes son mencionadas en el texto coránico en varias ocasiones, por ejemplo: “Tendrán vírgenes de mirada recatada, con ojos como huevos de avestruz semiocultos” (Corán, 37,47, p. 422); “Los casaremos con mujeres de ojos rasgados, huríes” (Corán, 52,20, p. 493); “En ambos habrá mujeres de mirada recatada: antes de ellos no las habrá tocado ni hombre ni demonio” (Corán, 55,56, p. 505); “En ambos habrá vírgenes excelentes, hermosas” (Corán, 55,70, p. 505); “Huríes enclaustradas en pabellones” (Corán, 55,72, p. 506); “Tendrán las frutas que escojan y la carne de pájaros que deseen; mujeres de ojos rasgados, parecidos a la perla semioculta, en la recompensa de lo que hayan hecho” (Corán 56, 20 a 23, pp. 507 y 508); “Las huríes a las que hemos formado, a las que mantenemos vírgenes, coquetas” (Corán, 56,34 a 36, p. 508).

4 En que pese al rigorismo religioso impuesto primero por los almorávides y luego, en mayor medida, por los almohades, no se logró erradicar la vitiviniculturra en el sur de la Península Ibérica.

5 Referencia y citas procedentes de Chejne (1974, p. 148).

6 Durante el reinado del califa Walid I, de la dinastía árabe de los omeya, con sede en Damasco.

7 Zona que actualmente corresponde a Túnez.

8 Sobre este particular, Lévi-Provençal (1957, p. 160) dice que los geógrafos árabes nunca mencionan el vino andaluz, pero que, sin embargo, alaban la gran calidad de las pasas de al-Andalus, especialmente las de Málaga y las de Ibiza.
De la misma opinión es Tim Unwin (2001, p. 30), aunque la extiende a todos los geógrafos: “puede afirmarse que, en general, los geógrafos han prestado escasa atención a la viticultura y al vino.”
En las obras de los geóponos andalusíes no se trata el proceso de vinificación, bien porque se hayan perdido los capítulos sobre ese tema, bien porque los copistas posteriores se los hayan saltado, de forma que hasta nosotros no ha llegado completa ninguna de estas obras, o bien porque sobre ello pesaba la condena coránica. Como muestra del primer caso se tiene el Tratado de Agricultura de Ibn Wafid; del segundo (que en realidad se puede reducir al primero) se encuentran el Libro de Agricultura de Ibn Bassal y el Tratado de Agricultura de Abú l-Jayr; y en el tercero se puede incluir el Tratado de los alimentos de Avenzoar, quien dice claramente que el vino está prohibido (p. 72).

9 Que ya ha sido trascrito en las páginas 397 a 399.

10 Es decir, de los cristianos y judíos que vivían bajo el dominio de los musulmanes y pagaban el tributo de capitación.

11 Cuyos antepasados tuvieron que emigrar de Sevilla, igual que los de Ibn Jaldún, cuando fue conquistada por el rey castellano, pero procedían de la ciudad de Abbela o Abeliya en el norte de España, según aclara Elías Trabulse en el Apéndice I de la traducción de la Muqaddimah (p. 44, nota nº 59 a pie de página).

12 La reproducción del pasaje que hace referencia a esta opinión de Ibn Jaldún se encuentra en la nota 238 a pie de la página 498 de su Muqaddimah.

13 Pero Ibn Jaldún se equivoca, porque sí había vides y vinicultura en algunas zonas de Arabia, como ya se ha tenido ocasión de comentar. Además, Tim Unwin (2001, p. 208) dice:
  Hay numerosos indicios de que la viticultura y la producción del vino ya estaban consolidados en algunas partes de la península Arábiga antes del nacimiento de Mahoma en el año 570. Así, el Periplo del mar de Eritrea, escrito hacia el final del siglo I d.C., menciona que el vino se producía en el sur de Arabia, particularmente en los alrededores de Muza, hoy Al-Mukha, y que «los vinos italianos y laodiceos se importaban a Abisinia, la costa somalí, África oriental, Arabia del sur y la India». Es muy probable que la mayor parte del vino transportado hasta la India estuviera elaborado a base de dátiles, pero algunas remesas pueden haber incluido vino hecho con uvas del Yemen. Estrabón [en su Geografía] (XVI, iv.25) menciona la existencia de vino en Arabia, aunque especifica que casi todo se elaboraba a base de dátiles. La mejor confirmación de la presencia de la viticultura en las colinas y en las montañas de Arabia antes del siglo VI procede de los poetas árabes de la era preislámica. El poeta al-A’sha de Bakr, contemporáneo de Mahoma, describe con todo detalle la vendimia de ‘Anafit en el Yemen mientras que al-Idrisi, cuyos textos datan del siglo XI, también refiere que la zona estaba rodeada de viñedos.
Y más adelante (ib., p. 209) menciona a J. G. Lorimer [Gazetteer of the Persian Gulf, Oman and Central Arabia, Calcuta: Government Printing House, 1908-15 y reimpreso en Farnborough: Gregg, 1970], quien había observado en su descripción de Oman que en Sharaijah, el pueblo principal de Jebel Akhdar, «se presta una especial atención al cultivo de la uva, con la que los habitantes elaboran un vino que consumen en las largas tardes de invierno».

14 En castellano existe el término “arrope” para designar el mosto hervido hasta adquirir consistencia de jarabe. Pero también este sustantivo tiene connotaciones más genéricas, ya que igualmente significa cualquier jarabe confeccionado con miel u otras sustancias.

15 Y eso que los malikíes y los hanafitas pertenecen al mismo credo del sunnismo.

16 De sobra es conocido, por lo menos entre los españoles oriundos de áreas rurales –que son la mayoría de los de una edad más bien avanzada–, que el mosto fermenta solo; y que, de la misma forma, el vino expuesto al aire se agria y termina por convertirse en vinagre. No obstante, como ahora la mayoría de los españoles –y de los habitantes de los países desarrollados– son urbanos, quizá convenga documentar esta afirmación. Tim Unwin (2001, pp. 82 a 86) explica que en el proceso de vinificación hay tres clases de fermentación debido a la intervención de diversas levaduras y bacterias.
En una primera fermentación, la acción de las levaduras convierte el azúcar –en realidad, la glucosa y la fructosa presentes en la uva y, por lo tanto, en el mosto– en alcohol etílico. Muchas variedades de estas levaduras se encuentran naturalmente en los hollejos, en la unión del fruto con los pedúnculos, en los estomas y en las magulladuras de la piel de la uva. Así es que, si el mosto está entre las temperaturas de 15º y 35º centígrados fermenta espontáneamente, o sea de forma natural. A menos de 15º C estas levaduras naturales se inhiben y a más de 35º se mueren.
En una fase posterior, una vez finalizada la transformación alcohólica del mosto, se puede producir otro tipo de fermentación si el vino se encuentra expuesto al aire; entonces, se oxida debido a la actuación de unas bacterias aeróbicas de tipo Acetobacter que convierten el alcohol en ácido acético, o sea, vinagre. Puesto que estas bacterias son aeróbicas, es decir, se desarrollan en contacto con el oxígeno del aire, es posible evitar el avinagrado del vino impidiendo que el aire entre en los recipientes que contienen el vino. Por consiguiente, tapando herméticamente los contenedores, por ejemplo, con un sello de lacre o de pez, o con un buen tapón de corcho, el vino en ellos guardado puede conservarse bastante tiempo sin deteriorarse. Además de esta técnica, el vino se conserva más tiempo cuanto más calidad tenga y también cuanto más alcohol se haya formado en la fermentación.
Un tercer tipo de fermentación consiste en la conversión del ácido málico en ácido láctico debido a la acción de bacterias lácticas. Estas bacterias se desarrollan mejor en ambientes poco oxigenados y en el proceso de conversión de un ácido en otro se desprende anhídrido carbónico. Si esta fermentación tiene lugar de una forma controlada en un recipiente cerrado con poco contenido de aire, el anhídrido carbónico se disuelve en el líquido y origina vinos gasificados.
Cualquiera de estas fermentaciones no se produce si se destruyen las levaduras y bacterias. Todos estos microorganismos no soportan las temperaturas altas y se mueren por encima de los 55º C, como demostró Pasteur con sus investigaciones a mediados del siglo XIX.
Los hombres antiguos no sabían eso de las bacterias y lo de las levaduras y que se morían calentando el mosto. Pero por la experiencia cotidiana, sabían que el vino se deterioraba con el tiempo, o sea, se picaba o agriaba, y que una forma de evitarlo era sellando herméticamente las ánforas u otros recipientes. Se sabe fehacientemente, según dice Unwin (ib., pp. 41, 92 y 182), que los romanos guardaban de esta forma los vinos que por su excelente calidad merecían la pena conservarlos. Pena incluso en sentido económico de costoso, ya que esta técnica de conservación requería considerables anticipos de capital para su inversión en vino, en recipientes y en locales para el almacenamiento durante varios años; de modo que hasta el transcurso de ese dilatado periodo no empezaba a recuperarse la inversión.
También descubrieron que en lugar de vinificar podían guardar, con menores gastos de inversión, el mosto reduciendo su volumen a la mitad sometiéndolo a ebullición y obteniendo así un jarabe espeso y dulce (el arrope), al que luego se le podía añadir agua poco antes de ingerirse.

17 Hay que tener en cuenta que el sonido j, inexistente en lengua inglesa, suele ser representado por la conjunción de las letras k y h.

18 En la nota 27 (páginas 64 y 65) se comentaba que bajo la denominación de arrope se vendían licores alcohólicos.

19 Capital del imperio abasida y ciudad perteneciente hoy en día a Irak.

20 Así, los cereales y las uvas son los primeros alimentos básicos de la dieta de los hombres que la agricultura, al adoptarse como medio de producción predominante, convirtió en sedentarios.

21 Que es un estudio introductorio a su edición y traducción, bajo el título de Robaiyat (Barcelona 2002) de algunos poemas de ese eminente científico persa del siglo XI, durante el dominio recién instaurado de los sultanes mahometanos de la dinastía de los turcomanos selyúcidas.

22 Para el que existe el excelente libro del marqués de Bonanza, Manuel Mª González Gordon, que fue presidente de la Compañía González Byass, titulado Jerez-Xerez Sherish, en el que demuestra sin lugar a dudas que la denominación inglesa de sherry, que en siglos anteriores era sherris, es una degeneración fonética del nombre árabe de la ciudad de Jerez, que era Sherish.

23 González Gordon (1970, p. 47) aporta, aunque sin documentar, la opinión de los historiadores que atestiguan la exportación del vino de Jerez a Inglaterra en tiempos del rey normando Enrique I (hacia 1130), cuando la ciudad estaba en manos de los moros. Por lo cual, González Gordon duda de la veracidad del aserto, ya que cree en la efectividad de la prohibición coránica acerca del consumo de vino, que afectó a su elaboración siendo sustituida por la de pasas. Considera este autor (ib. p. 48) que ya estaba plenamente atestiguada la exportación de vino a Inglaterra en el siglo XIV, durante el reinado de Eduardo III. Más adelante señala (ib., p. 88), a propósito de la evolución histórica de las denominaciones de la ciudad de Jerez, que en el siglo XIII los castellanos, en cuyo poder estaba la ciudad desde 1264, ya la denominaban con el término de Xerez, mientras que los ingleses en el siglo XIV la nombraban por Sherris. Este autor (ib., pp. 45 y 46) aporta un dato revelador: en el «Libro del repartimiento de Jerez» del año 1264, a raíz de la conquista de la ciudad, figuran bastantes edificios con la denominación de Bodegas, lo que es prueba de la importancia de la vinicultura bajo el dominio musulmán. González Jiménez (1980, p. 142) y García del Barrio (1995, pp. 148 y 151) dan el número de bodegas repartidas, cuya cifra es de 21. La cuestión estriba en que si los ingleses usaban el nombre de Sherris, que es prácticamente el mismo que en árabe, no debe caber duda en que conocían el nombre de la ciudad desde mucho antes; esto es, desde la época de la dominación islámica, y lo conservaron tal cual hasta el siglo XVII, en que cambiaron la i por la y: Sherrys. Más tarde, en el siglo XVII, adoptaron la denominación actual: Sherry. La nueva cuestión, sabiendo que los ingleses son muy suyos, es el motivo por el cual conocían a Jerez desde tiempos de los moros. Puede ser por las repetidas algaras de los normandos en nuestras costas atlánticas: Cádiz, Puerto de Santa María, Jerez, Sanlúcar de Barrameda, Sevilla, etc.; o, quizá, por el consumo que del vino de Jerez ya hacían. No hay que olvidar que los sultanes cordobeses enviaron embajadas a los normandos. Sobre este asunto, el doctor ingeniero agrónomo García del Barrio (1995, p. 143) es más contundente con su siguiente hipótesis:
  Nosotros mantenemos la idea de que el fuerte carácter comercial de los árabes, que estuvieron en Jerez desde el año 711 hasta 1264 y que tuvieron épocas de gran esplendor y actividad comercial, debió ser la causa de que al realizar exportaciones de vino a Inglaterra y países del Norte, antes de la conquista castellana de la región, con el nombre árabe del lugar de procedencia, pasase dicho nombre transformado al idioma inglés y conocido con el mismo en el mundo británico y en el resto de los países. Aunque las citas sobre el vino de la región son muy numerosas en los cronistas árabes, no hay ninguna que haga referencia a esta posible exportación.

24 Esta frase es el colofón de la apología del jerez hecha por Falstaff en la Segunda parte del rey Enrique IV, acto IV, escena III (Shakespeare, Obras completas, Tomo I, p. 674).

25 Como ejemplo se puede mencionar lo que dice el padre Martín de Roa, S. J. sobre la sustitución de olivos por viñas en la zona de Jerez, según la reproducción que hace González Gordon (1970, p. 56):
  «Célebre fue el vino, trigo, azeite, miel, cera, i otros tales frutos, que desta región se sacavan para las naciones extrañas. Si bien del azeite falta la sobra, i queda la bondad, que también entonces se estimava, habiendose dado los vecinos a plantar viñas, por la gran saca de vinos dulces, i generosos, que tanto apetecen los extranjeros».

26 Esto de los alimentos que se convierten en símbolos de identidad de un pueblo, o de una religión, está bastante extendido. Por ejemplo, en la España de principios del siglo XVII, tras la expulsión de los moriscos y la obligación para los que se quedaban de abrazar la religión cristiana, algunos de esos cristianos nuevos hacían alarde en público de no beber vino ni comer jamón o tocino –con evidente peligro para ellos pues podían ser enjuiciados por la Inquisición por practicar a escondidas otra religión diferente de la cristiana–, según la información que proporciona Serafín Fanjul (2000, b, pp. 78 y 154).

27 Según la explicación de la señora Amirian (en la Introducción de su obra citada, p. 7) el plural de robaí es robaiyat. El robaí es un tipo de composición poética, consistente en un dístico en el que cada uno de sus dos versos se ha dividido en dos hemistiquios. La rima entre los cuatro hemistiquios suele ser de los dos primeros entre sí y con el cuarto; también pueden terminar con la misma palabra.

28 Donde ya sabemos que hay, o había, buen vino.

29 Del que se han perdido muchos capítulos, entre ellos, según explica el editor Cipriano Cuadrado (p. 96, n 124), los que supuestamente tratan del cultivo de las viñas, la vendimia, el modo de obtener vino, sus clases y sus propiedades.

30 Véase la nota 37 en la página 81.