ESTUDIO ECONÓMICO SOBRE EL TRATADO DE IBN ABDÚN

ESTUDIO ECONÓMICO SOBRE EL TRATADO DE IBN ABDÚN

Eduardo Escartín González (CV)
Universidad de Sevilla

La moralidad pública

Ibn Abdún empieza su Tratado declarando (§1) que el propósito de su obra es proponer a los musulmanes “las normas de la censura de las costumbres, enderezar su estado, mejorar su condición y sus actos, mirar por ellos, incitarlos a buscar y realizar el bien y tender a que conozcan la justicia y se mantengan en ella.” El traductor de esta obra nos informa (en nota a pie de página) que esta censura de costumbres es el ihtisab, o sea, la puesta en acción de la hisba.
Para Ibn Abdún las buenas cualidades morales deben empezar por ser un atributo de los gobernantes y, en primer lugar, del príncipe, porque si careciera de ellas se originaría la desintegración de la organización social. Según recomienda este autor (§2), el príncipe debe tomar consejo de los doctores de la ley “sobre cualquier proyecto que quiera realizar o cualquier opinión que desee hacer prevalecer” para que acabe “por habituarse al bien, por la práctica que de él haga y por la fuerza de la costumbre”. Cuando el príncipe actúa de este modo “demuestra que ama el bien y las gentes de bien, y que está unido de corazón a la ley religiosa, [y] encontrará su propia satisfacción y se la proporcionará a todos los demás”.
A continuación debe exigirse una acendrada moralidad a los funcionarios públicos, como el cadí, el juez secundario y el almotacén –de los cuales ya se han expuesto las virtudes que deben reunir cada uno de ellos, que más bien parecen poco corrientes– y los alguaciles. Cualidades parecidas se requieren también para desempeñar el cargo de zalmedina (o prefecto de la ciudad), pues de él dice Ibn Abdún (§21) que debe ser
una persona de buenas costumbres, alfaquí, y entrado en años, porque tal cargo está muy expuesto a cohecho y a sacar de mala manera el dinero a los administrados. Si fuese joven y borracho, probablemente cometería actos contrarios a la moral.
Incluso los agentes de la autoridad, como los alguaciles, tenían que ser (§9) “hombres de confianza, entrados en años, conocidos como personas de bien y de buena conducta.” Asimismo debían ser intachable la conducta de los agentes de las patrullas y de los inspectores de policía, pues como estipula Ibn Abdún (§26) si alguno de ellos comete
un acto inmoral o bebe vino, se le aplicará la pena legal correspondiente, pues no hay cosa más fea que el que estos individuos corrijan –según dicen ellos– los actos contrarios a la moral y al mismo tiempo los cometan.
Y, en especial, el carcelero de la prisión de las mujeres también debía ser “un hombre viejo, casado y de buenas costumbres, cuya conducta será vigilada”; aunque sería preferible –en la opinión de Ibn Abdún manifestada en el §28– que las mujeres fueran encerradas, únicamente en virtud de sentencia, “en casa de una matrona de buena reputación y cuya honradez conozca” [el cadí].
Por supuesto, el maestro de escuela, que tiene que tratar con niños y adolescentes, no tiene que ser (§51) “ni soltero ni mozo, sino hombre de edad, honrado, religioso, de buenas costumbres, piadosos, de pocas palabras y nada amigo de escuchar lo que no le concierne.” De similar condición habían de ser los corredores de casas, que (§155) “no serán mozos, sino viejos de buenas costumbres y de reconocida honradez.” Y los pesadores públicos, que (§215) “deben ser hombres honrados y entrados en años, porque su oficio supone que son de fiar en punto a integridad, religión y piedad.” Y, en fin, según lo dicho en el §201:
Nada es más necesario en el mundo que un cadí justiciero, un notario fidedigno, un buen calafate y un médico experto y de conciencia, pues de estos cuatro oficios depende la vida del mundo, y ellos necesitan más que nadie ser honrados y religiosos, ya que Dios les ha confiado los bienes y las vidas de las gentes.
Una cuidadosa vigilancia habría que ejercerse en los cementerios, porque en ellos se había permitido que “encima de las tumbas se instalen individuos a beber vino o incluso, en ocasiones, a cometer deshonestidades” (§52). Otro motivo para que fuera necesario extremar la vigilancia era cuando tuvieran que salir los músicos al campo para ir a una fiesta1 . En principio Ibn Abdún preferiría que no hubiera músicos, pero, ante su imposibilidad práctica, es partidario de la concesión previa por parte del cadí de una autorización a los músicos para su desplazamiento al campo y de hacer acompañar a los músicos con alguaciles. Del siguiente modo regula esta cuestión Ibn Abdún en el §190:
Deben suprimirse los músicos, y, si no puede hacerse, por lo menos que no salgan al campo sin permiso del cadí, que los hará acompañar de algunos alguaciles, para impedir que la fiesta degenere en pendencia, pues entre los mozos de mala vida los hay libertinos, calaveras, ladrones y criminales, y además los padres no se ocupan de impedir las fechorías que hacen sus hijos, y así, al menos, el que haga una demasía, o quiera hacerla, será castigado en el acto.
La opinión que Ibn Abdún tiene de la gente joven no es nada buena, ya que, en su opinión (expresada en el §192), los mozos solteros también deben ser sometidos a vigilancia por soldados y alguaciles, “pues suelen ser criminales, ladrones y malhechores, sobre todo cuando los pueblos se quedan vacíos en verano.” Pretende Ibn Abdún (en este mismo epígrafe 192) que los mozos sean bien educados por sus padres y, es más, a éstos los hace responsables de la mala conducta de sus hijos, de forma que:
Debe investigarse, de todo el que tenga un hijo soltero o de pocos años, si le aconseja y le impide obrar mal; de esta suerte, cuando se cometa en el pueblo un desaguisado, robo o herida, se hará responsable de ello a todos los individuos del pueblo que tengan un hijo mozo, y serán los viejos a los que se castigue y multe, para acabar con tales cosas, con la ayuda de Dios; porque, si se cometiese un delito, y se conociere a su autor, y se hubiere atemorizado con amenazas a los mozos y a sus padres, y luego no se hiciese nada, entonces vendría la costumbre de hacer cosas todavía más graves.
Ibn Abdún manifiesta una gran inflexibilidad contra todo el que realice cualquier clase de acción delictiva, y, para atajarlas de raíz, sus propuestas del §192 son sumamente drásticas:
Si se coge a un malhechor o a un criminal incorregible, debe imponérsele la amputación de la mano o la crucifixión en el propio pueblo, que será la manera más rápida de poner coto a su maldad, mejor que aplicarle un castigo corporal, y no se hará caso de ninguna recomendación a favor suyo.
Y además, dejándose llevar por las apariencias, que han tenido gran importancia hasta recientemente, opina que el aspecto desaliñado es síntoma de criminalidad. O sea, que participa del dicho: no sólo hay que ser bueno, sino parecerlo. A este respecto esto es lo que dice (§194):
si se encuentra a un hombre campesino o no, que lleve el pelo largo, se le rapará o afeitará, a más de infligirle un castigo corporal y de obligarle a llevarlo al rape, porque el pelo largo es la marca de los criminales y malhechores.
Por otra parte (§182), “debe prohibirse jugar al ajedrez, a las tablas reales, a las damas y a las flechas, por ser juegos de azar, que son pecado y distraen el cumplimiento de los deberes religiosos.” 2.

1 La música debía gustar mucho a los sevillanos. La fama que por ello habían adquirido llegó a proverbial, pues Averroes, en una conversación que éste mantuvo con el magrebí Abu Bakr ben Zuhr, explicaba que «[...] si muere un sabio en Sevilla y se quiere vender sus libros, éstos son llevados a Córdoba para ser vendidos en ella; y si muere un músico en Córdoba y se quiere enajenar sus instrumentos, éstos son llevados a Sevilla.» Esta anécdota está contada en el Kitab Nafh al-Tib de Al-Maqqari y recogida por Sánchez-Albornoz (1946, Tomo I, p. 417).
Ibn Jaldún (Muqaddimah, Lib. V, Cap. XXXII, p. 756) atribuye la difusión de la música en la España islamita a Ziryab (Alí Ibn Nafí, nacido en Bagdad, pero de origen persa) durante el reinado de Abderramán II. Luego se transmitió a lo largo de sucesivas generaciones hasta el periodo de las taifas, en el que Sevilla recibió “una gran oleada de la propia herencia [musical], y, tras la declinación de esta ciudad, trascendió algo de ella a Ifrikiya y el Magreb”.

2 En esto de los juegos de azar, Ibn Abdún sigue fielmente a Mahoma, ya que éste los puso al mismo nivel que el consumo de vino y los condenó en el Corán. Así se dice en la azora 2, aleya 216:
  Te preguntas sobre el vino y el juego de maysir. Responde: «En ambas cosas hay gran pecado y utilidad para los hombres, pero su pecado es mayor que su utilidad.»
Y en la azora 5, aleyas 92 y 93 reza lo siguiente:
  ¡Oh, los que creéis! Ciertamente, el vino, el juego de maysir, los ídolos y las flechas son abominaciones procedentes de la actividad de Satanás. ¡Evítala! Tal vez seáis los bienaventurados. Satanás querría suscitar entre vosotros la enemistad y el odio mediante el vino y el juego del maysir y apartaros del recuerdo de Dios, de la plegaria. ¿Dejaréis de seguirle? ¡Obedeced a Dios! ¡Estad en guardia! Si os apartáis, sabed que a nuestro Enviado, Mahoma, le incumbe únicamente la predicación manifiesta.
Pero según Lévi-Provençal (1957, p. 288), esta prohibición coránica, “jamás se cumplió literalmente más que por excepción, tanto en Oriente como en Occidente”.