ESTUDIO ECONÓMICO SOBRE EL TRATADO DE IBN ABDÚN

ESTUDIO ECONÓMICO SOBRE EL TRATADO DE IBN ABDÚN

Eduardo Escartín González (CV)
Universidad de Sevilla

Según Seco de Lucena

Seco de Lucena1 sigue á Lévi-Provençal al considerar la existencia de gremios en al-Andalus en fechas tan tempranas como son las del siglo XI. Pero va mucho más lejos que él al ofrecer una idea peregrina, y nunca mejor empleado el calificativo, con su pretensión de hacer creer que el tipo gremial desarrollado en al-Andalus pasó con suma rapidez a los reinos cristianos peninsulares y de ahí a los europeos a través de la ruta jacobea, de forma que en el siglo XII ya se encuentra consolidada la organización de los oficios en el resto de Europa. La propagación de la idea de organizarse los artesanos en corporaciones de tipo gremial mediante los peregrinos que iban a Santiago de Compostela, como si de un virus se tratara, es contemplada por Seco de Lucena (1942, p. 853) como un “proceso de contaminación”, que es el apelativo que él da a lo que se suele conocer como difusión cultural de las instituciones. Lo más asombroso de esta tesis es la virulencia del germen, que en poco tiempo fue capaz de implantarse inicialmente en al-Andalus, procedente del islam oriental, y luego en toda Europa, cuando en la Península Ibérica no hay pruebas fidedignas del desarrollo de los gremios en la España cristiana antes del siglo XII. Supone Seco de Lucena (ib., p. 854), haciéndose eco de las opiniones de Massignon, que las corporaciones laborales islámicas del Oriente Próximo, consideradas por este historiador francés, se habían introducido ya en el siglo X en al-Andalus. Lo que no nos cuenta Seco de Lucena es si también en este caso el contagio fue propagado por los peregrinos andalusíes que iban a La Meca. Cualquiera que haya sido el proceso, ya se comentó en las páginas 513 y 514 que las tesis de Massignon son controvertidas, porque pueden referirse a movimientos organizativos del artesanado fundamentados en motivos religiosos y políticos y no en los profesionales, que son los que verdaderamente caracterizan al gremio. Incluso en el Oriente musulmán no se constata el corporativismo profesional hasta después del siglo XII, como ya se mencionó anteriormente. En este artículo, difunde Seco de Lucena (ib., p. 854) varias apreciaciones poco rigurosas basándose en su interpretación de los manuales de hisba de Ibn Abdún y Al-Saqatí. En una de ellas se expresa así:
Este sistema corporativo fue rápidamente introducido en la España musulmana con otras aportaciones orientales, y hacia el siglo XI había adquirido tal importancia que los tratadistas hispanoárabes juzgaron preciso redactar manuales como el de Ben “Abdún y Al-Saqatí” para uso de los funcionarios –almotacén–, a quienes el Estado encomendaba la doble función –social y económica– de vigilar por el cumplimiento de las constituciones gremiales y observancia de los usos corporativos y reprimir los fraudes de los artesanos en materia mercantil.
Sobre estas afirmaciones conviene precisar que uno de los manuales citados por Seco de Lucena es de la última década del siglo XI, como muy pronto, y el otro de principios del siglo XIII. Por lo tanto, de ser cierta su hipótesis, ya no sería tan temprana la adopción del supuesto sistema gremial en al-Andalus, sino más bien contemporánea de su aparición en el resto de Europa. Otra puntualización es que si bien es cierto que estos manuales van encaminados a censurar las fraudulentas costumbres mercantiles al uso, no lo es que en dichos manuales, por lo menos el Tratado de Ibn Abdún que es el que aquí se estudia, se contemple, como insinúa este autor, la vigilancia y el cumplimiento “de las constituciones gremiales y la observancia de los usos corporativos”. Desde luego, en el Tratado de Ibn Abdún no aparece en ningún lugar nada referente a constituciones gremiales ni a los usos corporativos.
Otra apreciación carente de rigor de Seco de Lucena (ib., p. 854) es la siguiente:
Los manuales de Ben “Abdún y Al-Saqatí” a que antes me he referido nos enseñan que los artesanos hispanomusulmanes estaban agrupados por corporaciones de oficios o gremios, regidos por un síndico al que se denominaba “amín”, fiel, y también “arif”, perteneciente al oficio. El amín era designado por la autoridad y quedaba responsable ante ésta del cumplimiento de las ordenanzas del gremio y de la observancia por sus miembros de las reglas de probidad comercial.
Nuevamente asistimos a interpretaciones personales que van mucho más allá de lo que razonablemente cabe deducir de la lectura del Tratado de Ibn Abdún y a asunciones de ideas comunes por los diferentes autores, que acaban por constituir doctrina. Se observa, por lo transcrito en las páginas 508 y 509 de un texto de Lévi-Provençal, y en las páginas 528 y 529 sobre otro de Rachel Arié, y en éste de Seco de Lucena, que varios autores consideran que la figura del amín, que en algunas ocasiones es llamado arif, es el síndico de un gremio y que es representante del mismo y responsable de su corporación ante el almotacén, o la autoridad competente. Iguales ideas, como más adelante se verá, son también adoptadas por González Arce y por García Sanjuán, quien nos aclara2 que al-Saqatí en su párrafo [72], al hablar de los oficios relacionados con la carnicería, propone el nombramiento de un alarife (o al-arif) de confianza y escogido entre uno de los carniceros y matarifes. Sin embargo en el texto de Ibn Abdún no aparece en absoluto nada que indique la equiparación del amín con el síndico de un gremio, ni que dicho amín sea un representante de algo que no existe en las exposiciones de Ibn Abdún, ni mucho menos que sea responsable ante el almotacén de una institución que únicamente se encuentra en la imaginación (eso sí, muy fértil) de estos intérpretes, tal como se analizó en el parágrafo 4.4 de la Parte I. Obsérvese que el propio Seco de Lucena traduce amín por fiel, y esto no le hace sospechar que equiparar amín con síndico, e igual a representante del oficio, es simplemente una aberración.
Una última apreciación poco rigorosa de Seco de Lucena (ib., pp. 854 y 855) se va a enjuiciar. Es la que a continuación se reproduce:
Los monarcas cristianos, al ocupar las ciudades islámicas (que en la mayoría de los casos conservaban su población musulmana), otorgaban a aquellas sus cartas constitucionales.
Y es curioso advertir que con éstas se solían promulgar ordenanzas para el buen gobierno de los gremios.
Así ocurrió en Sevilla, según consta documentalmente, donde Fernando el Santo mantuvo las agrupaciones urbanas constituidas por artesanos musulmanes de un mismo oficio y concedió a cada gremio cierta especie de jurisdicción para dirimir sus diferencias y el derecho a regular sus manufacturas, con funcionarios propios para juzgar de la calidad de los géneros y velar por la observancia de los reglamentos de taller 3. Es decir, que conservó íntegramente la organización gremial de los musulmanes.
Lo primero que es preciso comentar sobre esto es que la conquista de Sevilla fue a mediados del siglo XIII (en el año 1248). O sea, se están mezclando siglos como si tal cosa; como si se tratara de la misma época sólo porque había poblaciones moras que eran conquistadas por los cristianos y sin que el transcurso de los siglos afectara a la evolución de sus instituciones. En consecuencia, se debe pensar, por ejemplo, que nada tiene que ver la conquista de Toledo, en 1085, por Alfonso VI, con la de Córdoba, en 1236, por Fernando III el Santo. Según Martín Ramos (y otro, 1972, p. 241), tras la conquista de Toledo, Alfonso VI otorgó fueros propios a las minorías y más adelante siguiéronse dando sucesivos fueros, hasta que Alfonso VII derogó tanta variedad de leyes y las unificó para todos los habitantes en 1118. Más o menos, salvo por la correspondencia de las fechas, esto está confirmado con lo dicho por Lardizábal (1815, p. XLII) acerca de que el Fuero Juzgo o Libro de los jueces era el código legal imperante en el reino de León y en algunas partes del reino de Castilla, pero que se pretendía unificar para todo el mundo este sistema legal. Hay que tener en cuenta que, aunque algunas leyes fueran promulgadas para otorgar privilegios, los fueros eran lo que hoy denominamos leyes. Por eso el propio Alfonso VI en 1101 manda que en Toledo los pleitos de los mozárabes se diriman por el Fuero Juzgo. Y en 1155 esta ordenanza fue confirmada por Alfonso VII, “dirigiendo su confirmación, no ya á solos los muzárabes, sino á todo el concejo ó ciudad de Toledo”. Lardizábal también dice (ib., p. XXXVII) que “el santo Rey Don Fernando” dio en 1241 a la ciudad de Córdoba “por Fuero el libro de los jueces ó código latino wisigodo”, para ello lo mandó traducir a la lengua vulgar, “y que le tenga perpetuamente por fuero con el nombre de Fuero de Córdoba”. Por consiguiente, la tendencia de los reyes castellanos a lo largo de los siglos de reconquista fue la de unificar el sistema legislativo aplicable a todos los lugares, pues durante el reinado de Alfonso VII hay una escritura de compraventa en la que se alude a que la compra fue hecha “secundum forum de Talavera, et secundum librum Judicum” (ib., p. XLII); en otra disputa por la competencia legal a aplicar si por el fuero de Talavera, que como el de Toledo era el de las leyes visigodas, o por el fuero de Castilla, Alfonso X el Sabio en 1254 decidió que las causas criminales se juzgaran por el Fuero Juzgo, y esta decisión fue confirmada por su hijo y heredero al trono Don Sancho en 1282, y ya como rey en 1290, para atajar estas disputas, “mandó que sin hacer más diferencia entre muzárabes y castellanos, todos fuesen juzgados por las leyes wisigodas: Et que hayan todos el fuero del libro Juzgo de León, é que se juzguen por él” (ib., p. XLII). El Fuero Juzgo siguió vigente durante bastantes siglos, ya que Alfonso X el Sabio, pese a haber confeccionado un nuevo código, nunca mandó promulgar las Siete partidas. Éstas fueron publicadas y autorizadas por Alfonso XI en 1348 (ib., p. XLIII).
Obligado es decir que en todo el Fuero juzgo no hay ninguna norma que tenga que ver con ninguna organización de los artesanos, ni con los oficios, ni con las profesiones; excepto la mención genérica a los orfebres para considerarlos ladrones, y reos por lo tanto de la pena por latrocinio, si adulteran el oro aleándolo con cualquier otro metal, o si trabajando el oro, la plata, u otro metal hurtaren algo de esos metales –leyes 3 y 4 del Título VI, Libro VII– y ciertas regulaciones que, según el título del Libro XI, atañen a los físicos [médicos y sangradores] a los mercaderes de ultramar y a los marineros –aunque luego no hay norma alguna sobre estos últimos–. Así es que las ordenanzas laborales tuvieron que promulgarse cuando surgiera la necesidad, pero no como un privilegio concedido a una ciudad por haber sido conquistada, ya que, como se ha visto en el caso de Córdoba y mucho antes en el de Toledo, el fuero general a aplicar fue el libro de los jueces o Fuero juzgo de León. Por tanto, las ordenanzas gremiales se fueron desarrollando en Castilla de forma autónoma y adaptándose algunas denominaciones a su propia idiosincrasia, que por préstamo lingüístico, se tomaron de idioma arábigo; pero la coincidencia sólo era de nomenclatura y no de contenido de la institución que diferían bastante las cristianas de las musulmanas, aunque también tuvieran algunas analogías 4. Respecto a estas diferencias ya se ha comentado algo en la página 519 al analizar las consideraciones de la doctora de Castro. Ahora se añadirá que el almotacén cristiano era una institución sujeta a subasta, que, como tal, obligaba al pago del canon ofrecido, y, una vez concedido el cargo, el almotacén cobraba derechos, por ejemplo, participando en el importe de las multas que imponía (González Arce, 1991, p. 169). De ahí que en su regulación cobrara gran importancia el “Arancel de Derechos del Almotacenazgo”5 .
La primera regulación de carácter general que afecta a las organizaciones profesionales se encuentra en Las siete partidas de Alfonso X el Sabio. Se trata de la ley 2 del Título 7, Partida Quinta, en la que se introducen severas restricciones a la autonomía de los gremios y a su tendencia por aplicar prácticas monopolísticas. Por su relevancia para captar el ámbito gremial de aquella época, aunque sea de fecha posterior a la aquí estudiada y correspondiente a la zona cristiana, a continuación se reproduce esta ley 2 titulada “Como los mercaderes no deben poner cotos entre sí sobre las cosas que vendieren”:
Cotos [tasas] y posturas [convenios] ponen los mercaderes entre sí haciendo juras [conciertos jurados] y cofradías [gremios] juntamente para que se ayuden unos a otros, poniendo precio cierto por cuánto darán la vara de cada paño, y por cuánto darán otrosí el peso y la medida de cada una de las otras cosas, y no menos. Otrosí los menestrales ponen coto entre sí por cuánto precio den cada una de las cosas que hacen en sus menesteres; otrosí hacen postura que otro ninguno no labre en sus menesteres sino aquellos que ellos recibieren en sus compañías [sociedades], y aun aquellos que así fueren recibidos, que no acabe el uno lo que el otro hubiese comenzado; y aun ponen coto en otra manera: que no muestren sus menestrales a otros ningunos sino a aquellos que descendieren de sus linajes de ellos mismos. Y porque se siguen muchos males de ello, prohibimos que tales cofradías y posturas y cotos como estos sobredichos ni otros semejantes de ellos no sean puestos sin conocimiento y con otorgamiento del rey; y si los pusieren, que no valgan; y todos cuantos de aquí en adelante los pusieren, pierdan lo que tuvieren, y sea del rey; y aún, además de esto, sean echados de tierra para siempre. Otrosí decimos que los jueces principales de la villa, si consintieren en que tales cotos sean puestos, o si desde que fueren puestos no los hicieren deshacer si lo supieren, o no enviaren decir al rey que los deshaga, que deben pagar al rey cincuenta libras de oro.
Mención especial merece el caso de la conquista de Sevilla, por la singularidad de la misma y porque se suele poner de ejemplo, como en la transcripción de las páginas 537 y 538 perteneciente a un texto de Seco de Lucena, para ilustrar la pervivencia de los gremios musulmanes tras el cambio de la soberanía. Y resulta que de mala forma pudieron sobrevivir las corporaciones gremiales de los moros cuando no quedó ni uno en Sevilla. Sobre esta cuestión José Mª de Mena (1975, p. 97) escribe: “San Fernando exigió que le entregasen la ciudad vacía de habitantes, así que todos tuvieron que marchar a Marruecos, a Málaga o a Granada”. Al parecer, y según las crónicas, del reino taifa de Sevilla partieron exiliados, debido a la conquista, del orden de 300.000 personas (ib., p. 97). Por consiguiente el rey Fernando III tuvo que repoblar con gentes de Castilla y cristianos de cualquier otra procedencia la ciudad y el resto del reino de Sevilla6 . En estas condiciones no era necesario respetar ningún fuero de los musulmanes, ni sobre derecho común, ni sobre derecho laboral, porque simplemente no había a quien aplicárselo. Teniendo en cuenta estos hechos y que pocos años antes en Córdoba se había otorgado el Fuero Juzgo, no causará ninguna extrañeza que a Sevilla también se le diera el mismo código legal. Así narra José Mª de Mena el suceso (ib., p. 100):
Ocupada que hubo la ciudad comenzó el rey San Fernando a reorganizar la vida local, designando por arzobispo al prelado don Remondo o Ramón, que le había acompañado en la conquista. «Heredó de buenos y grandes heredamientos de villas castillos y lugares muchos ricos» a la iglesia de Santa María. Ordenó el Cabildo y Regimiento de la ciudad; puso muchos letrados y oficiales, dando como ordenanza y legislación municipal el «Fuero Municipal y general toledano», otorgando a los caballeros sevillanos las mismas franquezas que gozaban los de Toledo; y a los del barrio de la calle Francos, la «franquía» o facultad de comprar, vender y cambiar libremente y sin impuestos, de donde viene su nombre a esta calle.
Repartió las propiedades tanto urbanas como rústicas de la ciudad y comarca, [...].
En el cuaderno de repartimientos figuran con detalle los predios, cultivos y edificaciones de que el rey hizo donación a los caballeros, príncipes e iglesias.
Por tanto, no cabe otra posibilidad que deducir que los gremios sevillanos a partir de mediados del siglo XIII son enteramente de origen castellano y que tardarían algo en consolidarse, porque Sevilla se convirtió de populosa en insignificante por el número de sus habitantes, puesto que en 1253 contaba con unos 4.800 vecinos según la estimación de Julio González, trasmitida por González Jiménez (1980, p. 143). De acuerdo con la tesis aquí defendida, resulta que la influencia islámica en los gremios castellanos es nula, ya que cuando se conquistó Toledo, poco antes de que escribiera su libro Ibn Abdún, no estaban instituidos en el mundo islámico peninsular. La reconquista sufrió un largo parón con lo que dio tiempo a que los gremios en el Estado castellano se desarrollaran por su cuenta bajo sus propias necesidades económicas y en los Estados islámicos bajo las suyas 7, si es que en éstos llegaron verdaderamente a organizarse. Con esta aseveración no se niega que hubiera préstamos lingüísticos, ni que hubiera difusión cultural; pero al cabo de unos 150 años Castilla recobró la hegemonía sobre los moros a quienes acabó arrebatando las grandes ciudades de Córdoba y Sevilla y no mucho después Cádiz. Sabido es que por lo general es la potencia más fuerte la que termina por hacer prevalecer sus instituciones, aunque adopte otras muchas así como ciertos modos culturales del vencido, especialmente en lo relativo al refinamiento, pero transformándolos y adaptándolos a su idiosincrasia.

1 Luis Seco de Lucena Paredes: “Origen islámico de los gremios”, en Revista del Trabajo, 34, 1942, pp 853 a 855.

2 En su artículo de 1997, p. 219.

3 Nota insertada por el propio Seco de Lucena en este punto: Conf. Ortiz de Zúñiga: Los anales de Sevilla, apud. P. Zancada, “Derecho Corporativo Español”. Madrid, s. a. 29.

4 Chalmeta (1973, p. 94) considera que en nuestra lengua hay dos clases de arabismos: uno, conservando el vocablo arábigo, como en «alcántara» y otro, traduciéndolo, como en «fiel», que es en cristiano el alamín moro. Pero obsérvese que en este último ejemplo se dan simultáneamente las dos clases de arabismos, ya que en castellano tenemos indistintamente fiel y alamín, incluso amín. Ahora bien, aunque el uso de fiel sea por traducción de la voz árabe y no por una evolución paralela pero independiente, esto refuerza la tesis sobre que el amín no era un síndico, sino sencillamente un fiel.

5 Véase en González Arce (1991, p. 169), quien en su artículo se extiende bastante sobre esta institución del almotacenazgo. Chalmeta (1973, pp. 495 a 607) también tiene un amplio estudio sobre el almotacén y el almotacenazgo; pero este autor destaca mucho las similitudes entre los cometidos y funciones de estos funcionarios en sus modalidades cristiana y sarracena, cuando también es muy conveniente resaltar las disparidades.

6 Sobre los repartimientos y la repoblación de Andalucía en el siglo XIII puede consultarse el estudio de González Jiménez (1980, pp 129 a 181).

7 Es preciso reconocer que las condiciones económicas y políticas de unos y otros no eran las mismas, y, aunque había comercio y difusión cultural entre ambos tipos de Estados, no cabe pensar en unas similitudes totales.