ESTUDIO ECONÓMICO SOBRE EL TRATADO DE IBN ABDÚN

ESTUDIO ECONÓMICO SOBRE EL TRATADO DE IBN ABDÚN

Eduardo Escartín González (CV)
Universidad de Sevilla

2.4.2 La estructura de la propiedad agraria

Esta última observación de Ibn Abdún da pie a intentar investigar la estructura de la propiedad agropecuaria, pues, como se acaba de ver, no se excluye que algunos campesinos pudieran tener fincas propias. No obstante, la frase “mirar como propias” algunas cosas no significa exactamente que esas cosas también pertenezcan al que las contempla como propias. Presumiblemente, si algunos campesinos tenían fincas propias, éstas tendrían que ser pocas y de pequeña extensión, como ya se dedujo en el parágrafo 1.5.2, a propósito del robo de cepas en las viñas. Lo que resalta Ibn Abdún, en el §158 recién transcrito parcialmente, es que las fincas solían ser de la gente de la ciudad; en cambio, los campesinos disponían de las tierras comunales del pueblo. De este detalle puede deducirse que los campesinos debían ser muy pobres y que no poseían tierras personalmente. Es posible que hubiera alguna mínima excepción, porque Ibn Abdún menciona las huertas y sus productos; y, generalmente, las huertas son pequeñas y sus propietarios minifundistas, lo cual no quiere decir que los latifundistas no posean huertas. Esta presunción de la pobreza rural queda avalada con las demás consideraciones de Ibn Abdún, vertidas en el §192, que trata de los pueblos. Pues, como ya se ha mencionado, los mozos solteros solían ser criminales, ladrones y malhechores, que no lo serían si fueran ricos. Para evitar estas fechorías, a continuación aconseja Ibn Abdún que “los mozos deben salir a los trabajos de la recolección”. Semejante disposición no se tendría que prescribir si los padres de esos mozos tuvieran fincas propias, porque entonces no les quedaría más remedio que hacer ellos mismos con los hijos su propia recolección, sin que nadie tuviera que recomendarlo. Todo esto también indica que los campesinos disponían de una cierta libertad y que no estaban adscritos obligatoriamente a la tierra ni estaban sujetos a prestaciones personales, como fue algo normal en el régimen feudal de la Europa cristiana medieval. Esto queda corroborado con lo que dice Ibn Abdún en el §202: “En la parada donde buscan trabajo los braceros para la labranza [... donde] se ajusta para una jornada, por un salario establecido y hasta una hora determinada”. Tal observación significa evidentemente que había un mercado libre de trabajo para las tareas agrícolas, con su oferta por parte de los braceros, y su demanda por parte de los propietarios agrícolas.
Respecto a si había pequeñas propiedades, en tiempos de los almorávides, las escasas referencias que Ibn Abdún hace sobre las fincas y heredades no permiten precisar irrefutablemente este aspecto de la estructura de la propiedad agraria. En el fondo las deducciones que sobre ello se extraigan, como la que se hizo derivada del robo de cepas, y aunque tengan muchos visos de verosimilitud, no dejan de estar sustentadas en la especulación. En el §69 Ibn Abdún dice: “El que traiga de sus fincas algún producto para su consumo y entre con ello en la ciudad, no estará obligado a dar una parte de ello al portero”, y en el §65 precisa lo siguiente: “El que venda en su casa trigo o aceite, o el que los traiga a su casa desde su heredad, tampoco deberá pagar alcabala, porque el Estado ya percibió anteriormente los diezmos de su valor.” Debemos apreciar que el decir que alguien traiga a su casa algún producto desde su finca o heredad no implica que lo haga personalmente. Si, en efecto, alguien lo hiciera por sí mismo, esto se podría interpretar como que la propiedad agraria era pequeña. Únicamente en esta circunstancia el transporte de los productos lo haría personalmente el dueño de una parcela reducida. Y ello es debido a no tener medios suficientes para encargar el porte a persona ajena, que es precisamente lo que haría un rico hacendado: encomendar a un criado que le trajera los productos. Distinto sería el caso de quienes traen a sus casas productos del campo para venderlos desde ella. Puesto que los ricos no suelen vender directamente productos agrarios en sus propias mansiones, quedaría avalada, en consecuencia, la existencia de la pequeña propiedad agraria con la constatación del hecho de vender en sus casas los productos del campo.
Sobre la propiedad de fincas también hay una mención en el §209; es la siguiente:
No deben comprarse aceitunas frescas ni ninguna clase de frutas más que de quien se sepa que tenga fincas, porque, si no, puede tratarse de un robo de los que se apropian de los bienes ajenos, y se les deberá quitar a quienes se sorprenda con ellos, sobre todo si son mozalbetes, campesinos o gente parecida.
La primera parte de esta cita es algo ambigua en lo referente al tamaño de la propiedad agraria y en lo concerniente a la riqueza de su dueño. Se necesita mayor especificación para colegir el tamaño de la propiedad, puesto que podría saberse que la fruta proviene de un gran hacendado aunque, evidentemente, no fuera él quien la vendiera directamente, sino un administrador o simplemente un encargado en su nombre. No obstante, la segunda parte de la cita confirma lo dicho anteriormente sobre la pobreza de la gente rural y sobre su condición de no ser propietarios, porque Ibn Abdún da por sentada la presunción inmediata de que no puede ser un campesino el dueño de la fruta, sino un ladrón de la misma si es quien la porta. Ahora bien, si el que lleva consigo la fruta para vender no fuera ni mozalbete ni campesino ni gente parecida, entonces ¿quién puede ser tal persona? Un rico hacendado no, ya que, según las razones antes expuestas, los ricos ni venden ni transportan los productos agrarios personalmente. Entonces, podría tratarse indistintamente, o bien de un encargado o agente del hacendado, o bien de un pequeño propietario, el cual sí vende personalmente. Esta última hipótesis queda confirmada al final de este mismo §209, que dice:
Lo mismo suelen hacer estos individuos con los cabrahígos, pues los cogen de los árboles para venderlos. Por consiguiente, si se coge a uno llevando en la mano cabrahígos agujereados [para la cabrahigadura] y se sabe que no tiene ninguna higuera silvestre, se le quitarán y se dará parte de él al cadí, para que lo castigue.
En este pasaje queda reflejado sin ningún género de dudas el hecho de llevar alguien personalmente los cabrahígos y la doble posibilidad de ser o no el dueño de la higuera. Si lleva los cabrahígos y no es dueño de la higuera silvestre, se trata de un ladrón. Pero si es su dueño, éste no puede ya ser otro que un pequeño propietario que se ve impelido a vender por sí mismo su escasa recolección. Y, además, es evidente que nos estamos refiriendo al dueño de una minúscula propiedad de terreno, porque es absolutamente imposible tener una higuera, aunque sea silvestre, sin poseer también un terruño donde esté arraigada.
En esta misma línea de razonamiento, y volviendo a la transcripción que más arriba se hizo del §70 (página 95) sobre la posibilidad de que las pieles o carne de vacuno fueran robadas, cuando se dice que si “es su dueño el que las ha traído”, aquí sí se puede interpretar literalmente que es el propietario quien la lleva personalmente. Y, en este caso, se trata de un pequeño ganadero, ya que los ricos no hacen esas tareas por sí mismos. De todas formas, en el ámbito de la ganadería hay más posibilidades que en el de la agricultura de que gentes pobres puedan tener alguna res, ovina o bovina, porque éstas pueden mantenerse en un corral casero o pastando en las tierras comunales.
Ahora bien, la posesión de grandes latifundios queda reflejada con bastante claridad en la sugerencia de Ibn Abdún al rey (§3):
Es preciso que el rey ordene a sus visires y a los personajes poderosos de su capital que tengan explotaciones agrícolas personales; cosa que será del mayor provecho para uno y para otros, pues así aumentarán sus fortunas; el pueblo tendrá mayores facilidades para aprovisionarse y no pasar hambre; el país será más próspero y más barato, y su defensa estará mejor organizada y dispondrá de mayores sumas.
La primera parte de esta sugerencia de Ibn Abdún es exactamente equivalente a la consideración de Columela1 , a la muy anterior de Jenofonte 2 y a la que unos seis siglos y medio después haría Adam Smith (1776, p. 732): “Es un asunto de mucha importancia fomentar el cultivo directo de las tierras por los dueños”. Y, como nuestro sevillano, este autor escocés también sería partidario de la abundancia y baratura de las subsistencias (Schumpeter, 1954, p. 333).
Sobre este asunto de la estructura agraria, el traductor, en nota a pie de página, apostilla lo siguiente:
El territorio de Sevilla fue siempre, en el período musulmán, el de los grandes latifundios, constituidos por la aristocracia árabe o perteneciente a ricos propietarios rústicos originarios del país. Sobre estos latifundios sevillanos del siglo IX, cf. E. Lévi-Provençal. Hist. de l’Esp. Mus., I, pp. 60, 251.
En consecuencia, y pese al fundamento especulativo de estos razonamientos, se puede concluir sin demasiado temor a equivocarse que el minifundio coexistía con el latifundio; aunque en el Tratado de Ibn Abdún no hay datos suficientes para determinar en qué proporción.3

1 Los doce libros de agricultura, Tomo I, Lib. I, Cap. I, p. 12: “el contínuo trabajo y la experiencia del capataz, y las facultades y voluntad de gastar, no valen tanto como la sola presencia del amo, que si no interviene con frecuencia en las labores, todas ellas aflojan”.

2 Económico, XII,20, p. 380: “el gran rey tropezó con un buen caballo, y queriendo engordarle en el más corto plazo, preguntó a uno de los que pasaban por entendidos en caballos qué engorda lo antes posible al caballo. Y se dice que éste respondió: «El ojo de su amo». De igual modo, Sócrates, me parece que en cualquier cosa es el ojo del amo lo que obtiene los mejores resultados”.

3 Esta conclusión parece estar avalada por la investigación de Lévi-Provençal (1957, pp. 114 y 115), quien dice lo siguiente sobre la estructura de la propiedad agraria:
  Todo lo que se puede aventurar sin demasiado riesgo es que el régimen de la tierra variaba según las regiones naturales, y que si, en las provincias centrales de España, la tierra estaba relativamente parcelada y en manos de pequeños propietarios, en su mayoría beréberes o de origen indígena, la situación era, en cambio, muy diferente en las regiones más fértiles y más productivas, donde enormes fincas de un solo dueño, verdaderos latifundios, fueron, por lo menos desde el siglo IX, el origen de la fortuna de muchos aristócratas andaluces, de origen árabe real o supuesto. Estas grandes fincas se hallaban en la actual Andalucía (donde sigue subsistiendo el régimen de la gran propiedad), en las huertas levantinas, en tierras de Toledo (grandes productoras de cereales) y en el valle de Ebro.
Por lo que respecta a Sevilla, este mismo autor, en nota a pie de la página 114, menciona las grandes fincas del Aljarafe que pertenecían a aristócratas árabes. A lo largo del presente estudio se tendrá ocasión de reproducir relatos en los que se alude a las grandes fincas de los alrededores de Sevilla en manos de árabes nobles. Y también que los campesinos sevillanos fueron, por lo menos al principio, cristianos esclavos. Sobre la condición de los que cultivaban la tierra, que, en muestra opinión, más bien era mísera antes que modesta, Lévi-Provenzal (ib., p. 114) dice:
  El labriego (‘amir), establecido por herencia en una tierra cuya posesión legal no tenía, conservaba sin duda, poco más o menos, la misma condición que en la época visigótica, o sea la de un siervo de la gleba, si es que no era ya, por nacimiento, de condición servil. En general, se hallaba ligado al dueño de la finca, que contribuía a hacer fructificar con su trabajo, mediante un contrato tácito y permanente de colono aparcero, en virtud del cual no tenía derecho, para su mantenimiento y el de los suyos, más que a una reducida parte alícuota de la cosecha debida a su trabajo: un cuarto, o un tercio, o excepcionalmente la mitad. Aunque fuese hombre libre o se le considerase tal, no dejaba de estar, además, sujeto, aparte su cotidiana labor, a penosas prestaciones oficiales, y sometido a reclutas y requisas, sin contar el diezmo que había de pagar al fisco, de los productos de la tierra. Podemos suponer que por lo común llevaba una existencia modesta, cuando no miserable, y que se beneficiaba siempre, como contrapartida, de una real protección de su dueño o patrono.