ESTUDIO ECONÓMICO SOBRE EL TRATADO DE IBN ABDÚN

ESTUDIO ECONÓMICO SOBRE EL TRATADO DE IBN ABDÚN

Eduardo Escartín González (CV)
Universidad de Sevilla

El comercio

En las sociedades donde rige el régimen jurídico de la propiedad privada 1 la distribución de bienes se realiza fundamentalmente mediante el mercado, o zoco, en el entorno de la cultura arábiga, por el sistema de compraventa de productos. Puesto que en Sevilla hacía tiempo que se había alcanzado un alto grado de especialización en el trabajo y de diversificación en la elaboración de productos, no será de extrañar que los sevillanos tuvieran necesidad de acudir al mercado para procurarse los bienes que necesitaban, si pretendían obtenerlos de una forma honorable. Y, aun así, no todos los procedimientos aplicados por los vendedores eran honrados: abundaban los fraudes y las trapacerías, cuya denuncia y represión es el motivo fundamental del Tratado de Ibn Abdún. Otros modos de conseguir bienes eran mediante el limosneo y el robo que, por ser este último absolutamente deshonesto, entra en la delincuencia perseguida por Ibn Abdún. De ahí que éste prescriba (§141) que “Si de algún tratante se sabe que es trapacero y no obra como debe, échesele del zoco por ladrón, vigílesele y no se le emplee.” Y en este mismo epígrafe prohíbe la venta de palomos ladrones, pues sólo los quieren “las gentes amigas de lo ajeno y sin religión”. La mendicidad era considerada como una vicisitud normal por la que atravesaban las personas y, por consiguiente, totalmente tolerada, de forma que se debía atender a quienes la practicaban, incluso si era un delincuente. Ratificando lo recién declarado, Ibn Abdún establece una pena accesoria a los que sufran el castigo de amputación de un miembro: la de ser expulsado de la ciudad y vivir de limosnas. En palabras textuales de Ibn Abdún (§29), el reo al que se le ha cortado la mano “no debe ser encarcelado, sino echado de la ciudad, a que viva de la caridad de las gentes, hasta que se cure.” Los presos en la cárcel también comían de la caridad de la gente; pero sus carceleros solían aprovecharse de la bondad de los vecinos y se quedaban con parte de la comida. Para evitar esta picaresca Ibn Abdún determina (§29) lo siguiente:
El carcelero no deberá participar en nada de los víveres que como limosna se envíen a los presos, ni se le dejará que tenga a su lado amigos que le hagan compañía, pues les daría parte de dichas limosnas y consumirían ilícitamente el dinero de las gentes. No se permitirá que haya en la prisión más que un solo carcelero, pues si fuesen muchos introducirían el desorden y vivirían de las limosnas hechas a los presos, lo cual sería una falta.
Tal como puede observarse la principal consecuencia del régimen de la propiedad privada, que es la obligación de obtener los bienes necesarios para la supervivencia de los individuos a través del mercado, es decir, por el procedimiento de dar algo sólo si se recibe otra cosa a cambio, no puede llevarse a cabo en toda su plenitud. En efecto, necesariamente tiene que haber múltiples excepciones, ya que algunos individuos de esa sociedad perecerían si no se les donara los medios necesarios para sobrevivir; o sea, estas personas no obtienen las cosas dando algo a cambio, sino que las consiguen gratuitamente. Entre estos medios debe contarse el alojamiento que Ibn Abdún propone (§37) que se habilite en torno a la sala de abluciones de la mezquita “para que pernocten los forasteros”. En este mismo epígrafe considera que las esteras viejas de la mezquita deben donarse a la cárcel y a los pobres de la ciudad.
Al parecer, por lo que manifiesta Ibn Abdún (§17), en la Sevilla de su tiempo estaba instituido el certificado de pobreza. Posiblemente, a quien se le concediera este certificado se le atendería en sus necesidades básicas a cargo del tesoro de las fundaciones pías, o a cargo de las donaciones a título de limosna, o directamente por la gente en la medida de la posibilidad de cada cual. Esto no está del todo confirmado con las manifestaciones de Ibn Abdún, que es muy parco en esta cuestión, pero es lógico que así fuera porque las fundaciones pías se nutrían de las limosnas de los fieles para lograr un fin piadoso, y no cabe duda que socorrer a los pobres, y a los huérfanos y viudas, que quedaban en la indigencia, era una obra de caridad considerada como pía por Mahoma en el Corán y reiteradamente propuesta por él. Sólo a título de ejemplo se citan algunas, de las numerosísimas, frases del Corán donde se instituyen las obras pías y la limosna, así como esa finalidad de atender a los pobres, a los más necesitados2 :
Dios ha prometido a quienes creen y hacen obras pías que tendrán un perdón y una recompensa enorme. (Corán, 5,12).
¡Haced obras pías! [...]. No constreñimos a ninguna alma sino en la medida de su capacidad (Corán, 22,53 y 64).
A quienes creen y hacen obras pías, los hospedaremos en el Paraíso, en salones por cuyo pie corren los ríos. En ellos serán inmortales. (Corán, 29,58).
Te preguntan cómo deben hacer la limosna. Responde:«El bien que gastéis, sea para los padres, los parientes, los huérfanos, los pobres y el viajero. El bien que hagáis, Dios lo conoce.» (Corán, 2,211).
Si dais limosnas en público, ellas os son buenas; si las ocultáis y las dais a los pobres, os son mejores y os servirán como expiación de vuestras maldades. [...]. Lo que gastéis en hacer bien es para vosotros mismos, pues no gastáis si no es por el deseo de contemplar la faz de Dios en la otra vida. Lo que gastéis en hacer bien os será reintegrado y no seréis tratados con injusticia. Los pobres vergonzantes que se han visto constreñidos a la indigencia en la senda del Señor, que no pueden moverse por la tierra, aquellos a quienes el ignorante los juzga ricos por la abstinencia en el pedir, que los conoce por su aspecto, que no piden inoportunamente, a esos pobres va a parar lo que gastéis en hacer bien, pues Dios es omnisciente. (Corán, 2,273 y 274).
Las limosnas son para los indigentes, los pobres, quienes por ellos actúan, quienes tienen sus corazones dispuestos a aceptar el Islam; deben darse para el rescate de los esclavos e insolventes, para la senda de Dios y el viajero. (Corán, 9,60).
Quienes, de entre vosotros, tienen el favor divino y bienestar, no se olviden de dar limosa a los allegados, a los pobres, a los emigrados en la senda de Dios. (Corán, 24,22).
Ahora bien, como la mendicación se presta con harta facilidad a la truhanería y al abuso, Ibn Abdún es muy cauto a la hora de permitir que se conceda un certificado de pobreza; como es natural, prefiere que éste sea otorgado tras efectuar las oportunas comprobaciones sobre el solicitante, para garantizar así que quien lo exhibe necesita realmente ser socorrido. La información que nos proporciona Ibn Abdún acerca de los certificados de pobreza (en el §17), algo escueta, pero suficientemente significativa, es ésta:
Es necesario abolir los certificados de pobreza, que dan lugar a toda suerte de errores y a que las gentes gasten su dinero en vano, salvo para personas de incapacidad física, indigencia, miseria y falta de medios bien conocidas; pero a aquellos de quienes se sepa que gastan normalmente mucho y con prodigalidad no se les dará oídos. Del mismo modo, las donaciones a título de limosna no serán consignadas más que por persona de toda garantía.
No obstante, y pese a considerar que es necesario asistir a los verdaderamente pobres, Ibn Abdún establece algunas limitaciones al ejercicio de la mendicidad con la pretensión de evitar que algunos pedigüeños abusasen de la gente que da limosnas de buena fe y que se importune a los fieles en la mezquita durante el sermón del imán. Por eso, recomienda (§45) lo siguiente:
No se deberá dejar a ningún pobre que mendigue los viernes dentro de la mezquita mayor, importunando a los fieles, para luego gloriarse de ello entre sus colegas. El mendigo que lo haga sufrirá un castigo corporal, y los encargados de impedírselo serán los vigilantes y los almuédanos. Tampoco se permitirá que ningún mendigo pida limosna en voz alta en el atrio de la mezquita mayor una vez que el imām haya subido al almimbar para predicar.
Abandonando ya esta forma de distribuir bienes mediante donativos, ahora nos centraremos en los mercados, que es un procedimiento radicalmente distinto del establecido con la donación, o distribución de bienes de forma gratuita3 . En Sevilla, los mercados y las tiendas estaban repartidos por toda la ciudad, incluso fuera de ella. La zona donde se ubicaba la mezquita mayor era una de las más características, céntricas y concurridas de la ciudad y en torno a ella, incluso en el atrio de la mezquita, se instalaban los vendedores con sus productos (§110). Esta costumbre de aprovechar los templos para ejercer el comercio, debía proceder de muy antiguo, desde mucho antes de la fundación del islam, porque ya en el Nuevo Testamento se menciona que Jesús expulsó a los mercaderes del templo, por convertir la casa de Dios, que es casa de oración, en cueva de ladrones (San Mateo, 21,12 y 13; Mc 11, 15-17; y Lc 19, 45-46).
Aunque Ibn Abdún opina que la mezquita es un lugar de oración y no para hacer la guerra (§39) y que, como ya se ha dicho un poco más arriba, los pobres no deberían mendigar los viernes dentro de la mezquita mayor, ni siquiera pedir en voz alta en el atrio de la mezquita cuando el imán ya ha subido al almimbar para predicar (§45), no reprueba en absoluto que se usen partes de la mezquita con una finalidad comercial. Lo que pretende Ibn Abdún, al proponer alguna normativa concerniente a la actividad mercantil en los aledaños más inmediatos de la mezquita mayor, es poner orden en la forma anárquica de establecer los puestos por parte de sus conciudadanos los comerciantes al detall. Además éstos lo ensuciaban todo sin ningún género de responsabilidad. Para poner algo de orden, evitar que la suciedad invadiera la aljama y se convirtiera en foco de enfermedades, Ibn Abdún estipula al respecto (§41):
que los vendedores barran el atrio de la mezquita mayor todos los viernes por la mañana, y que no ocupen dicho atrio con mercancías hasta que no concluya la oración en común [del mediodía]. El local destinado a la oración por los muertos debe ser protegido contra la intrusión de los vendedores, sin dejar que ninguno se instale en él hasta que acabe la oración del ‘asr de cada día. [...]. El cadí deberá impedir que algunas gentes instalen, como suelen, en los poyos de la fachada de la mezquita mayor puestos o tenderetes de venta, porque luego los consideran de su propiedad y, además, estorban de esa manera a los fieles que recen en dichos poyos.
Prescripciones relativas a los vendedores que se establecían en algunas zonas de la mezquita son contempladas más adelante por nuestro autor (§110):
Debe prohibirse a los vendedores que se reserven lugares fijos en el atrio de la mezquita mayor o en otro sitio, porque así se crea un cuasi derecho de propiedad, que engendra constantemente diferencias y disputas entre ellos. Que el que llegue primero ocupe el sitio.
Continuando con las regulaciones que atañían a la mezquita y al comercio, tampoco se debería consentir que se estacionaran caballerías en el atrio de la mezquita mayor, porque con sus defecaciones y orines ponían a los fieles en estado de impureza legal (§46). Igualmente reprueba Ibn Abdún que en torno a la mezquita mayor se vendiera aceite u otros productos sucios o que dejaran mancha indeleble (§111); y que en torno a la mezquita mayor se colocaran vendedores de conejos y volatería, para los cuales se debería utilizar otro lugar especial (§112). Por último, recordemos otras recomendaciones, según las cuales no se debían vender trufas en torno a la mezquita mayor, “por ser un fruto buscado por los libertinos” (§114)4 , ni aprovechar los zocos para ejercer la prostitución, como era el caso de las bordadoras, a quienes se les debía prohibir entrar en los zocos, “porque son todas prostitutas” (§143). No obstante, la prostitución estaba tolerada en “las casas llanas”, pero las mujeres no debían permanecer fuera de la alhóndiga con la cabeza descubierta (§168).
Otras regulaciones propuestas por Ibn Abdún y que concernían al comercio con carácter de generalidad eran las siguientes: no se podrá ir con haces de leña para venderlos por los zocos, porque rasgan las vestiduras a los transeúntes (§89); ni ir a ellos para vender cal y otros productos (§89), [porque manchan los vestidos]; y, en este mismo epígrafe se especifica que a los vendedores de estos artículos “se les señalarán lugares fijos, conocidos de todos y los compradores irán allí a buscarlos”. Dichos lugares tendrán un sitio especial, sin estar en los zocos, porque si estuvieran en éstos se molestaría a la gente (§222). Por idéntico motivo, el de no manchar a la gente, los corderos no se deberán llevar abiertos en canal por las calles, sobre todo si son estrechas, sin lavar la cabeza (§147); ni se debería circular por el zoco con carne de tablajería, a menos que se hubieran cortado las cabezas a los corderos (§207); ni que de las tablajerías sobresalieran las tablas donde se exponía la carne, porque el goteo de la sangre podía manchar los vestidos de los transeúntes (§147), y eso “sin contar que hacen más estrecha la calzada”; ni sacrificar en el zoco ninguna res, como no sea en cubas, llevándose fuera del zoco la sangre y la basura de las tripas (§120); ni siquiera “se venderá en el zoco ninguna res que haya venido ya sacrificada, hasta que se tenga la certeza de quién es su dueño y de que no ha sido robada” (§120).
Se aprecia que la limpieza es una de las preocupaciones de Ibn Abdún, que insiste en ello y clama, con toda seguridad en el desierto, por la pulcritud posterior de los sitios ocupados por los vendedores (§86):
Tocante a los basureros, no se deberá arrojar nada de basura ni de limpieza de pozos negros dentro de la ciudad, sino fuera de puertas, en campos, jardines o lugares destinados a este fin. Se deberá ordenar enérgicamente a los habitantes de los arrabales que limpien los basureros que han organizado en sus propios barrios.
También se ordenará con energía a los vendedores de borra, palmito, hierba verde y cualquier otra cosa que deje detritus, que limpien los lugares en que la venden, y, si rehúsan cumplir esta obligación, se les prohibirá que vuelvan a ocuparlos y vender en ellos dichos productos.
Su afán por erradicar la suciedad le lleva a aconsejar la retirada del lodo que se forma en los zocos durante el invierno (§89).
Por razones de seguridad de los transeúntes, no se podrá dejar parada ninguna caballería en el zoco, porque, además de obstruir la calle, podría cocear a alguien (§195). Otra prohibición tajante concierne a la venta de palomos ladrones y a la de gatos (§141). Puesto que sobre la venta de estos últimos Ibn Abdún no da explicación alguna, es de suponer que tal prohibición debe ser por lo del dicho popular de no vender gato por liebre, o, simplemente, porque se creía que su consumo era nocivo, tal como asegura Avenzoar (1076-1162), contemporáneo de Ibn Abdún, en su Tratado de los alimentos (p. 60). También pretende prohibir Ibn Abdún que los vendedores y los fruteros se instalen con sus mercancías en las calles estrechas (§189) y que se venda fruta verde, porque es dañina, excepto las uvas, que son buenas para las preñadas y los enfermos (§130). Antiguamente, las uvas verdes o agraces se utilizaban para cortar los vómitos, calmar el ardor de estómago, síntomas típicos de las embarazadas, y, en general, para tonificar el estómago. Así lo prescribía el médico sevillano Avenzoar en su Tratado de los Alimentos (p. 73).
Algunos productos requerían un lugar fijo y conocido de todo el mundo para su venta. Tal es el caso de la leña y del carbón, que tendrán un lugar asignado en la orilla del río (§102 y §90), o de la cal, en lugares especialmente señalados para éste y otros productos (§89), aunque luego Ibn Abdún no especifica cuáles son esos productos. En lo concerniente a la leña, que solía venderse en haces, Ibn Abdún propone (§87 y 222) que los leñeros extiendan la leña en el suelo, para que se vea bien el artículo y evitar así que dentro de los haces se coloquen ramillas que en el fuego se consumen rápidamente. En lo tocante al carbón, éste debía venderse separado del polvillo, para lo cual los carboneros, al manipular el producto, tendrían que usar horcas en lugar de rastrillos, para no arrastrar el polvillo y la tierra junto con el carbón, y, por si acaso todavía caía algo de carbonilla, por cada arroba de peso se debería añadir un arrate5 en compensación por el polvo que desprende el carbón. Además, durante el invierno este combustible debía protegerse de la humedad metiéndolo en cobertizos para evitar el aumento de peso por el agua acumulada y la mala combustión del carbón mojado (§90). Esta medida, la de añadir algo al pesar la mercancía, era una norma de carácter general que debía aplicarse a todo producto que dejara detritus o residuos, tal como sugiere Ibn Abdún (§103 y §131) para el caso de las “drogas que dejen madre o polvillo, o tengan hueso”, a las que habrá que aplicarles “una tara de compensación fijada a juicio de los comerciantes y de acuerdo con el comprador.”
También había mercados al aire libre, que Ibn Abdún menciona en el §183. Extramuros de la ciudad se instalaban zocos. Estos zocos debían tener una singular vigilancia, ya que casi todo lo que en ellos se vendía procedía de robos: pieles y carne de ganado vacuno, por ejemplo (§70); en estos mercados extramuros de la ciudad, según opina Ibn Abdún (§70), el cadí debería colocar fuera de cada una de las puertas de la ciudad a un hombre honrado, que fuera alfaquí, con la misión de poner paz entre la gente y servir de mediador cuando se establecieran disputas o discusiones, y cuyos laudos fueran de obligado cumplimiento. Además, el cadí debía poner otro hombre para que vigilara la procedencia de las pieles y la carne de vacuno averiguando quiénes eran sus dueños; de esta forma se garantizaba la legitimidad de las ventas y se podría detectar y prender a los ladrones. El cuidado para que no se vendiera carne de ganado robado también afectaba a los zocos del interior de la ciudad; a este respecto la estipulación propuesta por Ibn Abdún, en el §120 junto a otras prevenciones, es ésta:
No se venderá en el zoco ninguna res que haya venido ya sacrificada, hasta que no se tenga la certeza de quién sea su dueño y de que no ha sido robada. No se venderán los despojos con la carne ni al mismo precio. No se venderá un cordero de seis arrates con sus tripas al mismo precio de otro que sólo de carne pese lo mismo.
Otros mercadillos extramuros eran los tenderetes que ciertos vendedores instalaban en el cementerio “en los espacios libres entre las tumbas” (§52), y que, en la opinión de Ibn Abdún, debían ser erradicados por completo. Prohibición que vuelve a reiterar (§53), y luego la hace extensiva (§54) a “los que cuentan cuentos y dicen la buenaventura” y a los que usan el cementerio para extender por el suelo objetos sucios, como pieles y pergaminos u otras cosas parecidas.
Mercados específicos había para el ganado, puesto que existían ferias de ganado (§187), aunque Chalmeta (1973, p. 112), pese a esta referencia de Ibn Abdún, niega que hubiera ferias en al-Andalus; para los cereales (§100); y para las ropas hechas. Pero estas prendas, y otras cosas de las que los comerciantes tienen por costumbre colgar, no debían estar suspendidas en el escaparate, sino en el techo de las tiendas, porque “se meten en los ojos de las gentes” (§223). Sobre el comercio de las ropas usadas ya se ha comentado algo, a propósito de la discriminación hacia los cristianos y judíos que Ibn Abdún equipara a los leprosos, de modo que no se podían vender ropas procedentes de los miembros de otras religiones sin antes advertir al posible comprador cual era su procedencia (§164). Puesto que las ropas usadas que se vendían podían venir de robos, otra precaución deseada por Ibn Abdún era la siguiente (§172):
Deberá haber entre los prenderos un hombre de fundamento que, caso de encontrar a alguno de ellos vendiendo un objeto sospechoso, lo secuestre y lo haga pregonar, a fin de que pueda presentarse el que lo busque y entregárselo si acierta a dar sus señas. 6
Además, había freidurías, como en la actualidad, y comedores (§125), o sea, el equivalente a los restaurantes modernos. Estas clases de servicios también llaman la atención de Chalmeta (1991, p. 108), quien observa:
Es de destacar la importancia del sector «alimentación pública» ya que lo normal es que la «gente del zoco» no regrese a su domicilio al mediodía, habiendo de tomar su comida en los mercados. Este grupo de cocineros, asadores, pasteleros, etc., era característico de la ciudad musulmana. Buena muestra de ello lo constituye su disminución numérica general (y la extinción de determinadas ramas) en cuanto una población pasa del dominio musulmán al cristiano.
Productos específicos que se vendían eran drogas y especias (§131). Pero los más singulares eran los medicamentos, para los que se recomienda (§140) una gran precaución a la hora de comprarlos, pues:
Ni tales remedios se comprarán a drogueros y boticarios, que lo que quieren es coger dinero sin saber nada, y, así, echan a perder las recetas y matan a los enfermos, preparando medicamentos desconocidos y contrarios al fin que se persigue.
En el epígrafe anterior (el §139), Ibn Abdún dice que no se puede consentir que nadie que no sea maestro en el arte médico ejerza esta profesión, porque “puede poner en peligro la vida, y«el error del médico la tierra lo tapa».” Precisamente por el riesgo que supone para la vida de los pacientes el ejercicio de la medicina, y en particular los sangrados, tan peligrosos como corrientes en aquellas épocas, Ibn Abdún dispone (§137) lo que sigue:
No sangrará a nadie el sangrador sino valiéndose de un vaso especial; con una graduación marcada, que permita ver la cantidad de sangre que se saca. Nadie deberá sacar sangre a su antojo, porque es ocasión de enfermedad o muerte del paciente.

1 Como la islámica que lo había asumido desde sus orígenes, puesto que los árabes ya lo tenían profundamente arraigado desde tiempos arcaicos.

2 Véase la nota 52 en la página 109, sobre la exposición de este asunto por Wolf. Este autor señala (ib., p. 336) que “el grueso de los primeros conversos de Mahoma procedía del grupo de los clientes y los esclavos de la ciudad”, y luego apostilla (ib., p. 348) que Mahoma “transfirió al estado la responsabilidad del cuidado de los pobres, que, bajo el sistema de las tradicionales relaciones de parentesco, estaban cada vez más explotados”.

3 Además del artículo de Wolf, para hacerse una idea del alcance de la economía redistributiva y de la significación de la propiedad colectiva propugnadas en el Corán, y que el religioso califa Omar intentó poner en práctica, es útil consultar el artículo de H. A. R. Gibb «El rescripto fiscal de ‘Umar II», publicado en Arabica II, 1955. Por ejemplo, aquí se comenta (p. 4) que las limosnas “se distribuyan a aquellos que están acreditados ante el pueblo del Islam” y también que el quinto del botín pertenece a los musulmanes colectivamente (ib., p. 3) y que Umar “lo asignó a pensiones y provisiones del pueblo que debían entregársele con regularidad” (ib., p. 4).
Además, Chalmeta (1973, p. 9) nos informa que desde tiempos preislámicos en Arabia el agua y la hierba no eran susceptibles de apropiación y que algunas tribus tenían tierras colectivas, que luego, en tiempos islámicos, fueron mantenidas y protegidas y que, en ocasiones, el Estado ejerció un «derecho eminente» sobre las tierras.

4 En realidad, este comestible no es un fruto técnicamente hablando, sino que se trata de hongo con aspecto de tubérculo, aunque, ¡qué duda cabe!, es un fruto de la tierra.

5 Peso equivalente a una libra de 16 onzas; o sea, unos 504 gramos.

6 Sobre los zocos, Lévi-Provençal (1957, pp. 178 y 179) describe así cómo eran algunos mercados en al-Andalus:
  El zoco –compuesto exclusivamente por tiendas (dukkan o hanut) a ras de tierra– se componía de un laberinto de angostas callejuelas, cada una de las cuales estaba reservada a un gremio, cuyo nombre llevaba. Acá y allá, en ciertas encrucijadas, algunas placetas cuadradas (rahba o tarbi’a), sobre las cuales extendía su sombra un árbol con frecuencia centenario, ofrecían un espacio algo mayor. Los comercios de lujo se agrupaban en bazares llamados qaisariyyas (español, alcaicerías), patios bastante amplios, rodeados de pórticos en que se abrían exiguos establecimientos, y a los que daba acceso un pasaje cubierto. El mercado de ropas presentaba análoga disposición, y se le designaba en España por el nombre romance de marqatal (del diminutivo del bajo latín: mercatellus), vivo todavía en Fez. En las tiendecillas del zoco o de sus anejos de los barrios no se hacían por lo común más que las ventas al por menor. El comercio al por mayor o el intermedio estaba casi monopolizado por negociantes especializados en este género de tráfico, como vendedores en comisión (challas), que recibían de los fabricantes o de los importadores los objetos manufacturados y los vendían por su cuenta, utilizando los servicios de corredores-subastadores (dallal).
También dice Lévi-Provençal (ib., p. 181) que además de comprar ropas hechas en el marqatal, era posible adquirir “ropas usadas en la calle de los ropavejeros (al-saqqatin), cuyo nombre sigue estando vivo en Granada bajo la forma de zacatín”.