 
	
	Éstas, en al-Andalus durante la alta Edad Media, no se  pueden estudiar con ideas preconcebidas. El propio término de clase social ya  indica una idea moderna1 :  la de adjudicar a los miembros de la sociedad una posición según sea la riqueza  que poseen. Bajo este punto de vista, generalmente son tres las clases  sociales: la de los ricos; la de los pobres; y entre ambas se encuentra una  clase intermedia que posee una fortuna regular. Pero este criterio es  absolutamente arbitrario, puesto que igualmente las clases podrían haber sido  5, 6, ó 7; por ejemplo: los ricos riquísimos; los ricos; los menos ricos; los  acomodados; los que no son pobres; los pobres; y los muy pobres. 
      Puesto que, desde que se instituyó el régimen de la  propiedad privada, hace miles de años, “nunca dejará de haber pobres en la  tierra”, como así se reconoce en la Biblia (Dt 15, 11), eso quiere decir que  necesariamente tiene que haber ricos, ya que pobre es una palabra comparativa  que implica contraposición con su opuesto, lo mismo que bueno y malo, virtud y  vicio. Ahora bien, las personas, en su comportamiento, son buenas o malas; o  virtuosas o viciosas; no existen otras alternativas, como que la acción haya sido  a medias, es decir, sólo un poco buena o algo viciosa, pero no del todo. Así lo  pretendía aquél que le están juzgando por violación y, cuando es preguntado,  dice: Señoría, la violé, pero sólo un poquito. A lo sumo, ciertas acciones  humanas no merecen ser valoradas y, entonces, se las denomina indiferentes;  pero si fuera necesario esforzarse en catalogarlas acabarían encuadrándose en  uno u otro de los grupos contrapuestos. En cambio, los umbrales para entrar en  la riqueza y en la pobreza son difusos por completo: siempre hay alguien más  pobre que otro o un rico más rico que los demás. En realidad, la posesión de  bienes admite una graduación continua; por eso, dividir la sociedad en tres  clases, según el grado de la riqueza de sus componentes, es una simplificación,  un proceder puramente convencional. También es convencional y arbitrario elegir  la riqueza como parámetro para clasificar a los miembros del cuerpo social,  excepto en el caso de las sociedades eminentemente materialistas, como las  modernas en los países desarrollados, en las que el prestigio social se  adquiere a la par que la riqueza. Al fin y al cabo, se trata de ordenar a los  individuos de una comunidad en función de su prestigio. Si se admite que hay  sociedades que valoran otros atributos, antes que la riqueza que en  determinados pueblos es considerada como algo contingente y efímero, pues hoy  se puede tener, pero mañana haber desaparecido, se deberán buscar cuáles son  los elementos que pueden servir de parámetros para valorar el prestigio de las personas  y establecer, en consecuencia, las categorías sociales. Cuando se acepta este  criterio, se encuentra con frecuencia que sólo hay dos clases sociales, porque  o se tiene el atributo que prestigia o no se tiene; es decir, se entra en las  contraposiciones puras de términos opuestos, como bueno y malo, virtud y vicio.
      El valor es uno de esos atributos en los pueblos guerreros o  cazadores. Todos los adultos que hubieran demostrado ser valerosos gozaban de  prestigio y se encontraban en la capa alta de su sociedad. Si además alguien  poseía dotes innatas para la estrategia, estas dos cualidades podían llevar a  una persona a la jefatura de su comunidad. Pero únicamente mientras las  mantuviera y no surgiera otro individuo más capacitado que él. Claro está que,  en tales circunstancias, todos los varones procuraban demostrar su valor y, a  efectos prácticos, pues las excepciones eran muy escasas, las dos únicas clases  sociales eran las del género masculino y la del femenino, porque a las mujeres  no se les dejaba participar en la guerra o en la caza; siendo así la división  por sexos la más primitiva de las distribuciones en clases de los miembros de  una sociedad.
      La libertad es otro de esos atributos, sobre todo entre los  pueblos nómadas. El ser libre para desplazarse adonde y cuando uno quiera es la  cualidad más deseable. En estas comunidades las clases sociales están  determinadas por la condición libre o servil de sus miembros.
      La ocupación es otro de esos atributos que sirven de  parámetro para establecer categorías sociales. En determinados pueblos está mal  visto ganarse la vida mediante ciertos trabajos, como los agrícolas y los  oficios manuales; en cambio gozan de prestigio quienes se ganan la vida con sus  rentas, sin implicarse en trabajos manuales, dedicándose, por ejemplo, a la  explotación de su ganadería, a la administración de sus propiedades, a la  guerra o a la política. El comercio merece una consideración aparte, ya que en  algunos pueblos, como los de la Hélade, se consideraba vil esta actividad, y en  otros, como los de la Arabia, era una ocupación honorable, excepto si se  ejercía al por menor, como es el caso de los tenderos, pues tal modo de ganarse  la vida equivale al de la manufactura.
      El linaje es otro de esos elementos que confieren prestigio  social, sobre todo en aquellas comunidades de características tribuales. Este  parámetro todavía no ha desaparecido del todo en las sociedades más  evolucionadas, como las nuestras actuales, en las que aún se reverencia la  posesión de un título nobiliario que indica la pertenencia a una estirpe noble.
      En la alta Edad Media los diferentes pueblos tenían sistemas  económicos de los que hoy en día se podrían llamar precapitalistas, y, por lo  tanto no es posible aplicarles los mismos criterios que se usarían en el  estudio de una economía capitalista actual. Por eso, es muy aventurado  presuponer (o intentar buscar) que antes de siglo XII, en al-Andalus, había una  clase media junto con una alta y otra baja, basándose para ello en el aspecto  económico. Tal pretensión conduce a una verdad incuestionable, tanto como las  de Perogrullo, porque, como ya se ha dicho, entre los pobres y los ricos  siempre hay alguien que sin llegar a rico no es pobre. Pero tamaño  descubrimiento no conduce a nada, porque eso no ayuda a explicar el hecho de  que un rico cristiano o judío tuviera que llevar un atuendo diferente que otra  persona musulmana que, gozando de idéntica o menor riqueza, en cambio, lo  identificaba para ser tratado de modo distinto y discriminatorio2 .
      El grupo social de origen árabe, aunque minoritario, fue  indiscutiblemente el preeminente en al-Andalus. Pocos miles de ellos dominaron  políticamente casi toda la Península Ibérica y se repartieron gran parte de sus  tierras. De este modo se constituyó una aristocracia, que unía riqueza y poder  político, compuesta principalmente por individuos alárabes. No obstante,  también había otros grandes señores musulmanes, dueños de castillos, entre la  gente bereber procedente de los primeros conquistadores, e incluso de los  muladíes. Pero sobre estos últimos siempre recayó el odio soterrado de los  árabes, que afloraba a la más mínima ocasión. Así ocurrió con un converso, o  sea, renegado del cristianismo, el ecijano Mohammed ibn Galib, a quien el  sultán le permitió erigir un castillo en Siete Torres (lugar entre Sevilla y  Écija) para acabar con el bandolerismo que, capitaneado por un beréber de  Carmona, asolaba el camino real de Sevilla a Córdoba. Los Jaldún y los  Haddjadj, en la revuelta que protagonizaron en el año 889, intentaron  apoderarse del castillo sin lograrlo, pero en la lucha murió uno de los  Haddjadj. Éstos solicitaron justicia al sultán que de momento no concedió,  puesto que los culpables del suceso letal, en realidad, eran los árabes  reclamantes. Pero más tarde, como estos rebeldes seguían causando gran  quebranto a los intereses y autoridad del monarca, el emir Abdallah aceptó el  consejo de uno de sus visires de autorizar la muerte de Ibn Galib para  reconciliarse con los alárabes: “Cuando haya muerto ese renegado 3 –le dijo– los árabes se darán por satisfechos, te devolverán Carmona y Coria,  restituirán a tu tío lo que le han quitado, y volverán a la obediencia.” Y, en  efecto, mandó matarlo y alevosamente le cortaron la cabeza. (Dozy, ib., Tomo  II, pp. 192 a 197).
      De las narraciones de Dozy en su Historia de los musulmanes de España, que en ocasiones no ofrece  cifras exactas, se puede deducir aproximadamente el escaso contingente de los  árabes llegados a la Península:
      Con Muza, en 712, entraron 18.000. (Tomo II. P. 44), aunque  posiblemente no todos fueran de estirpe arábiga, sino que, entre ellos, debía  haber algún berebere. Por el contrario, en 711 fueron muy pocos los árabes  integrados en el ejército berberisco de Tarik (Tomo III, p 102).
      Durante el gobierno de Abd al-Aziz, hijo de Muza que se casó  con Egilona, la viuda del rey don Rodrigo, y eligió Sevilla como lugar de  residencia para gobernar los nuevos territorios conquistados, el califa de  Damasco Sulaymán ordenó reforzar el ejército de al-Andalus con varios capitanes  fieles a su persona, y con el encargo secreto de asesinar a Abd al-Aziz por  temer que éste se rebelara para vengar las afrentas que el sultán había  infligido a su padre. No obstante, los asesinos no se quedaron en la Península  puesto que, una vez cumplida su misión, partieron para Damasco con la cabeza de  Abd al-Aziz (Sánchez-Albornoz, 1946, pp., 66 a 69).
      Después del asesinato de Abd al-Aziz, en el año 716,  debieron venir varias decenas, a lo sumo algunos cientos, de árabes con los  sucesivos gobernadores que fueron nombrados tras la muerte de Abd al-Aziz. Era  costumbre de la época que cada personaje de alto rango, como tales  gobernadores, se desplazara acompañado, lógicamente, de su hueste y su séquito  personal. De estos gobernadores Dozy menciona a:
      Samh, que gobernó al-Andalus de 719 a 721 (Tomo II, p. 46);
      Ambeza, que hizo subir al doble los impuestos pagados por  los cristianos, fue enviado como gobernador de al-Andalus, durante el reinado  del califa Yezid II (720-724), por Bichr, el entonces gobernador de África  (Tomo I, p. 212);
      Yahya, nombrado por este mismo gobernador para suceder al  anterior en cuanto subió al trono el califa Hisán I en 724 (Tomo I, p. 212);
      Haitham llegó en el año 729 y mandó cortar la cabeza a los  principales jefes de los yemeníes (Tomo I p. 207); ante tamaña atrocidad, el  califa Hisam I envió a un tal Mohammed para castigar a Haitham y conferir el  gobierno a Abderramán al-Gafiqí (Tomo I, p. 207), quien ya había sucedido a Abd  al-Aziz en el gobierno de al-Andalus (Sánchez-Albornoz, 1946, p. 69);
      Ocba, hacia el año 734 o algo después, fue designado  gobernador de al-Andalus por Obaidallah a raíz de su nombramiento como  gobernador de Egipto (Tomo I, p. 214).
      En enero de 741, Ocba, gravemente enfermo, fue persuadido  por árabes peninsulares para que eligiera por sucesor al nonagenario Abdemalic,  que había sido el gobernador a quien Ocba relevó y acto seguido encarceló.
      Baldj, en ese mismo año, pasó desde Ceuta a la Península con  unos 4.000 árabes de Siria autorizado por Abdemalic para ayudarle a sofocar la  sublevación de los berberiscos, que desde Marruecos se había extendido al suelo  peninsular. Para aplastar la insurrección de los beréberes del norte de África  el califa Hixem I mandó, de varios distritos de Siria y de Egipto, un numeroso  ejército de 30.000 almas al mando de Colthum, de quien era primer  lugarteniente, y sucesor en el mando en caso de fallecimiento, su sobrino  Baldj. No pudieron ser más de la cifra arriba indicada los árabes que llegaron  a al-Andalus porque Baldj mandaba la caballería compuesta por 7.000 hombres en  la batalla que tuvo lugar en Bacdura o Nafdura (cerca de Tánger). La batalla  acabó en tremenda derrota para el ejército árabe, de modo que un tercio de los  efectivos murió y otro tercio fue hecho prisionero. Baldj, que quedó aislado y  con la vía a Cairawan cortada por el enemigo, emprendió, tras duro combate, la  retirada hacia Tánger hostigado de cerca por la caballería beréber; mas no  logró entrar en esta plaza. Los berberiscos habían formado su caballería  improvisadamente con los caballos arrebatados al enemigo y no dejaron de  perseguirle hasta que Baldj pillando por sorpresa a los ceutíes se apoderó de  la ciudad, donde se hizo fuerte. En Ceuta soportó el asedio de los berberiscos  durante varios meses hasta que Abdemalic le envió una flota para cruzar el  Estrecho (Tomo I, pp. 226 a 228). Dadas estas circunstancias, la fuerza  perseguidora, “que cabalgaba sobre los caballos de sus enemigos muertos en el  combate”, tenía que tener obligatoriamente una entidad de cierta consideración,  porque de lo contrario no habría representado un serio peligro para el resto de  la caballería de Baldj. Así es que, por muy pocas bajas que éste hubiera  tenido, debió perder al menos de 2.000 a 3.000 caballeros con sus monturas, si  no fueron probablemente más. Si hubieran sido menos, como en su largo recorrido  desde Tánger hasta Ceuta la caballería beréber dejó de estar apoyada por el  grueso de su ejército de infantería al separarse de él, en cualquier momento  Baldj y sus tropas, a quienes no les faltaba el valor ni la fiereza como antes  habían demostrado en la batalla y luego en suelo peninsular seguirían  demostrando, se habría revuelto contra sus hostigadores y los habría vencido  fácilmente debido a su superioridad numérica.
      No obstante, al poco tiempo, debieron entrar algunos sirios  más del resto del ejercito de Colthum, recién derrotado en las cercanías de  Tánger (Tomo I, p. 238); y, quizás un poco antes, llegaron otros árabes que ya  estaban en las guarniciones del norte de África. Por ejemplo, Abderramán, hijo  de Habib uno de los generales africanos que había protagonizado una expedición  a Sicilia, que con algunas tropas se trasladó a España (Tomo I, pp.237 y 238).
      Abu al-Jatar fue nombrado gobernador de al-Andalus y llegó  con sus tropas en el año 743, sin precisarse en qué número. Puso fin a la  guerra civil entre árabes que se disputaban el dominio de la Península. La  contienda se inició a raíz del derrocamiento del gobernador Abdelmalic 4 por Baldj y haber dejado éste que fuera asesinado el gobernador depuesto. Así  se enfrentaban, en una sangrienta guerra civil, los árabes de la primera  invasión y los recién llegados. Abu al-Jatar fue el gobernador que asentó en  diversos lugares a los componentes del ejército de Colthum, cuyo mando había  pasado a Baldj por haber muerto su tío, y ordenó a los siervos, que cultivaban  las tierras del dominio público de dichos sitios, que dieran en lo sucesivo a  los sirios el tercio de la cosecha que antes entregaban al Estado.  Inicialmente, cada contingente de cuatro de los distritos de Siria constaba de  6.000 hombres, el de Kinnesrina era de 3.000 y el de Egipto también tenía  3.000; es decir, 30.000 hombres, aunque, por lo que se ha mencionado, a España  llegaron bastante menos de la mitad, probablemente un tercio o quizá menos. Según  Dozy (Tomo I, p. 242) la distribución de esta gente por lugares de procedencia  y sitios de asentamiento fue la siguiente:
      El contingente de Egipto se estableció en las coras de  Ocsonoba (en el Algarve portugués, con capital en Silves), Beja (al norte de la  anterior) y Tudmir (Murcia).
      El contingente de Emesa en las coras de Sevilla y Niebla.
      El de Palestina, en las de Sidona y Algeciras.
      El del Jordán, en Regio (Málaga).
      El de Damasco en Elvira (Granada).
      Y el de Kinnesrina en Jaén.
      Hasta el año 755, en que cruzando el estrecho de Gibraltar  entró en al-Andalus el que sería el primer emir independiente de Damasco,  Abderramán I, Dozy no constata más afluencias de árabes a la Península. Pero,  una vez en el trono, Abderramán I fomentó que vinieran a su emirato miembros y  clientes de su familia, la de los omeya (Dozy, Tomo I, p. 327). Pero Arabia y  Siria estaban muy distantes del emirato de Córdoba, por lo que la inmigración  de árabes ya no pudo ser masiva, pese a que Chalmeta (1973, p. 361) opina que  fue elevada la afluencia de árabes siríacos tras la entronización de Abderramán  I. En cambio, el Mogreb estaba al lado, y, no suponiendo el Estrecho una  barrera insuperable, la emigración de los beréberes hacia al-Andalus tuvo que  ser continua y cuantitativamente considerable, debido, lo mismo que ahora, a la  atracción ejercida por el gran esplendor económico que experimentó el emirato  cordobés. Sin embargo, la corriente migratoria de los berberiscos sufrió algún  reflujo; por ejemplo, durante la hambruna que comenzó en el año 750 y duró un  quinquenio. Tan horrible debió ser que causó gran mortandad y “los bereberes  establecidos en el norte emigraron en masa para volverse al África” (Dozy, Tomo  I, p. 257) 5.
      Como se ve, los datos probados documentalmente, aunque no permiten  hacer una suma exacta, no avalan la presencia de un número elevado de árabes en  la Península Ibérica; a lo sumo unas pocas decenas de miles. Es preciso tener  en cuenta, que hasta el momento señalado de la llegada del ommiada Abderramán,  muchos de los árabes habían tenido tiempo de procrear, lo que aumentaría su  número, pero no es menos cierto que la mortandad era muy alta. La principal  causa de mortalidad, aunque la natural, en aquellos tiempos, alcanzaba  porcentajes elevados, era la guerra. Por consiguiente, la merma demográfica por  este motivo no fue desdeñable. Siguiendo a Dozy, se contabilizan ahora los  óbitos por las rivalidades y guerras civiles, no teniéndose en cuenta los  motivados por las continuas luchas contra los cristianos, algunas de ellas tan  alejadas, como la batalla de Covadonga contra don Pelayo o la de Poitiers  contra Carlos Martel: 
      El gobernador Haitham, caisita 6,  mandó cortar la cabeza a los principales jefes de las tribus rivales de los  yemeníes, entre los que se encontraban los kelbitas, los lajmitas, y otros  (Tomo I, p. 207).
      El gobernador Ocba exilió en el norte de África a algunos  yemeníes (Tomo I, p. 230).
      Baldj, con sus tropas reforzadas con efectivos  arábigo-españoles, se enfrentó a los berberiscos en tres combates, en uno de  los cuales se “hizo experimentar a los árabes pérdidas bastante graves” (Tomo  I, p. 234).
      Los hombres de Baldj lo proclamaron gobernador y asesinaron  al destituido gobernador Abdemalic. Estos hechos desencadenaron una guerra  civil por el poder en el año 742. Aunque Baldj quedó mortalmente herido y  perdió más de 1.000 hombres, ganaron los sirios causando 10.000 bajas al  ejercito de los baladíes7 .
      Thalaba sucedió a Baldj y enseguida tuvo que batirse con  árabes y bereberes que se habían sublevado en Mérida. Habiendo sufrido una  inicial derrota, logró alzarse con la victoria tras causar gran carnicería al  enemigo y hacerle mil prisioneros. Al regresar a Córdoba de esta campaña en el  año 743, traía diez mil cautivos, entre los que se encontraban muchos árabes medineses,  que, para su escarnio, mandó subastar a la baja en Mozarra (cerca de Córdoba)  rebajándose a un perro lo que se daba por uno de esos desdichados (Tomo I, p.  240).
      El nuevo gobernador enviado desde África, el kelbita Abu  al-Jatar, liberó a esos cautivos subastados a la baja y restableció la paz  entre los musulmanes, aunque para ello tuvo que expulsar a África “una docena  de los jeques más turbulentos, entre los que se encontraba Thalaba”. También  pasó a Berbería Abderramán ibn Habib (Tomo I, p. 241), el cual ya ha sido  mencionado anteriormente. Algún tiempo después, Al-Jatar, queriendo vengar la  muerte de un querido amigo de su misma tribu, durante la anterior guerra civil,  cuando él todavía no estaba en al-Andalus, mató a 90 caisitas (Tomo I,p. 245).  Este sanguinario acto y su postura favorable sistemáticamente hacia los  kelbitas en perjuicio de los caisitas acabaron por desencadenar una nueva  guerra civil en el año 745. Abu al-Jatar fue derrotado y hecho prisionero, y  muchos de sus seguidores perecieron en la lucha (Tomo I, p. 250). 
      El dominio de al-Andalus pasó al bando contrario, pero dos  años más tarde, en 747, estalló un nuevo conflicto entre árabes, motivado esta  vez por haber violado Samail, uno de los jeques caisitas en el poder, los  acuerdos de turnarse en el gobierno las dos facciones de los caisitas y  kelbitas. A resultas de la contienda, que tuvo lugar cerca de Secunda (frente a  Córdoba, al otro lado del Guadalquivir) y que fue muy encarnizada, se les cortó  la cabeza a los dos cabecillas de los insurrectos (Abu al-Jatar e Ibn Horaith)  y el sanguinario Samail, que se erigió en acusador, juez y verdugo de los  prisioneros, sentenció y mató a más de 70 yemeníes de la Siria (Tomo I, pp. 253  a 256).
      Samail aceptó el nombramiento de gobernador de Zaragoza en  el año 750, adonde fue con su hueste, compuesta por sus clientes, sus esclavos  y 200 coreiscitas (Tomo I, p. 256). En el año 753 se levantaron contra Samail  dos coreiscitas, Amir y Hobab, apoyados por yemeníes y berberiscos. Éstos, tras  derrotar a las fuerzas que le salieron al paso, pusieron sitio a Zaragoza.  Samail consiguió mantenerse en la ciudad sitiada hasta que a principios de 755  se movilizó la ayuda que había solicitado a distintos señores de su grupo  tribal. Los refuerzos no eran muy numerosos, unos 360 caballeros con un número  no determinado de peones a los que luego se sumaron otros 400 jinetes, pero la  mera noticia de su llegada, aún no inminente pues estaban todavía en Toledo,  fue suficiente para que los sublevados levantaran el sitio (Tomo I, pp. 258 a  260). No obstante, Yusuf, el gobernador de al-Andalus, y Samail emprendieron  una campaña en el norte para someter a los rebeldes de Zaragoza (Tomo I, p.  279) y sus tres cabecillas fueron ejecutados (Tomo I, p. 284). A continuación se  sublevaron los navarros declarándose independientes y derrotaron por completo  al ejército que se envió para reducirles, de modo que se retiró a Zaragoza “el  escaso número de guerreros que habían escapado del desastre” (Tomo I, p. 284).
      Mientras tanto, los clientes del omeya Abderramán,  pretendiente a alzarse con el poder en al-Andalus, conseguían el apoyo de los  yemeníes, deseosos éstos de vengarse de los caisitas, que en esos momentos  gozaban del poder y lo aprovechaban para vejarles. Pese a que Abderramán era  caisita, los yemeníes estuvieron dispuestos a apostar por el omeya por dos  motivos: uno, el desembarazarse de la opresión que les imponían los caisitas en  el poder, y de paso aprovechar la conflagración para matar a cuantos pudieran,  y el segundo, el beneficiarse de la recompensa que el pretendiente les  dispensaría sin duda, si la empresa tenía éxito (Tomo I, p. 279). Abderramán  desembarcó en Almuñécar en septiembre de 755. Al poco tiempo batió, sin  muertos, a las fuerzas que le salieron al paso en Elvira (ib., p. 286). Estas  noticias causaron entre los soldados del ejército del gobernador Yusuf y de  Samail una honda impresión, y, como no se les había pagado para una campaña  contra el príncipe omeya, estando cansados de tanta lucha, empezaron a desertar  masivamente (ib., p. 287). Antes de terminar el invierno, ya en el año  siguiente, Abderramán fue proclamado emir en Archidona, capital de la cora de  Regio, donde estaban los sirios del distrito del Jordán, por su gobernador  (ib., pp. 294 y 295). A medida que el pretendiente marchaba hacia Sevilla  atravesando la serranía de Ronda se le iban sumando adeptos con sus tropas  (ib., p. 296).
      En Sevilla, a mediados de marzo de 756, al pretendiente  omeya se le hizo la jura de fidelidad, auspiciada por los dos jeques yemeníes,  procedentes del distrito de Emesa, más relevantes de la provincia (ib., p.  296). Más tarde, en mayo, aún se le unirían los yemeníes de Elvira y Jaén y  presentó batalla a Yusuf en las cercanías de Córdoba (ib., p. 300). Abderramán  se alzó con la victoria, muchos enemigos murieron, y sus yemeníes se saciaron  con el saqueo, incluso en el palacio de Yusuf en Córdoba (ib., p. 302). Sin  embargo, Yusuf y Samail consiguieron escapar y reunir tropas para proseguir la  lucha. Habiendo salido de Córdoba el príncipe para combatirlos, éstos, a su  vez, marcharon sobre la capital y tras tomarla la abandonaron cuando se  enteraron que Abderramán volvía contra ellos. Al verse con débiles efectivos,  Yusuf y Samail propusieron negociaciones para rendirse y reconocer a Abderramán  como emir de al-Andalus, lo que, en efecto, hicieron en julio de 756 (ib., p.  306). Nominalmente dueño de al-Andalus, Abderramán vio disputada su autoridad y  debió aplastar continuas rebeliones durante todo su reinado (ib., p. 311).  Todos los levantamientos los dominó sin compasión, de forma cruel y  sanguinaria. Por ejemplo, en la batalla de Carmona en el año 763, en la que  puso en fuga a siete mil enemigos y mandó cortar la cabeza a sus jefes (ib., p.  313); o cuando los yemeníes se rebelaron en 772 y, en la batalla que tuvo lugar  en las orillas del río Bembézar, causó una “horrible carnicería” al enemigo  dejando 30.000 cadáveres en el campo de batalla (ib., pp. 319 y 320); o en la  batalla de Guadalimar, hacia el año 777 ó 778, contra el rebelde Abu-‘l-Aswad,  donde “los cadáveres de 4.000 de sus compañeros «sirvieron de pasto a los lobos  y a los buitres»” (ib., p. 324). 
      Debido a tanta insurgencia, Abderramán tuvo que formar un  poderoso ejército permanente para defender e imponer su autoridad. En palabras  de Dozy (Tomo I, p. 330):
      Desde la gran insurrección de los yemenitas [...],  vio en el aumento de tropas mercenarias el único medio de mantener a sus  súbditos en la obediencia. Compró, pues, sus esclavos a los nobles para  alistarlos, hizo venir de África una infinidad de bereberes, y elevó así su  ejército permanente hasta 40.000 hombres ciegamente adictos a su persona, pero  completamente indiferentes a los intereses del país.
      Por estos relatos, se puede apreciar que considerando tan  sólo los sesenta y cinco primeros años desde la invasión agarena, en efecto,  muchos árabes perecieron en las continuas y fratricidas luchas que se sucedían  unas tras otras. Aunque, en este caso, tampoco es posible efectuar el cómputo  exacto de los numerosos muertos a causa de la guerra. 
      La historia de Abderramán es tan peculiar y su autoridad tan  continuamente cuestionada, que invita a adentrarse en una aventurada  especulación, tomando como base la de Olagüe (en su libro La revolución islámica en Occidente) pero documentada en fuentes  distintas: quizá su procedencia fuera goda y no árabe ommiada de Damasco. Y eso  porque, contra lo que podría esperarse, era rubio y posiblemente con los ojos  azules. Ben Idhari (o Ibn Idari), en la descripción que hace de ciertos personajes  en su Bayan al-Mugrib, y que reproduce Sánchez-Albornoz  (1946, Tomo I, pp 139 y 140), dice que Abderramán I era alto y rubio. La  sorpresa proviene, tal como los cronistas nos lo presentan, por ser de Damasco,  nieto del califa Hisam I e hijo de Moawia que falleció pronto, todavía en vida  del califa, y de madre beréber, y no por ser árabe en España. Dozy (1861, Tomo  I, p. 270) es quien documenta, sobre la base de las Noticias y Extractos de Becri, el origen berberisco de la madre de  Abderramán, cuando dice de él que se refugió en “la tribu berebere de Nafza, a  la que pertenecía su madre, y que moraba en los alrededores de Ceuta”. En la  España musulmana no era extraño encontrarse con árabes rubios, ya que la etnia  quedaba determinada por la ascendencia patrilineal entre los árabes, y éstos,  al menos en al-Andalus, fueron aficionados a tener esclavas por concubinas de  las que tenían descendencia. Sintieron predilección por las blancas y rubias de  procedencia eslava o goda8 .  En el libro de Dozy (Tomo I, p. 320) se hace referencia a uno de estos casos en  la persona de un tal “Abderramán ibn Habib, yerno de Yusuf y apellidado el Eslavo, porque su cuerpo delgado y alto,  su blonda cabellera y sus azules ojos recordaban el tipo de esta raza, de la  que muchos individuos vivían en España como esclavos”. En la descripción, antes  citada, que Ben Idhari hace de ciertos personajes en su Bayan al-Mugrib,  reproducidos por Sánchez-Albornoz (1946, Tomo I, pp 139 y 140), se constatan  otros casos, como el del pelirrojo Hisam I, hijo de Abderramán I y una joven  esclava llamada Holal, regalada por una de las hijas de Yusuf en agradecimiento  por la defensa que hacia ella, su madre y su hermana había hecho el príncipe  omeya cuando sus tropas saquearon Córdoba y el harén de Yusuf, según Dozy  (1861, Tomo I, p. 303); el emir de Córdoba Abd Allah, que era rubio, de tez  blanca y ojos azules; Abderramán III, de piel blanca y ojos azul oscuro;  Al-Hakam II, de pelo rubio rojizo; y Hisam II, de ojos azul oscuro muy grandes.  Los rasgos fisonómicos de estas destacadas personalidades se explica con la  teoría de las madres esclavas de etnias centroeuropeas (eslavas o godas), mas  no ocurre lo mismo en el caso de Abderramán I, que presenta la singularidad de  que los ascendientes de su madre eran beréberes. Entre ellos debía ser difícil  encontrar uno que fuera rubio, excepto si los vikingos también asolaron las  tierras de Ceuta y si los vándalos, que dominaron el norte del Magreb a la  caída del Imperio Romano, dejaron descendencia entre los nativos. El padre de  Abderramán era árabe de pura estirpe; y los árabes tampoco se caracterizan  precisamente por ser rubios, salvo que en Damasco también se valoraran mucho  las esclavas eslavas y Hisam I tuviera una de ellas por concubina y fuera la  madre de Moawia, el padre de Abderramán, del que no se tienen datos de su  fisonomía. De todas formas, más bien parecen ser muchas y poco probables las  coincidencias para que, en las circunstancias que reflejan las crónicas, se  diera un prototipo de físico como el de Abderramán 9.  Además, es de sobra sabido que la historia se escribe por y para los vencedores  y que en aquella época y entre los musulmanes estaba de moda lo de las  genealogías falsas. Pero no sólo en el orbe islámico, sino también en el  cristiano; por eso, y dada la gran afición por fabricar genealogías falsas,  Caro Baroja (1991, p. 170) comenta que “si alguna vez se escribiera un «Tratado  de Patología» en función de las obsesiones que produce la historia, la  «Psicología genealógica» tendría que ocupar en él un gran espacio”. Dozy (1861,  Tomo I, p. 317 y ss.) documenta una de estas pretensiones, protagonizada por un  tal Chakya, beréber de la tribu de Miknesa, contemporáneo del primer emir omeya  contra el que se sublevó aspirando al poder por ser descendiente de Alí y  Fátima, la hija de Mahoma. O sea, aducía una genealogía de mayor alcurnia que  la de Abderramán I. Ibn Jaldún, en su Muqaddimah,  también refiere bastantes casos que tratan de las genealogías, contempladas por  él como falsas o no, que se remontan al Profeta. Una de ellas, muy influyente  es la de los chiítas (Muqaddimah, p.  118 y ss.): Obeidallah al- Mahdi y su hijo Abu Qasim, que se declaran de la  familia de Mahoma a través de su hija Fátima y Alí, huyen de Oriente de la  persecución de los califas abasíes y atravesando todo el norte de África se  refugian en el Mogreb; algún tiempo después arrebatan el norte de África al  califato de Bagdad e instauran la dinastía fatimí. Prescindiendo del  acaecimiento de estos sucesos a principios del siglo X y de los detalles,  asistimos a una nueva versión de la misma historia que la de nuestro  Abderramán, quien, huyendo de la exterminación de toda la familia de los omeya  reinantes en Damasco, recorrió el norte de África y se amparó en la tribu de su  madre, que providencialmente se asentaba en las cercanías de Ceuta. Ibn Jaldún  contrapone el caso de los chiíes, considerado cierto por él, con el de un tal  Carmat, que era un impostor cuya secta pronto se aniquiló 10.  Otro caso narrado por Ibn Jaldún (ib., p. 122 y ss.), que considera cierto, es  el referente a la dinastía magrebí de los edrisíes (789-985) descendientes de  Idris, tataranieto de Alí y Fátima: en el año 786, Hosain, hijo de Alí, hijo de  Hasan III, hijo de Hasan II, hijo de Hasan I, Hijo de Fátima y Alí, se rebeló  con varios familiares suyos, entre los que estaban sus tíos Idris y Yahya,  contra el califa abasida Al-Hadi y resultó muerto en la batalla de Balj (a tres  millas de Medina); Idris logró escapar y después de atravesar Egipto se refugió  en el Magreb. Como se ve la imaginación de los mitófilos era parca, pues sigue  siendo la misma versión aunque cambiándose los personajes. También Ibn Jaldún  (ib., pp. 127-128) da por válido que el imán Al-Mahdí, fundador de la dinastía  de los almohades, pertenecía a la familia del Profeta, cuando otros autores  consideran como superchería tal pretensión. Y eso que Ibn Jaldún (ib., pp. 283  y 284) es consciente de lo frecuente que resultaba la invención de genealogías:
      Numerosos jefes de tribus y agnaciones (asabiyat, pl. de asabiya) han intentado atribuirse linajes ajenos, queriendo  vincular su genealogía a la de una familia que se haya distinguido por su  bizarría, su liberalidad o por cualquier otro mérito digno de renombre. [...].  Todavía en nuestros días se ve más de un ejemplo de esas vesánicas  pretensiones. Uno de ellos nos ofrecen los Zanata, dándose en su totalidad un  origen arábigo; asimismo los Aulad Rabbab, sobrenombrados “los Hidjazitas”, y  que forman una subdivisión de los Bani Amir, rama de la gran tribu de Zogba;  éstos pretenden pertenecer a la tribu de los Sharid, rama de la Bani Solim.  [...]. Estas cosas sucedían por obra de los cortesanos y aduladores de las  dinastías, que tienen sus tendencias e ideas personales, dándoles tal  divulgación que a veces se hace muy difícil demostrar su falsedad. Ha llegado a  mis noticias que Yagmorasin Ibn Zian, fundador de su dinastía, rechazó  semejante pretensión cuando se la sugirió, replicando en su lenguaje zanatí:  “¡Sólo a nuestras espadas y a ninguna ajena estirpe debemos nuestra fortuna y  nuestro imperio! Si descendiéramos de Idris, ello podría favorecernos en la  otra vida; mas, de toda forma, eso incumbe al Altísimo.” En seguida dio la  espalda a aquellos aduladores que le habían propuesto esa idea. Citaremos  todavía el caso de Bani Saad, familia que ha dado los jefes de Bani Yazid, rama  de la tribu de los Zogba: Pues pretenden proceder de Abu Bakr As-Siddiq (suegro  de Mahoma y primer califa).
      Tras esta larga digresión, en la que únicamente se ha  pretendido introducir una sospecha sin ánimo de resolver la cuestión 11,  y una vez que se ha demostrado que los árabes supervivientes, repartidos por  todo el territorio, eran muy pocos, del orden de escasas decenas de miles, que  todavía se notarían menos al estar desparramados por casi toda la Península  Ibérica, por lo que es sorprendente que pudieran ejercer un dominio efectivo de  ella, y que las rencillas tribales y los odios entre razas estaban a la orden  del día, conviene preguntarse cuál era la idiosincrasia de los árabes cuando  llegaron a la Península Ibérica, porque de ello puede resultar una aclaración  para comprender la peculiar división en clases sociales que imperaba en aquella  sociedad de al-Andalus.
      Aunque desde tiempos inmemoriales existían asentamientos  urbanos en Arabia, los árabes eran básicamente nómadas. La trashumancia era su  género de vida y el comercio de larga distancia con caravanas era una actividad  económica que se asemeja mucho a la anterior. En las dos se precisa saber  deambular por el orbe, especialmente por los desiertos, y defender las  pertenencias de la depredación ajena. Por eso, el genuino hombre del desierto  desprecia a los sedentarios agricultores y a quienes viven del ejercicio de un  oficio manual. Como el modo de vida suele heredarse entre los humanos, al final  tribus enteras se caracterizan por ser agrícolas, manufactureras, trashumantes  o guerreras, y la aversión entre ellos debido al peculiar género de vida se  hace genérica de tribu a tribu. En Arabia había dos grandes etnias rivales: la  de los yemenitas y la de los maaditas. Los medineses, que eran kelbitas, eran  de la primera y los mecanos, que eran caisitas, de la segunda. Sobre estas  rivalidades entre tribus, dice Dozy (1861, Tomo I, p. 63):
      A los ojos de los árabes, que juzgaban la vida  pastoral y el comercio como las solas ocupaciones dignas de un hombre libre,  cultivar la tierra era una profesión envilecedora. Ahora bien, los medineses  eran agricultores, y los mecanos mercaderes. [...]
      En cuanto a Mahoma, participaba de las prevenciones  de sus conciudadanos contra los yemenitas y los agricultores. Se cuenta que  oyendo recitar a uno este verso: “Yo soy himyarita, mis abuelos no eran ni de  Rabia ni de Modhar”, Mahoma le dijo: “¡Tanto peor para ti! Ese origen te aleja  de Dios y de tu Profeta”. Se dice también que, viendo la reja de un arado en la  morada de un medinés, dijo a este último: “Nunca semejante objeto entra en una  casa sin que la deshonra entre con él.
      Tres cualidades de los pueblos nómades están magistralmente  recogidas por Dozy (ib., Tomo I, pp. 47 a 53), y quien, como yo, haya vivido en  el Sahara u otros desiertos comprobará que el retrato caracterial de estas  gentes ofrecido por Dozy se corresponde con la pura realidad y que difícilmente  hubiera logrado describirlo con tanta exactitud. De los moradores del desierto  dice:
      Guiados, no por principios filosóficos, sino por  una especie de instinto, han realizado de buenas a primeras la noble divisa de  la revolución francesa: la libertad, la igualdad y la fraternidad.
      A continuación se transcribe lo más importante de lo  dicho por Dozy sobre estos tres rasgos de la personalidad arábiga.
      La libertad (ib., pp. 48-49):
      El beduino es el hombre más libre de la tierra: “Yo  no reconozco –dice– más señor que el del Universo.” La libertad de que goza es  tan grande, tan ilimitada, que, comparadas con ella, nuestras más avanzadas  doctrinas liberales parecen preceptos de despotismo. En nuestras sociedades, un  gobierno es un mal necesario, inevitable; los beduinos no lo tienen. Hay, en  verdad, en cada tribu un jefe elegido por ella; pero [...] no se le concede en  manera alguna el derecho de mandar. En lugar de cobrar un sueldo, tiene, y aún  está obligado por la opinión pública, que proveer a la subsistencia de los  pobres, que distribuir entre los amigos los presentes que recibe y que ofrecer  a los extranjeros una hospitalidad más suntuosa que cualquier otro miembro de  la tribu. En todas ocasiones tiene que consultar al consejo de la tribu, que se  compone de los jefes de las diferentes familias. Sin el consentimiento de esta  asamblea no puede, ni declarar la guerra, ni concluir la paz, ni aun siquiera  levantar el campo. Cuando una tribu concede el título de jeque a uno de sus  miembros, [...] reconoce solamente en él al más capaz, al más bravo, al más  generoso, al más adicto a los intereses de la comunidad. [...]. Habiendo  preguntado uno a Araba, contemporáneo de Mahoma, de qué manera había llegado a  ser el jeque de su tribu, [...] dijo: “Si las desgracias aquejaban a mis  hermanos de tribu, yo les daba dinero; si alguno de ellos cometía alguna falta,  yo pagaba la multa por él; y he establecido mi autoridad apoyándome en los  hombres más dignos de la tribu. Aquel de mis compañeros que no puede hacer otro  tanto, es menos considerado que yo, el que lo puede es ni igual, y el que me  excede es más estimado que yo”. En efecto, entonces como ahora se deponía al  jeque si no sabía mantener su rango, o si había en la tribu un hombre más  generoso o más valiente que él.
      La igualdad (ib., pp. 49-51):
      Los beduinos no admiten ni la desigualdad de las  relaciones sociales, porque todos viven de un mismo modo, usan los mismos  vestidos y consumen los mismos alimentos, ni la aristocracia de fortuna, porque  la riqueza no es a sus ojos un título de pública estimación. Menospreciar el  dinero y vivir al día, del botín conquistado por su valor, después de haber  repartido su patrimonio en regalos, es el ideal del caballero árabe. Este  desdén de la riqueza es, sin duda, prueba de grandeza de alma y de verdadera  filosofía; preciso es, sin embargo, no perder de vista que la riqueza no puede  tener para los beduinos el mismo valor que para los otros pueblos, pues entre  ellos es extremadamente precaria, y cambia de dueño con absoluta facilidad. “La  riqueza viene por la mañana y se va por la tarde” ha dicho un poeta árabe, y en  el desierto esto es estrictamente verdadero. Extraño a la agricultura y no  poseyendo una pulgada de tierra, el beduino no posee más bienes que sus  camellos y sus caballos; pero es una posesión con la que no puede contar un  solo instante. Cuando una tribu enemiga ataca a la suya y le quita todo lo que  posee, como sucede todos los días, el que ayer era rico se encuentra reducido  de pronto a la miseria, pero mañana tomará la revancha y volverá a ser rico.
      Hasta cierto punto, los beduinos son iguales entre  sí, pero en primer lugar sus principios igualitarios no se extienden a todo el  género humano; ellos se estiman muy superiores, no sólo a sus esclavos y a los  artesanos, que ganan el pan trabajando en sus campos, sino a todos los hombres  de otras razas; [...]. Luego, las desigualdades naturales acarrean distinciones  sociales, y si la riqueza no da al beduino consideración ni importancia alguna,  tanto más se la dan la generosidad, la hospitalidad, la bravura, el talento  poético y el don de la palabra. [...]. La nobleza de nacimiento, que bien  comprendida impone grandes deberes y hace las generaciones solidarias unas de  otras, existe también entre los beduinos. La multitud, llena de veneración  hacia la memoria de los grandes hombres, a quienes rinde una especie de culto,  rodea a sus descendientes de estimación y afecto, con tal que, si estos no han  recibido las mismas dotes que sus abuelos, conserven al menos en su alma el  respeto y el amor a los hechos heroicos, al talento y a la virtud. 
      La fraternidad (ib., p 52):
      En una tribu todos los beduinos son hermanos; este  es el nombre que se dan entre sí cuando cuentan la misma edad; si es un anciano  el que habla a un joven, le llama: hijo  de mi hermano. Si uno de sus hermanos se halla reducido a la mendicidad y viene a implorar su socorro, el beduino  matará, si es preciso, hasta su última oveja para alimentarlo; si su hermano ha sufrido una afrenta de un  hombre de otra tribu, sentirá esta afrenta como una injuria personal y no se  dará punto de reposo hasta que no haya obtenido la venganza. Nada puede dar una  idea bastante clara, bastante viva de esta azabia,  como él la llama, de esa adhesión profunda, ilimitada, inquebrantable que el  árabe siente hacia sus hermanos de tribu, de esa absoluta adhesión a los intereses,  a la prosperidad, a la gloria y al honor de la comunidad que lo ha visto nacer  y que lo verá morir; [...]. Por su tribu, el árabe está siempre pronto a todos  los sacrificios; por ella comprometerá a cada instante su vida en esas empresas  arriesgadas en que sólo la fe y el entusiasmo pueden realizar portentos;[...]  “Amad a vuestra tribu –ha dicho un poeta–, porque estáis unidos a ella por  lazos más fuertes que los que existen entre el marido y la mujer...” 
      Sobre la fraternidad, Ibn Jaldún (Muqaddimah, p. 275-276) dice que las tribus del desierto cuentan,  para su defensa, “con selectos grupos de guerreros compuestos por su juventud  más briosa”. Y a continuación añade:
      Mas dichos grupos no serían nunca lo  suficientemente fuertes para repeler los ataques, a menos que pertenezcan a la  misma agnación (asabiya) y tener, por  vínculo de ánimo una misma coligación. Eso es justamente lo que hace a los  contingentes beduinos tan fuertes y tan temibles; puesto que la idea de cada  uno de sus combatientes, de proteger a su familia y su agnación, es la  primordial. La compasión y el afecto que el individuo siente hacia sus agnados  forman parte de las cualidades que Dios ha infundido en el corazón del hombre.  Bajo el influjo de estos sentimientos, nace su solidaridad; préstanse un  auxilio mutuo e inspiran un gran temor al enemigo.
      Según Ibn Jaldún (ib., p. 283), la asabiya es indispensable para llegar a ejercer el mando, que  implica tener una supremacía sobre los demás, y para mantenerlo se necesita el  apoyo de un “fuerte y bien unido partido”, estrechamente cohesionado por la asabiya, con el que se vencen los  intentos de resistencia por parte de los demás. Como, en la opinión de Ibn  Jaldún (ib., p. 282), la asabiya es  más fuerte en una “fratia, una familia individual, y [entre] los hermanos  nacidos de un mismo padre”, el apoyo para ejercer el mando, sobre toda una  tribu u otra comunidad más amplia, debe recaer en una familia:
      Para  ejercer el mando, se precisa ser poderoso; por tanto dicha familia debe superar  a todas las demás en su asabiya (núcleo agnaticio). Pues, sin esta condición esencial, no podría imponer su  prevalecencia ni hacer respetar sus disposiciones. Se infiere de ahí que el  mando debe permanecer en la misma familia; porque si pasara a otra de menos  potencia, no se llevaría a cabo su autoridad.
      Y más adelante, a propósito de haber alcanzado una tribu el  poder gracias a su asabiya, sigue  diciendo Ibn Jaldún (ib., p. 298) que sus miembros adquieren consiguientemente  un bienestar, y, existiendo esa asabiya en la que se sustenta el poder alejando de él a los elementos de tribus  rivales, ninguno de ellos está interesado en luchar contra la dinastía.  Entonces, “Su única preocupación se reduce al disfrute de la abundancia, ganar  algunas sumas y llevar una vida holgada y agradable a la sombra de la  dinastía.”
      Parece ser que no ofrece dudas que el espíritu de  fraternidad entre individuos de la misma tribu era dominante entre los pueblos  nómadas. Por tanto, no debe extrañar que el gobierno de los regímenes políticos  impuestos por esos pueblos, cuando conquistaron territorios, se realizase  mediante el nepotismo. Sobre esto, dice Dozy (Tomo I, p. 272): “El régimen de  las dinastías árabes era el de una familia: los parientes y clientes del  príncipe ocupaban casi exclusivamente las altas dignidades del Estado.” Los  lazos familiares se extendían a los clientes que se integraban por completo en  la etnia de su patrono, de forma que los deberes de los clientes con los  miembros de la tribu eran exactamente los mismos como si fuera su tribu de  nacimiento. Para los clientes y libertos regía esta máxima, recogida por Ibn  Jaldún (ib., p. 385): “El liberto hace parte de la familia que lo ha liberado”.  De acuerdo con estas pautas de comportamiento actuó el caisita Obaidallah a  raíz de ser nombrado gobernador de África en el año 734, porque tenía muy  presente el sentimiento generalizado que ya había expresamente manifestado  Mahoma: “Maldito el que reniega de su patrono”. Y también lo había manifestado  de forma parecida Abu Bakr: “Desconocer un pariente, aunque sea lejano, o  suponerse de una familia a que no se pertenece, es ser ingrato para con Dios.” (Dozy,  Tomo I, p. 215). He aquí el relato de Dozy (Tomo I, pp. 214 a 216) del modo en  que actuó Obaidallah, cuyo abuelo fue liberto de un tal Haddjadj, padre de  Ocba:
      Este nieto de un liberto, no era un hombre vulgar.  Había recibido una educación sólida y brillante, de modo que sabía de memoria  los poemas clásicos y el relato de las antiguas guerras. En su adhesión a los  caisitas, había una idea noble y generosa. No habiendo encontrado en Egipto más  que dos pequeñas tribus caisitas, hizo traer allí mil trescientas familias  pobres de esta raza, y se tomó todo el cuidado posible para hacer prosperar  esta colonia. Su respeto para la familia de su patrono tenía algo de  conmovedor: en medio de la grandeza y en el colmo del poder, lejos de  avergonzarse de su humilde origen, proclamaba públicamente sus obligaciones  para con el padre de Ocba, que había manumitido a su abuelo, y cuando siendo él  gobernador de África, Ocba fue a visitarlo, lo hizo sentar a su lado y le  mostró tanto respeto, que sus hijos, vanos como advenedizos, lo tenían  atravesado en la garganta. [...]. Luego, Obaidallah, dirigiéndose a Ocba, le  dijo: “Señor, mi deber es obedecer tus órdenes. El califa me ha confiado un  vasto país, elige para ti la provincia que quieras.” Ocba eligió a España.
      Los deberes impuestos por el parentesco obligaban con mucha  fortaleza. Mientras duró el califato 12,  nos relata Ibn Jaldún (ib., p. 431), había un sindicato de los sherifes, o  descendientes de Mahoma, con la función de “verificar las genealogías (de los  que se decían descendientes de Mahoma), a fin de autorizar sus pretensiones al  califato o de comprobar su derecho a una pensión pagadera por el erario público”. 
      No obstante, si bien los clientes entraban con todas las  obligaciones en la familia de acogida, los componentes originarios de la tribu  no asumían para con sus clientes tantos compromisos como los que les obligaban  con sus hermanos de tribu. La nobleza y pureza de la estirpe imponía una  discriminación en contra de los clientes. Ibn Jaldún (ib., p. 281) cuenta sobre  este particular la siguiente anécdota:
      El califa Omar, habiendo nombrado a Arfadja ibn  Harthama en la gobernación de la tribu de Badjila, la población que la formaba  le rogó revocar ese nombramiento: Arfadja –decían– no es, entre nosotros, más  que un simple laziq, dajil (arrimado, intruso); dadnos a Djarir por ser nuestro  jefe. Arfadja, interrogado por Omar, declaró en estos términos: “Tienen razón,  oh príncipe de los creyentes, yo soy de la tribu de Azd; pero, habiendo matado  a uno de los míos, tuve que refugiarme entre estas gentes y me adherí a ellos.”  Véase, pues, cómo este hombre se afilió a los badjilitas; asimilóse a ellos,  adoptando su patronímico y tomando pie entre ese pueblo de tal grado que estuvo  a punto de ocupar su jefatura. Si un pequeño número de ellos no hubiera  conservado la idea de su origen, hecho que el decurso del tiempo se encarga de  borrar, Arfadja se hubiese, y en muy debida forma, pasado por un bedjilita.
      Los comentarios de Ibn Jaldún acerca de la fuerte  solidaridad establecida por los lazos de consanguinidad que, además de impulsar  a los individuos a preocuparse por sus parientes y allegados, puede  proporcionar la cohesión necesaria a un grupo familiar para que su jefe alcance  la soberanía sobre los miembros de la tribu, incluso de otras tribus, ayuda a  comprender por qué los árabes en España andaban frecuentemente a la gresca, de  guerra civil en guerra civil, y por qué a Abderramán I le costó tanto asentar  su poder. 
      Explica Ibn Jaldún (ib., p. 296) que un jefe de tribu “no  posee más que una potestad moral: puede conducir a los suyos, pero carece de  poder para coercerlos a ejecutar sus mandatos”. Sin embargo, en algunas  ocasiones, si el jefe cuenta con un fuerte núcleo que lo sostenga, podrá  acaudillar a su comunidad y ejercer la soberanía, que es una “dominación”  basada en una “autoridad muy superior a la de un jefe de tribu”. Así, un  “soberano domina sobre sus súbditos y les obliga a respetar su voluntad por la  fuerza de que dispone.”
      En las primeras décadas de la dominación arábiga en la  Península, ningún jeque tenía el ascendiente suficiente sobre los demás, ni la  fuerza necesaria, como para ser reconocido jeque de jeques, salvo muy contadas  ocasiones. Por lo general, los gobernadores eran aceptados, y a veces con  reticencia, porque eran nombrados por una autoridad superior dimanante del  califa. Por su parte, Abderramán con su crueldad perdió la posible asabiya que podría tener en un  principio, con eso que decía, de ser un omeya nieto de un califa, pero procuró  comportarse según las exigencias familiares que regían entre los árabes. Sobre  el proceder de Abderramán a este efecto, Dozy (Tomo I, pp. 327 y 328) dice:
      Desde que llegó a ser dueño de España, hizo venir a  su corte a los omeyas dispersos por el Asia y el África13 ,  los colmó de riquezas y honores, y solía decir a menudo: “El mayor bien que he  recibido de Dios, después del poder, es el de estar en estado de ofrecer un  asilo a mis parientes y de hacerles beneficios. Confieso que mi orgullo se  muestra halagado cuando ellos admiran la grandeza a que he subido, y que no  debo a nadie más que a Dios”.
      Pero, en la balanza, pesaron más otras características  negativas de su personalidad. Dozy  (Tomo I, p. 326) lo tilda de “tirano, pérfido, cruel, vengativo, despiadado”;  todos los jeques le maldecían en secreto; y hasta perdió el apoyo de sus muchos  clientes e, incluso, alguno de sus hijos y parientes se le sublevaron. A sangre  y fuego, el poder lo conservó por apoyarse en sus cuarenta mil mercenarios y no  en la asabiya.
      Sobre la igualdad, ya se ha tenido ocasión de comprobarlo,  ésta sólo afectaba en verdad a los árabes que de por sí eran iguales. O sea,  los árabes se consideraban ciudadanos de primera y superiores o más nobles que  otros, los de segunda, de modo que los principios de fraternidad e igualdad  propios de los nómadas únicamente rezaban dentro de cada grupo, tribu o etnia;  y eso pese a que después de la predicación de Mahoma algunos han pretendido ver  con carácter general en el Corán una doctrina igualitaria, que, en realidad, no  fue comprendida por los árabes. Sobre este particular, de Samail, Dozy (Tomo I,  p. 247) relata lo siguiente:
      A despecho de la prohibición del Profeta, bebía  vino como un árabe pagano, y casi todas las noches se ponía ebrio. El Corán le  era casi enteramente ignorado, y se cuidaba muy poco de conocer un libro cuyas  tendencias igualitarias lastimaban su orgullo árabe. Dícese que un día, oyendo a  un maestro de escuela, que se ocupaba en enseñar a leer a los niños en el  Corán, pronunciar este versículo: “Alternamos los reveses y los triunfos entre  los hombres”, exclamó: “No; es preciso decir: entre los árabes. –Perdona, señor  –replicó el maestro de escuela–, aquí dice entre los hombres. –¿Es así como ese  versículo está escrito? –Sí, sin duda. –¡Desgraciados de nosotros! En este caso  el poder no nos pertenece exclusivamente; ¡los patanes, los villanos, los  esclavos tendrán también su parte! 
      Rachel  Arié (1982, p. 174), basándose en la obra de M. Rodinson «Histoire économique et histoire des clases dans  le monde musulman»14 , opina que en el islam clásico  hubo de hecho una estratificación social por clases, en las que unos dominaban  y otros servían a los anteriores. En apoyo de esta idea recurren al Corán, que  en su azora 43, aleya 31 consagra con claridad dos estamentos sociales:
      Nos distribuimos entre ellos su sustento en la vida  mundanal, y alzamos, en jerarquía, a unos por encima de otros, para que unos  utilicen a otros por servidores.
      Por si esto del trato desigualdad para con otras personas  que no fueran de la propia etnia, pese a la teórica igualdad inicial entre los  árabes de pura estirpe, no hubiera quedado suficientemente aclarado, todavía se  pueden aportar nuevas pruebas:
      Obaidallah, el que había nombrado a Ocba gobernador de  al-Andalus, tenía todas las virtudes propias de los hombres de su nación, y,  por lo tanto, tal como lo expresa Dozy (Tomo I, p. 216):
      participaba en alto grado del profundo desprecio  que aquella tenía a todo lo que no era árabe. A sus ojos, los coptos, los  beréberes, los españoles y en general los vencidos, que apenas consideraba como  hombres, no tenían sobre la tierra otro destino que enriquecer con el sudor de  su frente al gran pueblo que Mahoma llamaba el mejor de todos.
      Por eso, este gobernador de África subió tremendamente los  impuestos a los beréberes, les dejó sin rebaños, y, para colmo, les arrebató  sus mujeres y sus hijas para mandarlas a los harenes de Damasco. La consiguiente  sublevación de los berberiscos y la gran derrota que sufrieron los  conquistadores fueron los motivos que impulsaron al califa de Damasco a enviar  un ejército de treinta mil sirios al mando de Colthum (tío de Baldj, siendo  éste su lugarteniente).
      Yusuf, el gobernador de al-Andalus que estaba apoyado por su  amigo Samail, que solía manejarlo a su antojo, era fihirita, esto es, caisita,  pero no gozaba de la estima de los coreiscitas, tribu también caisita a la que  pertenecía el Profeta, porque “desde Mahoma era considerada como la más  ilustre, [y] veían con despecho a un fihirita, a un coreiscita del distrito, a  quien consideraban muy inferior a ellos, gobernar a España.” (Dozy, Tomo I, pp.  257-258).
      Igualmente de Dozy (Tomo I, pp 288 a 292) se toma este  suceso que fue el desencadenante de la guerra para apoderarse del poder por  parte de Abderramán y sus partidarios contra el gobernador oficial de  al-Andalus:
      Yusuf [el mismo gobernador antes mencionado] estableció una  negociación con el príncipe Abderramán para determinar bajo qué condiciones  sería admitido sin hostilidad en el territorio de al-Andalus. Para ello envió  unos emisarios encabezados por su secretario Jalid al castillo en Torrox de  Obaidallah15 .  Jalid era español, cuyos padres habían sido esclavos cristianos de Yusuf hasta  que los emancipó por haberse convertido al mahometismo, y había sido educado  con esmero en el palacio de su patrono. El secretario entregó la carta perfecta  y elegantemente redactada por él, en la que se explicaban los términos de la  acogida pacífica y sin pretensiones al emirato por parte del príncipe.  Abderramán, que estaba dispuesto a aceptar las condiciones, encargó a  Obaidallah que contestara la misiva de Yusuf. Pero Jalid, que a fuerza de ser  envidiado y menospreciado por los árabes debido a su influencia y que,  aprovechándose de su cargo, se había acostumbrado a desairar a quienes le  afrentaban, al ver los esfuerzos de Obaidallah para empezar a escribir, tuvo la  ocurrencia de dirigirse al señor de Torrox en tono irrespetuoso para con un  noble y le dijo: “los sobacos te han de sudar, Abu-Othman, antes que contestes  a una carta como ésa”. Obaidallah, de naturaleza violenta y que no admitía ser  tratado de esa forma por un vil español, respondió enfurecidamente:
  “Infame –exclamó–, no me sudarán mucho los sobacos,  porque no responderé a tu carta”. Diciendo estas palabras tiró a Jalid  brutalmente la carta a la cara, y le asestó en la cabeza un tremendo puñetazo.  “¡Que cojan a ese miserable y que lo encadenen!”, prosiguió, dirigiéndose a sus  soldados, que se apresuraron a ejecutar la orden; y luego, dirigiéndose al  príncipe, le dijo: “He aquí el principio de la victoria; toda la sabiduría de  Yusuf reside en ese hombre; sin él no es nada”.
      El otro mensajero, Obaid, que era jeque árabe,  esperó a que la cólera de Obaidallah se hubiera calmado un poco, y luego dijo:
  “Abu-Othman, ¿quieres recordar que Jalid es un  enviado y como tal inviolable?” “No, señor, –le respondió Obaidallah–; el  enviado eres tú; así, te dejaremos marchar en paz. En cuanto al otro, ha sido  el agresor y merece ser castigado: es el hijo de una mujer vil e impura: es un  ildje”. 16
      Con el transcurrir del tiempo las diferencias étnicas fueron  difuminándose entre los musulmanes. Aunque siempre quedaba algo latente de ese desprecio  hacia los indígenas que no terminaba por desaparecer del todo. Por ejemplo,  Abderramán III quiso nombrar cadí a un muladí, proveniente de una familia  recientemente islamizada, pero se lo impidieron “los juristas de su capital,  que, en cambio, no ponían inconvenientes en admitir magistrados de origen  beréber.” (Lévi-Provençal, 1957, p. 79).
      Por todo lo expuesto, se puede concluir que, a raíz de la  expansión del islam, aquel que no fuera árabe, en todo país subyugado por  gentes de esta raza, estaba incluido en una categoría social despreciada por  los dominadores, quienes, a su vez detentaban el poder y la riqueza por derecho  de conquista. Con el paso del tiempo, se establecieron excepciones con los que  eran musulmanes, equiparándose en el trato y en el derecho casi sin distinción  de orígenes. Pero la procedencia de una noble estirpe árabe prevalecía sobre  cualquier otra consideración. Claro está que todo esto sufrió la  correspondiente modificación, como la vuelta de una tortilla, a medida que los  territorios fueron conquistados por otros pueblos, como ocurrió con los  almorávides en el caso de al-Andalus: pues la noble estirpe pasó a ser la de la  tribu de los Lamtuna, antecesora de los tuareg, que pertenecía al grupo de los  Sinhacha. Y luego con la tribu de los Masámida, a la que pertenecían los  Almohades, que arrebataron los dominios a los almorávides. Esto se observa  claramente en el Tratado de Ibn  Abdún, cuando propone (§56) que una prenda de vestir, el litām o velo que cubre el rostro, sea un distintivo exclusivo de  los almorávides, que, además, “deben ser mirados con honor y respeto”. En este  caso se trata de una prenda que establece una discriminación positiva hacia el  grupo étnico de la familia reinante, y no una negativa como la que intenta  establecer para los judíos y cristianos (§169) en el sentido de prohibirles que  vayan vestidos con “atuendo de persona honorable”. Por otra parte, Ibn Abdún  propugna que sean ricos los que ocupen los cargos públicos más relevantes:  cadí, almotacén, juez secundario; y de alguno de ellos predica además (§32) que  “sea elegido entre personas de parecido rango” al del cadí, el cual, por  supuesto, solía pertenecer a la aristocracia. Se consideraba más la  aristocracia de estirpe que la de riqueza, como ocurrió con Almanzor que, en su  escalada por los cargos públicos, fue cadí de Sevilla y también lo fue de esta  capital Abu-‘l-Casim Mohammed que acabó convirtiéndose, de hecho, en el primer  rey abadí de la taifa sevillana. También dice Ibn Abdún (§7) que el cadí “lo  que ha de hacer es designar un juez secundario [hakim], [...] para que juzgue los asuntos poco importantes de las  clases menesterosas”; es decir, por una parte, sólo hay dos categorías de  jueces y de personas: el juez que ve los asuntos de las personas menesterosas y  el cadí que ve los asuntos de las personas de elevada condición, y, por otra  parte, queda identificada automáticamente la relevancia del asunto según la  pertenencia al grupo social del individuo litigante, de forma que si se está  encuadrado en las clases menesterosas no se puede tener un asunto de  importancia. En resumen, Ibn Abdún se refiere a dos tipos de categorías  sociales: una, la de las “personas de elevada condición” (§24), como pueden ser  los “visires y los personajes poderosos” (§3), y otra, la de “las clases bajas  y sórdidas de la población”. En ningún momento alude a gente de mediana  condición, excepto que se pueda entender por tal a “los hombres de ciencia y de  religión” (§2), como “los alfaquíes”, “los doctores de la ley” y “las gentes de  bien” (§2). Pero aun así, esta interpretación admite duda, primero, porque Ibn  Abdún ni lo insinúa siquiera, y segundo, porque los cargos para las diferentes  judicaturas debían elegirse, en virtud de las preferencias de este autor  sevillano, entre personas doctas que a la vez tenían que ser ricas y de alto  rango; hasta los notarios para las actas matrimoniales no convenía que fuera  “más que persona versada en derecho, virtuosa y de fortuna” (§17).
      Estas dos categorías sociales que se desprenden del Tratado de Ibn Abdún, por su forma de expresarse, están de acuerdo con el concepto de sistema económico dual típico de países  que no han alcanzado un grado de desarrollo capitalista. En la época a la que  nos estamos refiriendo ningún país había llegado a tal grado de evolución en su  forma de producir. Por consiguiente, en estos sistemas económicos  precapitalistas no es de extrañar que predominaran básicamente la dualidad de  aspectos contrapuestos, en lo económico y en lo social, que se concretaba en la  existencia de ricos y pobres, aristócratas y villanos. Desde luego, los  cronistas e historiadores de esos tiempos, en al-Andalus antes del siglo XII,  hablan solamente de dos clases sociales, denominadas jassa (aristocracia) y ‘amma (plebe). La jassa estaba compuesta,  según la información de Lévi-Provençal (1957, p. 106), ante todo, por  “patricios de linaje árabe, y, en especial, de los parientes más o menos  remotos del príncipe reinante”; también formaban parte de ella los altos  funcionarios de la administración, aunque su origen fuera eslavo o beréber  (Rachel Arié, 1982, p. 175). Por reducción, a la ‘amma pertenecían todos los demás miembros de la sociedad, incluso  los tenderos y los artesanos de los zocos, que, por lo general, vivían tan  miserablemente como los demás miembros del populacho (‘amma). La prueba de esta aserción la tenemos en el Tratado de Ibn Abdún, en el que continuamente se observa que esta gente, para  sobrevivir, tenía necesidad de complementar sus míseros ingresos mediante la  trapaza, la truhanería y la picaresca, ejerciendo un género de vida muy  parecido al descrito en El lazarillo de  Tormes, opúsculo anónimo de  mediados del siglo XVI.
      Esta dicotomía en la división de la sociedad islámica en dos  categorías, tenía su reflejo en la judicatura, tal como ya se ha expuesto en el  caso del cadí y el juez secundario. Estos magistrados entendían de cuestiones  civiles, siendo otros los que veían los asuntos criminales. Esta jurisdicción  de lo criminal, llamada shurta,  también acabó estando organizada en función de esas dos categorías sociales.  Respecto a esta última magistratura Ibn Jaldún (Muqaddimah, p. 465) da cuenta de su evolución en cuanto a los  justiciables sobre los que recaía:
      La autoridad del “saheb-esh-shorta” no se extendía  sobre todas las clases de la población; se limitaba a infligir castigos a las  gentes del pueblo, a los individuos de mala reputación y a los sujetos  depravados.
      En el imperio de los Omeya españoles, este cargo  adquirió prominente importancia, y formó dos administraciones distintas: la  grande y la pequeña “shorta”. La autoridad de la primera se extendía por igual  sobre grandes y plebeyos; el que la ejercía tenía el poder de castigar incluso  a los funcionarios públicos que oprimían al pueblo, así como a sus parientes y  a los personajes que les protegían. La pequeña “shorta” poseía la autoridad  solamente sobre el vulgo. El jefe de la grande residía junto a la puerta del  palacio imperial, con un cuerpo de esbirros que se mantenían sentados ante él y  sólo abandonaban sus sitios para ejecutar sus órdenes. Como las funciones de  este puesto debían ser ejercidas por uno de los grandes del imperio, formaron  parte por lo regular de las atribuciones del visir o del hadjib.
      Lévi-Provençal, posiblemente imbuido por los prejuicios  modernos acerca de la división tripartita de la sociedad en sentido económico,  al igual que García de Cortázar –1973, pp. 85 a 89–, se empeña en encontrar  tres clases sociales en el al-Andalus de la Alta Edad Media. Con esta obsesión in mente dice que a la alta y baja shurta se añadió otra «media», y, como  prueba de ello, cita el caso de Almanzor, quien en los comienzos de su carrera  política, fue designado para ocupar este cargo en el año 972. Lévi-Provençal  documenta su afirmación en el libro Bayan de Ibn Idari. Ahora bien, en este mismo autor musulmán se apoya R. Dozy17  que nos proporciona una historia bastante completa de Almanzor, con los cargos  que ocupó antes de llegar a ser hadjib, canciller, o primer ministro, de la  que no se deduce en absoluto ese tipo de shurta media. Textualmente Dozy (Tomo III, p. 109) dice: 
      En febrero de 972 fue nombrado Ibn-abi-Amir  [Almanzor] comandante del segundo regimiento del cuerpo que lleva el nombre de Chorta y que estaba encargado de la policía  de la capital.
      Este mismo cargo fue desempeñado por Mozhafí, el hadjib que precedió a Almanzor en este  cargo, pues, según Dozy (ib., p. 129), este personaje había pasado  sucesivamente por los cargos de coronel del segundo regimiento de la Chorta, gobernador de Mallorca, y primer  secretario de Estado. Aunque en esta ocasión no se menciona que el mando de tal  regimiento implicaba, a su vez, ejercer de jefe de policía. Pero esto concuerda  con lo que nos comunica el traductor de la Muqaddimah,  en la nota a pie de la página 426, al aclarar que el jefe de policía mandaba un  cuerpo de caballería.
      Analizando la información de Dozy, se aprecia que en ningún  momento se habla de diversas clases de policía; al contrario, sólo se trata de  una policía para toda la capital. También conviene interpretar el significado  de mandar el segundo regimiento de la Chorta,  porque ello indica que había un primer regimiento cuyas funciones desconocemos.  Si este regimiento también tenía misiones de policía, por ser el primero, temían  que ser de superior categoría que las del segundo. Por consiguiente, el segundo  regimiento se ocuparía de la shurta baja y no de la media, que correspondería al primer regimiento de haber un  cargo con superior categoría que ejerciera las funciones de la shurta alta. En efecto, había tal  categoría que era desempeñada a menudo por el jefe del ejército, según Ibn  Jaldún (Muqaddimah, p. 464), quien  hablando del jefe de policía, “saheb” de la “shorta”, que “en el reino de  Andalucía se le llama “saheb-el-madina” (jefe de la ciudad), asegura que ese  cargo es de inferior categoría al del jefe del ejército. Pero el ser  generalísimo del ejército de la capital no llevaba aparejado el cargo de  prefecto de la ciudad, que debía equivaler al de jefe de la shurta alta y para el cual se precisaba  un nombramiento específico. Sobre este asunto, Dozy (Tomo III, 132 a 134) es  particularmente esclarecedor: en mayo de 977 Ibn-abi-Amir fue nombrado  generalísimo del ejército de la capital, pero en una conversación, que tuvo  lugar en Madrid, con el general Ghalib, éste le aconsejó que, aprovechando el  éxito de la campaña militar sobre el enemigo cristiano, procurara ser nombrado  prefecto de la capital, cargo que logró obtener nada más llegar a la corte.  Almanzor, una vez provisto de su diploma de prefecto, se propuso restablecer la  seguridad en la capital, empleando para ello a los agentes de policía y  amenazando a todos los que delinquieran, “sin excepción de personas”, con las  penas más severas. En consecuencia, si con esta prefectura se ejercía la shurta alta, es imposible que con el  mando del segundo regimiento de la Chorta se ejerciera la magistratura de la shurta media, como se imagina sin fundamento Lévi-Provençal que pone el ejemplo falso  de Almanzor al principio de su carrera política. Cabe preguntarse cuál era la  función del primer regimiento de la Chorta.  Para dilucidar esta controvertida cuestión sería conveniente saber primero el  significado de “Chorta”, pero en  ninguna de las fuentes históricas consultadas 18 se da la traducción de esta palabra, a lo sumo, el del conjunto sahib al shurta = jefe de policía; pero  esta traducción es una equivalencia no rigorosa, aunque comprensible, porque,  obviamente, en aquella época no había policía; en cambio, sucede por lo general  que con casi todas las demás palabras árabes si se suele dar su significado  entre paréntesis. Lo más probable es que Chorta significara Guardia de Corps,  de forma que el primer regimiento estuviera involucrado en proteger  directamente al sultán, sin poder cumplir otras misiones, y el segundo  regimiento, al ser complementario del primero, no debía ser necesario en la  mayoría de las ocasiones para atender personalmente al monarca y por eso su  misión ordinaria, antes que permanecer en reserva, fuera atender a la guardia y  seguridad interna de la ciudad; esto es, la función que actualmente desempeña  la policía y que antiguamente cumplía el ejército de los reyes. Intuición que  parece confirmarse con la idea de Chalmeta (1973, pp 624): la šurta surgió como escolta personal,  formando la guardia de corps.
      De todo lo razonado, se deduce, en consecuencia, que no  había tres shurtas, que sólo debían  estar en la imaginación de Lévi-Provençal. Es más creíble la versión de Ibn  Jaldún19 ,  quien en ningún momento menciona más de dos shorta.  Además el propio Lévi-Provençal se desenmascara a sí mismo, ya que se embarca  en una especulación que, en este caso, no documenta en fuente alguna, cuando su  costumbre es ser muy escrupuloso en atestiguar todas sus afirmaciones. Todo  ello proviene de sentirse obligado a demostrar que en al-Andalus, como si de un  país capitalista se tratara, había una clase media. A continuación se  transcribe lo que dice Lévi-Provençal (1957, p. 89), pero con resaltes,  mediante subrayado propio, en lo que es pertinente para apreciar su  especulación arbitraria por carecer en absoluto de prueba documental:
      Nos creemos  autorizados para suponer que la separación entre las clases sociales  –conforme a la distinción clásica que dividía a los habitantes de una ciudad  musulmana en jassa, o «aristocracia»,  y ‘amma o «plebe»– determinara en  España, como en Oriente, el correspondiente desdoblamiento de la shurta, e incitara a los Omeya a imitar  a sus rivales abasíes en delegar su autoridad para la represión de los delitos  en dos personajes diferentes, de los cuales uno no entendería más que de los  asuntos donde aparecieran complicados altos personajes del Estado, y el otro,  por el contrario, abarcara en su jurisdicción a todo el populacho de los  muladíes y de los dhimmíes de Córdoba. Y, como en rigor podemos concebir entre estas dos clases extremas la formación de una clase media, es  decir, una especie de burguesía (a’yan),  compuesta por comerciantes, pequeños funcionarios y magistrados subalternos, en  la época de la gran prosperidad de la capital y del sensible crecimiento de la  población, tal vez ‘Abd a-Rahmān III  encontrara justificada la creación de una shurta correspondiente a ella. Pero insistimos en que, por el momento, no hay texto  que venga en apoyo de este intento de explicación, que sólo damos por lo  que vale.
      Pues bien, desde mi punto de vista no sólo no vale nada,  sino que es totalmente contraproducente tamaña elucubración, porque se da una  visión muy distorsionada a las categorías sociales de un mundo antiguo. Éstas  son contempladas bajo un tremendo anacronismo: el de usar como lente de visión  un concepto moderno, típico de una formación social capitalista, para juzgar un  aspecto social inherente de una formación social radicalmente distinta con  estructuras económicas y sociales diferentes, que ha de estudiarse bajo un  aparato conceptual especial. Es como si a uno que padece astigmatismo se le  ponen las gafas de un miope: lo vería todo borroso. Según Maurice Godelier (1973, p. 66), los  antropólogos de la escuela sustantiva, como Polanyi y Dalton, critican “la  utilización abusiva de categorías de la economía mercantil para analizar y  explicar los mecanismos económicos de las sociedades no mercantiles  precapitalistas”. Sobre esta cuestión del estudio de los sistemas culturales,  el antropólogo de la escuela del materialismo cultural Marvin Harris (1983, pp.  28 a 33) explica que hay dos puntos de vista para afrontar el estudio de las  culturas humanas: uno, el punto de vista emic que es el que tiene sentido para el participante nativo; y, dos, el punto de  vista etic que es el del observador  que estudia la cultura y formula su teoría científica. Pero obsérvese que ésta  no puede construirse sin tener en cuenta el punto de vista emic, que es el que, en realidad, hay que explicar20 . Esta idea es la que expresa  Dyer (1989, p. 34) con menos tecnicismo, al estudiar la sociedad inglesa  medieval, del modo siguiente:
      Para  avanzar en nuestra comprensión de la sociedad medieval, debemos explicar las  divisiones y grupos en términos que tengan sentido para nosotros. No debemos olvidar el vocabulario medieval, puesto que  nos da una idea del punto de vista de los coetáneos, pero para que todo ello  adquiera sentido debemos también utilizar palabras e ideas modernas.
      Pero téngase en cuenta que el objetivo es comprender y  explicar el punto de vista que tenía sentido para los coetáneos. Para esas  explicaciones se pueden emplear palabras e ideas modernas, puesto que las  antiguas ya no son inteligibles; pero lo que nunca se puede hacer es  tergiversar la realidad antigua, trasladando instituciones actuales de forma  anacrónica al pasado 21.
      De todas formas, analizando ese texto de Lévi-Provençal, y  pasando por alto que no es exactamente cierto que las atribuciones del  magistrado de la shurta alta se  limitaran a los miembros de la jassa,  puesto que verdaderamente abarcaban a todos los individuos, con independencia  de la clase en la que estuviera encuadrado, se aprecia claramente cómo su autor  cambia el argumento y pasa repentinamente, asemejándose en esto a un fullero  jugador de póquer cuando saca un as de la manga, de lo que lee en las fuentes  sobre dos únicas categorías sociales, pues en ellas jamás se menciona una  tercera clase, a considerar “con todo  rigor” una burguesía (mejor habría sido decir sin ningún rigor). Así es  que en lugar de esforzarse en proporcionar una explicación de la formación  social y económica que está estudiando, intentando captar la idiosincrasia de  tal sociedad y por qué los cronistas hablan sólo de la jassa y la ‘amma y no  consideran otras clases sociales, va y nos remite a nuestro mundo actual y,  como en éste no comprendemos bien que sólo haya dos clase sociales,  aristocracia y plebe, cuando a raíz de la Revolución Francesa la última  destruyó las prerrogativas de la primera al ayudar a la clase burguesa  emergente a instalarse en el poder político, no tiene otra ocurrencia que  obligar a una sociedad del mundo antiguo a que por fuerza tenga una burguesía y  así completar las tres clases sociales con funciones idénticas a las de  nuestros días. La clase media, es decir, la burguesía, únicamente cobra  significado cuando consigue una legislación que garantice la propiedad de sus  bienes y los proteja de la confiscación arbitraria por parte de una clase  superior que ejercía un derecho señorial y despótico sobre tierras y personas.
      Nuestro insigne Menéndez Pidal también se queja de la falta  de rigor científico de Lévi-Provençal, y viene a decirnos que cuando a este  historiador francés y al holandés Dozy (de ascendencia francesa) se les mete  algo en el magín, totalmente subjetivo y producto de una apreciación personal a  priori, hacen caso omiso de las pruebas documentales o las tergiversan con tal  de confirmar lo que quieren. El suceso que provoca la lamentación de Menéndez  Pidal tiene que ver con la versión que Lévi-Provençal da sobre una actuación  cruel e inhumana del Cid Campeador a raíz de la conquista por segunda vez de  Valencia. El Cid acusó al ambicioso cadí Ben Jehhaf, que había sublevado la  ciudad contra su señor, el rey Alcádir, vasallo del Cid, y había usurpado el  mando de la ciudad, de haber asesinado al rey de Valencia y haberse apoderado  de sus tesoros. El Cid mandó juzgarlo por el nuevo cadí y los principales  personajes de la ciudad con arreglo a las leyes islámicas. Habiendo sido  encontrado culpable de los cargos, la sentencia fue de muerte. El Cid la mandó  ejecutar de acuerdo con la normativa cristiana, pero aceptó el consejo de los  jueces islamitas de dejar en libertad a la familia del reo, que, según las  costumbres de la época, solía correr la misma suerte que el convicto de  traición. De esta historia hay crónicas de autores árabes, que, aunque reniegan  del Cid y dicen que Dios le maldiga, por ser el azote de los musulmanes y por  haber salido invicto de todos los lances contra ellos, nunca tildaron al  Campeador de haberse comportado injustamente con los vencidos. Sin embargo,  Dozy y Lévi-Provençal en sus versiones demuestran lo que Menéndez Pidal llama  cidofobia. He aquí lo que respecto a este último historiador dice Menéndez  Pidal (1950, p. 195):
      A pesar de todo esto, nos sorprende Lévi-Provençal  repitiendo que la condenación del cadí fue «injusta e inhumana», cuando el  mismo ilustre arabista descubrió y dio a conocer varios textos que le quitan la  razón: 1º, una Historia de los Reyes de Taifas donde se dice que Ben Jehhaf, al  entregar al Cid todos los tesoros de Alcádir, ocultó uno (el cuerpo del delito)  y juró no tenerlo, descubriéndose más tarde su perjurio; 2º, extractos de Ben  Aclama afirmando que Ben Jehhaf mató a Alcádir, que fue procesado «porque mató  a su rey», y que fue condenado según la ley de los cristianos a ser quemado  vivo. El Cid estaba, pues, obligado a quemar al regicida y no fue en ello  cruel. No llevemos ideas modernas a tiempos antiguos; al Cid no podía  ocurrírsele electrocutar a Ben Jehhaf.
      Cabe concluir, por lo tanto, que en estas sociedades islámicas  altomedievales la población estaba estratificada básicamente en dos grupos y  que era el estatuto personal el que determinaba la pertenencia a uno u otro.  Evidentemente, sólo el sultán era quien tenía el poder para asignar el estatuto  que implicaba la integración en cada categoría social. En la jassa se encontraban, mientras no  cayeran en desgracia, los altos señores de noble estirpe, dueños de tierras y  castillos, los dignatarios de la corte y los altos cargos del gobierno, tanto  en la capital, como en provincias. Todos los demás miembros de la sociedad  formaban parte de la ‘amma, mientras  no cayeran en gracia del sultán. O sea, no se trataba, como en la India, de  castas irreductibles; existía la posibilidad de una movilidad social, siendo la  cultura un elemento importante, bastante más relevante que la riqueza, que  podía servir de catapulta para introducirse en la jassa. Así grandes músicos y poetas accedían a la corte y a los  favores del monarca; de igual modo, gozaban de la consideración del sultán  elevados cargos desempeñados por eunucos y eslavos, aunque fueran esclavos, así  como los mandos de su guardia personal. Y sobre todo los grandes  jurisconsultos, que acababan por ocupar altos cargos. Todo esto cuadra  perfectamente con la idiosincrasia árabe, con la cultura islámica y con su modo  de producir. Algo parecido, pero a la inversa, ocurre con el concepto religioso  de cielo, que es arcaico y con escaso significado en sociedades evolucionadas  en el aspecto material; en éstas no se entiende bien que ganar el cielo  consista en llegar a gozar de la vista y la presencia de Dios, y que, por  contraposición, la ausencia de contemplar y estar con Dios sea el infierno. En  las sociedades antiguas, no era indiferente, por tener pleno significado, estar  con el soberano y gozar de privilegios, o el estar fuera de su esfera de  influencia y sin prerrogativas.
      Respecto a esto de la movilidad social se puede tomar por  ejemplo la carrera política de Abu Amir-Mohammed ibn abi-Amir (Almanzor),  descrita por Dozy (tomo III, pp. 102 a 143) y de la que se hará un escueto  resumen. Almanzor procedía de una familia árabe de rancio abolengo, aunque  empobrecida. Según Mª Jesús Rubiera –1989, p. 75–, la madre de Almanzor tuvo  que mantenerle durante la niñez y la adolescencia con el producto de sus  hilados; esta información también es transmitida por Epalza –1989, p. 55–. Su  séptimo abuelo fue de los pocos árabes que vinieron a la Península con el  ejército berebere de Tarik y se le asignó un castillo en la zona de Torrox. De  joven cursó sus estudios en Córdoba, donde al terminarlos abrió una consulta de  asesoramiento legal. Después obtuvo un empleo de subalterno en el tribunal del  cadí de la capital. Pero su jefe, Mohammed ibn-as-Salim22 ,  no deseando tenerle a su lado por no llevarse bien con él debido a su carácter,  lo recomendó para un empleo en la corte, que, al conseguirlo, le supuso el  inicio de su ascensión política hasta la más alta magistratura de Estado. Aquí  conviene hacer un inciso para apreciar algo bastante diferente a lo que suele  acaecer en nuestras sociedades modernas: que cuando un jefe no se encuentra  satisfecho con un subordinado, para quitárselo de en medio, desde luego no lo  recomienda para un cargo mejor; pero el modo de proceder del cadí es acorde con  la mentalidad árabe, por la cual uno de ellos no tiene inconveniente en  favorecer a otro de su raza si su discrepancia de pareceres no afecta a sus  propias vidas. Este primer empleo que obtuvo en la corte a los veintiséis años  de edad, en febrero de 967, era el de intendente para administrar los bienes  del primogénito del emir, Alhaquem II. La sultana Aurora, madre de ese vástago  real, a quien Ibn abi-Amir había caído muy bien, le nombró también intendente  de sus propios bienes, y, por su mediación, siete meses después de entrar en la  corte fue designado para el importantísimo cargo de inspector de la moneda. En  diciembre de 969 el sultán le designó para curador de sucesiones vacantes y  once meses más tarde para cadí de Sevilla y Niebla. Al morir el primogénito del  califa, se le nombró intendente del nuevo presunto heredero a la corona. En  febrero de 972 fue promovido a comandante del segundo regimiento de la Chorta,  “que estaba encargado de la policía de la capital” (ib., p. 109). Ibn abi-Amir  contaba treinta años de edad cuando ya disponía de gran fortuna y se encontraba  en la misma antesala del poder. Otro cargo de confianza que se le confirió fue  el de interventor general de hacienda con el objetivo de acabar con los grandes  gastos de las campañas en el norte de África; para ello fue nombrado cadí  plenipotenciario de Mauritania, con el especial encargo de intervenir todos los  hechos financieros así como las actuaciones de los generales del ejército y se  dio orden a todos los funcionarios civiles y militares que no hiciesen nada sin  el consentimiento del cadí. Ibn abi-Amir cumplió con gran tacto y habilidad  este cometido, de forma que tanto el califa como los generales quedaron  plenamente satisfechos. De estos acontecimientos data la amistad del que luego  se pondría el sobrenombre de Almanzor y el general Ghalib. Poco antes de la  muerte del califa Alhaquem II fue nombrado mayordomo y le prestó el inestimable  servicio de enviar a todas las provincias, para ser firmadas por señores y  plebeyos, numerosas copias del acta de la sesión solemne en la que los grandes  del califato juraron reconocer a Hixem, hijo menor de edad, de unos 10 u 11  años, como heredero del trono. Un acontecimiento como éste jamás había tenido  precedente, ya que los menores de edad nunca habían accedido al trono, pero el  califa deseaba muy vivamente que su hijo fuera el sucesor y no alguno de sus  hermanos, a quienes por tradición le hubiera correspondido el trono en caso de  muerte del califa sin hijos mayores de edad. Pero el poder del califa, aun  moribundo, era tan imponente que nadie osó negarse al reconocimiento de  heredero. A la muerte del califa, sucedieron unos hechos que muestran la  volubilidad de la fortuna para los que no están en la gracia de quien ostenta  el poder, o de quienes lo detentan, aunque su estatus personal hubiera sido el  de la aristocracia, en estos regímenes despóticos con sistemas económicos  precapitalistas. Como los principales eunucos del palacio, poderosos y ricos,  pretendían matar al visir Chafar al-Mushafí y poner en el trono a Moghira,  hermano del difunto califa, el visir, al enterarse del plan, logró ganarse la  confianza de dichos eunucos, y evitar su decapitación, haciéndoles creer que  secundaba su proyecto. Pero, actuando con rapidez, se reunió con sus leales y  decidieron ejecutar al tío del joven Hixem para dejar a los eunucos sin su  pretendiente. Ibn abi-Amir se ofreció para cumplir la misión. Tras hablar con  Moghira, que estaba totalmente dispuesto a acatar a su sobrino como soberano,  Ibn abi-Amir se compadeció de él y solicitó del visir el perdón; pero  al-Mushafí repitió la orden de ejecución, que Ibn abi-Amir mandó cumplir.  Habiéndose hecho al-Mushafí con la fuerza militar suficiente, los eunucos se  sometieron al visir, aunque algún tiempo después, poco a poco, se fue desembarazando  de ellos, al prescindir de sus servicios en palacio, y formándoles causa por  malversación los dejó en la ruina. A un tal Dorri, mayordomo segundo y señor de  Baeza, por ser afecto a la causa de los eunucos, acabaron por matarle y al jefe  de ellos lo desterraron a una de las islas Baleares donde murió. La ágil  maniobra del visir permitió que al día siguiente de la muerte del califa, esto  es, el 2 de octubre de 976, se cursara la orden a los cordobeses para ir a  jurar al nuevo califa Hixem II. El juramento lo tomó el cadí de la capital y se  empezó primero por sus tíos y primos, luego por los visires y funcionarios de  la corte, y al final por los principales coreiscitas y los notables de la  ciudad. En otro acto aparte, Ibn abi-Amir se encargó de tomar el juramento al  resto de la asamblea. Sin embargo, lo insólito de esta sucesión no dejaba de  ser comentario y malquerencia entre el pueblo. Para acallarlo y para hacer al  monarca y su gobierno más popular, Ibn abi-Amir propuso al visir suprimir el  odiado impuesto sobre el aceite, que efectivamente fue abolido. El visir  al-Mushafí se proclamó a sí mismo hadjib (primer ministro) y la sultana madre, Aurora, exigió que el cargo vacante de  visir lo ocupara Ibn abi-Amir y que éste participara conjuntamente con al-Mushafí  en el gobierno del Estado. Más tarde, ante los graves incidentes con los  cristianos en las fronteras, el nuevo visir se ofreció, ante la negativa de los  demás, para mandar un ejército que combatiera al enemigo. En febrero de 977  partió de campaña, de la que regresó triunfante y con cuantioso botín. Aunque  desde el punto de vista militar esta campaña apenas tuvo importancia, Ibn  abi-Amir le sacó un gran partido, ya que se granjeó el beneplácito del pueblo y  el de las tropas, a las que colmó de dinero no reparando en gastos para  conseguir su adhesión inquebrantable. A la par que Ibn abi-Amir iba ganando  popularidad, el primer ministro la perdía. En el fondo, el hadjib no tenía la genialidad del nuevo visir. Al-Mushafí había  llegado a la corte de la mano de su padre, un culto berberisco valenciano, que  fue preceptor del príncipe Alhaquem; y si continuó en la corte fue debido a ser  un buen literato y poeta, cualidades admiradas por el califa Alhaquem II quien  le premió con diversos nombramientos: coronel del segundo regimiento de la Chorta, gobernador de Mallorca y primer  secretario de Estado. Mas, no siendo un hombre hábil, se había ganado la  enemistad de algunos altos personajes, como el general Ghalib. Ibn abi-Amir,  que acababa de proponer para un ascenso al general Ghalib y que tenía que salir  para una nueva campaña en el teatro de operaciones de este general, se ofreció  como mediador con la finalidad de alcanzar una reconciliación entre ambas  autoridades. No obstante, esto no era más que una forma de maniobrar, pues lo  que en realidad perseguía Ibn abi-Amir era apoderarse del cargo de primer  ministro. Nombrado generalísimo del ejército de la capital, Ibn abi-Amir salió  a su segunda campaña en mayo de ese mismo año y se entrevistó con Ghalib en  Madrid. Allí, acordaron los dos generales aliarse con el objeto de provocar la  caída del primer ministro, y Ghalib aconsejó a su nuevo amigo y compañero de  armas que aprovechara el éxito de la campaña militar que entrambos estaban  realizando, aunque, en realidad, bajo la dirección del veterano general, para  lograr el nombramiento de prefecto de Córdoba, cargo vital para sus propósitos,  que estaba desempeñando el hijo de al-Mushafí. En efecto obtuvo el nombramiento  y provisto de su diploma de prefecto limpió la capital de malhechores  cualquiera que fuera su rango. Percatado el hadjib de la hábil maniobra de Ibn abi-Amir y el poder que con ella había adquirido  con peligro para su posición, intentó atraerse al general Ghalib proponiéndole  un acuerdo de matrimonio entre la hija de éste y su hijo. Según Marín (1989, p.  110), Asmā’, la hija del general Ghalib, había estado casada con un visir de  al-Hakam II y repudiada por su marido. Esta proposición fue aceptada y ya se  estaba redactando el acta matrimonial cuando Ibn abí-Amir, al enterarse de  ello, se apresuró en desbaratar el plan escribiendo al general que si “deseaba  para su hija una ilustre alianza, no debía entregarla al hijo de un advenedizo,  sino a él, a Ibn abi-Amir” (ib., p. 135). Téngase presente que al-Mushafi era  de origen beréber e Ibn abi Amir árabe de pura estirpe. Y así se llevó a cabo  el 1 de enero de 978 la boda de Ibn abi-Amir y la hija de Ghalib. Antes de esta  boda, Ibn abi-Amir regresó triunfante de una tercera campaña efectuada en  septiembre, a consecuencia de la cual se le dio el título de Dzhu-‘l-vizaratain (jefe de la  administración civil y militar) y el general Ghalib, colmado de honores, fue  promovido a hadjib. Asentados en el  poder, suegro y yerno no tardaron en deshacerse de al-Mushafí: en marzo de 978,  él, sus hijos, y sus sobrinos fueron destituidos de todos sus cargos y  dignidades y encarcelados, y se les intervino preventivamente todos los bienes  mientras se resolvía el juicio por la acusación de malversación. El proceso  contra al-Mushafí fue largo, pero pronto le fueron confiscados sus bienes y subastado  su palacio quedando completamente arruinado. Sin embargo, los visires que le  juzgaban, y que creían que todavía le quedaba algo, lo citaron de nuevo y  compareciendo en la sala del visirato se sentó sin saludar. Debido a este modo  de proceder fue duramente recriminado por uno de los visires que consideró  descortés tal estilo de personarse en la sala del juicio. Reo y juez se  enzarzaron en una discusión acalorada que zanjó otro de los visires  pronunciando unas palabras muy elocuentes para comprender la idiosincrasia de  estas sociedades despóticas, que es el objetivo de este largo relato, además de  ilustrar la movilidad social; he aquí el discurso (ib., p. 140):
  ¿No sabes, Ibn Djabir, que el que ha tenido la  desdicha de incurrir en la desgracia del monarca no debe saludar a los grandes  dignatarios del Estado? La razón es evidente; si esos dignatarios le devuelven  su saludo, faltan a sus deberes con el sultán; si no lo devuelven, faltan a sus  deberes para con Dios. Un hombre que ha caído en desgracia, no debe pues  saludar y Mozafí lo sabe.
  Se puede concluir, por tanto, que la sociedad andalusí de la  Alta Edad Media estaba segregada básicamente en dos estamentos, que, como  designan los propios cronistas e historiadores musulmanes, eran la jassa y la ‘amma. Pero no eran clases sociales cerradas. Existía movilidad  entre ellas, todo dependía de si alguien caía en gracia o en desgracia del  sultán. Sin embargo, como en estas sociedades regía el estatuto personal, se  debe tener en cuenta que en ambas categorías sociales había esclavos y personas  de otra religión, como eunucos y eslavos, por un lado, y cristianos y judíos,  por otro, que ostentaban su jerarquía social con extremada precariedad.
1 La señora Marín (1989, p. 105) asevera que “el concepto mismo de «clase social», aplicado a al-Andalus, resultaría anacrónico.”
2 Véase lo que se explica en las páginas 345 y siguientes sobre estas cuestiones que atentan contra el concepto de la igualdad.
3 Pero que era un fiel y leal súbdito del emir. Obsérvese que a los señores procedentes de Arabia no les contentaba lo más mínimo que gentes de otros pueblos aceptaran su religión; los consideraban despectivamente, como se ve, renegados de la que abjuraban en lugar de conversos a la de acogida.
4 Descendientes de este gobernador fueron los Beni al-Djad, opulentos propietarios en Sevilla, y los Beni Casim, que tenían extensas posesiones en Alpuente (Valencia) y, por supuesto, en el pueblo que lleva su nombre: Benicasim (Castellón).
5 De estas terribles hambrunas Ibn Abdún en el §52 de su tratado menciona una en su época (siglo XI), de modo que el almotacén “mandó quitar las tinajas que había vecinas a la mezquita [del barrio] de los Alfareros, para convertir aquel sitio en un cementerio”. Dozy (ib., Tomo II, p. 266) se refiere a otra que hubo en el año 915, en la que “morían a millares y faltaban brazos para enterrar a los muertos.”
6 Gran tronco tribual que abarcaba a los coreiscitas –a los que pertenecían los hachemíes–, los omeya, los fihiritas, y otros.
7 En ocasiones, la cifra de los muertos en combate es descomunal, tanto que con toda seguridad está exagerada. Pero, por otra parte, hay que tener en cuenta que no todos los componentes de los ejércitos eran árabes o bereberes, sino que la gran masa, sobre todo de la infantería, estaba compuesta por los siervos y clientes de bajo rango, que eran individuos de origen autóctono, o sea, hispanorromanos y godos, que se llevaban la peor parte, en todo, incluso en cuanto al número de muertos se refiere.
8 Francas o vascas, como ellos llamaban a las esclavas cristianas capturadas en la Península Ibérica.
9 Por otra parte, es imposible, por las leyes de Mendel, que en la primera generación los descendientes conserven todos los rasgos de uno de los progenitores.
10 En realidad habría que leer que no salió vencedora como la de los fatiníes.
11 Como corresponde a uno que no es historiador, ni aspira a serlo. Aunque obrando como Américo Castro, pero sin ínfulas.
12 Pues tanto los omeyas como los abasíes pertenecían a la misma tribu de Koreish –los coreiscitas– que Mahoma; aunque éste, por su abuelo llamado Haschem, formaba parte de la rama de los hachemitas, a la que pertenecían los abasidas.
13 Téngase en cuenta que, como en el caso del zar de Rusia en la revolución bolchevique, la familia de los omeya fue masivamente exterminada por los abasíes que asumieron el califato. Pero, ¡quien sabe!, quizá la matanza no llegó a todos los rincones del imperio, donde estas familias, que eran muy extensas y se desparramaban por todos sitios, siempre podían tener un pariente tan lejano que no conociera directamente a los demás.
14 Publicada en Studies in the Economic History of the Middle East from the rise of Islam to the present day, Londres, 1970, 139-145,
15 Uno de los jeques de los contingentes sirios de Damasco establecido en Elvira y que era cliente de los omeya.
16 El propio Dozy inserta esta nota: La palabra ildje no significa solamente cristiano, como se encuentra en nuestros diccionarios, sino también renegado.
17 Historiador de la época arábiga, tan competente, si no más, que Lévi-Provençal, quien al fin y al cabo tuvo que aprender algo de él.
18 Ni en el libro de Lévi-Provençal, ni en el de Dozy, ni en el de Rachel Arié, ni en el de Ibn Jaldún, ni en el de Bosch Vilá, ni en el de M’hammad Benaboud.
19 Historiador casi contemporáneo de los sucesos que relata, que era árabe y que de todas formas se desenvolvió entre los países musulmanes que en el siglo XIV todavía conservaban instituciones similares.
20 Véase lo que acerca de las clases sociales se dice al comienzo de este parágrafo 6.2 en la página 314 y siguientes.
21 La asimilación de estos conceptos y métodos de investigación al campo de la Economía ha sido expuesta por Mark Blaug (1962, pp. 25 y ss.). Adoptando una terminología propia de la filosofía alemana, Blaug (ib., p. 25) denomina absolutismo y relativismo metodológico a los dos enfoques contrapuestos de investigación en la historia del pensamiento económico. El método absolutista consiste en enjuiciar las ideas de los autores antiguos en función de los cánones de la teoría moderna. El método relativista consiste en enjuiciar las teorías del pasado en sus propios términos, tomando en cuenta el contexto de su época. La divulgación de tales conceptos en España ha sido efectuada recientemente por Santos Redondo (1999, p. III).
22 Que según Dozy –ib., p. 105– era un hombre muy sabio, muy honrado y uno de los mejores cadíes que hubo en Córdoba.