ESTUDIO ECONÓMICO SOBRE EL TRATADO DE IBN ABDÚN

ESTUDIO ECONÓMICO SOBRE EL TRATADO DE IBN ABDÚN

Eduardo Escartín González (CV)
Universidad de Sevilla

Clases sociales

Éstas, en al-Andalus durante la alta Edad Media, no se pueden estudiar con ideas preconcebidas. El propio término de clase social ya indica una idea moderna1 : la de adjudicar a los miembros de la sociedad una posición según sea la riqueza que poseen. Bajo este punto de vista, generalmente son tres las clases sociales: la de los ricos; la de los pobres; y entre ambas se encuentra una clase intermedia que posee una fortuna regular. Pero este criterio es absolutamente arbitrario, puesto que igualmente las clases podrían haber sido 5, 6, ó 7; por ejemplo: los ricos riquísimos; los ricos; los menos ricos; los acomodados; los que no son pobres; los pobres; y los muy pobres.
Puesto que, desde que se instituyó el régimen de la propiedad privada, hace miles de años, “nunca dejará de haber pobres en la tierra”, como así se reconoce en la Biblia (Dt 15, 11), eso quiere decir que necesariamente tiene que haber ricos, ya que pobre es una palabra comparativa que implica contraposición con su opuesto, lo mismo que bueno y malo, virtud y vicio. Ahora bien, las personas, en su comportamiento, son buenas o malas; o virtuosas o viciosas; no existen otras alternativas, como que la acción haya sido a medias, es decir, sólo un poco buena o algo viciosa, pero no del todo. Así lo pretendía aquél que le están juzgando por violación y, cuando es preguntado, dice: Señoría, la violé, pero sólo un poquito. A lo sumo, ciertas acciones humanas no merecen ser valoradas y, entonces, se las denomina indiferentes; pero si fuera necesario esforzarse en catalogarlas acabarían encuadrándose en uno u otro de los grupos contrapuestos. En cambio, los umbrales para entrar en la riqueza y en la pobreza son difusos por completo: siempre hay alguien más pobre que otro o un rico más rico que los demás. En realidad, la posesión de bienes admite una graduación continua; por eso, dividir la sociedad en tres clases, según el grado de la riqueza de sus componentes, es una simplificación, un proceder puramente convencional. También es convencional y arbitrario elegir la riqueza como parámetro para clasificar a los miembros del cuerpo social, excepto en el caso de las sociedades eminentemente materialistas, como las modernas en los países desarrollados, en las que el prestigio social se adquiere a la par que la riqueza. Al fin y al cabo, se trata de ordenar a los individuos de una comunidad en función de su prestigio. Si se admite que hay sociedades que valoran otros atributos, antes que la riqueza que en determinados pueblos es considerada como algo contingente y efímero, pues hoy se puede tener, pero mañana haber desaparecido, se deberán buscar cuáles son los elementos que pueden servir de parámetros para valorar el prestigio de las personas y establecer, en consecuencia, las categorías sociales. Cuando se acepta este criterio, se encuentra con frecuencia que sólo hay dos clases sociales, porque o se tiene el atributo que prestigia o no se tiene; es decir, se entra en las contraposiciones puras de términos opuestos, como bueno y malo, virtud y vicio.
El valor es uno de esos atributos en los pueblos guerreros o cazadores. Todos los adultos que hubieran demostrado ser valerosos gozaban de prestigio y se encontraban en la capa alta de su sociedad. Si además alguien poseía dotes innatas para la estrategia, estas dos cualidades podían llevar a una persona a la jefatura de su comunidad. Pero únicamente mientras las mantuviera y no surgiera otro individuo más capacitado que él. Claro está que, en tales circunstancias, todos los varones procuraban demostrar su valor y, a efectos prácticos, pues las excepciones eran muy escasas, las dos únicas clases sociales eran las del género masculino y la del femenino, porque a las mujeres no se les dejaba participar en la guerra o en la caza; siendo así la división por sexos la más primitiva de las distribuciones en clases de los miembros de una sociedad.
La libertad es otro de esos atributos, sobre todo entre los pueblos nómadas. El ser libre para desplazarse adonde y cuando uno quiera es la cualidad más deseable. En estas comunidades las clases sociales están determinadas por la condición libre o servil de sus miembros.
La ocupación es otro de esos atributos que sirven de parámetro para establecer categorías sociales. En determinados pueblos está mal visto ganarse la vida mediante ciertos trabajos, como los agrícolas y los oficios manuales; en cambio gozan de prestigio quienes se ganan la vida con sus rentas, sin implicarse en trabajos manuales, dedicándose, por ejemplo, a la explotación de su ganadería, a la administración de sus propiedades, a la guerra o a la política. El comercio merece una consideración aparte, ya que en algunos pueblos, como los de la Hélade, se consideraba vil esta actividad, y en otros, como los de la Arabia, era una ocupación honorable, excepto si se ejercía al por menor, como es el caso de los tenderos, pues tal modo de ganarse la vida equivale al de la manufactura.
El linaje es otro de esos elementos que confieren prestigio social, sobre todo en aquellas comunidades de características tribuales. Este parámetro todavía no ha desaparecido del todo en las sociedades más evolucionadas, como las nuestras actuales, en las que aún se reverencia la posesión de un título nobiliario que indica la pertenencia a una estirpe noble.
En la alta Edad Media los diferentes pueblos tenían sistemas económicos de los que hoy en día se podrían llamar precapitalistas, y, por lo tanto no es posible aplicarles los mismos criterios que se usarían en el estudio de una economía capitalista actual. Por eso, es muy aventurado presuponer (o intentar buscar) que antes de siglo XII, en al-Andalus, había una clase media junto con una alta y otra baja, basándose para ello en el aspecto económico. Tal pretensión conduce a una verdad incuestionable, tanto como las de Perogrullo, porque, como ya se ha dicho, entre los pobres y los ricos siempre hay alguien que sin llegar a rico no es pobre. Pero tamaño descubrimiento no conduce a nada, porque eso no ayuda a explicar el hecho de que un rico cristiano o judío tuviera que llevar un atuendo diferente que otra persona musulmana que, gozando de idéntica o menor riqueza, en cambio, lo identificaba para ser tratado de modo distinto y discriminatorio2 .
El grupo social de origen árabe, aunque minoritario, fue indiscutiblemente el preeminente en al-Andalus. Pocos miles de ellos dominaron políticamente casi toda la Península Ibérica y se repartieron gran parte de sus tierras. De este modo se constituyó una aristocracia, que unía riqueza y poder político, compuesta principalmente por individuos alárabes. No obstante, también había otros grandes señores musulmanes, dueños de castillos, entre la gente bereber procedente de los primeros conquistadores, e incluso de los muladíes. Pero sobre estos últimos siempre recayó el odio soterrado de los árabes, que afloraba a la más mínima ocasión. Así ocurrió con un converso, o sea, renegado del cristianismo, el ecijano Mohammed ibn Galib, a quien el sultán le permitió erigir un castillo en Siete Torres (lugar entre Sevilla y Écija) para acabar con el bandolerismo que, capitaneado por un beréber de Carmona, asolaba el camino real de Sevilla a Córdoba. Los Jaldún y los Haddjadj, en la revuelta que protagonizaron en el año 889, intentaron apoderarse del castillo sin lograrlo, pero en la lucha murió uno de los Haddjadj. Éstos solicitaron justicia al sultán que de momento no concedió, puesto que los culpables del suceso letal, en realidad, eran los árabes reclamantes. Pero más tarde, como estos rebeldes seguían causando gran quebranto a los intereses y autoridad del monarca, el emir Abdallah aceptó el consejo de uno de sus visires de autorizar la muerte de Ibn Galib para reconciliarse con los alárabes: “Cuando haya muerto ese renegado 3 –le dijo– los árabes se darán por satisfechos, te devolverán Carmona y Coria, restituirán a tu tío lo que le han quitado, y volverán a la obediencia.” Y, en efecto, mandó matarlo y alevosamente le cortaron la cabeza. (Dozy, ib., Tomo II, pp. 192 a 197).
De las narraciones de Dozy en su Historia de los musulmanes de España, que en ocasiones no ofrece cifras exactas, se puede deducir aproximadamente el escaso contingente de los árabes llegados a la Península:
Con Muza, en 712, entraron 18.000. (Tomo II. P. 44), aunque posiblemente no todos fueran de estirpe arábiga, sino que, entre ellos, debía haber algún berebere. Por el contrario, en 711 fueron muy pocos los árabes integrados en el ejército berberisco de Tarik (Tomo III, p 102).
Durante el gobierno de Abd al-Aziz, hijo de Muza que se casó con Egilona, la viuda del rey don Rodrigo, y eligió Sevilla como lugar de residencia para gobernar los nuevos territorios conquistados, el califa de Damasco Sulaymán ordenó reforzar el ejército de al-Andalus con varios capitanes fieles a su persona, y con el encargo secreto de asesinar a Abd al-Aziz por temer que éste se rebelara para vengar las afrentas que el sultán había infligido a su padre. No obstante, los asesinos no se quedaron en la Península puesto que, una vez cumplida su misión, partieron para Damasco con la cabeza de Abd al-Aziz (Sánchez-Albornoz, 1946, pp., 66 a 69).
Después del asesinato de Abd al-Aziz, en el año 716, debieron venir varias decenas, a lo sumo algunos cientos, de árabes con los sucesivos gobernadores que fueron nombrados tras la muerte de Abd al-Aziz. Era costumbre de la época que cada personaje de alto rango, como tales gobernadores, se desplazara acompañado, lógicamente, de su hueste y su séquito personal. De estos gobernadores Dozy menciona a:
Samh, que gobernó al-Andalus de 719 a 721 (Tomo II, p. 46);
Ambeza, que hizo subir al doble los impuestos pagados por los cristianos, fue enviado como gobernador de al-Andalus, durante el reinado del califa Yezid II (720-724), por Bichr, el entonces gobernador de África (Tomo I, p. 212);
Yahya, nombrado por este mismo gobernador para suceder al anterior en cuanto subió al trono el califa Hisán I en 724 (Tomo I, p. 212);
Haitham llegó en el año 729 y mandó cortar la cabeza a los principales jefes de los yemeníes (Tomo I p. 207); ante tamaña atrocidad, el califa Hisam I envió a un tal Mohammed para castigar a Haitham y conferir el gobierno a Abderramán al-Gafiqí (Tomo I, p. 207), quien ya había sucedido a Abd al-Aziz en el gobierno de al-Andalus (Sánchez-Albornoz, 1946, p. 69);
Ocba, hacia el año 734 o algo después, fue designado gobernador de al-Andalus por Obaidallah a raíz de su nombramiento como gobernador de Egipto (Tomo I, p. 214).
En enero de 741, Ocba, gravemente enfermo, fue persuadido por árabes peninsulares para que eligiera por sucesor al nonagenario Abdemalic, que había sido el gobernador a quien Ocba relevó y acto seguido encarceló.
Baldj, en ese mismo año, pasó desde Ceuta a la Península con unos 4.000 árabes de Siria autorizado por Abdemalic para ayudarle a sofocar la sublevación de los berberiscos, que desde Marruecos se había extendido al suelo peninsular. Para aplastar la insurrección de los beréberes del norte de África el califa Hixem I mandó, de varios distritos de Siria y de Egipto, un numeroso ejército de 30.000 almas al mando de Colthum, de quien era primer lugarteniente, y sucesor en el mando en caso de fallecimiento, su sobrino Baldj. No pudieron ser más de la cifra arriba indicada los árabes que llegaron a al-Andalus porque Baldj mandaba la caballería compuesta por 7.000 hombres en la batalla que tuvo lugar en Bacdura o Nafdura (cerca de Tánger). La batalla acabó en tremenda derrota para el ejército árabe, de modo que un tercio de los efectivos murió y otro tercio fue hecho prisionero. Baldj, que quedó aislado y con la vía a Cairawan cortada por el enemigo, emprendió, tras duro combate, la retirada hacia Tánger hostigado de cerca por la caballería beréber; mas no logró entrar en esta plaza. Los berberiscos habían formado su caballería improvisadamente con los caballos arrebatados al enemigo y no dejaron de perseguirle hasta que Baldj pillando por sorpresa a los ceutíes se apoderó de la ciudad, donde se hizo fuerte. En Ceuta soportó el asedio de los berberiscos durante varios meses hasta que Abdemalic le envió una flota para cruzar el Estrecho (Tomo I, pp. 226 a 228). Dadas estas circunstancias, la fuerza perseguidora, “que cabalgaba sobre los caballos de sus enemigos muertos en el combate”, tenía que tener obligatoriamente una entidad de cierta consideración, porque de lo contrario no habría representado un serio peligro para el resto de la caballería de Baldj. Así es que, por muy pocas bajas que éste hubiera tenido, debió perder al menos de 2.000 a 3.000 caballeros con sus monturas, si no fueron probablemente más. Si hubieran sido menos, como en su largo recorrido desde Tánger hasta Ceuta la caballería beréber dejó de estar apoyada por el grueso de su ejército de infantería al separarse de él, en cualquier momento Baldj y sus tropas, a quienes no les faltaba el valor ni la fiereza como antes habían demostrado en la batalla y luego en suelo peninsular seguirían demostrando, se habría revuelto contra sus hostigadores y los habría vencido fácilmente debido a su superioridad numérica.
No obstante, al poco tiempo, debieron entrar algunos sirios más del resto del ejercito de Colthum, recién derrotado en las cercanías de Tánger (Tomo I, p. 238); y, quizás un poco antes, llegaron otros árabes que ya estaban en las guarniciones del norte de África. Por ejemplo, Abderramán, hijo de Habib uno de los generales africanos que había protagonizado una expedición a Sicilia, que con algunas tropas se trasladó a España (Tomo I, pp.237 y 238).
Abu al-Jatar fue nombrado gobernador de al-Andalus y llegó con sus tropas en el año 743, sin precisarse en qué número. Puso fin a la guerra civil entre árabes que se disputaban el dominio de la Península. La contienda se inició a raíz del derrocamiento del gobernador Abdelmalic 4 por Baldj y haber dejado éste que fuera asesinado el gobernador depuesto. Así se enfrentaban, en una sangrienta guerra civil, los árabes de la primera invasión y los recién llegados. Abu al-Jatar fue el gobernador que asentó en diversos lugares a los componentes del ejército de Colthum, cuyo mando había pasado a Baldj por haber muerto su tío, y ordenó a los siervos, que cultivaban las tierras del dominio público de dichos sitios, que dieran en lo sucesivo a los sirios el tercio de la cosecha que antes entregaban al Estado. Inicialmente, cada contingente de cuatro de los distritos de Siria constaba de 6.000 hombres, el de Kinnesrina era de 3.000 y el de Egipto también tenía 3.000; es decir, 30.000 hombres, aunque, por lo que se ha mencionado, a España llegaron bastante menos de la mitad, probablemente un tercio o quizá menos. Según Dozy (Tomo I, p. 242) la distribución de esta gente por lugares de procedencia y sitios de asentamiento fue la siguiente:
El contingente de Egipto se estableció en las coras de Ocsonoba (en el Algarve portugués, con capital en Silves), Beja (al norte de la anterior) y Tudmir (Murcia).
El contingente de Emesa en las coras de Sevilla y Niebla.
El de Palestina, en las de Sidona y Algeciras.
El del Jordán, en Regio (Málaga).
El de Damasco en Elvira (Granada).
Y el de Kinnesrina en Jaén.
Hasta el año 755, en que cruzando el estrecho de Gibraltar entró en al-Andalus el que sería el primer emir independiente de Damasco, Abderramán I, Dozy no constata más afluencias de árabes a la Península. Pero, una vez en el trono, Abderramán I fomentó que vinieran a su emirato miembros y clientes de su familia, la de los omeya (Dozy, Tomo I, p. 327). Pero Arabia y Siria estaban muy distantes del emirato de Córdoba, por lo que la inmigración de árabes ya no pudo ser masiva, pese a que Chalmeta (1973, p. 361) opina que fue elevada la afluencia de árabes siríacos tras la entronización de Abderramán I. En cambio, el Mogreb estaba al lado, y, no suponiendo el Estrecho una barrera insuperable, la emigración de los beréberes hacia al-Andalus tuvo que ser continua y cuantitativamente considerable, debido, lo mismo que ahora, a la atracción ejercida por el gran esplendor económico que experimentó el emirato cordobés. Sin embargo, la corriente migratoria de los berberiscos sufrió algún reflujo; por ejemplo, durante la hambruna que comenzó en el año 750 y duró un quinquenio. Tan horrible debió ser que causó gran mortandad y “los bereberes establecidos en el norte emigraron en masa para volverse al África” (Dozy, Tomo I, p. 257) 5.
Como se ve, los datos probados documentalmente, aunque no permiten hacer una suma exacta, no avalan la presencia de un número elevado de árabes en la Península Ibérica; a lo sumo unas pocas decenas de miles. Es preciso tener en cuenta, que hasta el momento señalado de la llegada del ommiada Abderramán, muchos de los árabes habían tenido tiempo de procrear, lo que aumentaría su número, pero no es menos cierto que la mortandad era muy alta. La principal causa de mortalidad, aunque la natural, en aquellos tiempos, alcanzaba porcentajes elevados, era la guerra. Por consiguiente, la merma demográfica por este motivo no fue desdeñable. Siguiendo a Dozy, se contabilizan ahora los óbitos por las rivalidades y guerras civiles, no teniéndose en cuenta los motivados por las continuas luchas contra los cristianos, algunas de ellas tan alejadas, como la batalla de Covadonga contra don Pelayo o la de Poitiers contra Carlos Martel:
El gobernador Haitham, caisita 6, mandó cortar la cabeza a los principales jefes de las tribus rivales de los yemeníes, entre los que se encontraban los kelbitas, los lajmitas, y otros (Tomo I, p. 207).
El gobernador Ocba exilió en el norte de África a algunos yemeníes (Tomo I, p. 230).
Baldj, con sus tropas reforzadas con efectivos arábigo-españoles, se enfrentó a los berberiscos en tres combates, en uno de los cuales se “hizo experimentar a los árabes pérdidas bastante graves” (Tomo I, p. 234).
Los hombres de Baldj lo proclamaron gobernador y asesinaron al destituido gobernador Abdemalic. Estos hechos desencadenaron una guerra civil por el poder en el año 742. Aunque Baldj quedó mortalmente herido y perdió más de 1.000 hombres, ganaron los sirios causando 10.000 bajas al ejercito de los baladíes7 .
Thalaba sucedió a Baldj y enseguida tuvo que batirse con árabes y bereberes que se habían sublevado en Mérida. Habiendo sufrido una inicial derrota, logró alzarse con la victoria tras causar gran carnicería al enemigo y hacerle mil prisioneros. Al regresar a Córdoba de esta campaña en el año 743, traía diez mil cautivos, entre los que se encontraban muchos árabes medineses, que, para su escarnio, mandó subastar a la baja en Mozarra (cerca de Córdoba) rebajándose a un perro lo que se daba por uno de esos desdichados (Tomo I, p. 240).
El nuevo gobernador enviado desde África, el kelbita Abu al-Jatar, liberó a esos cautivos subastados a la baja y restableció la paz entre los musulmanes, aunque para ello tuvo que expulsar a África “una docena de los jeques más turbulentos, entre los que se encontraba Thalaba”. También pasó a Berbería Abderramán ibn Habib (Tomo I, p. 241), el cual ya ha sido mencionado anteriormente. Algún tiempo después, Al-Jatar, queriendo vengar la muerte de un querido amigo de su misma tribu, durante la anterior guerra civil, cuando él todavía no estaba en al-Andalus, mató a 90 caisitas (Tomo I,p. 245). Este sanguinario acto y su postura favorable sistemáticamente hacia los kelbitas en perjuicio de los caisitas acabaron por desencadenar una nueva guerra civil en el año 745. Abu al-Jatar fue derrotado y hecho prisionero, y muchos de sus seguidores perecieron en la lucha (Tomo I, p. 250).
El dominio de al-Andalus pasó al bando contrario, pero dos años más tarde, en 747, estalló un nuevo conflicto entre árabes, motivado esta vez por haber violado Samail, uno de los jeques caisitas en el poder, los acuerdos de turnarse en el gobierno las dos facciones de los caisitas y kelbitas. A resultas de la contienda, que tuvo lugar cerca de Secunda (frente a Córdoba, al otro lado del Guadalquivir) y que fue muy encarnizada, se les cortó la cabeza a los dos cabecillas de los insurrectos (Abu al-Jatar e Ibn Horaith) y el sanguinario Samail, que se erigió en acusador, juez y verdugo de los prisioneros, sentenció y mató a más de 70 yemeníes de la Siria (Tomo I, pp. 253 a 256).
Samail aceptó el nombramiento de gobernador de Zaragoza en el año 750, adonde fue con su hueste, compuesta por sus clientes, sus esclavos y 200 coreiscitas (Tomo I, p. 256). En el año 753 se levantaron contra Samail dos coreiscitas, Amir y Hobab, apoyados por yemeníes y berberiscos. Éstos, tras derrotar a las fuerzas que le salieron al paso, pusieron sitio a Zaragoza. Samail consiguió mantenerse en la ciudad sitiada hasta que a principios de 755 se movilizó la ayuda que había solicitado a distintos señores de su grupo tribal. Los refuerzos no eran muy numerosos, unos 360 caballeros con un número no determinado de peones a los que luego se sumaron otros 400 jinetes, pero la mera noticia de su llegada, aún no inminente pues estaban todavía en Toledo, fue suficiente para que los sublevados levantaran el sitio (Tomo I, pp. 258 a 260). No obstante, Yusuf, el gobernador de al-Andalus, y Samail emprendieron una campaña en el norte para someter a los rebeldes de Zaragoza (Tomo I, p. 279) y sus tres cabecillas fueron ejecutados (Tomo I, p. 284). A continuación se sublevaron los navarros declarándose independientes y derrotaron por completo al ejército que se envió para reducirles, de modo que se retiró a Zaragoza “el escaso número de guerreros que habían escapado del desastre” (Tomo I, p. 284).
Mientras tanto, los clientes del omeya Abderramán, pretendiente a alzarse con el poder en al-Andalus, conseguían el apoyo de los yemeníes, deseosos éstos de vengarse de los caisitas, que en esos momentos gozaban del poder y lo aprovechaban para vejarles. Pese a que Abderramán era caisita, los yemeníes estuvieron dispuestos a apostar por el omeya por dos motivos: uno, el desembarazarse de la opresión que les imponían los caisitas en el poder, y de paso aprovechar la conflagración para matar a cuantos pudieran, y el segundo, el beneficiarse de la recompensa que el pretendiente les dispensaría sin duda, si la empresa tenía éxito (Tomo I, p. 279). Abderramán desembarcó en Almuñécar en septiembre de 755. Al poco tiempo batió, sin muertos, a las fuerzas que le salieron al paso en Elvira (ib., p. 286). Estas noticias causaron entre los soldados del ejército del gobernador Yusuf y de Samail una honda impresión, y, como no se les había pagado para una campaña contra el príncipe omeya, estando cansados de tanta lucha, empezaron a desertar masivamente (ib., p. 287). Antes de terminar el invierno, ya en el año siguiente, Abderramán fue proclamado emir en Archidona, capital de la cora de Regio, donde estaban los sirios del distrito del Jordán, por su gobernador (ib., pp. 294 y 295). A medida que el pretendiente marchaba hacia Sevilla atravesando la serranía de Ronda se le iban sumando adeptos con sus tropas (ib., p. 296).
En Sevilla, a mediados de marzo de 756, al pretendiente omeya se le hizo la jura de fidelidad, auspiciada por los dos jeques yemeníes, procedentes del distrito de Emesa, más relevantes de la provincia (ib., p. 296). Más tarde, en mayo, aún se le unirían los yemeníes de Elvira y Jaén y presentó batalla a Yusuf en las cercanías de Córdoba (ib., p. 300). Abderramán se alzó con la victoria, muchos enemigos murieron, y sus yemeníes se saciaron con el saqueo, incluso en el palacio de Yusuf en Córdoba (ib., p. 302). Sin embargo, Yusuf y Samail consiguieron escapar y reunir tropas para proseguir la lucha. Habiendo salido de Córdoba el príncipe para combatirlos, éstos, a su vez, marcharon sobre la capital y tras tomarla la abandonaron cuando se enteraron que Abderramán volvía contra ellos. Al verse con débiles efectivos, Yusuf y Samail propusieron negociaciones para rendirse y reconocer a Abderramán como emir de al-Andalus, lo que, en efecto, hicieron en julio de 756 (ib., p. 306). Nominalmente dueño de al-Andalus, Abderramán vio disputada su autoridad y debió aplastar continuas rebeliones durante todo su reinado (ib., p. 311). Todos los levantamientos los dominó sin compasión, de forma cruel y sanguinaria. Por ejemplo, en la batalla de Carmona en el año 763, en la que puso en fuga a siete mil enemigos y mandó cortar la cabeza a sus jefes (ib., p. 313); o cuando los yemeníes se rebelaron en 772 y, en la batalla que tuvo lugar en las orillas del río Bembézar, causó una “horrible carnicería” al enemigo dejando 30.000 cadáveres en el campo de batalla (ib., pp. 319 y 320); o en la batalla de Guadalimar, hacia el año 777 ó 778, contra el rebelde Abu-‘l-Aswad, donde “los cadáveres de 4.000 de sus compañeros «sirvieron de pasto a los lobos y a los buitres»” (ib., p. 324).
Debido a tanta insurgencia, Abderramán tuvo que formar un poderoso ejército permanente para defender e imponer su autoridad. En palabras de Dozy (Tomo I, p. 330):
Desde la gran insurrección de los yemenitas [...], vio en el aumento de tropas mercenarias el único medio de mantener a sus súbditos en la obediencia. Compró, pues, sus esclavos a los nobles para alistarlos, hizo venir de África una infinidad de bereberes, y elevó así su ejército permanente hasta 40.000 hombres ciegamente adictos a su persona, pero completamente indiferentes a los intereses del país.
Por estos relatos, se puede apreciar que considerando tan sólo los sesenta y cinco primeros años desde la invasión agarena, en efecto, muchos árabes perecieron en las continuas y fratricidas luchas que se sucedían unas tras otras. Aunque, en este caso, tampoco es posible efectuar el cómputo exacto de los numerosos muertos a causa de la guerra.
La historia de Abderramán es tan peculiar y su autoridad tan continuamente cuestionada, que invita a adentrarse en una aventurada especulación, tomando como base la de Olagüe (en su libro La revolución islámica en Occidente) pero documentada en fuentes distintas: quizá su procedencia fuera goda y no árabe ommiada de Damasco. Y eso porque, contra lo que podría esperarse, era rubio y posiblemente con los ojos azules. Ben Idhari (o Ibn Idari), en la descripción que hace de ciertos personajes en su Bayan al-Mugrib, y que reproduce Sánchez-Albornoz (1946, Tomo I, pp 139 y 140), dice que Abderramán I era alto y rubio. La sorpresa proviene, tal como los cronistas nos lo presentan, por ser de Damasco, nieto del califa Hisam I e hijo de Moawia que falleció pronto, todavía en vida del califa, y de madre beréber, y no por ser árabe en España. Dozy (1861, Tomo I, p. 270) es quien documenta, sobre la base de las Noticias y Extractos de Becri, el origen berberisco de la madre de Abderramán, cuando dice de él que se refugió en “la tribu berebere de Nafza, a la que pertenecía su madre, y que moraba en los alrededores de Ceuta”. En la España musulmana no era extraño encontrarse con árabes rubios, ya que la etnia quedaba determinada por la ascendencia patrilineal entre los árabes, y éstos, al menos en al-Andalus, fueron aficionados a tener esclavas por concubinas de las que tenían descendencia. Sintieron predilección por las blancas y rubias de procedencia eslava o goda8 . En el libro de Dozy (Tomo I, p. 320) se hace referencia a uno de estos casos en la persona de un tal “Abderramán ibn Habib, yerno de Yusuf y apellidado el Eslavo, porque su cuerpo delgado y alto, su blonda cabellera y sus azules ojos recordaban el tipo de esta raza, de la que muchos individuos vivían en España como esclavos”. En la descripción, antes citada, que Ben Idhari hace de ciertos personajes en su Bayan al-Mugrib, reproducidos por Sánchez-Albornoz (1946, Tomo I, pp 139 y 140), se constatan otros casos, como el del pelirrojo Hisam I, hijo de Abderramán I y una joven esclava llamada Holal, regalada por una de las hijas de Yusuf en agradecimiento por la defensa que hacia ella, su madre y su hermana había hecho el príncipe omeya cuando sus tropas saquearon Córdoba y el harén de Yusuf, según Dozy (1861, Tomo I, p. 303); el emir de Córdoba Abd Allah, que era rubio, de tez blanca y ojos azules; Abderramán III, de piel blanca y ojos azul oscuro; Al-Hakam II, de pelo rubio rojizo; y Hisam II, de ojos azul oscuro muy grandes. Los rasgos fisonómicos de estas destacadas personalidades se explica con la teoría de las madres esclavas de etnias centroeuropeas (eslavas o godas), mas no ocurre lo mismo en el caso de Abderramán I, que presenta la singularidad de que los ascendientes de su madre eran beréberes. Entre ellos debía ser difícil encontrar uno que fuera rubio, excepto si los vikingos también asolaron las tierras de Ceuta y si los vándalos, que dominaron el norte del Magreb a la caída del Imperio Romano, dejaron descendencia entre los nativos. El padre de Abderramán era árabe de pura estirpe; y los árabes tampoco se caracterizan precisamente por ser rubios, salvo que en Damasco también se valoraran mucho las esclavas eslavas y Hisam I tuviera una de ellas por concubina y fuera la madre de Moawia, el padre de Abderramán, del que no se tienen datos de su fisonomía. De todas formas, más bien parecen ser muchas y poco probables las coincidencias para que, en las circunstancias que reflejan las crónicas, se diera un prototipo de físico como el de Abderramán 9. Además, es de sobra sabido que la historia se escribe por y para los vencedores y que en aquella época y entre los musulmanes estaba de moda lo de las genealogías falsas. Pero no sólo en el orbe islámico, sino también en el cristiano; por eso, y dada la gran afición por fabricar genealogías falsas, Caro Baroja (1991, p. 170) comenta que “si alguna vez se escribiera un «Tratado de Patología» en función de las obsesiones que produce la historia, la «Psicología genealógica» tendría que ocupar en él un gran espacio”. Dozy (1861, Tomo I, p. 317 y ss.) documenta una de estas pretensiones, protagonizada por un tal Chakya, beréber de la tribu de Miknesa, contemporáneo del primer emir omeya contra el que se sublevó aspirando al poder por ser descendiente de Alí y Fátima, la hija de Mahoma. O sea, aducía una genealogía de mayor alcurnia que la de Abderramán I. Ibn Jaldún, en su Muqaddimah, también refiere bastantes casos que tratan de las genealogías, contempladas por él como falsas o no, que se remontan al Profeta. Una de ellas, muy influyente es la de los chiítas (Muqaddimah, p. 118 y ss.): Obeidallah al- Mahdi y su hijo Abu Qasim, que se declaran de la familia de Mahoma a través de su hija Fátima y Alí, huyen de Oriente de la persecución de los califas abasíes y atravesando todo el norte de África se refugian en el Mogreb; algún tiempo después arrebatan el norte de África al califato de Bagdad e instauran la dinastía fatimí. Prescindiendo del acaecimiento de estos sucesos a principios del siglo X y de los detalles, asistimos a una nueva versión de la misma historia que la de nuestro Abderramán, quien, huyendo de la exterminación de toda la familia de los omeya reinantes en Damasco, recorrió el norte de África y se amparó en la tribu de su madre, que providencialmente se asentaba en las cercanías de Ceuta. Ibn Jaldún contrapone el caso de los chiíes, considerado cierto por él, con el de un tal Carmat, que era un impostor cuya secta pronto se aniquiló 10. Otro caso narrado por Ibn Jaldún (ib., p. 122 y ss.), que considera cierto, es el referente a la dinastía magrebí de los edrisíes (789-985) descendientes de Idris, tataranieto de Alí y Fátima: en el año 786, Hosain, hijo de Alí, hijo de Hasan III, hijo de Hasan II, hijo de Hasan I, Hijo de Fátima y Alí, se rebeló con varios familiares suyos, entre los que estaban sus tíos Idris y Yahya, contra el califa abasida Al-Hadi y resultó muerto en la batalla de Balj (a tres millas de Medina); Idris logró escapar y después de atravesar Egipto se refugió en el Magreb. Como se ve la imaginación de los mitófilos era parca, pues sigue siendo la misma versión aunque cambiándose los personajes. También Ibn Jaldún (ib., pp. 127-128) da por válido que el imán Al-Mahdí, fundador de la dinastía de los almohades, pertenecía a la familia del Profeta, cuando otros autores consideran como superchería tal pretensión. Y eso que Ibn Jaldún (ib., pp. 283 y 284) es consciente de lo frecuente que resultaba la invención de genealogías:
Numerosos jefes de tribus y agnaciones (asabiyat, pl. de asabiya) han intentado atribuirse linajes ajenos, queriendo vincular su genealogía a la de una familia que se haya distinguido por su bizarría, su liberalidad o por cualquier otro mérito digno de renombre. [...]. Todavía en nuestros días se ve más de un ejemplo de esas vesánicas pretensiones. Uno de ellos nos ofrecen los Zanata, dándose en su totalidad un origen arábigo; asimismo los Aulad Rabbab, sobrenombrados “los Hidjazitas”, y que forman una subdivisión de los Bani Amir, rama de la gran tribu de Zogba; éstos pretenden pertenecer a la tribu de los Sharid, rama de la Bani Solim. [...]. Estas cosas sucedían por obra de los cortesanos y aduladores de las dinastías, que tienen sus tendencias e ideas personales, dándoles tal divulgación que a veces se hace muy difícil demostrar su falsedad. Ha llegado a mis noticias que Yagmorasin Ibn Zian, fundador de su dinastía, rechazó semejante pretensión cuando se la sugirió, replicando en su lenguaje zanatí: “¡Sólo a nuestras espadas y a ninguna ajena estirpe debemos nuestra fortuna y nuestro imperio! Si descendiéramos de Idris, ello podría favorecernos en la otra vida; mas, de toda forma, eso incumbe al Altísimo.” En seguida dio la espalda a aquellos aduladores que le habían propuesto esa idea. Citaremos todavía el caso de Bani Saad, familia que ha dado los jefes de Bani Yazid, rama de la tribu de los Zogba: Pues pretenden proceder de Abu Bakr As-Siddiq (suegro de Mahoma y primer califa).
Tras esta larga digresión, en la que únicamente se ha pretendido introducir una sospecha sin ánimo de resolver la cuestión 11, y una vez que se ha demostrado que los árabes supervivientes, repartidos por todo el territorio, eran muy pocos, del orden de escasas decenas de miles, que todavía se notarían menos al estar desparramados por casi toda la Península Ibérica, por lo que es sorprendente que pudieran ejercer un dominio efectivo de ella, y que las rencillas tribales y los odios entre razas estaban a la orden del día, conviene preguntarse cuál era la idiosincrasia de los árabes cuando llegaron a la Península Ibérica, porque de ello puede resultar una aclaración para comprender la peculiar división en clases sociales que imperaba en aquella sociedad de al-Andalus.
Aunque desde tiempos inmemoriales existían asentamientos urbanos en Arabia, los árabes eran básicamente nómadas. La trashumancia era su género de vida y el comercio de larga distancia con caravanas era una actividad económica que se asemeja mucho a la anterior. En las dos se precisa saber deambular por el orbe, especialmente por los desiertos, y defender las pertenencias de la depredación ajena. Por eso, el genuino hombre del desierto desprecia a los sedentarios agricultores y a quienes viven del ejercicio de un oficio manual. Como el modo de vida suele heredarse entre los humanos, al final tribus enteras se caracterizan por ser agrícolas, manufactureras, trashumantes o guerreras, y la aversión entre ellos debido al peculiar género de vida se hace genérica de tribu a tribu. En Arabia había dos grandes etnias rivales: la de los yemenitas y la de los maaditas. Los medineses, que eran kelbitas, eran de la primera y los mecanos, que eran caisitas, de la segunda. Sobre estas rivalidades entre tribus, dice Dozy (1861, Tomo I, p. 63):
A los ojos de los árabes, que juzgaban la vida pastoral y el comercio como las solas ocupaciones dignas de un hombre libre, cultivar la tierra era una profesión envilecedora. Ahora bien, los medineses eran agricultores, y los mecanos mercaderes. [...]
En cuanto a Mahoma, participaba de las prevenciones de sus conciudadanos contra los yemenitas y los agricultores. Se cuenta que oyendo recitar a uno este verso: “Yo soy himyarita, mis abuelos no eran ni de Rabia ni de Modhar”, Mahoma le dijo: “¡Tanto peor para ti! Ese origen te aleja de Dios y de tu Profeta”. Se dice también que, viendo la reja de un arado en la morada de un medinés, dijo a este último: “Nunca semejante objeto entra en una casa sin que la deshonra entre con él.
Tres cualidades de los pueblos nómades están magistralmente recogidas por Dozy (ib., Tomo I, pp. 47 a 53), y quien, como yo, haya vivido en el Sahara u otros desiertos comprobará que el retrato caracterial de estas gentes ofrecido por Dozy se corresponde con la pura realidad y que difícilmente hubiera logrado describirlo con tanta exactitud. De los moradores del desierto dice:
Guiados, no por principios filosóficos, sino por una especie de instinto, han realizado de buenas a primeras la noble divisa de la revolución francesa: la libertad, la igualdad y la fraternidad.
A continuación se transcribe lo más importante de lo dicho por Dozy sobre estos tres rasgos de la personalidad arábiga.
La libertad (ib., pp. 48-49):
El beduino es el hombre más libre de la tierra: “Yo no reconozco –dice– más señor que el del Universo.” La libertad de que goza es tan grande, tan ilimitada, que, comparadas con ella, nuestras más avanzadas doctrinas liberales parecen preceptos de despotismo. En nuestras sociedades, un gobierno es un mal necesario, inevitable; los beduinos no lo tienen. Hay, en verdad, en cada tribu un jefe elegido por ella; pero [...] no se le concede en manera alguna el derecho de mandar. En lugar de cobrar un sueldo, tiene, y aún está obligado por la opinión pública, que proveer a la subsistencia de los pobres, que distribuir entre los amigos los presentes que recibe y que ofrecer a los extranjeros una hospitalidad más suntuosa que cualquier otro miembro de la tribu. En todas ocasiones tiene que consultar al consejo de la tribu, que se compone de los jefes de las diferentes familias. Sin el consentimiento de esta asamblea no puede, ni declarar la guerra, ni concluir la paz, ni aun siquiera levantar el campo. Cuando una tribu concede el título de jeque a uno de sus miembros, [...] reconoce solamente en él al más capaz, al más bravo, al más generoso, al más adicto a los intereses de la comunidad. [...]. Habiendo preguntado uno a Araba, contemporáneo de Mahoma, de qué manera había llegado a ser el jeque de su tribu, [...] dijo: “Si las desgracias aquejaban a mis hermanos de tribu, yo les daba dinero; si alguno de ellos cometía alguna falta, yo pagaba la multa por él; y he establecido mi autoridad apoyándome en los hombres más dignos de la tribu. Aquel de mis compañeros que no puede hacer otro tanto, es menos considerado que yo, el que lo puede es ni igual, y el que me excede es más estimado que yo”. En efecto, entonces como ahora se deponía al jeque si no sabía mantener su rango, o si había en la tribu un hombre más generoso o más valiente que él.
La igualdad (ib., pp. 49-51):
Los beduinos no admiten ni la desigualdad de las relaciones sociales, porque todos viven de un mismo modo, usan los mismos vestidos y consumen los mismos alimentos, ni la aristocracia de fortuna, porque la riqueza no es a sus ojos un título de pública estimación. Menospreciar el dinero y vivir al día, del botín conquistado por su valor, después de haber repartido su patrimonio en regalos, es el ideal del caballero árabe. Este desdén de la riqueza es, sin duda, prueba de grandeza de alma y de verdadera filosofía; preciso es, sin embargo, no perder de vista que la riqueza no puede tener para los beduinos el mismo valor que para los otros pueblos, pues entre ellos es extremadamente precaria, y cambia de dueño con absoluta facilidad. “La riqueza viene por la mañana y se va por la tarde” ha dicho un poeta árabe, y en el desierto esto es estrictamente verdadero. Extraño a la agricultura y no poseyendo una pulgada de tierra, el beduino no posee más bienes que sus camellos y sus caballos; pero es una posesión con la que no puede contar un solo instante. Cuando una tribu enemiga ataca a la suya y le quita todo lo que posee, como sucede todos los días, el que ayer era rico se encuentra reducido de pronto a la miseria, pero mañana tomará la revancha y volverá a ser rico.
Hasta cierto punto, los beduinos son iguales entre sí, pero en primer lugar sus principios igualitarios no se extienden a todo el género humano; ellos se estiman muy superiores, no sólo a sus esclavos y a los artesanos, que ganan el pan trabajando en sus campos, sino a todos los hombres de otras razas; [...]. Luego, las desigualdades naturales acarrean distinciones sociales, y si la riqueza no da al beduino consideración ni importancia alguna, tanto más se la dan la generosidad, la hospitalidad, la bravura, el talento poético y el don de la palabra. [...]. La nobleza de nacimiento, que bien comprendida impone grandes deberes y hace las generaciones solidarias unas de otras, existe también entre los beduinos. La multitud, llena de veneración hacia la memoria de los grandes hombres, a quienes rinde una especie de culto, rodea a sus descendientes de estimación y afecto, con tal que, si estos no han recibido las mismas dotes que sus abuelos, conserven al menos en su alma el respeto y el amor a los hechos heroicos, al talento y a la virtud.
La fraternidad (ib., p 52):
En una tribu todos los beduinos son hermanos; este es el nombre que se dan entre sí cuando cuentan la misma edad; si es un anciano el que habla a un joven, le llama: hijo de mi hermano. Si uno de sus hermanos se halla reducido a la mendicidad y viene a implorar su socorro, el beduino matará, si es preciso, hasta su última oveja para alimentarlo; si su hermano ha sufrido una afrenta de un hombre de otra tribu, sentirá esta afrenta como una injuria personal y no se dará punto de reposo hasta que no haya obtenido la venganza. Nada puede dar una idea bastante clara, bastante viva de esta azabia, como él la llama, de esa adhesión profunda, ilimitada, inquebrantable que el árabe siente hacia sus hermanos de tribu, de esa absoluta adhesión a los intereses, a la prosperidad, a la gloria y al honor de la comunidad que lo ha visto nacer y que lo verá morir; [...]. Por su tribu, el árabe está siempre pronto a todos los sacrificios; por ella comprometerá a cada instante su vida en esas empresas arriesgadas en que sólo la fe y el entusiasmo pueden realizar portentos;[...] “Amad a vuestra tribu –ha dicho un poeta–, porque estáis unidos a ella por lazos más fuertes que los que existen entre el marido y la mujer...”
Sobre la fraternidad, Ibn Jaldún (Muqaddimah, p. 275-276) dice que las tribus del desierto cuentan, para su defensa, “con selectos grupos de guerreros compuestos por su juventud más briosa”. Y a continuación añade:
Mas dichos grupos no serían nunca lo suficientemente fuertes para repeler los ataques, a menos que pertenezcan a la misma agnación (asabiya) y tener, por vínculo de ánimo una misma coligación. Eso es justamente lo que hace a los contingentes beduinos tan fuertes y tan temibles; puesto que la idea de cada uno de sus combatientes, de proteger a su familia y su agnación, es la primordial. La compasión y el afecto que el individuo siente hacia sus agnados forman parte de las cualidades que Dios ha infundido en el corazón del hombre. Bajo el influjo de estos sentimientos, nace su solidaridad; préstanse un auxilio mutuo e inspiran un gran temor al enemigo.
Según Ibn Jaldún (ib., p. 283), la asabiya es indispensable para llegar a ejercer el mando, que implica tener una supremacía sobre los demás, y para mantenerlo se necesita el apoyo de un “fuerte y bien unido partido”, estrechamente cohesionado por la asabiya, con el que se vencen los intentos de resistencia por parte de los demás. Como, en la opinión de Ibn Jaldún (ib., p. 282), la asabiya es más fuerte en una “fratia, una familia individual, y [entre] los hermanos nacidos de un mismo padre”, el apoyo para ejercer el mando, sobre toda una tribu u otra comunidad más amplia, debe recaer en una familia:
Para ejercer el mando, se precisa ser poderoso; por tanto dicha familia debe superar a todas las demás en su asabiya (núcleo agnaticio). Pues, sin esta condición esencial, no podría imponer su prevalecencia ni hacer respetar sus disposiciones. Se infiere de ahí que el mando debe permanecer en la misma familia; porque si pasara a otra de menos potencia, no se llevaría a cabo su autoridad.
Y más adelante, a propósito de haber alcanzado una tribu el poder gracias a su asabiya, sigue diciendo Ibn Jaldún (ib., p. 298) que sus miembros adquieren consiguientemente un bienestar, y, existiendo esa asabiya en la que se sustenta el poder alejando de él a los elementos de tribus rivales, ninguno de ellos está interesado en luchar contra la dinastía. Entonces, “Su única preocupación se reduce al disfrute de la abundancia, ganar algunas sumas y llevar una vida holgada y agradable a la sombra de la dinastía.”
Parece ser que no ofrece dudas que el espíritu de fraternidad entre individuos de la misma tribu era dominante entre los pueblos nómadas. Por tanto, no debe extrañar que el gobierno de los regímenes políticos impuestos por esos pueblos, cuando conquistaron territorios, se realizase mediante el nepotismo. Sobre esto, dice Dozy (Tomo I, p. 272): “El régimen de las dinastías árabes era el de una familia: los parientes y clientes del príncipe ocupaban casi exclusivamente las altas dignidades del Estado.” Los lazos familiares se extendían a los clientes que se integraban por completo en la etnia de su patrono, de forma que los deberes de los clientes con los miembros de la tribu eran exactamente los mismos como si fuera su tribu de nacimiento. Para los clientes y libertos regía esta máxima, recogida por Ibn Jaldún (ib., p. 385): “El liberto hace parte de la familia que lo ha liberado”. De acuerdo con estas pautas de comportamiento actuó el caisita Obaidallah a raíz de ser nombrado gobernador de África en el año 734, porque tenía muy presente el sentimiento generalizado que ya había expresamente manifestado Mahoma: “Maldito el que reniega de su patrono”. Y también lo había manifestado de forma parecida Abu Bakr: “Desconocer un pariente, aunque sea lejano, o suponerse de una familia a que no se pertenece, es ser ingrato para con Dios.” (Dozy, Tomo I, p. 215). He aquí el relato de Dozy (Tomo I, pp. 214 a 216) del modo en que actuó Obaidallah, cuyo abuelo fue liberto de un tal Haddjadj, padre de Ocba:
Este nieto de un liberto, no era un hombre vulgar. Había recibido una educación sólida y brillante, de modo que sabía de memoria los poemas clásicos y el relato de las antiguas guerras. En su adhesión a los caisitas, había una idea noble y generosa. No habiendo encontrado en Egipto más que dos pequeñas tribus caisitas, hizo traer allí mil trescientas familias pobres de esta raza, y se tomó todo el cuidado posible para hacer prosperar esta colonia. Su respeto para la familia de su patrono tenía algo de conmovedor: en medio de la grandeza y en el colmo del poder, lejos de avergonzarse de su humilde origen, proclamaba públicamente sus obligaciones para con el padre de Ocba, que había manumitido a su abuelo, y cuando siendo él gobernador de África, Ocba fue a visitarlo, lo hizo sentar a su lado y le mostró tanto respeto, que sus hijos, vanos como advenedizos, lo tenían atravesado en la garganta. [...]. Luego, Obaidallah, dirigiéndose a Ocba, le dijo: “Señor, mi deber es obedecer tus órdenes. El califa me ha confiado un vasto país, elige para ti la provincia que quieras.” Ocba eligió a España.
Los deberes impuestos por el parentesco obligaban con mucha fortaleza. Mientras duró el califato 12, nos relata Ibn Jaldún (ib., p. 431), había un sindicato de los sherifes, o descendientes de Mahoma, con la función de “verificar las genealogías (de los que se decían descendientes de Mahoma), a fin de autorizar sus pretensiones al califato o de comprobar su derecho a una pensión pagadera por el erario público”.
No obstante, si bien los clientes entraban con todas las obligaciones en la familia de acogida, los componentes originarios de la tribu no asumían para con sus clientes tantos compromisos como los que les obligaban con sus hermanos de tribu. La nobleza y pureza de la estirpe imponía una discriminación en contra de los clientes. Ibn Jaldún (ib., p. 281) cuenta sobre este particular la siguiente anécdota:
El califa Omar, habiendo nombrado a Arfadja ibn Harthama en la gobernación de la tribu de Badjila, la población que la formaba le rogó revocar ese nombramiento: Arfadja –decían– no es, entre nosotros, más que un simple laziq, dajil (arrimado, intruso); dadnos a Djarir por ser nuestro jefe. Arfadja, interrogado por Omar, declaró en estos términos: “Tienen razón, oh príncipe de los creyentes, yo soy de la tribu de Azd; pero, habiendo matado a uno de los míos, tuve que refugiarme entre estas gentes y me adherí a ellos.” Véase, pues, cómo este hombre se afilió a los badjilitas; asimilóse a ellos, adoptando su patronímico y tomando pie entre ese pueblo de tal grado que estuvo a punto de ocupar su jefatura. Si un pequeño número de ellos no hubiera conservado la idea de su origen, hecho que el decurso del tiempo se encarga de borrar, Arfadja se hubiese, y en muy debida forma, pasado por un bedjilita.
Los comentarios de Ibn Jaldún acerca de la fuerte solidaridad establecida por los lazos de consanguinidad que, además de impulsar a los individuos a preocuparse por sus parientes y allegados, puede proporcionar la cohesión necesaria a un grupo familiar para que su jefe alcance la soberanía sobre los miembros de la tribu, incluso de otras tribus, ayuda a comprender por qué los árabes en España andaban frecuentemente a la gresca, de guerra civil en guerra civil, y por qué a Abderramán I le costó tanto asentar su poder.
Explica Ibn Jaldún (ib., p. 296) que un jefe de tribu “no posee más que una potestad moral: puede conducir a los suyos, pero carece de poder para coercerlos a ejecutar sus mandatos”. Sin embargo, en algunas ocasiones, si el jefe cuenta con un fuerte núcleo que lo sostenga, podrá acaudillar a su comunidad y ejercer la soberanía, que es una “dominación” basada en una “autoridad muy superior a la de un jefe de tribu”. Así, un “soberano domina sobre sus súbditos y les obliga a respetar su voluntad por la fuerza de que dispone.”
En las primeras décadas de la dominación arábiga en la Península, ningún jeque tenía el ascendiente suficiente sobre los demás, ni la fuerza necesaria, como para ser reconocido jeque de jeques, salvo muy contadas ocasiones. Por lo general, los gobernadores eran aceptados, y a veces con reticencia, porque eran nombrados por una autoridad superior dimanante del califa. Por su parte, Abderramán con su crueldad perdió la posible asabiya que podría tener en un principio, con eso que decía, de ser un omeya nieto de un califa, pero procuró comportarse según las exigencias familiares que regían entre los árabes. Sobre el proceder de Abderramán a este efecto, Dozy (Tomo I, pp. 327 y 328) dice:
Desde que llegó a ser dueño de España, hizo venir a su corte a los omeyas dispersos por el Asia y el África13 , los colmó de riquezas y honores, y solía decir a menudo: “El mayor bien que he recibido de Dios, después del poder, es el de estar en estado de ofrecer un asilo a mis parientes y de hacerles beneficios. Confieso que mi orgullo se muestra halagado cuando ellos admiran la grandeza a que he subido, y que no debo a nadie más que a Dios”.
Pero, en la balanza, pesaron más otras características negativas de su personalidad. Dozy (Tomo I, p. 326) lo tilda de “tirano, pérfido, cruel, vengativo, despiadado”; todos los jeques le maldecían en secreto; y hasta perdió el apoyo de sus muchos clientes e, incluso, alguno de sus hijos y parientes se le sublevaron. A sangre y fuego, el poder lo conservó por apoyarse en sus cuarenta mil mercenarios y no en la asabiya.
Sobre la igualdad, ya se ha tenido ocasión de comprobarlo, ésta sólo afectaba en verdad a los árabes que de por sí eran iguales. O sea, los árabes se consideraban ciudadanos de primera y superiores o más nobles que otros, los de segunda, de modo que los principios de fraternidad e igualdad propios de los nómadas únicamente rezaban dentro de cada grupo, tribu o etnia; y eso pese a que después de la predicación de Mahoma algunos han pretendido ver con carácter general en el Corán una doctrina igualitaria, que, en realidad, no fue comprendida por los árabes. Sobre este particular, de Samail, Dozy (Tomo I, p. 247) relata lo siguiente:
A despecho de la prohibición del Profeta, bebía vino como un árabe pagano, y casi todas las noches se ponía ebrio. El Corán le era casi enteramente ignorado, y se cuidaba muy poco de conocer un libro cuyas tendencias igualitarias lastimaban su orgullo árabe. Dícese que un día, oyendo a un maestro de escuela, que se ocupaba en enseñar a leer a los niños en el Corán, pronunciar este versículo: “Alternamos los reveses y los triunfos entre los hombres”, exclamó: “No; es preciso decir: entre los árabes. –Perdona, señor –replicó el maestro de escuela–, aquí dice entre los hombres. –¿Es así como ese versículo está escrito? –Sí, sin duda. –¡Desgraciados de nosotros! En este caso el poder no nos pertenece exclusivamente; ¡los patanes, los villanos, los esclavos tendrán también su parte!
Rachel Arié (1982, p. 174), basándose en la obra de M. Rodinson «Histoire économique et histoire des clases dans le monde musulman»14 , opina que en el islam clásico hubo de hecho una estratificación social por clases, en las que unos dominaban y otros servían a los anteriores. En apoyo de esta idea recurren al Corán, que en su azora 43, aleya 31 consagra con claridad dos estamentos sociales:
Nos distribuimos entre ellos su sustento en la vida mundanal, y alzamos, en jerarquía, a unos por encima de otros, para que unos utilicen a otros por servidores.
Por si esto del trato desigualdad para con otras personas que no fueran de la propia etnia, pese a la teórica igualdad inicial entre los árabes de pura estirpe, no hubiera quedado suficientemente aclarado, todavía se pueden aportar nuevas pruebas:
Obaidallah, el que había nombrado a Ocba gobernador de al-Andalus, tenía todas las virtudes propias de los hombres de su nación, y, por lo tanto, tal como lo expresa Dozy (Tomo I, p. 216):
participaba en alto grado del profundo desprecio que aquella tenía a todo lo que no era árabe. A sus ojos, los coptos, los beréberes, los españoles y en general los vencidos, que apenas consideraba como hombres, no tenían sobre la tierra otro destino que enriquecer con el sudor de su frente al gran pueblo que Mahoma llamaba el mejor de todos.
Por eso, este gobernador de África subió tremendamente los impuestos a los beréberes, les dejó sin rebaños, y, para colmo, les arrebató sus mujeres y sus hijas para mandarlas a los harenes de Damasco. La consiguiente sublevación de los berberiscos y la gran derrota que sufrieron los conquistadores fueron los motivos que impulsaron al califa de Damasco a enviar un ejército de treinta mil sirios al mando de Colthum (tío de Baldj, siendo éste su lugarteniente).
Yusuf, el gobernador de al-Andalus que estaba apoyado por su amigo Samail, que solía manejarlo a su antojo, era fihirita, esto es, caisita, pero no gozaba de la estima de los coreiscitas, tribu también caisita a la que pertenecía el Profeta, porque “desde Mahoma era considerada como la más ilustre, [y] veían con despecho a un fihirita, a un coreiscita del distrito, a quien consideraban muy inferior a ellos, gobernar a España.” (Dozy, Tomo I, pp. 257-258).
Igualmente de Dozy (Tomo I, pp 288 a 292) se toma este suceso que fue el desencadenante de la guerra para apoderarse del poder por parte de Abderramán y sus partidarios contra el gobernador oficial de al-Andalus:
Yusuf [el mismo gobernador antes mencionado] estableció una negociación con el príncipe Abderramán para determinar bajo qué condiciones sería admitido sin hostilidad en el territorio de al-Andalus. Para ello envió unos emisarios encabezados por su secretario Jalid al castillo en Torrox de Obaidallah15 . Jalid era español, cuyos padres habían sido esclavos cristianos de Yusuf hasta que los emancipó por haberse convertido al mahometismo, y había sido educado con esmero en el palacio de su patrono. El secretario entregó la carta perfecta y elegantemente redactada por él, en la que se explicaban los términos de la acogida pacífica y sin pretensiones al emirato por parte del príncipe. Abderramán, que estaba dispuesto a aceptar las condiciones, encargó a Obaidallah que contestara la misiva de Yusuf. Pero Jalid, que a fuerza de ser envidiado y menospreciado por los árabes debido a su influencia y que, aprovechándose de su cargo, se había acostumbrado a desairar a quienes le afrentaban, al ver los esfuerzos de Obaidallah para empezar a escribir, tuvo la ocurrencia de dirigirse al señor de Torrox en tono irrespetuoso para con un noble y le dijo: “los sobacos te han de sudar, Abu-Othman, antes que contestes a una carta como ésa”. Obaidallah, de naturaleza violenta y que no admitía ser tratado de esa forma por un vil español, respondió enfurecidamente:
“Infame –exclamó–, no me sudarán mucho los sobacos, porque no responderé a tu carta”. Diciendo estas palabras tiró a Jalid brutalmente la carta a la cara, y le asestó en la cabeza un tremendo puñetazo. “¡Que cojan a ese miserable y que lo encadenen!”, prosiguió, dirigiéndose a sus soldados, que se apresuraron a ejecutar la orden; y luego, dirigiéndose al príncipe, le dijo: “He aquí el principio de la victoria; toda la sabiduría de Yusuf reside en ese hombre; sin él no es nada”.
El otro mensajero, Obaid, que era jeque árabe, esperó a que la cólera de Obaidallah se hubiera calmado un poco, y luego dijo:
“Abu-Othman, ¿quieres recordar que Jalid es un enviado y como tal inviolable?” “No, señor, –le respondió Obaidallah–; el enviado eres tú; así, te dejaremos marchar en paz. En cuanto al otro, ha sido el agresor y merece ser castigado: es el hijo de una mujer vil e impura: es un ildje”. 16
Con el transcurrir del tiempo las diferencias étnicas fueron difuminándose entre los musulmanes. Aunque siempre quedaba algo latente de ese desprecio hacia los indígenas que no terminaba por desaparecer del todo. Por ejemplo, Abderramán III quiso nombrar cadí a un muladí, proveniente de una familia recientemente islamizada, pero se lo impidieron “los juristas de su capital, que, en cambio, no ponían inconvenientes en admitir magistrados de origen beréber.” (Lévi-Provençal, 1957, p. 79).
Por todo lo expuesto, se puede concluir que, a raíz de la expansión del islam, aquel que no fuera árabe, en todo país subyugado por gentes de esta raza, estaba incluido en una categoría social despreciada por los dominadores, quienes, a su vez detentaban el poder y la riqueza por derecho de conquista. Con el paso del tiempo, se establecieron excepciones con los que eran musulmanes, equiparándose en el trato y en el derecho casi sin distinción de orígenes. Pero la procedencia de una noble estirpe árabe prevalecía sobre cualquier otra consideración. Claro está que todo esto sufrió la correspondiente modificación, como la vuelta de una tortilla, a medida que los territorios fueron conquistados por otros pueblos, como ocurrió con los almorávides en el caso de al-Andalus: pues la noble estirpe pasó a ser la de la tribu de los Lamtuna, antecesora de los tuareg, que pertenecía al grupo de los Sinhacha. Y luego con la tribu de los Masámida, a la que pertenecían los Almohades, que arrebataron los dominios a los almorávides. Esto se observa claramente en el Tratado de Ibn Abdún, cuando propone (§56) que una prenda de vestir, el litām o velo que cubre el rostro, sea un distintivo exclusivo de los almorávides, que, además, “deben ser mirados con honor y respeto”. En este caso se trata de una prenda que establece una discriminación positiva hacia el grupo étnico de la familia reinante, y no una negativa como la que intenta establecer para los judíos y cristianos (§169) en el sentido de prohibirles que vayan vestidos con “atuendo de persona honorable”. Por otra parte, Ibn Abdún propugna que sean ricos los que ocupen los cargos públicos más relevantes: cadí, almotacén, juez secundario; y de alguno de ellos predica además (§32) que “sea elegido entre personas de parecido rango” al del cadí, el cual, por supuesto, solía pertenecer a la aristocracia. Se consideraba más la aristocracia de estirpe que la de riqueza, como ocurrió con Almanzor que, en su escalada por los cargos públicos, fue cadí de Sevilla y también lo fue de esta capital Abu-‘l-Casim Mohammed que acabó convirtiéndose, de hecho, en el primer rey abadí de la taifa sevillana. También dice Ibn Abdún (§7) que el cadí “lo que ha de hacer es designar un juez secundario [hakim], [...] para que juzgue los asuntos poco importantes de las clases menesterosas”; es decir, por una parte, sólo hay dos categorías de jueces y de personas: el juez que ve los asuntos de las personas menesterosas y el cadí que ve los asuntos de las personas de elevada condición, y, por otra parte, queda identificada automáticamente la relevancia del asunto según la pertenencia al grupo social del individuo litigante, de forma que si se está encuadrado en las clases menesterosas no se puede tener un asunto de importancia. En resumen, Ibn Abdún se refiere a dos tipos de categorías sociales: una, la de las “personas de elevada condición” (§24), como pueden ser los “visires y los personajes poderosos” (§3), y otra, la de “las clases bajas y sórdidas de la población”. En ningún momento alude a gente de mediana condición, excepto que se pueda entender por tal a “los hombres de ciencia y de religión” (§2), como “los alfaquíes”, “los doctores de la ley” y “las gentes de bien” (§2). Pero aun así, esta interpretación admite duda, primero, porque Ibn Abdún ni lo insinúa siquiera, y segundo, porque los cargos para las diferentes judicaturas debían elegirse, en virtud de las preferencias de este autor sevillano, entre personas doctas que a la vez tenían que ser ricas y de alto rango; hasta los notarios para las actas matrimoniales no convenía que fuera “más que persona versada en derecho, virtuosa y de fortuna” (§17).
Estas dos categorías sociales que se desprenden del Tratado de Ibn Abdún, por su forma de expresarse, están de acuerdo con el concepto de sistema económico dual típico de países que no han alcanzado un grado de desarrollo capitalista. En la época a la que nos estamos refiriendo ningún país había llegado a tal grado de evolución en su forma de producir. Por consiguiente, en estos sistemas económicos precapitalistas no es de extrañar que predominaran básicamente la dualidad de aspectos contrapuestos, en lo económico y en lo social, que se concretaba en la existencia de ricos y pobres, aristócratas y villanos. Desde luego, los cronistas e historiadores de esos tiempos, en al-Andalus antes del siglo XII, hablan solamente de dos clases sociales, denominadas jassa (aristocracia) y ‘amma (plebe). La jassa estaba compuesta, según la información de Lévi-Provençal (1957, p. 106), ante todo, por “patricios de linaje árabe, y, en especial, de los parientes más o menos remotos del príncipe reinante”; también formaban parte de ella los altos funcionarios de la administración, aunque su origen fuera eslavo o beréber (Rachel Arié, 1982, p. 175). Por reducción, a la ‘amma pertenecían todos los demás miembros de la sociedad, incluso los tenderos y los artesanos de los zocos, que, por lo general, vivían tan miserablemente como los demás miembros del populacho (‘amma). La prueba de esta aserción la tenemos en el Tratado de Ibn Abdún, en el que continuamente se observa que esta gente, para sobrevivir, tenía necesidad de complementar sus míseros ingresos mediante la trapaza, la truhanería y la picaresca, ejerciendo un género de vida muy parecido al descrito en El lazarillo de Tormes, opúsculo anónimo de mediados del siglo XVI.
Esta dicotomía en la división de la sociedad islámica en dos categorías, tenía su reflejo en la judicatura, tal como ya se ha expuesto en el caso del cadí y el juez secundario. Estos magistrados entendían de cuestiones civiles, siendo otros los que veían los asuntos criminales. Esta jurisdicción de lo criminal, llamada shurta, también acabó estando organizada en función de esas dos categorías sociales. Respecto a esta última magistratura Ibn Jaldún (Muqaddimah, p. 465) da cuenta de su evolución en cuanto a los justiciables sobre los que recaía:
La autoridad del “saheb-esh-shorta” no se extendía sobre todas las clases de la población; se limitaba a infligir castigos a las gentes del pueblo, a los individuos de mala reputación y a los sujetos depravados.
En el imperio de los Omeya españoles, este cargo adquirió prominente importancia, y formó dos administraciones distintas: la grande y la pequeña “shorta”. La autoridad de la primera se extendía por igual sobre grandes y plebeyos; el que la ejercía tenía el poder de castigar incluso a los funcionarios públicos que oprimían al pueblo, así como a sus parientes y a los personajes que les protegían. La pequeña “shorta” poseía la autoridad solamente sobre el vulgo. El jefe de la grande residía junto a la puerta del palacio imperial, con un cuerpo de esbirros que se mantenían sentados ante él y sólo abandonaban sus sitios para ejecutar sus órdenes. Como las funciones de este puesto debían ser ejercidas por uno de los grandes del imperio, formaron parte por lo regular de las atribuciones del visir o del hadjib.
Lévi-Provençal, posiblemente imbuido por los prejuicios modernos acerca de la división tripartita de la sociedad en sentido económico, al igual que García de Cortázar –1973, pp. 85 a 89–, se empeña en encontrar tres clases sociales en el al-Andalus de la Alta Edad Media. Con esta obsesión in mente dice que a la alta y baja shurta se añadió otra «media», y, como prueba de ello, cita el caso de Almanzor, quien en los comienzos de su carrera política, fue designado para ocupar este cargo en el año 972. Lévi-Provençal documenta su afirmación en el libro Bayan de Ibn Idari. Ahora bien, en este mismo autor musulmán se apoya R. Dozy17 que nos proporciona una historia bastante completa de Almanzor, con los cargos que ocupó antes de llegar a ser hadjib, canciller, o primer ministro, de la que no se deduce en absoluto ese tipo de shurta media. Textualmente Dozy (Tomo III, p. 109) dice:
En febrero de 972 fue nombrado Ibn-abi-Amir [Almanzor] comandante del segundo regimiento del cuerpo que lleva el nombre de Chorta y que estaba encargado de la policía de la capital.
Este mismo cargo fue desempeñado por Mozhafí, el hadjib que precedió a Almanzor en este cargo, pues, según Dozy (ib., p. 129), este personaje había pasado sucesivamente por los cargos de coronel del segundo regimiento de la Chorta, gobernador de Mallorca, y primer secretario de Estado. Aunque en esta ocasión no se menciona que el mando de tal regimiento implicaba, a su vez, ejercer de jefe de policía. Pero esto concuerda con lo que nos comunica el traductor de la Muqaddimah, en la nota a pie de la página 426, al aclarar que el jefe de policía mandaba un cuerpo de caballería.
Analizando la información de Dozy, se aprecia que en ningún momento se habla de diversas clases de policía; al contrario, sólo se trata de una policía para toda la capital. También conviene interpretar el significado de mandar el segundo regimiento de la Chorta, porque ello indica que había un primer regimiento cuyas funciones desconocemos. Si este regimiento también tenía misiones de policía, por ser el primero, temían que ser de superior categoría que las del segundo. Por consiguiente, el segundo regimiento se ocuparía de la shurta baja y no de la media, que correspondería al primer regimiento de haber un cargo con superior categoría que ejerciera las funciones de la shurta alta. En efecto, había tal categoría que era desempeñada a menudo por el jefe del ejército, según Ibn Jaldún (Muqaddimah, p. 464), quien hablando del jefe de policía, “saheb” de la “shorta”, que “en el reino de Andalucía se le llama “saheb-el-madina” (jefe de la ciudad), asegura que ese cargo es de inferior categoría al del jefe del ejército. Pero el ser generalísimo del ejército de la capital no llevaba aparejado el cargo de prefecto de la ciudad, que debía equivaler al de jefe de la shurta alta y para el cual se precisaba un nombramiento específico. Sobre este asunto, Dozy (Tomo III, 132 a 134) es particularmente esclarecedor: en mayo de 977 Ibn-abi-Amir fue nombrado generalísimo del ejército de la capital, pero en una conversación, que tuvo lugar en Madrid, con el general Ghalib, éste le aconsejó que, aprovechando el éxito de la campaña militar sobre el enemigo cristiano, procurara ser nombrado prefecto de la capital, cargo que logró obtener nada más llegar a la corte. Almanzor, una vez provisto de su diploma de prefecto, se propuso restablecer la seguridad en la capital, empleando para ello a los agentes de policía y amenazando a todos los que delinquieran, “sin excepción de personas”, con las penas más severas. En consecuencia, si con esta prefectura se ejercía la shurta alta, es imposible que con el mando del segundo regimiento de la Chorta se ejerciera la magistratura de la shurta media, como se imagina sin fundamento Lévi-Provençal que pone el ejemplo falso de Almanzor al principio de su carrera política. Cabe preguntarse cuál era la función del primer regimiento de la Chorta. Para dilucidar esta controvertida cuestión sería conveniente saber primero el significado de “Chorta”, pero en ninguna de las fuentes históricas consultadas 18 se da la traducción de esta palabra, a lo sumo, el del conjunto sahib al shurta = jefe de policía; pero esta traducción es una equivalencia no rigorosa, aunque comprensible, porque, obviamente, en aquella época no había policía; en cambio, sucede por lo general que con casi todas las demás palabras árabes si se suele dar su significado entre paréntesis. Lo más probable es que Chorta significara Guardia de Corps, de forma que el primer regimiento estuviera involucrado en proteger directamente al sultán, sin poder cumplir otras misiones, y el segundo regimiento, al ser complementario del primero, no debía ser necesario en la mayoría de las ocasiones para atender personalmente al monarca y por eso su misión ordinaria, antes que permanecer en reserva, fuera atender a la guardia y seguridad interna de la ciudad; esto es, la función que actualmente desempeña la policía y que antiguamente cumplía el ejército de los reyes. Intuición que parece confirmarse con la idea de Chalmeta (1973, pp 624): la šurta surgió como escolta personal, formando la guardia de corps.
De todo lo razonado, se deduce, en consecuencia, que no había tres shurtas, que sólo debían estar en la imaginación de Lévi-Provençal. Es más creíble la versión de Ibn Jaldún19 , quien en ningún momento menciona más de dos shorta. Además el propio Lévi-Provençal se desenmascara a sí mismo, ya que se embarca en una especulación que, en este caso, no documenta en fuente alguna, cuando su costumbre es ser muy escrupuloso en atestiguar todas sus afirmaciones. Todo ello proviene de sentirse obligado a demostrar que en al-Andalus, como si de un país capitalista se tratara, había una clase media. A continuación se transcribe lo que dice Lévi-Provençal (1957, p. 89), pero con resaltes, mediante subrayado propio, en lo que es pertinente para apreciar su especulación arbitraria por carecer en absoluto de prueba documental:
Nos creemos autorizados para suponer que la separación entre las clases sociales –conforme a la distinción clásica que dividía a los habitantes de una ciudad musulmana en jassa, o «aristocracia», y ‘amma o «plebe»– determinara en España, como en Oriente, el correspondiente desdoblamiento de la shurta, e incitara a los Omeya a imitar a sus rivales abasíes en delegar su autoridad para la represión de los delitos en dos personajes diferentes, de los cuales uno no entendería más que de los asuntos donde aparecieran complicados altos personajes del Estado, y el otro, por el contrario, abarcara en su jurisdicción a todo el populacho de los muladíes y de los dhimmíes de Córdoba. Y, como en rigor podemos concebir entre estas dos clases extremas la formación de una clase media, es decir, una especie de burguesía (a’yan), compuesta por comerciantes, pequeños funcionarios y magistrados subalternos, en la época de la gran prosperidad de la capital y del sensible crecimiento de la población, tal vez ‘Abd a-Rahmān III encontrara justificada la creación de una shurta correspondiente a ella. Pero insistimos en que, por el momento, no hay texto que venga en apoyo de este intento de explicación, que sólo damos por lo que vale.
Pues bien, desde mi punto de vista no sólo no vale nada, sino que es totalmente contraproducente tamaña elucubración, porque se da una visión muy distorsionada a las categorías sociales de un mundo antiguo. Éstas son contempladas bajo un tremendo anacronismo: el de usar como lente de visión un concepto moderno, típico de una formación social capitalista, para juzgar un aspecto social inherente de una formación social radicalmente distinta con estructuras económicas y sociales diferentes, que ha de estudiarse bajo un aparato conceptual especial. Es como si a uno que padece astigmatismo se le ponen las gafas de un miope: lo vería todo borroso. Según Maurice Godelier (1973, p. 66), los antropólogos de la escuela sustantiva, como Polanyi y Dalton, critican “la utilización abusiva de categorías de la economía mercantil para analizar y explicar los mecanismos económicos de las sociedades no mercantiles precapitalistas”. Sobre esta cuestión del estudio de los sistemas culturales, el antropólogo de la escuela del materialismo cultural Marvin Harris (1983, pp. 28 a 33) explica que hay dos puntos de vista para afrontar el estudio de las culturas humanas: uno, el punto de vista emic que es el que tiene sentido para el participante nativo; y, dos, el punto de vista etic que es el del observador que estudia la cultura y formula su teoría científica. Pero obsérvese que ésta no puede construirse sin tener en cuenta el punto de vista emic, que es el que, en realidad, hay que explicar20 . Esta idea es la que expresa Dyer (1989, p. 34) con menos tecnicismo, al estudiar la sociedad inglesa medieval, del modo siguiente:
Para avanzar en nuestra comprensión de la sociedad medieval, debemos explicar las divisiones y grupos en términos que tengan sentido para nosotros. No debemos olvidar el vocabulario medieval, puesto que nos da una idea del punto de vista de los coetáneos, pero para que todo ello adquiera sentido debemos también utilizar palabras e ideas modernas.
Pero téngase en cuenta que el objetivo es comprender y explicar el punto de vista que tenía sentido para los coetáneos. Para esas explicaciones se pueden emplear palabras e ideas modernas, puesto que las antiguas ya no son inteligibles; pero lo que nunca se puede hacer es tergiversar la realidad antigua, trasladando instituciones actuales de forma anacrónica al pasado 21.
De todas formas, analizando ese texto de Lévi-Provençal, y pasando por alto que no es exactamente cierto que las atribuciones del magistrado de la shurta alta se limitaran a los miembros de la jassa, puesto que verdaderamente abarcaban a todos los individuos, con independencia de la clase en la que estuviera encuadrado, se aprecia claramente cómo su autor cambia el argumento y pasa repentinamente, asemejándose en esto a un fullero jugador de póquer cuando saca un as de la manga, de lo que lee en las fuentes sobre dos únicas categorías sociales, pues en ellas jamás se menciona una tercera clase, a considerar “con todo rigor” una burguesía (mejor habría sido decir sin ningún rigor). Así es que en lugar de esforzarse en proporcionar una explicación de la formación social y económica que está estudiando, intentando captar la idiosincrasia de tal sociedad y por qué los cronistas hablan sólo de la jassa y la ‘amma y no consideran otras clases sociales, va y nos remite a nuestro mundo actual y, como en éste no comprendemos bien que sólo haya dos clase sociales, aristocracia y plebe, cuando a raíz de la Revolución Francesa la última destruyó las prerrogativas de la primera al ayudar a la clase burguesa emergente a instalarse en el poder político, no tiene otra ocurrencia que obligar a una sociedad del mundo antiguo a que por fuerza tenga una burguesía y así completar las tres clases sociales con funciones idénticas a las de nuestros días. La clase media, es decir, la burguesía, únicamente cobra significado cuando consigue una legislación que garantice la propiedad de sus bienes y los proteja de la confiscación arbitraria por parte de una clase superior que ejercía un derecho señorial y despótico sobre tierras y personas.
Nuestro insigne Menéndez Pidal también se queja de la falta de rigor científico de Lévi-Provençal, y viene a decirnos que cuando a este historiador francés y al holandés Dozy (de ascendencia francesa) se les mete algo en el magín, totalmente subjetivo y producto de una apreciación personal a priori, hacen caso omiso de las pruebas documentales o las tergiversan con tal de confirmar lo que quieren. El suceso que provoca la lamentación de Menéndez Pidal tiene que ver con la versión que Lévi-Provençal da sobre una actuación cruel e inhumana del Cid Campeador a raíz de la conquista por segunda vez de Valencia. El Cid acusó al ambicioso cadí Ben Jehhaf, que había sublevado la ciudad contra su señor, el rey Alcádir, vasallo del Cid, y había usurpado el mando de la ciudad, de haber asesinado al rey de Valencia y haberse apoderado de sus tesoros. El Cid mandó juzgarlo por el nuevo cadí y los principales personajes de la ciudad con arreglo a las leyes islámicas. Habiendo sido encontrado culpable de los cargos, la sentencia fue de muerte. El Cid la mandó ejecutar de acuerdo con la normativa cristiana, pero aceptó el consejo de los jueces islamitas de dejar en libertad a la familia del reo, que, según las costumbres de la época, solía correr la misma suerte que el convicto de traición. De esta historia hay crónicas de autores árabes, que, aunque reniegan del Cid y dicen que Dios le maldiga, por ser el azote de los musulmanes y por haber salido invicto de todos los lances contra ellos, nunca tildaron al Campeador de haberse comportado injustamente con los vencidos. Sin embargo, Dozy y Lévi-Provençal en sus versiones demuestran lo que Menéndez Pidal llama cidofobia. He aquí lo que respecto a este último historiador dice Menéndez Pidal (1950, p. 195):
A pesar de todo esto, nos sorprende Lévi-Provençal repitiendo que la condenación del cadí fue «injusta e inhumana», cuando el mismo ilustre arabista descubrió y dio a conocer varios textos que le quitan la razón: 1º, una Historia de los Reyes de Taifas donde se dice que Ben Jehhaf, al entregar al Cid todos los tesoros de Alcádir, ocultó uno (el cuerpo del delito) y juró no tenerlo, descubriéndose más tarde su perjurio; 2º, extractos de Ben Aclama afirmando que Ben Jehhaf mató a Alcádir, que fue procesado «porque mató a su rey», y que fue condenado según la ley de los cristianos a ser quemado vivo. El Cid estaba, pues, obligado a quemar al regicida y no fue en ello cruel. No llevemos ideas modernas a tiempos antiguos; al Cid no podía ocurrírsele electrocutar a Ben Jehhaf.
Cabe concluir, por lo tanto, que en estas sociedades islámicas altomedievales la población estaba estratificada básicamente en dos grupos y que era el estatuto personal el que determinaba la pertenencia a uno u otro. Evidentemente, sólo el sultán era quien tenía el poder para asignar el estatuto que implicaba la integración en cada categoría social. En la jassa se encontraban, mientras no cayeran en desgracia, los altos señores de noble estirpe, dueños de tierras y castillos, los dignatarios de la corte y los altos cargos del gobierno, tanto en la capital, como en provincias. Todos los demás miembros de la sociedad formaban parte de la ‘amma, mientras no cayeran en gracia del sultán. O sea, no se trataba, como en la India, de castas irreductibles; existía la posibilidad de una movilidad social, siendo la cultura un elemento importante, bastante más relevante que la riqueza, que podía servir de catapulta para introducirse en la jassa. Así grandes músicos y poetas accedían a la corte y a los favores del monarca; de igual modo, gozaban de la consideración del sultán elevados cargos desempeñados por eunucos y eslavos, aunque fueran esclavos, así como los mandos de su guardia personal. Y sobre todo los grandes jurisconsultos, que acababan por ocupar altos cargos. Todo esto cuadra perfectamente con la idiosincrasia árabe, con la cultura islámica y con su modo de producir. Algo parecido, pero a la inversa, ocurre con el concepto religioso de cielo, que es arcaico y con escaso significado en sociedades evolucionadas en el aspecto material; en éstas no se entiende bien que ganar el cielo consista en llegar a gozar de la vista y la presencia de Dios, y que, por contraposición, la ausencia de contemplar y estar con Dios sea el infierno. En las sociedades antiguas, no era indiferente, por tener pleno significado, estar con el soberano y gozar de privilegios, o el estar fuera de su esfera de influencia y sin prerrogativas.
Respecto a esto de la movilidad social se puede tomar por ejemplo la carrera política de Abu Amir-Mohammed ibn abi-Amir (Almanzor), descrita por Dozy (tomo III, pp. 102 a 143) y de la que se hará un escueto resumen. Almanzor procedía de una familia árabe de rancio abolengo, aunque empobrecida. Según Mª Jesús Rubiera –1989, p. 75–, la madre de Almanzor tuvo que mantenerle durante la niñez y la adolescencia con el producto de sus hilados; esta información también es transmitida por Epalza –1989, p. 55–. Su séptimo abuelo fue de los pocos árabes que vinieron a la Península con el ejército berebere de Tarik y se le asignó un castillo en la zona de Torrox. De joven cursó sus estudios en Córdoba, donde al terminarlos abrió una consulta de asesoramiento legal. Después obtuvo un empleo de subalterno en el tribunal del cadí de la capital. Pero su jefe, Mohammed ibn-as-Salim22 , no deseando tenerle a su lado por no llevarse bien con él debido a su carácter, lo recomendó para un empleo en la corte, que, al conseguirlo, le supuso el inicio de su ascensión política hasta la más alta magistratura de Estado. Aquí conviene hacer un inciso para apreciar algo bastante diferente a lo que suele acaecer en nuestras sociedades modernas: que cuando un jefe no se encuentra satisfecho con un subordinado, para quitárselo de en medio, desde luego no lo recomienda para un cargo mejor; pero el modo de proceder del cadí es acorde con la mentalidad árabe, por la cual uno de ellos no tiene inconveniente en favorecer a otro de su raza si su discrepancia de pareceres no afecta a sus propias vidas. Este primer empleo que obtuvo en la corte a los veintiséis años de edad, en febrero de 967, era el de intendente para administrar los bienes del primogénito del emir, Alhaquem II. La sultana Aurora, madre de ese vástago real, a quien Ibn abi-Amir había caído muy bien, le nombró también intendente de sus propios bienes, y, por su mediación, siete meses después de entrar en la corte fue designado para el importantísimo cargo de inspector de la moneda. En diciembre de 969 el sultán le designó para curador de sucesiones vacantes y once meses más tarde para cadí de Sevilla y Niebla. Al morir el primogénito del califa, se le nombró intendente del nuevo presunto heredero a la corona. En febrero de 972 fue promovido a comandante del segundo regimiento de la Chorta, “que estaba encargado de la policía de la capital” (ib., p. 109). Ibn abi-Amir contaba treinta años de edad cuando ya disponía de gran fortuna y se encontraba en la misma antesala del poder. Otro cargo de confianza que se le confirió fue el de interventor general de hacienda con el objetivo de acabar con los grandes gastos de las campañas en el norte de África; para ello fue nombrado cadí plenipotenciario de Mauritania, con el especial encargo de intervenir todos los hechos financieros así como las actuaciones de los generales del ejército y se dio orden a todos los funcionarios civiles y militares que no hiciesen nada sin el consentimiento del cadí. Ibn abi-Amir cumplió con gran tacto y habilidad este cometido, de forma que tanto el califa como los generales quedaron plenamente satisfechos. De estos acontecimientos data la amistad del que luego se pondría el sobrenombre de Almanzor y el general Ghalib. Poco antes de la muerte del califa Alhaquem II fue nombrado mayordomo y le prestó el inestimable servicio de enviar a todas las provincias, para ser firmadas por señores y plebeyos, numerosas copias del acta de la sesión solemne en la que los grandes del califato juraron reconocer a Hixem, hijo menor de edad, de unos 10 u 11 años, como heredero del trono. Un acontecimiento como éste jamás había tenido precedente, ya que los menores de edad nunca habían accedido al trono, pero el califa deseaba muy vivamente que su hijo fuera el sucesor y no alguno de sus hermanos, a quienes por tradición le hubiera correspondido el trono en caso de muerte del califa sin hijos mayores de edad. Pero el poder del califa, aun moribundo, era tan imponente que nadie osó negarse al reconocimiento de heredero. A la muerte del califa, sucedieron unos hechos que muestran la volubilidad de la fortuna para los que no están en la gracia de quien ostenta el poder, o de quienes lo detentan, aunque su estatus personal hubiera sido el de la aristocracia, en estos regímenes despóticos con sistemas económicos precapitalistas. Como los principales eunucos del palacio, poderosos y ricos, pretendían matar al visir Chafar al-Mushafí y poner en el trono a Moghira, hermano del difunto califa, el visir, al enterarse del plan, logró ganarse la confianza de dichos eunucos, y evitar su decapitación, haciéndoles creer que secundaba su proyecto. Pero, actuando con rapidez, se reunió con sus leales y decidieron ejecutar al tío del joven Hixem para dejar a los eunucos sin su pretendiente. Ibn abi-Amir se ofreció para cumplir la misión. Tras hablar con Moghira, que estaba totalmente dispuesto a acatar a su sobrino como soberano, Ibn abi-Amir se compadeció de él y solicitó del visir el perdón; pero al-Mushafí repitió la orden de ejecución, que Ibn abi-Amir mandó cumplir. Habiéndose hecho al-Mushafí con la fuerza militar suficiente, los eunucos se sometieron al visir, aunque algún tiempo después, poco a poco, se fue desembarazando de ellos, al prescindir de sus servicios en palacio, y formándoles causa por malversación los dejó en la ruina. A un tal Dorri, mayordomo segundo y señor de Baeza, por ser afecto a la causa de los eunucos, acabaron por matarle y al jefe de ellos lo desterraron a una de las islas Baleares donde murió. La ágil maniobra del visir permitió que al día siguiente de la muerte del califa, esto es, el 2 de octubre de 976, se cursara la orden a los cordobeses para ir a jurar al nuevo califa Hixem II. El juramento lo tomó el cadí de la capital y se empezó primero por sus tíos y primos, luego por los visires y funcionarios de la corte, y al final por los principales coreiscitas y los notables de la ciudad. En otro acto aparte, Ibn abi-Amir se encargó de tomar el juramento al resto de la asamblea. Sin embargo, lo insólito de esta sucesión no dejaba de ser comentario y malquerencia entre el pueblo. Para acallarlo y para hacer al monarca y su gobierno más popular, Ibn abi-Amir propuso al visir suprimir el odiado impuesto sobre el aceite, que efectivamente fue abolido. El visir al-Mushafí se proclamó a sí mismo hadjib (primer ministro) y la sultana madre, Aurora, exigió que el cargo vacante de visir lo ocupara Ibn abi-Amir y que éste participara conjuntamente con al-Mushafí en el gobierno del Estado. Más tarde, ante los graves incidentes con los cristianos en las fronteras, el nuevo visir se ofreció, ante la negativa de los demás, para mandar un ejército que combatiera al enemigo. En febrero de 977 partió de campaña, de la que regresó triunfante y con cuantioso botín. Aunque desde el punto de vista militar esta campaña apenas tuvo importancia, Ibn abi-Amir le sacó un gran partido, ya que se granjeó el beneplácito del pueblo y el de las tropas, a las que colmó de dinero no reparando en gastos para conseguir su adhesión inquebrantable. A la par que Ibn abi-Amir iba ganando popularidad, el primer ministro la perdía. En el fondo, el hadjib no tenía la genialidad del nuevo visir. Al-Mushafí había llegado a la corte de la mano de su padre, un culto berberisco valenciano, que fue preceptor del príncipe Alhaquem; y si continuó en la corte fue debido a ser un buen literato y poeta, cualidades admiradas por el califa Alhaquem II quien le premió con diversos nombramientos: coronel del segundo regimiento de la Chorta, gobernador de Mallorca y primer secretario de Estado. Mas, no siendo un hombre hábil, se había ganado la enemistad de algunos altos personajes, como el general Ghalib. Ibn abi-Amir, que acababa de proponer para un ascenso al general Ghalib y que tenía que salir para una nueva campaña en el teatro de operaciones de este general, se ofreció como mediador con la finalidad de alcanzar una reconciliación entre ambas autoridades. No obstante, esto no era más que una forma de maniobrar, pues lo que en realidad perseguía Ibn abi-Amir era apoderarse del cargo de primer ministro. Nombrado generalísimo del ejército de la capital, Ibn abi-Amir salió a su segunda campaña en mayo de ese mismo año y se entrevistó con Ghalib en Madrid. Allí, acordaron los dos generales aliarse con el objeto de provocar la caída del primer ministro, y Ghalib aconsejó a su nuevo amigo y compañero de armas que aprovechara el éxito de la campaña militar que entrambos estaban realizando, aunque, en realidad, bajo la dirección del veterano general, para lograr el nombramiento de prefecto de Córdoba, cargo vital para sus propósitos, que estaba desempeñando el hijo de al-Mushafí. En efecto obtuvo el nombramiento y provisto de su diploma de prefecto limpió la capital de malhechores cualquiera que fuera su rango. Percatado el hadjib de la hábil maniobra de Ibn abi-Amir y el poder que con ella había adquirido con peligro para su posición, intentó atraerse al general Ghalib proponiéndole un acuerdo de matrimonio entre la hija de éste y su hijo. Según Marín (1989, p. 110), Asmā’, la hija del general Ghalib, había estado casada con un visir de al-Hakam II y repudiada por su marido. Esta proposición fue aceptada y ya se estaba redactando el acta matrimonial cuando Ibn abí-Amir, al enterarse de ello, se apresuró en desbaratar el plan escribiendo al general que si “deseaba para su hija una ilustre alianza, no debía entregarla al hijo de un advenedizo, sino a él, a Ibn abi-Amir” (ib., p. 135). Téngase presente que al-Mushafi era de origen beréber e Ibn abi Amir árabe de pura estirpe. Y así se llevó a cabo el 1 de enero de 978 la boda de Ibn abi-Amir y la hija de Ghalib. Antes de esta boda, Ibn abi-Amir regresó triunfante de una tercera campaña efectuada en septiembre, a consecuencia de la cual se le dio el título de Dzhu-‘l-vizaratain (jefe de la administración civil y militar) y el general Ghalib, colmado de honores, fue promovido a hadjib. Asentados en el poder, suegro y yerno no tardaron en deshacerse de al-Mushafí: en marzo de 978, él, sus hijos, y sus sobrinos fueron destituidos de todos sus cargos y dignidades y encarcelados, y se les intervino preventivamente todos los bienes mientras se resolvía el juicio por la acusación de malversación. El proceso contra al-Mushafí fue largo, pero pronto le fueron confiscados sus bienes y subastado su palacio quedando completamente arruinado. Sin embargo, los visires que le juzgaban, y que creían que todavía le quedaba algo, lo citaron de nuevo y compareciendo en la sala del visirato se sentó sin saludar. Debido a este modo de proceder fue duramente recriminado por uno de los visires que consideró descortés tal estilo de personarse en la sala del juicio. Reo y juez se enzarzaron en una discusión acalorada que zanjó otro de los visires pronunciando unas palabras muy elocuentes para comprender la idiosincrasia de estas sociedades despóticas, que es el objetivo de este largo relato, además de ilustrar la movilidad social; he aquí el discurso (ib., p. 140):
¿No sabes, Ibn Djabir, que el que ha tenido la desdicha de incurrir en la desgracia del monarca no debe saludar a los grandes dignatarios del Estado? La razón es evidente; si esos dignatarios le devuelven su saludo, faltan a sus deberes con el sultán; si no lo devuelven, faltan a sus deberes para con Dios. Un hombre que ha caído en desgracia, no debe pues saludar y Mozafí lo sabe.
Se puede concluir, por tanto, que la sociedad andalusí de la Alta Edad Media estaba segregada básicamente en dos estamentos, que, como designan los propios cronistas e historiadores musulmanes, eran la jassa y la ‘amma. Pero no eran clases sociales cerradas. Existía movilidad entre ellas, todo dependía de si alguien caía en gracia o en desgracia del sultán. Sin embargo, como en estas sociedades regía el estatuto personal, se debe tener en cuenta que en ambas categorías sociales había esclavos y personas de otra religión, como eunucos y eslavos, por un lado, y cristianos y judíos, por otro, que ostentaban su jerarquía social con extremada precariedad.

1 La señora Marín (1989, p. 105) asevera que “el concepto mismo de «clase social», aplicado a al-Andalus, resultaría anacrónico.”

2 Véase lo que se explica en las páginas 345 y siguientes sobre estas cuestiones que atentan contra el concepto de la igualdad.

3 Pero que era un fiel y leal súbdito del emir. Obsérvese que a los señores procedentes de Arabia no les contentaba lo más mínimo que gentes de otros pueblos aceptaran su religión; los consideraban despectivamente, como se ve, renegados de la que abjuraban en lugar de conversos a la de acogida.

4 Descendientes de este gobernador fueron los Beni al-Djad, opulentos propietarios en Sevilla, y los Beni Casim, que tenían extensas posesiones en Alpuente (Valencia) y, por supuesto, en el pueblo que lleva su nombre: Benicasim (Castellón).

5 De estas terribles hambrunas Ibn Abdún en el §52 de su tratado menciona una en su época (siglo XI), de modo que el almotacén “mandó quitar las tinajas que había vecinas a la mezquita [del barrio] de los Alfareros, para convertir aquel sitio en un cementerio”. Dozy (ib., Tomo II, p. 266) se refiere a otra que hubo en el año 915, en la que “morían a millares y faltaban brazos para enterrar a los muertos.”

6 Gran tronco tribual que abarcaba a los coreiscitas –a los que pertenecían los hachemíes–, los omeya, los fihiritas, y otros.

7 En ocasiones, la cifra de los muertos en combate es descomunal, tanto que con toda seguridad está exagerada. Pero, por otra parte, hay que tener en cuenta que no todos los componentes de los ejércitos eran árabes o bereberes, sino que la gran masa, sobre todo de la infantería, estaba compuesta por los siervos y clientes de bajo rango, que eran individuos de origen autóctono, o sea, hispanorromanos y godos, que se llevaban la peor parte, en todo, incluso en cuanto al número de muertos se refiere.

8 Francas o vascas, como ellos llamaban a las esclavas cristianas capturadas en la Península Ibérica.

9 Por otra parte, es imposible, por las leyes de Mendel, que en la primera generación los descendientes conserven todos los rasgos de uno de los progenitores.

10 En realidad habría que leer que no salió vencedora como la de los fatiníes.

11 Como corresponde a uno que no es historiador, ni aspira a serlo. Aunque obrando como Américo Castro, pero sin ínfulas.

12 Pues tanto los omeyas como los abasíes pertenecían a la misma tribu de Koreish –los coreiscitas– que Mahoma; aunque éste, por su abuelo llamado Haschem, formaba parte de la rama de los hachemitas, a la que pertenecían los abasidas.

13 Téngase en cuenta que, como en el caso del zar de Rusia en la revolución bolchevique, la familia de los omeya fue masivamente exterminada por los abasíes que asumieron el califato. Pero, ¡quien sabe!, quizá la matanza no llegó a todos los rincones del imperio, donde estas familias, que eran muy extensas y se desparramaban por todos sitios, siempre podían tener un pariente tan lejano que no conociera directamente a los demás.

14 Publicada en Studies in the Economic History of the Middle East from the rise of Islam to the present day, Londres, 1970, 139-145,

15 Uno de los jeques de los contingentes sirios de Damasco establecido en Elvira y que era cliente de los omeya.

16 El propio Dozy inserta esta nota: La palabra ildje no significa solamente cristiano, como se encuentra en nuestros diccionarios, sino también renegado.

17 Historiador de la época arábiga, tan competente, si no más, que Lévi-Provençal, quien al fin y al cabo tuvo que aprender algo de él.

18 Ni en el libro de Lévi-Provençal, ni en el de Dozy, ni en el de Rachel Arié, ni en el de Ibn Jaldún, ni en el de Bosch Vilá, ni en el de M’hammad Benaboud.

19 Historiador casi contemporáneo de los sucesos que relata, que era árabe y que de todas formas se desenvolvió entre los países musulmanes que en el siglo XIV todavía conservaban instituciones similares.

20 Véase lo que acerca de las clases sociales se dice al comienzo de este parágrafo 6.2 en la página 314 y siguientes.

21 La asimilación de estos conceptos y métodos de investigación al campo de la Economía ha sido expuesta por Mark Blaug (1962, pp. 25 y ss.). Adoptando una terminología propia de la filosofía alemana, Blaug (ib., p. 25) denomina absolutismo y relativismo metodológico a los dos enfoques contrapuestos de investigación en la historia del pensamiento económico. El método absolutista consiste en enjuiciar las ideas de los autores antiguos en función de los cánones de la teoría moderna. El método relativista consiste en enjuiciar las teorías del pasado en sus propios términos, tomando en cuenta el contexto de su época. La divulgación de tales conceptos en España ha sido efectuada recientemente por Santos Redondo (1999, p. III).

22 Que según Dozy –ib., p. 105– era un hombre muy sabio, muy honrado y uno de los mejores cadíes que hubo en Córdoba.