ESTUDIO ECONÓMICO SOBRE EL TRATADO DE IBN ABDÚN

ESTUDIO ECONÓMICO SOBRE EL TRATADO DE IBN ABDÚN

Eduardo Escartín González (CV)
Universidad de Sevilla

La castidad en la mujer

Las cuestiones relacionadas con la moralidad sexual en general, y muy en particular las que atañen a las mujeres, son consideradas con especial preocupación por parte de Ibn Abdún.
Sobre este asunto de la sexualidad femenina –tan delicado para los varones musulmanes– ya se ha tenido ocasión de mencionar algo de forma indirecta en el parágrafo anterior, y en el presente se expondrán más pormenorizadamente los puntos de vista de Ibn Abdún. Éstos empiezan por el mayor cuidado que tanto el cadí como el juez secundario deben prestar a los asuntos de las mujeres que acuden al pleito en demanda de justicia. Así, en el §14 se especifica lo siguiente:
El cadí debe interesarse por las mujeres litigantes y darles precedencia, puesto que al recurrir a él para sus asuntos se hallan en situación poco compatible con el pudor de su sexo. No se distraiga, pues, con otras cosas, para que las mujeres no tengan que sentarse a esperar y queden expuestas a las miradas de las gentes. De la misma manera deberá proceder el juez secundario.
En lo concerniente a las obligadas relaciones sociales, que con motivo de los litigios tienen que establecer las mujeres, y por lo que atañe a la protección sexual del género femenino, no hay peor calaña que la de los abogados que, en la opinión de Ibn Abdún (§15), deberían ser suprimidos, porque “su actividad es motivo de que el dinero de las gentes se gaste en vano”. De los abogados, Ibn Abdún continúa diciendo (§15):
Pero si no hubiera otro remedio que mantenerlos, que sean los menos posibles y conocidos como personas de buenas costumbres, honrados, piadosos y sabios, no entregados a la bebida ni susceptibles de cohecho, aunque tales cualidades no se suelen encontrar en ellos. De todos modos, el abogado no ha de ser mozo, ni borracho, ni libertino o de vida desordenada. Ningún abogado debe defender a una mujer, pues no tendría escrúpulos en ir a verla a su casa para hablarle, y lo primero que haría sería procurar obtener sus favores e intentar seducirla, induciéndola a error y prolongando el pleito para poder cortejarla por más tiempo. Yo he visto con mis ojos y he oído a uno de ellos que en una reunión se vanagloriaba de haber obrado así.
La calaña de los alguaciles andaba a la zaga de la de los abogados, en cuanto al trato con las mujeres se refiere. Esto es lo que opina Ibn Abdún (§13) sobre el colectivo de los alguaciles:
A ningún alguacil se le permitirá que hable con una mujer, de no ser que se le conozca como hombre de bien y de buenas costumbres, y además viejo, porque en ello podría haber ocasión de cohecho, malas intenciones y libertinaje, y si fuese mozo, lo primero que haría sería intentar violentarla, sacarla de sus casillas y seducirla. Por tanto, es de suma importancia prevenir esta eventualidad e impedirla de una vez para siempre.
Para preservar la moralidad de las mujeres no hay nada mejor que impedir, o, mejor dicho, prohibir, la posibilidad de tener contacto con ellas: quien evita la ocasión, evita el peligro, tal como asegura la sabiduría popular. Y, con mayor razón, hay que imposibilitar el acceso a la casa de una mujer. Es probable que Ibn Abdún estuviera imbuido de principios similares a los expuestos; no se puede saber con exactitud, pero lo cierto es que recomienda (§26) que los agentes de las patrullas y los inspectores de policía tengan prohibido hacer registros en las casas, tanto de noche como de día, con motivo de asuntos de trámite, “pues sería exponer a la deshonra a las mujeres que habitan la casa”. Por el mismo motivo (§155), “los corredores de casas [en venta] no serán mozos, sino viejos de buenas costumbres y de reconocida honradez”; y a los que dicen la buenaventura se les debe prohibir (§166) que “vayan por las casas, pues son ladrones y fornicadores.”
Otros lugares que se prestaban a que los hombres pudieran establecer fácilmente contacto con las mujeres e intentaran seducirlas eran los cementerios y los sitios donde ellas lavaban la ropa. Por consiguiente, como no convenía que hubiera posibilidad de entablar relaciones deshonestas con los miembros del sexo femenino, Ibn Abdún dice (§53):
No deberá permitirse que en los cementerios se instale ningún vendedor, que lo que hacen es contemplar los rostros descubiertos de las mujeres enlutadas, ni se consentirá que en los días de fiesta se estacionen mozos en los caminos entre los sepulcros a acechar el paso de las mujeres. Esfuércese en impedirlo el almotacén, apoyado por el cadí. También deberá prohibir el gobierno que algunos individuos permanezcan en los espacios que separan las tumbas con intento de seducir a las mujeres, para impedir lo cual se hará una inspección dos veces al día, obligación que incumbe al almotacén. Se ordenará asimismo a los agentes de policía que registren los cercados circulares [que rodean algunas tumbas], y que a veces se convierten en lupanares, sobre todo en verano, cuando los caminos están desiertos a la hora de la siesta. 1
Insistiendo sobre esto de la facilidad de aproximación entre miembros del sexo opuesto, Ibn Abdún contempla los emplazamientos donde las mujeres acostumbraban lavar la ropa, y erigiéndose en escrupuloso defensor de la honestidad femenina, prescribe (§68) que “se les ordenará que laven en un lugar escondido de la vista del público, prohibiendo a cualquier hombre, pero a los barqueros en concreto, que se les adelanten a ocuparlo”. Y, por añadidura, se prohibirá a las mujeres (§128) “que laven ropa en los huertos, porque se convierten en lupanares”.
Grandes posibilidades de establecer contacto con las mujeres se ocasionan muy especialmente con motivo de la actividad comercial. Por eso, la prescripción del §55 es esta:
Debe impedirse que los que dicen la buenaventura o cuentan cuentos se queden solos con mujeres para hablarles en las tiendas que levantan [para ejercer su oficio], pues es un medio de violentarlas o un ardid para robarles, si bien las que acuden a ellas no son más que desvergonzadas. Y si hay adivinos que se quedan en su casa y reciben en ellas mujeres, prohíbase también, pues es peor que lo primero. Vigílese continuamente a estos individuos, que son unos sinvergüenzas.
Otras disposiciones relacionadas también con la actividad comercial y el trato con las mujeres son las siguientes:
Ningún barbero deberá quedarse a solas con una mujer en su tienda, de no ser en el zoco y en lugar donde pueda vérsele y esté expuesto a las miradas de todos. (§136).
Debe impedirse que en los almacenes de cal y en los lugares vacíos se vaya a estar solos con mujeres. (§142).
No tratarán con mujeres en asuntos de compraventa más que hombres de fiar y honrados, cuya integridad y fidelidad sean conocidas de todo el mundo, y de ello han de cuidarse los individuos de los gremios. Debe prohibirse que entren en el zoco las bordadoras, que son todas prostitutas. (§143).
También eran lugares muy apropiados para que se pudieran establecer relaciones con las mujeres los baños públicos y las alhóndigas. En el §155 la propuesta de Ibn Abdún es ésta:
El recaudador del baño no debe sentarse en el vestíbulo cuando éste se abre para mujeres, por ser ocasión de libertinaje y fornicación. La recaudación de las alhóndigas para comerciantes y forasteros no estará a cargo de una mujer, porque eso sería la fornicación misma.
Por supuesto, una medida eficaz para evitar la aproximación y con ella la posibilidad de entablar conversación y la subsiguiente seducción es que hombres y mujeres estén separados: “Los días de fiesta no irán hombres y mujeres por un mismo camino para pasar el río.” (§144). “También deberá prohibirse que las mujeres se sienten en la ribera del río, salvo si fuere en un lugar en que no se sienten los hombres.” (§68).
Y en esta misma línea de la protección hacia los componentes del género femenino, que tiene mucho de connotación represiva, más eficaz todavía es que los hombres, principalmente los soldados, ni siquiera vean a las mujeres, tal como se establece en el §54:
Debe ordenarse que se cierren las ventanas de los edificios militares y de las habitaciones altas, así como las puertas que se abren del lado de los cementerios, para que no sean vistas las mujeres. 2
En la opinión de Ibn Abdún (§168), que como ya se ha dicho se fiaba mucho de las apariencias, las mujeres de vida honesta debían diferenciarse por su atuendo exterior de las de vida disoluta:
Deberá prohibirse que las mujeres de las casas llanas se descubran las cabezas fuera de la alhóndiga, así como que las mujeres honradas usen los mismos adornos que ellas. Prohíbaseles también que usen de coquetería cuando estén entre ellas, y que hagan fiestas, aunque se les hubiese autorizado. A las bailarinas se les prohibirá que se destapen el rostro.
Y, por otra parte, a las mujeres impúdicas no debía dárseles facilidades de movimientos (§204): “Tampoco deberán pasar los marineros a ninguna mujer con aspecto de llevar vida deshonesta”. Además (§205), se debían “suprimir los paseos en barca por el río de mujeres e individuos libertinos, tanto más cuanto que las mujeres van llenas de afeites”.
Por otra parte, como se ha podido comprobar debido a lo expuesto sobre la estricta mentalidad de Ibn Abdún en materia de sexualidad, si estaba mal que las mujeres musulmanas llevaran una vida licenciosa con varones islamitas, muchísimo peor era que la tuvieran con gentes de diferente religión, y en especial con los cristianos. Así es que sobre ellas debía recaer una tajante prohibición, la de no entrar en las “abominables iglesias”, como las califica Ibn Abdún (§154), “porque los clérigos son libertinos, fornicadores y sodomitas”.
Muchas de las reglas morales preconizadas por Ibn Abdún sobre la sexualidad debían afectar a todo el mundo, y, por lo tanto, de ellas no se libraban los cristianos, ya que Ibn Abdún (§154) pretendía imponer sus puntos de vista sobre la moral sexual a los mozárabes:
debe prohibirse a las mujeres francas [o sea, las cristianas] que entren en la iglesia más que en días de función o fiesta, porque allí comen, beben y fornican con los clérigos, y no hay uno de ellos que no tenga dos o más de estas mujeres con que acostarse. Han tomado esta costumbre por haber declarado ilícito lo lícito y viceversa. Convendría, pues, mandar a los clérigos que se casen, como ocurre en Oriente, y que, si quieren, lo hagan.
Y, en el mismo epígrafe, añade:
No debe tolerarse que haya mujer, sea vieja o no, en casa de un clérigo, mientras éste rehúse casarse. Oblíguesele, además a circuncidarse, como les obligó al-Mu’tadid Abbad,3 pues si, a lo que dicen, siguen el ejemplo de Jesús (¡Dios le bendiga y salve!), Jesús se circuncidó, y precisamente ellos, que han abandonado esta práctica, tienen una fiesta, que celebran solemnemente, el día de su circuncisión.
Antes de proseguir con estas cuestiones relativas a la moralidad sexual conviene detenerse un momento, porque aquí es pertinente hacer una reflexión a propósito de toda esta normativa, tan restrictiva de la libertad femenina, que Ibn Abdún pretende establecer. De ella se puede extraer como consecuencia el género de vida que tenían las mujeres musulmanas en al-Andalus, por lo menos hasta producirse la invasión y subsiguiente conquista de los territorios de al-Andalus por parte de los almorávides –que como ya se ha dicho eran muy religiosos, por no decir fanáticos, e impusieron su interpretación estricta del Corán, como modernamente ha ocurrido con los movimientos fundamentalistas en el ámbito del islam–. Cuando Ibn Abdún se esfuerza en disponer todas esas medidas para preservar la honestidad de la mujer, eso mismo quiere decir que ésta en al-Andalus gozaba de bastante libertad 4: Las mujeres asistían a fiestas e iban acompañadas de varones. Éstas se sentaban a la orilla del río adonde iban también los hombres para departir con ellas; se acicalaban cuidadosamente, cuidaban su pelo con alheña, se adornaban y maquillaban usando afeites, para agradar a los demás, y no se cubrían el rostro ni se privaban de mostrarse con coquetería. Incluso, según cuenta Fierro (1989, p. 45), en al-Andalus las mujeres se depilaban corrientemente y, como nos hace reparar Medina Molera (1980, vol I, p. 224), las mujeres en al-Andalus comparecían por sí solas ante los tribunales sin necesitar el consentimiento del varón bajo cuya supuesta protección estaban (padre o esposo). Eran curiosas y visitaban las iglesias cristianas e iban a los baños públicos para asearse y relajarse. En aquel entonces, lo mismo que hoy, algunas mujeres se dejaban seducir por sus abogados, o por los comerciantes, o por los corredores de casas a los que no tenían reparos en franquearles la entrada. Algunos colectivos de féminas, antaño como hogaño, no sentían gran preocupación por su fama (o por lo que ha venido a llamarse la virtud) y solían tener una moral sexual muy laxa, como ocurría en la época de Ibn Abdún con las lavanderas y, sobre todo, con las bordadoras y permitían que los soldados, los alguaciles y otros hombres les dirigieran requiebros; algunos más osados les tiraban los tejos a ver si obtenían sus favores.

1 Esta costumbre de la siesta proviene de muy antiguo. R. Dozy (1861, Tomo I, p. 285 y 286) hace referencia a ella a propósito de la llegada del omeya Abderramán a España en el año 755, suceso transmitido por un correo a Yusuf, el entonces gobernador de al-Andalus, que llegó a su campamento cuando éste y su amigo Samail estaban en la siesta.

2 El Cid Campeador fue contemporáneo de Ibn Abdún y éste tuvo que conocerle forzosamente porque aquel llegó a Sevilla para cobrar las parias que el rey al-Mutamid debía pagar al rey castellano Alfonso VI por ser su vasallo. A cambio, el castellano tenía el deber de defender a sus vasallos. Y esto es lo que hizo el Cid cuando el territorio de la taifa sevillana se vio asolado por las correrías en algara de huestes extrañas. El Cid con su exigua mesnada salió al paso de la numerosa hueste de la algara y la derrotó. Por este hecho los sevillanos colmaron de honores al Cid y en la actualidad conmemoran su gesta y le honran con una estatua ecuestre, situada enfrente del edificio de la Universidad de Sevilla (antigua Fábrica de Tabacos) y a la entrada del Parque de María Luisa. Más tarde, la conquista de Valencia y otras victorias del Cid en el Levante peninsular tanto contra los musulmanes peninsulares como contra los almorávides fueron tan grandes y sonadas que el eco de su fama y de su invencibilidad llegó a todos los rincones de al-Andalus. Por eso no es de extrañar que alguna de las medidas que adoptó el Cid en Valencia pudiera alcanzar los oídos de Ibn Abdún. En concreto, por lo que aquí atañe, cuando el Cid ordenó instalar a sus hombres en las torres de la muralla defensiva de la ciudad mandó “tapiar en las torres todas las ventanas que daban al interior de la villa, para que la mirada curiosa de los soldados cristianos no importunase la recatada intimidad de las casas moras.” (Menéndez Pidal. 1950, p. 180).

3 Al-Mu’tadid fue el segundo rey de la taifa de Sevilla y padre de al-Mu’tamid. El traductor de esta obra de Ibn Abdún, en la nota 1 a pie de la página 151, dice: “Que yo sepa, no se encuentra mención de esta medida en ninguno de los cronistas que han tratado la dinastía de los abadíes.”
No obstante, en tiempos anteriores los sultanes habían llegado a decretar la circuncisión obligatoria, tanto para los musulmanes como para los cristianos, según la información que nos proporciona R. Dozy (1861, Tomo II, p. 94) refiriéndose a lo que sobre esta medida adoptada por el emir de Córdoba dice Álvaro en su Indiculus luminosus. (Álvaro fue un rico burgués cristiano de Córdoba que vivió durante los reinados de Abderramán II y Mohamed I. Álvaro era amigo del sacerdote Eulogio –uno de los impulsores de la rebelión religiosa de los cristianos cordobeses contra el Islam– que en el año 858 fue elegido obispo de Toledo por la unanimidad de los obispos, y éstos, como el sultán se negó a darle la licencia para ir a ocupar su cátedra episcopal, decidieron no elegir otro obispo mientras viviera Eulogio –Dozy, ib., Tomo II, p. 138, haciendo referencia a la Vita Sulogii de Álvaro–. El sacerdote fue condenado por los visires del Consejo por negarse a retractarse de las manifestaciones que había proferido acerca de Mahoma que eran consideradas injuriosas por los musulmanes. Murió ejecutado por decapitación el 11 de marzo el año 859 y la Iglesia católica lo canonizó como el mártir san Eulogio).

4 Esta deducción acerca de la libertad que gozaba la mujer en al-Andalus (al menos si se compara con lo que podría esperarse en un país habitado por musulmanes o con respecto a lo que podría ocurrir en las zonas orientales del islam) está confirmada por la opinión de Chejne (1974, p. 127), por la de Medina Molera (1980, vol. I, pp. 224 a 226 y 1981, vol II, p. 96) y por la de Marín (1989, p. 124). En cambio, Mª Luisa Ávila (1989, p. 148) cree que algunos autores, basándose en la poesía andalusí difundida por Henri Pérès, defendieron la postura de “la supuesta libertad de la mujer” en al-Andalus.
Ahora bien, el Corán (5,38) da pie para que se pueda ejercer una tremenda discriminación, e incluso llegar a la violencia, síquica y física, contra la mujer:
  Los hombres están por encima de las mujeres, porque Dios ha favorecido a unos respecto de otros, y porque ellos gastan parte de sus riquezas a favor de las mujeres. [...]. A aquellas de quienes temáis la desobediencia, amonestadlas, mantenedlas separadas en sus habitaciones, golpeadlas.