ESTUDIO ECONÓMICO SOBRE EL TRATADO DE IBN ABDÚN

ESTUDIO ECONÓMICO SOBRE EL TRATADO DE IBN ABDÚN

Eduardo Escartín González (CV)
Universidad de Sevilla

1.2 El cadí y el juez secundario

El juez principal, o cadí, de las ciudades musulmanas era una de las autoridades públicas más importantes después del gobernador (que en la dominación almorávide recaía en un visir, representante del rey). Su misión (en palabras de Ibn Abdún, §7) “consiste en velar por las cosas de la religión y por la defensa de los musulmanes”. En realidad, este juez entendía de cuestiones civiles, que, según Ibn Abdún (§7), se ocupaba de “los asuntos litigiosos”, para cuya resolución “está atado y encadenado a la ley religiosa”. La jurisdicción del cadí era muy amplia, puesto que se extendía a los campos y los pueblos colindantes a la ciudad (según la propuesta de Ibn Abdún en el §6). También pretende Ibn Abdún realzar el prestigio del cadí, porque, además de sugerir al príncipe (§2) que debe reunir “al cadí, a los alfaquíes y a las gentes de bien para consultarles sobre cualquier proyecto que quiera realizar o cualquier opinión que desee hacer prevalecer”, propone (§18) que el visir del gobernador esté, en cierto modo, supeditado al cadí, de forma que éste “debe poder convocar en todo momento al visir del gobierno”, para recibir informes de los asuntos de gobierno y transmitirle las recomendaciones más convenientes; así, el visir estaría en mejores condiciones para aconsejar al jefe del gobierno las medidas que no fueran perjudiciales para los musulmanes. Como, por otra parte, el cadí tendrá ocasión de prevenir al príncipe, “poniéndole en guardia contra decisiones que podrían acarrearle males o a traerle impopularidad, [e] inspirándole el amor del bien y de las ventajas morales”, Ibn Abdún a continuación (§18) concluye: “Del cadí dependerá, por tanto, el buen gobierno del príncipe, y del buen gobierno del príncipe dependerá la prosperidad de los súbditos y del país”.
Del cadí Ibn Abdún dice (§7):
ha de ser prudente en sus palabras; enérgico en sus mandatos; recto en sus juicios; respetable para el pueblo, para el príncipe y para todo el mundo; conocedor de los preceptos de Dios, que son la balanza de la justicia divina, establecida en la tierra para dar la razón al oprimido contra el opresor, defender al débil contra el fuerte y hacer que las penas dictadas por Dios Altísimo se apliquen regularmente.
[...]. Debe mostrar firmeza en todos sus juicios y no apresurarse a hablar ni a obrar sino después de un detenido examen, de un estudio escrupuloso y de haber considerado el asunto con vistas a su propia vida futura.
El cadí impartía justicia mediante, lo que hoy en día denominaríamos, juicios rápidos, y, en la propuesta de Ibn Abdún (§8), para conseguir el objetivo de dar “mayor eficacia y justicia a las sentencias”, debía hacer que en su curia se sentaran cada día dos alfaquíes como consejeros. Estos dos alfaquíes se turnarían diariamente con otros dos que deberían estar en la mezquita mayor. Todos estos alfaquíes debían dedicarse en exclusiva a su función pública de jurisconsultos, y se debe suponer, ante el silencio de Ibn Abdún al respecto, que se les asignaría un sueldo a cargo del Estado. Así, para evitar dilaciones y costas innecesarias en los juicios, “ninguno de ellos deberá tener consulta en su casa” (ib., §8). El cadí ejercía su función en la curia, cuya ubicación no se especifica, y que, según se desprende de lo dicho por Ibn Abdún en el §8, no se encontraba en la mezquita mayor:
Debe el cadí hacer que cada día se sienten por turno en su curia dos alfaquíes, a quienes puede consultar, lo cual dará mayores ventajas al público y mayor eficacia y justicia a las sentencias. El cadí examinará sus proposiciones y las aprobará o no. Estos alfaquíes consejeros no deberán ser más de cuatro, dos en la curia del cadí y dos en la mezquita mayor, cada día y por turno. Si se conforman con esta decisión, bien, y si no, que se les destituya. Ninguno de ellos deberá tener consulta en su casa
Para el cumplimiento de sus funciones, el cadí contaba con unos sirvientes, o ayudantes, los alguaciles según el traductor (‘awān, en árabe), revestidos de cierta autoridad, que no obstante Ibn Abdún pretende que esté limitada. Ahora bien, en la opinión de este autor (§9) “una ciudad como Sevilla” –a la que considera “populosa” en el §52– no conviene que tenga más de diez:
Cuatro, beréberes negros, para los asuntos de los almorávides [murabitum] u otros personajes de los que llevan velado el rostro [mulattimun], y los demás, andaluces, que son más de fiar y más temidos. Unos y otros habrán de ser hombres de confianza, entrados en años, conocidos como personas de bien y de buena conducta. El cadí deberá vigilarlos e inspirarles respeto, a fin de que no se atrevan a obrar o hablar por su cuenta y no envenenen los asuntos.
También propone Ibn Abdún (§20) que todas las magistraturas de la ciudad1 , cadí, juez secundario (o hakim), almotacén, zalmedina y curador de herencias, sean desempeñadas por andalusíes, “porque conocen mejor los asuntos de la población y las diferentes clases sociales de ésta”. Incluso, según la última transcripción, parte de sus ayudantes (los alguaciles) deberían ser “andaluces”, es decir, andalusíes.
Estas propuestas tienen mucho sentido ya que la inmensa masa de la población de al-Andalus era aborigen (o sea, andalusí), mientras que los almorávides, que eran africanos saharauis y mauritanos, sólo podían constituir un reducido grupo señorial protegido por una fuerza de ocupación, pues, al tener que ejercer su dominio sobre vastos territorios, tanto peninsulares como norteafricanos, el número total de ellos debía dividirse entre las numerosas provincias del imperio. Puesto que las fuerzas extranjeras de ocupación siempre han sido soportadas con reticencia por parte de los aborígenes sojuzgados, el control de la población resultaría más fácil si las principales magistraturas –exceptuando las puramente gubernamentales y la milicia– recaían en personalidades autóctonas, eso sí, fieles al nuevo régimen almorávide, y versadas en la ley coránica y en la Zuna.
Además de estas funciones judiciales, al cadí se le habían ido asignando otras importantes atribuciones. Una de ellas, quizás la más relevante de las extrajudiciales, era la administración del tesoro de las fundaciones pías (bait al-mal, o, mejor dicho, bait mal al-muslimin, que se trataba de un fondo de bienes propiedad de la comunidad de los musulmanes y que provenía de las limosnas y donaciones de los fieles). Otra también muy importante era administrar los bienes de manos muertas (waqf, o bienes habices, que eran donaciones de bienes inmuebles para constituir con ellos una fundación, por lo general perpetua, con fines religiosos y cuyas rentas estaban destinadas a favorecer a los pobres y a las obras pías).
En el §36 Ibn Abdún propone que el tesoro de las fundaciones pías se guarde en la mezquita mayor bajo la responsabilidad del cadí:
El tesoro de las fundaciones pías debe hallarse en la mezquita, bien custodiado y cerrado. Las llaves del mismo las tendrá el cadí.
Ibn Abdún pretende que este tesoro de las fundaciones pías se gestione con la máxima honradez y bajo la responsabilidad personal del cadí, pero ante la intervención de probos alfaquíes. Veamos las recomendaciones de Ibn Abdún sobre este particular, expuestas en el §11:
El cadí no deberá dar poder a nadie sobre el tesoro de las fundaciones pías [bait al-mal] de los musulmanes, sino consagrarle por sí mismo la mayor atención. No deberá poner a su servicio ni confiar [la apertura o cierre de] sus puertas más que a persona rica, equitativa y bien vista por todos. Pero él mismo deberá dedicarse a hacerlo fructificar, y a no dejar perder nada de lo que a él pertenezca, ya se trate de cultivar un campo que deba ser puesto en cultivo o de reparar un edificio que necesite reparación. Todos los años, por lo menos, debe hacer una inspección de la gestión de los empleados que trabajan en él y guardan sus puertas; pero si esta inspección pudiese ser mensual, sería mejor y más eficaz, dados los riesgos de abuso de confianza y de negligencia a que se encuentra expuesto. A nadie se le dejará disponer de nada concerniente al tesoro sin la conformidad del cadí, que previamente deberá consultar sobre su opinión a los alfaquíes, los cuales deliberarán sobre los asuntos, mejorarán su organización y se servirán mutuamente de testigos para salvar su opinión, pues estos asuntos, cuya gestión supone honradez, pueden dar lugar a trapacerías si se les abandona. Los alfaquíes deberán estar también enterados de los ingresos y gastos, así como del destino de estos últimos, para evitar cualquier fraude y que las irregularidades perjudiquen su buena gestión.
Además, el cadí supervisaba la administración de los bienes de manos muertas. Sobre esta administración y sus responsabilidades consiguientes Ibn Abdún apenas aporta información, excepto la mención del inspector de estos bienes y de los gastos que debe asumir por las obras de reparación de los baches que se formen en el atrio de la mezquita mayor (§41), así como de otros estipendios. De estos últimos menciona algunos sueldos, que deberían ser pagados con cargo a este fondo, como el salario del pocero de la mezquita mayor, que limpiaba las letrinas en la sala de abluciones de dicha aljama (§42), y los de los porteros de la ciudad, que Ibn Abdún considera que deberían pagarse “a cargo del inspector de los bienes de manos muertas y de las herencias” (§69) para evitar que dichos porteros se extralimitaran y abusaran en el cobro del portazgo; éste, en su opinión debería suprimirse porque la avaricia de los porteros les impulsaba a violar las costumbres, de forma que el portazgo llegaba a hacerse más oneroso que la alcabala (§69).
El juez secundario (o hakim) era otro de los magistrados cuya función estaba instituida en las grandes urbes. Auxiliaba al cadí en las tareas de juzgar los asuntos civiles, pues en estas grandes ciudades abundaban los litigios precisamente por ser populosas. Ibn Abdún dice (§7):
Lo que ha de hacer [el cadí] es designar un juez secundario [hakim], que sea a la vez hombre de ciencia, de bien y de fortuna, para que juzgue los asuntos poco importantes de las clases menesterosas, pero sin intervención en la vigilancia del empleo de los fondos [del tesoro de las fundaciones pías], en los juicios referentes a los huérfanos y en cuanto tenga relación con los negocios del gobierno o de los agentes del Estado.
Ibn Abdún (§12) está convencido de que las cuestiones litigiosas eran tantas que absorberían por completo todo el tiempo del hakim en el ejercicio de sus funciones, de modo que éste no podría compaginar su cometido judicial con ninguna otra actividad profesional, ni siquiera la de gestionar su patrimonio personal. Por este motivo, propone que se le adjudique un sueldo a cargo del tesoro del Estado, e indica, en este mismo epígrafe, las cualidades que el juez secundario tenía que reunir para cumplir bien su cometido:
debe ser persona de bien y de buenas costumbres, rico, sabio, experto en los procedimientos judiciales, íntegro, incorruptible, imparcial, dedicado a dictar sentencias y órdenes justas y equitativas, sin temor, por consideración a Dios, del reproche del maldiciente. La actividad esencial de este magistrado ha de consistir en reconciliar a las partes. Se le asignará, del tesoro del Estado, un sueldo que le permita gobernarse, porque sus funciones le ocuparán por entero y habrá de abandonar toda otra ocupación para ganarse la vida, así como la gestión de sus bienes personales.
Según Ibn Abdún (§16): “El juez secundario no debe juzgar en su casa, sino en la mezquita mayor o en otro lugar designado al efecto.”
Esta magistratura también contaba para el buen desempeño de sus funciones con unos auxiliares, o alguaciles, pero, como en los casos de los magistrados anteriores, no demasiados. La regulación que de ellos hace Ibn Abdún en el §13 es la siguiente:
Los alguaciles de que dispondrá el juez secundario no serán más que de siete a diez, en una capital como Sevilla, donde hay más litigantes que en cualquier otra, por los muchos pleitos que suele haber entre ellos. Estos alguaciles deben cobrar un salario calculado para el conjunto de la jornada, de modo que, en caso de tener que desplazarse por su servicio, se les dé la parte correspondiente al tiempo del día que ha pasado. El que tenga que salir al campo cobrará de dietas un tanto por milla de distancia, según la opinión que sobre ello emitan los alfaquíes, que deberá quedar como costumbre entre las gentes.
El cadí, el juez secundario y el almotacén tendrán buen cuidado de no emplear como alguacil a quien sea colérico, borracho, violento, charlatán, amigo de discusiones y pendencias, o procurarán que se enmienden, pues todos suelen ser unos pícaros redomados.


1 Véase infra el tratamiento de estas magistraturas: parágrafos 6.4.1; 6.4.2; 6.4.3; y 6.4.4 de la Parte II.