ESTUDIO ECONÓMICO SOBRE EL TRATADO DE IBN ABDÚN

ESTUDIO ECONÓMICO SOBRE EL TRATADO DE IBN ABDÚN

Eduardo Escartín González (CV)
Universidad de Sevilla

El cadí

Las funciones de este cargo consistían en dirimir las disputas entre individuos, de modo que cesaran sus mutuas reclamaciones, tomando como fundamento la ley marcada en el Corán y en la Sunna, en la opinión de Ibn Jaldún (Muqaddimah, p. 423). Puesto que este autor, cuya familia procedía de Sevilla, pero de origen árabe yemení, es un historiador tunecino muy culto y muy enterado de todas estas cosas relacionadas con el mundo islámico 1, las informaciones que proporciona son de primerísima mano y cabales. Por eso conviene reproducir con alguna extensión sus manifestaciones sobre algunas instituciones. Ahora se ofrece lo que dice sobre el cadí y sus funciones (ib., pp 423 a 425):
En la primera etapa del Islam, los califas desempeñaban por sí mismos esta tarea no delegándola a persona alguna. El primero que confió estas funciones a otro fue Omar; [...].
Aunque los califas incluían las funciones de cadí en el número de sus atribuciones, las confiaban sin embargo a otros cuando se hallaban sobrecargados de ocupaciones. [...] por ello optaron por delegar la función instituida para solucionar los altercados que se suscitan entre las gentes. Además, procuraban aligerarse la carga, confiando esa tarea a otros, pero siempre a individuos allegados suyos, ya por lazos sanguíneos, ya por vínculos de clientela.
Los deberes de un cadí y las cualidades que debe poseer son bien conocidos: se les encuentra expuestos en los libros de derecho y particularmente en las obras que tratan de los principios de la administración temporal. Bajo el régimen califal, el cadí no tenía al principio más facultades que juzgar las disputas; mas iba adquiriendo gradualmente otras atribuciones, a medida que los negocios de la política mayor del imperio iban absorbiendo la atención de los califas y los soberanos temporales. Finalmente, acordóse anexar a su facultad de decidir entre particulares la ocupación en los asuntos de interés general para la comunidad musulmana; ya debía administrar los bienes de los dementes, los huérfanos, las quiebras, los mentecatos y otros interdictos; vigilar la ejecución de los testamentos y las fundaciones pías; casar a las huérfanas y las amas que quedan sin patrones, en el caso en que el cadí fuera de la escuela que tal prescribe; inspeccionar las calles y los edificios; vigilar la conducta de los testigos legales, de los síndicos y los apoderados, sirviéndose de la vía de “justificación y de improbación” para comprobar su moralidad y saber si son dignos de confianza. He ahí, pues, en qué consisten ahora las atribuciones de un cadí y las funciones que encierra su cargo.
El cadí, tenía, por lo general, un elevado prestigio debido a su imparcialidad, independencia, honradez y otras cualidades morales, lo mismo que los demás jueces de al-Andalus. Diversos cronistas han transmitido y ensalzado estas virtudes de los jueces musulmanes de Andalucía, gracias a las cuales el soberano podía descansar de la ardua tarea de juzgar. Sobre este particular, Sánchez-Albornoz (1946, Tomo I, pp. 168 y 169) nos transmite el siguiente suceso escrito por Ben Al-Qutiya en Iftitah al-Ándalus:
El emir Al-Hakam ben Hixam, [...]. Elegía para jueces a los más modestos y de mayor rectitud, y tenía un cadí, a quien por su honradez, abstinencia y modestia, había encomendado el conocimiento de todos los asuntos de sus vasallos. Se dice que el siguiente suceso fue el que más alta idea hizo concebir a Al-Hakam de él. Un sujeto de la cora de Jaén fue despojado violentamente de una esclava que poseía, por un recaudador de impuestos, quien luego que cesó en su cargo, procuró traspasar la muchacha a Al-Hakam. Cuando el despojado supo que se hallaba en poder de Al-Hakam, y tuvo noticia de la rectitud del cadí, y de la justicia de sus fallos, aun contra el emir o sus familiares, presentóse a él, y le refirió lo ocurrido. El cadí le exigió que presentase pruebas, y trajo testigos que declararon tener noticia de todo lo que había dicho y de la violencia cometida contra él, así como conocer de vista a la esclava. Previene la Sunna en este caso que se haga comparecer a la esclava, y, por tanto, el cadí pidió una audiencia a Al-Hakam, y cuando estuvo ante él, le dijo: «No puede haber cumplida justicia para el pueblo si no se somete también a ella el poderoso.» Refirióle el caso de la esclava, y le dio a elegir entre presentarla con arreglo a lo que la ley tradicional disponía, o relevarle del cargo de cadí. Al-Hakam le dijo:«Otra cosa hay mejor, y es comprarla de su legítimo dueño, dándole el precio que pida por ella»; mas el cadí le replicó: «Los testigos han venido de la cora de Jaén en demanda de justicia, y si cuando están ante tu alcázar les haces volver sin declarar el derecho que les asiste, acaso no faltará quien diga que vendió lo que no poseía, y que fue venta impuesta por fuerza, por lo cual no hay medio sino consentir en la presentación de la esclava, o nombrar a quien te plazca para que me sustituya.» Viendo Al-Hakam la firmeza de su resolución, mandó que sacasen la esclava del alcázar, a pesar de lo mucho que le agradaba. Los testigos declararon ser la misma que conocían, y el cadí pronunció su sentencia, devolviéndola a su dueño, al cual dijo: «Guárdate de venderla, como no sea en tu mismo país, para que las gentes, viendo como se les hace justicia, tengan confianza en sus denuncias y contratos.»
La muerte de este cadí causó a Al-Hakam grandísimo pesar. Dícese que una esclava suya, llamada Achab, refería lo siguiente: «Estaba yo con Al-Hakam la noche en que supo la muerte del cadí, y a medianoche eché de ver que había abandonado su lecho; salí a buscarle y le encontré de pie, orando en la antesala de la casa. Me senté detrás de él, e hizo una prosternación tan larga, que me dormí. Al despertar le encontré de la misma manera, y me volvió a vencer el sueño, hasta que él me despertó, porque ya rompía el alba. Entonces me acerqué a él, y le pregunté que asunto le había preocupado hasta el extremo de hacerle abandonar el lecho. «Un gravísimo asunto, dijo, y una gran desgracia. Yo descansaba de los negocios del pueblo por el cumplido desempeño del cadí que Alá me había deparado, y temiendo no acertar con un sucesor digno de él, he rogado a Alá que me conceda uno semejante, que sirva de intermediario entre el pueblo y yo.» Por la mañana llamó a sus visires, y les dijo:«Elegid persona apta para el desempeño del cargo de juez del pueblo, y en quien pueda yo descargar parte de las funciones relativas al conocimiento de los negocios.» Malik ben Abd Allah Al-Quraixi propuso a Muhammad ben Baxir, que había sido su secretario en Beja, por lo que sabía de su honradez y su modestia, que tenía experimentada. Agradó a Al-Hakam, y le nombró para el cargo indicado, en el cual procuró aventajar a todos sus predecesores en rectitud, modestia y templanza, sin dejar por eso su costumbre de vestir elegantemente.
Puesto que el único código que regía todas las actividades de la vida de los musulmanes era el Corán se acostumbraba elegir a los cadíes entre acendrados juristas versados en la ley canónica, que en al-Andalus se interpretaba según la escuela malikí. No obstante, como dice Lévi-Provençal (1957, p. 72):
Tales cualidades técnicas no eran las que necesariamente se le exigían, ya que parecían importar al príncipe y la opinión pública menos que sus virtudes morales. Raramente se convertía en cortesano, y, generalmente, seguía siendo un hombre sencillo, tanto en su nivel de vida como en su porte y en la manera de acoger a los litigantes. Sus características eran la dignidad, la rectitud y la integridad. El cadí andaluz era un musulmán modelo, que a veces lindaba con el ascetismo. Velaba celosamente por su independencia, y, entre quienes tenían el privilegio de andar cerca del soberano, nadie podía permitirse idénticas franqueza y libertad de lenguaje. Su nombramiento venía casi siempre impuesto al emir o al califa menos por intrigas de corte que por la voz pública, la cual también podía provocar su destitución. Rara vez era venal. Comúnmente no aceptaba el puesto sino después de haberlo rehusado varias veces y haber hecho falta toda la insistencia y la elocuencia persuasiva del soberano para vencer sus vacilaciones y sus escrúpulos. Sondeado para el cargo, persistía por mucho tiempo en no quererlo, y, luego de haberlo ejercido, el plazo que fuese, a regañadientes, pedía con insistencia en ser sustituido, para no seguir arriesgando su salvación en el otro mundo. En su propia opinión, el cadí recorría cotidianamente un camino lleno de peligros, y sabía que si cometía, aunque fuera de buena fe, la menor iniquidad, tendría que responder de ella ante el Creador. El cargo en sí mismo no constituía ninguna sinecura, pues teóricamente era gratuito, y, aunque se le fijase un sueldo –como ocurrió pronto en todo el mundo islámico– era posible que el cadí renunciara a él y prefiriera mantenerse con sólo sus recursos personales.
Como testimonio de lo que se acaba de decir se tiene el relato de Al-Jusani, que se encuentra en su obra Kitab Qudat Qurtuba, recogido por Sánchez-Albornoz (1946, Tomo I, p. 226):
Cuando Hixam I subió al trono, como califa, envió un emisario al cortijo donde se hallaba Musab ben Miran. El narrador recordaba que cuando el emisario llegó a casa de Musab, la mujer de éste se hallaba tejiendo en un telar, y que Musab estaba delante de su mujer preparándole los ovillos. Su mujer arregló con los dedos el telar, y, luego volviéndose a Musab, le dijo: «¿Rechazarás ahora el cargo de juez de Córdoba que te ofrece el monarca, como rehusaste aceptarlo cuando te lo ofreció su padre?», e inmediatamente continuó dando vueltas a los ovillos del telar. Cuando Musab se presentó ante Hixam I, le dijo éste: «Ya sé que a ti no te gustaba aceptar el cargo, por el carácter y costumbres que tenía mi padre. Tú conoces muy bien mi carácter.» Estas reflexiones, al pronto, no le decidieron a aceptar el cargo y volvió a rehusarlo; pero Hixam insistió con tal fuerza, que al fin aceptó. Musab solía predicar el sermón y dirigir los rezos en la aljama de Córdoba, cuando el monarca Hixam I se ausentaba de la capital.
Y este otro (ib. p. 228), procedente del mismo autor y obra recién referenciados, relativo al sevillano Yahya ben Maamar que ejerció de juez en Córdoba y, al cesar en su cargo, cuando uno de los ministros del soberano, que era amigo íntimo del juez, le envió a su hijo con varias acémilas y servidores para que cargasen en ellas su equipaje de regreso a Sevilla, el juez dijo al hijo del ministro:
–Entra, entra en mi casa y verás el bagaje que hay.
El hijo del ministro entró en la casa y se encontró con que el juez no tenía más muebles que una estera, una tinaja donde metía la harina, una escudilla o plato, un jarro para el agua, un vaso y la cama para acostarse.
El hijo del ministro le dijo:
–¿Dónde están los objetos que hemos de cargar?
  –Eso es todo lo que hay- replicó el juez.
Y dirigiéndose éste al mancebo que le servía de criado, dijo:
–Mira, esa harina repártela entre los pobres que haya por ahí fuera, y esa estera y esos cacharros manda a uno de esos hombres que han venido que los hagan pedazos.
El cadí también solía ser oído por el soberano como consejero y, en ocasiones, llegó a desempeñar simultáneamente el cargo de visir, cobrando la remuneración que le correspondía, o a realizar alguna misión de carácter político, como, en tiempos de Abd al-Rahman III al-Nasir, “el cadí Muhammad ibn Abi ‘Isa, que en varias ocasiones recibió el encargo de inspeccionar diversas posiciones musulmanas de la Frontera”, o, en tiempos de Hixam II, el cadí Muhammad ibn ‘Amr al-Bakrí, “que fue encargado por Almanzor de dirigir las negociaciones de tregua con los soberanos de la España cristiana”2 . No todos los cadíes obedecían al retrato que antes se ha dado de ellos. Algunos fueron ambiciosos, como el cadí sevillano Abū-l-Qāsim Mamad ibn ‘Abbād que, cuando los disturbios y la desintegración de la dinastía omeya a principios del siglo XI, inventó la superchería de falso Hixam II (el esterero de Calatrava) para alzarse con el poder en Sevilla dando origen a la dinastía de los abadíes de la Taifa sevillana. La crónica, que proviene de los Muluk al-Tawaif,según la transcripción de Sánchez-Albornoz (1946, Tomo II, pp. 18y 19), es la siguiente:
Después, cuando los cordobeses se sublevaron contra Al-Mustain, durante su segundo reinado, los sevillanos hicieron lo mismo en 414 [1023]. Fue delegado entonces del poder en Sevilla a tres de sus habitantes. Al cadí Mamad ben Abbad, al faquí Abu Abd Allah Al-Zubaidi y al visir Abu Mamad Abd Allah ben Maryam. Durante el día daban sus decretos y redactaban sus decisiones, que sellaban sus tres sellos. Al fin de la jornada los tres iban a ocuparse de sus asuntos personales.
Al-Mustain vino, sin embargo, a atacar Sevilla. Los habitantes no pudieron oponerle resistencia y le ofrecieron la paz mediante el pago de una importante suma. Y en las siguientes condiciones: se reconocería su soberanía mediante una proclama e invocando su nombre en la oración; y él no entraría en Sevilla y designaría para gobernarla a uno de sus generales. Al-Mustain aceptó las proposiciones, designó para el gobierno de Sevilla al cadí Mamad ben Abbad y le envió un diploma confiriéndole la autoridad amiral. Ben Abbad se convirtió así en el solo señor de Sevilla con asentimiento de la población. Ocurrieron estos sucesos en Xaban del año 414. No hizo nada para sacar de la sombra a sus antiguos colegas del triunvirato precedente.
En seguida Yahya ben Ali ben Hammad volvió su pensamiento hacia Sevilla y proyectó ejecutar a Ben Abbad y penetrar en la ciudad. Entonces Ben Abbad hizo traer a Al-Muayyad de Qalat Rabah (Calatrava) y le proclamó (califa): se ha dicho ya en qué circunstancias difíciles tuvo lugar tal proclamación, cuando se ha referido la historia de Hixam al-Muayyad.
Cuando entró en Sevilla, Hixam alojó con él en el palacio a Ben Abbad, que le saludó con el título de califa y fue su hachib (canciller) como Al-Mansur ben Abi Amir; y su hijo Ismail Imad Al-Dawla tuvo las mismas atribuciones que Al-Mudaffar Abd al-Malik, el hijo de Al-Mansur. Hixam al-Muayyad se instaló en Sevilla y se recitó allí la jutba en su nombre, así como también en la mayor parte de la provincia. Todas las ambiciones fueron así chasqueadas. Corría el año 426 [1035]. Se restableció la situación y renació la paz.
El cadí andalusí juzgaba las cuestiones relativas al estatuto personal y real en las que al menos uno de los afectados fuera particular de religión musulmana3 y los litigios de índole mobiliaria e inmobiliaria en los que una de las partes era el Estado. Así, solía entender de asuntos civiles, como “litigios relativos a testamentos, bienes de manos muertas, divorcios, declaraciones de incapacidad, repartos, sucesiones vacantes y administración de bienes de los ausentes, huérfanos e incapacitados.” (Lévi-Provençal, 1957, p. 73).
El cadí contaba en calidad de consejeros con expertos jurisconsultos, generalmente aspirantes a la judicatura, pero su cargo oficial no les impedía ejercer privadamente4 . El número de estos consejeros llamados faqih mushawar (o alfaquíes) variaba de dos a cuatro, aunque en algún caso raro podía haber uno, según las ciudades (Lévi-Provençal, 1957, p. 74).
Los juicios se celebraban en la curia del cadí. Ésta podía estar, según Lévi-Provençal (1957, p.75), en el domicilio del juez o en alguna dependencia de la mezquita mayor 5. Según los testimonios recogidos por Sánchez-Albornoz (1946), el lugar donde ejerce el juez, cuando se menciona alguno, es la mezquita. En el Tomo I, p. 216 se dice: “Entré en la mezquita donde éste se hallaba juzgando en medio de la gente”. O bien, en el mismo tomo p. 219 se recoge lo siguiente: “El juez está sentado en la mezquita; ésta es cédula de citación suya; y manda que te bajes para comparecer en su curia”.
En cuanto a las atribuciones extrajudiciales del cadí se encontraba la de dirigir la oración del viernes en la mezquita mayor y otras dos veces más al año, en las fiestas canónicas de la Ruptura del ayuno y de los Sacrificios. También, como ya se ha dicho, administraba el tesoro de las fundaciones pías (baít al-mal), y los bienes de manos muertas (waqf), así como supervisaba las herencias vacantes, cuya administración recaía en un curador de sucesiones vacantes (o sahib al-mawarith). Dado que el morir sin herederos legales no era un suceso infrecuente, el Estado se proclamaba heredero forzoso en esos casos, y estaba interesado, obviamente, no sólo en intervenir como parte cuando ocurría tal circunstancia, sino en administrar los bienes procedentes de las sucesiones mortis causa. El cadí era quien tenía la competencia en materia sucesoria y, por lo tanto, en él recaía dictaminar el traspaso al Estado de los bienes cuya sucesión declaraba vacante. El curador de herencias administraba esos bienes e ingresaba las rentas que proporcionaban el Tesoro público, es decir, del Estado; así es que se trataba de una situación radicalmente distinta de los bienes de manos muertas y de los de las fundaciones pías, y sus respectivas rentas, que pertenecían a la comunidad de los musulmanes. En el derecho islámico, según Lévi-Provençal (1957, p. 86), herederos legítimos eran los “parientes agnaticios en línea paterna, o patronos, tratándose de libertos”, lo cual significaba que los alegatos de parentesco en línea materna quedaban excluidos de la sucesión. No obstante, El Corán (4, 8 y 12 a 15) no excluye a las mujeres de las herencias, aunque reciben menos que los varones. Entre titulares famosos del cargo de curador de herencias se encontraba Muhammad ibn abi-‘Amir, para el que fue nombrado en diciembre de 968 (Sánchez- Albornoz, 1946, Tomo I, p. 460), antes de llegar a ser el famoso Almanzor.
De los bienes constituidos en waqf (o «bienes de manos muertas»), Lévi-Provençal (1957, p. 77) dice que “tenemos una excelente definición perfectamente válida para la España musulmana de la época que tratamos”:
«En el rito malikí, el waqf es una fundación casi siempre perpetua y con fines religiosos, en la cual el propietario (o el soberano, si se trata de una propiedad pública) cede efectivamente en vida el usufructo de bienes muebles o inmuebles en beneficio inmediato o futuro de los pobres y de las obras pías. Los posesores intermedios podían ser terceras personas cualesquiera y sus herederos, en un orden fijado por el fundador. El procedimiento es cómodo, no sólo para asegurar recursos al culto y a los menesterosos, sino también para burlar la ley musulmana de sucesión, o para defender un patrimonio contra las confiscaciones que el poder público decretaba fácilmente».
Respecto a esta institución, Ibn Jaldún (Muqaddimah, p. 781) dice que quienes cedían los bienes al constituir los auqaf (plural de waqf) solían imponer la condición de que fueran sus descendientes partícipes en su administración o en el cobro de sus rentas. Nos ofrece también una información curiosa: en El Cairo se empleaban parte de las cuantiosas rentas de los auqaf en sufragar el mantenimiento de los estudiantes y el sueldo de los profesores; por eso acudían a esa ciudad numerosos estudiantes de todas partes.
Sobre donaciones de este tipo tenemos algún ejemplo por la recopilación de Sánchez-Albornoz (1946, Tomo I, p. 431) relativas al califa al-Hakam II, que proceden de al-Muqtabis de Ben Hayyan:
A mediados de Chumada I, legó, como manda pía, las tiendas de los silleros (guarnicioneros que hacen sillas de montar), sitas en la plaza del Mercado, para los maestros de religión, de antemano elegidos a fin de que enseñen a los hijos de pobres y desvalidos de Córdoba.
Los fondos del bait al-mal (o fundaciones pías), sigue informándonos Lévi-Provençal (ib., p. 77), se custodiaban en dependencias de la mezquita mayor bajo la responsabilidad exclusiva del cadí, que disponía de ellos libremente para gastos de utilidad pública, como socorros a los pobres, mantenimiento de las mezquitas, o pago al personal al servicio de las mismas. También dice que, aun refiriéndose a un periodo algo posterior al califato, “el jurista Ibn ‘Abdūn es quien con mayor detalle nos informa de este tesoro de las fundaciones pías, del cual también, en rigor, puede el cadí extraer sumas destinadas a ayudar al príncipe en una campaña contra los infieles o a restaurar una fortaleza fronteriza”. Estas ayudas del cadí al príncipe, que se recogen en el § 11 del Tratado de Ibn ‘Abdūn, son interpretadas por Rachel Arié (1982, p.96), atribuyendo la información a Ibn ‘Abdūn, de forma incomprensible, como que
el juez podía obligar al príncipe a depositar en el Tesoro de la comunidad las cantidades necesarias para ayudarle a organizar una expedición contra los infieles, para «restaurar alguna fortaleza en las Marcas de su territorio o para defender a los musulmanes contra el enemigo [cristiano]».
Para que cada cual se forme su propia idea, conviene transcribir literalmente las frases dentro de un contexto algo más amplio, y en cuanto a la que se refiere a este polémico asunto del citado párrafo §11, aunque según la traducción al castellano que se ha utilizado, dice así:
Si reunidas en el tesoro sumas importantes, el príncipe quisiese emprender alguna empresa meritoria, como organizar una campaña, reparar algún punto de la frontera o defender a los musulmanes contra el enemigo [cristiano], podrá el cadí entregarle del tesoro la cantidad que le parezca oportuna, en concepto de ayuda pecuniaria para mejorar la situación de los musulmanes, pues él es el responsable del empleo de los fondos.
En la mezquita de Córdoba, el emir al-Mundhir hijo de Muhammad I hizo construir la sala del tesoro para guardar “el dinero proveniente de las fundaciones piadosas, destinado a socorrer a los fieles”, según Sánchez-Albornoz (1946, Tomo I, p. 380). Esta sala fue saqueada por los propios musulmanes cordobeses, ante la negativa del cadí de dar dinero del tesoro de las fundaciones pías, para pagar la retirada de las tropas catalanas que asolaban la ciudad. Estos catalanes, que cometían toda clase de atropellos, habían entrado en Córdoba como mercenarios de una de las facciones en guerra civil, hacia el año 1010, durante el reinado del califa Muhammad II (ib., p.516). Poco después, en tiempos de Hixam II, para fomentar la lucha contra los beréberes, que asediaban Córdoba, y aprovechando que el ejército, en el que había eslavos, y el pueblo deseaban combatir a los odiados berberiscos, “el cadí ponía todo su empeño en ello, y prometió quinientos caballos de los bienes de las fundaciones pías para la infantería de los eslavos” (ib. p. 522).

1 Pues entre otras obras de historia escribió Historia de los bereberes, que por supuesto afecta a los que invadieron la Península Ibérica y luego se quedaron en ella.

2 Las dos citas proceden de Lévi-Provençal (1957, p. 73, nota 49 a pie de página).

3 Los particulares de otras religiones tenían sus propios jueces.

4 Pero Ibn Abdún propone en el § 8: “Ninguno de ellos deberá tener consulta en su casa”.

5 Ibn Abdún no dice dónde estaba la curia del cadí, pero da a entender que no se encontraba en la mezquita mayor, ya que en el § 8 dice: “Estos alfaquíes consejeros no deberán ser más de cuatro, dos en la curia del cadí y dos en la mezquita mayor”. Respecto al juez secundario dice en el § 16 que “no debe juzgar en su casa, sino en la mezquita mayor o en otro lugar designado al efecto.”