ANÁLISIS DE VALOR DE LA TRAZABILIDAD DE LOS PRODUCTOS CÁRNICOS ESPAÑOLES

José Ruiz Chico

CAPÍTULO III.-

MARCO DE DESARROLLO DE LA INVESTIGACIÓN.

1. GESTIÓN DEL VALOR Y DEL DESPILFARRO EN LA EMPRESA

 

La creación de valor es un objetivo que está ganando protagonismo en la gestión de empresas, muchas veces por encima de la maximización del beneficio (Rapallo (2002)). Es una cuestión que genera un interés creciente según Sánchez Pérez et al. (2005). De hecho, Berry y Yadav (1997) afirmaban que “es la motivación dominante de las decisiones de compra de los clientes”, reclamando así más atención.

De forma general, Porter (2003) define el valor como la cantidad que los compradores están dispuestos a pagar por los productos o servicios de una empresa. Más técnicamente, AECA (2001) lo define como las cualidades, atractivos y características del producto o servicio que son apreciadas por el cliente y que estimulan su deseo de tenerlo. Tiene manifestaciones muy diversas: información, status, etc… Porter (2003) lo define también como la suma de los beneficios percibidos que el cliente recibe (aspectos positivos) menos los costes satisfechos por él (aspectos negativos) al adquirir y usar un producto o servicio, siendo rentable cuando el valor creado excede al coste. El valor se puede ver así definido a partir de la calidad, a la que se incorporan beneficios y sacrificios adicionales percibidos por el cliente (Sánchez Pérez et al. (2005)).

Autores como Cartier (2006) destacan que los estudios sobre cadena de valor surgieron en las últimas décadas, sobre todo tras el trabajo de Michael Porter en 1985, sobre las causas y las estrategias de las ventajas competitivas de la empresa. Para este autor, la ventaja competitiva nace sobre todo del valor que una empresa crea para sus clientes. Así, la creación de valor parte de ofrecer beneficios similares a precios menores que los competidores, o beneficios exclusivos a un precio mayor. Su planteamiento critica los enfoques clásicos que tenían una visión estratégica interna, bastante inadecuada ya que termina demasiado temprano, sin profundizar en aspectos de los compradores y, a la vez, comienza tarde pues no integra a los proveedores. Por eso, no se debe confundir con el mero análisis de valor añadido, limitado al interior de la empresa (AECA (2001)).

Cartier (2006) comenta que este enfoque tiene su origen en la teoría subjetiva del valor de la escuela marginalista austriaca del XIX, que iniciaron las bases de los determinantes subjetivos del valor, razonando que el valor de un objeto está en el reconocimiento que cada individuo haga sobre su capacidad para cubrir una necesidad, a partir de la cual adquiere los productos que la satisfacen. Por eso, autores como Porter (2003) consideraron que una aproximación del valor de un bien podría ser su precio.

Sánchez Pérez et al. (2005) explican que la evolución hacia el valor frente a la calidad fue constante en los noventa. Destacan el cambio de valor por calidad, remitiéndose a Gale (1994), anunciando una modificación en las relaciones empresa/cliente. En 1997, el Marketing Science Institute reconoce el valor como una prioridad, y la AMA (2004) lo incorpora en 2004 a la definición de marketing.

La importancia estratégica del valor ha sido reconocida por varios investigadores en marketing. Gale (1994) propone la gestión del valor del cliente como un factor clave para el éxito. Otros autores como Anderson (1995) destacaron la creación de valor en las relaciones entre empresas, mientras que Heskett et al. (1997) estudiaron el vínculo entre valor percibido y rentabilidad, viendo una vía para lograr ventajas competitivas.

Fernández Fernández y Muñoz Rodríguez (1997) consideran que el valor se puede ver desde una doble perspectiva: interna, que lo ve como los costes estrictamente necesarios para fabricar el producto, y externa, referida al mercado y que se puede interpretar como todo coste que incremente el interés del cliente por el producto, valor basado en sus atributos y que depende de las actividades del proceso (AECA, (2001)). Así, las empresas deben conocerlo así como las actividades lo determinan.

Desde el punto de vista interno, Solana Alvarez (1999) explica que la clave está en que el producto se puede considerar integrado por materiales, componentes o subconjuntos utilizados por la empresa, añadiéndoles valor, por lo que el precio final es la suma de todo. Cada eslabón debe ser analizado, de modo que al sumar los procesos se consiga una eficiencia global mayor, maximizándolos y controlando los flujos entre sus agentes.

El concepto de valor debe fijarse desde el punto de vista del cliente (Johnson y Scholes (1996)), algo que no suele hacerse bien pues las empresas están lejos de ellos, separados por intermediarios que les desconectan del mercado. Además, en las empresas de servicios, se pueden formar un concepto no contrastado con sus clientes, que suele cambiar porque adquieren más experiencia o porque la competencia ofrece más valor por el mismo dinero. Así, el valor es una medida más relativa que absoluta.

El análisis de la cadena de valor se ha aceptado ampliamente como un método para descubrir cómo las actividades de una empresa refuerzan su ventaja competitiva. Al principio, este análisis se presentó como un análisis contable para analizar el beneficio de cada fase y establecer dónde podrían mejorarse los costes y/o la creación de valor. Michael Porter propuso en 1986 esta cadena como instrumento para localizar las fuentes de valor a través de sus actividades. De hecho, según AECA (2001), desde el momento en que dos empresas no compiten con las mismas actividades de valor, el análisis de su sistema de valor es el primer paso para estudiar su posición en el mercado.

1.1.1. Actividades de la cadena de valor.

El concepto de actividad es la base de la cadena de valor. Podemos añadir entonces varias definiciones de actividad, aunque todas con aspectos comunes:
-  Según Amat y Soldevila (2002), puede definirse como el conjunto de tareas con costes, orientadas a obtener un output y elevar así el valor añadido de la organización y satisfacer necesidades de los clientes. Tenemos aquí entonces el concepto de valor añadido, también recogido por autores como Castelló Taliani y Lizcano Álvarez (2003), quienes plantean las actividades como un conjunto de tareas o actuaciones que buscan la atribución, al menos a corto plazo, de un valor añadido a un objeto (producto o proceso).
-  Fernández Fernández y Muñoz Rodríguez (1997) definen las actividades en sentido amplio como aquellas actuaciones de la empresa para obtener un bien o servicio o ayudar a obtenerlo. Centrándose en la gestión estratégica, consideran que una actividad es el conjunto de tareas homogéneas, realizadas por personas, máquinas o instalaciones o por combinación de ellas.
-  El Institute of Management Accountants (2006) las considera como “procesos que requieren un trabajo particular necesario para la empresa”.
-  Tirado (2003) añade que serían un conjunto de tareas homogéneas con una misma finalidad y que consumen unos recursos o inputs, para producir unos outputs que satisfacen a un cliente interno o externo de la empresa.

Sáez Torrecilla et al (1993) explican que este concepto no se asocia con ningún proceso concreto, sino que forma parte de ellos. Grijalva et al (2002) definen proceso como “cualquier actividad o grupo de actividades relacionadas, mediante las cuales se agrega valor a unas entradas (materiales o inmateriales) y, de esta forma se suministran productos, servicios e información a un cliente externo o interno a la empresa”.

El concepto de cadena de valor (Porter (2003)) divide la actividad de una empresa en actividades física, económica y tecnológicamente distintas, denominadas “actividades creadoras de valor”, por las cuales, secuencialmente, se obtiene un producto o servicio utilizando inputs, recursos humanos e información (AECA (2001)). Navas López y Guerras Martín (2002) consideran que cada una añade valor al producto final, radicando en ellas la ventaja competitiva, desempeñándolas mejor que la competencia. Así, hay que analizarlas desde el punto de vista del cliente (Cronin et al (2000)), y mejorar así su satisfacción e incrementar la competitividad y el resultado, partiendo de la idea de que su valor percibido no depende de los costes incurridos por el fabricante. AECA (2001) añade que el sistema de valor debe descomponerse en distintas actividades estratégicas, sobre todo si tienen economías diferentes, son posibles fuentes de ventaja para la empresa o representan una parte importante o creciente del coste de la actividad genérica (Navas López y Guerras Martín (2002)).

Las actividades se pueden clasificar atendiendo a diversos criterios:

Porter (2003) define la cadena de valor de una empresa como un sistema de actividades interdependientes, que se vinculan mediante enlaces o eslabones. La cadena de valor identifica unas actividades estratégicas en la empresa, a través de las que se puede generar valor para los clientes.
Estas actividades se clasifican en cinco primarias y cuatro de apoyo, según si el cliente percibe directamente el valor aportado o lo hace de forma indirecta (AECA (2001)). Las actividades primarias se relacionan con acciones de la empresa para satisfacer la demanda externa, siendo fundamentales para que la empresa sea operativa. Serían:

Las actividades secundarias o de apoyo se ejecutan para atender las necesidades de los clientes y para garantizar la realización eficiente de las actividades primarias, si bien también pueden ser sustanciales para la organización. Las actividades de apoyo serían:

Por último, tenemos el margen, que es la diferencia entre el valor total y el coste de desempeñar las actividades de valor.

Para Porter (2003), toda actividad de valor tiene un componente físico, que comprende las tareas físicas necesarias para realizarla, y otro de tratamiento de la información, que supone el proceso de captación, tratamiento y transmisión de la información necesaria para la actividad, componente que se puede encuadrar dentro del ámbito de la trazabilidad. Estos componentes pueden ser simples o complejos, combinándose de forma diferente según la actividad. Así, por ejemplo, el tratamiento de metales exige más trabajo físico, mientras que con la tramitación de reclamaciones ocurre lo contrario.

Navas López y Guerras Martín (2002) explican que el objetivo último de la cadena de valor es optimizarlo, maximizando su creación para el cliente mientras se minimizan los costes e identificando las actividades que pudieran aportar una ventaja competitiva. En este contexto, AECA (2001) considera indispensable el análisis de la cadena de valor para determinar dónde puede ser mejorada la calidad o bien pueden reducirse los costes.

 

El éxito de la empresa depende de cómo realiza cada departamento sus tareas, y cómo coordinan las actividades entre ellos. Los departamentos suelen actuar olvidando este principio, buscando optimizar sus intereses particulares y no los generales. Por eso, Johnson y Scholes (1996) consideran que el origen de la ventaja competitiva de las organizaciones está tanto en sus actividades de valor como en su vínculo entre ellas.

Para Porter (2003), dos actividades son interdependientes cuando la forma en que se realiza una afecta a la productividad o al coste de otra. Los vínculos suelen reflejar los intercambios entre ellas para mejorar el resultado general. AECA (2001) explica que este análisis implica identificar y explotar todos esos eslabones para fortalecer la posición competitiva. Su gestión adecuada suele ser un buen instrumento para alcanzar la ventaja competitiva, por la dificultad que tienen los competidores para captarlos. No obstante, suelen ser tan sutiles que se pasan por alto, con una gestión más compleja que la de las actividades de valor. Los más claros suelen vincular las actividades de apoyo y las primarias (Por ej, el diseño del producto suele afectar a su coste de fabricación), mientras que los más sutiles vinculan las actividades primarias (Por ej, la inspección de las entradas puede reducir el coste de calidad). Los eslabones entre actividades de diferentes categorías son los más difíciles de reconocer.

 

Hay que tener presente que aparte de los vínculos internos, hay otros externos en la cadena de valor, recientemente estudiados por Briz et al (2010). Según Johnson y Scholes (1996), casi nunca una sola organización realiza todas las actividades del valor siendo habitual una especialización de funciones y cualquier empresa forma parte de un sistema más amplio que debe ser visto en su totalidad. Por ejemplo, la calidad de un embutido depende del fabricante, de la materia prima y del trabajo de los distribuidores.

Según AECA (2001), estos vínculos externos describen las relaciones con sus proveedores y sus clientes, enfatizando que se debe conocer todo el sistema de valor y no sólo una fracción, siendo análogos a los internos (Navas López y Guerras Martín (2002)). Un enfoque externo es necesario para tener una efectiva gestión estratégica. Las empresas no pueden ignorar sus vínculos con el resto, ya que las actividades de los demás pueden afectar a su coste o a su desempeño de nuestra empresa (y viceversa).

En este contexto, AECA (2001) explica que las organizaciones se vinculan entre sí de modo que cada una efectúa una parte de las actividades para satisfacer las necesidades del cliente final. Por este motivo, Porter (2003) extendió la noción de cadena de valor al sistema de valor, que considera que la empresa está dentro de un conjunto complejo de actividades relacionadas entre sí y realizadas por muchas empresas diferentes, siendo muy importante ya que la capacidad de proporcionar valor depende tanto de sus actividades internas como externas. La empresa debe conocer así la interacción existente de sus actividades con las de las demás, valorando hasta qué punto se optimiza en el sistema completo (Johnson y Scholes (1996)). De hecho, se puede reducir el coste global o aumentar el valor mediante acuerdos entre distintas organizaciones del sistema.

En definitiva, estos vínculos externos podrían clasificarse como:

Por todo esto, una empresa debe identificar su posición relativa en la cadena de la industria, ya que una evaluación de cada fase puede ofrecer informaciones relevantes.

Especialmente importante en este apartado es el tema de las ineficiencias. Solana Alvarez (1999) explica que el valor añadido incluye aspectos negativos como las ineficacias e ineficiencias: reprocesos, mala calidad, desperdicios, actividades superfluas, etc... Las ineficiencias se van acumulando, pues los inputs llevan incluidas ya las ineficiencias de su fabricante y, por lo tanto, deben ser gestionadas. Por eso, la empresa debe estar preocupada por el resto del sistema de valor.


Otros autores destacables fueron Kashyap y Bojanic (2000) y Tocquer y Langlois (1992).

Por ejemplo, Dodds et al (1991), Heskett et al, (1997), Day (1999) y Holbrook (1999).

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