BREVE HISTORIA DE LAS IDEAS ECONÓMICAS

Guillermo Luis Luciano

El letargo medieval


                                    
El mundo romano finalmente colapsó; la energía militar aglutinante respaldada en la mística racial se disolvió imperceptiblemente, entre otros motivos por acción del catalizador moral propuesto por el Cristianismo.
Cada pequeño territorio se vio obligado a asumir su propio control y defensa ante el debilitamiento y finalmente disolución del poder central de Roma.
Una nueva utopía comenzó a organizar el pensamiento y a resolver las  inseguridades de cada uno de estos nuevos centros de autonomía política.
Como decíamos anteriormente, las cosas cambian en parte y en parte siguen igual, el mundo ya no será el mismo pero no se percibirá como tan distinto por la continuidad del discurso histórico, ahora preñado por la concepción moral y el mensaje religioso instalado por el cristianismo.
La enorme maquinaria política, militar, de comunicaciones, etc. del imperio fue finalmente reemplazada por pequeñas autonomías.
El gran ejército que fue la base del sistema imperial se desarticuló y su lugar lo tomaron pequeños sistemas de defensa locales.
El único denominador común entre los distintos territorios pasa a ser la doctrina religiosa y los centros de administración del conocimiento pasaron a ser las entidades monásticas.
La Iglesia Católica que durante los primeros años de la era Cristiana estaba regida por la clandestinidad de las catacumbas deja de estar sumergida en la reserva y la persecución para ocupar un rol cada vez más destacado en la organización social.
El otrora fluido comercio que circulaba por las vías romanas a lo largo y a lo ancho de Europa pasa a verse cada vez más limitado por la inseguridad, al desaparecer el control del ejército imperial y aparecer los salteadores de caminos;  las regulaciones regionales, impuestos y trabas al comercio que cada Feudo o porción en la que se había dividido el imperio imponen a la circulación de mercaderías.
El intercambio cultural, consecuencia inevitable de la permanente circulación de ejércitos y mercaderías, languidece en un progresivo estancamiento por la nueva realidad geopolítica.
El paganismo romano, con su pragmatismo religioso que los llevaba a adoptar los dioses de los pueblos conquistados como propios y a utilizar los bienes culturales saqueados desprejuiciadamente, poco a poco se fueron transformando en una organización rígida, basada en el monoteísmo cristiano.   
Al igual que en otras sociedades y culturas, la rigidez del dogma reemplazó la flexibilidad de las creencias multiculturales, porque un esquema de pensamiento cerrado, garantizaba la reproducción del modo social, mientras que la diversidad, a los ojos de quienes detentaban el poder, lo ponía en peligro.
Estancada por un lado por la falta de acceso a los bienes culturales y científicos que antes, durante el imperio se le ofrecían naturalmente.
Por el férreo control que pasa a ejercer sobre la organización social, la otrora   clandestina y ahora omnipresente estructura religiosa.
Del pragmatismo romano que priorizaba el conocimiento en función de las necesidades técnicas de su ejército y de su desprejuicio cultural que le permitía rápidamente ajustar sus códigos de conducta a los valores regionales de los pueblos conquistados, se pasa a la rigidez de los valores del catolicismo, que no eran permeables al conocimiento práctico por el temor a poner en riesgo el dogma, y esta actitud comienza a gobernar todos los actos cotidianos.
De alguna manera, cuando vemos las ruinas romanas a lo largo y lo ancho de Europa, advertimos que sus soldados pasaban a  ser los habitantes vip de los lugares que conquistaban.
La infraestructura que desarrollaban para vivir, los acueductos que alimentaban sus baños públicos, que en esos tiempos eran una conjunto de costumbres tan sofisticadas, que estaba más allá del lujo siquiera imaginado por los pueblos sometidos.
De estas realidades rayanas en lo extravagante poco a poco se vuelve a las vidas aldeanas.
El discurso social que se impone es el mandato moral que propone el catolicismo.
El conocimiento que deja de ser una oportunidad al servicio del poder político a través de los instrumentos que ofrece a la maquinaria militar, será a partir de ahora una constante reivindicación herética severamente controlada por la dominante estructura religiosa.
Los caminos ya no llevan a Roma, ahora las otrora modernísimas vías romanas son senderos maltrechos que no conducen a ningún lado y en todo caso recorrerlos es una más que peligrosa aventura solo encarada por los individuos expulsados de la estructura social formal: los comerciantes, que además de sufrir el repudio y desprecio de los nobles y los religiosos, eran victimas permanentes de toda clase de atropellos.
El  nuevo rol del conocimiento, ahora subversivo para el nuevo poder, lo confina a ser controlado  por  la institución religiosa, y pasa a estar  subordinado al nuevo paradigma de la sociedad: el acceso a la vida eterna.
La salvación del alma es el eje del discurso social, y las estrategias que la posibilitan incluyen prosaicas prácticas palaciegas similares a las de cualquier corte imperial.
Pero como ya hemos visto la historia no vuelve sino que se recrea en nuevos meandros, síntesis de los saberes pasados y las nuevas perspectivas.
El pensamiento inaugurado por los  filósofos griegos, deslumbra también a los sabios del catolicismo quienes adoptan sus categorías y estructuras racionales reacomodándolas al paradigma ético de la  doctrina, tal cual ellos la interpretan. 
Los sabios religiosos, Oresme, San Agustín y principalmente Santo Tomás de Aquino ajustan ambos discursos y nace la Teología Católica, como una cosmovisión Aristotélico – Tomista.
Una compleja explicación de la correcta forma de la organización social humana es lanzada desde este cuerpo doctrinal.
Se inaugura la era del iusnaturalismo que establece que: así como existe un orden en la naturaleza que explica los hechos del mundo físico, al que el hombre accede a través de la ciencia existe un orden natural en la organización de las cosas que no es tan evidente y que  nos es revelado por la doctrina a cuyos designios debe ajustarse la acción de los hombres para alcanzar la salvación.
Pero volviendo a nuestros interrogantes iniciales, ¿como resuelve ahora el hombre lo forma de producir y distribuir los bienes?
La esclavitud ha quedado deslegitimada por el mensaje de Jesús, nadie que adopta la doctrina cristiana la aceptará porque está fundada en el ahora antivalor que admitían las culturas antiguas que establecía que había hombres que nacían para ser libres y otros, la mayoría, para ser esclavos. 
La distribución de los roles y los bienes ya nos es un simple y obvio arbitrio de quien controla el poder, ahora es un complejo laberinto donde la palabra justicia (entendida según la óptica de los pastores católicos) guía las acciones.
Santo Tomás de Aquino (1226-1274) establece que para la doctrina de Jesús, la economía estaba reglamentada por la justicia y fundamentada en la propiedad privada y el intercambio.
El concepto del cambio justo se instala en el centro del debate teológico la idea Tomista esta fundada en la equivalencia de sus términos, de ahí que durante siglos los términos “desiguales” que eran la base del comercio, o sea comprar algo a un precio y venderlo a uno mayor, para obtener ganancia, estuviera expresamente condenado por la Iglesia.   
Así también el interés por el dinero, dado que este último es estéril e incapaz de generar riqueza alguna, mal le vale al que presta una suma de dinero pretender una suma mayor por ello en devolución.
El pensamiento de Santo Tomás liga claramente la ética a la distribución: ésta tiene que ver estrictamente con la justicia. 

      
La distribución de los bienes comunes a los particulares deberá verificarse equitativamente considerando diversos factores, tales como los méritos, dignidad y necesidades de las personas: “méritos respecto de la comunidad, dignidad o puesto que ocupan en ella, necesidades que deben ser atendidas socialmente
Los bienes materiales deben, entonces, distribuirse en proporción a las necesidades de las personas o grupos humanos. Ahora bien; servida que sea esta primordial exigencia, será lícito atender al rango y la cuantía de las aportaciones al bien común para determinar la medida en que deben participar las personas, en esos bienes.

Pero esta concepción no será tan fácil de administrar en términos históricos, ¿Quien decide qué es lo justo? ¿Quién mide la dignidad relativa entre las personas? y ¿Quien no esta facultado para decidirlo?, ¿Quién decide cuáles son los bienes necesarios para los distintos grupos y personas?, etc.
La institución eclesiástica es la que se encarga de las respuestas, pero no una iglesia angelical, espiritual, imbuida del mensaje primigenio de Jesucristo, sino una iglesia terrenal, que administra el poder, que es la mayor poseedora de bienes materiales y que por añadidura  es la depositaria de los saberes colectivos a los que administra en función de su concepto del bien natural, que es en realidad el orden moral que deciden los clérigos y que llevó al Apocalipsis de la Inquisición, una de las cumbres del horror humano.
Hagamos nuevamente, un salto retrospectivo en el tiempo, salgamos por un momento del monasterio y vayamos al campo a ver cómo se producen los bienes sociales por antonomasia, o sea los alimentos.                              
Agricultores que roturan la tierra con rudimentarias herramientas con el lomo doblado sobre los surcos,  vestidos con andrajos, y unidos al terreno que deben cultivar por  irrenunciables vínculos que determina estrictamente la  ley natural.
No son hombres libres, tampoco esclavos a la usanza romana: son siervos de la gleba, con arreglo a las leyes medievales, un campesino no era dueño de sí mismo.        
Todo, incluida la tierra que trabajaba, sus animales, su casa, la virginidad de su futura esposa (ley de pernada) y hasta su comida, pertenecía al señor del feudo.
 Conocidos como siervos de la gleba, los campesinos estaban obligados a trabajar para sus amos quienes les concedían a cambio una mínima parcela de tierra para cultivo propio,  sus vidas estaban llenas de penurias, pocos se afanaban para producir alimentos suficientes para sus familias y para cumplir con su señor.
Les estaba prohibido marcharse del feudo sin permiso, y para un campesino, la única manera de obtener la libertad era ahorrar el dinero necesario para comprar un lote de tierras, o casándose con una persona libre.
En la Europa medieval, más del 90% de la población vivía en el  campo y trabajaba la tierra, los cultivos  y  la cría del ganado  absorbían toda la jornada,  los métodos eran anticuados y no muy eficaces, las tierras de cultivo alrededor de una aldea se dividían en tres grandes lotes, según su calidad: aptas para trigo, centeneras y medio centeneras.
A los campesinos se les asignaban pequeñas parcelas en cada lote, de manera que las tierras buenas y malas quedaran equitativamente repartidas, sembraban y cosechaban sus parcelas propias, pero también servían en las tierras de sus señores cultivando sus  campos, cosechando sus cereales y emparvando el heno de sus amos.
 Una cosecha mala era una amenaza de penurias extremas para los ciervos.
 La comida en la Edad Media variaba, como siempre, con arreglo a sus medios.
 Los nobles pudientes podían permitirse una gran variedad de alimentos, incluyendo los frutos secos, las almendras y las especias asiáticas, productos muy caros.
La gente común comía un pan moreno y tosco hecho con un poco de trigo, centeno o avena, verduras de huerta, y  pocas veces carne, en especial de cerdo, de sus existencias caseras.
 ¡Paradojas del destino de los hombres!  hoy en día a través de quienes estudian la nutrición humana sabemos que dieta por dieta era mucho más saludable la que ingerían los pobres, rica en fibras y vitaminas y pobre en azucares, hidratos de carbono refinados y grasas saturadas, que acrecentaba la panza de sus señores

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