BREVE HISTORIA DE LAS IDEAS ECONÓMICAS

Guillermo Luis Luciano

De los clérigos a los comerciantes

Hablar de oscuridad y luz para referirse al medioevo tiene una inevitable carga de agravio que asumen quienes adoptan la perspectiva iusnaturalista de la historia, pero es una alegoría inevitable a vista de los sucesos considerados.
Que el comercio era una actividad execrada por las buenas mentes de la sociedad nos puede parecer inverosímil a esta altura del desarrollo de la economía de mercado.
En la era de los shoppings y de los hipermercados; de los Ministerios de Comercio  y los tratados de comercio internacional hablar de la falta de legitimidad de la actividad comercial, más que a un anacronismo risueño nos suena a mentira.
Es muy interesante ver en forma sucinta la evolución de la actividad comercial y su influencia en la evolución histórica del período que estamos considerando.
Como decíamos en el capitulo anterior, rotos los hilos conductores establecidos por los romanos la interrelación entre los distantes territorios del ahora desaparecido imperio había quedado en manos de quienes no tenían otro espacio social para desarrollar su vida.
En aquellos años dedicarse al comercio era asumir la peor de las ocupaciones, era una actividad que solo ejercían parias, desplazados, exiliados.
Ya los griegos sabían que peor que condenar a muerte a alguien era condenarlo al ostracismo, no había peor destino que alejarse de su pueblo, de su cultura, de sus afectos y de su consideración social.     
Pero al menos quienes sufrían esta condena tenían la remota esperanza de iniciar una nueva historia y recuperar de algún modo los valores perdidos.
Los comerciantes en cambio no tenían esta posibilidad, al estar permanentemente en territorios ajenos, expuestos a toda clase de avatares peligros, vejámenes y humillaciones, ni siquiera cuando llegaban a las pequeñas ciudades medievales a ejercer sus destrezas mercantiles eran aliviados de esa carga: tenían que acampar extramuros, del otro lado de las defensas, condenados siempre a vivir en peligro.
Sin embargo en el transcurso de los siglos, la propia naturaleza de su actividad los hizo ir lentamente conformando y acumulando lo que finalmente sería el paradigma del modelo social que sucedería al orden medieval: la riqueza.
Los campesinos, generación tras generación, solo eran estimulados a producir su subsistencia, carentes de ningún incentivo para  acumular, porque inexorablemente eran expoliados por los señores a los que servían.
Mientras tanto los señores feudales permanecían muy entretenidos en ejercer sus privilegios, como los juegos cortesanos o el derecho de pernada y en explotar a sus siervos para poder financiar sus ocios y los de sus cortes.    
Los comerciantes iban poco a poco generando los excedentes económicos básicamente en forma de metales y piedras preciosas que finalmente le otorgarían el control social.
El vehículo de esta dramática transformación en la consideración pública fue que el sostenimiento de los privilegios cortesanos exigía a los señores feudales contar con ejércitos que  les permitiesen defenderse de  las pretensiones sobre sus territorios de sus vecinos o avanzar ellos mismos sobre tierras y riquezas aledañas a sus feudos,
y para tener ejércitos se necesitaba dinero destinado a pagar salarios a los soldados mercenarios.
Además  para entretenerlos en los interregnos de paz, en la ejercitación de sus virtudes militares, practicando las vistosas artes de la esgrima y la caballería en el ocio cortesano, y por supuesto para dotarlos de pertrechos, armaduras, caballería etc.
Entonces a la hora de financiarse: ¿dónde concurrían los señores feudales a buscar auxilio? 
Acertó: a las tiendas de los comerciantes que eran los únicos que se ocupaban de las prosaicas y heréticas artes de acumular riquezas, las dos partes tenían algo para dar y algo para recibir.
Los señores feudales otorgaban privilegios y exclusividades comerciales en los territorios que poseían, y recibían el ansiado financiamiento, los mercaderes prestaban recursos financieros y recibían privilegios comerciales (que significaban más ganancias), en retribución por sus servicios.
Las grandes autopistas de la era medieval eran los ríos y los mares;  las unidades de transporte que permitían las vías fluviales y marítimas eran significativamente más eficientes  que las que posibilitaban las maltrechas carreteras medievales, además de permitir a través del mar Mediterráneo alcanzar los objetos de supremo deseo de aquella época que eran las exóticas mercaderías que venían de Oriente.
Cuando mayor era el porte de las embarcaciones y más eficaces sus sistemas de navegación mayor era la ganancia obtenida por sus propietarios.
Una pequeña escuna capaz de transportar algunas pocas toneladas en un viaje que le llevaba varias semanas hasta las costas del cercano oriente, rendía menos beneficios que una gran carabela que podía llevar varias veces esa carga en el menor tiempo, cuanto mas cantidad era la mercadería transportada, y más rápidos los viajes: más ganancias.    
Esta nueva clase social no tenía prejuicios al respecto, y viendo algunas de sus opiniones, que quedaron registradas, verificamos el cambio moral que iba ocurriendo hacia el fin de la edad media.
Es famosa la alocución de Cristóbal Colón a los Reyes de España reclamándoles fondos para su epopeya oceánica:

 

(.....)21 “Vosotros sabéis Vuestras Majestades que las riquezas todo lo pueden, con ellas se compra la dignidad, el poder, la felicidad e incluso hasta lugares en el cielo “
(…)“que de todas y cualesquiera mercaderías, siquiera sean perlas, piedras preciosas, oro, plata, especiería y otras cualesquiera cosas y mercaderías de cualquier especie, nombre y manera que sean, que se compraren, trocaren, hallaren, ganaren y hubieren dentro de los límites de dicho Almirantazgo, que desde ahora Vuestras Altezas hacen merced al dicho don Cristóbal, y quieren que haya y lleve para sí la decena parte de todo ello, quitadas las costas todas que se hicieren en ello, por manera que de lo que quedare limpio y libre haya y tome la dicha décima parte para sí mismo, y haga de ello a su voluntad, quedando las otras nueve partes para Vuestras Altezas”.
 “...que en todos los navíos que se armaren para el dicho trato y negociación, cada y cuando, y cuántas veces se armaren, que pueda el dicho don Cristóbal Colón si quisiere contribuir y pagar la ochena parte de todo lo que se gastare en el armazón, y que también haya y lleve del provecho la ochena parte de lo que resultare de la tal armada”.

Obviamente, detrás del supremo objetivo de obtener riquezas, todas las facilidades que permitían aumentar las cargas y disminuir los tiempos de cada travesía eran bienvenidas.
Mientras la Iglesia Católica, a través del Santo Oficio obligaba a  Galileo a afirmar que la Tierra era el centro del Universo,  congelando toda posibilidad de avance en el conocimiento científico, a los mercaderes les importaba muy poco que la tierra fuera cuadrada, redonda o alargada; lo único que les interesaba era adquirir conocimientos que les permitiesen obtener más riquezas.
La nueva clase social en ascenso, se afanaba por adquirirlo aunque con más prosaicos fines.
Los libros solo podían replicarse manualmente en forma artesanal y los únicos que tenían medios, cultura  y tiempo para hacer esta tarea eran los monjes, entonces los monasterios se erigían en eficaces administradores del conocimiento: aquellos libros que contenían información contraria a lo que la iglesia consideraba el orden natural, eran bloqueados al acceso público e incluidos en el Index de los libros prohibidos.
Pero no eran los únicos que se valían del conocimiento para acumular poder: un buen cartógrafo capaz de confeccionar un mapa confiable, era más valioso para un mercader que un Obispo que intermediara su acceso al reino de los cielos01.            
Y esta apreciada posibilidad alcanzaba todos los conocimientos científicos que se apartaran de los saberes ancestrales, en tanto y en cuanto pudieran ser útiles en el desarrollo de las estrategias comerciales.
Un herrero alemán, Johannes Gensfleisch zur Laden zum Gutenberg, hoy simplemente recordado como Gutemberg para beneficio de los estudiantes actuales, inventó la imprenta de tipos móviles y derribó de un mandoble, con la espada de su genio, el monopolio que había tenido la Iglesia sobre los libros, que hasta entonces solo podían ser reproducidos en forma manuscrita por los monjes recluidos en monasterios y avocados totalmente a ese menester.
La imprenta, puso rápidamente los libros al alcance de los laicos, que ansiosos, los indagaban, terminando con el milenario monopolio del conocimiento, que había administrado la Iglesia Católica durante el largo período medieval.
La avidez que tenía la sociedad por el conocimiento, liquidó lo que quedaba del orden  moral medieval.
Los barones del comercio, ahora liberados del estigma moral de la riqueza, acumulaban inmensas fortunas que les permitían construir palacios, tener sus propios ejércitos y multitudes de cortesanos sirviéndolos, y los artistas mas notables de su tiempo decorándolos
Apropiándose  del poder sobre las cosas terrenales opacando incluso los privilegios que conservaban algunos señores feudales.
Las dinastías comerciales italianas eran tan poderosas, que incluso no dudaban, si convenía a sus designios, tomar por asalto instituciones como la Iglesia Católica.
Ubicando como Papas a miembros de su propia familia, caracterizados no precisamente por sus costumbres virtuosas y austeras.
De aquellos modestos marginales que eran los primeros mercaderes a estos príncipes del comercio que eran capaces de costearse ejércitos y flotas y construir para su disfrute ciudades maravillosas como Venecia habían transcurrido más de mil años.     
Pero seguramente ellos consideraban que había valido la pena. 
Max Weber22  en su monumental obra sobre la ética protestante nos ilustra magistralmente sobre el ascenso y la consagración de esta nueva clase social:

 

“… Esta entrega a la “profesión” con afán de enriquecimiento es necesario al orden económico capitalista: él requiere de esta especie de comportamiento para con los bienes externos
……., ya no es necesario tomar como punto de apoyo la aprobación de un poder religioso, y juzga todo influjo perceptible sobre la vida económica de las normas eclesiásticas o del Estado, como un impedimento.         La “concepción del mundo” marcha determinada por la suerte de los intereses político-comerciales y sociales……. Y de igual modo como pudo romper las cadenas que lo sujetaban a las viejas formas de la constitución económica del medioevo, apoyado en el poder incipiente del Estado moderno, así pudo haber ocurrido (diremos de paso) en sus relaciones con los poderes eclesiásticos………….
        Los capitalistas leales a la tradición eclesiástica eran en su actividad un tanto indiferentes a la ética en el mejor de los casos, un tanto aceptables, si bien arriesgaban, de manera concluyente, el logro de la bienaventuranza, ya que podía inducir, de un momento a otro, al conflicto con el veto eclesiástico del préstamo a interés: como queda comprobado, por fuentes fidedignas, que cuantiosas sumas eran transferidas, a la muerte de las personas ricas (como “dinero de conciencia”), a la instituciones eclesiásticas, salvo determinados casos en que pasaban a los antiguos deudores en calidad de “usura” injustamente ejercida con ellos.

La ruptura de la ética medieval  que condenaba la acumulación de riquezas como móvil de la existencia no era suficiente para las nuevas clases entronizadas en el control social.
La historia de la organización social humana nos muestra que cuando un nuevo grupo social se encarama en su cúspide dos son los mandatos esenciales que debe cumplir: el primero, legitimar su autoridad con una construcción filosófica que lo valide, y el segundo el diseño de mecanismos que lo reproduzcan y perpetúen.
Para los barones del comercio instalados en el poder en esta Nueva Era se hizo entonces necesaria la inauguración de un nuevo discurso social que legitimáse sus instrumentos de ascenso social y de control político.
Los límites de la concepción católica de la riqueza establecida por los sabios Tomistas, se hacen evidentes.
Aseveraciones como: Nummus non parit Nummus o sea El dinero no engendra dinero establecidas por el discurso Aristotélico – Tomista, son absolutamente incómodas para los nuevos poderosos, y además  han perdido consenso en general en la sociedad.
La codicia se ha instalado y vino para quedarse.     
Ya nadie esta dispuesto a aceptar una doctrina que condene la tasa de interés.
Una nueva concepción se asoma en el horizonte: hacer dinero y acumular riquezas ahora no es pecado.
Muy por el contrario, el progreso económico individual implica necesariamente el progreso del conjunto, la prosperidad económica significa colaboración con el plan divino, la ética individualista se instala en el discurso religioso 
Salva Alma  es el nuevo imperativo del discurso religioso que reemplaza el originario  Amaos los Unos a los otro  con un postulado individualista que marca los nuevos tiempos y la nueva moral, instalando la ética del individualismo a ultranza, aún en lo más íntimo del discurso religioso.                               
Pero esta reelaboración conceptual necesariamente implica una ruptura y también nuevos profetas.    
El Cisma Protestante parte en dos el universo Cristiano y un nuevo pastor inicia el camino de la  satisfacción ética a las nuevas clases sociales: Lutero.
Aunque es el Calvinismo con su doctrina de la predestinación y  la consiguiente interpretación del éxito económico como garantía de la gracia divina, la doctrina que termina de instalar la nueva moral, que es rápidamente llevada a la cúspide por quienes encaran los nuevos paradigmas.
La nueva concepción de la ética es dictada por los prototipos sociales que trae el recién inaugurado modo de producción: Benjamín Franklin, que había nacido casi un siglo antes que A.Smith publica su tratado sobre el origen de la prosperidad de los pueblos proponiendo mucho antes que Alfred Marshall los valores que serían las verdades reveladas del nuevo evangelio social:   el tiempo es dinero, el crédito es dinero,  el dinero es fértil y reproductivo.
¡Cuanto había cambiado el mundo!  La nueva moral social se fundaba en los antivalores del mundo medieval, y Franklin no solo ya no corría el riesgo de terminar sus días en una hoguera sino que era el modelo a imitar por millones de   adoradores de los nuevos becerros de oro.

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