ENSAYOS SOBRE LA HISTORIA, LA FILOSOFÍA Y LA SOCIOLOGÍA DE LA EDUCACIÓN

Carmina García de León

CAPITULO II
“Y sin embargo se mueve”: Galileo
Viejos y nuevos inquisidores se oponen al cambio, al movimiento.


      “En nuestros días se da una notable reacción antiilustrada, la moda es antiilustrada, vivimos tiempos de involución, tiempos de antiilustración”, afirma F. Savater. Por lo que hay que estar siempre alerta a las contrarreformas para aplastar a la razón, así como a las odas contra la Ilustración, el cambio, el movimiento. Estar alerta ante los antiguos y nuevos inquisidores que condenan a la razón y atentan contra los nuevos herejes, los nuevos Galileos, Copérnicos, etc. Por lo que es importante conocer a fondo los nuevos y los viejos métodos inquisitoriales, como los que padeció Galileo Galilei, como lo narra Dava Sobel, en su libro “La hija de Galileo”.


La inquisición juzga a Galileo Galilei


Queridísimo padre:
            El signor Geri me informó de las condiciones que os han impuesto respecto a vuestra causa, y me apena muchísimo que estéis retenido en las dependencias del Santo Oficio. Por una parte, me produce una enorme aflicción porque estoy segura de que no encontraréis reposo espiritual y quizá estéis privado también de todo tipo de comodidades materiales; por otra, teniendo en cuenta la necesidad de que los acontecimientos superen esta fase para que las autoridades os dejen marchar. Sobre todo, por la justicia de vuestra causa y vuestra inocencia ante esta instancia, me consuelo yo sola y me aferro a la esperanza de un venturoso y próspero triunfo con la ayuda de Dios santo, a quien mi corazón no deja de suplicar y al que os ruego que os encomendéis por el amor y la esperanza que dispensa.
            Tuve un dolor de cabeza terrible que duró desde por la mañana en la hora catorce hasta la noche; algo que no me había sucedido nunca. Quería contaros este detalle no para haceros responsable de mi pequeño sufrimiento, sino para que podáis entender mejor cuánto pesan en mi corazón vuestros asuntos y cómo me llenan de preocupación con una pequeña muestra de los efectos que me producen,  efectos que, hablando también de un modo general, el amor filial puede y debe producir en todos los hijos, también en mí, aunque me atrevería a decir con orgullo que poseen una fuerza mayor ya que el vigor  me supera al de la mayoría de los hijos en el amor y devoción que siento por mi queridísimo padre, este es mayor cuando veo claramente que él, por su parte, supera a la mayoría de los padres en su amor hacia mí como hija suya
            Os  ruego que no me dejéis sin el consuelo de vuestras cartas, ni sin darme noticia de vuestro estado, tanto físico y sobre todo espiritual. Tenéis que cuidar de vuestro ánimo y no arriesgar vuestra salud por someterla a una preocupación excesiva ante la adversidad.
            Aunque termino aquí mi carta, nunca dejo de acompañaros con mis pensamientos y mis oraciones para  que os proporcionen paz y consuelo verdaderos.
                                                                 Vuestra hija afectísima,
                                                                  S. M. Celeste Galilei
                                                                          Febrero de 1633

            Galileo Galilei, recibió esta carta, entre una de las más de cien cartas que se conservan de la voluminosa correspondencia que mantuviera con su hija. De los tres hijos de Galileo, ella heredó su misma brillantez, laboriosidad y sensibilidad en virtud de las cuales se convirtió en su confidente, amiga, colaboradora y hasta boticaria.
            La hija de Galileo nació de una amorosa relación con la hermosa Marina de Gamba. Vino al mundo con el calor de verano de un nuevo siglo: el 13 de Agosto de 1600. Ese mismo año Giordano Bruno fue quemado en la hoguera por causa, entre otras herejías y blasfemias, de su insistencia en que la tierra giraba alrededor del Sol en lugar de permanecer inmóvil en el centro del Universo. En un mundo que todavía no era consciente de su posición, Galileo se comprometió en este particular conflicto cósmico con la Iglesia.
            En 1609 cuando  María Celeste todavía era una niña su padre le enseñó a mirar las estrellas, por medio del telescopio que instaló en el jardín de su casa en Padua, el cual estaba dirigido al firmamento. Estrellas que nunca se habían visto antes salieron de la oscuridad para realzar constelaciones ya conocidas; la difusa Vía Láctea resultó ser un arco de estrellas densamente agrupadas; montañas y valles resaltaban en la luna, unos cuantos acompañantes giraban constantemente alrededor de Júpiter como si se tratara de un sistema planetario en miniatura.
            “Doy infinitas gracias a Dios clamaba Galileo después de aquellas noches de ensueño por haber sido tan generoso conmigo y haberme elegido como primer testigo de estas maravillas escondidas en la oscuridad durante tantos siglos”.
            Su  papá no solo le mostraba la enorme bóveda celeste, el macro universo celestial,  sino también el micro universo animal;  jugaban con una compleja serie de lentes de aumento que desarrolló en forma de microscopio, en donde observaban con gran admiración muchos animales minúsculos, de los cuales Galileo opinaba que “la pulga es bastante horripilante y el mosquito y la polilla muy hermosos; he visto con enorme satisfacción cómo las moscas y otros animalillos son capaces de caminar de cabeza abajo adheridos a los cristales”.
            Cuando Celeste creció siguió observando a la naturaleza, convirtiéndose en la boticaria oficial del convento al que ingresó, adoptando el nombre de Sor María Celeste, como reconocimiento a la fascinación que su padre tenía por los astros. Como boticaria se interesaba en preparar elixires de plantas medicinales para protegerse de las epidemias tan frecuentes en esos siglos, preparaba píldoras, se ingeniaba en inventar una serie de remedios, preparaba también alimentos especiales que fortalecieran a Galileo, ya que éste pasaba largas horas en sus investigaciones.
            María Celeste se mantenía también al tanto de los libros que escribía su padre así como de las cartas de sus colegas y adversarios, que le llegaban de toda Italia y del resto del continente, las cuales su padre siempre compartió con ella.
            Aunque su padre había empezado su carrera dando clases como profesor de matemáticas, primero en Pisa y después en Padua cualquier filósofo sabía que el nombre de Galileo estaba relacionado con la más asombrosa serie de descubrimientos astronómicos.
            Galileo era tratado como una celebridad; como si fuera otro Colón por sus conquistas. Pero aunque su gloria alcanzara tal magnitud, despertó también enemistades y sospechas porque en lugar de conquistar una tierra lejana habitada por paganos había invadido tierra santa. Apenas había asombrado a las gentes de Europa con su primer torrente de descubrimientos cuando llegaba una nueva oleada: había visto manchas oscuras moverse lentamente por toda la superficie del Sol y había visto también a “la diosa del amor” –como llamaban al planeta Venus- atravesando por diferentes fases, desde llena hasta creciente, tal como ocurría con la Luna.
            Todas sus observaciones concedían credibilidad al universo heliocéntrico de Copérnico que se había dado a conocer aproximadamente medio siglo antes, pero al que se había declarado falto de pruebas. Los esfuerzos de Galileo proporcionaban el punto de partida para su demostración. El rimbombante estilo con que difundía sus ideas –unas veces con un humor tosco en sus publicaciones, otras en voz muy alta en cenas de gala y debates públicos- llevó a la nueva astronomía desde el barrio periférico de las universidades hasta la arena pública. En 1616, el Papa y un cardenal de la Inquisición reprendieron a Galileo y le advirtieron que debía restringir sus incursiones en la esfera de lo sobrenatural. Dijeron que en los Salmos, en el libro de Josué y en otros muchos pasajes de la Biblia ya se trataba el movimiento de los cuerpos celestes, y que éstas  materias era mejor dejarlas a los santos padres de la Iglesia.
            Galileo  guardó silencio sobre la cuestión, durante siete prudentes años dedicó sus esfuerzos a objetivos menos arriesgados, tales como señalar los satélites de Júpiter para mejorar la navegación. También estudió poesía, escribió críticas literarias, mejoró su telescopio y  desarrolló un complejo microscopio .Pero nuevamente se aventura en una disertación popular sobre las dos teorías rivales de la cosmología: la heliocéntrica y la geocéntrica. O, según sus propias palabras, sobre “los dos máximos sistemas del mundo”,
            Galileo se puso a trabajar arduamente en un libro que se titularía:’ Diálogo de Galileo Galilei, sobre los dos sistemas máximos del mundo, tolemaico y copernicano. Libro en el cual María Celeste sería su invaluable colaboradora, ya que se encargó de reescribir el borrador del Diálogo. Las partes que Galileo había escrito en diferentes épocas y formatos debían ser escritas de nuevo ahora, página a página y en perfecta caligrafía, para que se publicaran con las correcciones y añadidos necesarios.
            Cuando el Diálogo estuvo terminado, Galileo  envió el texto final a revisión eclesiástica. No sólo los libros sobre materias comprometedoras como la estructura del Universo estaban sujetos a esta disposición, sino todos los libros sobre cualquier asunto a lo largo y ancho de toda la Europa católica de acuerdo con una bula papal promulgada en 1515 por el Papa León X, de la familia de los Médicis. Este decreto establecía que los escritores que quisieran publicar sus obras debían hacer revisar sus manuscritos por un obispo de la Iglesia o por alguien nombrado por alguno de ellos, además por el inquisidor local. Los impresores que pusieran en marcha sus prensas sin los permisos exigidos se enfrentaban a la excomunión, a las multas o a la quema de los libros. En el caso concreto de Alemania, lugar de origen de la Reforma, el Papa León X se vio obligado a emitir otra bula cinco años más tarde, en 1520, mediante la cual prohibía todas las obras, pasadas o futuras, nacidas de la pluma de Martín Lutero.
            La Inquisición romana, después de su restablecimiento en 1542, se hizo cargo de la supervisión de los proyectos de edición en Italia y promulgó en 1559 el primer Índice universal de libros prohibidos. En 1564, según lo dispuesto por el Concilio de Trento, nuevas restricciones aún más severas establecían que no sólo los autores e impresores podían ser excomulgados por publicar obras consideradas heréticas, sino que incluso los lectores de tales libros podían ser castigados. Los libreros, por su parte, tenían que permanecer al acecho: debían tener una lista detallada de sus existencias y estar siempre dispuestos a permitir cualquier inspección repentina que los obispos o inquisidores quisieran realizar.
            Todas las obras de Galileo publicadas anteriormente habían sufrido la revisión exigida, porque los impresores italianos cumplían con las normas más estrictamente que el resto, particularmente en Roma, sede de la Santa Inquisición. El mensajero sideral, publicado en Venecia, obtuvo el visto bueno de los principales del consejo legislativo veneciano llamado Consejo de los reformadores de la Universidad de Padua y el secretario del senado veneciano, todos los cuales juraron “que no se halla cosa alguna contraria a la sagrada fe católica, a los principios de la moral ni a las buenas costumbres en el libro titulado Sidereus Nuncius de Galileo, y que es digno de imprimirse”.
            Cuando el príncipe Cesi estaba preparando la edición de las Cartas sobre las manchas solares en Roma, discutió el posible problema de la impugnación de la incorruptibilidad del Sol con el cardenal Bellarmino, mientras Galileo, al mismo tiempo, comprobaba también por su parte esta cuestión con el cardenal Conti. Ninguna de las dos eminencias pensaron que las manchas solares preocuparían a los censores y, en efecto, el libro fue autorizado sin ningún incidente.
            También El ensayador había discurrido por los canales oficiales sin problemas. Pero Galileo sospechaba que el material del Diálogo podía proporcionar motivos serios de preocupación a los censores, ya que la Santa Congregación del Índice acababa de hacer pública una proclama en la que exponía la postura oficial sobre la astronomía copernicana: principalmente, que era “falsa y contraria a las Sagradas Escrituras”. El decreto también citaba nombres y establecía acciones a llevar a cabo. Prohibía el libro de Copérnico hasta que se hicieran en él las debidas correcciones “para que esta opinión no pueda diseminarse más ni perjudicar la verdad católica”. Citaba también otro libro del padre carmelita Paolo Antonio Foscarini, que había apoyado a Copérnico con entusiasmo emparejando citas de capítulos del De revolutions con versículos de la Biblia con la intención de mostrar cómo podían reconciliarse los dos textos. Foscarini lo pasó mucho peor que  Copérnico con el decreto porque su libro fue condenado en su totalidad: prohibido y destruido. Pero tampoco se acabaron aquí las consecuencias catastróficas. El impresor de Nápoles que había publicado el libro de Foscarini fue detenido poco después del edicto de marzo y el padre Foscarini murió misteriosamente a principios de junio a la edad de treinta y seis años.
            A mediados del verano de 1630, Galileo llegó a un acuerdo con un nuevo editor e impresor de Florencia, pero requería la autorización del inquisidor.
            Pero, cómo enviar un grueso manuscrito a Roma en esos tiempos tan difíciles en que se interrumpieron las comunicaciones a lo largo y ancho de toda la península, debido al brote de una mortal epidemia. En el     que incluso las cartas corrientes podían quedar retenidas o confiscadas en los controles de paso, por lo que  habría mayor  riesgo para los volúmenes procedentes de las regiones afectadas por la peste. Galileo escribió al padre Riccardi  comprometiéndose a enviarle sólo las partes más discutibles del manuscrito: el prefacio y la conclusión.
            El invierno llegó y se marchó sin que llegara una sola palabra procedente de Roma. Entretanto  Galileo  preocupado se quejaba amargamente:”Mi obra está arrinconada y la vida se escapa a medida que sigo viviendo en continuo estado de enfermedad y zozobra.
            En marzo, Galileo solicitó  ayuda del gran duque “para que pueda conocer en vida el resultado de mi laborioso trabajo y mi esforzada obra”.Así comenzó en el mes de junio el lento trabajo de impresión de la enorme tirada de mil ejemplares. Se tardó todo el mes en componer e imprimir las primeras cuarenta y ocho páginas de las quinientas del Diálogo y así  el laborioso proceso de impresión continuaba.
            A mediados de agosto, cuando ya se habían apilado un tercio de las páginas, Galileo dijo a sus amigos de Italia y Francia que esperaba ver terminado el resto en noviembre. Pero se tardó más tiempo; pasaron un total de nueve meses desde el comienzo de la impresión hasta la finalización del libro en febrero de 1632, cuyo título final fue el siguiente: Diálogo de Galileo Galilei, Linceo, matemático honorífico de la Universidad de Pisa y filósofo y maestro matemático de su alteza serenísima el gran duque de Toscana. Donde en el transcurso de cuatro jornadas se discute sobre los dos sistemas máximos del mundo, tolemaico y copernicano, y se exponen sin conclusión definitiva las razones físicas y filosóficas tanto de una parte como de otra.
            Fue hasta principios de 1633, cuando la ola de reacciones que despertó la publicación del Diálogo volvió como un bumerán y alteró la paz de Galileo en Arcetri.
            Al principio, todo eran buenos augurios para el libro; alcanzó un éxito enorme e inmediato. Galileo ofreció al gran duque el 22 de febrero de 1632, en el palacio Pitti, el primer ejemplar encuadernado. En Florencia se vendió en cuanto llegó a las librerías. Galileo envió también ejemplares a amigos de otras ciudades, como Bolonia, donde un colega matemático manifestó: “Por dondequiera que empiezo, no puedo dejarlo”.
            Sin embargo, los ejemplares con destino a Roma fueron retenidos hasta el mes de mayo según advertencia del embajador Niccolini, que lamentaba que en aquel momento las ordenanzas de la cuarentena romana exigieran que todas las remesas de libros importados fueran desembaladas y fumigadas: nadie quería ver sometido el Diálogo a semejante tratamiento médico.
            El correo era recogido con pinzas y después curtido con algún ácido, humedecido en vinagre o expuesto ligeramente a una llama para purgarlo de la contaminación que pudiera tener.
            Galileo sorteó este obstáculo mediante el envío a Roma de algunos ejemplares de presentación en el equipaje de un amigo que iba de viaje y que los distribuyó entre el cardenal Francesco Barberini, Benedetto Castelli,  amigo y colega de Galileo desde hacía  mucho tiempo.
            “Todavía lo tengo conmigo –escribía Castelli a Galileo el 29 de mayo de 1632- aun cuando ya lo he leído de cabo a rabo con asombro y deleite infinitos; leo partes de él a amigos de buen gusto para que se maravillen y siempre con mayor deleite, con mayor asombro y para mayor provecho mío”.
            Un joven estudiante de Castelli todavía desconocido llamado Evangelista Torricelli, que sería el inventor del barómetro, escribió a Galileo en 1632  para decirle que se había convertido al copernicanismo gracias al Diálogo.
            No obstante, algunos astrónomos jesuitas reaccionaron con violencia ante el Diálogo; especialmente el padre Christopher Scheiner, viviendo en Roma, había aprendido italiano y arengaba al padre Riccardi para que prohibiera el Diálogo.
            En seguida, el Diálogo, provocó también la ira del Papa Urbano. Llamó su atención en un momento muy inoportuno,  justo cuando el despilfarro de sus gastos de guerra iba ya a duplicar las deudas papales y sus temores por las intrigas españolas contra él habían llegado al límite.
            Cuando el libro de Galileo llegó a Roma en el verano de 1632, Urbano no podía dedicar ni un solo minuto a leerlo. De todos modos, unos consejeros anónimos lo consideraron en su nombre como un insulto egregio. Los enemigos de Galileo en Roma, que eran legión, vieron el Diálogo como una alabanza escandalosa de Copérnico. Y el Papa, acusado ya en público de hacer decaer la devoción católica en los frentes de batalla europeos, no podía permitir que otra afrenta similar quedara sin castigo.
            En el mes de agosto, aguijoneado por los comentarios provocativos que repetían que Galileo le había tomado por tonto, el Papa constituyó una comisión formada por tres personas para que reexaminaran el texto del Diálogo. “Creemos que Galileo puede haber incumplido sus instrucciones mediante la confirmación definitiva del movimiento de la tierra y la inmovilidad del Sol, habiéndose apartado de este modo del terreno de las hipótesis –señalaban estos comisionados en su informe de septiembre al Papa-. Ahora habrá que decidir cómo se ha de proceder, tanto contra el autor como en lo referente al libro impreso”.

            El embajador Niccolini y el secretario de estado del gran duque, que mantuvieron una agitada correspondencia diplomática secreta durante todo este proceso, coincidían airadamente en que el “cielo parecía haberse desplomado”. “Me da la impresión de que el Papa no podría tener peor disposición hacia nuestro pobre signor Galilei”, escribió el 5 de septiembre el embajador al tiempo que refería los resultados de una audiencia papal desarrollada “en una atmósfera muy tensa”, durante la cual Urbano “había explotado de indignación” y después había despotricado “con igual efusión de ira”.
            Antes de que acabara el mes de septiembre llegó al inquisidor de Florencia una notificación oficial en la que se anunciaba que el Diálogo no podría venderse más (aunque ya se habían vendido todos los ejemplares) y por la que se reclamaba que el autor se presentara ante el Santo Oficio en el mes de octubre.
Galileo solicitó indulgencia al cardenal Francesco Barberini, su amigo más poderoso, pero estas órdenes estrictas habían sido dictadas realmente por el hermano del Papa, Antonio, el llamado cardenal Sant’Onofrio. ¿Disculparía por favor Urbano VII al anciano y achacoso Galileo de viajar hasta Roma, precisamente ahora,  que la epidemia estaba también declarándose en Florencia? Y, dado que el Diálogo había discurrido por los canales adecuados hasta recibir el visto bueno oficial de todas las autoridades pertinentes, ¿no podría Galileo responder por escrito a cualquier objeción que se alzara contra él?
No. No y no. Lo máximo que el furioso pontífice podía conceder era que Galileo viajara a Roma cómodamente, a su propio ritmo; pero debía ir. Y pronto. Los retrasos producidos por los trámites de su llamamiento ya habían llevado todo el mes de octubre y Galileo perdería al menos entre veinte y cuarenta días más por la cuarentena en algún punto intermedio –quizá Siena- antes de que se le permitiera entrar en Roma.
En noviembre, sin embargo, Galileo estaba en cama enfermo; demasiado enfermo como para ir a ninguna parte. El Papa estaba rabioso, especialmente conforme la enfermedad se prolongaba hasta diciembre, mes en el cual el inquisidor florentino hizo una visita a Galileo en su casa en Arcetri. Allí, un equipo de tres prestigiosos doctores del que formaba parte el amigo y médico personal de Galileo, Giovanni Ronconi, firmaron un affidávit el 17 de diciembre en el que se relacionaba una larga serie de dolencias: pulso débil como consecuencia de la debilidad general de la edad, vértigos frecuentes, estado melancólico e hipocondriaco, vientre vago, dolores diversos por todo el cuerpo y hernia grave con performación del peritoneo. En pocas palabras: trasladarlo pondría en peligro su vida.
       Los inquisidores no otorgaron credibilidad al informe. Galileo iría a Roma por su propia voluntad, o de lo contrario sería encadenado y llevado por la fuerza. El gran duque Ferdinando, impotente en esta ocasión para imponerse a la voluntad del Papa, facilitó una vez más el camino a Galileo prestándole una litera y un criado que le atendiera durante el viaje.

Plenamente consciente de la gravedad de las circunstancias, el viejo Galileo hizo su testamento y escribió una carta muy larga y triste a su amigo de París, Elia Diodati,  muy poco antes de abandonar Arcetri: “Parto ahora mismo hacia Roma”, decía un fragmento de esta carta el 15 de enero de 1633, “Donde he sido citado por el Santo Oficio, que ya ha prohibido la difusión de mi Diálogo. He oído de fuentes bien informadas que los padres jesuitas han insinuado en las más altas esferas que mi libro es más execrable e injurioso para la Iglesia que los escritos de Lutero y Calvino. Todo ello, a pesar de que para obtener el imprimátur fui personalmente a Roma y presenté el manuscrito al principal de Palacio, que lo revisó minuciosamente, lo modificó, añadió y omitió, e, incluso después de que le hubiera concedido el imprimátur, ordenó que lo examinaran de nuevo en Florencia. El supervisor de aquí, al no encontrar nada más que modificar, y con el fin de demostrar que lo había leído con atención, se conformó con sustituir en algunos sitios unas palabras por otras; por ejemplo, puso “naturaleza” en lugar de “Universo”,  “atributo” en lugar de “cualidad”, “espíritu divino” en lugar de “espíritu sublime”. Me pidió disculpas por ello diciendo que preveía que yo tendría que enfrentarme a enemigos feroces y perseguidores implacables, como en efecto ha acabado por suceder”.

        En las dependencias del Santo Oficio

Reunidos en las dependencias ordinarias del reverendo padre comisario, en presencia del reverendo padre fray Vicenzo Maculano da Firenzuola, comisario General, asistidos por el señor Carlo Sinceri, fiscal del Santo Oficio, comparece personalmente ante el tribunal de la Santa Inquisición de Roma.
Galileo, hijo del difunto Vincenzio Galilei, florentino, de setenta años de edad, que juró decir la verdad y al que  los padres preguntaron lo siguiente:
P- Cómo y cuándo llegó a Roma.
R- Llegué a Roma el primer domingo de cuaresma en una litera.
P- Si vino por su propia iniciativa o si alguien le llamó o le ordenó venir a Roma y, en este caso, quién.
R- El padre inquisidor de Florencia me ordenó venir a Roma y presentarme ante el Santo Oficio.
P- Si sabe o se imagina la razón por la que se le dio esta orden.
R- Imagino que la razón por la que se me ha ordenado comparecer ante el Santo Oficio es la de dar cuenta del libro mío publicado recientemente; y me imagino esto por la orden que se ha dado también al impresor y a mí mismo, pocos días antes de que me mandaran venir a Roma, de no distribuir ningún otro ejemplar de este libro y porque, igualmente, el padre inquisidor ha ordenado al impresor que envíe el manuscrito original de mi obra al Santo Oficio de Roma.
P- Que explique qué se imagina que hay en el libro que pueda ser motivo de que se le ordene venir a la ciudad.
R- Este es un libro escrito en forma de diálogo y trata de la constitución del mundo, o mejor dicho, de los dos sistemas máximos, es decir de las disposiciones del firmamento y sus elementos.
P- Si, al mostrársele el citado libro, podría reconocerlo como suyo si así lo fuera.
R- Supongo que sí. Supongo que si me enseñaran el libro lo reconocería.
Acto seguido le fue presentado un libro impreso en  Florencia en el año 1632 con el título Diálogo de Galileo Galilei, Linceo, etc. Cuando lo hubo visto y examinado dijo: “Conozco muy bien este libro, es uno de los que han impreso en Florencia y lo reconozco como mío por haberlo escrito yo”.
P- Si reconoce igualmente como suyas todas y cada una de las palabras contenidas en el libro antes citado.
R- Conozco este libro que me han enseñado porque es uno de los que se imprimieron en Florencia y reconozco todo lo que contiene porque lo he escrito yo.
P- Cuándo y dónde escribió el libro y cuánto tiempo tardó.
R- En lo que se refiere al lugar, lo escribí en Florencia y empecé hace diez o doce años; estuve trabajando en él unos seis u ocho años, aunque de un modo intermitente.
P- Si vino a Roma en otra ocasión, concretamente en el año 1616, y por qué motivo.
R- Estuve en Roma en 1616, después volví el segundo año del pontificado de su santidad Urbano VIII y, por último, estuve hace tres años con motivo de mi intención de que se publicara el libro. El motivo de mi venida a Roma en 1616 fue que, teniendo conocimiento de las dudas despertadas por la opinión de Nicolás Copérnico relativa al movimiento de la Tierra y la inmovilidad del Sol y al orden de las esferas celestes, y para asegurarme de no defender más que la opinión católica sagrada, vine a enterarme de lo que debía sostenerse respecto de esta materia.
P- Si vino porque fue citado y, en ese caso, por qué razón fue citado, dónde y con quién discutió la mencionada cuestión.
R- En 1616 vine a Roma por mi propia iniciativa, sin haber sido llamado, por la razón que os decía. En Roma traté esta cuestión con algunos de los cardenales que estaban al frente del Santo Oficio en aquel momento, concretamente con los cardenales Bellarmino, Aracoeli, San Eusebio, Bonsi y D’Ascoli.
P- Qué discutió exactamente con los antedichos cardenales.
R- El motivo por el que hablé con estos cardenales era que querían informarse sobre la doctrina de Copérnico, al ser su libro muy difícil de comprender para aquellos que no son astrónomos ni matemáticos de profesión. Querían conocer exactamente la posición de los orbes celestes según la hipótesis copernicana, cómo ésta sitúa al Sol en el centro de la órbita de los planetas, cómo sitúa alrededor del Sol primero la órbita de Mercurio, alrededor de ésta la de Venus, luego la luna alrededor de la Tierra y después Marte, Júpiter y Saturno; en lo relativo al movimiento, deja inmóvil al Sol en el centro y la Tierra gira sobre su eje y alrededor del Sol, es decir sobre su eje con un ciclo diario y alrededor del Sol con un período anual.
P- Ya que dice que vino a Roma para poder conocer la verdad sobre el mencionado asunto, que diga también cuál fue el resultado de esta visita.
R- Respecto a la polémica que se produjo acerca de la citada opinión de la inmovilidad del Sol y el movimiento de la Tierra, la Santa Congregación del  Indice determinó que esta opinión, entendida de un modo absoluto, es contraria a las Sagradas Escrituras y sólo puede admitirse ex suppositione, tal como la entiende Copérnico.
P- Si le informaron entonces de esta decisión y quién lo hizo.
R- En efecto, fui informado de la citada decisión por la Congregación del Indice y por el reverendo cardenal Bellarmino.
P- Que diga qué le dijo el eminentísimo Bellarmino sobre esta decisión, si le dijo algo más sobre la cuestión y, en ese caso, qué más fue lo que le dijo.
R- El reverendo cardenal Bellarmino me informó que la citada opinión de Copérnico podía sostenerse hipotéticamente, como el propio Copérnico la había defendido. Su eminencia sabía que yo la sostenía como una hipótesis, es decir igual que Copérnico, tal como pueden ver en la respuesta del propio señor cardenal a una carta del reverendo padre Paolo Antonio Foscarini, principal de los carmelitas. Tengo copia de ella aquí y pueden leerse estas palabras: “Os digo que me parece que vuestra reverencia y el signor Galilei se comportan con prudencia al limitarse a hablar hipotéticamente y no de un modo absoluto”. Esta carta del citado señor cardenal tiene fecha del 12 de abril de 1615. Además, me dijo que si fuera de otro modo, es decir entendida de un modo absoluto, la opinión no podría sostenerse ni defenderse.
P- Qué decisión se tomó y se le notificó el mes de febrero de 1616.
R- En el mes de febrero de 1616 el reverendo cardenal Bellarmino me dijo que como la opinión de Copérnico fue tomada de un modo absoluto contradecía las Sagradas Escrituras, no podía sostenerse ni defenderse, pero si podía ser tomada y utilizada como una hipótesis. Conservo un certificado del reverendo cardenal Bellarmino conforme a esto, expedido el día 26 de mayo de 1616, en el que dice que la opinión de Copérnico no puede sostenerse ni defenderse por ser contraria a las Sagradas Escrituras. Aquí tengo una copia del certificado, la cual les presento.
Y mostró un trozo de papel escrito por una cara con unas doce líneas que empieza por “Nos, cardenal Roberto Bellarmino, habiendo…” y que termina en “a 26 de mayo de 1616”, el cual es aceptado como prueba y señalado con la letra B. Después añade: “El original de este affidávit lo tengo conmigo aquí en Roma y está escrito de puño y letra del cardenal Bellarmino en su totalidad”.
P- Si, cuando se le informó de las cuestiones arriba mencionadas, había otras personas presentes y quiénes eran.
R- Cuando el reverendo cardenal Bellarmino me dijo que lo que he referido acerca de la opinión de Copérnico había algunos padres dominicos presentes; pero ni los conocía ni los he vuelto a ver desde entonces.
P- Sobre estos padres que estaban presentes en aquel momento, si ellos o algún otro le dieron alguna orden de cualquier tipo sobre ello y, en este caso, cuál.
R- Por lo que recuerdo, la situación se desarrolló del siguiente modo: un día el señor cardenal Bellarmino envió a buscarme por la mañana y me habló de que había un determinado asunto del que seguro que me gustaría hablar al oído con su santidad antes que con cualquier otro; pero al final me dijo que la opinión de Copérnico no podía sostenerse ni defenderse por ser contraria a las Sagradas Escrituras. Sobre estos padres dominicos no recuerdo si estaban allí desde el principio o llegaron después; ni tampoco recuerdo si estaban presentes cuando el cardenal dijo que no podía defenderse esta opinión. Es posible que se me indicara algo al respecto de no sostener ni defender la mencionada opinión, pero no lo recuerdo porque todo sucedió hace muchos años.
P- En caso de que se le leyera ahora lo que se le transmitió entonces como una orden, lo recordaría.
R- No recuerdo que se me dijera nada más, ni sé si recordaría lo que se me dijo entonces, ni siquiera aunque me lo leyeran; digo lo que recuerdo con entera libertad porque afirmo no haber contradecido en modo alguno el precepto, es decir no haber sostenido ni defendido la citada opinión del movimiento de la Tierra y la inmovilidad del Sol bajo ningún concepto.
P- Habiéndosele dicho que aquella orden, que se le dio en presencia de testigos, afirma que no puede sostener, defender o enseñar de ningún modo la mencionada opinión, se le preguntó si recuerda cómo y quién le ordenó esto.
R- No recuerdo que se me comunicara esta orden de otro modo que de viva voz por parte del reverendo cardenal Bellarmino, y recuerdo que el precepto era que no debía sostenerla ni defenderla; quizá pudo haberse dicho también “ni enseñar”. No recuerdo que estuvieran las palabras “de ningún modo”, pero pueden haber estado; de hecho, no pensé en ello ni traté de recordarlo porque tenía  el affidávit que ya he mostrado del día 26 de mayo del citado cardenal Bellarmino en el que se me ordena no sostener ni defender esta opinión. Y las otras dos condiciones de las que se me informa ahora que se incluían en aquella orden, es decir “ni enseñar” y “de ningún modo”, no las recuerdo, supongo que porque no están en el affidávit al que me refiero, que he guardado como recordatorio.
P- Si después de que la susodicha orden le fuera comunicada obtuvo algún permiso para escribir el libro que ha reconocido como suyo y que envió después al impresor.
R- No pedí permiso para escribir el libro porque no consideré que al escribirlo estuviera actuando en contra, ni mucho menos desobedeciendo, el mandato de no sostener, defender ni enseñar esta opinión, sino más bien que estaba rebatiéndola.
P- Si obtuvo permiso para imprimir el libro, de quién y si lo hizo personalmente o por mediación de algún otro.
R- Aunque estaba recibiendo interesantes ofertas de Francia, Alemania y Venecia, las rechacé para obtener el permiso de impresión del libro citado más arriba y vine espontáneamente a Roma hace tres años con el fin de ponerlo en manos del maestro censor, es decir del principal del Sacro Palacio, cediéndole toda la autoridad para añadir, suprimir y modificar cosas en él como le pareciera más apropiado. Después de que lo hubiera examinado cuidadosamente su ayudante, el padre Visconti, el citado principal del Sacro Palacio lo revisó de nuevo él mismo y lo autorizó; así es como, al haber aprobado el libro, me dio permiso, no sin antes ordenarme que se imprimiera en Roma. Como en vista de que llegaba el verano quería volver a casa para evitar el riesgo de caer enfermo después de haber estado fuera los meses de mayo y junio, acordamos que regresaría el  otoño siguiente. Pero cuando estaba en Florencia se desencadenó la epidemia y el comercio quedó interrumpido; así que, al ver que no podía venir a Roma, solicité permiso por correo al propio principal del Sacro Palacio para que el libro se imprimiera en Florencia. Me contestó que quería revisar el manuscrito original y que por eso debía enviárselo. Pero después de haber tomado todas las precauciones, haberme puesto en contacto con los altos mandatarios del servicio del gran duque y con los encargados del servicio postal para tratar de enviar el original con la mayor seguridad, no recibí garantía de que esto pudiera hacerse en tales condiciones sino que, con toda probabilidad, el manuscrito habría resultado dañado, se habría mojado o lo habrían quemado a causa de las estrictas ordenanzas de las fronteras. Le referí al padre principal los inconvenientes relativos al envío del libro y me ordenó que hiciera revisar el libro otra vez escrupulosamente por una persona de confianza; la persona que tuvo a bien designar fue el reverendo padre Giacinto Stefani, un dominico profesor de las Sagradas Escrituras en la Universidad de Florencia, predicador de su alteza serenísima y consejero del Santo Oficio. Le entregué el libro al inquisidor de Florencia y éste, a su vez, al citado padre Giacinto Stefani; éste se lo devolvió después al padre inquisidor, el cual se lo envió también al signor Niccolo dell’Antella, supervisor de libros impresos de su alteza serenísima de Florencia; el impresor, llamado Landini, lo recibió del signor Niccolo y, después de ponerse en contacto con el padre inquisidor, lo imprimió cumpliendo estrictamente todas las instrucciones prescritas por el padre principal del Sacro Palacio.
El 10 de mayo Galileo volvió a las dependencias del comisario para prestar su tercera declaración mediante su defensa formal por escrito.  “Por último, sólo me queda rogaros que tengáis en cuenta el lamentable estado físico al que, a la edad de setenta años, me he visto reducido a causa de diez meses de preocupación e inquietud constantes y de la fatiga producida por un largo y penoso viaje en la estación más rigurosa del año, a más de la pérdida de gran parte de los años que podía llegar a vivir dadas mis condiciones de salud anteriores”.

En esa ocasión Galileo informó que tenía muchos dolores en las articulaciones, que lo aquejaban ahora más de lo habitual, por lo que les hacía la petición de pasar de las habitaciones del Tribunal del Santo Oficio a una habitación de la Embajada toscana en consideración a sus enfermedades, lo que le fue otorgado.
El embajador Nicolini cuando recibió a Galileo en Villa Medicis, comentó: “Se ve más muerto que vivo, debe ser terrible comparecer ante la Inquisición”.
Galileo comunicó inmediatamente a sus amigos y a su familia del cambio de alojamiento y la generosidad con que fue recibido por la esposa del embajador, lo que le concedió a  Celeste un agradable respiro.

Queridísimo padre:
Ha sido tanto el placer que me ha producido vuestra más reciente y afectuosa carta y tan grande el cambio que ha producido en mí que, afectada por una emoción tan intensa y obligada a leer y releer muchas veces la misma carta una y otra vez a estas monjas para que todas pudieran alegrarse con las noticias de vuestro alivio.
Doy infinitas gracias a Dios bendito, señor, por todo el amparo y la condescendencia que habéis recibido hasta ahora y por el que espero que recibáis en lo sucesivo, ya que la mayoría de él procede de esa mano generosa tal como en justicia debéis reconocer. Y aunque vos atribuís los beneficios de estas bendiciones a los méritos de mi oración, esto es muy poco o nada realmente; lo que importa es el sentimiento con el que hablo de vos a Su Majestad divina que, considerando este amor, os recompensa con bien, responde a mis oraciones y nos hace quedar aún más agradecidos a la vez que también estamos en deuda profunda con todos aquellos que os han dispensado su buena voluntad y ayuda, especialmente con aquellos destacados caballeros que son vuestros anfitriones. Quería escribir a la excelentísima señora embajadora, pero contuve mi mano para no incomodarla con la repetición constante de lo mismo; mis expresiones de agradecimiento y el reconocimiento de mi infinita deuda. Hacedlo vos por mí, y presentad mis respetos ante ella de mi parte. Verdaderamente, queridísimo padre, la bendición de que hayáis podido gozar de los favores y la protección de estos dignatarios es tan grande que ayudo para aliviar  los agravios que habéis sufrido.
Os envío la copia de una receta que he hecho para vos de un extraordinario remedio para la epidemia, no porque crea que haya algún indicio de enfermedad donde vos estáis, sino porque este remedio sirve también para todo tipo de enfermedades. Están tan escasos los abastos debido a las epidemias que debo suplicar yo misma que me faciliten los ingredientes, razón por la cual no puedo preparar la receta para nadie más; pero debéis intentar conseguir los que puedan faltaros Me despido con recuerdos de todo el mundo para vos y, en particular de sor Arcangela y sor Luisa que, en lo que se refiere a su salud, está mejorando bastante por ahora.
                                                 En San Mateo, a  7 de mayo  de1633.
                                                                        Vuestra hija afectísima,
                                                                                         S. M. Celeste

La mañana del 21 de junio, conducido a las dependencias del comisario general por cuarta y última vez, Galileo sufrió el examen de intenciones por parte del padre Maculano.
Habiéndosele dicho que, por el libro mismo y por las razones esgrimidas mediante la teoría que se afirma en él, es decir la de que la Tierra se mueve y que el Sol está inmóvil, está acusado, tal como se declaró al principio, de sostener la opinión de Copérnico, o, al menos, de haberla sostenido en aquel momento; se le dijo por todo ello que , a menos que decidiera contar la verdad, habría que recurrir a lo establecido por la ley y tomar en su contra las medidas oportunas.
Se le pidió que dijera la verdad o que, de lo contrario, habría que recurrir a la tortura.
R- ya he dicho, no he sostenido esa opinión después de la resolución que se adoptó.
A pesar de la esperanza de Galileo y de sus partidarios de que su caso terminara calladamente con una reconvención en privado (como la simple suspensión hasta que se corrija su Diálogo, al igual que había sucedido con el libro de Copérnico), la sentencia pronunciada el miércoles 22 de junio le acusaba públicamente de crímenes nefandos.
Los cardenales inquisidores y sus testigos se reunieron para deliberar aquella mañana en el monasterio dominico contiguo a la iglesia de Santa María. Galileo fue conducido ante ellos para escuchar el resultado de sus deliberaciones a través de una escalera de caracol.
“Decimos, proclamamos, sentenciamos y declaramos que vos, Galileo, en razón de las cuestiones que han sido expuestas en el juicio y que vos ya habéis confesado, según el veredicto de este Santo Oficio, sois declarado altamente sospechoso de herejía principalmente por haber sostenido y creído en la doctrina, que es falsa y contraria a las Sagradas Escrituras, de que el Sol es el centro del mundo y no se mueve de oriente a occidente y que la Tierra se mueve y no es el centro del mundo, y de que se puede sostener y defender como probable una opinión después de que ha sido declarada y calificada como contraria a las Sagradas Escrituras. Por tanto, habéis violado las censuras y sanciones establecidas y promulgadas por el canon sagrado y todas las leyes tanto generales como particulares contra tales delitos. Sería voluntad nuestra absolveros de ellos siempre que antes abjurais, maldijerais y renegarais en nuestra presencia de todo corazón y con fe verdadera de los citados errores  y herejías contrarios a la Iglesia católica  y apostólica de la forma y manera que os prescribamos.
Además, para que este error pernicioso y grave y esta trasgresión vuestra no quede sin castigo con el fin de que seáis más prudente en el futuro, y como ejemplo para que otros se abstengan de cometer delitos de esta naturaleza, ordenamos que el libro titulado Diálogo de Galileo Galilei sea prohibido mediante un edicto público.
Os condenamos a la reclusión formal en este Santo Oficio a nuestra voluntad. Como penitencia os imponemos que recéis los siete salmos penitenciales una vez a la semana durante los próximos tres años. Y nos reservamos el derecho de suavizar, conmutar o retirar las citadas penas y castigos en parte o en su totalidad. Esto es lo que decimos, proclamamos, sentenciamos, ordenamos y nos reservamos de esta o de cualquier otra forma que en razón podamos o queramos establecer. Así lo proclamamos los cardenales abajo firmantes”.
A pesar de que la opinión del propio Copérnico se había salvado incluso de la acusación de herejía en 1616, Galileo no pudo evitar ahora ser considerado “altamente sospechoso de herejía”
El Sagrado Tribunal presentó a Galileo el texto que se había elaborado para que lo leyera en voz alta en su abjuración. Pero, al leerlo primero para sí, descubrió dos apartados tan aberrantes que no le convencerían para que los confesara ni siquiera bajo aquellas circunstancias: uno de ellos sugería que había cometido un desliz en su conducta de buen católico, y el otro, que había obrado con engaño para obtener el imprimátur del Diálogo.
Vestido con el hábito blanco penitente, el acusado se arrodilló después y abjuró tal como se le había pedido: “Yo, Galileo Galilei, niego lo antedicho de mi propio puño, que la Tierra se mueve y que el sol es el centro del mundo”.
Se dice que cuando Galileo se puso en pie murmuró entre dientes “Eppur si muove” (Y sin embargo, se mueve), y al salir, gritó estas palabras mirando al cielo y dando un pisotón en el suelo.
La humillación de Galileo se propagó desde Roma hacia el exterior con tanta rapidez como los emisarios eran capaces de transmitir las noticias. Por orden del Papa y a toque de trompeta, el texto de la sentencia que culpaba a Galileo fue enviado y proclamado por los inquisidores desde Padua hasta Bolonia, de Milán a Mantua, desde Florencia hasta Nápoles y Venecia y continuó después hasta Francia, Flandes y Suiza para alertar a los profesores de filosofía y de matemáticas de cada pequeña localidad con la sentencia del juicio contra Galileo.

Ilustre y queridísimo padre:
Tan súbita e inesperadamente como las noticias de vuestro nuevo tormento llegaron hasta mí que desgarró mi alma dolorosamente el hecho de conocer la sentencia que finalmente se ha dictado y por la que se os censura a vos tan severamente como a vuestro libro. Supe de todo esto molestando al signor  Geri porque, al no recibir ninguna carta vuestra esta semana, no pude quedarme tranquila, como si supiera ya lo que había sucedido.
En ningún momento dejo de rogar por vos a Dios santo con toda mi alma porque vos ocupáis todo mi corazón y nada me importa más que vuestro bienestar físico y espiritual. Y para daros una señal tranquila de esta preocupación os diré que conseguí obtener permiso para ver vuestra sentencia, cuya lectura, aunque por una parte me produjo una congoja enorme, por otra me emocionó mucho haberla conocido y haber encontrado en ella un medio de poder ayudaros, aunque sea con muy poco. Se trata de tomar sobre mí la obligación que vos tenéis de recitar una vez a la semana los siete salmos penitenciales. Ya he empezado a cumplir con esta obligación y lo hago con mucho gozo, porque también espero aliviaros de esta preocupación. Así que si pudiera sustituiros yo misma en el resto de vuestras penas, yo ocuparía su lugar, para que así os pusieran a vos en libertad.
                                                                     Vuestra hija afectísima,
                                                                       S. M. Celeste

A los pocos días, el cardenal Barberini consiguió rebajar afortunadamente la sentencia de Galileo cambiando el lugar de su encarcelamiento de los calabozos del Santo Oficio, nuevamente a la embajada toscana en Roma. Después, el embajador Niccolini suplicó al papa Urbano que perdonara a Galileo y que le dejara volver a su casa en Florencia ya que  había acordado acoger en su casa a su cuñada viuda que ya estaba preparándose incluso para salir de Alemania con sus ocho hijos y que no tenía ningún otro sitio a donde ir.
Urbano rechazó la idea del perdón, pero consintió al menos en permitir que Galileo abandonara Roma finalmente. Gracias a la intervención del cardenal Barbeini, Galileo fue confinado durante los primeros cinco meses de su período de prisión a la custodia del arzobispo de Siena, que ya había ofrecido enviar su propia litera para garantizar el desplazamiento rápido y seguro hasta su palacio.

Queridísimo padre:
Os escribí el sábado, y gracias al signor Niccolo Gherardini (un joven admirador de Galileo y posterior biográfico suyo, pariente de sor Elisabetta), el domingo me llegó vuestra carta mediante la cual supe de la esperanza que mantenéis respecto a vuestro regreso. Me siento aliviada, ya que cada hora que pasa mientras espero ese día prometido en que os pueda ver de nuevo me parece un millar de años. Saber que continuáis disfrutando del bienestar sólo consigue redoblar mis deseos de experimentar todas las alegrías y satisfacciones que sienta cuando os vea volver a vuestra propia casa y, lo que es más importante, con buena salud.
                                                                                    S.M. Celeste

La inquisición le permitiría regresar pero lo mantendría bajo un severo, estricto e injusto arresto domiciliario. A pesar de estas restricciones era un gran consuelo para María Celeste que su padre volviera a casa, la cual se encontraba cerca de su convento. Sin embargo esta felicidad pronto terminaría, al igual que la nutrida y cariñosa correspondencia entre padre e hija, porque María Celeste a tan joven edad, sucumbió con facilidad a una de las muchas infecciones que se contraían entonces a través de la comida o el agua, enfermando gravemente de disentería, a los pocos meses de la llegada de su padre. A Galileo se le permitió ir al convento, desde el primer momento que Celeste cayó enferma para tratar de reconfortarla con su cariño,  todos los días andaba desde Il Gioiello hasta San Mateo.  A pesar de todos los esfuerzos, del doctor Ronconi y de sor Luisa para salvarla, murió la segunda noche de abril de l634.
En su libro “La  hija de Galileo”, Dava Sobel nos relata que Galileo guardaba todas las cartas de su hija, atendía sus demandas de fruta o hilvanaba sus quejas cuando ésta se arrancaba a hablar de política eclesiástica. Del mismo modo, sor María Celeste guardaba todas las cartas de Galileo y, según le dice en las suyas, las releía porque le causaban gran placer. Cuando ella recibió las últimas exequias, las cartas que había acumulado en el convento a lo largo de toda su vida, constituían la mayor parte de sus posesiones terrenales. Pero entonces, la madre superiora que descubrió las cartas al vaciar la celda de sor María Celeste las enterró o las quemó presa del pánico. Después del famoso juicio de Roma, ningún convento se hubiera atrevido a alojar los escritos de alguien “altamente sospechoso” de herejía. Así, la correspondencia entre padre e hija quedó reducida a un monólogo desde mucho tiempo atrás. Sin embargo en una carta escrita a un colega extranjero, le decía que su hija Celeste era “de una inteligencia exquisita, de una bondad singular y muy unida a mí por un cariño infinito”.
Aún cuando muchas de las obras, comentarios, poemas, lecciones inaugurales y manuscritos de Galileo también han desaparecido (y sólo sabemos de su existencia por referencias específicas a lo largo de las más de dos mil cartas que se han conservado con sus interlocutores de la época), su valioso legado está formado por sus cinco libros más importantes, dos de sus telescopios originales hechos a mano. Las cartas de María Celeste, están encuadernadas en cartón-piel en un único volumen, las páginas están deshilachadas y los cantos rotos; ahora descansan entre los manuscritos de la Biblioteca Central Nacional, en Florencia,  con todo, la caligrafía es legible a pesar de que la tinta que una vez fuera negra sea ahora marrón. Algunas cartas tienen anotaciones del propio puño de Galileo porque unas veces apuntaba algo en los márgenes sobre las cosas que ella decía y en otras hacía cálculos o dibujos geométricos que no parecen tener nada que ver con el texto en los espacios que quedaban libres alrededor del cuerpo del mismo. Hay páginas que se han estropeado mucho: tienen agujeros, se han oscurecido por algún ácido o por el moho, están arrugadas o tienen manchas de aceite. Otras presentan cercos de agua, en unos casos debido a que les cayó encima gotas de  lluvia, pero en otros parece más bien como si hubieran dejado su huella algunas lágrimas vertidas bien durante la escritura, bien durante la lectura. Después de casi cuatrocientos años, el sello de cera roja todavía está pegado en algunas esquinas dobladas del papel.
La mayoría de las cartas de sor María Celeste viajaron en el bolsillo de un mensajero o en una cesta cargada de ropa limpia, dulces o hierbas medicinales. Recorrieron la pequeña distancia que había desde el convento de San Mateo en la ladera de una colina al sur de Florencia  bien en su casa de las afueras o bien en la ciudad misma, donde Galileo podía encontrarse ocasionalmente. También recorrieron grandes distancias, las cartas viajaron  a caballo más de trescientos kilómetros y se retrasaban con frecuencia a causa de las cuarentenas que imponía la peste negra, que iba sembrando el pánico y la muerte a lo largo y ancho de toda Italia. Lapsos de varios meses de duración interrumpen en ocasiones la correspondencia, pero todas las páginas resuman una vida cotidiana en la que  están presentes desde las molestias por un dolor de muelas hasta el aroma del vinagre, del vino, la fruta y las flores, como lo muestran los siguientes fragmentos.

Ilustre y queridísimo padre:
Os devuelvo las camisas que faltaban por coser y también el delantal de cuero remendado lo mejor que he podido. Os devuelvo también vuestras cartas, que tan hermosamente están escritas y que sólo han avivado mi deseo de leer más de ellas. Ahora estoy dedicándome al juego de manteles, así que espero que podáis enviarme las cintas para los remates y os recuerdo que deben ser anchas porque los manteles son un poco justos.
 Os devuelvo el mantel en el que envolvisteis el cordero que nos  enviasteis;   tenéis una funda de almohada vuestra que dejamos debajo de las camisas en la cesta de ropa limpia.
Sólo puedo imaginarme la carta de felicitación que debéis de haber escrito al embajador con motivo de su designación para tan alta responsabilidad y, como soy algo más que curiosa, me muero de ganas de verla si es que quisierais enseñármela y os agradezco muchísimo las que ya me habéis enviado, así como los melones que tan bien nos han venido. He escrito esta carta con muchísima precipitación, así que os ruego perdonéis si he sido desordenada o he dicho algo inconveniente. Os envío un beso muy fuerte junto con el saludo de las hermanas.
                                                             En San Mateo, a 10 de agosto.
                                                            Vuestra hija afectísima,
                                                                   S. M. C.

 

Ilustre y queridísimo padre:
Aparté un barrilillo de vino verde que el signor Francesco no pudo llevarse porque su litera estaba demasiado cargada. Podréis enviárselo al arzobispo después, cuando su litera haga el viaje de regreso; ahora le he enviado también unos cuantos trozos de dulce de cidra. Los barriles de vino blanco ya están preparados.

Ilustre y queridísimo padre:
De las cidras que  me mandasteis para hacer confitura, sólo he podido devolveros estos trocitos que ahora os envío porque me temo que la fruta no estaba lo suficientemente madura como para confitarla del modo que me hubiera gustado, y aun así no ha salido muy bien que digamos. Junto con ello, os mando dos peras asadas para estas fiestas. Pero para ofreceros un regalo aún más especial os envío también una rosa, algo sorprendente en esta estación tan fría, que espero que sea cálidamente acogida por vos.
                                                                                      S.M. Celeste

Después del juicio de Galileo, el diálogo apareció en el Índice de libros prohibidos, en el que permanecería durante doscientos años, pero esta medida inquisitorial resultó inútil. En el verano de 1633, un verdadero mercado negro creció con rapidez alrededor del Diálogo proscrito. El precio del libro, que se había vendido inicialmente por medio scudo, subió hasta los cuatro y luego hasta los seis scudi a medida que  los profesores de todo el país adquirían ejemplares para evitar que los inquisidores agotaran las existencias. Nadie que tuviera el Diálogo quería deshacerse de el y a medida que el libro iba alcanzando mayor prestigio, Galileo se ganaba también nuevos conversos.
Tiempo después, un mensajero llevó un ejemplar del Diálogo a través de los Alpes hasta Estrasburgo con la ayuda de agentes clandestinos, donde el historiador austríaco Mathias Berneggar empezó a preparar una traducción al latín que estaría lista para su difusión por toda Europa en 1635. En 1661 apareció una versión inglesa del Diálogo traducida por Thomas Salusbury. La prohibición del libro en el Índice se prolongó durante mucho tiempo, pero el brazo de su ley no llegaba fuera de Italia.
En 1744, los editores de Padua recibieron permiso para incluir el Diálogo en una recopilación póstuma de las obras de Galileo con la inserción de las aclaraciones necesarias y con omisiones cualitativas de partes del texto. Pero esta concesión no desembocó en modo alguno en la anulación de la sentencia contra el Diálogo, que seguía estando oficialmente prohibido. El 16 de abril de 1757, cuando la Congregación del Indice retiró las objeciones generales contra los libros que enseñaban la doctrina copernicana, el Diálogo se incluía todavía entre los títulos que estaban prohibidos. De hecho, el Diálogo siguió estando prohibido durante sesenta y cinco años más, hasta 1822, cuando la Congregación del Santo Oficio decidió permitir la publicación de libros de astronomía moderna que expusieran el movimiento de la Tierra. En cualquier caso, no se divulgó ningún Índice nuevo en aquel momento para reflejar este cambio de actitud. Así que la edición del Índice de 1835 fue la primera que, después de dos siglos, omitía del listado el Diálogo de Galileo Galilei.

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