ENSAYOS SOBRE LA HISTORIA, LA FILOSOFÍA Y LA SOCIOLOGÍA DE LA EDUCACIÓN

Carmina García de León

CAPITULO III
 "Educar el alma con dulzura y libertad": Michel de Montaigne.


"Hablaré de lo que fue puesto en práctica en mí mismo, la cualidad primera que mi padre buscaba en mis educadores era la benignidad y bondad de carácter. Mi padre hizo cuantos esfuerzos estuvieron en su mano para informarse entre gentes sabias y competentes cuál era la mejor educación para dirigir la mía con mayor provecho.


 Fue advertido, desde luego, del dilatado tiempo que se empleaba en el estudio de las lenguas clásicas, lo cual se consideraba como causa de que no llegásemos a alcanzar la grandeza de alma ni los conocimientos de los antiguos griegos y romanos. No creo yo que esta causa sea la única. Sea de ello lo que quiera, el expediente de que mi padre echó mano para librarme de tal gasto de tiempo, fue que antes de salir de los brazos de la nodriza, antes de romper a hablar, me encomendó a un alemán, que más tarde murió en Francia siendo famoso médico, el cual ignoraba en absoluto nuestra lengua y hablaba el latín a maravilla. Este preceptor a quien mi padre había hecho venir expresamente y que estaba muy bien retribuido, teníame de continuo consigo. Había también al mismo tiempo otras dos personas de menor saber para seguirme y aliviar la tarea del primero, las cuales no me hablaban sino en latín. En cuanto al resto de la casa, era precepto inquebrantable que ni mi padre, ni mi madre, ni criado, ni criada, hablasen delante de mí otra cosa que las pocas palabras latinas que se les habían pegado hablando conmigo. Fue portentoso el fruto que todos sacaron, mis padres aprendieron lo suficiente para entenderlo y disponían de todo el suficiente para servirse de él en caso necesario. Lo mismo acontecía a los criados que se separaban menos de mí. En suma, nos latinizamos tanto que la lengua del Lacio se extendió hasta los pueblos cercanos, donde aún hoy se sirven de palabras latinas para nombrar algunos utensilios de trabajo.


Contaba yo con más de seis años y así había oído hablar en francés o en el dialecto de Perigord como en el habla de los árabes. Así que sin arte alguno, sin libros, sin gramática, ni preceptos, sin disciplinas, sin palmetazos y sin lágrimas, aprendí el latín con tanta pureza como mi maestro lo sabía, pues yo no podía haberlo mezclado ni alterado.


Me enviaron a los seis años al colegio Guiena, en muy floreciente estado por aquella época y el mejor de cuantos había en toda Francia. Allí fui objeto de los cuidados más exquisitos, no es posible hacer más de lo que mi padre hizo,  rodeóseme de competentísimos preceptores y de todo lo demás concerniente al cuidado material al que contribuyó con toda clase de miras; muchas de estas apartábanse de la costumbre seguida en los colegios. Más de todas suertes no dejaba de ser colegio el sitio donde me llevaron.


La primera inclinación que tuve por los libros me vino del placer por las fábulas de la Metamorfosis de Ovidio. A la edad de siete u ocho años, me privada de todo otro placer por leerlas, tanto más cuando estaban escritas en mi lengua materna y además, porque era el libro más fácil que conocí y el que mejor se acomodaba a mi tierna edad por el asunto. Los Lancelote del Lago¸ los Amadís, los Hunos de Burdeos y demás fárrago de libros con que la infancia se regocija, no los conocía ni de nombre, ni hoy mismo los he leído. Todavía era más indiferente al estudio de las otras materias. Toleró mi inclinación a la lectura un preceptor inteligente que supo diestramente conllevar mis desarreglos y algunas otras faltas.


Gracias a él devoré de una sentada la Eneida de Virgilio; después Terencio; después Plauto y las comedias italianas, atraído por el encanto de los asuntos. Si mi maestro hubiera cometido la imprudencia de detener bruscamente el furor de mis lecturas, no hubiera sacado otro fruto del colegio que el odio a los libros, como le ocurre a casi toda nuestra nobleza. Mi preceptor procedió con ingenio. Fingiendo no advertirlo, dejándomelo al descuido, exigiéndome suavemente en los estudios obligatorios.
Cuando me daban un tema, según es usanza en los colegios, el profesor lo escribía en mal latín y yo lo presentaba correcto; a los demás se lo daban en francés. Los preceptores domésticos de mi infancia, que fueron Nicolás Grouchy, autor de Comitiis Romanorum; Guillermo Guerente, comentador de Aristóteles; Jorge Buchanam, gran poeta escocés y Marco Antonio Muret, a quien Italia y Francia reconocen como el primer orador de su tiempo. Me contaban que temían hablar conmigo en latín por lo bien que yo lo poseía, teniéndolo presto y a la mano en todo momento.


Buchanam, a quien vi más tarde al servicio del difunto mariscal de Brissac, me dijo que estaba escribiendo un tratado sobre la educación de los niños y que tomaría ejemplo de la mía.
Quiero manifestaros la sola opinión que acerca de educación profeso, contraria al común sentir y uso. Es cuanto puedo hacer en vuestro servicio en este punto. El método será su instrumento, no la violencia. Sócrates se colocaba al nivel de su escolar para mayor provecho, facilidad y sencillez de su doctrina. "La autoridad de los que enseñan perjudican a los que quieren aprender". (Cicerón),


Que la cabeza del escolar no de albergue a nada por la simple autoridad y crédito. Debe el maestro acostumbrar al discípulo a pasar por el tamiz todas las ideas que le transmita. Hallándome en Pisa, tuve ocasión de hablar familiarmente con una persona excelente, tan partidaria de Aristóteles, que profesaba con cabal firmeza la creencia de que el toque y la regla de toda verdad e idea sólida era su conformidad con la doctrina aristotélica y que fuera de tal doctrina todo era quimera y vacío, que Aristóteles lo había visto todo y todo lo había dicho.


Los principios de Aristóteles, como los de los estoicos o los de los epicúreos, no deben ser para él doctrina incontrovertible; propóngasele semejante diversidad de juicios, él escogerá si puede, y si no, permanecerá en la duda: "De la propia suerte que saber, también el dudar es meritorio", (Dante). Si abraza, después de reflexionarlas, las ideas de Jenofonte y las de Platón, estas ideas no serán ya las de esos filósofos serán las suyas. Es preciso que se impregne del espíritu de los filósofos; no basta con que aprenda los preceptos de los mismos; puede olvidar si quiere cuál fue la fuente de enseñanza, pero a condición de sabérsela apropiar. La verdad y la razón son patrimonio de todos y ambas pertenecen por igual al que habló antes que al que habla después. Tanto monta decir según el parecer de Platón que según el mío, pues los dos vemos y entendemos. Las abejas extraen el jugo de diversas flores y luego elaboran la miel, que es un producto suyo y no tomillo ni mejorana: así las nociones tomadas de otro, las transformará y modificará para con él ejecutar una obra que le pertenezca, formando de este modo su saber y su discernimiento.
 Hay que enseñarle  a no entrar en discusiones ni disputas más que cuando haya de habérselas con un estudioso digno y así mismo enseñarle a  escoger los argumentos que  puedan  ayudarle mejor. Tiene que elegir con tacto sus razones, ser congruente y lacónico.  Acostumbrarse  sobre todo a rendirse ante la verdad, luego que la advierta, ya nazca de su adversario, ya surja de sus propios argumentos por haber dado con ella de pronto. Pues no estará obligado a defender ninguna tesis prescrita. Sin ligarse a nada, sino a lo que aprueba, no tomará partido por lo que se vende por dinero y que priva de la libertad de arrepentirse y de ser reconocido.


Que se permita a su mente una curiosidad legitima que le haga informarse de todas las cosas; todo aquello que haya de curioso en derredor suyo debe verlo: un edificio, una fuente, un hombre, el sitio de una antigua batalla, el paso de César o de Carlomagno. Qué región está entumecida por el frío o abrasada por el sol; qué viento propicio empuja las naves a Italia. Se informará de las costumbres, estas cosas son muy placenteras y útiles de saber. Al hablar del trato de los hombres incluyo de modo principal a los que no viven sino en la memoria de los libros. Debe frecuentar los historiadores que relataron de las grandes almas en los mejores siglos.


He oído asegurar a personas inteligentes, que los colegios donde reciben la educación de los cuales hay tantísimo número los embrutecen y adulteran. Los procedimientos que se emplean en la mayor parte de estos me han disgustado siempre; con mucha mayor cordura debiera emplearse la indulgencia. Los colegios son una verdadera prisión de la juventud cautiva, a la cual se convierte en relajada castigándola antes de que lo sea.


No quiero que se aprisione al niño, no quiero que se le deje a la merced del mal humor de un furioso maestro de escuela; no quiero que su espíritu se corrompa teniéndole aherrojado, sujeto al trabajo durante muchas horas, como un mozo de cordel. No quiero que se inutilicen las felices disposiciones del adolescente a causa de la incivilidad y la barbarie de los preceptores.
Visitad un colegio a la hora de las clases y no oirés más que gritos de niños a quienes se martiriza; y no veréis más que maestros enloquecidos por la cólera. ¡Buenos medios de avivar el deseo de saber en almas tímidas y tiernas, de guiarlas así con el rostro feroz y el látigo en la mano! Quintiliano dice que tal autoridad imperiosa junto con los castigos, acarrea, andando el tiempo, consecuencias peligrosas. ¿Cuánto mejor sería ver la escuela sembrada de flores, que de trozos de mimbres ensangrentados? Yo colocaría en ellas los retratos de la Alegría, el Regocijo, Flora y las Gracias, como los colocó en la suya el filósofo Speusipo, así se hermanaría la instrucción con el deleite. La educación saludable al alma del niño para que sea un deleite tiene que  dulcificarse  y las formas amargas y dañinas  apartarse. Es maravilla ver que Platón siempre se muestra en  pro del deleite y la alegría, y cómo se detiene en hablar de sus carreras, juegos, canciones, saltos y danzas, de los cuales dice que la antigüedad concedió la dirección a los dioses mismos.


Tiene que presidir a la educación una firme dulzura, no como se practica generalmente; en lugar de invitar a los niños al estudio de las letras, se les brinda sólo con el horror y la crueldad. Que se alejen la violencia y la fuerza, nada hay a mi juicio que bastardee y trastorne tanto una naturaleza bien nacida.


Las mismas han sido mis ideas siendo niño, joven y viejo, en la materia que voy hablando (sobre la educación de los hijos), como lo aprendí de mi padre, cuando intentó hacerme aprender el griego, por arte, más de un modo nuevo, por un procedimiento de distracción y ejercicio. Estudiábamos las declinaciones a la manera de los que sirven del juego de damas para aprender la aritmética y la geometría; pues entre otras cosas habían aconsejado a mi padre que me hiciera gustar la ciencia por espontánea voluntad, por mi individual deseo, al par que educar mi alma con toda dulzura y libertad, sin trabas ni rigor. Y de hasta qué punto se cumplía conmigo tal precepto, puede formarse una idea considerando que, porque algunos juzgan nocivo el despertar a los niños por la mañana con ruidos violentos, por ser el sueño más profundo en la primera edad que en las personas mayores, despertábanme con el sonido de algún instrumento.
Tal ejemplo bastará para juzgar de los cuidados que acompañaron mi infancia y también para recomendar la afección y prudencia de tan excelente padre, del cual no hay que quejarse si los resultados no correspondieron a una educación tan exquisita".
                                                  Ensayos
                                               “Montainge”
                                              1533-1592

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