ENSAYOS SOBRE LA HISTORIA, LA FILOSOFÍA Y LA SOCIOLOGÍA DE LA EDUCACIÓN

Carmina García de León

CAPITULO II
1. La amistad creativa tiene el mejor instrumento de educación: la conversación.


            La Enciclopedia del Siglo en forma de conversación es lo que se  disfrutaba en los salones de Paris, como en el de Madame Geoffrin, en donde se reunía con sus amistades: literatos, filósofos, hombres de ciencia, los intelectuales más significativos de la época de Luis XV, entre ellos Voltaire, por supuesto.


            Los salones de Paris constituían un mundo opuesto a la corte de Versalles, en ellos se encontraban gente más allá de las diferencias de clase, e intercambiaban ideas sobre los últimos adelantos culturales de la época.  Además se realizaban lecturas de obras literarias y filosóficas antes de su publicación.  Los participantes se desvivían por hacer accesible, atractivo y entretenido el saber humano: la ciencia, la geometría, la filosofía, la economía, las costumbres.


            En los grandes salones de la época, en las reuniones de la marquesa de Lambert, de Madame Necker, de Madame de Tencin, Helvétius, D’Holbach y Julie de Despinasse se trataban temas que despertaban gran interés, como el amor y la amistad, les atraía la diversidad de costumbres, la relatividad de las normas morales, los comportamientos, el análisis de la vida afectiva.


            “Hay que observar todo lo que ocurre en el corazón y en la mente de las personas con las que se habla, para aprender pronto a reconocer los sentimientos y los pensamientos por medio de los signos casi imperceptibles que emiten”, decía Montesquieu.
        

    Había un gran entusiasmo por aprender, en las reuniones se compartía con gran pasión y diversión el conocimiento.  En este siglo de las luces, hombres y mujeres coleccionaban palabras, minerales y fósiles, montaban en sus casas gabinetes de química y observatorios astronómicos, se apasionaban con los experimentos de Mesmer y aplaudían el lanzamiento del primer globo aerostático. Tenían la serena convicción de que la ciencia y el progreso iban parejos con el ascenso de la razón y el refinamiento de las relaciones humanas, este era el espíritu de la Ilustración.
           

Con el advenimiento de la Ilustración, en los salones de Paris la  conversación se concebía como una actividad de grupo que debía favorecer  al progreso de la razón y el mejoramiento de la sociedad. “Los salones eran como un foro de la sociedad civil, con un público atento a los mejores argumentos,  una asamblea libre a puerta cerrada, donde poder expresar sus opiniones.  Así la palabra privada venía a suplir la ausencia de la palabra representativa y se abría a las formas igualitarias del diálogo y a la confrontación de las ideas, en el seno del Estado absolutista y en polémica más o menos explícita con éste”, señala la historiadora  Benedetta Craveri. 


            El intercambio amistoso de opiniones con un continuo tono emancipatorio,  se daba no solamente en los salones sino también en “El caffe”, el nuevo lugar de moda en Europa. En los cafés se conversaba, se leían las noticias más recientes, había entendimiento por encima de las diferencias sociales; aquí se daban cita literatos independientes, gente de las artes y las ciencias, autores versados en distintos asuntos.  A pesar de los espías y policías, la conversación se había convertido en crítica abierta contra el absolutismo sin perder por ello su alegría, su viveza y elegancia.


         Una   de las figuras más representativas de la época ilustrada, era Madame de Staël, que con  la fuerza de su palabra y su ágil pluma, escribía sobre la construcción de una nueva sociedad, más libre y más justa.  Además que su inteligente conversación abarcaba todos los territorios del saber humano, la literatura, la política, la filosofía, la economía, la historia, la vida ética y moral de  las personas y las naciones.  En ella se conjugaba el gusto por la amistad, la intimidad, el deseo de divertirse, de aprender y disfrutar de la conversación, por medio del placer de la palabra.


            “La cultura de la conversación”, en los salones de París era el mejor método educativo, en el que la palabra es un placer, un instrumento que a la gente le gustaba tocar para aprender y reanimar el espíritu, como hace la música en unos pueblos y las comidas fuertes en otros. ¿Pero cómo se escuchaba este placentero instrumento en otros lugares, en otras ciudades a finales del siglo XVIII y albores del siglo XIX?


1.1 El placer de la palabra en la Nueva España: nuevas luces y nuevas ilustradas amistades.


            Termina el siglo XVIII, nuevas ideas circulan, hay avances en la ciencia y luces en la filosofía, la luz de la ilustración dio lugar a que en estas tierras surgiera una corriente de estudiosos, que produjeron tratados sobre geografía, botánica y matemáticas, historia y literatura, que atraían a los espíritus inquietos.


En el virreinato había inquietud, nuevas ideas empezaban a conocerse, gracias a los libros que a pesar de las prohibiciones y castigos, circulaban profusamente.  En la Nueva España se lee a los franceses que escribían sobre la soberanía del pueblo, la limitación del poder real y los derechos del hombre.


            La antigua corte virreinal, severa, ceremoniosa, estricta y siempre teñida de religiosidad, se transformó en una corte a la francesa. Se propago en la población urbana a través de los salones y tertulias literarias que entonces proliferaban y por medio de las representaciones teatrales y los aires musicales, el nuevo gusto de las cortes europeas.  Se introdujo en la Nueva España la moda del pan francés, los cafés, una nueva moda de vestir, de divertirse, de pensar y por supuesto de conversar.


            Al finalizar el siglo XVIII la ciudad de México tenía una población de poco mas de 130 mil habitantes, en donde las calles no solo servían para la circulación de las personas, sino que en ellas los habitantes trabajaban, compraban, comían, celebraban ceremonias religiosas, se paseaban, se divertían, era el lugar en donde se enteraban de los últimos acontecimientos sociales, políticos y económicos.  La ciudad era el centro mismo de la vida social, un espacio privilegiado para conversar y tocar el instrumento más preciado, la palabra, como lo hacia la Güera Rodríguez, una especie de Madame Staël, que además de conversadora, era una verdadera cronista de la ciudad, como cuenta en su novela histórica Artemio del Valle Arizpe: “Muy popular, conocidísima no digo de las personas encumbradas, sino de la gente del estado llano.  Su nombre andaba graciosamente en la boca de todos y por cantones y estados iban sus hechos y dichos.  Sus agudos decires iban y venían por todo México, regocijantes, donairosos.  Los cuentos, las anécdotas y agudezas de doña María Ignacia Rodríguez de Velasco no tenían par, por las sabrosas sales y especias, con que finamente las espolvoreaba.  Estaba México entero lleno de su presencia en esos tiempos en que arribaron a la ciudad dos espíritus inquietos, uno de Europa y otro de Sudamérica, que trasladaron a estas tierras nuevas luces y saberes de la política y la ciencia.  Es la ciudad de México, el escenario de nuevas amistades, y sabias conversaciones, de  la famosa Güera Rodríguez  con Alejandro de Humbolt y con el caraqueñito Simón Bolívar.


          El 10 de octubre de 1803, llegó Humboldt a la ciudad de México, lo hospedaron con toda comodidad y aseo en el viejo caserón que llevaba el número 3 de la calle de San Agustín. Allí se le tuvo con mucho regalo y le hicieron todo buen tratamiento. No sólo lo agasajaban con comidas magníficas en las casas de los ricos señores, sino que hasta el mismo virrey José de Iturrigaray lo sentaba a honrar la mesa. Fue con él a visitar en Huehuetoca las importantes e interminables obras del desagüe que iba a impedir las inundaciones que a menudo padecía la ciudad. A diario le enviaban al agasajado Barón, fuentes con la rica suculencia de guisos mexicanos de sabores de maravilla, o con esplendorosa variedad de dulces, o bien con frutas odorantes de estos climas, que trascendían a gloria.


       El andarín Barón fue cierta tarde a cumplimentar a doña María Ignacia Osorio y Bello de Pereyra, y en su estrado, de plática en plática, sobre  las bellezas sorprendentes de esta tierra de sol,  maravillado por la benéfica suavidad de su clima, sus alrededores con lindos paisajes de campo y montaña y por ser la ciudad de México de admirables palacios; se vino a parar en que deseaba con interés ir a cierto lugar cercano donde le dijeron había una tupida nopalera en la que se creaba la purpúrea cochinilla.


      De un extremo de la sala salió la límpida cadencia de una voz que llegó a sus oídos en sucesivas ondas, “Si quiere yo  lo puedo llevar”,  quedose Humboldt maravillado por la sorpresa inesperada de esta música halagadora y fina, No cabía en sí de admiración el Barón. Preguntó quién era la que hablaba así con acento tan grato que acariciaba el oído con su delicia armónica. La señora de Osorio le contestó con tierna sonrisa de madre satisfecha, que era su hija María Ignacia.


      Desde esa tarde el barón de Humboldt y la gentilísima doña María Ignacia Rodríguez de Velasco quedaron bien amistados. Se juntó estrechamente aquella sabia aridez con este fuego donairoso que calentaba hasta la frialdad incorpórea de una ecuación algebraica. Humboldt quedó prendido, de aquel ingenio con permanentes chispazos de vivacidad e inteligencia.
      Federico Enrique Alejandro, barón de Humboldt, dedicaba su vida con perseverante afán a estudiar plantas raras, estudiar minerales y piedras extrañas, determinar coordenadas y paralelos., hacer observaciones astronómicas y termo barométricas, sacar la posición geográfica de los lugares en que estaba, la longitud y latitud. Salió de Alemania a recorrer el globo terráqueo para gozar de otra luz, otro suelo y descubrir novedades. Era un atento observador del mundo. Estaba lleno de ciencias naturales y de exactas matemáticas.


      Era un gran caminador y gran estudioso, ocupaba su atención en variadas yerbas, en largas ringleras de números, fórmulas algebraicas y complicados cálculos astronómicos y geométricos, y en atisbar por los cristales de un anteojo, teodolito o telescopio. Después de bajar y subir Humboldt cerros altísimos y elevadas cuestas, de andar en recorridos fatigosos por despoblados montes; por agrias sendas de cabras y picudos rollares; después de largas caminatas por escondidos andurriales; vericuetos y vaguadas; de errar por lugares desiertos y sin carril para informar el ánimo, siempre curioso e insaciable, en el estudio de las piedras, de árboles, de yerbas, de flores pinchudas de las de entre peñas; después de ejecutar largos, complicados cálculos algebraicos, de sacar niveles, de observar varias alturas de estrellas y distancias lunares; de asistir a los exámenes del Real Seminario de Minería; de estudiar en grande libros, robustos y copiosos tomos; de resolver en los desorganizados archivos porción de mamotretos polvorosos y arratonados; después de este constante ajetreo de cuerpo y espíritu, preparaba sus largos escritos y trabajos, entre éstos Las Tablas Geográfico-Político de México de donde salió más tarde el famoso Ensayo Político sobre el reino de la Nueva España. Cuando terminaba sus largas jornadas de estudio, visitaba a la  güera, que era una delicia de amistad.


      La Güera y Humboldt andaban juntos y solos por toda la ciudad, se les veía en los paseos muy del brazo en animadas pláticas, muy unidos o en las lentas chapulas que bogaban por el ancho canal, o hallábanse en el palco del Coliseo, muchas veces las manos en las manos.


       Cuando  él no tenía esas largas comidas a las que asistir, se sentaba a la mesa solo con la Güera en casa de ésta, quien ponía todos los medios posibles para conseguir el deleite y lo lograba muy a su sabor. Ella le hacía el regalo de platos magníficos, condimentados con vieja pericia, y en vajilla que denotaba el gusto de su dueña y cocinados al estilo de acá. O bien se los preparaba  al  modo francés, que Humboldt amaba tanto, y siempre con buenos y aromosos vinos de España de los que también gustaba mucho el sabio teutón. A estos banquetes agregaba otro regalo exquisito, el de la música. Tocaba la Güera en el clavicordio magníficas melodías, muy acordadas, que oyéndolas hacían blanda y fácil la digestión, más ardua. También cantaba a la guitarra las lindas canciones, con especial donaire, como la Gitanilla de Cervantes, con muy bonita voz, con cuya suavidad se recreaba el Barón, y le daba consolador alivio a sus trabajos. Tocaba la guitarra que la hacía hablar y sabía hacer de ella una jaula de pájaros. Si no tenían apetencia de música tramaban pláticas que eran siempre pasatiempo delicioso.
     También gustaba mucho la Güera Rodríguez de ir a la casa de Humboldt para continuar placenteras conversaciones y que le satisficiese porción de curiosidades e ignorancias. Le mostraba el Barón sus libros, sus flores y matojos disecados, algunos todavía con el olor suavísimo que tuvieron en el campo; su multicolor colección de mariposas, sus brilladores minerales, animalejos con la exacta apariencia de cuando estaban vivos, y pájaros también de versicolor plumaje e innumerables conchas rosadas, azules, verdes, de vivos tornasoles y de todos los matices, todo ello recogido con incomparable paciencia en cuatro años de penosas expediciones por la América meridional.


      Las explicaciones justas y sencillas que daba el Barón, la Güera las escuchaba con atento interés y hasta saboreándolas como si le estuviese diciendo delicadezas, gracias y divinidades. Esas enseñanzas no las encontraba aburridas doña María Ignacia ni intrincadas, ni oscuras, sino antes bien claras y trasparentes. Lo arduo se volvía fácil y diáfano al pasar por los labios sapientes de Humboldt, pues deslindaba las cosas magistralmente. En todo iba mostrando las excelencias de su saber.


      Igualmente le agradaba mucho a doña María Ignacia que su docto amigo le enseñase sus aparatos científicos y le diera pormenorizadas explicaciones para lo que servía cada uno de ellos y cuál era su manejo. Y como si la dama viese lindas joyas o leves encajes y telas suntuosas para sus vestidos, se deleitaba ante aquellas cosas de extraño mecanismo y para cada una de ellas tenía una clara lección aquel hombre sapiente. Eran los sextantes, niveles de todos tamaños con su inquieta burbuja, círculos repetidores de reflexión, teodolitos, cronómetros, anteojos, grafómetros, brújulas, magnetómetros, barómetros, higrómetros, cianómetros, termómetros, sondas termométricas, escuadras y cadenas de agrimensor, anemómetros, patrones métricos de cristal y de latón para verificar las medidas de longitud, pantógrafos, planchetas para sacar y medir ángulos.


      Humboldt y doña María Ignacia casi no se apartaban. Experimentaban entre ambos soberanas dulzuras con estar juntos, bañábanse en los deleites de la vida y nadaban en las aguas de sus gustos propios. Sólo andaban en seguimiento de sus contentos y apetitos. El barón Federico Enrique Alejandro de Humboldt, salió de México, lo que fue fin ideal a sus gustosas y largas conversaciones con la Güera Rodríguez. Ambos se echaron los dos brazos y al desenlazarse de aquel estrecho abrazo, se alejó el Barón a todo paso, ella lo seguía con los ojos hasta no perderlo de vista y el volvió atrás muchas veces la cabeza.


      Poco tiempo después, arribó a la ciudad de México, Simón Bolívar, con buenas cartas comendatorias para el oidor don Guillermo de Aguirre y Viana, a quien aposentaba en el caserón, vasto y claro, de la calle de las Damas, de la marquesa de Uluapa, la entonada y seria doña María Josefa, hermana de la Güera Rodríguez. El Caraqueñito, como cariñosamente lo llamaba en México todo el mundo, y que más tarde sería por antonomasia el Libertador, era un joven de elegante gallardía, apenas le sombreaba el labio una rubia esperanza de bigote, tenía muy suelta gracia, lozanía, atracción y desenfado de muchacho inteligente. La simpatía de este apuesto mozalbete, se llevaba a la gente tras de sí con fuerza gustosa, ágil de palabra y pronto en las respuestas, se encontraba encantado con la conversación de la Güera, la maestra de la palabra ágil y liviana, haciéndole pintorescas descripciones de lo que veían. Cuando la mano breve y delicada de ella, señalaba algo, parecía que lo que indicaba volvíase al punto más hermoso, alegre y exquisito. Le producía un gran gozo pasear con la gentilísima señora, por esos caminos con hierba en las junturas de las piedras de su pavimento desigual, que es como florecer del olvido; calles formadas por largos tapiales musgosos de huertas y paredones traseros de las casas nobiliarias y en los que se remansa una paz aldeana, que fue interrumpida por el paso del carruaje del virrey don José Miguel de Azanza, que gustaba mucho conversar con el desenvuelto Bolívar; recibía placer oyéndolo discurrir, siempre con amenidad y soltura, sobre todas las cosas, gustoso en sus palabras, iluminadas siempre por un mirar risueño, aclarado de alegría.


      Pero una tarde en Palacio resbaló lo ameno de la conversación a cosas de la política y ¡qué ideas terribles fueron entonces las que Bolívar sacó a relucir de ese modo brillante! ¡Con qué habilidad y talento las desarrollaba ante los ojos asombrados, atónitos, de los pecatos tertulios! Criticó el régimen de gobierno; los enormes gravámenes para llevarse ese dineral a la Corte, no para emplearlo en nada útil para el pueblo, sino para derrocharlo en fiestas y en cosas baladíes y tirarlo a manos llenas; alababa  los justos derechos de la independencia de América, de la libertad de pensamiento y otros temas vedados no sólo para decirse en público, pero ni en voz baja y tras el alto embozo de las capas y ni siquiera pensarlos a solas. Nadie en la ciudad se atrevía a comunicar esas ideas si por acaso las tenían, pues en ese México feliz no podíase discutir nada; aquí los vasallos del monarca, habían nacido sólo para callar y obedecer, no para discutir ni opinar en los altos asuntos del Gobierno.
      Bolívar seguía dando su parecer  con desaprensiva despreocupación, pero don Miguel de Azanza echó con habilidad la plática por otro apacible sendero y  quedose horrorizado de que así pensara su joven amigo el Caraqueñito. “Va este muchacho – se decía con dolor a sí mismo -, por caminos muy extraviados y malos, pues, ¿qué es eso de la independencia de América?¡Vamos, que no está en sus cabales, no puede estarlo ese mozo de espíritu tan fino y tan ágil!”.


      Pero a la tarde siguiente y ante muchas personas que acudían a la tertulia en una antecámara del Real Palacio, la conversación llevada con inconsciente timidez por alguien, volvió a caer en el sucio hondón de la política. No le importó a Simón Bolívar ni mucho ni poco la entonada presencia del virrey Azanza, sino de nuevo, con el fácil desenfado de sus años mozos, puso todo su entusiasmo en alabar y justificar la conspiración que hacía poco se descubrió en Caracas y volvió a defender con más ardoroso fervor los justos anhelos de la independencia americana.
      Todos los apacibles tertulios estaban sin alma, pasmados de la audacia y valor del Caraqueñito. Tenían helado el corazón. Se miraban los unos a los otros con asombro, removiéndose en los asientos de damasco. Los dedos tremulitos no podían coger las jícaras de chocolate, ni siquiera partir los frágiles pasteles ni los encanelados rosquetitos. Tenían acaloro en el rostro que se les ponía lívido. Había toses discretas y discretos cuchicheos.
      Bolívar continuaba hablando con exaltación candorosa. El virrey don Miguel de Azanza con mucha gentileza le cortó la palabra. Se disolvió en el acto la tertulia y todos los angustiados señores se fueron a sus casas, llevando muy alterados los pulsos. No podían concebir cómo ese mozo tenía esas terribles solturas de lengua.


      El Virrey detuvo al manso y asustado oidor, don Guillermo de Aguirre y Viana sin hacer aspavientos, pero arqueando las cejas, clara e inequívoca señal del enfado muy quemante que le andaba por dentro, y dijo a Su Señoría que cuanto antes lo despachara para Veracruz, el sabría cómo, a ese inquieto mancebo de quien ya se habían dado cuenta que era harto peligros, y, sobre todo, era arriesgado que permaneciera más tiempo en la ciudad por la que pronto, sin duda alguna, se pondría a desparramar sus malas y dañinas ideas, que al soltarlas  de seguro que lo echarían a la cárcel o fuera del reino como era merecedor, si andaba con esas fantasías de iluso, porque era indiscutible la política sabia y benévola del buen rey.


      Cuando esto supo la Güera Rodríguez reía y reía interminablemente de sólo imaginarse las aflicciones, sudores, congojas, temblorinas y espantosos asombros por lo que pasaron los tertulianos de Azanza, a quienes bien conocía, gentes tímidas, indecisas, encogidas.


      Se burlaba con mucha risa de esos timoratos y también le retozaban mil carcajadas al pensar en el circunspecto y pecato don Guillermo de Aguirre y Viana. Igualmente Bolívar daba en lo risueño demostraciones de gozo. Le reventaban los ojos de alegría. Contó, además, la Güera con el saladísimo donaire que acostumbraba, algunas historias e historietas de esos entonados señores cuyas faltas andaban de mano en mano por cantones y estrados.


      El oidor Aguirre y Viana, muy espantado, indicó al fogoso Simón Bolívar, con los más suaves y largos circunloquios que encontró, que ya era tiempo de que dejara México y se fuese a tomar un navío a Veracruz, porque según fieles noticias, el San Ildefonso, el barco que llegó a estas playas, iba a anticipar la partida levando anclas en unos cuantos días y que sólo yéndose enseguida podría alcanzarlo, pues ya en las semanas en que había estado en México había visto lo que encerraba esta ciudad de más hermoso y principal.


      Bolívar, como no era torpe, entendió al punto que había vehementes deseos de que se fuese y que por eso era la premura grande con la que lo acuciaba su huésped el Oidor. Comprendió bien que echábanlo del país, aunque con dulce amabilidad cortesana, se despidió y se marchó de México, sonriente y afable.
Quedó la Güera en perpetua memoria de él, tuvo presente las cosas con las cuales ambos se deleitaron. A lo largo de sus años la Güera siempre mantuvo en sí, el espíritu, los hechos y las palabras del joven libertador Caraqueñito, pues años más tarde, ella apoyaría al movimiento de independencia.


      Si los alegres devaneos, siempre de mucho brío, de la Güera Rodríguez, no eran mal vistos en aquella sociedad exigente y pecata o, al menos, se les tenía suave tolerancia. En cambio, la alta sociedad virreinal no le toleró nunca a doña María Ignacia Rodríguez de Velasco el desentono de ser libre propagadora de la independencia. ¿Cómo una señora de tan altas prendas y elevada prosapia que tenía allegado parentesco o al menos era muy de la amistad de lo más encumbrado de la nobleza mexicana, amiga predilecta del virrey, sin faltar a ninguno, de sus lúcidos saraos, cómo se atrevía, sin recatarse de nadie, a ser del partido de los insurrectos que deseaban malamente la separación de México y España?


      No salía la bulliciosa María Ignacia de las espléndidas casas de los marqueses, de los condes, de los duques, de las de los oidores, de los oficiales reales, de todas las de los ricos, caballeros. El señor virrey la recibía con agrado; era deudo suyo un inquisidor: el arzobispo se recreaba gozosamente en su amistad; frecuentaba a varios canónigos, a los prelados de las religiones, a una infinidad de frailes y clérigos,  unos de mucho brío y sapiencia; y delante de todos estos personajes, así como en cualquier parte, celebraba siempre con el brillante desenfado que le era ingénito, las hazañas de los insurgentes y les cantaba entusiastas loores en los oídos de todos.
      Mirábanla con asombro y admirábanse de verla que sacase de su boca esas amplísimas alabanzas. Eso era el espanto de todo el mundo. Decir mal de los realistas era ser despreciado. Era extraordinario el pasmo que causaba semejante proceder de la Güera Rodríguez, pues todos los ricos y los de alto linaje, eran realistas por firme convicción; como pensar que podía tener amistad con los insurgentes.


      Es cosa bien sabida que el cura Hidalgo era de gran sociabilidad, amigable con todos, poseía buena conversación y un exquisito don de gentes, todo lo cual hacíalo conquistar buenos, excelentes amigos por todas partes. Es casi seguro que en sus viajes a la capital, no dejaba de hacer interesadas visitas a esta dama como las hacía a muchos otros señores de casas principales, y que con su perspicaz e ingeniosa habilidad, procuró atraerla a la noble causa de la que sería principal caudillo, toda vez que doña María Ignacia Rodríguez de Velasco empezó a dar buena ayuda en dinero antes de la proclamación de la independencia, la que causó tantísimo alboroto en todo el reino”.
      La Güera siempre estuvo a favor de la independencia de México, desde que el cura don Miguel Hidalgo y Costilla la proclamó, hasta que fue consumada por su amigo Agustín de Iturbide.
      Si bien, nuestros ilustres antepasados, pudieron independizarse políticamente de España, no podían independizarse, ni librarse de la “triple alianza”.

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Por: Miguel Ángel Sámano Rentería y Ramón Rivera Espinosa. (Coordinadores)

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