LAS POLÍTICAS PUBLICAS EN LA ENCRUCIJADA: POLÍTICAS SOCIALES Y COMPETITIVIDAD SISTÉMICA

LAS POL?TICAS PUBLICAS EN LA ENCRUCIJADA: POL?TICAS SOCIALES Y COMPETITIVIDAD SIST?MICA

Francisco José Calderón Vázquez

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I Introducción

I.1.- Políticas Publicas y tiempos de cambio

El nuestro es un tiempo de cambios, los procesos de cambio estructural observados en el panorama económico y social, tanto a nivel nacional como internacional son cotidianos y constantes. Por tanto, el cambio, la mutación, la alteración de lo preexistente, de lo anterior, es el denominador común de nuestro tiempo. Aunque si contemplamos el presente con perspectiva histórica, vemos que en la secuencia de cambios histórica, el origen de los actuales cambios está en la revolución industrial europea de fines del siglo de las luces, cuando una oleada de innovaciones tecnológicas y sociales sin precedentes, va a alterar profundamente los cimientos políticos, sociales y económicos del mundo antiguo, del Antiguo Régimen. Emergiendo un nuevo mundo, nuevas formas de producir (la industria) y nuevos procesos productivos, nuevas clases sociales y nuevos paradigmas culturales y humanos. Tales factores, han guiado durante 200 años la marcha del planeta, desembocando en el mundo de nuestros días.

En dicha secuencia histórica el cambio tecnológico-productivo ha venido seguido o precedido de los necesarios cambios sociales, imprescindibles para la metabolización sociocultural y humana de la tecnología. Por ello, la innovación tecnológica viene aparejada a la innovación social y viceversa. En este sentido, las naciones del occidente europeo, por el impacto derivado de los procesos de desarrollo económico y social, han conocido, a lo largo de los ultimas cinco décadas, un extraordinario proceso de innovaciones sociales, que por su transversalidad y profundidad han afectado a la práctica totalidad de las dimensiones de la esfera social y económica. Con tales innovaciones sociales, las sociedades europeas han ido dando respuesta a los sucesivos desafíos tecnológicos, productivos y culturales.

En las ultimas décadas, todos estos cambios sociales se han producido a su vez en un marco de mutaciones generalizadas, como es el contexto de la globalización y la mundialización. Fenómenos mundializadores que, con sus implicaciones tecnológicas, económicas y culturales, han supuesto a efectos de realidad cotidiana, una verdadera revolución para los europeos, quienes en el curso de los últimos decenios han presenciado como una nueva oleada de innovaciones tecnológicas (informáticas y telemáticas) acompañadas de las consiguientes innovaciones sociales, están transformado de manera vertiginosa, el mundo resultante de la Segunda Guerra mundial, el mundo fordista. Surgen nuevos procesos productivos, nuevas economías y nuevos productores mundiales, que producen, no con miras a un mercado nacional, sino dirigiéndose a un mercado “global”. Ello, significa un giro copernicano en la división internacional del trabajo que supone una exacerbación de la competencia y competitividad internacionales.

Parece evidente que nos encontramos en los albores de un nuevo mundo, en la transición hacia otra realidad, muy distinta a la que vivieron nuestros padres, por no hablar de nuestros abuelos. Una realidad muy compleja, y muy difícil, a la que no resultará fácil adaptarse, porque se trata de una construcción hecha de cambios, algunos graduales, otros excesivamente rápidos como para que puedan asimilarse de forma no traumática.

La globalización significa para Europa y para el mundo en desarrollo un nuevo escenario, donde los agentes sociales y económicos tienen cotidianamente que moverse. Adaptarse a este nuevo escenario significa necesariamente cambiar. Es decir, modificar nuestras actitudes, aptitudes y nuestros métodos de organización y gestión. Lo que no es poco, porque en definitiva, supone mudar la piel, transmutar la cultura organizacional de nuestras organizaciones, tanto publicas como privadas, en un contexto de maximización de la productividad. Y esto, evidentemente, parece muy complicado. La respuesta a los desafíos esta en la innovación, en este caso no solo tecnológica, sino sobre todo social. No cambiar significaría permanecer en la marginalidad.

Por ello, adaptarse a los nuevos tiempos, significa en términos sociales propensión al cambio, predisposición al mismo, como históricamente siempre ha sucedido. Predisposición que debería venir facilitada y promovida, in primis, por los poderes públicos, a través de sus instrumentos de intervención, las políticas publicas. Tradicionalmente, han sido los poderes públicos los encargados de responder, prioritariamente a los cambios en el escenario económico y social. Respondiendo ya de forma consciente, ya bajo presión, a las nuevas necesidades, demandas sociales y desafíos socioeconómicos.

En este sentido, el protagonismo de las políticas públicas en estos campos ha sido, en el pasado reciente de los europeos, decisivo. Y no parece que en el corto y medio plazo, tal protagonismo pueda ser puesto en tela de juicio. Siguiendo estas coordenadas, se trataría, en el plano operativo, de otorgar a las políticas publicas el necesario rol director en la organización del contexto socioeconómico, creando espacios y externalidades al conjunto de agentes de manera que estos puedan desarrollar sus funciones con el máximo de eficacia y eficiencia.

Pero tales planteamientos, aparecen en contradicción con un contexto de actuación dominado por diseños teóricos tendentes a la consideración peyorativa de lo Público, del Estado, y por ende de las políticas publicas. De ahí, que los planteamientos comunitarios pro-política, no dejen de resultar a contracorriente, y en este sentido, cada vez más fuera de juego, sobre todo si tenemos en cuenta el pesimismo reinante con respecto a las proyecciones de futuro del Welfare State europeo.

Hablar de políticas publicas, estado social y en términos generales, de res publica, no deja de ser un contrasentido en tiempos como los actuales, al menos en los últimos años, donde los paradigmas individualistas e individualizadores, y sus plasmaciones a nivel de política y de cotidiana realidad, aparecen como referentes, dominando el espacio político, económico y social. Este ascenso imparable de los “individualismos” parece haber dado al traste con los paradigmas colectivistas y colectivizadores, que aparecen en el ideario social de la actualidad como una suerte de anacronismos, fracasados, utópicos y antieconómicos, por este orden. En el mejor de los casos, desfasados.

La hegemonía individualista, unida a la implosión de los colectivismos, ha generado un caldo de cultivo peyorativo de lo público, tendiendo desde el plano teórico-ideológico a identificar publico con ineficiencia, despilfarro, ineficacia, burocracia y, en términos generales a la “no gestión”. Atmósfera acentuadamente negativistas en el ámbito anglosajón. Todo ello ha terminado por afectar, si bien en menor medida, al concepto de la res publica en su sentido latino, y en consecuencia a sus mecanismos operativos: el estado, el sector publico y a sus instrumentos, las políticas publicas, con particular referencia a las sociales.

En el plano teórico, la tendencia no public, ha sido una constante a lo largo de los últimos treinta años, quedando sometido el aparato estatal y sus instrumentos, a un constante desgaste y erosión. En paralelo, a niveles operativos se ha observado una paulatina tendencia a la reestructuración y desmantelamiento de lo público (vía privatizaciones, externalizaciones, etc. del sector público) y a la contracción (vía presupuestaria) de las políticas publicas en un contexto de contención del gasto, tendencia a la búsqueda del superávit publico y al macroequilibrio financiero.

Por ello, no es de extrañar que autores como Esping-Andersen (1998) se hagan eco del pesimismo sobre el welfare en el contexto europeo. Lo que induce a considerar que la negación del welfare constituyera una suerte de posicionamiento común, más que un hecho aislado. De cualquier forma, los árboles deben dejarnos ver el bosque, puesto que ni las críticas más consistentes, podrían negar el hecho histórico del bienestar en Europa, y los enormes logros conseguidos por el welfare en su proceso histórico de desarrollo. Logros, que hacen que autores como Amartya Sen (1999) se expresen en términos tales como “uno de los grandes logros de la civilización europea”, o “una de las grandes contribuciones de Europa al mundo”.

Por ello, parece como si en nuestros días la medicina tradicional, la política pública, no se pudiera utilizar, o solo se pudiera emplear de forma restringida, dosificadamente. Lo grave del caso, es que precisamente la política pública ha sido el recurso habitualmente empleado por las sociedades europeas para afrontar los desafíos, y la consiguiente secuela de cambios, que históricamente ha debido afrontar. Promoviéndose la innovación tecnológica, social y organizacional, en el seno de dichas sociedades, minimizando sus efectos traumáticos y maximizando la velocidad de incorporación.

Por ello, no parece quedar más opción que retrotraernos a los fundamentos de nuestra sociedad, al cuerpo social. De ahí que, resulte decisivo retomar la cultura de la Polis, en términos de Communitas romana y de Koinomia helénica. Es decir, a partir de principios como la hermandad, comunión de sus integrantes, participación, responsabilidad compartida y condividida. Se trata de construir una nueva sociedad, mas fuerte, de mayores niveles de solidaridad colectiva

Navegar la globalización, supone “in primis”, reforzar los niveles de empatía existentes en las sociedades europeas. La empatía social aparece como un elemento crítico, puesto que si no existe polis, no puede haber sociedad. La estrategia política debería ser la solidaridad colectiva, procurando respuestas colectivas a problemas colectivos, y en este sentido, fortaleciendo a la polis, a partir de la interacción de sus miembros, “alma” de la comunidad. Si los problemas del vecino, no son mis problemas, o mi respuesta frente a los mismos es la suficiencia indulgente, el mirar al otro lado, o el autismo social, la cosa no puede funcionar.

Una sociedad excluyente y fragmentada, es el resultado de la negación de la Polis, del fracaso de la communitas como proyecto colectivo. Comunidad que no logra cohesionar al conjunto de los ciudadanos en torno a un modelo de convivencia, ni tampoco de generar un modelo de desarrollo que logre incorporar productivamente, a una parte significativa de la población en la vida social y económica del país. No resultan creíbles, procesos de participación ciudadana en situaciones de fragmentación social o de extrema disparidad económica y social.

La historia no enseña, que la democracia solo puede ser factible y operativa, allá donde existen entornos positivos a la interacción de los miembros de la polis, es decir, donde se generan entornos de inclusión social (socioeconómicos y sociopolíticos). Pero tales entornos, en el caso europeo, son el resultado de la acción de las políticas publicas básicas (educación, salud, social, justicia) tejedores del espacio de inclusión mínimo, que posibilite una formulación agonística de la política.

De todo lo anterior, se deduce que, en el contexto de la globalización, desestructurador para la gran mayoría de países europeos y de ultramar, las políticas pro comunitas, las políticas sociales y sociolaborales (atención a la familia, conciliación laboral-familiar, mercado de trabajo, formativas, innovación, generación de valor) juegan un papel decisivo y fundamental, mucho más que en ningún otro momento del pasado. Por lo que su priorización en la estrategia de política públicas del Siglo XXI aparece como esencial.