LAS RELACIONES FAMILIARES EN EL CONTEXTO DE LA CRISIS EN LA CIUDAD DE ROSARIO
LAS MUJERES EN LAS ESTRATEGIAS DE SOBREVIVENCIA

LAS RELACIONES FAMILIARES EN EL CONTEXTO DE LA CRISIS EN LA CIUDAD DE ROSARIO LAS MUJERES EN LAS ESTRATEGIAS DE SOBREVIVENCIA

Ana María Ciancio

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VIII.-SINTESIS Y CONCLUSIONES:

A partir de los años ochenta, los países de América Latina y el Caribe, se han visto sometidos a condiciones económicas de corte negativo, las cuales se han traducido en el peso de la deuda externa, la inestabilidad laboral, la tendencia creciente a la precarización del empleo, el aumento de las tasas de desempleo abierto, el deterioro de los salarios -y por ende de la calidad de vida-, la ausencia del Estado en materia de política social - ocasionando la pérdida de garantías y derechos de los trabajadores - y la enorme disparidad en la distribución del ingreso y de la riqueza lo que ha aumentado la desigualdad social.

Dentro del contexto latinoamericano, Argentina- y dentro de ella- la ciudad de Rosario- cuya situación ya hemos descripto dentro del acápite “Marco Teórico”- no han quedado al margen de estos factores. Rosario, se ha visto seriamente afectada por la recesión ocasionada por la desaparición del llamado “cordón industrial”.

Resulta oportuno señalar al respecto los datos aportados por el informe de la XXXIIª Reunión Anual de la Asociación Argentina de Economía Política , el cual, refiriéndose a la ciudad de Rosario, manifiesta que “...la pobreza por insuficiencia de ingresos afecta aproximadamente a la cuarta parte de la población y a un tercio de las personas. En valores absolutos, se trata de casi 400.000 personas en esa situación. Dentro de ellos, la incidencia de la indigencia parece estar aumentando en los últimos tiempos, superando ahora el 10% de las personas.

A su vez, alrededor de un 15% de los hogares, y del 20% de las personas, no cubre al menos una de las necesidades seleccionadas. En términos absolutos, son aproximadamente 50.000 los hogares y 250.000 las personas”

La conjunción de los factores arriba mencionados han convertido a la desocupación y/o subocupación en un fenómeno policlasista, y al mismo tiempo, han aumentado los niveles de pobreza, alcanzando la misma a sectores poblacionales cada vez más extensos, dispersos espacialmente, con una composición caracterizada por la heterogeneidad social. Es decir, ya no hablamos de “la pobreza” como si se tratara de una categoría analítica única, fácilmente identificable y estática, sino de un “universo de pobres”.

Según lo planteado por Minujin, A.. “Polarización y heterogeneidad, procesos aparentemente contrapuestos, constituyen los signos de esta etapa. Los ”pobres estructurales”, que llevan consigo una historia de pobreza, profundizan sus carencias; los sectores medios en su mayoría se hunden y un pequeño grupo ocupa una posición aún más privilegiada..”.

“En lo que hace a la heterogeneidad, es útil mencionar que el conjunto de los pobres se complejiza con la incorporación de otras familias, algunas ex “pobres estructurales” que retornan a una indigencia que habían logrado abandonar y otras provenientes de los sectores medios, integrantes de los “nuevos pobres”, grupo cuya conformación es muy disímil”.

El mismo autor nos advierte que ”Esta distinción está también asociada con los

métodos de medición, mientras que los pobres “estructurales” están medidos según el criterio de “necesidades básicas insatisfechas” (NBI), el cual toma en un conjunto de variables que miden fundamentalmente carencias de vivienda, de agua y de baño, los “empobrecidos” corresponden a aquellos que están por debajo de la “línea de pobreza” (LP) pero no tienen las carencias medidas por el indicador de NBI”

“En cuanto a los empobrecidos”, se trata de hogares que han visto caer sus ingresos a niveles en los que no pueden cubrir una canasta básica de bienes y servicios, es decir que tienen dificultades para comprar alimentos, medicamentos, vestimenta, etc., pero que no tienen las típicas carencias de los habitantes de las villas”.

Las condiciones macroestructurales de la producción que fuimos analizando han incidido en los microespacios familiares, debiendo los mismos articular diferentes acciones destinadas a lograr y/o mantener su supervivencia familiar.

Un tipo de respuestas se expresó en los cambios operados en las conductas de los integrantes de los distintos tipos de familias, englobadas bajo la categorización de “estrategias de sobrevivencia”. Las mismas -que pueden incluir comportamientos individuales/familiares, colectivos o ambos- han implicado modificaciones en la dinámica, composición y estructura familiares.

Entre las de carácter individual se puede mencionar el número de miembros (mayormente las mujeres) que se pueden insertar en el mercado de trabajo formal y/o informal de la economía (según su disponibilidad y según los comportamientos de dichos mercados), los mecanismos destinados a la reducción de gastos, la mayor o menor incorporación de otros integrantes al núcleo familiar, los comportamientos relativos a la fecundidad, los recursos disponibles y su capacidad de aprovechamiento.

Las de carácter colectivo implican la necesidad de contar con la existencia de actores externos a la familia que abarcan una variada gama de acciones, tales como la presencia de redes informales de ayuda mutua: familiares, vecinales, amigos que incluyen prestaciones monetarias y/o en especie; las provenientes de las organizaciones voluntarias de diferente tipo y las transferencias operadas vía la acción estatal (pensiones, servicios).

Por lo expuesto se pone de manifiesto que dichas estrategias ofician de nexo entre las condiciones macroestructurales de la producción y los microespacios familiares, y según lo expresado por Jelin, E. “...la familia y las relaciones domésticas cotidianas no constituyen un mundo “privado”. Más bien, el mundo privado de cada sujeto social se construye a partir de las relaciones y controles sociales dentro de los cuales se desarrolla la cotidianeidad”.

Es necesario aclarar que la implementación de las mismas depende de las jerarquías de clase de los sectores poblacionales, lo cual permite reconstruir los patrones que orientan la subsistencia de los hogares. Esta consideración nos ha llevado a tener en cuenta una serie de variantes, tales como el tipo de inserción social previa (la capacidad de acumulación en cuanto a vivienda, ahorros y la posibilidad de su aprovechamiento), las características idiosincráticas (valoración de ciertas pautas de vida) y el capital cultural (el grado de educación formal).

En esta línea hemos considerado incluir en el presente estudio el análisis de tres categorías de hogares: los llamados “pobres estructurales”, los “nuevos pobres” y un tercer sector que - de acuerdo a sus condiciones socioeconómicas- presentan aspectos que los sitúan en una situación intermedia.

De acuerdo al trabajo de campo realizado con los sectores correspondientes a los “pobres estructurales”, hemos constatado que su situación socioeconómica nos permite catalogarlos como indigentes, debido a la imposibilidad de alcanzar un nivel de vida mínimo. Es una pobreza totalmente visible y claramente identificable. Sobreviven en medio de una privación absoluta, ya que no pueden acceder a ciertos bienes considerados como imprescindibles, lo cual se determina tanto en el momento del consumo como en la obtención del ingreso necesario para conseguirlos.

Pertenecen a los estratos urbanos de más bajo nivel social, la integración a las actividades económicas se realiza fundamentalmente a través de la inserción ocupacional en el sector informal que comprenden tareas como recolección de residuos en la vía pública, changas en la construcción o en otros sectores; todas ellas se caracterizan por su baja productividad, y en consecuencia, por producir ingresos inestables, escasos, carentes de los mecanismos legales de protección en cuanto a los beneficios de la seguridad social. Este proceso se ve además acompañado por la ausencia o deficiencia en la educación formal lo que determina que sus condiciones de existencia se desenvuelvan en la precariedad total.

Otras estrategias que implementan para poder subsistir es la formación de los asentamientos irregulares que son una respuesta adaptativa a la demanda de techo y servicios básicos (agua, luz) no satisfecha por las vías legales, lo que determina que su apropiación se efectúe en forma clandestina.

La sensación que tienen ante su situación de pobreza es que la misma es histórica y por lo tanto heredada; esto los lleva a encontrarse en una situación de marginilización, de haberse quedado “fuera de la sociedad”, en un medio que les es adverso y no les ofrece alternativas para poder realizar una adaptación óptima. Por lo tanto se ven expuestos a procesos que atentan contra su capacidad de subsistencia, exponiéndolos al riesgo total de la exclusión y la vulnerabilidad social.

Si bien los nuevos pobres sufren carencias, sobre todo las ligadas al consumo cotidiano, lo que no comparten con los pobres estructurales es su historia. La percepción que tienen de la crisis económica es que se trata de una pobreza adquirida, de la que aún existe la esperanza de poder escapar. Aunque es probable que, debido al prolongado y profundo proceso de empobrecimiento que se viene dando en nuestro país (producto de las dificultades operadas en el mercado de trabajo y los cambios de corte negativo operados en el contexto económico, según hemos visto), se conviertan en un estado permanente y se mantengan en un nivel elevado.

El acento puesto en las mujeres en las estrategias de sobrevivencia, obedece al papel crucial -no esencial- que asumen en vistas al cumplimiento de sus roles genéricos -social y culturalmente asignados- de esposas/madres/amas de casa; para lo cual realizan diversas acciones destinadas a la obtención de bienes y servicios en distintos espacios sociales necesarios para lograr la satisfacción de las necesidades que aseguren la supervivencia del grupo familiar.

La implementación de dichas estrategias depende de las jerarquías de clase, lo cual nos lleva a considerar el tipo de inserción socioeconómica de los actores sociales dentro de la estructura productiva. Por lo tanto, las mismas abarcan un amplio espectro de situaciones, tales como apelar a las redes de parentesco y vecinales, espacios comunitarios o del Estado, organización de las unidades domésticas y el marcado incremento que todas acusan en el mercado de trabajo formal y/o informal.

Por lo expuesto, es evidente que no podemos homologar a las mujeres bajo una única categoría; de hecho nos hemos encontrado con situaciones diversas, debido a su situación económico social, la cual deviene de la ubicación de las mismas dentro del aparato productivo; el comportamiento de las pautas reproductivas que determinan la cantidad de integrantes del grupo familiar - sobre todo cuando hay niñas/os en edad escolar que no pueden incorporarse al mercado de trabajo formal y/o informal para aportar ingresos monetarios y/o no monetarios- y que son al mismo tiempo indicadores de la mayor carga familiar- el capital cultural dado por el grado de educación formal. Estos aspectos resultan indicativos de su inserción ocupacional, el grado de compromiso que asumen frente a su desempeño laboral y su calidad de vida.

Sin embargo, hay rasgos que, con variantes, las unifican: todas sufren la desocupación de sus esposos y/o compañeros lo cual las afecta no sólo material, sino emocionalmente y esto obedece a que dicho proceso se produce en una sociedad donde no sólo existen, sino que persisten expectativas genéricas que atribuyen y adjudican a los sexos expectativas, modelos de comportamientos, límites de desarrollo y posiciones de poder.

A pesar de que la desocupación -con la incertidumbre resultante- incide negativamente en el nivel de vida de todos los integrantes de la familia; es necesario poner en evidencia cómo dicho fenómeno es experimentado diferencialmente por sus miembros, de acuerdo a su ubicación -según sexo y edad- dentro de la estructura familiar. Por lo tanto, los comportamientos diferenciales de varones y mujeres (incluyendo las diferencias generacionales), pueden y deben ser analizados como el resultado de una compleja trama de relaciones genéricas.

De allí la importancia de no desconocer los aspectos ideacionales que son construídos por los sujetos a nivel de lo social y el grado en que los mismos son negociados o legitimados en el interior de las unidades domésticas. Nos referimos al estilo de las relaciones genéricas/generacionales que incluyen la forma en que se comparten o no las tareas domésticas (incluído el cuidado de las/os niñas/os, ancianos, enfermos), los patrones de autoridad imperantes, el ejercicio de la autoridad y sus fuentes de legitimación.

Si bien la relación entre los géneros es jerárquica y asimétrica, no es una categoría estática, sino sujeta a transformación; es decir, la adscripción de las funciones domésticas/extradomésticas a los sexos puede ser reforzada, puesta en duda o incluso sustituirse a partir de la experiencia cotidiana de varones y mujeres.

Lo anterior nos ha llevado a indagar la existencia de áreas que se han ido sometido a cambios -no exentos de tensiones, ambigüedades y hasta de conflictos- en torno a cuestiones como manejo del dinero, patrones de autoridad imperantes, toma de decisiones, crianza y educación de los hijos, división más flexible del trabajo doméstico.

En general, las responsabilidades femeninas en las tareas del hogar no ha sufrido cambios significativos, ya que la participación masculina en la esfera doméstica es esporádica, subsidiaria y selectiva, pues no incluye todas las actividades. El hecho de que los varones estén la mayor parte del tiempo en el hogar no implica un traspaso de roles, aún cuando las mujeres pasen muchas horas dedicadas a la actividad extradoméstica. A pesar de la evidente necesidad práctica, la persistencia de una ideología que menosprecia la sustitución de roles, parece constituirse en un impedimento para una sustitución “legítima”.

En cuanto a la jefatura femenina, Geldstein, R. (1994) manifiesta: ”...las mujeres suelen ser reconocidas como “jefas” cuando en el hogar no existe un hombre adulto”. Esto significa que no siempre dicha jefatura implique para las mujeres su pleno ejercicio porque, por un lado se instalan conductas defensivas por parte de los esposos/compañeros tendientes a dejar establecido frente a los demás miembros que aún detentan el poder; y por el otro, fundamentalmente, depende del grado de internalización que ellas mismas puedan hacer del traspaso de dicho rol, afianzando más su autonomía o asumiendo conductas subordinadas.

En general, las mujeres entrevistadas dejaron entrever muy veladamente que son las jefas, manifestando opiniones caracterizadas por la ambigüedad.

Estas situaciones se potencian mucho más en las familias que se estructuran sobre la base de una clara y tajante división sexual del trabajo que atribuye (léase privilegia) la actividad “productiva” para el varón, reservando para las mujeres la actividad “reproductiva”.

En todos los casos que hemos analizado, el hecho de que los varones no puedan cumplir con su rol- social y culturalmente asignado- de ser los únicos o los principales proveedores económicos y al ser éste mayormente asumido por una mujer, produce una situación en la que ambos experimentan un alto grado de conflicto e inestabilidad económica y emocional.

Existe una erosión de la autoconfianza masculina que se manifiesta en conductas de aislamiento, sensación de fracaso, de desvalorización frente a los demás integrantes de la familia. Sienten “jugada” su identidad, experimentando un debilitamiento de su autoridad paternal y que se manifiestan a partir de expresiones como “bajó los brazos”, “quedó fuera del sistema”, ”ya no busca”.

Muchos de ellos, sobre todo, los pertenecientes a los sectores de menores recursos, para reconquistar el espacio del que antes disponían - el de la “jefatura”-, recurren a la violencia física/verbal, asumen conductas de apartamiento resentido (muchos se refugian en el alcohol) o de incremento de demandas de atención dirigidas al resto de la familia.

Las mujeres se comportan cíclicamente: por un lado, manifiestan una situación de complicidad manifiesta frente a la desocupación masculina; pero, al mismo tiempo, se muestran resentidas y agresivas. En todos los grupos analizados nos hemos encontrado con tendencias encontradas y no una clasificación estática que nos lleve a categorizar familias erosionadas versus familias fortalecidas.

Los jóvenes y los niños se ven afectados no sólo en lo material, sino también en lo emocional. Para los que pertenecen a las capas sociales más desfavorecidas la posibilidad de finalizar un estudio o acceder a la estructura productiva es más difícil. Son los que más expuestos se encuentran a cambios de conductas producidas por el consumo de drogas, alcohol, vagancia, el peligro de caer en el delito, debido a la falta de espacios de pertenencia y contención, tanto parental como social..

Consideramos en general que la mayor inclusión de las mujeres en el mundo “público”, a través de su “salida” para insertarse en el mercado laboral -que ha sido el caso que nos ha ocupado aquí-, la posibilidad de generar un salario que mantiene la estructura familiar o complementa al del esposo/compañero -por estereotipado que sea su destino- puede implicar un proceso (embrionario) de relaciones conyugales más democráticas y llevarlos a reconceptualizar sus representaciones genéricas.

Aunque sus acciones sean una prolongación de su rol doméstico y sean catalogadas como propias de su género (empleadas domésticas, costureras, docentes), esta mayor participación femenina en el mercado laboral, es fuente de realización personal y de autoestima. No cuestionan la estructura de la desigualdad genérica, pero reconocen la apropiación y la invisibilidad de su trabajo doméstico.

El grado de poder y de negociación depende del modelo predominante en cada familia en cuestión. Es necesario que las mujeres puedan ir rompiendo las argumentaciones tradicionales basadas en el altruismo materno que implica su subordinación a las necesidades de los demás miembros de la familia para poder reclamar su derecho como personas y la necesidad de ser reconocidas como tales; de hecho, hemos visto que estos procesos se van concretando.

Sería simplista afirmar que existe una relación causal/unidireccional entre desocupación- sobre todo cuando la misma afecta al “jefe de familia” y desplaza su rol a los demás integrantes- y desequilibrio de la autoridad parental. Sin embargo, la misma se puede ir constituyendo en un emergente de ruptura del antiguo “equilibrio” familiar y llevar a cuestionar la visión (patriarcal) de la familia nuclear “tipo”, con roles y espacios inmutables y una realidad que requiere desplazamientos de dichos espacios y redefinición de roles.

El modelo ideal (idealizado) de la familia nuclear, heterosexual, monogámica, presentada como paradigma de normalidad y funcionalidad dentro de la sociedad y la moral occidental cristiana y como la única forma posible de vivir en familia, ha ido sufriendo cambios significativos. Lo que se observa es una multiplicidad de formas de familias y de convivencia y lo que se presenta como una “alteración” de las funciones familiares no es un índice de disgregación, sino transformaciones en los modelos de organización familiar.

Es necesario desmitificar ese modelo tradicional cuya existencia per se no necesariamente garantiza su funcionalidad; es decir, no nos dice nada acerca del maltrato, el abuso físico y psíquico del que son pasibles mayormente las/os niñas/os, mujeres y ancianos.

Por todo lo expresado, se debe tener en cuenta no sólo las condiciones materiales, sino también simbólicas que permean las interacciones cotidianas entre los sujetos y el grado en que las mismas puedan ser negociadas o legitimadas en el interior de las unidades domésticas. Lo cual nos lleva a hablar de familias y no de “familia”, su construcción ideológica cultural y su carácter histórico cambiante.