El Comienzo del Uruguay Gris 
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URUGUAY UN DESTINO INCIERTO


Jorge Otero Menéndez

 

 

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El Comienzo del Uruguay Gris 

Entre los tres citados dirigentes políticos colorados y ex batllistas, en tenaz y persistente antagonismo a principios de solidaridad social, llegaron a actitudes inimaginables poco tiempo antes de sus defecciones. Desmintieron así, con indiscutible y cuidada exactitud la creencia de don Pepe de ser un conocedor de hombres. Entendieron, con aplicación, que la lealtad y la devoción demostradas en el pasado - llevadas a extremos en algunos casos chocantes – los obligaba a no menor extremismo en su oposición. Y sostienen la política de círculo. 

Manini, por ejemplo, es quien toma la iniciativa y consolida la primera caricatura de intervención del Estado en la vida económica del país: Vota la creación de un Instituto de Pesca con todos los gastos que ello significaba para dicha actividad y las tareas de investigación tecnológica que involucraba, llegando incluso a la contratación de tripulaciones, ¡pero bloquea la posibilidad que el organismo tuviera barcos! 

Ellos son los que organizan y buscan asentar luego alcanzándolo en muchos aspectos de la vida nacional, un Uruguay gris, un Uruguay de medianías bajo la consigna de Pedro Manini: se deben dar “pasos lentos y seguros” (fórmula que entendió presentable para justificar la parálisis gubernativa). Eslogan, por otra parte, que toma del discurso de Herrera y Obes cuando éste anuncia la influencia directriz, como guía de su actuación política gubernativa. Lema que luego un Manini algo más sincero sintetiza en lo que denominó como “quietista” para definir su posición política.  

Querían que el uruguayo hiciera tiempo hasta no tener nada que hacer. Buscaban frenar, y lo logran en varios aspectososos[i], el radicalismo vital y político de Batlle y su política de partido[ii]. Implementar el compromiso permanente, la transacción constante en el ras de la cosa pública, la política de búsqueda de consensos por la búsqueda misma, más allá de los consensos que hacen a los marcos de una convivencia social digna, y más acá de las necesidades de los mismos[iii]. Cuando ella no se produce, o la ansiedad opositora los gana, entonces la recurrencia al golpe de Estado o “la política de camaradería”, la del “amiguismo[iv].  

Actitud a favor de los consensos comprendida en lo señalado por G. K Chesterton (1874-1936): “El compromiso solía significar que la mitad de un pan era mejor que ningún pan. Entre los estadistas modernos en realidad parece significar que medio pan es mejor que el pan entero”.

Se fue empezando a diluir la posibilidad de concreción de programas de acción partidaria con vocación de cumplimiento, para transformar al quehacer público en el mero resultado de lo acordado en ineludiblemente mediocres cárteles de elites. Ello en un escenario en no aparecen las previas condiciones señaladas por Lijphart (1984) para tal tipo de régimen. Se sabe: todo convoy tiene la velocidad de la más lenta de las naves que lo integra y su importancia está dada por la “carga” que transporta.

En palabras del mismo ensayista y talentoso escritor de Beaconsfield pronunciadas en determinado momento que vivía su país durante el reinado de Eduardo VII: “En Inglaterra, el sistema de partidos (liberales y conservadores) se basa en el mismo principio que una carrera hecha por parejas que llevan atadas juntas dos de sus cuatro piernas: el principio de que la unión no es siempre la fuerza y jamás la actividad.” 

Cuando Batlle ya electo jefe de Estado se dirige a la multitud colorada que lo saludó en su residencia, la exhorta a trabajar juntos para la realización del programa por el cual había sido electo.

Los clubes colorados que funcionaron a pleno en la movilización electoral creyeron cumplidas sus obligaciones con la actividad para la que creyeron habían sido convocados y se disolvieron.

Sin embargo, el partido funcionando orgánicamente era el único mecanismo de romper con las políticas de círculo. De cúpula, decimos hoy día.

La tarea de Batlle será ardua[v] y de las menos atendidos luego por quienes se dijeron sus seguidores incondicionales. Incluso Pedro Manini Ríos, quien llegó a pasar su luna de miel en París para estar cerca de don Pepe y que en la ocasión (1910), para garantizar una representación parlamentaria de los partidos Socialista y Liberal desarrolló un incansable trabajo contribuyendo a lograr que cerca de setecientos colorados votaran las candidaturas de Emilio Frugoni y Pedro Díaz – en la alianza que conformaron, quienes de ese modo accedieron a sus primeras bancas en el Poder Legislativo.

[i] Fue en ese tiempo que se inicia esto que es, podríamos decir, casi normal: la ganancia de las empresas públicas no iba a ser volcada en beneficio de los usuarios o la mejora de los servicios, sino a Rentas Generales. Es UTE quien primero sufre ese desvío de la posición de Batlle y Ordóñez al respecto. 

[ii] La política de partido no significaba otra cosa que un instrumento para hacer de la democracia representativa el que fuera lo más fiel posible a la mayoritaria decisión popular. Para esto es funcional un sistema electoral regido por el principio mayoritario en un sistema de partidos de tres o más integrantes. En el formato bipartidista, aquél, obviamente, es innecesario. Siempre y cuando, claro está, se respeta la disciplina partidaria. De ahí la insistencia de Batlle en ese sentido y una de las claves de la discusión con el Vierismo.

De ahí que sea completamente absurdo el sostener que Batlle se pronuncia por una organización partidaria del carácter que lo hizo siempre y que reitera cuando el gobierno de Brum. Es inconsistente sostener una política de partido que no vaya acompañada de unas características organizativas como las defendidas.

De ese modo, el votante de un partido sabía lo que harían sus representantes, tanto en el Legislativo como en el Ejecutivo. Esto implicaba una política a lo interno del partido de actitudes de lo que se denomina un juego cooperarativo, en tanto al exterior del mismo el juego sería no cooperativo. (Es menester aclarar que dichos términos que corresponden a la Teoría de los Juegos – la que sería una suerte de teoría de resolución de conflictos -, y en particular el cooperativo, no implican, para el caso, que no existan posibilidades del empleo de la extorsión para lograr esa cooperación; sería el caso del Vierismo y del Riverismo en diversas ocasiones de las que nos ocuparemos luego). Y sin suponer que ella busque la irresolución, la parálisis gubernamental.

En lo que al caso refiere es el acontecer del llamado por Lijphart, modelo Westminster (Arend Lijphart. Democracies. Yale 1984). Su alternativa teórica sería el modelo consensual, continuando con las denominaciones de Lijphart al respecto. En éste, el de consenso, el votante puede ni siquiera reconocer qué participación pudo haber tenido él mismo en la adopción de políticas públicas, desde que ésta obedecerá – dadas las condiciones señaladas: multipartidismo, proporcional, que llevan a la ineludible formación de coaliciones gubernamentales – a negociaciones sostenidas por los elegidos, en donde no tienen participación los electores. De ahí que el “retorno” democrático se deba, necesariamente hacer, en ésta organización consensual, a través del instituto del referéndum.

En los países de democracia consensual (casi todos los de la Europa Continental) la crisis de representación tiene en esas características una de sus claves.

Es de notar que Lijphart recomienda éste último tipo de democracia en aquellos países que conocen de fuertes fracturas (clivajes) étnicas, culturales y/o religiosas, dado los altos niveles de estabilidad política que se han dado donde se implantó. Obviamente nunca en el modelo puro que plantea el reconocido estudioso.

Las democracias Westminster si bien es posible encontrar algunas “hendiduras”, se instrumentan en países de cultura homogénea, sin grandes conflictos religiosos o étnicos. Por lo general, éstas democracias no necesitan y habitualmente no lo tienen el instituto del referéndum. Gran Bretaña recoge un caso cual fue su adhesión a la Comunidad Económica Europea en 1973.

Pero por lo mismo, las democracias Westminster necesitan de partidos disciplinados, y pueden desarrollar programas de acción como plataforma electoral en los cuales sus simpatizantes o aquellos electores indecisos pueden, al votar, indicar sus preferencias políticas. Circunstancia prácticamente – no teóricamente - vedada en las otras.

El planteamiento de Batlle y Ordóñez no se puede decir que respondía al estudio de los modelos de Lijphart desde que siete décadas los separan.... Pero no se le escapaba a Batlle y Ordóñez que el elegido (política de partido en un bipartidismo con un sistema electoral en sede mayoritaria) constituía el único camino cierto para la consolidación de la democracia, en tanto realización de las ideas de la mayoría, en el respeto al pensamiento de la minoría y las libertades fundamentales.

Por otra parte, se ha sostenido que “la teoría nos proporciona también una perspectiva sobre el comportamiento de la elite del partido. Los miembros del partido que tienen el poder no persiguen un fin colectivo. Persiguen, en cambio, ganancias personales que compensan la inversión en la actividad de partido. Tales fines pueden ser de STATUS, remuneraciones monetarias, etc. ... esto obliga a los dirigentes a sublimar los aspectos no colectivos de su lucha y, quizás, como subproducto, a buscar fines colectivos considerados como el precio que han de pagar por conseguir sus propios fines específicos. (Dowse, Robert E. Sociología política Alianza Universidad 1986). Esta observación es fácilmente constatable y útil a la explicación de muchas de las deserciones de dirigentes que conoció el batllismo – casi todos los cuales formaron partidos distintos - , si no tomamos en cuenta lo que Panebianco llamó el “prejuicio teleológico” de las las colectivades políticas (Angelo Panebianco. Modelli di Partito – organizzazione y potere nei partiti. Il Mulino 1982)

Asimismo, los principios de representación que hemos hecho referencia ya se conocían por entonces. Y ese sistema electoral es instrumentado para el propio Partido Colorado. Se debe tener presente que para el caso del faccionalismo manifestado a nivel parlamentario, el sistema electoral de los propios partidos – como lo ha mostrado Giovanni Sartori – es la razón que lo explica.

En suma: son trasladas a los órganos de decisión de políticas públicas las diferencias internas de la colectividad política, sin ser digeridas por el partido, que actuaría, para el caso, como mero vehículo de ellas.

El Partido Socialista Obrero Español también se regula por el sistema mayoritario, en una España cuya representación proporcional (R.P.), como ha sido indicado, muestra una distorsión mayor – en la traducción de votos en escaños – que el británico. Veamos otros ejemplos: Japón en un sistema mayoritario con un índice de proporcionalidad de 91 y Bélgica con representación proporcional, el mismo índice. . E inferior a ambos, 81, el de España que es también proporcional, como quedó dicho.

Es la España que ha mostrado desproporciones graves originadas en los mínimos de escaños por provincia. El caso de la provincia de Soria con tres representantes es el ejemplo señalado habitualmente. Esto obedece a la "combinación" de dos criterios de representación: el territorial y el de habitantes. Ello al menos permite que existan circunscripciones subrrepresentadas mientras otras están sobrerrepresentadas. La referencia legal es la Ley Orgánica 5/1985, de 19 de junio, del Régimen Electoral General. Boletín Oficial del Estado de jueves 20 de junio 1985. Como se lee en su preámbulo: (se) "requiere, en primer término, aprobar la normativa que sustituya al vigente Real Decreto-Ley de 1977, que ha cubierto adecuadamente una primera etapa de la transición democrática de nuestro país. No obstante, esta sustitución no es en modo alguno radical, debido a que el propio texto constitucional acogió los elementos esenciales del sistema electoral contenidos en el Real Decreto-Ley". Los Arts. referidos al sistema electoral (cada provincia constituye una circunscripción electoral); la cláusula del 3% como mínimo necesario de los votos válidos emitidos en la circunscripción para acceder al mecanismo de distribución; el método D'Hondt: se divide el número de votos obtenidos por cada candidatura por uno, dos, tres, etc., hasta un número igual al de escaños correspondientes. Los escaños se atribuyen a las candidaturas que obtengan los cocientes mayores, atendiendo a un orden decreciente.

Pese a la R.P., el índice de proporcionalidad es inferior al británico. Para un análisis sobre las diferencias de proporcionalidad entre sistemas proporcionales y mayoritarios debe tenerse en cuenta algo más que la mera "confesión" del régimen legal. Las barreras de exclusión, el tamaño de las circunscripciones, la asignación de número de bancas mínimas a las circunscripciones, etc., tienen una incidencia que se pone de manifiesto en el estudio realizado por Richard Rose (Revista de Estudios Políticos (Nueva Epoca) Núm. 34, julio-agosto 1983. Centro de Estudios Constitucionales. Madrid. El índice de proporcionalidad está calculado sumando las diferencias entre el porcentaje de escaños y de votos a cada partido, dividiéndolo por dos y restándolo de 100. Fuente: Cálculos de Mackie y Rose) 

En Choosing and Electoral System (Comp. por Arend Lijphart y Bernard Grofman, New York, Praeger. 1984) Rose establece un promedio para los primeros de 94 y para los segundos de 86. Su estudio incluye más países de los cuales nos interesan Portugal (93) y Austria (99). España aparece aumentando su índice a 84. La elección tomada es la de 1982.

Realizando el mismo cálculo para nuestro país en las elecciones de 1984 de acuerdo a datos recopilados en: "Uruguay: Elecciones 1984. Un triunfo del Centro” (Juan Rial Ediciones de la Banda Oriental. Temas del siglo XX. Montevideo 1985), el resultado sería para la Asamblea General (incluido el Vicepresidente de la República): 99. 

La experiencia nacional justifica, a juicio de Batlle, el rechazo a las políticas de coparticipación. Y la comparada no lo desautorizaba. Inglaterra ya era, por entonces, una democracia estable. Y las democracias continentales se encontraban a los tumbos, por iniciarse o en conflicto.

En este sentido, la posición de Batlle contraria al parlamentarismo, tomando en cuenta el formato partidario, la organización de sus miembros y el sistema electoral reglado por el principio proporcional, era la correcta. A esas características remitió su oposición a la modificación de la elección del presidente de la República por la Asamblea General.

Así como también eran de recibo sus observaciones respecto al principio proporcional en función del formato de los partidos.

Cuando el Uruguay pasa de ser una democracia mayoritaria a una cuasi democracia de consenso es lo que algunos de nuestros estudiosos “descubren” como el comienzo de una república conservadora en lo social pero democrática en lo político.

Lo cierto es que la cuestión fue distinta. Se puede tener un gobierno conservador o progresista en el sistema mayoritario. Como se puede desarrollar una gestión progresista o conservadora en el régimen de consenso. Lo que ocurre – a la luz de la experiencia comparada – es que la incidencia de los grupos de interés sea mas efectiva en ésta última situación desde que la acción de los partidos aparece, en muchas ocasiones, como neutralizándose o desgastada en la superación de las fracturas que pretenden “soldar” o “cabrestrillar”. De ahí, a nuestro juicio, el desarrollo de institutos neo corporativos o de corporativismo liberal que acompañan a muchos de esos países a que refiere Lijphart.

La cuestión sin embargo es saber que la democracia ideal sintetizada por Abraham Lincoln (gobierno de, para y por el pueblo) como la que conoce la realidad denominada por Robert Dahl como poliarquía, tienen una misma plataforma e idéntica brújula. Pero no el mismo derrotero. (Robert A. Dahl. Polyarchy – participation and oposition -. Yale University Press. 1971). 

[iii] El tema del consenso en las democracias – algunos de cuyos aspectos señalamos en la nota anterior - ha ocupado a diversos politólogos. Quien con mayor talento ha desarrollado importantes trabajos al respecto ha sido – como lo expresamos – el destacado profesor nacido holandés, Arend Lijphart.

En su primera obra las llamaba democracias consociacionales pasando luego a denominarlas democracias consensuales.

Nos dice Lijphart: “en lugar del gobierno de una mayoría, la democracia consociacional (o consensual) significa un gobierno conjunto o compartido; en lugar del régimen de una mayoría, significa que la minoría rige sobre la minoría misma en un área específica que es de exclusiva incumbencia de la minoría; en lugar de la representación no proporcional en favor de grandes partidos, común según el método de elección pluralista, significa una representación proporcional; y, en lugar de que las minorías pierdan por votación, significa el derecho de las minorías de utilizar su derecho de veto”.

“Mi análisis – consigna - sugerirá que la democracia mayoritaria es especialmente apropiada para, y trabajaba mejor en, sociedades homogéneas, mientras la democracia consensual es más recomendable para sociedades plurales”. (Arend Lijphart. Democracies (Patterns of Majoritarian and consensus. Yale University Press 1984.)

Al respecto señala Olson (Op.Cit.) “en una situación de equilibrio, las organizaciones y los acuerdos de intereses específicos reducen la eficiencia y la renta global de las sociedades en que actúan, y constituyen un factor de división en la vida política”. Como destaca también que “las organizaciones de vasto alcance se ven incentivadas a lograr que la sociedad en la que actúan sea mas próspera; a redistribuir la renta en beneficio de sus miembros con el mínimo exceso de peso posible; y a dejar sin efecto tal redistribución cuando el volumen redistribuido no posea un nivel considerable en relación con el costo social de la redistribución”.  

[iv] No estamos refiriendo a especiales circunstancias que, se podría decir, imponen consensos para salvar al propio sistema. Ni los procesos denominados de “transición” de un régimen autoritario a uno democrático.

En éste sentido afirmábamos (La Semana de El Día del 1 al 7 de marzo de 1986), que “dos órdenes distintos de retos se debe enfrentar. Uno referido a la superación de la herencia recibida de la dictadura. El otro circunscripto a los soportes mismos de la democracia, a lo que se debe hacer con ellos.

En el caso uruguayo, para tener los legados autoritarios presentes nos basta recordar, ahora, la postración del aparato productivo, el deterioro del salario, la tasa de desocupación, los déficit educativos que recibió la democracia que lo sucedió. Crisis bancaria incluida.

Queremos referirnos, fundamentalmente, a los desafíos que nos plantea la democracia misma.

Por definición ésta sería el consenso en torno al modo de articularse el necesario disenso. Es mas, no existe democracia sin la posibilidad concreta de dicha discrepancia y de las garantías que la hacen efectiva.

Pero como acontece habitualmente, no se trata sólo de conocer y aplicar la regla sino además de saber administrar sus excepciones.

Lo anterior adquiere vital importancia con el consenso y el disenso en las democracias que suceden a regímenes autoritarios.

En esas, como en situaciones de profunda crisis, ella se ve afianzada en la medida en que el consenso no sólo sea en torno a cómo se organiza el disenso - lo que se ha dado en llamar la democracia formal - sino también a soluciones que hacen a la superación de las propias crisis que se viven.

Sería un ejemplo el denominado Pacto de Punto Fijo, establecido por las principales fuerzas políticas venezolanas a la salida de la dictadura de Pérez Jiménez, así como las coaliciones belgas o austríacas, válidas también para lo segundo, como la Gran Coalición alemana del 66-69.

De ese modo, con los acuerdos señalados, se intentó y con buen éxito, aumentar la capacidad de transporte de la "carga" de demandas de la sociedad - no necesariamente como conjunto - al régimen. O también del respaldo a las respuestas a esas demandas.

La asimilación, para el caso, entre crisis y situaciones de "democracias estrenadas" estaría dada por la condensación y, eventualmente, la amplitud de los problemas a enfrentar.

Pero esos acuerdos tienen o implican serios riesgos para la democracia. Y se evitan, en lo sustancial, cuando aquellos no significan meros "cárteles de elites". Esta última posibilidad puede manifestarse de maneras distintas, pero terminan implicando una reducción de las demandas por sofocación de éstas y no por su racionalización, con su agregación y articulación correspondientes. Así, se visualizan como mas "eficaces" formas autoritarias de resolución de conflictos. O, en la mejor de las hipótesis, aparece una apatía política que puede aparejar un inmovilismo del régimen cuya alternativa sólo sería una nueva dictadura. Algo de esto es lo que ocurrió con la democracia colombiana, semi competitiva durante dieciséis años. Recuérdese que los pactos que actuaron como precipitantes de la caída de Rojas Pinilla alcanzaron rango constitucional, es decir, estaban sobreactuados institucionalmente. La consecuencia fue el casi triunfo de la ANAPO, agrupación que respaldaba al ex-dictador, cuando el triunfo de Misael Pastrana Borrero.

Ahora bien, tomados en cuenta los caminos y sus peligros, la pregunta que nos debemos formular es: ¿ cómo sortear estos últimos?

Evidentemente no surgen amenazas por el lado de la rigidez de los acuerdos, como sería en el ejemplo colombiano. Dicho sea el término con las precisiones que el caso particular citado requiere, desde que no se impedía una presentación de candidatos por fuera de los dos partidos mayoritarios. Insistimos con lo acontecido en ese país andino desde que nos ayuda a visualizar lo que expondremos.

Las amenazas podrían provenir de algo que no es nuevo y que tal vez sea el mayor obstáculo para la superación de aquellas.

En el caso uruguayo estoy hablando de nuestros partidos políticos. Nadie puede tener la menor duda que su parálisis estuvo en la base del fenómeno autoritario. No quiero ahora entrar en el análisis del rango de causalidad que tuvo esa circunstancia, pero mucho de las crisis de imaginación que vivió el país, mucho de su reducida eficacia institucional, mucho de las movilizaciones sociales que se sufrieron tenían como origen la ausencia del funcionamiento orgánico de los partidos.

Esta situación se revertió luego de las elecciones internas de 1982. Pero apareció nuevamente. Es más, otra vez sectores que integran los partidos tienen una marcha orgánica superior en cantidad y calidad, que la de los propios partidos.

Otro indicador de ese acento de colectividades de comité que pareció retornar en nuestros partidos – a poco de la apertura democrática – y que luego se confirmó plenamente, se encuentra en la asistencia financiera que han reclamado del Estado, y en la propia solicitud. En efecto, ella se ha pedido siempre para atender las erogaciones electorales y sólo para esto. Si el motivo es su incapacidad financiera, detrás de ello figura el hecho de que las cuotas de los afiliados y estos mismos no son suficientes para atender esas necesidades. Tampoco lo son, sin embargo, para un funcionamiento orgánico a "la altura de los tiempos". Sobre esto, poco o nada se ha expresado por ellos y menos aun atendido por el Estado.

La gravedad del hecho está dado porque estas instituciones – los partidos políticos -, que son “mediadoras e intermediarias” entre la Sociedad y el Estado, no tienen una alternativa funcional que no implique la desaparición de la democracia.

La presencia de movilizaciones sociales, como deformación de la participación política; las actitudes particularistas, que son corporativismo, se ven compelidas a aparecer por no existir canales adecuados de expresión de las mutaciones de la voluntad general.

 En realidad, los representantes de la ciudadanía en los cargos electivos no son o no deben ser sino representantes de los partidos. Y éstos, vehículos de agregación y articulación de la ciudadanía. De no ser así, repetiríamos gratuitamente las experiencias pos revolucionarias francesas. Lo cual poco importaría si ello no implicara una enorme distancia entre el ciudadano y el Estado, enervándose la participación política de la gente. Y no son pocas las dictaduras que han surgido con dicho fundamento. Mas aun: pocas no tienen ese antecedente.

No podemos ni debemos ignorar este desafío, aun cuando no se perciba con la urgencia debida.

Tenemos partidos que actúen como tales o, a la corta o la larga, no tendremos tampoco democracia, más allá de su acepción débil”.

Y unos tres años después expresamos que, diferentes trabajos realizados últimamente por diversos analistas políticos hacen hincapié en la cuestión de las democracias que suceden a gobiernos autoritarios. De ellos se destaca el que terminó de desarrollar Juan Rial.

La mayoría de esos estudios refieren a las elecciones que se realizarán en los próximos meses en América latina y en Europa, preferentemente las que se llevarán a cabo en Perú, Chile, Brasil y Uruguay.

Si bien es cierto que en todos esos casos los factores a ser tenidos en cuenta no son idénticos, es posible alcanzar niveles de generalización de rango medio, a partir del examen de las especificidades de los sistemas políticos de algunas de esas repúblicas. Pero no vamos a ocuparnos con detenimiento de ese examen comparativo.

En primer lugar recordaremos brevemente en lo que hace a nuestro país al menos, que vivimos una restauración del régimen democrático existente antes del golpe de Estado. Esta característica se contrapone a la existente en otros lados - España, por ejemplo -, donde se conoció una instauración democrática en la salida del período autoritario.

Desearía hacer al respecto del caso uruguayo una precisión: La restauración fue casi plena. Hubo una restauración institucional - es la Constitución del 67 la vigente -; hubo una restauración de la élite política - la misma, en términos generales, a la actuante en el período pre autoritario y que acompaña en su larga mayoría, por acción u omisión, al golpe de estado cuya primera y sustancial etapa se vivió en febrero de 1973 -; hubo una restauración del sistema de partidos y del sistema electoral; pero no existió una restauración del juego político anterior al autoritarismo. Es decir, se aliviaron algunas tensiones.

Creo, por lo que voy a decir a continuación, que la plena restauración, es decir, la restauración asimismo del juego político anterior a la dictadura tiene posibilidades de profundizarse durante la campaña electoral de éste año, para consolidarse en el 90. Consolidación que será - si se produce - más o menos rápida, dependiendo del escenario a que den lugar las elecciones de noviembre.

La transición política es el resultado de una negociación de élites y sólo de élites. Unico camino posible en los hechos y en nuestros días para el pasaje del régimen autoritario a uno democrático, descartada que sea la vía de un golpe de estado, la revolución o una guerra. Entre éstas últimas salidas debería tenerse en cuenta a Argentina, Portugal, Grecia y si se quiere también Filipinas y Paraguay, aunque el autoritarismo de éstos dos últimos países corresponde mas al tradicional. (Una definición de lo que entiendo por transición política verla en La Transición política hacia la democracia. Jorge Otero Menéndez, 1984, publicado en Uruguay y la Democracia. Charles Gillespie, Louis Goodman, Juan Rial, Peter Winn compiladores. Banda Oriental 1985).

Se desarrolla acompañada por fuera de una "resurrección" de la sociedad. Esa negociación política, no afirmo que se realiza siempre de espaldas a la sociedad, pero se lleva a cabo, frecuentemente, al costado de ella.

Una de las consecuencias de las transiciones políticas, así entendidas, es que quienes las protagonizan del lado de la democracia aparecen como los representantes del sentir general, de esa "resurrección" social, recibiendo luego el beneficio legitimador del apoyo electoral. Existen algunos episodios que conviene mirarlos ahora como excepciones. Sería el caso del peronismo luego del último militarismo o el del aprismo en igual situación. La inclusión de estas dos situaciones nos obligaría a distraernos de lo que queremos decir, debido a que tendríamos que introducir otras variables. La correspondiente a la polarización social sería una de ellas.

Esta circunstancia, es decir que los protagonistas de las negociaciones de las transiciones aparezcan revestidos, al principio de hecho como dejamos dicho, de la condición de representantes de esa sociedad que resucita, constituye un escenario elitístico proclive, además, a la aparición de personalismos, en virtud entre otras razones de la debilidad estructural habitual de las instituciones que renacen y que conforman la democracia. (Esta posición fue adelantada en EL DIA a propósito de las elecciones parlamentarias argentinas en que resultó triunfador el peronismo menemista. "Elecciones en Argentina: Otro test para transiciones y democracias personalizadas" EL DIA agosto de 1987).

Dichos personalismos (nos referimos a éstos personalismos que suceden a las transiciones y no a todas las emergencias de personalismos) se apoyan luego, para su desarrollo, en los medios de comunicación masivos, fundamentalmente los electrónicos, los cuales actúan como una "garrocha" para saltearse las instituciones de mediación de intereses. Así, los partidos ven reducido sustancialmente su funcionamiento orgánico.

Se hace aparecer, aun cuando no sea expresa o concientemente, a los partidos en la realidad no como instituciones de mediación sino de freno de ese sentir general, que quieren interpretar directamente los principales dirigentes políticos. Sería una intermediación que enlentecería ese proceso, cuando no sería inútil a lo mismo que se dice perseguir..

En esta situación, si los partidos podrían cumplir con una vehiculización de las reclamos de la sociedad (lo que concedemos podía ser obviado dada la claridad de las demandas públicas) no pueden hacerlo con su condición de agregadores, de "hornos" de maduración y decantación de esos mismos intereses, que la resurrección social los presenta, explicablemente, "en bruto" al aparato de toma de decisiones de políticas públicas.

El nivel de condensación de las demandas públicas provocado por el autoritarismo en su condición de castrador de libertades, lleva a que el retorno de éstas últimas suponga para muchos la posibilidad asimismo de una consecuente satisfacción de sus otros intereses, los sociales por ejemplo, igualmente atormentados.

Se deja ver así, un mutualismo de alimentación política entre los personalismos y la ansiedad de satisfacción de esas demandas sociales.

La sociedad ve satisfechas, en determinado momento con alguna facilidad, sus demandas de libertad y democracia. Pero ignora, porque no se les trasmiten, los entretelones finales de esas mismas negociaciones. No puede asumir entonces los tire y aflojes, las dificultades del cambio político, sus propios límites. Por ese trazado cree con facilidad que la satisfacción de las otras demandas será igualmente sencilla, eliminado que ha sido el elemento represor de ellas.

Se genera, de ese modo, una dialéctica de "superposibilidades", de superofertas, aunque sean implícitas, por un lado y de superdemandas, casi siempre explícitas, por otro, en donde no aparece nunca claramente quién pueda realmente pagar, ni cómo, ni en qué condiciones.

Esa situación afianza posteriormente en el "bloque de poder" - en el sentido de élite política de todo el sistema - un peligroso paternalismo al que se viste de "realismo".

Esa "inclinación" de la élite hacia la sociedad conoce de varias alternativas para cubrir las dificultades existentes en la satisfacción de las otras demandas y de las que surgen por la propia satisfacción de algunos reclamos. Se da lugar entonces a una suerte de paradojal pragmatismo sin realidad, donde se ve privilegiado un punto de vista economicista de la problemática nacional, al cual se asocia la posibilidad de éxito de la democracia. Es más, ese economicismo va mucho mas lejos que la dependencia imaginada por el propio Marx. Por él no se explicarían, como ha sido recordado en otras ocasiones, democracias exitosas como la propia norteamericana en sus orígenes mismos y cuando sus grandes crisis, como la del 29.

Se desarrolla luego la búsqueda por encontrar esquemas simplificadores que convoquen las adhesiones sociales y permitan continuar salteándose la intervención partidaria o de cualquiera otra instancia de mediación de intereses.

Estas tendencias se ven facilitadas en su accionar por las variables institucional y cultural del sistema político. Ellas son de un neto corte presidencial y habitualmente también centralista, que estimulan la aparición de "personalidades" y a que dichas "personalidades" sean redentoras. Esto es, que puedan ser percibidas como un alivio de las vicisitudes particulares o un acortamiento de las distancias entre el individuo y el Estado. Una precisión: no afirmamos que todo personalismo es por definición malo. La historia está llena de ejemplos de lo contrario. Su nota de "maldad" es dada por su combinación con otras variables: la debilidad-fortaleza de las instituciones de gobierno, y de las mediaciones de intereses, de la altura de los tiempos históricos de un país dado, del carácter y las convicciones de las propias personalidades participantes en el juego político.

Si miramos lo que ha ocurrido allí donde ha existido una transición política veremos mas claramente algunas consecuencias de esta tendencia a la personalización a que he hecho referencia.

En Perú, Belaúnde llega a la presidencia con un holgado triunfo y se enfrenta, cinco años después a magros porcentajes de adhesión popular. Lo mismo le aconteció en su acceso al gobierno a Alan García y todo hace pensar que se retirará de un modo parecido a su antecesor. Siendo quién lo sustituye, en el caso que fuera Mario Vargas Llosa, la mas acabada expresión de ausencia de partido alguno en el respaldo original de una candidatura.

En España, Adolfo Suárez recogió, junto a la Unión de Centro Democrático (UCD), porcentajes importantes de adhesión ciudadana, terminando años después siendo elegido diputado en solitario por Avila y habiendo desaparecido la UCD.

Lo mismo podríamos señalar del caso griego, del brasileño o del argentino.

Ahora bien, ¿qué podemos decir de la experiencia uruguaya? y ¿qué podemos adelantar que pueda ocurrir?

 (Hemos visto recientemente en las elecciones internas sui generis realizadas por el Batllismo Unido, que habiendo apoyado la mayoría de la dirigencia partidaria la candidatura de Enrique Tarigo, fue el Jorge Batlle Ibañez quien obtuvo una abrumadora mayoría de votos. ¿Qué hubiera sucedido si fuese Batlle Ibañez y no Tarigo quién contara con el apoyo de "la maquinaria"? ¿Hubiera triunfado igual?)

Sugiero que existen dos órdenes de razones a tener en cuenta, resumiendo lo dicho hasta ahora.

De un lado tenemos un cierto desprestigio de la dirigencia partidaria gubernamental, que hemos visto es consecuencia: a) del propio proceso de transición y de lo que denominé, en su momento, sus "campos minados" para señalar las dificultades heredadas (op.cit.), b) del acento paternalista con que éste proceso de transición se desarrolla lo cual contribuye fuertemente a que pase desapercibida la imposibilidad real de una satisfacción mas o menos inmediata de las otras demandas. Y complementario de lo anterior, el constante saltearse la actividad partidaria orgánica que muestra la democracia que sucede al régimen autoritario. Por ejemplo, con respecto al funcionamiento del Partido Colorado y a la cuestión del órgano denominado Agrupación de Gobierno, digamos que debería mirarse, sin embargo, la actuación, durante estos últimos cinco años (84-89), de su Comité Ejecutivo y las reuniones de la llamada "cúpula partidaria". Esta observación precisa los términos de la participación de los "órganos" partidarios en las decisiones partidarias.

La Convención, por su parte, actuó en éste período como un órgano meramente homologador de las decisiones adoptadas ya por el Comité Ejecutivo ya por la cúpula. Ha sido una suerte de "hoja de parra" de las élites partidarias. Una prueba - agotando la búsqueda de una faceta positiva de ésta situación - de la existencia de un mínimo de pudor por el no funcionamiento democrático del partido.

Por otro, el hincapié personalista, movimientista si se quiere, de la mayoría de las alternativas que se presentan al gobierno. 

La situación subraya el descaecimiento de los partidos políticos en una triple faz: como agregadores de intereses, como instrumentos de gobierno y como vehículos electorales.

Ese descaecer puede conducir a la desaparición de algunos partidos o de conglomerados partidarios como fue el caso de la UCD española, o el de su casi desaparición, como fue la situación a que quedó reducido Acción Popular en Perú. Pero la muerte de un partido, convengamos, no es una situación frecuente. Menos aún si ese partido está inscripto en la cultura política de un país, en por lo menos alguno de sus principales hitos históricos aún vigentes (clivajes debió ser la palabra empleada).

Lo que sí importa señalar es que un escenario de ese carácter repite, en el caso uruguayo, aun cuando fuera a grandes rasgos, el que precedió al gobierno autoritario.

Parecería que, en nuestro país, veremos profundizarse una mayor actividad de los sectores partidarios en detrimento de los propios partidos como un todo orgánico y un emerger con mayor vehemencia del vivido hasta ahora, de intereses netamente corporativos. Tendríamos entonces, de suceder eso, la restauración del juego político a que hicimos referencia al comienzo.

Esto último va dicho, mas allá de la nada novedosa reiteración de vocaciones de gobiernos de coalición, cuya instrumentación en la práctica no queda clara.

Integraría esa invocación mas que nada la vasta gama de recursos de recolección de votos, de la que nuestra elite política ha dado pruebas fehacientes en los últimos treinta años.

El espíritu que alienta dicha actitud estaría encaminado, por un lado, a la consolidación más que nada de un cártel de gobierno y, por otro, a la satisfacción nominal de un deseo de la sociedad en general de una continuación del alivio de tensiones políticas.

A fuer de sinceros, sin embargo, debemos reconocer que esa voluntad de formación de coaliciones gubernamentales no ha podido ser llevada a la práctica. Y de traducirse en hechos podría ser, por lo señalado respecto a la imposibilidad de satisfacción de la mayoría de las demandas, también una usina de frustraciones sociales.

No en vano la elite política – y nos referimos a la élite en su conjunto y no a personas en concreto, que antes y ahora no son merecedores, ni mucho menos, de las críticas que supone la observación que sigue - y con esto referimos tanto al gobierno como a la oposición) es la misma que en el período pre autoritario. Con excepción de algunas personas, la mayoría de las cuales se ha visto "formateada". Es decir, que han podido actuar o podrán mantener su vigencia de aceptar el juego que plantea la propia élite y esto, si es que ella se lo permite.

No olvidemos que, por un lado, muchas homogeneidades o planteamientos se formulan apoyados en la hipótesis de que no se accederá al gobierno. Y, por otro, muchas políticas se se desarrollan, demasiadas omisiones de cambios se dejan ver , muchas conductas se desenvuelven sostenidas por la hipótesis que nunca se dejará de ser gobierno.

En síntesis, creo que el escenario político agudizará aun más sus notas personalistas, que continuarán decayendo las actividades orgánicas de los partidos, que se incrementarán la de los sectores políticos o las posiciones movimientistas, que se reinstalará un juego de poder análogo al que precedió al gobierno autoritario y que esto último se complementará con planteamientos de distintos grupos de presión - digo “distintos” por pertenecer incluso a interés encontrados - apoyándose, muchas veces, en un eventual retorno de la crisis económica y agudizando, en consecuencia, la posibilidad de su emergencia.

Lo mas grave de todo ello, a mi modo de ver, es que los planteos particularistas (los que los grupos de interés o las corporaciones piensan que el interés del país pasa necesariamente por su propio bien), formulados en un tal escenario (tomando en cuenta que está constituido también y fundamentalmente por crisis irresolutas y que para estos efectos, la crisis a tener en cuenta sería la de integración de los grupos de interés en el sistema político), son facilitadores de la aparición de nuevos autoritarismos.

La institución militar regional parece también haber recogido esa experiencia, por lo cual las posibilidades de un retorno autoritario militar, de producirse, podría orientarse hacia las llamadas "dictaduras comisarias", esto es, aquellos autoritarismos que encuentran su justificación en un supuesto deber de "restablecer la ley y el orden", en una circunstancia de la naturaleza descripta”.(Seminario de la Licenciatura de Ciencia Política. Universidad de la República. 1989. Publicado en EL DIA en octubre del mismo año)

[v] La fortaleza de las instituciones de nuestro país se apoyó en personalismos, que representaban, como lo señaló Alberto Zum Felde(1), tendencias que se daban en nuestro escenario político.

Así se vivió, a partir de ellos, desde un sistema político de funcionamiento enclaustrado, de círculo forzado, hasta uno análogo pero voluntario, en pos de su formalización. Un ejemplo de esto último lo hemos visto con Julio Herrera y Obes, sintetizado en su doctrina de la influencia directriz. Del primero, el gobierno de Lorenzo Batlle fue su expresión.

No eran esos personalismos meros reflejos de un modo de sentir o de hacer desde la actividad pública.

Es innegable la ascendencia que tuvieron en la opinión popular y la capacidad de interpretación de los problemas inmediatos que afectaban a esta, lográndose con ello lavar los algunos perfiles diferenciadores que se daban en la ciudadanía, más allá de lo representado por dichos personalismos[v].

De esos años de génesis - en los que a la heroicidad le resultaba indiferente tanto la vida como la muerte - el pasaje a una institucionalidad despersonalizada con, al menos, vocación de perdurabilidad depende siempre, al menos, de dos claves. Por un lado, el sistema electoral (en una amplia acepción – es decir, incluyendo al sistema de partidos en lo que hace al menos la organización de estos - que lleve a que los representantes electos sean tales en términos políticos y no solo jurídicos) y, por otro, de la aceptación por todos de las reglas de juego del sistema. De esa manera, el gobierno no se confunde con el régimen político y se asegura la posibilidad de continuidad del sistema. 

(1) Alberto Zum Felde en Proceso histórico del Uruguay y esquema de su sociología(Departamento de Publicaciones de la Universidad de la República. 1963) dice:

 “Cuando los partidos aparecen (Carpintería, 1836) ya como tales en la vida pública, están formados. (...) Si se observa el nombre de los individuos más significativos que figuran en sus elites respectivas, se ve que muchos de ellos están separados por tendencias opuestas desde los primeros años de la revolución, y desde que aparecen en escena forman ya grupos distintos. Los que están con Oribe en 1836, son más o menos los mismos que forman grupo con Oribe en 1827, cuando el Gobierno de Lavalleja, y en 1823 cuando el movimiento argentinista del Cabildo de Montevideo. Oribe y Rivera se encuentran en campos opuestos cuando la disputa entre brasileños y portugueses por el dominio de la Cisplatina (refiere Zum Felde a que mientras Rivera actuaba, por ejemplo, en el campo sitiador de Montevideo junto a Lecor – 1823/1824 –, defendiendo la independencia de Brasil, Oribe era el jefe de vanguardia de los portugueses sitiados que se negaban a reconocer su pérdida de soberanía en el área, bajo el mando del brigadier general Alvaro da Costa, vicepresidente de la Junta Militar de Montevideo); cuando la campaña de Misiones (la invasión de Misiones se produce el 21 de abril de 1828), es Oribe quien, de acuerdo con Lavalleja, persigue a Frutos y le fusila los chasques. El motín de Lavalleja durante la primera presidencia de Rivera, cuenta con el mismo grupo de jefes y de civiles que después rodean a Oribe en su presidencia. El partido que es luego de Oribe ha sido antes de Lavalleja, y siempre ha estado – antes y ahora – en oposición a Rivera. (...) Que ambos aspiran a la supremacía es indudable, que la rivalidad los mueve es evidente: pero observemos qué opuestos caracteres tienen ambos y que opuestas tendencias encarnan. El historiador Arreguine dice a este respecto: Rivera es más liberal que Lavalleja, más amigo del pueblo, representa mejor la idea de la democracia que el otro. Las cualidades de Lavalleja, su trato con militares de escuela, el círculo en que vivía determinaban en él otras propensiones. Era más bien un representante de la aristocracia, de las clases conservadoras que habían adulado a Artigas en las horas de triunfo, volviéndole la espalda en las horas del desaliento y de la derrota. Este, pues, representaba la tendencia gastada y un tanto egoísta de las ciudades; el otro, el pueblo inculto, el gaucho amante de su libertad, al indio perseguido y menospreciado....’ Lavalleja es rígido, autoritario, conservador. Rivera es flexible, liberal, humanitario y de buen humor; en la acción se duebla pero no rompe. Lavalleja es honrado hasta la tacañería y Rivera gastador hasta el despilfarro; éste es la liberalidad llevada a veces al desorden, y aquél el orden llevado hasta el despotismo.

(...) De acuerdo con el modo de ser de los jefes rivales, se forman, pues, los grupos en torno de uno y otro. Junto a Lavalleja están los hombres de tendencia autoritaria y conservadora, los militares de escuela, los aporteñados, la burguesía entonada y pudiente. Junto a Rivera los hombres civiles de tenencias liberales y progresistas, los militares gauchos, el populacho y la indiada. Cuando cae Lavalleja y se levanta Oribe, éste hereda el partido de aquél, se convierte en su centro y le imprime la precisión de su energía. Oribe tiene los mismos caracteres políticos de Lavalleja, más la inteligencia que el otro no tenía, y que le sirve para acusar mejor los rasgos del carácter y de la acción. Oribe ha pertenecido siempre al lavallejismo; su amistad con Rivera en 1832 y su oposición a Lavalleja, no es más que una táctica ocasional; como es un acto de claudicación senil y sin valor político la declaración de coloradismo de Lavalleja al entrar al Triunvirato; (...) Seguir a Rivera o seguir a Oribe, implica seguir dos tendencias divergentes. Puede adaptarse la frase de Sarmiento que se refiere a la guerra de unitarios y federales argentinos: la lucha parecía política y era social, diciéndose en este caso: la lucha parece de personas y es de tendencias."

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