Como acabo de mostrar, la esencia de la democracia está determinada por su fin y consiste en la conspiración de los pensamientos y de los actos de todos los elementos sociales al bien común y proporcionalmente al bien más particular de las multitudes que tienen más necesidad que otras de la protección y del socorro de la sociedad. En este caso, el orden social, ¿no va a plegarse y a adaptarse a este fin especial y grandioso a fin de alcanzarle mejor? A una democracia virtual, enteramente preocupada del fin que tiene que alcanzar, se añade una democracia concreta, preocupada del medio que ha de emplear, esto es, de la organización de las fuerzas sociales que convergen a este fin; y se hace consistir más comúnmente toda la democracia, o por lo menos su parte principal, más que en el sentido de finalidad, en este segundo sentirlo de una organización esencial de la sociedad y de sus fuerzas. Sin embargo, en realidad, esta organización no es más que lo accesorio.
Por caracteres accidentales de la democracia cristiana, debe entenderse la forma del poder, las relaciones jurídicas entre las clases, la distribución de las riquezas en fin, y sobre todo, la participación de todos los elementos sociales en el Gobierno. Son modalidades del ser, que nada tienen de permanente y de absoluto, y que varían según las circunstancias.
Notemos con cuidado porque esto es de la más alta importancia que no se puede sin grave perjuicio invertir el orden de dependencia lógica de los dos aspectos de la democracia. El concepto social; que es el más vasto, es siempre hacer conspirar las fuerzas sociales y jurídicas a la protección, al respeto y a la elevación del pueblo.
Los otros conceptos accidentales más restringidos, por ejemplo, el concepto político, no son más que su consecuencia racional o histórica. Emancipado, honrado e instruído, el pueblo debe, naturalmente, según todas las probabilidades, adquirir, tarde o temprano, una mayor importancia y encontrar su puesto en el gobierno. Pero, en tal caso, esta democracia política es una consecuencia de la democracia social, jurídica y religiosa, no cierta la recíproca.
Establecido esto, síguese de aquí, que la democracia, en su principal y esencial sentido, debe necesariamente aceptarse por todos los católicos, porque proviene de la esencia del Evangelio y sigue siendo un motivo de concordia, mientras que la democracia en su sentido secundario y accidental, esto es, político, puede lícitamente sostenerse o rechazarse, sin que por ello pueda llegar a ser entre católicos un motivo serio de discordia.
Inténtese trastornar el orden de estos dos elementos, uno principal y otro subordinado, y se verá lo que resulta prácticamente en el pensamiento y en la manera de obrar de los católicos.