Tesis doctorales de Economía


LA AUTOFINANCIACIÓN DE LA IGLESIA CATÓLICA Y LAS DEMÁS CONFESIONES RELIGIOSAS EN LA LIBERTAD E IGUALDAD RELIGIOSAS

Guillermo Hierrezuelo Conde


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I.3. EL SIGLO XIX, COMO “EL SIGLO DE LA DESAMORTIZACIÓN”

En el siglo XIX pueden distinguirse cuatro fases o épocas de desamortización, con independencia de las medidas adoptadas contra el clero de 1803 a 1820. Una primera, o la desamortización de 1798. La segunda fase importante tuvo lugar en el transcurso del trienio liberal, y las dos últimas fueron la iniciada en el año 1836, bajo el impulso del Ministro Juan Álvarez Mendizába; la cuarta y última, la del año 1855, obra del bienio progresista y, en especial, de uno de sus ministros: Pascual Madoz .

La desamortización, en su forma contemporánea, comenzó en 1798, con decretos de Carlos IV , en los cuales se mandaba vender los bienes raíces de todas las casas de beneficencia, hermandades, obras pías y patronatos legos, imponiendo su precio en la caja de amortización al tres por ciento de renta. La razón de tal venta estaba en disminuir la deuda pública, que, sin embargo, proseguía en aumento . De hecho, la gran mayoría de las propiedades vendidas por los decretos del 19 de septiembre, de 1798, más del noventa y dos por ciento, formaban parte de las propiedades eclesiásticas . Aunque el origen de la deuda pública se remonta al siglo XVI, es a partir de 1780 cuando creció espectacularmente, debido a la emisión de vales reales por los gobiernos de Carlos III y IV, para sufragar los gastos de la guerra contra Inglaterra y la Francia revolucionaria. Como consecuencia de este aumento desmesurado, comenzó a bajar, hasta alcanzar la cota del cincuenta por cien a finales de siglo. Godoy, para detener este proceso de depreciación de la deuda y obtener numerario con qué hacer frente a las necesidades del erario, dispuso por la ley de 19 de septiembre de 1798 la desamortización de los bienes de las casas de beneficencia, hermandades, obras pías y patronatos legos. La venta de dichos bienes se inició rápidamente, y su producto vino a engrosar las arcas reales, pero nunca llegó a destinarse a la amortización de la deuda pública, sino que se invirtió en la compra de material bélico y sostenimiento del ejército . Carlos IV, bajo la presión de los economistas, que clamaban a gritos contras las “manos muertas” decidió en 1798, acometer un primer ensayo de desamortización, y declara vendibles todas las fincas de los establecimientos de beneficencia, ingresándose su importe en la “real caja de amortización”, con el interés de un tres por ciento anual .

En el año 1798 se dictaron tres disposiciones –21 de febrero, 26 de febrero y 25 de septiembre-, que inician, ciertamente, la desamortización, tal y como siguió realizándose a lo largo del siglo XIX, esto es, con las características siguientes: apropiación por parte del Estado, y por decisión unilateral suya de bienes inmuebles pertenecientes a “manos muertas”; venta de los mismos, y asignación del importe, obtenido con las ventas, a la amortización de los títulos de la deuda. Hasta este momento la desamortización se efectúa sólo sobre bienes de “manos muertas” políticamente débiles –colegios mayores, hospicios, hospitales...- o indefensa –jesuítas expulsados-. Las ventas derivadas de la tercera de las órdenes reales, la de 25 de septiembre de 1798, según Godoy, continuaba efectuándose y con buen resultado en 1802 y 1803, pero los beneficios obtenidos se destinaron a los gastos de la guerra . Sin embargo, la penuria económica, por la que pasó España durante la guerra de la independencia, no hizo posible acumular rentas de los establecimientos benéficos. La “real caja de amortización” se derrumbó los vales reales perdieron todo su valor y gran úmero de los hospitales, hospicios, casas de expósitos, etcétera, no teniendo medios para subsistir, cerraron sus puertas. Cuando en 1814 se restauró la paz, los establecimientos benéficos estaban abandonados y en ruina, carentes de todo peculio propio. En una palabra, la legislación de beneficencia era necesario modificarla .

En la angustiosa búsqueda de una salida al dilema de obtener más recursos para la guerra, sin que se depreciara el crédito de la Hacienda, no faltaron propuestas insólitas, como la de encargar del servicio de los vales al clero. En efecto, en 1799, se llegó a nombrar, tras el fracaso de la Junta, para reordenar la Hacienda, creada en el año anterior, otra de dignidades eclesiásticas, presidida por un comisario regio, que era el intendente de Guadalajara y sus fábricas. En compañía de otros canónigos, Amat, del cabildo de la catedral de Tarragona, y confesor del Rey, propuso un plan, según el cual el clero de España, por medio de los cabildos de las catedrales, se comprometía a presentar al real erario una cantidad determinada de vales para su extinción, empleando en ello las rentas decimales, que la Iglesia pagaba a la Hacienda, en virtud del subsidio, noveno, excusado, y otras figuras tributarias eclesiásticas, que la monarquía había logrado, a lo largo del tiempo, recabar para sí. Se suponía que el clero, ante el anuncio de la extinción periódica de los vales, se apresuraría a demandarlos, dado el bajo nivel de su cotización, con lo cual la apreciación de los tributos no tardaría en producirse. Otra propuesta de la Junta fue la de encargar a la Iglesia, pura y simplemente, de la administración de los vales, quedando las oficinas y empleados bajo sus órdenes, todo ello presidido por una Junta de seis prebendados, en Madrid. Amat convenció a sus compañeros, y al comisario regio para que, en vez de establecerse en Madrid una caja general o tesorería eclesiástica, se descentralizase la administración en las diferentes metrópolis. Parece que el clero no acogió, con auténtico entusiamo, esta oportunida, pero el plan no fue aprobado .

En diciembre de 1799, la monarquía española obtuvo del Papa Pío VI un breve, por el que se facultaba ala Hacienda, a exigir un subsidio de treinta y seis millones de reales sobre las rentas eclesiásticas de España y otro de treinta sobre las correspondientes a América. En pago del subsidio, se admitían los adelantos, que anticipó el clero para la satisfacción del excusado .

En agosto de 1800, los vales reales perdían las tres cuartas partes de su valor .

Como la desamortización había dado buen resultado en España, decidieron Carlos IV y sus consejeros extenderlas a las Induas, promulgándose el 24 de noviembre de 1804 un decreto, pero resultó contraproducente, pues el dinero no podía llegar de América a España .

En 1805, Carlos IV obtuvo del Paña Pío VII un breve apostólico, fechado el 14 de junio, que concedía la “facultad para que en todos los dominios del Rey Católico puedan enagenarse otros tantos bienes eclesiásticos, cuantos sean los que en todo correspondan á la renta libre anual de doscientos mil ducados de oro de Cámara, y no más” –es decir, 6,4 millones de reales-. El capital que resultase, se emplearía en extinguir los vales, pero también “en alivio de las gravísimas y urgentísimas necesidades del mismo reyno”. El Papa declaró lícitas tales ventas, y ordenó no inquietar a los compradores. Sin embargo, no era un acuerdo tan provechoso, como el de la desamortización de 1798, porque no se aclaraba cuáles propiedades se debían enajenar para llenar tal cantidad concedida, y, porque el Rey tenía que tomar posesión de ellas y empezar a pagar la renta anual, que les correspondía a los antiguos dueños, antes de sacarlas a subasta . Se publicó este breve en real cédula de 15 de octubre de 1805, con instrucciones sobre su ejecución. La experiencia demostró que esta manera de proceder no era eficaz, y al año siguiente se obtuvo del Papa otro breve, del 12 de diciembre de 1806, sustituyendo al anterior. Esta vez, el Papa concedió al Rey el derecho, de vender la séptima parte de los predios, pertenecientes a la Iglesia, incluso las órdenes religiosas y militares, con la única excepción de “los predios destinados en patrimonio y por congrua de las Iglesias parroquiales”. Además, concedió el derecho, de vender todos los bienes raíces, pertenecientes a capellanías colativas, cuyos poseedores se nombraban por las autoridades eclesiásticas, dándoles a los poseedores el tres por ciento del valor, o la renta anual, cual fuera mayor. Se estipuló que los capitales se inscribieran en la “caja de consolidación”, para la extinción de vales y demás necesidades de la Corona. Este breve se publicó en real cédula de 21 de febrero de 1807, con instrucciones para su cumplimiento. Es evidente que la séptima parte de los bienes eclesiásticos no se podía aprovechar inmediatamente, porque había que empezar, por verificar las posesiones de cada entidad y su producto anual, y luego negociar cuál parte se vendería .

El 23 de enero de 1799 comienza la desamortización de los bienes inquisitoriales. Las Cortes de Cádiz también suprimieron la Inquisición; ya, con anterioridad en 1808 Napoleón la había suprimido, intentando incluir sus bienes como nacionales. En 1814, Fernando VII restaura la inquisición y le restituye sus bienes por orden de 15 de agosto. En 1820, los liberales suprimían, nuevamente, la Inquisición y sus bienes pasaban a propiedad del Estado. En 1823, Fernando VII instauraba de nuevo el absolutismo. Una de las primeras resoluciones de Napoleón, respecto de la Iglesia española, fue suprimir el Tribunal de la Inquisición, secuestrando sus bienes, para servir de garantía a los vales reales, y otros efectos de la deuda de la Monarquía, mediante una instrucción secreta, de 26 de octubre de 1808 . El real decreto de 4 de diciembre de 1808, dictado por Napoleón, reducía a la tercera parte el número de conventos . El decreto de 18 de agosto de 1809 –Gaceta de Madrid, del 21-, el gobierno de José Bonaparte I decidió la supresión total de las órdenes religiosas de su Reino .

El 21 de agosto de 1819, José Bonaparte abolía la contribución llamada del Voto a Santiago. El 3 de enero de 1810 se abolía el tributo, conocido con el nombre de “infurción”, que percibían muchos monasterios y particulares, ya que se le consideraba incluido entre los derechos feudales, que en diciembre de 1808, Napoleón había anulado .

Los objetivos de la operación desamortizadora, realizada por José Bonaparte en España, eran, en esencia dos: enjugar la deuda pública, o, por lo menos, consolidarla, y dar seguridores a los acreedores del Estado; además de recompensar a los perjudicados, indemnizándoles de los perjuicios, para conseguir su apoyo a la nueva situación .

El 23 de julio de 1811, José Bonaparte dispondría que se destinen al Estado los diezmos, así como los tributos del excusado, novenos, tercias, reales, novales, exentos y demás . El monarca no ratificó el decreto de supresión del Santo Oficio, dado por los liberales, tampoco lo restauró. Del mismo modo, tampoco los bienes fueron devueltos a la institución .

El trienio liberal de 1820 a 1823 significó el restablecimiento de la legislación desamortizadora de las Cortes de Cádiz, y, en algunos aspectos, dio entrada a disposiciones nuevas, aunque siempre sobre problemas ya planteados en Cádiz. De hecho, puede considerarse el trienio constitucional, como una “prolongación de la obra desamortizadora del período liberal” . La política de reforma eclesiástica, esbozada ya en Cádiz, plasmó, durante el trienio constitucional, en varias disposiciones legales de la misma importancia, y muy relacionadas con la obra desamortizadora, que se adentra ya, decididamente, en el patrimonio del clero regular, objeto principal de la reforma .

El primero de los textos legales sobre esta cuestión es el decreto de 1 de octubre de 1820. Su artículo 1 suprime “todos los monasterios de las Órdenes monacales; los canónigos regulares de san Benito, de la congregación claustral tarraconense y cesaraugustana; los de san Agustín y los premonstratenses; los conventos y colegios de las Órdenes Militares de Santiago, Calatrava, Montesa y Alcántara; los de San Juan de Jerusalén, los de la de San Juan de Dios y los betlemitas, y todos los demás de hospitales de cualquier clase”. Los demás regulares quedan, según el citado decreto, sometidos a la autoridad de los obispos ordinarios –artículo 9-, pero no se permite, en el futuro, fundar ningún convento, ni profesar a ningún novicio –artículo 12-; de modo coherente con tal precepto, se declara también –artículo 13-, que “el gobierno protegerá por todos los medios que estén a su alcance la secularización de los regulares que la soliciten” . Consecuencia lógica de estas medidas, adoptadas opr el decerto de 1 de octubre de 1820, y señal inequívoca de cuál era uno de los objetivos perseguidos con la reforma del clero regular, es el artículo 23 de dicho decreto, cuyo texto dispone que “todos los bienes muebles e inmuebles de los monasterios, conventos y colegios que se suprimen ahora o que se supriman en lo sucesivo... quedan aplicados al crédito público”, considerándolos, pues, como bienes nacionales, sujetos a inmediata desarmotización. Con este decreto de 1 de octubre de 1820, la desamortización eclesiástica, ya no se reduce a medidas tímidas y parciales, en todo caso, negociadas, sino que se acomete decididamente. De ahí que surgieran resistencias de todo tipo .

Unos dís después se promulga la ley de 11 de octubre de 1820, conocida, generalmente, con el nombre de “ley de desvinculadas”. Su artículo 1 suprime, en efecto “todos los mayorazgos, fideicomisos, patronatos y cualquier otra especie de vinculaciones de bienes raíces, muebles, semovientes...”. Aunque esta norma afectaba, primordialmente, al régimen sucesorio ordinario, es evidente que también concierne a los intereses económicos de instituciones, como capellanías o fundaciones de carácter eclesiástico. Se respeta a sus anteriores titulares la propiedad sobre todos estos bienes desvinculados –artículo 2 y ss.-, pero el artículo 15 prohíbe adquirir bienes inmuebles a todo tipo de “manos muertas”, lo cual implica, sin duda, un duro golpe a los intereses económicos de muchas entidades eclesiásticas .

El 25 de octubre de 1820 se sancionaba, oficialmente, la llamada “ley de Monacales”, por la cual las Cortes trataban, de dar solución a uno de los puntos más discutidos desde los años de las Cortes de Cádiz: se trataba de “reformar” a las Órdenes religiosas, sea suprimiendo unas, o reformando otras .

El decreto de 29 de junio de 1821 reduce el diezmo eclesiástico a la mitad de las cuotas, que, entonces, se pagaban, por estimar que, con ello, había bastante, para que la Iglesia atendiese a sus gastos de culto y clero. Como esta reducción beneficia directamente, a los obligados al pago del diezmo, no siendo, en realidad, esta la finalidad perseguida, se crea una contribución a favor de la Hacienda real, por el importe aproximado de la mitad de los diezmos. Con ello se pretente que, en la medida en que el contribuyente no sufre alteración notoria, la Hacienda incremente sus ingresos en la misma proporción, en que los reduce la Iglesia. Ello refleja la relación existente, una vez más, entre necesidades fiscales y medidas de índole económico-eclesiástica. En años sucesivos persistió el enfoque conjunto de unas y otras, y, por ello, una misma ley será la que suprima el diezmo eclesiástico, y la que disponga la enajenación de los bienes del clero secular, pero ya en la etapa de Mendizábal .

Otro real decreto de 22 de abril, de 1834, mandaba suspender la admisión de novicios en todos los conventos del Reino .

Antes de la subida al poder de Mendizábal se promulgaron dos reales decretos –de 15 de julio de 1834 y 4 de julio de 1835-, en los que, respectivamente, se suprimía la Inquisición –antes restablecida- y la Compañía de Jesús –que había vuelto a ser admitida en 29 de mayo de 1815-, adjudicándose todos los bienes de ambas instituciones a la extinción de la deuda pública .

El decreto de 4 de julio de 1835, que suprimía la Compañía de Jesús, es la primera de las normas legales para el pago de las pensiones .

El real decreto de 25 de julio, de 1835, manda suprimir los conventos, que no tengan doce individuos profesos .

Un real decreto de 11 de octubre de 1835 restablece la vigencia del decreto de 1 de octubre de 1820 –con lo cual se ampliaba el número de instituciones religiosas suprimidas-, y lo concordaba con el real decreto de 25 de julio de 1835, adjudicando los patrimonios de los conventos suprimidos a la amortización de la deuda. El real decreto de 8 de marzo de 1836 y su reglamento del día 24 del mismo mes y año, regula más por extenso la misma materia, pero dándole mayor amplitud de contenido, ya que suprime –salvo muy escasas excepciones- todos los conventos y monasterios de religiosos varones y destina a la extinción de la deuda pública los patrimonios de las casas de comunidades religiosas de uno y otro sexo, suprimidas o no –artículo 20-, señalando una pensión diaria a los religiosos de las instituciones suprimidas –artículo 17-, que había de hacerse efectiva a costa de los patimonios, convertidos en bienes nacionales –artículos 36- .

La exclaustración quedaba hecha en 1836. Con ella lelga la miseria de los exclaustrados y monjas, que no acaban de percibir la modesta pensión prometida .

La exposición, dirigida a Su Majestad el 25 de febrero, de 1836, por la Real Junta eclesiástica, pretendía proporcionar a los fieles la debida asistencia pastorial, no olvidando el decoro del culto divino; y con la dotación suficiente de los ministros, pero sin perder de vista los apuros del erario y la enorme deuda pública .


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